Parte II. GÉNESIS

Capítulo 9

1942


Los destellos iluminaron el cielo de la noche, tan gris que parecía una lona sucia tensada sobre el paisaje desolado que los rodeaba. Puede que los rusos hubieran iniciado una ofensiva, puede que sólo quisieran hacerles creer que esas cosas nunca se sabían hasta después. Gudbrand estaba echado sobre el borde de la trinchera con ambas piernas dobladas bajo el cuerpo, agarraba el fusil con las dos manos y escuchaba los sordos estruendos lejanos, mientras miraba los destellos que caían lentamente. Sabía que no debía mirarlos, pues podían producir ceguera nocturna e impedirle así ver a los francotiradores rusos que se deslizaban por la nieve allí, en tierra de nadie. Pero de todos modos no los podía ver, nunca había visto ninguno, solamente había disparado por indicación de los otros. Como ahora.

– ¡Allí está!

Era Daniel Gudeson, el único chico de ciudad del pelotón. Los otros procedían de sitios que terminaban en «-dal», es decir, valle. Unos eran valles anchos, otros eran profundos, sombríos y poco poblados, como el hogar de Gudbrand. Pero Daniel no. No Daniel Gudeson, con su frente alta y despejada, sus brillantes ojos azules y su blanca sonrisa. Daniel parecía recortado de uno de los carteles de captación. Procedía de un lugar con vistas.

– A las dos, a la izquierda de la maleza -dijo Daniel.

– ¿Maleza?

No había un solo matojo en aquel paraje bombardeado. Sí, al parecer sí había maleza, ya que los demás empezaron a disparar. Pum, pum, pum. Cada bala corría como una luciérnaga describiendo una parábola. Un rastro de fuego. La bala salía disparada hacia la oscuridad pero, derepente, parecía cansarse, porque la velocidad disminuía y aterrizaba suavemente en algún lugar allí fuera. O al menos ésa era la sensación que daba. Gudbrand pensaba que era imposible que una bala tan lenta pudiera matar a nadie.

– ¡Se escapa! -se oyó gritar a una voz en tono amargo y lleno de odio.

Era Sindre Fauke. Su cara casi no se distinguía del uniforme de camuflaje, y los ojos pequeños y muy juntos miraban fijamente a la oscuridad. Procedía de una granja perdida al final del valle de Gudbrandsdalen, probablemente un lugar angosto donde nunca llegaba el sol, porque tenía el rostro muy pálido. Gudbrand no sabía por qué se había alistado para luchar en el frente, pero había oído que sus padres y sus dos hermanos eran miembros de la Unión Nacional, que llevaban un brazalete y que delataban a los vecinos por la simple sospecha de ser patriotas normales. Daniel dijo que algún día probarían el látigo, los delatores y aquellos que aprovechaban la guerra para obtener ventajas.

– No -dijo Daniel en voz baja, con la mejilla contra la culata-. Ningún jodido bolchevique se va a escapar.

– Él sabe que lo hemos visto -dijo Sindre-. Piensa meterse en ese hoyo.

– Ni hablar -dijo Daniel apuntando con el arma. Gudbrand miró fijamente a la oscuridad blanquecina. Nieve blanca, trajes de camuflaje blancos, destellos blancos. El cielo se iluminó otra vez. Toda clase de sombras corrían por la nieve endurecida. Gudbrand volvió a mirar hacia arriba. Destellos amarillos y rojos sobre el fondo del horizonte, seguidos de varias detonaciones lejanas. Era tan irreal como en el cine, con la diferencia de que estaban a treinta grados bajo cero, y no había nadie a quien abrazar. ¿A lo mejor era realmente una ofensiva esta vez?

– Eres demasiado lento, Gudeson, ha desaparecido.

Sindre escupió en la nieve.

– ¡Qué va! -dijo Daniel, en voz más baja todavía, y apuntó. Ya casi no le salía vaho de la boca.

Entonces, de repente, se oyó un agudo silbido, un grito de advertencia, y Gudbrand se lanzó al fondo helado de la trinchera con las manos sobre la cabeza. La tierra tembló. Llovían trozos de tierra marrones y congelados, y uno dio en el casco de Gudbrand, que se le escurrió y le tapó los ojos. Esperó hasta estar seguro de que no le caería nada más del cielo y volvió a ajustarse el casco. Reinaba el silencio y un fino velo de partículas de nieve se le pegaba a la cara. Dicen que uno nunca oye la granada que lo alcanza, pero Gudbrand había visto el resultado del silbido de suficientes granadas como para saber que no era verdad. Un destello iluminó la trinchera y contempló las caras pálidas de los otros, y sus sombras, que parecían acercársele encorvadas, gateando pegadas a las paredes de la trinchera mientras caía la luz. Pero ¿dónde estaba Daniel? ¡Daniel!

– ¡Daniel!

– Lo atrapé -dijo Daniel, todavía tumbado arriba, en el borde de la trinchera.

Gudbrand no podía creer lo que oía.

– ¿Qué dices?

Daniel se deslizó dentro de la trinchera, sacudiéndose nieve y trozos de tierra. Y le dedicó una amplia sonrisa.

– Ningún ruso de mierda va a matar a nuestro guardia esta noche. Tormod ha sido vengado.

Clavó los talones en el borde de la trinchera para no resbalar por el hielo.

– Mierda -dijo Sindre-. No le diste, Gudeson. Vi cómo el ruso desaparecía dentro del hoyo.

Sus pequeños ojos saltaban de uno a otro como para preguntar si alguno de ellos creía en la fanfarronería de Daniel.

– Correcto -dijo Daniel-. Pero dentro de dos horas será de día y él sabía que tenía que salir antes de ahí.

– Eso es, y lo intentó demasiado pronto -dijo Gudbrand rápidamente-. Salió por el otro lado. ¿No es verdad, Daniel?

– Pronto o no -sonrió Daniel-, de todas formas lo he atrapado.

– Cierra tu bocaza, Gudeson -bufó Sindre.

Daniel se encogió de hombros, comprobó la recámara y volvió a cargar. Se dio la vuelta, colgó el fusil del hombro, encajó la bota en la pared congelada y saltó otra vez al borde de la trinchera.

– Dame tu pala, Gudbrand.

Daniel cogió la pala y se levantó. Con el uniforme blanco de invierno recortó una silueta en el cielo negro y el destello parecía suspendido como una aureola encima de la cabeza.

«Parece un ángel», pensó Gudbrand.

– ¿Qué cono haces? -Quien gritaba era Edvard Mosken, el jefe del pelotón. Ese chico tan prudente del valle de Mjöndalen. Rara vez levantaba la voz a los veteranos del grupo, como Daniel, Sindre y Gudbrand. Normalmente, eran los recién llegados los que se llevaban las broncas cuando cometían algún error. Y esas broncas les habían salvado la vida a muchos de ellos. Ahora, Edvard Mosken miraba fijamente a Daniel con su ojo siempre abierto. Nunca lo cerraba, ni cuando dormía, eso lo había visto el propio Gudbrand.

– ¡Ponte a cubierto, Gudeson! -gritó el jefe del pelotón.

Pero Daniel sonrió y no tardó ni un segundo en desaparecer; sobre ellos no quedó más que el vaho de su boca suspendido durante un instante. Entonces, el destello descendió detrás del horizonte y otra vez se hizo la oscuridad.

– ¡Gudeson! -gritó Edvard mientras escalaba hasta el borde-. ¡Mierda!

– ¿Lo ves? -preguntó Gudbrand.

– Ni rastro.

– ¿Para qué quería la pala? -dijo Sindre mirando a Gudbrand.

