Capítulo XVIII



Uno que se asoma a la ventana

De cuanto sucedió al día siguiente tengo un recuerdo confuso, porque me desperté con fiebre. Son pesadas sorpresas a las que estoy un poco sujeto después del largo período de fiebres palúdicas que padecí hace años.

Así, los acontecimientos de aquel día quedaron en mi imaginación como una serie de pesadillas en las que aparece y desaparece, cual un payaso fantástico, mi amigo Hércules Poirot.

Él parecía estar satisfechísimo. No podría decir cómo se arregló para realizar el proyecto esbozado junto a mi lecho en las primeras horas de la mañana; pero que llegó a ponerlo en práctica con muy buen resultado, es cosa cierta. Y es muy cierto también que la empresa debió ser sumamente ardua.

La complicada ficción requería fatalmente el auxilio de otras muchas ficciones accesorias. Y la clase de ayuda que hacía falta para asegurarse el éxito de la iniciativa era de las que más repugnan al temperamento inglés.

El primero que consintió secundar a Poirot debió ser el doctor Graham. Convencido él, fue necesario persuadir también a la superiora y a algunas otras de las dirigentes del sanatorio. No se dejarían convencer fácilmente y hasta es probable que cedieran sólo por la autorización e intervención del doctor.

Además, Poirot debió de contar también con el comandante de Policía y con sus agentes, y en esto se ponía en choque con el elemento oficial. Sin embargo, supo conquistar el asentimiento del coronel Weston, quien declaró que rehuía toda responsabilidad. Poirot y sólo Poirot sería responsable de la propagación de la falsa noticia. Poirot no dudó ni un solo instante. Hubiera aceptado toda clase de condiciones con tal de que le dejasen libertad para desenvolver su plan.

Pasé la mayor parte del día arrellanado en una cómoda butaca. Cada dos o tres horas venía Hércules y me enteraba de lo que iba sucediendo.

—¿Cómo sigue, querido? Siento su malestar, pero casi puedo considerarlo, en cierto sentido, como una combinación afortunada; usted no sabría dar el pego como yo. Acabo de encargar una corona inmensa, magnífica, una corona de azucenas... Y a todo alrededor, una ancha cinta que dice: «A miss Buckleys, el desconsolado Hércules Poirot.» ¡Vaya una comedia!

Y se fue.

Cuando volvió me contó una conversación conmovedora que había tenido con mistress Rice:

—Le sienta muy bien el negro a Frica. He hablado a ésta de su pobre amiga. ¡Qué tragedia!... «Era tan alegre Esa, tan animada; no puedo imaginármela muerta». —me dice, y yo, suspirando, exclamo—: «Oh, suprema ironía de la muerte, que se lleva a los jóvenes y deja en el mundo a los viejos, a los inútiles...» Y vuelvo a suspirar.

—¡Cómo se divierte usted! —susurré, pues hasta me fatigaba hablar en voz alta.

—Absolutamente nada. Sólo pienso en el objetivo que hemos de alcanzar. Para sostener bien la fábula hay que empaparse en el papel que se recita... En fin, agotadas las frases de rigor, la señora desciende a particularidades más conformes con su pensamiento; ha pasado toda la noche despierta, pensando en los bombones envenenados... «Una cosa imposible, imposible»... Señora, le respondo yo, no es imposible; puedo enseñarle los resultados del análisis...» Frica me pregunta, con voz trémula: «¿Era... cocaína?...» Yo le digo que sí, y entonces ella murmura: «Dios mío, no lo entiendo...»

—Y será verdad —dije yo.

—Sin embargo, comprende muy bien que se halla en una situación enojosa. Es inteligente, lo ha advertido en seguida. Sabe que se encuentra en peligro.

—No obstante, me parece que usted empieza a creerla inocente.

Poirot enarcó las cejas. Su excitación desapareció de pronto.

—Acaba usted de decir una cosa profunda, Hastings. Es verdad; los hechos no se adaptan ya a mi hipótesis. Estos delitos han tenido hasta ahora como carácter común una astucia peregrina. Y aquí no hay traza de picardía. Esta vez nos hallamos frente a una maldad brutal. No. Mis suposiciones se derrumban.

