Capítulo VII



Tragedia

Miss Esa fue la primera persona que vimos al llegar a su casa aquella noche. Iba y venía por el vestíbulo, envuelta en un maravilloso quimono, todo recamado de dragones.

—¡Oh! ¡Ustedes!

—Señorita..., siento...

—Dispénsenme. Debo parecerles a ustedes muy desarreglada, pero es que estoy esperando el vestido de baile. Me habían prometido solemnemente mandármelo a tiempo...

Hércules contestó bondadosamente:

—Siempre es disculpable la impaciencia de quien espera un vestido... Pero ¿habrá baile esta noche?

—Sí, todos iremos a bailar después de los fuegos artificiales. Es decir, creo que iremos.

De pronto le faltó la voz. Sin embargo, un momento después reía y proclamaba:

—No desanimarse nunca es mi divisa. Cuando no se piensa en las desgracias, éstas no vienen... He conseguido dominar los nervios. Me siento alegre y quiero disfrutar.

Oyóse ruido de pasos en la escalera. Esa, volviéndose, exclamó:

—¡Maggie, Maggie! Aquí tienes a los fieles custodios de tu prima. Acompáñalos al salón y diles que te cuenten las insidias de mi desconocido perseguidor.

Cambiamos ambos un estrecho apretón de manos con miss Maggie Buckleys, que, atendiendo a las instrucciones recibidas, nos acompañó al saloncito. Desde el primer momento me fue simpática esa joven.

Creo que me conquistó al momento la tranquila discreción que emanaba de aquella fisonomía franca, la serena mirada de aquellos ojos azules y la genuina frescura de su rostro regular y no demasiado vivo. Me pareció un tanto ajado su vestido negro y agradabilísimo el sonido de su lenta voz. Con un acento de profunda convicción, nos dijo:

—Esa me ha contado cosas inverosímiles. Seguramente exagera. ¿Quién podría querer hacerle daño? No puedo figurarme que tenga un solo enemigo.

Sus palabras fueron dirigidas a Poirot, a quien miraba como una joven de su condición mira casi siempre a un forastero. Con aire de sospechar de su buena fe.

Hércules le contestó muy tranquilo:

—Y, sin embargo, son cosas verdaderas, señorita.

No añadió la muchacha una palabra, pero su rostro conservó una expresión de incredulidad.

—Esta noche Esa parece tocada de hechizos. ¡Dios sabe por qué estará tan excitada!

Tocada de hechizos... El modo, idiomático en la Escocia nativa, me acarició el oído y el corazón. La entonación de aquella voz me sonaba en los oídos tan familiarmente, que al punto se me ocurrió preguntar sin preámbulos:

—¿Es usted escocesa, señorita?

—Lo es mi madre —respondió la muchacha.

Como indudablemente nuestra interlocutora me prefería a Poirot, comprendí que hubiera dado mayor importancia a los casos ocurridos a su prima si yo los confirmase. Por consiguiente, le hice notar que Esa se conducía valerosamente, como persona decidida a no dejarse vencer por tristes pensamientos.

—Es el mejor camino que puede seguirse, ¿verdad? Si llevamos dentro algún dolor, ¿para qué sirve lamentarse? Sólo para crear un tormento a las personas que nos rodean, para nada más.

Hubo una pausa. Luego, con voz dulcísima, añadió:

—Yo quiero mucho a Esa. Siempre ha sido muy buena conmigo.

En aquel momento fue interrumpido el diálogo por Frica Rice. Con su vestido azul celeste, parecía una criatura frágil y vaporosa. No tardaron en aparecer Lazarus y Esa, guapísima... Se había puesto sobre el vestido negro un estupendo mantón de Manila de color de laca encarnada que le sentaba muy bien. Al entrar, exclamó en dos tiempos:

—¡Bienvenidos todos! ¡Vamos al aperitivo!

Todos bebimos. Mientras alzábamos las copas a la salud de la huésped, le preguntaba Lazarus:

—¿Es antiguo este maravilloso mantón?

—Sí, lo trajo de uno de sus viajes el abuelo de mi abuelo. Mi tatarabuelo, mi tatarabuelo Timoteo.

—Es hermoso, hermosísimo, espléndido. Estoy seguro de que no se encontraría otro igual en todo el mundo.

—Y abriga mucho —respondió Esa—. Me vendrá muy bien hoy, cuando estemos viendo los fuegos. Y tiene colores alegres. El negro me es antipático.

—Precisamente estaba pensando yo —dijo mistress Rice— que es la primera vez en mi vida que te veo vestida de negro. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte un traje de ese color?