– No lo sé.

A Gudbrand no le gustaba esa mirada penetrante de Sindre, le recordaba a otro granjero que había estado allí. Se había vuelto loco, se meó en los zapatos una noche antes de hacer la guardia y después tuvieron que amputarle todos los dedos de los pies. Pero ahora estaba en Noruega, así que a lo mejor no estaba tan loco después de todo. En cualquier caso, tenía la misma mirada penetrante.

– Puede que sólo quisiera dar una vuelta por tierra de nadie -dijo Gudbrand.

– Ya sé lo que hay al otro lado de la alambrada, sólo pregunto qué es lo que va a hacer allí.

– Puede que la granada le diese en la cabeza -dijo Hallgrim Dale-. Quizá se haya vuelto loco.

Hallgrim Dale era el más joven del pelotón, sólo tenía dieciocho años. Nadie sabía exactamente por qué se había alistado. Afán de aventuras, opinaba Gudbrand. Dale afirmaba que sentía admiración por Hitler, pero que no tenía ni idea de política. Daniel creía saber que Dale había querido escapar de una chica embarazada.

– Si el ruso está vivo, Gudeson recibirá un tiro antes de haber recorrido cincuenta metros -dijo Edvard Mosken.

– Daniel le dio -susurró Gudbrand.

– En ese caso, uno de los otros le pegará un tiro a Gudeson -dijo Edvard, metió la mano por dentro de la casaca de camuflaje y sacó un fino cigarrillo-. Hay muchos esta noche.

Mantuvo la cerilla escondida en la mano cuando la frotó con fuerza contra la caja húmeda. El azufre prendió al segundo intento, Edvard encendió el cigarrillo, dio una calada y lo pasó rápidamente al compañero que tenía al lado. Nadie dijo nada, parecían ensimismados. Pero Gudbrand sabía que, como él, estaban alerta.

Pasaron diez minutos sin que oyesen nada.

– Parece que van a bombardear el lago Ladoga desde los aviones -dijo Hallgrim Dale.

Todos habían oído los rumores sobre los rusos que se escapaban de Leningrado cruzando el hielo del lago Ladoga. Pero lo peor era que el hielo también hacía posible que el general Tsjukov consiguiese provisiones para la ciudad sitiada.

– Parece que allí dentro se están desmayando de hambre por las calles -dijo Dale, indicando con la cabeza hacia el este.

Pero Gudbrand había oído eso desde que llegó, hacía casi un año, y todavía seguían allí fuera pegándote tiros en cuanto sacabas la cabeza por encima del borde de la trinchera. El invierno anterior llegaban a sus trincheras, todos los días, con las manos detrás de la cabeza, los desertores que ya estaban hartos y optaban por cambiar de bando a cambio de un poco de comida y algo de calor. Pero ya no acudían tan a menudo, y los dos desgraciados con los ojos hundidos que Gudbrand había visto la semana anterior los miraban incrédulos cuando vieron que ellos estaban igual de flacos.

– Veinte minutos. No viene -dijo Sindre-. Está muerto. Como un arenque en salmuera.

– ¡Cierra la boca!

Gudbrand dio un paso hacia Sindre, que se puso firme enseguida. Sin embargo, a pesar de que Sindre le sacaba por lo menos una cabeza, era evidente que tenía muy pocas ganas de pelear. Probablemente se acordaba del ruso que Gudbrand había matado hacía unos meses. ¿Quién podría pensar que el bueno y precavido de Gudbrand fuese capaz de tal salvajismo? El ruso había entrado en la trinchera sin ser visto, entre dos puestos de escucha, y masacró a todos los que dormían en los dos bunkeres más cercanos, uno de holandeses y otro de australianos, antes de entrar en el suyo. Los salvaron las pulgas.

Había pulgas por todas partes, pero sobre todo en las zonas más calientes, como debajo de los brazos, debajo del cinturón, en la entrepierna y alrededor de los tobillos. Gudbrand era el que dormía más cerca de la puerta, no podía conciliar el sueño a causa de las picaduras que tenía en las pantorrillas, llagas que podían ser del tamaño de una moneda de cinco öre, alrededor de cuyo borde las pulgas se amontonaban para atiborrarse de sangre. Gudbrand había sacado la bayoneta en un frustrado intento de librarse de las pulgas, cuando el ruso se apostó a la puerta para empezar a tirar. Gudbrand sólo vislumbró la silueta, pero enseguida comprendió que se trataba del enemigo, en cuanto vio en alto el contorno de un rifle Mosi-Nagant. Con la única ayuda de la bayoneta roma, Gudbrand hirió al ruso con tal eficacia que apenas tenía sangre cuando lo trasladaron hasta la nieve más tarde.

– Tranquilos, chicos -dijo Edvard llevándose a Gudbrand a un lado-. Deberías dormir un poco, Gudbrand, hace una hora que te relevaron.

– Voy a salir a ver si lo veo -dijo Gudbrand.

– ¡No, no harás tal cosa! -gritó Edvard.

– Sí, yo…

– ¡Es una orden!

Edvard le zarandeó el hombro. Gudbrand intentó zafarse, pero el jefe del pelotón no lo soltaba.

La voz de Gudbrand se volvió clara y trémula de desesperación:

– ¡Puede que esté herido! ¡Puede que se haya quedado atrapado en el alambre!

Edvard le dio unas palmaditas en el hombro.

– Pronto se hará de día -constató-. Entonces podremos averiguar lo ocurrido.

Miró a los otros hombres que habían seguido el incidente en silencio. Empezaron a patear la nieve otra vez y a hablar en voz baja entre ellos. Gudbrand vio cómo Edvard se acercaba a Hallgrim Dale y le susurraba al oído. Dale escuchó y miró de reojo a Gudbrand, que sabía perfectamente lo que decía. Había orden de vigilarlo. Hacía tiempo que alguien había hecho circular el rumor de que él y Daniel eran algo más que buenos amigos. Y que no eran de fiar. Mosken les había preguntado directamente si tenían planeado desertar juntos. Ellos lo negaron, por supuesto, pero ahora Mosken pensaría seguramente que Daniel había aprovechado la ocasión para escapar. Y que Gudbrand iba «a buscar» al amigo como parte del plan para llegar al otro lado juntos. A Gudbrand le daban ganas de reír. Cierto que podía ser agradable soñar con las dulces promesas de comida, calor y mujeres que los altavoces rusos emitían sobre el árido campo de batalla en un alemán embaucador, pero ¿iban a creerlas?

– ¿Qué apostamos a que vuelve? -propuso Sindre-. Tres raciones de comida, ¿qué dices?

Gudbrand estiró el brazo hacia abajo para asegurarse de que llevaba la bayoneta colgada del cinturón debajo del uniforme de camuflaje.

-Nicht schiessen, bitte! [2]

Gudbrand giró en redondo y allí, justo por encima de él, vio una cara rojiza bajo un gorro de uniforme ruso, que le sonreía desde el borde de la trinchera. El sujeto saltó desde el borde y aterrizó sobre el hielo al estilo de Telemark.

– ¡Daniel! -gritó Gudbrand.

– ¡Hola! -dijo Daniel levantando la gorra del uniforme-. Dobry vetsjer [3].

Los hombres lo miraban petrificados.

– Oye, Edvard -gritó Daniel-. Deberías llamarles la atención a esos holandeses. Tienen por lo menos cincuenta metros entre los puestos de escucha.

Edvard estaba tan callado e impresionado como los otros.

– ¿Has enterrado al ruso, Daniel?

A Gudbrand le brillaba el rostro de pura excitación.

