Capítulo XIX



Poirot, director de escena

Fue una interesante reunión la de aquella noche en La Escollera. En toda la tarde apenas vi a Poirot. Había ido a cenar fuera, y dejó dicho que me esperaba en La Escollera a las nueve de la noche y que no me entretuviese en mudarme de ropa.

La comedia de mi amigo asumía poco a poco el aspecto de un sueño ridículo.

Al llegar yo a La Escollera me introduje en el comedor. Allí encontré reunidas todas las personas incluidas en la famosa lista de la A a la I. Faltaba la J, naturalmente, ya que éste era un mirlo de la fantástica raza de los mirlos blancos.

Hasta estaba presente mistress Croft, tendida en una especie de cochecito para inválidos. Me sonrió al momento y me hizo señas para que me acercase.

—Una sorpresa, ¿verdad? —me dijo, sin nada triste en la voz—. Ha sido una idea de monsieur Poirot. Siéntese aquí, capitán. No es una reunión muy alegre ésta, pero míster Vyse ha insistido tanto para decidirnos a venir...

—¿Míster Vyse? —pregunté un poco sorprendido.

El abogado estaba en pie, apoyado contra la chimenea. Hallábase a su lado Poirot, que le hablaba bajito, con cara muy seria.

Miré de nuevo en torno mío; sí, estaban todos. Helen, después de haberme introducido (llegué con unos minutos de retraso), se había sentado en una silla, al lado de la puerta. En otra silla, muy atento y ocultando su turbación, estaba el marido. Su hijo se hallaba entre los dos.

Los demás se habían instalado alrededor de la mesa. La Rice, vestida de negro, al lado de Lazarus. Frente a ellos, George Challenger y míster Croft; mistress Croft y yo estábamos un poco aparte.

Con una inclinación de cabeza, Charles Vyse se acercó a la mesa. Poirot se colocó al lado de Jim Lazarus. Evidentemente, no quería aparecer muy visible; deseaba dejar al abogado el cuidado de desarrollar el programa. ¿Qué sorpresa les había preparado? Me parecía que tardaba mil años en saberlo.

Levantóse el joven letrado y dijo, impasible, frío, serio, como siempre:

—La nuestra es una reunión muy esencial, sin etiqueta de ninguna clase. Pero las circunstancias con que se relaciona son, en cambio, bastante extraordinarias. Me refiero a las circunstancias de la muerte de mi prima, miss Buckleys. Como es natural, habrá que proceder a la autopsia... No cabe duda de que ha muerto envenenada y que el veneno le ha sido suministrado con intención de matarla... Pero éste es un punto que interesa a la Justicia y en el cual no puedo entrar yo. La Policía no admitirá mi intervención en este asunto. En los casos ordinarios, el testamento de un difunto se lee después del funeral; pero por deferencia a un deseo especial de monsieur Poirot, me propongo leer el de mi prima antes de la inhumación. Me propongo leerlo aquí, ahora mismo. Ésta es la razón de haberles invitado a todos ustedes a venir a La Escollera. Como decía, las circunstancias son extraordinarias y justifican un procedimiento también extraordinario. Hasta el mismo documento ha llegado a mis manos de un modo absolutamente insólito; aunque fechado en febrero último, no lo he recibido hasta esta mañana. Pero está escrito de puño y letra de mi prima. En esto no puedo tener la menor duda y aunque su redacción no esté conforme con los usos legales, está debidamente corroborado por testigos.

Se detuvo de nuevo un momento.

Todos tenían los ojos fijos en él.

De un gran sobre que tenía en la mano, el abogado sacó un pliego. Era, podíamos verlo muy bien, un papel con membrete de La Escollera y manuscrito.

—Es muy corto —advirtió Vyse, que, después de otra breve pausa, leyó con voz clara:

—«Éste es el testamento de Magdalena Buckleys. Quiero que se paguen todos los gastos mortuorios ocasionados por mi fallecimiento. Y nombro albacea de mis últimas voluntades a mi primo Charles Vyse; dejo todo cuanto poseo a Milly Croft, como grato recuerdo de los servicios que nunca podría pagar con nada. Firmado: Magdalena Buckleys. Testimonios: Helen Wilson, William Wilson

Yo estaba completamente estupefacto. Y creía que todos los demás oyentes debían de experimentar el mismo sentimiento. Pero un momento después, mistress Croft empezó a decir con voz serena:

