Capítulo IX



De la «A» a la «J»

Creo que no olvidaré la noche que siguió. Poirot se desesperaba reprochándose con espantosa violencia lo acaecido.

Paseaba de arriba abajo por el cuarto, sin pararse nunca, persistiendo en acumular anatemas contra sí mismo, sin siquiera escuchar mis bienintencionadas protestas.

—¡He aquí lo que significa tener una opinión demasiado buena de sí mismo! ¡Qué castigado estoy por ello! ¡Hércules Poirot, te creías un portento y eres un imbécil!

En vano intentaba apartarle del tormento de esas ideas.

—Pero ¿quién? —exclamó al fin—, ¿quién hubiera podido imaginar semejante audacia? Yo no había descuidado ninguna precaución. Hasta había avisado al asesino.

—¿Avisado al asesino?

—Sí, también en eso pensé. Le había llamado la atención sobre mí. Le había hecho comprender que... yo sospechaba. Había, o cuando menos creía haber, anunciado que era terriblemente peligroso para él la repetición de sus actos criminales. Había cavado un foso, por decirlo así, alrededor de la señorita. Y ha sabido pasarlo. Y pasarlo casi a nuestros ojos. Ni nuestra presencia ni la seguridad de sabernos en guardia han podido impedirle conseguir su objeto.

—En realidad no lo ha conseguido.

—Por pura casualidad. Por lo demás, viene a ser lo mismo, desde mi punto de vista. Ha quedado destruida una vida humana. Y toda vida es sagrada.

—Ya... No quería decir eso.

—Pero, por lo demás, lo que usted dice es cierto. Y en vez de disminuir la gravedad del caso, la acrecienta. El asesino no ha llegado por completo al logro de sus propósitos. ¿Comprende usted ahora, Hastings? La situación ha variado, empeorado. Tal vez ahora en vez de una sola, serán sacrificadas dos vidas humanas.

—No mientras esté usted por aquí —dije yo con convicción.

Hércules se detuvo y desconsolado me apretó fuertemente mano.

—Gracias, amigo, gracias. Aún tiene usted confianza en mí. Me vuelve a dar ánimos. Hércules Poirot no tendrá un segundo fracaso, no se destruirá otra vida. Corregiré el error que he cometido, indudablemente yo me he equivocado. ¿En qué?... No lo sé. En un punto cualquiera de la acción desenvuelta en estos últimos días han debido desviarse mis ideas, en general tan bien ordenadas... Volveré a empezar; esta vez venceré.

—Así, ¿le parece a usted amenazada la vida de miss Esa?

—Naturalmente. ¿Qué otro motivo hubiera tenido yo para enviarla a un sanatorio?

—¿No ha sido por los sobresaltos que se ha llevado esta noche?

—Nada de eso. De un trauma psíquico se puede reponer en su propia casa, y tal vez aquí mejor que en un sanatorio. En los sanatorios el ambiente es aplastante. Figúrese: los suelos de linóleo, las insulsas conversaciones de las enfermeras, las comidas llevadas al dormitorio en una bandeja, los cubos de agua que echan allí para la continua limpieza... No; la he recomendado a un doctor sólo para su seguridad. A él le he explicado claramente cómo están las cosas. Y me ha dado la razón. Tomará cuantas precauciones le recomiende yo. Nadie, ni aun su queridísima amiga, será admitida a presencia de miss Buckleys. Usted y yo seremos los únicos a quienes pueda recibir; a todos los demás se les opondrá una perentoria: «Orden del doctor.» La consigna será respetada.

—Ya —objeté yo—, pero...

—Pero ¿qué?

—Que semejante situación no puede prolongarse.

—Es verdad, pero nos da un momento de tregua. Y seguramente no habrá usted dejado de comprender que ha mudado el carácter de nuestras operaciones.

—¿Ha mudado? ¿De qué modo?

—Hasta ahora debíamos velar por la seguridad de la muchacha. Ahora nuestra misión es mucho más sencilla y de aquellas a las que estamos muy acostumbrados. No se trata más que de descubrir al asesino.

—¿Y le parece a usted cosa fácil?

—Naturalmente. El criminal ha puesto su propia firma en el delito cometido. Ha salido de la oscuridad.