– ¿Enterrarlo? -dijo Daniel-. Hasta le recé el padrenuestro y canté una canción. ¿Sois duros de oído? Estoy seguro de que lo oyeron al otro lado.

Saltó al borde de la trinchera, se sentó, alzó las manos y empezó a cantar con voz cálida y grave:

– «Nuestro Dios es firme como una fortaleza.»

Los hombres gritaban de alegría. Y Gudbrand se rió tanto que se le saltaron las lágrimas.

– ¡Eres un diablo, Daniel! -exclamó Dale.

– Daniel no. Llámame… -Daniel se quitó el gorro del uniforme ruso y leyó en el interior del forro-, llámame Urías. Vaya, también sabía escribir. Bueno, de todos modos, era un bolchevique.

Saltó desde el borde y miró a su alrededor.

– ¿Nadie tiene nada en contra de un buen nombre judío?

Hubo un momento de silencio antes de que estallaran las risas. Y los primeros hombres se acercaron para darle a Urías unas palmaditas en la espalda.

Capítulo 10

LENINGRADO

31 de Diciembre de 1942


Hacía frío en el puesto de guardia de las ametralladoras. Gudbrand llevaba encima toda la ropa que tenía, pero aun así tiritaba y había perdido la sensibilidad en los dedos de pies y manos. Lo peor eran las piernas. Se las había envuelto en los nuevos trapos para los pies, pero no eran de gran ayuda.

Miraba fijamente la oscuridad. No habían oído nada de Ivan aquella noche, tal vez estuviese festejando el Fin de Año. Quizás estuviese degustando una suculenta comida. Cordero con col o carne ahumada. Gudbrand sabía perfectamente que los rusos no tenían carne, pero él no conseguía dejar de pensar en comida.

A ellos no les habían dado otra cosa que la ración habitual de pan y lentejas. El pan tenía un evidente color verdoso, pero ya se habían acostumbrado. Y si llegaba a estar tan mohoso que se deshacía, lo usaban en la sopa.

– Por lo menos en Navidad nos dieron una salchicha -dijo Gudbrand.

– ¡Cállate! -respondió Daniel.

– Esta noche no hay nadie fuera, Daniel. Están comiendo…

– No empieces otra vez con el tema de la comida. No te muevas y quédate atento por si ves algo.

– Pues yo no veo nada, Daniel. Nada.

Se acurrucaron uno al lado del otro, manteniendo las cabezas bajas. Daniel llevaba el gorro del militar ruso. El casco de acero con la insignia de la Waffen-SS estaba a su lado. Gudbrand entendía por qué. Había en la forma del casco algo que hacía que el viento helado y constante pasase por debajo del canto delantero produciendo en el interior un sonido continuo y enervante que resultaba muy molesto cuando estabas en un puesto de escucha.

– ¿Qué te pasa en la vista? -preguntó Daniel.

– Nada. Mi visión nocturna no es muy buena.

– ¿Eso es todo?

– Y también soy un poco daltónico.

– ¿Un poco daltónico?

– Los rojos y los verdes. No puedo distinguirlos, no sé cómo, los colores se mezclan. Por ejemplo, cuando íbamos al bosque a recoger arándanos rojos para el asado del domingo, yo no los veía…

– ¡He dicho que no hables más de comida!

Se quedaron callados. A lo lejos se oyó una ráfaga de metralleta. El termómetro señalaba veinticinco grados bajo cero. El año pasado habían estado a cuarenta y cinco bajo cero varias noches seguidas. Gudbrand se consolaba pensando en que las pulgas se paralizaban con ese frío, no empezaría a sentir la necesidad de rascarse hasta que terminase la guardia y se metiese bajo la manta de la litera. Pero aquellos bichos aguantaban el frío mejor que él. Una vez hizo un experimento, dejó la camiseta fuera, en la nieve, durante tres días seguidos. Cuando se llevó la camiseta dentro, estaba tiesa como un témpano de hielo, pero cuando la calentó delante de la estufa, la vida volvió a despertar en sus costuras y la arrojó al fuego, de puro asco.

Daniel carraspeó:

– Por cierto, ¿cómo os comíais ese asado de los domingos?

Gudbrand no se hizo de rogar:

– Primero mi padre cortaba el asado, solemnemente, como un cura, mientras nosotros, los niños, lo observábamos sentados e inmóviles. Después mi madre servía dos lonchas en cada plato y las cubría con una salsa, marrón tan espesa que tenías que removerla para que no se cuajase del todo. Y estaba aderezado con muchas coles de Bruselas, frescas y crujientes. Deberías ponerte el casco, Daniel. A ver si te va a alcanzar una ráfaga en la cabeza.

– O una granada. Continúa.

Gudbrand cerró los ojos y empezó a sonreír.

– El postre era crema de ciruelas pasas. O pastel de chocolate. No era un postre corriente, era algo que mi madre había traído de Brooklyn.

Daniel escupió en la nieve. Normalmente, las guardias en invierno eran de una hora, pero tanto Sindre Fauke como Hallgrim Dale estaban en cama con fiebre, y Edvard Mosken, el jefe del pelotón, había decidido aumentarla a dos horas hasta que se pudiese contar con todos.

Daniel puso la mano en el hombro de Gudbrand.

– ¿La echas de menos, verdad? A tu madre, digo.

Gudbrand se rió, escupió en la nieve en el mismo sitio que Daniel y miró las estrellas que parecían congeladas allá en el cielo. La nieve crujía y Daniel levantó la cabeza.

– Un zorro -dijo.

Era increíble, pero hasta en aquel lugar, donde cada metro cuadrado había sido bombardeado y las minas estaban más incrustadas que los adoquines de la calle de Karl Johan, había vida animal. No mucha, pero habían visto liebres y zorros. Y algún que otro hurón. Por supuesto, ellos intentaban cazar lo que veían, todo era bien recibido en la olla. Pero desde el día en que los rusos le pegaron un tiro a un alemán cuando intentaba darle caza a una liebre, los jefes creían que los rusos soltaban liebres delante de sus trincheras para hacerles salir hasta tierra de nadie. ¡Pensar que los rusos iban a prescindir voluntariamente de una liebre!

Gudbrand se pasó la mano por los labios doloridos y miró el reloj. Quedaba una hora para el cambio de guardia. Sospechaba que Sindre se había metido tabaco por el ano para provocarse la fiebre, sería capaz.

– ¿Por qué volvisteis de Estados Unidos? -preguntó Daniel.

– La caída de la Bolsa. Mi padre perdió el empleo en los astilleros.

– Ya ves -dijo Daniel-. Así es el capitalismo. La gente humilde trabaja duro, mientras los ricos siguen engordando, ya corran buenos o malos tiempos.

– Bueno, así son las cosas.

– Sí, hasta ahora ha sido así, pero habrá cambios. Cuando ganemos la guerra, Hitler tiene una pequeña sorpresa reservada para esa gente. Y tu padre no tendrá que preocuparse por perder el trabajo. Deberías hacerte miembro de la Unión Nacional.

– ¿De verdad te crees todo eso?

– ¿Tú no?

A Gudbrand no le gustaba contradecir a Daniel, así que intentó limitarse a encogerse de hombros, pero Daniel repitió la pregunta.

– Por supuesto que lo creo -dijo Gudbrand-. Pero, ante todo, creo en Noruega. Y confío en que no se nos metan los bolcheviques en el país. Si lo hacen, nosotros por lo menos, nos volveremos a América.

– ¿A un país capitalista? -La voz de Daniel se había vuelto más incisiva-. Una democracia en manos de los ricos, abandonada al azar y a gobernantes corruptos.

