Capítulo 4

Nikki no subió a casa inmediatamente después de ver la película. Se quedó de pie en la acera, bajo el cálido y esponjoso aire de la noche de verano mirando hacia arriba, a su apartamento, en el que había vivido de niña hasta que se había ido a la universidad a Boston, y del que se había vuelto a ir para comprar canela en rama porque la molida no servía. Lo único que había allá arriba, en aquel piso de dos habitaciones, era soledad sin tregua. Tenía diecinueve años otra vez y entraba en una cocina en la que la sangre de su madre formaba un charco que se metía por debajo de la nevera o, si intentaba alejar aquellas imágenes, escuchaba alguna noticia en el metro y oía hablar de más crímenes: fruto del calor, dirían en Team Coverage. Crímenes fruto del calor. Hubo un tiempo en que eso hacía sonreír a Nikki Heat.

Sopesó la posibilidad de enviarle un mensaje a Don, su entrenador de lucha, para ver si le apetecía una cerveza y unas cuantas llaves en un combate cuerpo a cuerpo en la cama, frente a la alternativa de dejar que algún gracioso nocturno trajeado le echase una mano sin ocupar el baño por la mañana. Pero había otra opción.

Veinte minutos después, en su sala de brigada de la comisaría completamente vacía, la detective giraba su silla para contemplar la pizarra blanca. Ya lo había pulido en su cabeza, tenía todos los elementos disponibles hasta la fecha pegados y garabateados dentro de ese marco en el que aún no se veía ningún cuadro: la lista de las correspondencias de las huellas dactilares, la tarjeta verde de cinco por siete con sus apartados de las coartadas de Kimberly Starr y sus vidas anteriores, fotos del cadáver de Matthew Starr tras estrellarse contra la acera, fotos del Departamento Forense de la marca del puñetazo en el torso de Starr con la peculiar forma hexagonal dejada por un anillo.

Se levantó y se acercó a la foto de la marca del anillo. Más que analizar el tamaño y la forma, la detective la escuchó a sabiendas de que, en cualquier momento, cualquiera de las pruebas podía ponerse a hablar. Esa foto, más que cualquiera de las otras pruebas de la pizarra, le estaba susurrando algo. La había tenido en el oído todo el día y su susurro era el sonido que la había llevado a la sala de brigada en la tranquilidad de la noche para poder escuchar con claridad. Su susurro era una pregunta: «¿Por qué un asesino que lanzaba a un hombre por un balcón, lo agredía además con inofensivos puñetazos?». Aquellas marcas no eran contusiones al azar resultantes de cualquier refriega. Eran precisas y claras, algunas hasta se superponían. Don, su instructor de lucha, llamaba a eso «pintar» al contrincante.

Una de las primeras cosas que Nikki Heat había emprendido cuando se hizo con el mando de su unidad de homicidios era un sistema que facilitaba compartir la información. Entró en el servidor y abrió el archivo ochoa sólo de lectura. Se desplazó por las páginas hasta llegar a la entrevista del portero del Guilford como testigo. Adoraba a Ochoa, pensó. Su habilidad con el teclado era una mierda, pero tomaba notas maravillosas y hacía preguntas certeras.

P: ¿Salió la vict. del edif. x la mañana?

R: N.

Nikki cerró el archivo de Ochoa y miró el reloj. Podía enviarle un mensaje a su jefe, pero cabía la posibilidad de que no lo viera. Quizá estuviera durmiendo. Tamborilear con los dedos en el teléfono sólo conseguía que se hiciera más tarde, así que marcó su número. Al cuarto tono, Heat se aclaró la garganta, preparándose para dejar un mensaje de voz, pero Montrose contestó. Su saludo no sonaba somnoliento y se oía la previsión meteorológica en la televisión.

– Espero que no sea demasiado tarde para llamar, capitán.

– Si es demasiado tarde para llamar, también lo es para tener esperanza. ¿Qué sucede?

– He venido a echar un ojo al vídeo de la cámara de vigilancia del Guilford, pero no está aquí. ¿Sabe dónde está?

Su jefe tapó el teléfono y le dijo algo a su esposa, con la voz amortiguada. Cuando volvió con Nikki, ya no se oía la televisión.

– Esta noche, durante la cena, he recibido una llamada del abogado que representa a los vecinos. Se trata de un edificio con inquilinos adinerados que son muy susceptibles al tema de la privacidad -dijo.