Sentóse junto a la mesa.

—Examinemos los hechos. Hay tres posibilidades: los bombones fueron comprados por mistress Rice y llevados por Lazarus al sanatorio. En ese caso el delito es de uno de los dos o de ambos a la vez. La llamada por teléfono hecha al parecer por miss Esa es pura invención; ésa es la más clara de las soluciones. Solución número dos: ¿Quién le envió la caja de bombones llegada por paquete postal? ¿Alguno de los indicados en la lista de la A hasta la J? (¿Se acuerda? El campo de investigaciones era bastante amplio.) Pero si la segunda caja es la envenenada, ¿qué objeto tenía la llamada telefónica? ¿Por qué complicar las cosas con una segunda caja?

Yo aprobaba con la cabeza. Cuando se tienen treinta y nueve grados de fiebre, se consideran inútiles todas las complicaciones.

—Solución número tres: la caja de bombones inocua comprada por mistress Rice es sustituida por bombones envenenados. En este caso, la llamada telefónica me parece una comprensible e ingeniosa hazaña: mistress Rice ha de ser la mano ajena que saque el ascua. La solución número tres es, pues, la más lógica; pero también la más difícil... ¿Cómo arreglarse para tener la seguridad de que la sustitución se ha de efectuar en el momento oportuno? El paquete... Había más de cien probabilidades de que el golpe fracasase... No; no puede ser.

—A menos que el culpable fuese Lazarus...

Poirot me miró con viva sorpresa, diciendo:

—¿Le ha subido a usted la fiebre?

Tuve que asentir.

—Es curiosa la influencia de unos pocos grados de temperatura en la actividad del cerebro. Su observación es de una profunda sencillez, tan sencilla que al principio no he caído en ella... Pero... sugiere un extraño concurso de cosas; entre otras, que Lazarus, muy apegado a la Rice, haría lo posible para que su amante muriese a manos del verdugo. Nos encontramos frente a desenlaces muy extraños y complicados, complicadísimos.

Cerré los ojos. Cansado de haberme mostrado profundo y además decidido a dejar de meditar sobre cosas complicadas, sólo me sentía con ganas de dormir. Creo que Poirot seguía hablando, pero yo no le escuchaba ya, su voz me arrullaba...

Le volví a ver a última hora de la tarde.

—Mi comedia habrá hecho la fortuna de las floristas. Todos van a encargar coronas: Croft, Vyse, Challenger...

El nombre del comandante me llegó como un rumor.

—Oiga, Poirot, cuando menos a ése debería usted avisarle... Estará loco de desesperación... No es usted justo.

—¿Se enternece usted por él?

—Es un hombre muy bueno. Habría que comunicarle el secreto...

Poirot negó enérgicamente con la cabeza, diciendo:

—No, querido, no haré ninguna excepción.

—Pero no podemos menos que creerle ajeno al delito.

—No hago excepciones.

—Piense usted en lo que estará padeciendo.

—Pienso en la alegre sorpresa que le estoy preparando: ¡figúrese!, creer muerta a la amada y encontrársela viva... Una sensación única, estupenda...

—Es usted un demonio. El comandante guardaría el secreto.

—No estoy del todo convencido.

—Es el honor en persona; estoy segurísimo.

—En ese caso es aún más difícil que llegase a guardar un secreto. Éste es un arte que requiere una habilidad suprema. ¿Podría fingir el comandante Challenger? Si es tal cual usted lo cree, no sería capaz de ello.

—¿Y no va usted a decirle nada?

—Me niego absolutamente a hacer fracasar mi idea por un motivo sentimental. Lo que arriesgamos en nuestro juego es cuestión de vida o muerte.

No insistí más, pues veía que Poirot no cedería. Me dijo que no se mudaría de ropa para cenar.

—He recibido un duro golpe. Ya no tengo confianza en mí mismo. Soy un hombre acabado. He fracasado... Apenas tocaré los manjares, que quedarán intactos en el plato. Creo que ésa es la actitud que debo adoptar. Luego, claro está, en mi cuarto tomaré algunas pastas y pasteles, de que ya me he provisto. ¿Y usted?