– Mejor eso que el comunismo.

– Las democracias están acabadas, Gudbrand. Fíjate en Europa. Inglaterra y Francia estaban a punto de hundirse mucho antes del comienzo de la guerra, podridas de paro y explotación por todas partes. Sólo hay dos personas lo bastante fuertes como para evitar el caos ahora: Hitler y Stalin. Ésas son las opciones que tenemos. Un pueblo hermano, o unos bárbaros. Casi no hay nadie en Noruega que haya comprendido la suerte que supuso para nosotros que los primeros en llegar fuesen los alemanes y no los matarifes de Stalin.

Gudbrand asintió. No sólo por lo que decía Daniel, sino por el modo en que lo decía, con aquel grado de convicción.

De repente, todo estalló y el cielo se inundó de un resplandor blanco, la pendiente se abrió en dos y los destellos amarillos se tornaron marrones y blancos por la mezcla de tierra y nieve que parecía alzarse del suelo por sí misma cada vez que caía una granada.

Gudbrand estaba en el fondo de la trinchera con las manos sobre la cabeza cuando el ataque terminó, tan pronto como había empezado. Asomó la cabeza y, en el borde, detrás de la ametralladora, vio a Daniel tendido en el suelo y muerto de risa.

– Pero ¿qué haces? -le gritó Gudbrand-. ¡Toca la sirena, pon en alerta a todos los hombres!

Pero Daniel seguía riendo aún más.

– Mi querido amigo -gritó, con lágrimas de risa en los ojos-. ¡Feliz Año Nuevo!

Daniel señaló el reloj y Gudbrand empezó a comprender. Era obvio que Daniel sabía que se oiría la salva de Año Nuevo de los rusos pues, ya más tranquilo, metió la mano en la nieve que había amontonada frente al puesto de guardia para ocultar la metralleta.

– ¡Coñac! -gritó alzando triunfante una botella con un poquito de líquido marrón-. Llevo más de tres meses guardándolo. Toma.

Gudbrand se arrodilló y miró riendo a Daniel, que estaba de pie.

– ¡Tú primero! -gritó Gudbrand.

– ¿Seguro?

– Totalmente, amigo mío, tú eres el que lo ha guardado. ¡Pero no te lo bebas todo!

Daniel le dio un manotazo al corcho, haciéndolo saltar de la botella, y la empinó.

– ¡Por Leningrado! En primavera, podremos brindar en el Palacio de Invierno -proclamó quitándose la gorra del uniforme ruso-. Y este verano, estaremos en casa y seremos vitoreados como héroes en nuestra querida Noruega.

Se acercó la botella a los labios y echó la cabeza hacia atrás mientras el líquido marrón bajaba bailoteando a borbotones. La luz de los destellos que descendían despacio se reflejaba en el cristal y, durante los años siguientes, Gudbrand se preguntaría una y otra vez si no sería aquello lo que vio el francotirador ruso: los destellos de luz en la botella. Un minuto después, Gudbrand oyó un sonido breve y sordo y la botella explotó en la mano de Daniel. Llovieron trozos de cristal y gotas de coñac y Gudbrand cerró los ojos instintivamente. Notó que se le mojaba la cara, algo le fluía por las mejillas y, en un acto reflejo, sacó la lengua y paladeó unas gotas. No sabía prácticamente a nada, sólo a alcohol y a algo más, algo dulce y metálico. Era viscoso, seguramente debido al frío, pensó Gudbrand abriendo los ojos. No podía ver a Daniel en el borde de la trinchera. Se habría agachado detrás de la ametralladora cuando comprendió que los habían visto, pensó Gudbrand. Pero enseguida notó que se le aceleraba el corazón.

– ¡Daniel!

Ninguna respuesta.

– ¡Daniel!

Gudbrand se levantó y gateó hasta el borde. Daniel estaba tumbado boca arriba con la cartuchera debajo de la cabeza y la gorra del uniforme sobre la cara. La nieve aparecía regada de sangre y de coñac. Gudbrand retiró la gorra. Daniel miraba el cielo estrellado fijamente y con los ojos muy abiertos. Tenía un agujero grande y negro abierto en medio de la frente. Gudbrand aún conservaba el sabor dulce y metálico en la boca y sintió náuseas.

– Daniel.

Sólo era un susurro que escapó de entre sus labios resecos. Pensó que Daniel parecía un niño pequeño que fuese a dibujar ángeles en la nieve pero que, de repente, se hubiese dormido. Dejó escapar un sollozo y empezó a tirar de la manivela de la sirena, y mientras los destellos caían despacio, el lamento penetrante de la sirena se elevó hasta el cielo.

«No era así como tenía que terminar», fue cuanto acertó a pensar Gudbrand.

¡Uuuuuuuu-uuuuuuu!

Edvard y los otros habían salido y estaban ya detrás de él. Alguien gritó su nombre, pero Gudbrand no lo oía, simplemente daba vueltas y más vueltas a la manivela. Al final, Edvard se acercó y la detuvo con la mano. Gudbrand la soltó sin volverse y se quedó mirando fijamente hacia el borde de la trinchera y el cielo, mientras las lágrimas se le congelaban en las mejillas. El canto de la sirena disminuía hasta perderse.

– No era así como tenía que terminar -susurró.

Capítulo 11

LENINGRADO

1 de Enero de 1943


Cuando se llevaron a Daniel, tenía cristales de nieve debajo de la nariz, en la comisura de los ojos y en los labios. Muchas veces los dejaban hasta que estuviesen tiesos del todo, entonces eran más fáciles de transportar. Pero Daniel entorpecía el paso a los que tenían que manejar la metralleta, así que dos hombres lo arrastraron hasta un saliente de la trinchera, unos metros más allá, donde lo dejaron sobre dos cajas de munición vacías que habían guardado para hacer fuego. Hallgrim Dale le había puesto un saco de leña en la cabeza para evitar que viesen la máscara de la muerte y su desagradable mueca. Edvard había llamado a la fosa común del sector norte y les había explicado dónde se encontraba Daniel. Le prometieron que enviarían a dos enterradores durante la noche. Entonces el jefe del pelotón ordenó a Sindre que se levantase de la cama y se encargase del resto de la guardia junto con Gudbrand. Lo primero que tenían que hacer era limpiar el fusil manchado.

– Han bombardeado Colonia -dijo Sindre.

Estaban echados uno junto al otro en el borde de la trinchera, en el estrecho hueco desde el que podían observar la tierra de nadie. Gudbrand se dio cuenta de que no le gustaba estar tan cerca de Sindre.

– Y Estalingrado se va a la mierda -continuó.

Gudbrand no notaba el frío, como si tuviese el cuerpo y la cabeza rellenos de algodón, como si ya nada le afectase. Todo lo que sentía era el metal helado que le quemaba el cuerpo y los dedos entumecidos que no querían obedecer. Lo intentó otra vez. La culata y el mecanismo del gatillo de la ametralladora estaban ya en la manta de lana que había a su lado, en la nieve, pero lo peor era aflojar el cerrojo. En Sennheim se habían entrenado en desmontar y montar la metralleta con los ojos vendados. Sennheim, en la bella y cálida Alsacia alemana. Pero cuando no podías sentir los dedos, era distinto.

– No lo has oído -dijo Sindre-. Los rusos nos van a pillar. Igual que pillaron a Gudeson.

Gudbrand se acordaba del capitán alemán de la Wehrmacht que tanto se había reído cuando Sindre le contó que procedía de una granja a las afueras de un lugar llamado Toten.

Toten? Wie im Totenreich? [4] -dijo entre risas.