Titubeando un poco pregunté:

—¿No será usted del parecer de la Policía? ¿Cree usted también que nos hallamos frente a un maniático del crimen?

—Estoy convencidísimo de que ésa es una hipótesis absurda.

—¿Así que continúa usted creyendo...?

No me atrevía a terminar la frase, pero Hércules comprendió pronto el sentido y la concluyó él, en tono grave, diciendo:

—...¿que el asesino pertenece al círculo de los íntimos de la muchacha? No cabe la menor duda.

—Y, sin embargo, es una suposición casi imposible de sostener, por la forma en que se ha pasado la noche. Estábamos todos juntos y...

Hércules volvió a interrumpirme, para preguntarme rápidamente:

—¿Podría usted asegurar que ninguno de los componentes del grupo se ausentó un momento? ¿Podría usted jurar, con respecto a cada una de las personas reunidas en la punta de la roca, haberla visto allí todo el tiempo que duraron los fuegos?

Sus palabras me impresionaron.

—No —tuve que responder después de breve reflexión—. No podría jurarlo. Estaba oscuro y todos nos movíamos. En varios momentos observé a mistress Rice, a Jim Lazarus, a usted, a Croft, a Vyse... Pero a ninguno de ustedes les miré todo el tiempo.

Poirot asintió y añadió:

—Y era cosa de pocos minutos... Así, las dos muchachas van a la casa. El asesino se escabulle cautelosamente, se esconde detrás del sicómoro, a mitad del camino... De la puerta-vidriera de la galería sale miss Buckleys..., o por lo menos lo cree el asesino..., pasa muy cerca de él, y éste dispara rápidamente tres veces seguidas...

—¿Tres? —exclamé.

—Sí. Esta vez no quiso exponerse. Vimos en el cadáver tres orificios de bala de revólver.

—Pues se expuso mucho.

—Más se hubiera expuesto disparando una vez sola. La detonación de un revólver Mauser no es muy ruidosa. El ruido podría confundirse, pues se parece mucho al tiroteo de los fuegos artificiales.

—¿Y encontraron el arma?

—No... Y le aseguro, Hastings, que ésa es para mí una prueba indiscutible de la familiaridad del autor del delito con la casa. Creo que estamos de acuerdo al suponer que el revólver de la muchacha fue robado con la idea de dar a su muerte la apariencia de un suicidio.

—Sí, de acuerdo.

—Ésa es la única explicación plausible de la desaparición del arma. Pero ahora ya no puede haber medio de hacerme creer en una muerte voluntaria. El culpable sabe que no puede inducirnos a error. Sabe, en resumen, que nosotros lo sabemos.

Bien pensado, la lógica de semejantes deducciones parecía irrebatible.

—¿Y qué cree usted que haya hecho del revólver? —pregunté.

Hércules se encogió de hombros y repuso:

—Es difícil decirlo. Pero el mar está allí muy cerca. Un movimiento resuelto del brazo basta para que el arma vaya al fondo, sin que nadie pueda volver a encontrarla. Claro está que no tengo una certeza absoluta, pero es lo que yo hubiera hecho en su lugar.

—¿Y cree usted que advirtiera que equivocó el blanco?

—No, no —me contestó tristemente Poirot—. Y ésa ha debido de ser para él una sorpresa muy desagradable... Conservar el dominio de sí mismo, después de haberse enterado de la verdad... No descubrirse... Todo eso no ha debido de ser cosa fácil.

En aquel momento recordé la singular actitud de la criada y referí a Poirot todo cuanto me había chocado en su modo de proceder. Poirot escuchó con sumo interés mi relato y me preguntó al punto:

—¿Pareció asombrarse mucho de que la muerta no fuese miss Buckleys en vez de la prima?

—Sí, mucho.

—Es extraño... Porque, evidentemente, no se asombró del hecho trágico en sí. Y es un punto que hay que tener presente. ¿Quién es esa Helen tan cariñosa, de aspecto tan... británicamente respetable? ¿Podría darse el caso de que hubiera sido ella...?

La frase quedó interrumpida.

Yo creí deber objetar.

