Capítulo VIII



Preguntas

Tal vez no permaneciéramos allí más de cuarenta segundos, rígidos, paralizados de horror; pero a mí aquel tiempo me pareció una hora. Poirot fue el primero en recobrarse, y apartó mi mano de la suya. Le oí, mientras él caminaba como un autómata, susurrar con indecible angustia:

—Ya ha sucedido... Ha sucedido, a pesar de mis precauciones. ¡Soy un mísero delincuente! ¿Por qué no la he custodiado mejor? Yo hubiera debido prever... No tenía que haberla dejado sola nunca...

Intenté calmarle, asegurándole que él no tenía nada que reprocharse. Pero la lengua se me atascó en el paladar y casi no conseguía pronunciar una palabra.

Poirot me respondió moviendo tristemente la cabeza, mientras se arrodillaba junto al cadáver.

En aquel preciso momento experimentamos una nueva sacudida, porque la voz de Esa sonó clara y alegre, y apareció ella en el hueco de la ventana, donde se recostaba su figura en la luz que invadía, detrás de ella, el cuarto.

—Dispénsame que te haya hecho esperar, Maggie; pero es que...

Al llegar aquí se interrumpió y miró ante sí, petrificada.

Poirot profirió un grito y dio vuelta al cadáver tendido en el camino. Yo me puse inmediatamente a su lado y vi la faz exánime de Maggie Buckleys.

En el instante se reunió con nosotros Esa y empezó a gritar:

—¡Maggie! ¡Maggie!... No puede ser...

Poirot, que se había inclinado sobre el cadáver, volvió a levantarse y contestó a la joven, que seguía diciendo: «No es... No puede ser...»

—Sí, señorita; está muerta.

—Pero ¿por qué?... ¿Por qué? ¿Quién ha podido desear su muerte?

Con voz pronta y firme, repuso Poirot:

—No es la muerte de su prima lo que querían, sino la suya, señorita... Ese mantón les ha inducido a error.

Esa volvió a gritar, y luego, con el acento de la desesperación, balbució:

—¿Por qué no me han matado a mí?... ¿Por qué no a mí? Ahora ya no tengo ganas de vivir... Sería feliz. Muy feliz... con la muerte.

Se retorcía las manos, vacilaba. Apenas tuve tiempo de pasarle un brazo por el talle para sostenerla.

—Llévela a casa, Hastings —me ordenó Poirot—, y telefonee a la Policía.

—¿A la Policía?

—Sí, inmediatamente. Avise que han dado muerte a una mujer y quédese luego al lado de la señorita. No la deje sola ni por un momento.

Demostré por señas haber comprendido las instrucciones recibidas y sosteniendo a Esa, medio desmayada, la acompañé al salón. La ayudé a tenderse en el sofá, le puse una almohada bajo la cabeza y salí al vestíbulo para hablar por teléfono.

Me quedé maravillado y estupefacto al tropezar casi con la criada, estaba allí, de pie, con una extraña expresión en su rostro tímido y honrado. Tenía los ojos brillantes. Se pasaba la lengua por los labios y le temblaban las manos. Apenas me vio aparecer, me preguntó:

—¿Ha ocurrido algo, señor?

—Sí —respondí secamente—. ¿Dónde está el teléfono?

—¿Nada..., nada grave, señor?

—Una desgracia —repliqué evasivamente—. Hay un herido... Tengo que telefonear.

—¿A quién han herido?

El rostro de la buena mujer temblaba de emoción.

—A miss Buckleys, a Maggie Buckleys.

—¿A miss Maggie? ¿A Maggie...? ¿Está usted seguro..., seguro de que se trata de miss Maggie?

—Segurísimo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por nada... Creía... Me figuraba que fuese alguna otra señora. Me imaginaba que sería..., creí que fuera mistress Rice.

—¡Pronto! —grité—. ¿Dónde está el teléfono?

—Ahí, en ese cuartito.

Helen abrió una puerta y me indicó el aparato.

—Gracias —dije. Y como parecía dispuesta a continuar allí, añadí—: No necesito nada más de usted, gracias.

—Habría que llamar al doctor Graham...

—No, no, gracias. No quiero nada más. Puede retirarse.

Obedeció de mala gana y lo más lentamente que pudo. Es probable que se quedase escuchando detrás de la puerta, pero eso no podía yo impedirlo. Además, no tardaría ella en saber lo acaecido.

Me puse en comunicación con el puesto de Policía y di mi informe. Luego, por iniciativa mía, telefoneé al doctor Graham nombrado por Helen y cuyo número encontré en la guía. Por más que la presencia de un doctor fuese ya inútil para su infeliz prima, la misma Esa necesitaba tener a su lado un médico.

Graham prometió que vendría inmediatamente.

Colgué de nuevo el aparato y volví al vestíbulo. Si la criada había escuchado detrás de la puerta, supo escaparse a tiempo muy diestramente.

Volví al salón, donde Esa intentaba incorporarse.

—¿Cree usted... que puede traerme un poco de coñac?

—Indudablemente.