Se le escapó el cerrojo.

– ¡Mierda! -exclamó Gudbrand temblando de frío-. Es toda esa sangre, ha hecho que se congelen las piezas.

Se quitó las manoplas, puso la boca de la pequeña botella de lubricante en el cerrojo y apretó. El frío había vuelto el líquido viscoso y espeso, pero sabía que el aceite disolvería la sangre. Cuando se le inflamó el oído, también había utilizado lubricante.

Sindre se inclinó de repente hacia Gudbrand y hurgó en una de las balas con la uña.

– Vaya por Dios -dijo. Miró a Gudbrand y sonrió enseñando los dientes, afeados por unas manchas de color marrón. Su cara pálida y sin afeitar estaba tan cerca que Gudbrand podía oler el aliento podrido que todos despedían después de llevar allí un tiempo. Sindre apartó el dedo-. ¿Quién habría imaginado que Daniel tuviese tanto cerebro?

Gudbrand se volvió. Sindre escrutaba la punta del dedo.

– Pero no lo utilizaba mucho -continuó-. Porque, de haberlo hecho, no habría vuelto de la tierra de nadie aquella noche. Os oí hablar de ir al otro lado. Sí, erais, bueno…, muy buenos amigos, vosotros dos.

Al principio, Gudbrand no lo oía, las palabras parecían venir desde muy lejos. Pero después le llegó el eco y, de repente, sintió que su cuerpo volvía a entrar en calor.

– Los alemanes nunca permitirán que nos retiremos -dijo Sindre-. Vamos a morir aquí, como cabrones. Deberíais haberos marchado. Tengo entendido que los bolcheviques no son tan duros como Hitler con gente como tú y Daniel. Si tienes contactos, quiero decir.

Gudbrand no contestó. Sentía que el calor llegaba hasta la punta de los dedos.

– Hemos pensado largarnos esta noche -dijo Sindre-. Hallgrim Dale y yo. Antes de que sea demasiado tarde.

Se dio la vuelta sobre la nieve y miró a Gudbrand.

– No pongas esa cara de susto, Johansen -dijo sonriente-. ¿Por qué crees que hemos dicho que estábamos enfermos?

Gudbrand encogió los dedos de los pies en las botas. Realmente, podía sentirlos. Era una sensación caliente y agradable. También sentía otra cosa.

– ¿Quieres acompañarnos, Johansen? -preguntó Sindre.

¡Las pulgas! ¡Tenía calor, pero no podía sentir las pulgas! Hasta el zumbido del interior del casco había cesado.

– Así que fuiste tú quien difundió esos rumores -dijo Gudbrand.

– ¿Qué? ¿Qué rumores?

– Daniel y yo hablábamos de ir a América, no de pasarnos al bando ruso. Y no ahora, sino después de la guerra.

Sindre se encogió de hombros, miró el reloj y se puso de rodillas.

– Si lo intentas, te pego un tiro -dijo Gudbrand.

– ¿Con qué? -preguntó Sindre, haciendo un gesto hacia las piezas del arma que había sobre de la manta.

Los rifles estaban en el habitáculo y ambos sabían que Gudbrand no tendría tiempo de ir y volver antes de que Sindre hubiese desaparecido.

– Quédate aquí y muere si quieres, Johansen. Dile a Dale que me siga.

Gudbrand metió la mano por dentro del uniforme y sacó la bayoneta. La luz de la luna brilló en la hoja mate de acero. Sindre negó con un gesto.

– Tú y Gudeson y los hombres como vosotros sois unos soñadores. Es mejor que guardes el cuchillo y te vengas con nosotros. Los rusos recibirán nuevas provisiones por el lago Ladoga dentro de poco. Carne fresca.

– No soy un traidor -dijo Gudbrand.

Sindre se levantó.

– Si intentas matarme con esa bayoneta nos oirá el puesto de escucha de los holandeses y darán la alarma. Usa la cabeza. ¿Quién de los dos piensas que creerán que intentaba impedir que el otro huyera? ¿Tú, cuando ya han corrido rumores de que planeabas fugarte, o yo, que soy miembro del partido?

– Siéntate, Sindre Fauke.

Sindre se rió.

– Tú no eres un asesino, Gudbrand. Me largo; ahora. Dame cincuenta metros antes de dar la alarma, así no te podrán acusar de nada.

Se miraron el uno al otro. Unos copos de nieve ligeros y diminutos empezaron a caer entre los dos hombres. Sindre sonrió:

– Luz de luna y nieve al mismo tiempo, no se ve muy a menudo, ¿verdad?

Capítulo 12

LENINGRADO

2 de Enero de 1943


La trinchera donde se hallaban los cuatro hombres estaba situada a dos kilómetros al norte de su propio pelotón, justo donde las trincheras serpenteaban hacia atrás formando algo parecido a un lazo. El hombre que lucía el grado de capitán estaba de pie delante de Gudbrand pateando la tierra. Nevaba y, encima de la gorra de oficial, se había acumulado una fina capa blanca. Edvard Mosken miraba a Gudbrand junto al capitán, con un ojo muy abierto y el otro medio cerrado.

So -dijo el capitán-. Er ist hinüber zu den Russen geflohen? [5]

Ja [6] -afirmó Gudbrand.

Warum? [7]

– Das weiss ich nicht. [8]

El capitán miraba al aire, se pasaba la lengua por los dientes y pateaba la tierra. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, murmuró unas palabras a su Rottenführer, el cabo alemán que iba con él, e hicieron el saludo militar. La nieve crujía bajo sus pies mientras se alejaban.

– Ya está -dijo Edvard, que seguía mirando a Gudbrand.

– Sí -dijo Gudbrand.

– No ha sido una investigación muy exhaustiva.

– No.

– Quién lo diría.

El ojo muy abierto seguía clavando su mirada huera en Gudbrand.

– Aquí los hombres desertan constantemente -dijo Gudbrand-. No podrían investigar a todos los que…

– Quiero decir, quién iba a pensar tal cosa de Sindre. Que sería capaz de algo así.

– Sí, quién lo iba a decir -admitió Gudbrand.

– Y de una forma tan poco astuta. Tan sólo levantarse y echar a correr.

– Sí.

– ¡Qué pena lo de la metralleta! -La voz de Edvard denotaba un frío sarcasmo.

– Sí.

– Y tampoco tuviste tiempo de alertar a los guardias de los holandeses.

– Grité, pero ya era tarde. Y estaba oscuro.

– Había luna -observó Edvard.

Se miraron fijamente.

– ¿Sabes lo que creo? -dijo Edvard.

– No.

– Sí que lo sabes, lo veo. ¿Por qué, Gudbrand?

– Yo no lo he matado. -Gudbrand tenía la mirada clavada en el ojo de cíclope de Edvard-. Intenté hablarle. No quería escucharme. Se fue corriendo. ¿Qué podía hacer yo?

Ambos respiraban pesadamente, inclinados el uno hacia el otro, expuestos a un viento que no tardaba en borrar el vaho que surgía de sus bocas.

– Recuerdo la última vez que pusiste esa cara, Gudbrand. Fue la noche en que mataste a aquel ruso en el habitáculo.

Gudbrand se encogió de hombros. Edvard posó una manopla helada sobre su brazo.

– Escucha. Sindre no es un buen soldado. Probablemente, tampoco sea buena persona. Pero no somos unos inmorales y debemos intentar mantener cierta dignidad en medio de todo esto, ¿lo comprendes?

– ¿Puedo irme ya?