—Yo tomaré un poco más de quinina —respondí.

—¡Pobre chico! Pero anímese, que mañana estará mejor.

—Así lo espero. Estos ataques no suelen durarme más de veinticuatro horas.

No le oí volver a entrar en el salón. Seguramente estaría yo durmiendo.

Cuando me desperté le vi que estaba escribiendo. En la mesa que tenía delante había una hoja, en la que reconocí la lista de sospechosos que antes había arrugado y tirado al cesto.

Haciendo una seña con la cabeza, respondió a mi muda pregunta:

—Sí, la retiré; pero ahora vuelvo a estudiarla desde otro punto de vista. He reunido una serie de preguntas relativas a cada uno de los que estaban en la lista. Las preguntas tal vez no tengan relación con el delito. Son sólo cosas que no sé, cosas que quedan sin explicación y a las cuales busco una razón de ser devanándome los sesos.

—¿Y a qué punto ha llegado usted?

—Ya he terminado. ¿Quiere oírlo? ¿Se siente usted con fuerzas suficientes?

—Sí, me encuentro mucho mejor.

—Menos mal. Podremos volver a examinar juntos todo esto... Seguramente dirá usted que algunos de estos datos son pueriles...

Y empezó a leer:

—«A) Helen: ¿Por qué se quedó en casa y no fue a ver los fuegos artificiales? (Contra lo acostumbrado, como lo prueban la sorpresa y las observaciones de Esa.) ¿Qué creía, o temía, que sucedería? ¿Introdujo a alguien en la casa? (A J., por ejemplo.) ¿Ha dicho la verdad respecto al escondrijo secreto? Y si éste existiera, ¿cómo puede ignorar el sitio? (Si hubiera algún escondrijo, miss Esa lo sabría, y, en cambio, parece muy segura de lo contrario.) ¿Por qué, pues, se lo ha inventado? ¿Con qué objeto? ¿Conocía las cartas de Seton a miss Esa o fue sincera su sorpresa?

»B) El marido: ¿Es realmente tan estúpido como parece? ¿Sabe todo lo que sabe su mujer o no? ¿Es realmente un deficiente, un loco?

»C) El niño: Su pasión por la sangre, ¿forma parte de un instinto común a su edad o es cosa morbosa, una tara hereditaria de su padre o de su madre?

»D) ¿Quién es Croft? ¿De dónde viene? ¿Envió de veras el testamento? De lo contrario, ¿por qué razón jura en falso y retiene el documento?

»E) Lo mismo que el anterior. ¿Quiénes son estos Croft? ¿Se esconden acaso? Y, si es así, ¿por qué motivo? ¿Tienen relaciones con la familia Buckleys?

»F) Mistress Rice: ¿Conocía el noviazgo de miss Esa? ¿Se lo había imaginado? ¿Ha leído las cartas de Seton a su novia? (En este caso, sabría que Esa es la heredera del capitán.) ¿Sabe que es la segunda heredera en el testamento de miss Esa? (Es probable; su amiga debe de habérselo avisado, añadiendo, probablemente, que no le tocaría gran cosa.) ¿Habrá algo de cierto en la alusión del comandante a haberle gustado Esa a Lazarus? (El hecho explicaría el enfriamiento que parece haberse producido entre las dos amigas.) ¿Quién es el «solterón» proveedor de cocaína, de que se habla en su carta de febrero último? ¿Podría ser que fuera J.? ¿Cuál es la verdadera causa de haberse casi desmayado el otro día en este cuarto? ¿Alguna palabra oída o alguna cosa vista? ¿Es sincero lo que dice de la llamada telefónica o es una mentira premeditada? ¿En qué estaba pensando cuando se le escapó la frase «Lo otro, sí; pero esto, no»? Si ella no es culpable, ¿qué es lo que sabe y no quiere confesar?»

En este punto interrumpió Poirot la lectura para hacerme ver que las preguntas concernientes a mistress Rice eran innumerables.

—Esa mujer sigue siendo un enigma —añadió Hércules—. Y estoy obligado a deducir que o es culpable ella o conoce, cuando menos cree conocer, al culpable. Pero ¿tiene razón para creerlo? ¿Sabe realmente algo o sólo tiene indicios y presentimientos inciertos? ¿Y cómo se le podría hacer hablar?