Corrí al comedor, donde encontré cuanto necesitaba. Unos sorbitos del licor espirituoso reanimaron a la muchacha, cuyas mejillas se volvieron menos pálidas. Le arreglé el almohadón que tenía detrás de la cabeza.

—¡Es tan tremendo todo esto! —murmuraba Esa, temblando—. ¡Todo!... ¡Por todas partes!...

—Lo sé, lo comprendo.

—No, no comprende usted, no lo sabe. No puede saberlo... Una crueldad inútil... En cambio, si hubiese sido yo la muerta... Todo habría concluido.

—Cálmese, no diga disparates —repuse yo.

Pero Esa no dejaba de agitarse y repetir:

—No puede saberlo. No puede.

Y de nuevo prorrumpió en llanto. Sollozaba como una niña. Pensé que ese desahogo sería para ella un alivio y no intenté refrenarlo.

Cuando se hubo calmado un poco, me asomé a la puerta-vidriera. Acababa de oír fuera un ruido de voces. En efecto, allí estaban todos formando un semicírculo. En el centro de la escena, Poirot hacía guardia al cadáver, teniendo apartados a todos los demás. Mientras yo miraba, vi acercarse dos agentes de uniforme. Me volví a mi puesto, al lado del sofá. Esa alzó la cara, bañada en lágrimas.

—Yo debería ayudar algo.

—No, señorita. Poirot estará en todo. Dejémosle a él...

Calló Esa unos minutos y murmuró luego:

—¡Pobre Maggie!... ¡Pobrecilla! Ella que nunca ha hecho mal a nadie... Ocurrirle semejante desgracia... Me parece haber sido yo la causa de su muerte... Yo fui quien la invitó a venir aquí...

Movió tristemente la cabeza. ¡Cuan poco sabíamos prever! ¿Quién hubiera dicho a Poirot, cuando insistía tanto para que Esa llamase a su lado a una amiga, que pronunciaba la sentencia de muerte de una criatura inocente?

Permanecimos en silencio. Yo hubiera querido saber lo que sucedía fuera; pero por atenerme fielmente a las instrucciones de mi amigo, me quedé en mi puesto.

Tuve la impresión de que transcurrieron horas enteras antes que se abriese el salón y entrasen Poirot y un inspector de Policía. Con ellos venía una tercera persona, que evidentemente debía de ser el doctor Graham. Éste se acercó a Esa:

—¿Cómo va, señorita? Ha debido de ser para usted una tremenda impresión —luego mientras le tomaba el pulso, añadió—: ¿Le han dado algo?

—Un poco de coñac —contesté.

—Estoy bien —dijo Esa valerosamente.

—¿Puede usted contestar algunas preguntas, señorita?

—¡Ya lo creo!

El inspector se adelantó, tosiendo, probablemente para dar a la interrogada tiempo de reponerse. Esa le acogió con una ligera sonrisa, diciéndole:

—Esta vez no dificulto el tránsito.

Se comprendía que ya se habían visto antes.

—Éste es un caso desgraciadísimo, señorita —dijo el inspector—, y créame que lo siento infinito. Monsieur Poirot, cuyo nombre me era muy conocido y que estamos orgullosos de tener aquí con nosotros, dice que está convencido de que el disparo del otro día en el Majestic fue dirigido contra usted.

Esa afirmó:

—Yo creí que era una avispa, pero no lo era.

—¿Le habían ocurrido ya algunos otros accidentes lamentables?

—Sí. Y para colmo de extrañeza, precisamente uno detrás del otro. Seguidos, muy seguidos.

Resumió brevemente los distintos casos ocurridos.

—Sí..., sí... Ahora le suplico que me explique cómo ha sido eso del mantón. ¿Por qué lo tenía su prima sobre sus hombros esta noche?

—Habíamos vuelto a casa para coger su abrigo, porque de estar paradas afuera mirando los fuegos artificiales sentíamos frío. Al entrar eché mi mantón sobre ese sofá y fui a ponerme el abrigo de pieles que llevo encima y a coger otro para mi amiga Frica Rice... Mírelo ahí, en el suelo, al lado de la ventana... A todo esto, Maggie me llamó para decirme que no encontraba su abrigo. Le contesté que tal vez estuviera en la planta baja. Mi prima bajó y desde allí me llamó de nuevo para repetirme que no lo encontraba. Entonces le dije que tal vez hubiera quedado en el coche. El suyo era un abrigo de lana, no de piel... Añadí que le llevaría cualquier prenda mía... «No te preocupes —me contestó—. Me pondré tu mantón si a ti no te hace falta.» Le respondí que temía que no le bastase. Y ella volvió a decirme: «Ya lo creo que me basta. Estoy acostumbrada al clima de York. Con tal de tener algo en la espalda...» «Pues póntelo —le dije— y dentro de un minuto estaré contigo...» Y un minuto después, cuando... salí...

No pudo terminar la frase.

—No se acongoje, señorita... Dígame solamente esto: ¿oyó usted algún disparo?

Esa empezó negando por señas, moviendo la cabeza. Luego balbució:

—¡Hacían tanto ruido los fuegos! Atronaban...