– ¿Y al de que sus vecinos salgan volando por las ventanas?

– ¿Intentas convencerme? Para que den su consentimiento hará falta una orden judicial. Según el reloj parece que tendremos que esperar a mañana por la mañana para encontrar a un juez que firme una. -Lo oyó suspirar porque estaba segura de que lo había hecho. La verdad era que Heat no podía soportar el hecho de perder otro día más esperando una orden judicial.

– Nikki, duerme un poco -dijo con su habitual amabilidad-. Mañana te la conseguiremos.

Claro que el jefe tenía razón. Despertar a un juez para que firmara una orden judicial era una baza que sólo se utilizaba en caso de extrema necesidad en la que se jugaba contrarreloj. Para la mayoría de los jueces, éste era sólo un homicidio más, y ella lo sabía demasiado bien como para presionar al capitán Montrose para que malgastase una baza como ésa. Así que apagó la luz de su lámpara.

A continuación, la volvió a encender. Rook era colega de un juez. Horace Simpson era compañero suyo de póquer en la partida semanal a la que ella siempre rechazaba asistir cuando era invitada por el periodista. Dejar caer el nombre de Simpson no era tan sexy como dejar caer el de Jagger, pero, según su información, ninguno de los Stones firmaba órdenes judiciales.

Pero se detuvo a pensar un momento. Tener prisa era una cosa, y deberle un favor a Jameson Rook era otra. Además, había oído cómo les contaba a los Roach que había quedado para cenar con aquella fan de la camiseta de escote halter que había irrumpido en el escenario del crimen de Nikki. A esas horas, Heat debía de estar continuando la firma de su autógrafo en una nueva y más excitante parte del cuerpo.

Así que levantó el teléfono y marcó el número de móvil de Rook.

– Heat -dijo sin tono de sorpresa. Era más como un saludo, como en Cheers cuando gritaban ¡Norm! Prestó atención para oír el ruido de fondo, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba oír, a Kenny G y el corcho de una botella de champán?

– ¿Te llamo en mal momento?

– Según la identificación de llamadas estás en la comisaría. -Evasiva. El Mono Escritor no respondió a su pregunta. Tal vez si lo amenazaba con el zoo del calabozo…

– El trabajo de un policía no acaba nunca, y todo ese rollo. ¿Estás escribiendo?

– Estoy en una limusina. Acabo de tener una cena maravillosa en Balthazar. -Silencio. Lo había llamado para fastidiarlo, ¿cómo era posible que acabara siendo ella la fastidiada?

– Ya me darás tu puntuación Zagat en otro momento, esto es una llamada de trabajo -dijo ella, aunque se preguntaba si esa fan de la camiseta halter sabría que no se podían llevar vaqueros cortados a un restaurante, un local de moda del SoHo o lo que fuera-. Llamaba para decirte que no vengas a la reunión de la mañana. La hemos cancelado.

– ¿La habéis cancelado? Pues será la primera vez.

– Era para prepararnos para una reunión con Kimberly Starr mañana por la mañana. Ahora esa reunión está en el aire.

Rook pareció maravillosamente alarmado.

– ¿Cómo? Necesitamos reunirnos con ella. -Lejos de sentirse culpable por jugar con él, le encantó la urgencia de su voz.

– El motivo para quedar con ella era visionar las imágenes de ayer de la cámara de vigilancia del Guilford, pero no puedo tener acceso a ellas sin una orden judicial y ¿cómo vamos a encontrar a un juez esta noche? -Heat se imaginó un vídeo rodado bajo el agua de la boca enorme de una perca a punto de morder el anzuelo milagroso en uno de esos publirreportajes que ella veía con demasiada frecuencia en sus noches de insomnio.

– Yo conozco a un juez.

– Olvídalo.

– Horace Simpson.

Ahora Nikki estaba de pie, midiendo con sus pasos el largo de la oficina abierta, intentando que su sonrisa no se reflejara en su voz mientras decía:

– Escúchame, Rook. No te metas en esto.

– Ahora te llamo.

– Rook, te estoy diciendo que no -dijo con su voz más autoritaria.

– Sé que aún está despierto. Probablemente viendo su canal de porno blando. -Entonces, justo cuando Rook estaba cortando la comunicación, Nikki oyó la risita de fondo de la mujer. Heat había conseguido lo que quería, pero, por alguna razón, no se sentía todo lo victoriosa que se había imaginado. ¿Pero por qué se ponía así?, se preguntó una vez más.