—Es verdad. Yo no hubiera hablado nunca de ello, desde luego. Pero... si no hubiera sido por mí..., cuando Philip Buckleys estaba en Australia... En fin, no hablemos de eso; ha sido hasta ahora un secreto y un secreto ha de seguir siendo. Pero ella, Esa, lo sabía... Se lo había contado todo su padre... Nosotros vinimos aquí porque queríamos ver esta Escollera de que tanto hablaba Philip. Y esta querida niña, precisamente porque sabía, nunca creía hacer lo bastante por nosotros. Nos había ofrecido que fuésemos a vivir con ella. Pero eso no podía yo aceptarlo... Entonces insistió para que nos alojásemos en la casita, y no nos cobraba ni un céntimo de alquiler. Nosotros, claro esta, hacíamos como si pagásemos para no dar lugar a murmuraciones, pero ella nos devolvía el dinero. Y ahora... ha hecho esto... Si alguien me dice que no hay gratitud, yo podré decir que no es verdad. El hecho de hoy lo demuestra.

Prodújose de nuevo un silencio de estupefacción. Poirot alzó los ojos hacia Vyse.

—¿Se esperaba usted semejante sorpresa?

El abogado movió la cabeza.

—Sabía que Philip Buckleys había vivido en Australia... Pero no tenía ni la más remota idea de que hubiese estado metido en un escándalo.

Dirigió una mirada significativa a mistress Croft, la cual a su vez movió la cabeza y dijo:

—No, no diré nada. No he hablado nunca de ello, ni hablaré. El secreto bajará conmigo a la tumba.

Vyse no insistió de ningún modo. Se había sentado y daba golpecitos en la mesa con un lápiz.

Inclinándose hacia él, Hércules Poirot le preguntó:

—¿No querrá usted impugnar la legitimidad del documento? Podría usted hacerlo como pariente más cercano de la testadora, y desde el momento que deja su fortuna enorme cuya posesión no preveía siquiera en la época en que redactó el testamento...

Vyse hizo un mohín desdeñoso, glacial, y dijo:

—El documento es perfectamente válido. No pienso ni siquiera discutir la forma en que mi prima ha querido disponer de su propia fortuna.

—Es usted un hombre honrado de veras —dijo al momento mistress Croft— y nada perderá con su honradez. Yo se lo aseguro.

El abogado pareció un poco ofendido por la observación bien intencionada, pero no por eso menos turbadora.

—Milly —exclamó míster Croft, sin conseguir disimular del todo su alegría—, ¡qué agradable sorpresa! No me había dicho Esa lo que escribía...

—Dulcísima criatura querida —murmuró mistress Croft, llevándose el pañuelo a los ojos—. Quisiera que pudiese ver... Tal vez, quién sabe...

—Tal vez —repitió Poirot, haciendo casi eco a sus palabras.

Luego, como si de pronto le viniese una inspiración, miró en torno suyo.

—¡Una idea! —exclamó—. Aquí estamos todos alrededor de una mesa. ¿Y si tuviéramos una sesión espiritista?

—¿Una sesión? —preguntó escandalizada mistress Croft—. Pues haría falta...

—Sí, sí; será un experimento interesantísimo. El amigo Hastings tiene muy buenas condiciones de médium (¡demontres!, ¿por qué me meterá a mí en este lío?...); es una oportunidad única para tener un mensaje del otro mundo. Siento que las condiciones son propicias. ¿No lo siente usted también, Hastings?

—Muy propicias —respondí, pronto, como siempre, a secundarle en todo.

—Bien. Estaba seguro. ¡Pronto, las luces!

Se puso en pie y apagó la luz en un momento. Había obrado con tal rapidez, que ninguno hubiera tenido tiempo de protestar, aunque hubiese querido hacerlo. Además, creo que todos estaban atontados por el estupor que les había producido el testamento.

La habitación quedó a oscuras. Como la noche era calurosa estaban abiertas las ventanas. Venía del jardín una ligera claridad, por la cual, al cabo de unos minutos, empecé a distinguir los contornos de los muebles. Me esforzaba por imaginar lo que hubiera podido hacer o decir, y mandaba al demonio a Poirot por haberme metido en semejante fregado.

Sin embargo, cerré los ojos y me puse a soplar como un fuelle o como lo hacen los médiums en el ejercicio de sus funciones.

Pasados unos minutos, Poirot caminaba de puntillas, se acercó a mi silla, luego volvió a la suya y dijo:

—¡Ya está!... Pronto sucederá algo...