—No olvidemos los casos fortuitos. Cierto es que hacía falta la fuerza de un hombre para mover la piedra que rodó por la pendiente.

—¿Cierto dice usted? No, querido. Bastaba sacarla de su equilibrio. Y... sí... Precisamente... podía bastar eso.

Sin dejar sus inquietas idas y venidas, prosiguió Poirot después de un breve silencio:

—Se puede sospechar de cualquiera de los que estaban presentes esta noche en La Escollera. Pero aquellos huéspedes... No, no puede haber sido ninguno de ellos. Según me ha parecido, eran a lo sumo simples conocidos de la dueña de la casa; no había intimidad entre ellos y miss Buckleys.

—También estaba Vyse...

—Sí; no me olvido de Vyse. Lógicamente debiera ser el más indicado.

Al llegar a este punto, hizo Poirot un mohín de desaliento. Luego tomó asiento junto a la mesa, frente a mí.

—Sí; hay que volver siempre al punto esencial, al móvil del crimen... Para comprender el delito debemos averiguar ante todo la causa, y ésta sigue siendo para mí un misterio. ¿Quién puede tener interés en suprimir a miss Buckleys? Me he entregado a las hipótesis más extravagantes. He querido yo, Hércules Poirot, proponerme hasta las más viejas, las más soñadas, las más dignas de las novelas policíacas. El abuelo..., ese hombre que hizo vida de jugador empedernido..., ¿volvió a perder en el juego todo lo que había ganado? ¿No habría escondido acaso en algún sitio una fortuna? ¿No podría darse el caso de que hubiera enterrado un tesoro en el terreno de La Escollera? Aunque me avergüenzo de decirlo, fue con esa idea en la cabeza con lo que pregunté a miss Buckleys si nunca le habían propuesto comprarle su casa.

—¡Hombre! —exclamé—. La idea es ingeniosa y podría darnos una pista.

Poirot respondió:

—Sabía que la atribuiría usted a ingenio. Es digna de su romántica... y mediocre fantasía: el tesoro escondido... Es natural que aceptase usted inmediatamente esa idea.

—No comprendo por qué debe ser descartada, sin más ni más, una hipótesis de ese género.

—Pues porque la explicación verdadera es casi siempre la más prosaica de todas. ¿Y el padre de miss Buckleys? También he hecho sobre él hipótesis indignas de un hombre de mi talla... El padre de Esa se hallaba siempre de viaje. Me he dicho que si, eventualmente, hubiese robado él alguna piedra de valor inmenso, un ojo de algún dios indio, por ejemplo, tal vez algunos sacerdotes no sospechosos podrían haberse ensañado en seguir sus huellas y las de su heredera... ¿Comprende usted en qué abismos de romanticismo me he metido, por no descuidar ningún indicio posible? También se me han ocurrido respecto de ese padre ideas menos grotescas y más probables... Por ejemplo, que podría haberse vuelto a casar en el extranjero sin que lo supieran los suyos. Supongamos que exista un heredero más cercano que míster Charles Vyse... Pero la hipótesis es estéril desde el momento en que no existe una verdadera herencia... No he querido omitir ningún pretexto. He indagado hasta acerca de una proposición de Lazarus, que nos indicó de paso miss Buckleys. ¿No se acuerda usted? Míster Lazarus parece ser que le ofreció comprarle el retrato del abuelo. Telegrafié el sábado a un perito para que viniese a examinar el cuadro y precisamente se refería a su visita la carta que he escrito esta mañana a Esa... ¿Y si aquel retrato valiese, por ejemplo, algunos millares de libras esterlinas?

—¡Ca! ¡Cómo quiere usted que un ricacho como Lazarus...?