Exhaló un suspiro y siguió diciendo:

—Bueno, prosigamos. «G) Lazarus: Es curioso; no se puede construir hipótesis sobre el. Únicamente, pero apenas plausible, se presenta la pregunta: ¿Sustituyó él los bombones buenos por los envenenados? Aparte de ésta, puede formularse otra, pero sin importancia. La apuntaré, para ser completo. ¿Por qué ofreció cincuenta libras por un cuadro que apenas vale veinte?»

—Querría complacer a miss Esa —dije yo.

—No lo hubiera hecho de ese modo. Es comerciante. Seguramente no compra por el gusto de revender a precios más bajos de lo que le ha costado. Si hubiera querido tener atención con miss Esa, le hubiera prestado dinero particularmente.

—Sea lo que fuese, no puede tener ninguna relación con el delito.

—Es verdad. Pero yo quisiera saber algo. Hago un estudio psicológico; pasemos ahora a la H. Escuche. «H) Es el comandante Challenger. ¿Cómo confesó Esa su compromiso al comandante? ¿Por qué se lo dijo a él, cuando lo calló a todos los demás? ¿Habrá pedido acaso su mano? ¿Qué relaciones tiene con su tío?»

—¿Qué tío, Poirot?

—El doctor. Ese individuo más bien equívoco. ¿Habría tenido el almirantazgo alguna noticia anticipada de la muerte de Seton?

—No acierto a comprender adonde va a parar su pregunta. Aunque Challenger haya sabido con algunas horas de antelación la noticia de la muerte de Seton, la cosa no tiene importancia en lo que a nosotros nos interesa. Pues no era, indudablemente, una razón para matar a la muchacha amada.

—Conforme. Su objeción es muy razonable. Pero he querido indicar todas las cosas que pueden pensarse. Soy el perro que va olfateando en busca de cosas no demasiado limpias y claras.

—«I) Charles Vyse: ¿Por qué afirmó tan perentoriamente el fanatismo de Esa por la Escollera? ¿Qué motivo pudo inducirle a semejante acción? ¿Recibió el testamento o no lo recibió? Y después de todo, ¿es o no es hombre de bien?»

—Y ahora pasemos a la J.

—«J) Es, en realidad, como lo he comprendido al momento, un formidable punto de interrogación. ¿Existe ese deseo...?»

Se interrumpió, alarmado, para decir.

—Pero ¿qué le pasa, Hastings?

Me había puesto en pie, gritando, y extendí una mano temblorosa hacia la ventana.

—Un rostro, Poirot, un rostro de pesadilla, apoyado contra los cristales. Ahora ha desaparecido, pero lo he visto...

Poirot corrió a la ventana, la abrió de par en par y empezó a mirar afuera.

—No hay nadie aquí —dijo pensativo—. ¿Está usted seguro de haber visto a alguien?

—Segurísimo... Una cara horrible.

—Sí, aquí hay una pequeña terraza; cualquiera podría acercarse fácilmente para sorprender nuestra conversación. Al hablar usted de cara horrible, ¿qué quiere decir, Hastings?

—Una cara cadavérica, con los ojos espantados, apenas humana.

—Será efecto de la fiebre, amigo mío. Un rostro, sí, un rostro desagradable, también; pero apenas humano, no. Usted ha visto una cara casi pegada a los cristales. Y eso, unido al hecho de que la aparición era inesperada, explica su impresión.

—Era una cara espantosa —repetía yo obstinadamente.

—¿No la ha visto usted antes?

—No, sin la menor duda.

—¡Quién sabe! Tal vez, dado su estado de salud, no haya podido reconocerla. Yo me pregunto ahora... Me pregunto...

Empezó a reunir las hojas diseminadas.

—Cuando menos hay una cosa que sigue a nuestro favor. Si el hombre que se ha asomado a la ventana ha oído parte de nuestra conversación, no ha podido oír la noticia de que miss Esa está viva y salva... Ese punto esencial es para él desconocido.