—Ni yo misma lo sé —contestó Esa, torciendo un poco el rostro. Y en ese instante me pareció ver que se apretaban sus labios en una mueca de dolor—. ¡Quién sabe por qué se hacen a veces las cosas!

Fuimos a cenar. Vi aparecer un camarero alquilado probablemente para aquellas circunstancias. Los manjares no eran muy delicados; en cambio nos sirvieron un champaña magnífico.

—No hemos visto a George —dijo Esa—. Lástima que anoche tuviera que volver a Plymouth. Pero le espero de un momento a otro, y es de suponer que llegue a tiempo para el baile... He encontrado pareja para Maggie; aceptable, aunque no muy atractiva.

Un ruido venido de lejos invadió el salón.

—¡Malditos vapores! —exclamó Lazarus—. ¡Cuánto me molestan!

—Pero ése no es ruido de vapor —corrigió Esa—. Es el de un aeroplano.

—Debe de tener usted razón.

—Claro que la tengo, son dos ruidos muy diferentes.

—¿Y a qué espera usted para comprarse un aeroplano, Esa?

—Espero el dinero necesario para pagarlo —respondió riendo la interpelada.

—Y en cuanto lo tenga, se marchará a Australia, como aquella joven... ¿Cómo se llama?

—¡Cuánto me gustaría!

Frica Rice exclamó con voz cansada:

—Esa aviadora es un portento. Debe de tener los nervios muy en su sitio. ¡Afrontar semejante peligro y sola!

—Sí —aprobó Lazarus—. Los aviadores son una raza admirable. Si Michael Seton hubiese llevado a feliz término su viaje alrededor del mundo, sería el héroe del día. Es infinitamente deplorable su desgracia. Es una pérdida irreparable para Inglaterra.

—Acaso se haya salvado —repuso Esa.

—Es casi imposible. Ahora hay mil probabilidades contra una de que haya desaparecido para siempre... ¡Pobre Loco Seton!

—¿Es verdad —preguntó mistress Rice— que siempre le han llamado así: Seton el loco?

Lazarus asintió:

—Es una familia de locos. Su tío, sir Mateo Seton, muerto la semana pasada, estaba loco de remate.

—¿Era acaso —volvió a preguntar mistress Rice— aquel ricacho idiota que quería asegurar un refugio inviolable a los pájaros?

—El mismo. Y con ese objeto compraba islas enteras. Podía permitirse semejante lujo. Además era un perfecto misógino. Para consolarse de la traición de una mujer, se absorbía en el estudio de la Historia Natural.

Esa insistió:

—Puede ser que no haya muerto Michael Seton. Aún no se ha perdido toda esperanza.

—¡Oh!, sí, perdóneme —respondió Jim Lazarus—, no me acordaba...

—Le encontramos el año pasado en Le Touquet, Frica y yo —siguió diciendo Esa—. Era simpatiquísimo, ¿verdad, Frica?

—Mi opinión no cuenta, querida. Todos saben que fue una conquista tuya, no mía, y hasta te hizo volar una vez, ¿no es así?

—Sí, en Scarborough... ¡Una excursión inolvidable!

Miss Maggie, vecina mía de mesa, me preguntó entonces si yo había volado alguna vez y hube de confesarle que sólo había realizado dos travesías por vía aérea, de Londres a París y viceversa. En aquel momento, Esa se puso en pie y se retiró después de decirnos:

—Llama el teléfono. No me esperen, se hace tarde... He invitado a tanta gente...

Miré el reloj y eran las nueve en punto.

Nos sirvieron los postres y el vino de Oporto. Poirot y Lazarus se enzarzaron en una discusión de arte en la que el anticuario exponía la situación del mercado, lleno de cuadros falsificados. Hablaron luego de muebles antiguos y modernos, del decorado de la casa, de porcelanas, lámparas...

Entre tanto, yo procuraba cumplir mi deber de caballero manteniendo viva la conversación con Maggie Buckleys. No tardé en percatarme de lo difícil de mi empresa. Mi joven vecina no era muy habladora y me respondía con gracia, pero sin ninguna animación. Me pareció tan extraña aquella taciturnidad en una joven de su edad, que para explicármela me la figuré con el ánimo aún trastornado por las acostumbradas preocupaciones familiares o sobrecogido por algún indecible tormento.

Mistress Rice estaba apoyada de codos en la mesa. El humo de su cigarrillo daba al oro pálido de sus cabellos un móvil nimbo azulado que le hacía parecer un ángel, un ángel soñando.

Eran exactamente las nueve y veinte cuando volvió Esa.