—¿Es realmente muy rico? ¿Qué sabemos de él nosotros? No siempre corresponden las apariencias a la exactitud de las cosas. A veces se da el caso de que una empresa que tiene fama de muy sólida y que posee magníficas salas llenas de objetos muy raros esté reducida a apoyarse en débiles bases. En semejantes casos, los propietarios de la casa no van a contar a todo el mundo los apuros que pasan. Al contrario, siguen una política muy distinta. Se compran un automóvil nuevo, de gran lujo; multiplican los gastos, ostentan cada vez más boato... En una palabra, buscan todos los medios de mantener intacto el crédito... Y muchas veces se ha ido a pique una enorme hacienda por no tener a mano unos pocos miles de libras. Lo sé por mí mismo —añadió Hércules, para impedirme que protestara—. Sé por mí mismo que la hipótesis es un tanto inverosímil; pero no lo es tanto como la de los brahmanes en acecho o la otra de los tesoros enterrados en un jardín. Tiene cierta conexión con los hechos acaecidos. Y no debemos despreciar nada de cuanto pueda conducirnos al descubrimiento de la verdad.

Calló y empezó a alinear con movimientos precisos los objetos que tenía ante sí sobre la mesa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono grave y ya sereno:

—El móvil. Mantengámonos firmes en las direcciones trazadas desde el punto de partida. Examinémoslas todas detenida y metódicamente. Preguntémonos, ante todo, cuántos son los posibles móviles de un asesinato; cuáles los motivos que pueden inducir a un ser humano a suprimir a otro. Excluyamos, por ahora, la manía homicida. Estoy plenamente convencido de que no se halla por ese camino la solución del problema. Desechemos también el hecho ocasional, cometido por un desconsiderado impulsivo. Este es un asesinato premeditado. ¿Qué motivos pueden impulsar a un delito de esta clase? Ante todo: una ventaja material. ¿Quién llegaría a beneficiarse directa o indirectamente con la desaparición de miss Buckleys? Supongamos que sea Vyse. La muerte de su prima la haría entrar en posesión de La Escollera, pero, económicamente, la propiedad no es apetecible; Tal vez tenga éste pensado deshacer la hipoteca, construir algunas casitas en el terreno que rodea la casa... Es posible... También podría apetecer el sitio por cualquier razón sentimental, por alguna relación eventual con recuerdos de familia. Los afectos de ese género están, sin duda alguna, arraigados profundamente en ciertos seres humanos y hasta pueden... lo sé con seguridad..., llegar a ser funestos y fuentes de actos delictivos. Pero no consigo descubrir ningún indicio de esto en el caso de Charles Vyse. La otra persona que podría lucrarse algo con la muerte de Esa sería mistress Rice, la amiga del alma... Pero ganaría muy poco de veras, y fuera de esas dos personas, no veo ninguna otra a quien esa muerte pudiera aportar algún beneficio material. ¿Qué otro puede ser el móvil? ¿El odio? ¿Un amor agriado por los celos? ¿El clásico crimen pasional? Sobre esto tenemos los juicios de la observadora mistress Croft: Charles Vyse y el comandante Challenger están ambos enamorados de miss Esa.

Observé, sonriendo, que, en cuanto al segundo, habíamos podido comprobar personalmente el verdadero fundamento de las observaciones referidas.

—Sí, lo que el honrado marino tiene en el corazón lo tiene también en la boca. En cuanto a Vyse, supongamos que también tiene razón mistress Croft en lo que nos ha dicho de él. Ahora bien: si el abogado viera que su prima prefiriese a otro hombre antes que a él, ¿lo tomaría realmente tan a pecho como para matarla, a fin de que no fuese del rival?

—La hipótesis es melodramática —respondí dudando.

—Y, además, poco conforme con el carácter inglés... ¿No es eso lo que quiere usted decir? Así lo reconozco yo también. Pero tampoco faltan entre los ingleses individuos profundamente pasionales y Charles podría ser uno de ellos. Se comprende que reprime sus propios sentimientos, que los esconde... Y las reacciones más violentas vienen con frecuencia de personas de su temperamento. De Challenger no puede sospecharse que intente matar por causas emocionales; no es individuo propio para ello. El cambio, el abogado... podría ser... Pero no me satisface la hipótesis. Otro motivo de crimen pasional: los celos. Los considero aparte, porque los celos pueden no estar ligados a una emoción sexual, pueden derivar de una envidia de posesión o de supremacía. Tal es el sentimiento que mueve al Yago de nuestro gran Shakespeare. Desde el punto de vista profesional, su delito está maravillosamente ideado.

¡Oír en boca de Hércules elogios de Yago! La cosa me extrañó aun en medio de la grave discusión.