A las diez de la mañana siguiente, en medio del bochorno al que la prensa amarilla llamaba «el verano hirviente», Nikki Heat, Roach y Rook se encontraron bajo el toldo del Guilford llevando dos juegos de doce fotogramas estáticos de la cámara de vigilancia del vestíbulo. Heat dejó a Raley y Ochoa enseñándole uno de ellos al portero, mientras ella y Rook entraban en el edificio para su cita con Kimberley Starr.

En cuanto las puertas del ascensor se cerraron, él empezó.

– No hace falta que me des las gracias.

– ¿Por qué iba a dártelas? Te dije claramente que no llamaras a ese juez. Como siempre, hiciste lo que te dio la gana, es decir, lo contrario de lo que yo te digo.

Él hizo una pausa para asimilar la veracidad de aquello.

– De nada -dijo.

Luego empezó con aquella perorata suya de «es la información subliminal. El aire está lleno de ella esta mañana, agente Heat». ¿Al menos estaba mirando para ella? No, estaba de espaldas disfrutando del contador de pisos de LED y, aun así, ella se sentía como si la estuviera observando desnuda con rayos X y se quedó sin palabras. La campanilla emitió una señal de rescate en el sexto. Cabrón.

Cuando Noah Paxton abrió la puerta principal del apartamento de Kimberly Starr, Nikki tomó nota mentalmente para investigar si la viuda y el contable se acostaban juntos. En un caso abierto de asesinato todas las posibilidades estaban sobre la mesa, ¿y había algo con más derecho a formar parte de una lista de probabilidades que una mujer florero con ansias de dinero y el hombre que manejaba el dinero tramando una conspiración desde la cama? Pero dejó eso a un lado, y se limitó a decir:

– Qué sorpresa.

– Kimberly está tardando más de lo normal en volver del salón de belleza -dijo Paxton-. He venido a traerle algunos documentos para firmar y ella ha llamado para ver si podía entretenerlos hasta que llegara.

– Me alegra ver que está centrada en encontrar al asesino de su marido -dijo Rook.

– Bienvenidos a mi mundo. Créame, Kimberly nunca se centra en nada.

La agente Heat intentó interpretar su tono de voz. ¿Era verdadera exasperación, o estaba fingiendo?

– Mientras esperamos, quiero que vea unas fotos. -Heat se sentó en la misma silla tapizada de su última visita y sacó un sobre tipo manila. Paxton se sentó frente a ella en el sofá, y ella desplegó dos filas de imágenes de diez por quince sobre la mesa de centro lacada en rojo situada delante de él.

– Observe detenidamente a estas personas. Dígame si alguna de ellas le resulta familiar.

Paxton analizó cada una de las doce fotos. Nikki hizo lo habitual durante un reconocimiento de fotos, analizar a su analizador. Era metódico, de derecha a izquierda, primero la fila superior y luego la inferior, sin cambios de orden, todo muy constante. Sin ningún sentimiento de deseo, se preguntó si sería así en la cama y, una vez más, pensó en la carretera que no había cogido que conducía hacia las afueras y hacia rutinas más agradables.

– Lo siento, pero no reconozco a ninguna de estas personas -dijo Paxton, cuando hubo acabado. Y luego añadió lo que todos dicen cuando no reconocen a nadie-: ¿El asesino es uno de ellos? -Y volvió a mirar, como todos hacían, preguntándose cuál de ellos sería, como si lo pudieran descubrir a simple vista.

– ¿Puedo hacer una pregunta tonta? -dijo Rook mientras Heat metía de nuevo las fotos en el sobre. Como siempre, no esperó a que le dieran permiso para sacar a pasear la lengua-. Si Matthew Starr estaba tan arruinado, ¿por qué no vendía alguna de sus posesiones y listo? Estoy viendo todos estos muebles antiguos, la colección de arte… Esa lámpara de araña podría financiar a un país emergente durante un año.

Heat miró la araña de porcelana italiana, los apliques franceses, la exposición de pinturas enmarcadas que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo abovedado, el espejo dorado de estilo Luis xv y los ornamentados muebles, y pensó de nuevo que a veces el Mono Escritor soltaba verdaderas perlas.