Cuando se espera, sentado en la oscuridad, siempre se siente un gran temor. Noté que me ponía nervioso, y aún peor que yo debían de estar los demás; porque yo, al menos, tenía alguna idea de lo que iba a acontecer; conocía el hecho esencial, construido por Poirot y desconocido de todos ellos.

No obstante, a pesar de mi certeza, me palpitó rápidamente el corazón al ver que se abría despacito la puerta de la estancia.

No se oía el menor rumor (debían de estar recién engrasadas las puertas) y el efecto de aquel movimiento silencioso era desconcertante. Poco a poco se abrió del todo la puerta y durante otro minuto no ocurrió nada. Entró en el aposento una corriente fría, debida probablemente a que estaba también abierta la ventana, pero que me dejó helado, como si viniera de veras de los espacios etéreos.

¡Y luego todos vimos! En el umbral se alzaba una figurita blanca, esbelta: Esa Buckleys...

Se movió lenta y silenciosamente, con el andar vaporoso y dulce de una cosa incorpórea, sobrehumana...

En aquel momento me percaté de que el mundo había desconocido a una actriz admirable. Se realizaba su sueño de representar una función en La Escollera, pues en aquel momento desempeñaba un papel dramático, y no podía dudarse de que la joven disfrutaba inmensamente.

Mientras avanzaba con aquel paso de diosa sobre las nubes, se rompió de varios modos el silencio.

Del sillón de inválido que había a mi lado partió un grito agudo.

Un murmullo salió del lugar donde estaba sentado Croft. Del sitio de Challenger, una blasfemia. Y me parece que Charles Vyse echó atrás su silla. Lazarus se inclinó hacia delante. Únicamente la Rice permaneció muda, sin pestañear.

Helen, dando un grito, se puso en pie.

—¡Es ella! ¡Es ella!...

Entonces se encendieron de pronto las luces y vi a Poirot, en pie, que tenía en los ojos y en el rostro la expresión de púgil victorioso. Esa estaba en medio de la habitación envuelta en amplia vestimenta blanca.

La primera en hablar fue mistress Rice. Extendió la mano hacia su amiga y, tocándola, murmuró:

—¿Eres tú, Esa, en carne y hueso?

Esa respondió riendo:

—Yo soy, sí, muy viva... Mil gracias por todo lo que hizo usted por mi padre, mistress Croft; pero aún no ha llegado el momento de disfrutar el premio de sus buenos actos.

—¡Dios mío! —exclamó la Croft—. ¡Dios mío! ¡Llévame pronto, Berto, llévame! ¡Sácame de aquí!... Ha sido una broma, una simple broma y nada más...

—¡Extraña broma! —replicó Esa, desdeñosa.

Entre tanto, alguien había entrado a escondidas en el salón. Yo no había advertido su entrada. Con gran sorpresa mía reconocí en el recién llegado al amigo Japp. Cambió éste una rápida seña de inteligencia con Poirot, y luego, de pronto, se le vio un resplandor en los ojos, mientras se acercaba a la mujer, que forcejeaba en su cochecito de inválida.

—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Al fin nos volvemos a ver! Una antigua conocida. Milly Merton en persona. ¿Ha vuelto usted a sus martingalas de antes y de siempre?

Se volvió a los demás, y sin hacer caso de las protestas de mistress Croft, añadió:

—Milly Merton es una falsificadora de gran mérito; la más valiente de todas cuantas han pasado por nuestras manos. Sabíamos del vuelco del automóvil, del que apenas tuvo tiempo de escaparse... Pero ni siquiera una lesión en la espina dorsal ha podido apartarla de su arte; porque es una verdadera artista, la Milly, en su especialidad.

—¿Cómo? ¿El testamento era falso?

El tono de aquella voz descubría el profundo estupor de Vyse.

—¡Naturalmente! —exclamó su prima—. ¿Has creído tú auténtico ese testamento tan imbécil? En realidad, yo te dejaba a ti La Escollera, y todo lo demás a Frica.

A todo esto se había acercado a la Rice y estaba a su lado cuando... ocurrió el hecho.

Vinieron de la ventana el fogonazo y el silbido de un disparo, seguidos al punto de otro disparo. Oyóse luego un gemido y la pesada caída de un cuerpo...

Frica Rice se levantó de un salto. Un ligero chorrito de sangre le bajaba a lo largo del brazo.

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