—Vengan todos. Ahora llegan los bichos raros.

Nos levantamos dócilmente. Esa estaba recibiendo a sus muchos invitados, una docena de personas, con graciosa amabilidad. Entre los recién llegados no me chocó como verdaderamente interesante ninguna fisonomía; pero observé que la dueña de la casa sabía, en su tiempo y lugar, omitir los modernísimos modales de impertinente desenvoltura para volver a los de nuestras abuelas, y dar a todos ellos la impresión de que eran muy bien recibidos. Entre otros, noté la presencia del abogado Vyse.

Fuimos todos a un punto del jardín desde donde se dominaba el portichuelo de Saint Loo. Se habían colocado unas pocas sillas para las personas de más edad, así que casi todos tuvimos que permanecer en pie. Brilló un primer cohete y se perdió en el espacio.

En aquel momento oí detrás de mí una voz que pronto reconocí como la de míster Croft. Me volví y salí a su encuentro con Esa.

—Es lástima que mistress Croft tenga que privarse de este espectáculo. Se la hubiera podido trasladar aquí en una camilla.

—También ella debe de sentirlo; pero, como usted sabe, mi mujer no se lamenta nunca. Tiene un carácter angelical.

Se veía centellear en el aire una lluvia de oro.

La noche era oscura, sin luna. Además, como otras muchas noches estivales, era casi fría. Maggie Buckleys, que aún estaba a mi lado, me dijo en voz queda, al verla yo temblar:

—Voy por mi abrigo.

Le propuse ir yo a buscarlo.

—No —me contestó—. Usted no sabría dónde encontrarlo.

Se encaminó a la casa y en aquel momento se oyó la voz de mistress Rice:

—Maggie, por favor, tráete también mi abrigo, que está en mi cuarto.

—No te ha oído —le dijo Esa—. Yo te lo traeré, Frica. También voy por mi abrigo de pieles. No me basta este mantón, que no me resguarda del viento.

En efecto, se había levantado una fuerte brisa que soplaba del mar.

Se alzaron del muelle algunas girándulas. Entré en conversación con una muchacha muy joven que estaba en pie a mi lado, y que metódicamente se fue enterando de toda mi persona, vida, carrera, gustos, duración probable de mi permanencia en Saint Loo.

¡Pim! ¡Pam! ¡Pum...! Se extendía por el cielo un abanico de estrellas verdes que luego se volvieron sucesivamente encarnadas, azules, plateadas... Y después otras muchas girándulas.

—¡Oh! ¡Ah! —me dijo al oído Poirot—. Siempre son las mismas exclamaciones y la cosa se ha vuelto poco a poco monótona... El caso es que por estar en pie en la hierba húmeda tal vez me haya resfriado ya. Y ni siquiera podré hacer que me preparen luego una taza de manzanilla.

—¿Resfriarse con una noche tan hermosa?

—Hermosa noche. Hermosa... ¿Porque no llueve a cántaros? Amigo mío, si pudiéramos consultar un termómetro, se convencería usted de que su hermosa noche es glacial...

—Bien —dije yo conciliador—. Creo que tampoco me estorbará a mí el abrigo.

—¡Ah! ¿Se ha vuelto usted sensible al frío por haber dejado hace poco un clima tropical?

—Le traeré de paso su abrigo.

Poirot levantó primero un pie y luego el otro con la lentitud de un gato que está atento a su presa.

—Lo que me asusta es la humedad en los pies. ¿Cree usted que podré conseguir aquí un par de chanclos?

Contuve una sonrisa.

—No, seguramente no; ya no se usan.

—Entonces —me declaró Hércules—, voy a la casa a sentarme. No me voy a exponer a una bronquitis por ver unos fuegos artificiales.

Mientras él continuaba refunfuñando indignado, nos encaminamos a la casa. Un terrible tiroteo subía del muelle, donde una rueda ardiente dibujaba el perfil de una nave que llevaba en letras de fuego estas palabras: ¡Bienvenidos los huéspedes!

—Después de todo, seguimos siendo niños —me decía Poirot, pensativo—: los fuegos, las reuniones de amigos, los juegos deportivos y también los de prestidigitación, con las rápidas desapariciones de los objetos... Pero ¿qué tiene usted?

Le había apretado yo el brazo con una mano, mientras le mostraba con la otra un punto delante de nosotros. Habíamos llegado a pocos metros de la casa y precisamente entre nosotros y la puerta-vidriera de la galería yacía un cuerpo envuelto en un mantón de color escarlata.

—¡Dios mío! —murmuró Poirot—. ¡Dios mío!

Загрузка...