– No me siento cómodo hablando de esto -dijo, mirando por encima del hombro de Nikki, como si Kimberly Starr pudiera entrar en cualquier momento.

– Es una pregunta sencilla -dijo la detective. Sabía que lamentaría darle la razón a Rook, pero añadió-: Y muy buena. Y usted es el hombre del dinero, ¿no?

– Ojalá fuera tan fácil de explicar.

– Inténtelo. Porque usted me ha hablado de lo arruinado que estaba el hombre, de que había llevado a pique la empresa, de las fugas de su fortuna personal como si fuera un tanque de petróleo de Alaska, y luego veo todo esto. ¿Cuál es su valor, por cierto?

– Eso sí se lo puedo decir -afirmó-. E.E.A., entre cuarenta y ocho y sesenta millones.

– ¿E.E.A.?

Rook respondió a la pregunta:

– En la economía actual.

– Aunque se lo compraran a precio de ganga, cuarenta y ocho millones resuelven muchos problemas.

– Les he enseñado los libros, les he explicado el mapa financiero, he mirado sus fotos, ¿no es suficiente?

– No. ¿Y sabe por qué? -Con los antebrazos en las rodillas, ella se inclinó hacia adelante y continuó-: Porque hay algo que no quiere contarnos, pero va a hacerlo, aquí o en comisaría.

Le dio un tiempo para que pudiera mantener fuese cual fuese el diálogo interno que estaba teniendo.

– No me parece correcto hablar mal de él en su propia casa cuando acaba de morir -dijo el contable tras unos segundos. Ella esperó de nuevo, y él prosiguió-: Matthew tenía un ego monstruoso. Hay que tenerlo para llegar a lo que él consiguió, pero el suyo se salía de los gráficos. Su narcisismo hacía que esta colección fuera intocable.

– Pero tenía problemas financieros -señaló ella.

– Que es precisamente la razón por la que ignoró mi consejo, o más bien debería decir mi insistencia, para que la vendiera. Quería que vendiera antes de que los acreedores fueran a por ella cuando se declarase en bancarrota, pero esta habitación era su palacio. La prueba para él y para el mundo de que seguía siendo el rey. -Ahora que lo había soltado, Paxton estaba más animado y se puso a caminar recorriendo las paredes-. Ya vio las oficinas ayer. De ninguna manera, Matthew podía citar a un cliente allí. Así que los traía aquí para poder negociar desde su trono, rodeado por este pequeño Versalles. La Colección Starr. Adoraba cómo los peces gordos observaban estas sillas Reina Ana y preguntaban si eran para sentarse. O cómo se quedaban mirando un cuadro y preguntaban cuánto había pagado por él. Y si no le preguntaban, él se aseguraba de contárselo. A veces yo tenía que girar la cara de la vergüenza.

– ¿Y ahora qué va a pasar con todo esto?

– Ahora, por supuesto, puedo empezar la liquidación. Hay deudas que pagar, eso sin contar con mantener los caprichos de Kimberly. Creo que preferirá perder unas cuantas fruslerías para mantener su estilo de vida.

– Y cuando haya saldado las deudas, ¿le quedará lo suficiente como para que no importe que su marido no tuviera seguro de vida?

– No creo que Kimberly vaya a necesitar que hagan un telemaratón en beneficio suyo -comentó Paxton.

Nikki lo procesó mientras deambulaba por la habitación. La última vez que había estado allí era el escenario de un crimen. Ahora, simplemente, admiraba su opulencia. El cristal, las tapicerías, la librería de Kentia con tallas de frutas y flores… Vio un cuadro que le gustaba, una marina con barcos de Raoul Dufy, y se acercó para verlo más de cerca. El Museo de Bellas Artes de Boston estaba a diez minutos andando desde su residencia de estudiantes cuando Nikki iba al Northeastern. Aunque las horas que había pasado allí como amante del arte no la calificaban como experta, reconoció algunas de las obras que Matthew Starr había coleccionado. Eran caras, pero, desde su punto de vista, la habitación era un cajón de sastre de dos pisos. Impresionistas colgados al lado de los Viejos Maestros; un cartel alemán de los años treinta codo con codo con un tríptico religioso del 1400. Se detuvo ante un estudio de John Singer Sargent de una de sus pinturas preferidas: Clavel, lirio, lirio, rosa. Aunque se trataba de un boceto preliminar en óleo, uno de los muchos que Sargent hacía antes de terminar un cuadro, se sintió hechizada por aquellas niñitas tan familiares, tan maravillosamente inocentes con sus vestidos de juego blancos que encendían farolillos chinos en un jardín bajo el delicado resplandor del crepúsculo. Luego se preguntó qué estaba haciendo ese cuadro al lado del hortera Gino Severini; un caro, sin duda, aunque chillón lienzo pintado al óleo y con trozos de lentejuelas.