—Comprendo —asintió el inspector—. El ruido de los disparos se perdió entre el otro estrépito. Supongo que no podrá usted darme ninguna explicación acerca de su perseguidor.

—Nunca se sabrá. No puedo imaginarlo.

—Ni podrá usted —replicó el funcionario—. En mi opinión se trata de algún maniático del homicidio... Mal asunto... No le haré más preguntas hoy, señorita. Crea usted que siento ese triste caso, mucho más de cuanto pudiera expresar con palabras.

Apenas había acabado de despedirse, se adelantó el doctor Graham:

—Señorita, quisiera aconsejarle que no permaneciese aquí. Y mi opinión es también la de monsieur Poirot. Conozco un excelente sanatorio. Después de la terrible impresión necesita usted una quietud absoluta.

La mirada de Esa no se fijaba en el médico, sino en Poirot.

—¿Y es precisamente por causa de la impresión? —preguntó.

Poirot puso inmediatamente las cosas en claro.

—Hija mía, quiero que usted se encuentre a salvo. Y quiero saber que está usted en sitio seguro. En el sanatorio encontrará una enfermera agradable, reposada, sin caprichos en la cabeza, una buena mujer que estará a su lado esta noche y que sabrá animarla cuando usted se despierte y tenga ganas de llorar... ¿Comprende?

—Sí —respondió Esa—. Comprendo. Pero usted no... Yo no temo nada... ¡Venga la muerte si quiere! Ya no me importa... El que quiera matarme, máteme cuanto antes...

—Vamos, señorita —dije yo—. Tiene usted los nervios en tensión...

—No sabe... No sabe. Ninguno de ellos lo sabe...

El doctor asintió con voz serena:

—La proposición de monsieur Poirot me parece excelente. Usted vendrá ahora en automóvil conmigo, le daremos un calmante para asegurarle un buen descanso esta noche... ¿Qué dice usted?

—No importa —repuso la joven—. Todo lo que ustedes quieran; no tiene ninguna importancia...

Poirot puso su mano en la de la joven, diciéndole:

—Señorita... Yo sé... Comprendo... Y la compadezco... Estoy confundido, con el corazón atormentado. Había prometido protegerla y no he sabido cumplir mi promesa. He fracasado, soy un imbécil... ¡Si supiera usted lo que padezco, señorita, me perdonaría! No lo dude...

—Nada tiene usted que reprocharse —dijo Esa con voz apagada—. Estoy segura de que no ha descuidado usted ninguna precaución, de que nadie me hubiera podido ayudar más eficazmente, estoy segura... No se preocupe por mí, se lo ruego...

—Es usted muy generosa...

—No; yo...

En aquel momento se abrió violentamente la puerta del salón y entró precipitadamente George Challenger, gritando desaforadamente:

—¿Qué ha sucedido? Acabo de llegar... En la verja he tropezado con un policía y me ha dicho que hay un muerto. ¿Quién? ¿Qué ha ocurrido? ¡Por amor de Dios! ¿No será Esa?

Era conmovedora su angustia, y como pronto advertí, justificada, por el hecho de que Poirot y el doctor le interceptaban la vista de miss Buckleys.

Antes que nadie tuviera tiempo de contestarle, repitió:

—¿Y Esa? ¿Esa?... ¿No es ella?

Apartándose e indicándola con un amable ademán, le respondió Poirot:

—No, amigo mío: ahí la tiene bien viva.

Challenger la miró un instante en silencio.

Parecía que temía estar soñando. Luego, vacilando como un beodo, cayó de rodillas junto al sofá, y tapándose el rostro con las manos, rompió a llorar.

—¡Esa, mi tesoro!... ¡Temía que la hubiesen matado!

Esa se incorporó.

—Estoy sana y salva, George. No haga usted el tonto...

—Pero alguien ha muerto, me lo ha dicho el agente...

Y miraba en derredor suyo con intensa curiosidad.

—Sí —respondió Esa—. Ha muerto Maggie. La buena de Maggie.

Un espasmo le contrajo el rostro. Volvieron a acercarse el doctor y Poirot. Graham la ayudó a levantarse, y entre él y Hércules la sostuvieron mientras la conducían fuera del aposento.

—Conviene que se acueste usted lo antes posible —le decía el doctor—. Venga ahora en mi coche. He pedido a mistress Rice que haga un paquete con las cosas que más pueda usted necesitar.

Desaparecieron los dos por detrás de la puerta.

Challenger me cogió del brazo.

—No entiendo... ¿Adonde se la llevan?

Se lo expliqué.

—Comprendo... ¡Por amor de Dios, Hastings, dígame lo que ha ocurrido! ¡Qué tremenda tragedia! Esa pobre muchacha...

—Venga usted a beber algo —le dije—; no puede tenerse de pie.

—No me importaría nada caerme en pedazos.

Nos encaminamos juntos al comedor.

—¿Ve usted? —me dijo después de haberse tomado una mezcla de coñac y agua de Seltz—: Temía que hubieran matado a Esa.

Ningún enamorado ha podido nunca dejar que sus sentimientos se pusiesen al descubierto con mayor claridad que el comandante Challenger.

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