—Pero —dije titubeando un poco— los resultados de su sabia maniobra no son muy brillantes. Esa está muerta, y su muerte no ha provocado ningún hecho nuevo...

—Tampoco me esperaba ninguno tan pronto. Veinticuatro horas como le he dicho... Si no me equivoco, mañana surgirán nuevas circunstancias. Si no..., si no... me habré equivocado de cabo a rabo. Ahí está la correspondencia. Esperemos la de mañana.

Me sentí débil cuando abrí a la mañana siguiente los ojos, pero me había desaparecido la fiebre. Tenía apetito, y Poirot y yo comimos juntos en nuestro saloncito.

—¿Qué hay de nuevo? —le pregunté así que hubo leído él sus cartas—. ¿Ha traído el correo lo que usted esperaba?

Poirot, que había abierto dos sobres que contenían evidentemente facturas, no me respondió. Parecióme comprender que se había llevado una profunda desilusión. Cogí yo mis cartas. La primera que abrí era una invitación a una reunión espiritista.

—Si no se nos ocurre otra cosa, siempre podremos darnos una vuelta para ver los espiritistas. Y hasta yo creo que podrían multiplicarse los experimentos de esa clase. ¡El espíritu de la víctima que vuelve para nombrar a su propio asesino! ¡Eso sería una prueba!

—Que a nosotros nos ayudaría muy poco en nuestro caso —murmuró Poirot—. Probablemente Maggie Buckleys no sabe qué mano le ha dado muerte. Por tanto, aunque pudiera hablar, no tendría nada importante que decirnos... Mire usted qué extraña coincidencia.

—¿Qué es?

—Usted aludía a los muertos que hablan, precisamente en el momento en que abría yo esta carta.

Me entregó la carta. Estaba firmada por mistress Buckleys y decía lo siguiente:


« LAMBLEY RECTORY.

«Querido monsieur Poirot: A nuestra llegada aquí he encontrado una carta escrita por nuestra desgraciada hija al llegar a Saint Loo.

»Me temo que no contenga nada que pueda interesarle a usted; pero creo que así y todo es preferible enviársela.

«Dándole muchas gracias por su bondad, quedo de usted afectísima,

Jane Buckleys.»


La carta incluida me puso un nudo en la garganta. El tono era simplemente familiar, completamente ajeno a todo temor de una tragedia inminente.


«Querida mamá: He tenido un viaje magnífico. Hasta Exeter venían en el vagón solamente otros dos viajeros.

«Aquí hace un tiempo espléndido. Esa me parece con buena salud y contenta. Algo inquieta, es verdad; pero no comprendo por qué ha telegrafiado de este modo, pues hubiera sido lo mismo que yo viniera el martes.

«Estamos invitadas por unos vecinos a tomar el té; son unos australianos que han alquilado la casita. Dice Esa que son muy amables, pero horriblemente pesados. También están aquí mistress Rice y míster Lazarus. Él es anticuario. Echaré esta carta en el buzón próximo a la verja y de allí irá al correo. Mañana volveré a escribir.

«Tu hija, que te quiere,

Maggie.



»P. D. Dice Esa que su telegrama tenía una causa, y que me la explicará después de tomar el té. Es caprichosa e inquieta.»


—La voz de los muertos —dijo bajito Poirot—. Y no nos dice nada.

—El buzón próximo a la verja —insinué, pero sin dar mucha importancia a mi comentario—. El mismo en que dice Croft que echó el sobre que contenía el testamento.

—Sí..., desearía saber...

—¿No hay ninguna otra cosa importante en su correspondencia?

—Nada, Hastings; estoy desconsolado. Me encuentro a oscuras, no comprendo...

En aquel momento sonó el teléfono y Poirot corrió a contestar.

Al punto vi mudarse la expresión de su color. Permaneció muy compuesto, pero no se me escapó ni un solo instante su intensa excitación. De sus breves y escasas respuestas no pude saber de qué se trataba. Al final, dijo: «¡Muy bien, muchas gracias!...» Y colgó el aparato. Acercóseme en seguida con los ojos brillantes.

—¿Qué le decía yo? Empiezan a desenvolverse nuevos sucesos, querido Hastings.

—¿Qué era?