– Todas las colecciones que había visto hasta ahora tenían un… No sé, un tema común, o un sentimiento común, no sé cómo llamarle…

– ¿Gusto? -dijo Paxton. Ahora que había cruzado la línea, se había abierto la veda. Aun así, bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro y miró a su alrededor como si lo fuera a partir un rayo por hablar mal del fallecido. Y tan mal-. No intente buscarle ni pies ni cabeza a su colección, no tiene. Eso se debe a un hecho innegable: Matthew era un hortera. No entendía de arte. Entendía de precio.

Rook se acercó a Heat.

– Creo que, si seguimos buscando -dijo-, nos encontraremos con uno de Perros jugando al póquer. -Eso la hizo reír. Hasta Paxton se permitió una sonrisa. Todos pararon cuando la puerta principal se abrió y Kimberly Starr entró con aire despreocupado.

– Siento llegar tarde. -Heat y Rook se quedaron mirándola, sin apenas disimular su incredulidad y su opinión. Tenía la cara hinchada por el botox o por otro tipo de inyecciones cosméticas similares. El enrojecimiento y los hematomas resaltaban la hinchazón antinatural de sus labios y de sus arrugas de expresión. Tenía las cejas y la frente llenas de badenes rosa fucsia que rellenaban las arrugas y que parecían estar creciendo ante sus ojos. Era como si se hubiera caído de cabeza en un nido de avispas-. Los semáforos de Lexington estaban apagados. Maldita ola de calor.

– He dejado los papeles sobre la mesa del estudio -dijo Noah Paxton. Ya tenía su maletín en una mano y en la otra el picaporte de la puerta-. Tengo un montón de asuntos que rematar en la oficina. Agente Heat, si me necesita para algo ya sabe dónde encontrarme. -Miró a Nikki poniendo los ojos en blanco, lo que echó por tierra la teoría de la hipotética relación entre la mujer florero y el contable, pero, de todas formas, lo confirmaría.

Kimberly y la detective se sentaron exactamente en los mismos sitios del salón que el día del asesinato. Rook evitó la orejera y se sentó en el sofá con la señora Starr. Probablemente para no tener que verle la cara, pensó Nikki.

El de la cara no era el único cambio. Se había despojado de su ropa de Talbots e iba vestida de Ed Hardy, con un vestido negro de tirantes, con el dibujo de un enorme tatuaje de una rosa roja y la inscripción «Dedicado a aquel que amo» en un pergamino motero. Al menos la viuda iba vestida de negro. Kimberly se dirigió a ella con brusquedad, como si aquello fuera una especie de intromisión en su actividad cotidiana.

– ¿Y bien? Dijo que tenía algo que quería que viera.

Heat no personalizaba. Su estilo era evaluar, no juzgar. Su evaluación era que, modalidades personales de dolor aparte, Kimberly Starr la estaba tratando como a una sirvienta y era preciso revertir esa dinámica de poder inmediatamente.

– ¿Por qué me mintió sobre su paradero a la hora del asesinato de su marido, señora Starr?

La cara hinchada de la mujer todavía era capaz de reflejar algunas emociones, y el miedo era una de ellas. A Nikki Heat le gustó aquella mirada.

– ¿A qué se refiere? ¿Mentir? ¿Por qué iba yo a mentir?

– Se lo diré cuando llegue el momento. Antes quiero saber dónde estaba entre la una y las dos de la tarde, ya que no estaba usted en Dino-Bites. Mintió.

– No mentí. Estaba allí.

– Dejó a su hijo y a la niñera allí y se fue. Ya tengo testigos. ¿Quiere que le pregunte también a la niñera?

– No. Es verdad, me marché.

– ¿Dónde estaba, señora Starr? Y esta vez le recomendaría que dijera la verdad.

– Está bien. Estaba con un hombre. Me daba vergüenza contárselo.

– Cuéntemelo ahora. ¿A qué se refiere cuando dice «un hombre»?