Edvard miró a Gudbrand. Los rumores de que Hitler ya no estaba ganando en todos los frentes habían empezado a llegar hasta ellos. Aun así, el flujo de voluntarios noruegos seguía aumentando, y Daniel y Sindre ya habían sido sustituidos por dos chicos de Tynset. Caras siempre nuevas y jóvenes. Algunos permanecían en la memoria, otros serían olvidados en cuanto desapareciesen. Daniel era uno de los que Edvard recordaría, lo sabía. Como también sabía que, en poco tiempo, la cara de Sindre se habría borrado de su memoria. Borrada. El pequeño Edvard cumpliría dos años dentro de unos días. Decidió no pensar en ello.

– Sí, puedes irte -le dijo-. Y manten la cabeza baja.

– De acuerdo -contestó Gudbrand-. Doblaré la espalda.

– ¿Te acuerdas de lo que dijo Daniel? -preguntó Edvard con algo parecido a una sonrisa-. Que aquí andamos siempre tan encorvados que, cuando volvamos a Noruega, pareceremos jorobados.

Una metralleta rió repiqueteando a lo lejos.

Capítulo 13

LENINGRADO

3 de Enero de 1943


Gudbrand se despertó bruscamente. Parpadeó en la oscuridad, pero sólo vio las tablas de la litera de arriba. Olía a leña acida y a tierra. ¿Había gritado? Los otros hombres aseguraban que ya no los despertaban sus gritos. Notó que recuperaba el pulso. Le picaba el costado, como si las pulgas no durmiesen nunca.

Era el mismo sueño que lo despertaba siempre y aún podía sentir las patas contra el pecho, ver los ojos amarillos en la oscuridad, los dientes blancos de animal salvaje, con olor a sangre y la baba que goteaba sin cesar. Y la respiración jadeante y aterrada. ¿Era la suya propia o la del animal? Así era el sueño: dormía y estaba despierto al mismo tiempo, pero no podía moverse. La boca del animal se cerraba alrededor de su garganta cuando, desde la puerta, lo despertaban los disparos de una metralleta, llegaba justo a ver cómo alzaban al animal en la manta, lo arrojaban contra la pared de tierra del habitáculo al tiempo que las balas lo destrozaban. Después, silencio, y allí, en el suelo, una masa de piel sangrienta, informe. Un hurón. Entonces el hombre que se ocultaba en el umbral salía de la oscuridad para quedar bajo el delgado haz de luz de la luna, tan delgado que sólo iluminaba una mitad de su cara. Pero esta noche el sueño había tenido un componente nuevo. Seguía saliendo humo de la boca del fusil y el hombre sonreía como siempre, pero tenía un gran agujero negro en la frente. Y cuando se volvió, Gudbrand pudo ver la luna a través del agujero de la cabeza.

Cuando Gudbrand notó la corriente helada que entraba por la puerta abierta, volvió la cabeza y sintió frío al ver la figura oscura que llenaba el umbral. ¿Seguía soñando? La figura entró en la habitación, pero estaba demasiado oscuro para que Gudbrand pudiera ver quién era.

De pronto la figura se detuvo.

– ¿Estás despierto, Gudbrand?

La voz era alta y clara. Era Edvard Mosken. Se oía un murmullo de descontento desde las otras literas. Edvard se acercó a la litera de Gudbrand.

– Tienes que levantarte -dijo.

Gudbrand suspiró.

– Te has equivocado al mirar la lista. Acabo de dejar la guardia. Es Dale…

– Ha vuelto.

– ¿Qué quieres decir?

– Dale acaba de despertarme. Daniel ha vuelto.

Gudbrand no veía en la oscuridad más que la blanca respiración de Edvard. Bajó las piernas de la litera y sacó las botas de debajo de la manta. Solía guardarlas allí cuando dormía para que las suelas mojadas no se congelasen. Se puso el abrigo que estaba encima de la delgada manta de lana, y siguió a Edvard. Las estrellas brillaban, pero el cielo nocturno había empezado a palidecer por el este. Oía unos sollozos de dolor procedentes de algún punto indefinido, pero al mismo tiempo notó un extraño silencio.

– Novatos holandeses -dijo Edvard-. Llegaron ayer, y acaban de regresar de su primera excursión a tierra de nadie.

Dale estaba en medio de la trinchera en una posición un tanto extraña: con la cabeza ladeada y los brazos separados del cuerpo. Se había atado la bufanda alrededor del mentón, y la cara delgada y demacrada con los ojos cerrados y hundidos le otorgaba un aspecto de mendigo.

– ¡Dale! -gritó Edvard.

Dale se despertó.

– Guíanos. Muéstranos el camino.

Dale iba delante. Gudbrand notó que el corazón se le aceleraba. El frío le mordía las mejillas, pero todavía no había conseguido sacudirse la somnolencia que arrastraba desde la litera. La trinchera era tan estrecha que tenían que ir en fila, y sentía la mirada de Edvard en la nuca.

– Aquí -dijo Dale señalando el lugar.

El viento producía un silbido áspero bajo el borde del casco. Encima de las cajas de munición había un cadáver con los miembros rígidos apuntando hacia los lados. Una fina capa de nieve que había caído en la trinchera cubría el uniforme y llevaba la cabeza cubierta por un saco de leña.

– Joder -dijo Dale meneando la cabeza y pateando la tierra.

Edvard no dijo nada. Gudbrand comprendió que estaba esperando a que él dijera algo.

– ¿Por qué no se lo han llevado los enterradores? -preguntó Gudbrand al fin.

– Lo recogieron -dijo Edvard-. Estuvieron aquí ayer por la tarde.

– Entonces, ¿por qué lo han vuelto a traer?

Gudbrand se percató de que Edvard estaba mirándolo.

– Nadie en el Estado Mayor tiene conocimiento de que se haya dado la orden de que vuelvan a traerlo.

– ¿Un malentendido, quizá? -sugirió Gudbrand.

– Puede ser.

Edvard sacó del bolsillo un fino cigarrillo que tenía a medio fumar y lo encendió con la cerilla que llevaba en la mano. Lo pasó después de dar un par de caladas y dijo:

– Los que lo recogieron afirman que lo depositaron en una fosa común en el sector norte.

– Si eso es cierto, debería estar enterrado, ¿no?

Edvard negó con la cabeza.

– No los entierran hasta que no han sido incinerados. Y sólo incineran durante el día para que los rusos no tengan luz para apuntar. Además, durante la noche las fosas comunes nuevas están abiertas y sin vigilancia. Alguien debe de haber recogido a Daniel de allí esta noche.

– Joder -repitió Dale, cogió el cigarrillo y chupó con avidez.

– ¿Así que es verdad que queman los cadáveres? -preguntó Gudbrand-. ¿Por qué, con este frío?

– Yo te lo puedo decir -dijo Dale-. La tierra está congelada. Y los cambios de temperatura hacen que los cadáveres emerjan de la tierra en primavera. -Pasó el cigarrillo a regañadientes-. Enterramos a Vorpenes justo detrás de nuestras líneas el invierno pasado. Esta primavera nos tropezamos con él otra vez. Bueno, al menos, con lo que los zorros habían dejado de él.

– La cuestión es -dijo Edvard-: ¿cómo ha venido Daniel a parar aquí?

Gudbrand se encogió de hombros.-Tú hiciste la última guardia, Gudbrand.

Edvard había cerrado un ojo y lo miró con el otro, con el ojo de cíclope. Gudbrand se tomó su tiempo con el cigarrillo. Dale carraspeó.

– Pasé por aquí cuatro veces -dijo Gudbrand cediendo por fin el cigarrillo-. Y no estaba.