—Míster Vyse. Me comunica que esta mañana ha recibido por correo un testamento firmado por su prima con fecha de veinticinco de febrero último.

—¿Cómo? ¿El testamento?

—Sí.

—Ya ha salido de las tinieblas.

—Y muy a tiempo, ¿no es así?

—¿Y cree usted que Vyse dice la verdad?

—O si creo que el documento estuviera ya en sus manos, ¿no es eso lo que quiere preguntarme? La coincidencia, cuando menos, es chocante... Pero hay una cosa cierta; yo le había dicho que si creyesen muerta a miss Esa, aparecerían nuevos hechos, y ya ve que empiezan a presentarse.

—¡Es extraordinario! —respondí—. Tenía usted razón. Seguramente será el testamento que instituye a Frica Rice heredera secundaria...

—No sé. El abogado no me ha dicho nada de su contenido. Hubiera sido una indiscreción, y él parece la corrección en persona. Por lo demás, no se puede dudar, pues Vyse me ha dado el nombre de los que firman como testigos: Helen y su marido.

—Por consiguiente —exclamé—, volvemos al problema antiguo: Federica Rice.

—El enigma.

—Federica —repetí a media voz— es un bonito nombre.

—Muy preferible a ese que le han dado sus amigos, Frica... En fin ¿no se alegra usted, Hastings, de que empiecen a desenvolverse nuevos hechos?

—Ya lo creo. Y dígame, ¿se esperaba usted eso?

—No, no precisamente. No tenía ninguna idea de lo que pudiese acaecer. Pero me parecía muy claro que diera algún resultado capaz de aclararnos las cosas.

—En efecto —repliqué, respetuosamente.

—¿Qué iba yo a decirle cuando sonó el teléfono?... ¡Ah, sí! La carta de miss Maggie... Voy a leerla otra vez. Me ha chocado mucho una frase...

Tomé la carta de entre los papeles y se la di.

Le dejé examinar el breve mensaje y me acerqué a la ventana para mirar los barcos que iban por la bahía.

Súbitamente, un grito me hizo vacilar. Me volví y vi a Poirot con la cabeza entre las manos, moviendo el busto como un péndulo y sobrecogido por una pena atroz.

—¡Oh! —gemía—. ¡He estado ciego!... ¡Completamente ciego!...

—¡Por amor de Dios! ¿Qué ha sucedido?

—¿Complicado? ¿Complejo? —seguía diciendo Hércules—. ¡Nada de eso! ¡Sencillísimo!... ¡Y yo, mísero de mí, que no he visto nada!

—Pero dígame... ¿Qué ve usted ahora?

—Un momento, un momento... No me hable. Tengo que volver a poner en orden mis ideas... He de examinarlo todo a la gran luz del imprevisto descubrimiento...

Cogiendo su lista de preguntas, empezó a repasarlas con suma atención, y mientras leía movía los labios...

Después de meditar largo rato sobre las hojas, se apoyó contra el respaldo del sillón y cerró los ojos. Por un momento creí que iba a dormirse; pero un instante después se sacudió y murmuró tras un largo suspiro:

—Sí, todo está bien... Así se explica todo. Todo...

—¿Cree usted haberlo comprendido todo?

—Casi todo; por lo menos todo lo esencial. En algunas cosas había razonado bien. En cambio, en otras me había alejado ridículamente de la verdad. Pero ahora todo está claro. Hoy enviaré un telegrama con dos preguntas... Pero las dos respuestas ya las conozco. Están escritas aquí.

Y se tocó la frente.

Y así que hubo recibido las respuestas, me dijo:

—¿Se acuerda usted de haber oído a Esa que hubiera querido hacer una representación teatral en La Escollera? Pues esta noche daremos una obra cuyo autor será Hércules Poirot. Miss Esa hará un papel... Haremos que intervenga un fantasma, el primero aparecido en La Escollera.

Iba a interrogarle, cuando me detuvo, diciéndome:

—No, no le diré más. Esta noche, Hastings, iremos a la representación. Y haremos resplandecer la verdad; pero ahora hay mucho que hacer, mucho.

Y salió a todo correr, dejándome sorprendido.

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