– Es usted una zorra. Estaba en la cama con ese tío, ¿vale? ¿Contenta?

– ¿Cómo se llama?

– No lo dirá en serio.

La cara que Nikki le puso todavía tenía toda su expresividad. Y dejaba ver que iba bastante en serio.

– Y no me diga que con Barry Gable, él dice que usted lo dejó plantado. -Heat vio cómo Kimberly abría la boca-. Barry Gable. Ya sabe, el hombre que la agredió en la calle. El hombre que, según le dijo usted al agente Ochoa, debía de ser un carterista y al que no conocía de nada.

– Tenía una aventura. Mi marido acababa de morir. Me dio vergüenza contarlo.

– Pues si ya ha superado su timidez, Kimberly, hábleme de esa otra aventura para que pueda verificar dónde estaba. Y, como puede imaginarse, pienso comprobarlo.

Kimberly le dio el nombre de un médico, Cory Van Peldt. Sí, era la verdad, dijo, y sí, era el mismo médico al que había ido por la mañana. Heat le pidió que deletreara el nombre y lo escribió en su bloc junto con su número de teléfono. Kimberly dijo que lo había conocido cuando había ido a que le hiciera una valoración facial hacía dos semanas y había saltado la chispa. Heat apostaba a que la chispa estaba en sus pantalones y en su cartera, pero no iba a rebajarse a decir eso. Esperaba que Rook tampoco.

Como las cosas seguían teniendo un cariz hostil, Nikki decidió presionarla. En unos minutos necesitaría la cooperación de Kimberly con las fotos y quería que se lo pensara dos veces antes de mentir, o que estuviera tan nerviosa que se le notara si lo hacía.

– No es usted muy de fiar.

– ¿Qué se supone que quiere decir con eso?

– Dígamelo usted, Laldomina.

– ¿Perdón?

– Y Samantha.

– Oiga, no empiece con eso, nanai.

– Vaya, estupendo. Long Island cien por cien. -Miró a Rook-. ¿Ves lo que es capaz de hacer la tensión? Toda esa bonita pose por los suelos.

– En primer lugar, mi nombre legal es Kimberly Starr. No es ningún delito cambiarse el nombre.

– Écheme una mano, ¿por qué Samantha? Me la estoy imaginando con su color natural y la veo más como Tiffany o Crystal.

– A ustedes, los polis, siempre les ha encantado jodernos la marrana a las chicas que salimos adelante como podemos. La gente hace lo que tiene que hacer, ¿se entera?

– Por eso estamos teniendo esta conversación. Para descubrir quién hizo qué.

– Si eso significa si yo he matado a mi marido… Dios, no me puedo creer ni que haya dicho eso… La respuesta es no. -Esperó alguna reacción por parte de Heat, pero no se la dio. Que se imaginara lo que quisiera, pensó.

– Mi marido también se cambió el nombre, ¿lo sabía? En los años ochenta. Hizo un seminario sobre marcas y llegó a la conclusión de que lo que lo estaba frenando era su nombre. Bruce DeLay. Decía que las palabras «construcción» y «DeLay» no eran la mejor herramienta de venta, así que buscó nombres que fueran positivos para la marca. Ya sabe, que fueran optimistas y que inspiraran confianza. Hizo una lista, nombres como Champion y Best. Eligió Star y añadió una «r» para que no sonara falso.

Al igual que le había sucedido el día anterior, cuando había pasado de su opulento vestíbulo a sus oficinas de ciudad fantasma, Heat vio cómo otro trozo de la imagen pública de Matthew Starr se rompía y se caía al suelo.

– ¿Cómo se decidió por Matthew?

– Investigando. Hizo una encuesta entre el público objetivo para ver qué nombre creía la gente que le pegaba más. Así que, ¿y qué si yo me he cambiado también el mío? Me importa un bledo, ¿se entera?

La agente Heat decidió que ya había obtenido todo lo posible de ese tipo de preguntas, y estaba contenta por tener finalmente una coartada fresca que comprobar. Sacó las fotos de reconocimiento. Cuando las estaba colocando y diciéndole que se tomara su tiempo, Kimberly la interrumpió en la tercera instantánea.

– Ese hombre de ahí. Lo conozco. Es Miric.

Nikki percibió el hormigueo que solía sentir cuando una ficha de dominó se inclinaba, a punto de caerse.

– ¿Y de qué lo conoce?