—¿Y por qué le parece ahora admirable el delito de Yago?

—Pues porque se lo hace cometer a otro. ¿Puede usted figurarse la profundidad de la astucia de un delincuente a quien la Justicia tiene que dejar en libertad por no resultar ninguna prueba contra él? Pero dejémosle y volvamos al asunto que nos interesa. ¿Se puede achacar a una u otra forma de celos el móvil del asesinato? ¿Quién tiene motivos para envidiar a miss Esa? La única que está cerca de ella es mistress Rice, y por lo que se puede comprender, no existe ninguna rivalidad entre ella... Siempre venimos a parar a lo mismo. Viene, por último, el miedo. Podría ser que miss Esa conociese algún secreto comprometedor. ¿Sabe quizá algo que, divulgado, ocasionaría la ruina de alguien? Sin temor de equivocarnos, casi podemos asegurar que si es así, ella lo ignora por completo. Sin embargo, la cosa no es imposible, y complicaría bastante la situación. Puesto que, aunque miss Esa tenga en sus manos la clave del misterio, no sabe que la tiene y, por tanto, no puede suministrarnos ninguna indicación útil.

—¿Le parece a usted realmente posible semejante cosa?

—Es una hipótesis a la cual me veo obligado, en la dificultad de encontrar algún otro indicio razonable por otra parte. Cuando se han tenido que descartar todas las demás explicaciones, se adhiere uno a la única que queda.

Se interrumpió, callando un buen rato. Saliendo por último de la meditación en que estaba absorto, se acercó un pliego de papel y empezó a escribir.

Movido de curiosidad, le pregunté qué escribía.

—Estoy formando una lista —respondió—. Una lista de las personas que rodean a miss Buckleys. Si mi hipótesis es correcta, aquí ha de encontrarse, entre los demás, el nombre del asesino.

Siguió escribiendo unos veinte minutos. Luego, me acercó el papel a través de la mesa.

—Aquí está. Mire si falta alguno.

Y he aquí la copia textual del documento:


A) Helen.

B) El marido, jardinero.

C) Su hijo.

D) Míster Croft.

E) Mistress Croft.

F) Mistress Rice.

G) Míster Lazarus.

H) Comandante Challenger.

I) Míster Charles Vyse.

J) ?



OBSERVACIONES:



A) Helen. Circunstancias sospechosas: su actitud y sus palabras al tener noticias de lo sucedido. Máxima oportunidad de preparar los peligrosos incidentes. Gran probabilidad de que haya estropeado el automóvil. Mentalidad obtusa y probablemente incapaz de combinar ningún delito.

Móvil

.— Ninguno. A lo más puede suponerse un odio derivado de causas desconocidas.

Nota

.— Informarse mejor de su pasado y de sus relaciones con E. B.



B) El marido. Lo mismo que la anterior. Podría ser que él hubiera estropeado el freno.

Nota

.— Hay que interrogarle.



C) Su hijo. Despreciable.

Nota

.— Interrogarle; podría dar datos útiles.



D) Míster Croft. Única circunstancia sospechosa: el hecho de haberle encontrado por la escalera subiendo al piso donde está el dormitorio. La rápida explicación que dio puede ser verdadera, pero podría también no serlo. Antecedentes desconocidos.

Móvil

.— Ninguno.



E) Mistress Croft. Circunstancias sospechosas: ninguna.

Móvil

.— Ninguno.



F) Mistress Rice. Circunstancias sospechosas: las mayores oportunidades. Ha enviado a E. B. por su abrigo. Además ha querido crear la impresión de que E. B. sea una embustera, muy capaz de inventar los peligros de que se ha librado. No estaba en Tavistock cuando ocurrieron los peligrosos accidentes. ¿Dónde se hallaba?

Móvil

.— Lucro. Bastante débil. ¿Celos? Es posible, pero no seguro.

Nota

.— Hablar de ella a E. B. Tal vez nos dé alguna indicación. ¿Habrá conexión con el matrimonio de F. R.?



G) Míster Lazarus. Circunstancias sospechosas: diversas oportunidades. Además ha afirmado el magnífico estado de los frenos del auto. Puede haber estado en las cercanías antes del viernes.