– Te pudo haber dado tiempo de ir hasta el sector norte durante la guardia. Y hay huellas de trineo en la nieve, por allí.

– Pueden ser de los portadores de cadáveres -dijo Gudbrand.

– Las huellas se superponen a las últimas huellas de botas. Y tú dices que has pasado por aquí cuatro veces.

– ¡Demonios, Edvard, yo también veo que Daniel está ahí! -exclamó Gudbrand-. Por supuesto que ha tenido que traerlo alguien y lo más probable es que necesitaran un trineo. Pero si escucharas lo que digo…; tienes que entender que lo hicieron después de que yo pasase por aquí la última vez.

Edvard no contestó pero, claramente irritado, le arrancó a Dale de un tirón lo que quedaba del cigarrillo y vio con disgusto que estaba mojado. Dale se quitó unas briznas de tabaco de la lengua y miró de reojo.

– ¿Por qué, en nombre de Dios, haría yo una cosa así? -preguntó Gudbrand-. ¿Y cómo iba a arrastrar un cadáver desde el sector norte hasta aquí en un trineo sin ser interceptado por los guardias?

– Podrías haber pasado por la tierra de nadie.

Gudbrand movió incrédulo la cabeza.

– ¿Crees que me he vuelto loco, Edvard? ¿Para qué iba yo a querer el cadáver de Daniel?

Edvard dio las dos últimas caladas al cigarrillo, arrojó la colilla en la nieve y la aplastó con la bota. Siempre hacía lo mismo, no sabía por qué, pero no soportaba ver colillas humeantes. La nieve emitió un lamento cuando la aplastó con el tacón.

– No, no creo que hayas arrastrado a Daniel hasta aquí -admitió Edvard-. Porque no creo que sea Daniel.

Dale y Gudbrand se sobresaltaron.

– Claro que es Daniel -dijo Gudbrand.

– O alguien que tiene una complexión parecida -dijo Edvard-. Y la misma identificación de pelotón en la casaca.

– El saco de leña… -adivinó Dale.

– ¿Así que tú sabes distinguir los sacos de leña? -preguntó Edvard con desdén, aunque con la mirada puesta en Gudbrand.

– Es Daniel -afirmó Gudbrand tragando saliva-. Reconozco sus botas.

– Es decir, que según tú, lo único que tenemos que hacer es llamar a los enterradores y pedirles que se lo vuelvan a llevar, ¿no es eso? -preguntó Edvard-. Sin detenernos a mirar. Eso es lo que esperabas que hiciéramos, ¿verdad?

– ¡Vete al diablo, Edvard!

– No estoy tan seguro de que esta vez sea a mí a quien quiere, Gudbrand. Quítale el saco de la cara, Dale.

Dale observó sin comprender a los dos hombres que se miraban como dos toros listos para embestirse.

– ¿Me oyes? -grito Edvard-. ¡Quítale el saco!

– Prefiero no…

– Es una orden. ¡Ahora!

Dale seguía vacilando y mirando a Edvard, a Gudbrand y a la figura rígida que yacía sobre las cajas de munición. Se encogió de hombros, se desabotonó la casaca de camuflaje y metió la mano para buscar la navaja.

– ¡Espera! -gritó Edvard-. Pregúntale a Gudbrand si puede prestarte su bayoneta.

Dale se quedó más perplejo si cabe. Miró inquisitivo a Gudbrand, que negó con la cabeza.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Edvard, sin dejar de mirar a Gudbrand-. Tenemos orden de llevar siempre la bayoneta, ¿y tú no la llevas?

Gudbrand no contestó.

– Tú que eres prácticamente una máquina de matar con esa bayoneta, Gudbrand, ¿no la habrás perdido, verdad?

Gudbrand seguía sin contestar.

– Vaya. Me imagino que entonces tendrás que usar la tuya, Dale.

A Gudbrand le daban ganas de arrancarle al jefe de pelotón aquel ojo enorme de mirada pertinaz. ¡Un Rottenführer, eso es lo que era! Una rata con ojos de rata y cerebro de rata. ¿Es que no entendía nada?

Oyeron un desgarrón cuando la bayoneta cortó el saco de leña. Dale dio un respingo.

Ambos se dieron la vuelta rápidamente. Allí, a la luz roja del nuevo amanecer, una cara blanca con una mueca espantosa los miró con un tercer ojo negro abierto en la frente. Era Daniel, no cabía la menor duda.

Capítulo 14

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES

4 de Noviembre de 1999


Bernt Brandhaug miró el reloj y frunció el entrecejo: 82 segundos, dos más de lo previsto. Cruzó el umbral de la sala de reuniones, soltó un jovial «buenos días» en el más puro estilo de Nordmarka y sonrió con su célebre y blanquísima sonrisa a las cuatro caras que se volvían hacia él.

A un extremo de la mesa estaba sentado Kurt Meirik del CNI, junto a Rakel, que llevaba en el pelo un pasador nada vistoso, un traje que denotaba ambición y que lucía una expresión severa en el rostro. Brandhaug pensó que aquel traje parecía demasiado caro para una secretaria. Aún se fiaba de su intuición, y ésta le decía que estaba divorciada, pero que tal vez su ex marido fuese un hombre bien situado. ¿O sería hija de padres ricos? El hecho de que apareciese en una reunión que Brandhaug había dado a entender debía celebrarse con la más absoluta discreción, significaba sin duda que ocupaba en el CNI un puesto más importante de lo que él había imaginado en un principio. Decidió indagar más sobre ella.

Al otro lado de la mesa estaba sentada Anne Størksen, junto al comisario jefe, un tal no-sé-cuántos, un tipo alto y delgado. Para empezar, había tardado más de ochenta segundos en llegar a la sala de reuniones y ahora no se acordaba de los nombres, ¿se estaría haciendo mayor?

No acababa de formular aquel pensamiento cuando le vino a la mente lo sucedido la noche anterior. Había llevado a Lise, la joven aspirante de Exteriores, a lo que él llamaba una pequeña cena de horas extras. Después la había invitado a tomar una copa en el hotel Continental, donde Exteriores disponía de una sala destinada a reuniones que requerían especial discreción.

Lise no se había hecho de rogar, era una chica ambiciosa. Pero la tentativa culminó en fracaso. ¿Se estaría haciendo mayor? Bah, un hecho aislado, consecuencia tal vez de una copa de más, pero no porque fuera demasiado mayor. Brandhaug interiorizó esta última idea antes de tomar asiento.

– Gracias por venir a pesar de haber sido convocados con tan poco margen -comenzó-. Doy por supuesto que no debo subrayar la naturaleza confidencial de esta reunión pero, aun así, lo hare, ante la eventualidad de que no todos los presentes tengan la experiencia necesaria en este tipo de asuntos.

Miró fugazmente a todos los presentes, salvo a Rakel, indicando así que el aviso iba por ella. Luego se volvió hacia Anne Størksen.

– ¿Qué tal va vuestro hombre?

La comisario jefe lo miró algo desconcertada.

– ¿Vuestro oficial de policía? -añadió rápidamente Brandhaug-. Se llama Hole, ¿no?

Ella hizo un gesto afirmativo hacia Møller, quien tuvo que carraspear dos veces antes de arrancar.

– Dadas las circunstancias, bien. Está muy afectado, por supuesto. Pero… sí.

Se encogió de hombros, en señal de que no tenía mucho más que añadir.

Brandhaug alzó una ceja recién depilada:

– No tan afectado como para que pensemos que supone un peligro de filtración de información, espero.