– Era el corredor de apuestas de Matt.

– ¿Miric es un nombre o un apellido?

– Parece que hoy no le interesan más que los nombres.

– Kimberly, puede que haya matado a su marido.

– No lo sé. Era sólo Miric. Un tío polaco, creo. No estoy segura.

Nikki hizo que examinara el resto de las fotos de reconocimiento, sin más éxito.

– ¿Está segura de que su marido hacía apuestas por medio de este hombre?

– Claro, ¿por qué no iba a estar segura de eso?

– Cuando Noah Paxton miró estas fotos, no lo reconoció. Él paga las facturas, ¿cómo no lo va a conocer?

– ¿Noah? Se negaba a tratar con los corredores de apuestas. Tenía que darle a Matthew el dinero, pero miraba para otro lado. -Kimberly dijo que no sabía ni la dirección ni el teléfono de Miric-. No, sólo lo veía cuando venía a casa o cuando nos lo encontrábamos en algún restaurante.

La detective tendría que volver a revisar la mesa de Starr y el diario personal de su BlackBerry en busca de alguna entrada codificada o lista de teléfonos. A pesar de todo, un nombre, una cara y una profesión eran un buen comienzo.

Mientras ordenaba su montón de fotos para retirarlas, le dijo a Kimberly que creía que ella no sabía nada sobre la afición al juego de su marido.

– Venga ya, una esposa se da cuenta. Igual que también sabía lo de sus mujeres. ¿Quiere saber cuánto Flagyl he tomado en los últimos seis años?

No, a Nikki no le importaba en absoluto. Pero sí le preguntó si recordaba el nombre de alguna de sus amantes. Kimberly dijo que la mayoría de ellas, al parecer, eran ocasionales, algunos líos de una noche y de fines de semana en casinos, y que no sabía sus nombres. Sólo había tenido una aventura seria, con una joven del departamento de marketing de su plantilla, una aventura que duró seis meses y que acabó hacía unos tres años, tras lo cual la ejecutiva dejó la empresa. Kimberly le dio a Nikki el nombre de la mujer y consiguió su dirección de una carta de amor que había interceptado.

– Puede quedársela, si quiere. Sólo la guardaba por si nos divorciábamos y necesitaba retorcerle las pelotas. -Con eso, Nikki la dejó llorar su pena tranquila.

Encontraron a los Roach esperándolos en el vestíbulo. Ambos se habían quitado la chaqueta y la camisa de Raley estaba de nuevo empapada.

– Tienes que empezar a llevar camiseta interior, Raley -dijo Heat mientras echaban a andar.

– ¿Y qué te parecería cambiarte a las Oxford? -añadió Ochoa-. Esas cosas de poliéster que llevas se quedan transparentes cuando sudas.

– ¿Te pone, Ochoa? -preguntó Raley.

– Soy como tu camisa, no te puedo ocultar nada -contraatacó su compañero.

Los Roach le informaron de que, en la rueda de reconocimiento de fotos por parte del portero, el éxito había sido el mismo.

– Casi tenemos que sacárselo a la fuerza -dijo Ochoa-. El portero estaba un poco avergonzado de que Miric se hubiera colado en el edificio. Estos tipos siempre llaman al piso antes de dejar entrar a nadie. Dijo que había ido a mear al callejón, y que debía de haberse colado entonces. Pero lo vio salir.

Textualmente, según sus notas, el portero había descrito a Miric como un «huroncillo escuálido» que venía a ver de vez en cuando al señor Starr, pero cuyas visitas se habían hecho más frecuentes en las dos últimas semanas.

– Además, hemos marcado otro tanto -señaló Raley-. Este caballero salió acompañando al amigo hurón ese día. -Separó otra de las fotos de la selección y la levantó-. Parece que Miric se trajo a un musculitos.

Por supuesto, Nikki ya había tenido una corazonada con ese otro hombre, el matón, al ver el vídeo del vestíbulo por la mañana.

Llevaba una camisa holgada, pero era obvio que era culturista o que posiblemente se pasaba gran parte del día dándole a las pesas. En otras circunstancias, no le habría dado mayor importancia y habría asumido que repartía aparatos de aire acondicionado, probablemente uno con cada brazo, a juzgar por su aspecto. Pero el sereno vestíbulo del Guilford no era la entrada de servicio, y un hombre hecho y derecho había sido arrojado por el balcón ese mismo día.