Móvil

.— Ninguno, a no ser la idea de lucrarse con el cuadro. ¿Miedo? Improbable.

Nota

.— Averiguar dónde se hallaba J. L. antes de llegar a Saint Loo. Enterarse de la situación financiera de la casa Aronne Lazarus e Hijo.



H) Challenger. Circunstancias sospechosas: ninguna. Se hallaba en los alrededores durante toda la semana pasada; por tanto, hay oportunidades respecto de los «casos». Llegó media hora después de cometido el delito.

Móvil

. — Ninguno.



I) Míster Vyse. Circunstancias sospechosas: ausente del bufete en el momento del «caso» en el jardín del Majestic. Buenas oportunidades. Afirmaciones de dudosa sinceridad respecto a la venta eventual de La Escollera. De temperamento concentrado. Probablemente enterado de la existencia de la pistola Mauser.

Móvil

.— ¿Lucro? Débil. ¿Amor u odio? Posible, dado el temperamento del hombre. ¿Miedo? Improbable.

Nota

— Indagar respecto del prestador y de la situación económica de C. V.



J) Podría existir un J. Un desconocido. Mas no extraño a algunos de los antes citados. Si existe, se halla probablemente en relaciones con A. D. y con E. o F. Su existencia explicaría:

a)

falta de sorpresa en la criada y su satisfacción (pero ésta puede depender de la excitación apacible que la gente de su clase social experimenta siempre al anuncio de un delito);

b)

razón por la cual Croft y su mujer han venido a habitar la casita;

c)

el posible temor de F. R. ante la revelación de un secreto suyo, o de sus posibles celos.


Poirot me vigilaba mientras leía.

—Es un resumen excelente —dije convencido—. Aclara muy bien todas las posibilidades.

Hércules, al tiempo que cogía lentamente el documento de mis manos, comentó:

—Un nombre sobresale de todos los demás. El del abogado Vyse. Es el que ha tenido las mayores oportunidades. A él se le pueden atribuir dos móviles distintos. Si en vez de una lista de presuntos culpables hubiera extendido yo una lista de caballos inscritos para una carrera, el favorito sería él. ¿No le parece?

—Sin duda es el más indicado.

—Y usted, querido Hastings, propende siempre a sospechar del menos indicado. Eso se debe a que lee usted demasiadas novelas policíacas; pero en la vida real, de cada diez casos, en nueve el verdadero autor de un delito es también el más justamente sospechoso.

—¿Y cree usted que también sucede así esta vez?

—Esta vez hay una poderosa contraindicación: la audacia del acto criminal. Una audacia que salta inmediatamente a la vista. Razón por la cual no puede ser aparente el móvil. Es un asunto que me ha parecido claro desde el primer momento.

—Es verdad, lo ha dicho usted desde un principio.

—Y ahora lo repito.

Con brusco ademán arrugó la hoja escrita y la arrojó al suelo, y al ver que yo protestaba, exclamó:

—Es una lista inútil. No habrá servido más que para aclararme las ideas. Orden y método: siempre hay que empezar así los movimientos... La primera fase de toda investigación ha de ser enumerar los hechos con claridad y precisión. La segunda fase...

—¿Cuál es?

—La del examen psicológico. Un buen trabajo de la sustancia gris... Vaya a acostarse, querido Hastings.

Me negué enérgicamente, diciendo:

—Si usted no se acuesta, yo tampoco. No le dejaré aquí solo, devanándose los sesos horas y horas.

—¡Oh, fidelísimo perro guardián! Sin embargo, no puede usted ayudarme a pensar, Hastings. Y no he de hacer otra cosa que pensar. Pensar...

De nuevo movió la cabeza.

—Podrían entrarle ganas de discutir algún punto conmigo.

—No hay caso. Es usted un amigo muy leal. Por lo menos, le ruego que se tienda en la meridiana.

Acepté la proposición. Los objetos que me rodeaban empezaron a desvanecerse... Lo último que recuerdo es la acción de Poirot inclinándose a recoger las hojas esparcidas por el suelo y tirarlas al cesto. Después debí de dormirme.

Загрузка...