Capítulo XX



J.

La escena había sido fulminante. Ninguno se percató de pronto de lo que era. Poirot fue el primero en reponerse y salió a todo correr, gritando. Detrás de él fue el comandante; un momento después reaparecieron trayendo entre los dos el cuerpo inerte de un hombre. Mientras le tendían con grandes cuidados en una ancha butaca de cuero, vi el rostro que me arrancó de la boca estas palabras:

—¡El hombre asomado a la ventana!

En verdad, era el que había visto el día anterior a través de los cristales de nuestro saloncito. Le reconocí en el acto; pero comprendí también en el acto que Poirot había tenido razón en tacharme de exagerado al definirlo yo como un ser apenas humano.

No es que fuese del todo injustificada mi primera impresión, pues era el rostro de un extraviado, de un ser distinto de la humanidad normal. Aquella faz blanca y depravada parecía una careta, un despojo abandonado del espíritu animador. En aquel momento lo regaba un chorro de sangre.

Frica se había levantado y estaba ya junto a la butaca, y Poirot se interpuso y dijo suavemente:

—¿Está usted herida, señora?

—Un rasguño de bala, no será nada...

Y dicho esto, la Rice apartó gentilmente a Poirot y se inclinó mirando. El hombre abrió los ojos y balbució con una mueca feroz:

—Esta vez te he alcanzado.

Luego, mudando de acento y con voz gimiente, temblorosa, añadió:

—Frica, ¡oh Frica!... No quería matarte... No sé... Frica, Frica... ¡Siempre has sido tan buena!...

—No te preocupes...

Se inclinó junto al moribundo.

—No sé por qué. No quería...

La lamentación quedó interrumpida y el hombre inclinó la cabeza contra el pecho.

Frica miró a Poirot.

—Sí, señora —dijo éste con una caricia en la voz—; está muerto.

La Rice se levantó y le contempló largo rato. Le puso una mano sobre la frente, con un movimiento que me pareció de piedad. Luego, con un suspiro, se volvió a todos nosotros, diciendo quedamente:

—Era mi marido.

Yo murmuré:

—J.

Y Poirot, que cogió al vuelo ese sonido, aprobó de pronto, añadiendo:

—Siempre presentí que debía de haber un J. ¿No se lo dije desde un principio?

—Era mi marido —replicó la Rice con voz terriblemente fatigada.

Cayó en la silla que le había acercado Lazarus.

—Y ahora mismo... voy detalladamente a contárselo a ustedes todo... Era un hombre totalmente depravado: un morfinómano. Me había arrastrado al vicio. Luego intenté curarme cuando lo dejé. Y supongo que hoy... estoy ya casi curada... Pero ha sido difícil... Muy difícil. Nadie puede comprender lo difícil que es... Nunca había conseguido librarme de él... De cuando en cuando se presentaba a pedirme dinero..., intentando atemorizarme; si le hubiese negado yo cuanto me pedía, se hubiera matado. Ésa era su continua amenaza. Era un irresponsable. Estaba loco. Supongo que habrá sido él el asesino de Maggie Buckleys... No porque lo desease, desde luego, sino porque la haya confundido conmigo. Tal vez hubiera debido yo decirlo; pero en medio de todo, no estaba segura. Además, todos los casos extraños ocurridos a Esa me inducían a pensar que tal vez fuese otro el asesino. Puede haber sido otro... Hace dos días vi unas palabras escritas sobre una mesa en el saloncito de monsieur Poirot. Formaban parte de una carta que yo había roto. Entonces comprendí que monsieur Poirot estaba sobre la pista..., que en adelante era cuestión de días o de horas. Pero lo de los bombones envenenados, aquello no; no acierto a comprenderlo. Mi marido no pudo haber querido envenenar a Esa, no comprendo cómo pudo intervenir él en tan feo asunto. Lo he estudiado de mil modos, y no consigo hallar la relación.

Se tapó el rostro con las manos... Poco después las retiró, y añadió con patética sencillez:

—Ya lo he dicho todo.

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