– ¿Os dijo el portero el nombre de ese tipo?

Ochoa consultó de nuevo sus notas.

– Sólo el apodo que le daba: Hombre de Hierro.

Mientras en comisaría buscaban a Miric y a Hombre de Hierro Anónimo en el ordenador, enviaron las fotos digitalizadas de ambos a agentes y patrullas. Para la pequeña unidad de Heat era imposible tener constancia de todos los corredores de apuestas conocidos en Manhattan, y eso suponiendo que Miric fuera de los conocidos y no fuera de otro distrito, o incluso de Jersey. Además, un hombre como Matthew Starr podía incluso utilizar un servicio exclusivo de apuestas o Internet -y probablemente utilizaba ambas cosas-, aunque, si era la voluble mezcla de desesperación e invencibilidad que Noah Paxton aseguraba, cabía la posibilidad de que también se moviera en la calle.

Así que se separaron para concentrarse en los corredores de apuestas conocidos de dos zonas. El equipo Roach ganó la visita al Upper West Side en un radio alrededor del Guilford, mientras que Heat y Rook cubrían Midtown cerca de los cuarteles generales de Starr Pointe, más o menos de Central Park South hasta Times Square.

– Esto es exasperante -dijo Rook tras su cuarta parada, un vendedor callejero que de repente decidió que no hablaba inglés cuando Heat le mostró su placa. Era uno de los diversos agentes de los principales corredores de apuestas, cuyos carritos móviles de comida eran un práctico punto para matar dos pájaros de un tiro: apostar y comer kebabs. Estuvieron aguantando el humo de su plancha que les hacía cerrar los ojos y que los seguía se pusieran donde se pusieran, mientras el vendedor miraba las fotos con el entrecejo fruncido y, finalmente, se encogió de hombros.

– Bienvenido al mundo de la investigación policial, Rook. Esto es lo que yo llamo el Google callejero. Nosotros somos el motor de búsqueda, así es como se hace.

Mientras conducían hasta la siguiente dirección, una tienda de saldos de electrónica en la 51, una tapadera más especializada en apuestas que en «loros», Rook dijo:

– Tengo que admitir que, si hace una semana me dices que voy a estar de carrito en carrito de kebabs buscando al corredor de apuestas de Matthew Starr, no lo habría creído ni en broma.

– ¿Quieres decir que no va contigo? En eso es en lo que nos diferenciamos. Tú escribes esos artículos para revistas, lo tuyo es una cuestión de imagen. Lo mío es una cuestión de ver lo que hay detrás de ella. A menudo me decepciono, pero casi nunca me equivoco. Detrás de cada imagen se encuentra la verdadera historia. Sólo tienes que estar dispuesto a mirar.

– Sí, pero este tío era importante. Quizá no pertenecía a la élite-élite, pero por lo menos era el Donald Trump de los autobuses y los camiones.

– Siempre había creído que Donald Trump era el Donald Trump de los autobuses y los camiones -lo corrigió ella.

– ¿Y quién es Kimberly Starr? ¿La Tara Reid de los bares de carretera? Si es la pobre niña rica, ¿qué está haciendo malgastando diez de los grandes en esa cara?

– Si tengo que ponerme a adivinar, diría que se la compró con el dinero de Barry Gable.

– O puede que fuera un intercambio comercial con su nuevo novio médico.

– Confía en mí, lo averiguaré. Aunque una mujer como Kimberly no es de las que empiezan a coleccionar cupones de supermercado y a comer fideos una noche a la semana. Es de las que se arreglan la cara para la próxima temporada de El soltero.

– Si la hacen en La isla del doctor Moreau. -No se enorgulleció de ello, pero se rió. Eso no hizo más que darle alas a él-. O tal vez está haciendo una nueva versión de El hombre elefante. -Rook tomó aire guturalmente y dijo arrastrando las palabras-: No soy una sospechosa, soy un ser humano.

La llamada por radio tuvo lugar cuando estaban entrando con el coche detrás del callejón sin salida de la tienda de saldos de electrónica. Los Roach habían localizado a Miric frente a las instalaciones de Off Track Bettin en la 72 Oeste, y estaban poniéndose en marcha, pidiendo refuerzos.

Heat pegó la sirena al techo y le dijo a Rook que se abrochara el cinturón y que se agarrara. Él sonrió y preguntó:

– ¿Puedo encender la sirena?

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