– Bueno -dijo Møller. Por el rabillo del ojo vio que la comisario jefe se volvía rápidamente hacia él-. No lo creo. Está al tanto del carácter delicado del asunto. Y, desde luego, lo han informado de que debe mantener en secreto lo ocurrido.

– Otro tanto vale para los demás oficiales de policía que estaban presentes -se apresuró a observar Anne Størksen.

– Entonces, esperemos que todo esté bajo control -dijo Brandhaug-. Ahora, permitidme que os facilite una breve actualización de la situación. Acabo de mantener una conversación con el embajador estadounidense y creo poder afirmar que nos hemos puesto de acuerdo en los puntos principales de este trágico asunto.

Miró a cada uno de ellos. Todos lo observaban intrigados, ansiosos de oír lo que Bernt Brandhaug tuviese que contarles. Era justo lo que necesitaba para aliviar la desazón que había sentido hacía unos segundos.

– El embajador me ha dicho que el estado del agente del Servicio Secreto a quien vuestro hombre -hizo un gesto hacia Møller y la comisario jefe- pegó un tiro en la estación de peaje es estable y que el hombre se encuentra fuera de peligro. Sufrió daños en una vértebra y hemorragias internas, pero el chaleco antibalas lo salvó. Siento que no hayamos podido obtener antes esta información, pero, por razones obvias, se ha procurado reducir al mínimo el intercambio de comunicación al respecto. Tan sólo la información estrictamente necesaria ha circulado entre los conocedores de la misión.

– ¿Dónde está? -preguntó Møller.

– En realidad, Møller, eso es algo que no necesitas saber.

Observó que Møller adoptaba una expresión un tanto extraña. Un embarazoso silencio inundó la sala. Siempre resultaba embarazoso tener que recordarle a alguien que no recibiría más información sobre un asunto que la estrictamente necesaria para realizar su trabajo. Brandhaug sonrió y se disculpó con un gesto, como queriendo decir: «comprendo muy bien que preguntes, pero así son las cosas». Møller asintió con la cabeza y fijó la vista en la mesa.

– En fin -prosiguió Brandhaug-. Puedo deciros que, después de la intervención, lo llevaron en avión a un hospital militar de Alemania.

– Eso…, eh… -Møller se rascó el cogote.

Brandhaug esperó.

– Supongo que no importará que Hole sepa que el agente del SS va a sobrevivir. La situación sería para él… más llevadera.

Brandhaug miró a Møller. Le costaba llegar a entender del todo al jefe de grupo.

– De acuerdo -dijo.

– ¿Qué acordasteis tú y el embajador? -quiso saber Rakel.

– Enseguida llegaré a ese punto -aseguró Brandhaug. En realidad, era el siguiente de su lista, pero lo disgustaba que lo interrumpiesen de esa forma-. En primer lugar, quiero felicitar a Møller y a la policía de Oslo por la rápida actuación en el lugar de los hechos. Si los informes son correctos, sólo transcurrieron doce minutos hasta que el agente recibió los primeros cuidados médicos.

– Hole y su compañera Ellen Gjelten lo llevaron al hospital de Aker -explicó Anne Størksen.

– Una reacción de una rapidez admirable -observó Brandhaug-. Y el embajador estadounidense comparte esta opinión.

Møller y la comisario jefe intercambiaron una mirada elocuente.

– Además, el embajador ha hablado con el Servicio Secreto y se descarta de plano que vayan a presentar cargos. Por supuesto.

– Por supuesto -repitió Meirik.

– También estábamos de acuerdo en que el error fue, principalmente, de los estadounidenses. El agente que estaba en la garita de peaje no debía haberse encontrado allí en ningún momento. Es decir, sí debía estar allí, pero el oficial de enlace noruego que vigilaba el lugar debía haber sido informado de ello. El oficial de policía noruego que se encontraba en el puesto por donde el agente accedió al área, y que debía, perdón, podía, haber informado al oficial de enlace, sólo tuvo en cuenta la identificación que le mostró el agente. Había una orden permanente de que los agentes del SS tuviesen acceso a todas las áreas controladas, y el oficial de policía no vio ninguna razón para informar del hecho. A posteriori, se puede pensar que debería haberlo hecho.

Miró a Anne Størksen, que no hizo amago de querer protestar.

– Las buenas noticias son que, hasta el momento, el suceso no parece haberse difundido. De todos modos, no os he convocado para discutir lo que debemos hacer basándonos en una situación ideal, que sería no hacer nada. Lo más probable es que debamos olvidar las situaciones ideales, pues es una ingenuidad pensar que el tiroteo no salga a luz tarde o temprano.

Bernt Brandhaug movió los dedos de arriba abajo como si quisiera cortar las frases en las porciones adecuadas.

– Además de la veintena de personas del CNI, Exteriores y el grupo de coordinación que conocen el asunto, unos quince oficiales de policía presenciaron lo ocurrido en la estación de peaje. No tengo nada negativo que decir de ninguno de ellos, supongo que sabrán ser discretos, más o menos. Sin embargo, son oficiales de policía corrientes, sin experiencia alguna en el grado de confidencialidad que hay que guardar en este caso. Además, no debemos olvidar al personal del Rikshospitalet, de la Aviación Civil, de Fjellinjen AS, la empresa encargada de la estación de peaje, y el personal del hotel Plaza; todos ellos tienen, en mayor o menor grado, razones para sospechar que pasó algo. Tampoco tenemos ninguna garantía de que nadie haya seguido el cortejo con prismáticos desde alguno de los edificios situados alrededor de la estación de peaje. Una sola palabra de alguno de los que han tenido algo que ver y…

En este punto, infló las mejillas, como para evocar la imagen de una explosión.

Todos guardaron silencio, hasta que Møller carraspeó:

– ¿Y por qué es tan peligroso que se sepa?

Brandhaug hizo un gesto afirmativo, como para demostrar que no era la pregunta más tonta que había oído en su vida, lo que hizo pensar a Møller que, en efecto, sí lo era.

– Estados Unidos de América son algo más que un aliado -comenzó Brandhaug con una velada sonrisa. De hecho, lo dijo del mismo modo en que uno le explica a un extranjero que Noruega tiene un rey y que su capital se llama Oslo-. En 1920, Noruega era uno de los países más pobres de Europa y probablemente lo seguiríamos siendo sin la ayuda de Estados Unidos. Olvida la retórica de los políticos. La emigración. La ayuda del Plan Marshall. Elvis y la financiación de la aventura del petróleo han hecho de Noruega la nación probablemente más proamericana del mundo. Los que estamos aquí hemos trabajado duro para llegar al lugar que hoy ocupamos. Pero si algún político se llegase a enterar de que alguno de los presentes en esta sala es el responsable de que la vida del presidente estadounidense ha corrido peligro…

Brandhaug dejó la frase inconclusa, en el aire, mientras paseaba la mirada por los rostros de los congregados.

– Mejor para nosotros -dijo-. En conclusión, los estadounidenses prefieren admitir un fallo de uno de sus agentes del Servicio Secreto a reconocer un error básico en la cooperación con uno de sus mejores aliados.

– Eso quiere decir… -dijo Rakel, sin levantar la vista del bloc que tenía delante- que no necesitamos ningún chivo expiatorio noruego. -Levantó la mirada y la clavó en Bernt Brandhaug-. Lo que necesitamos, más bien, es un héroe noruego, ¿no?

Brandhaug la miraba con sorpresa e interés. Sorpresa ante el hecho de que ella hubiese entendido sus intenciones con tanta rapidez; interés, porque comprendió que, decididamente, podrían contar con ella.

– Así es. El día que se sepa que un policía noruego le disparó a un agente del SS, tenemos que tener lista nuestra versión -explicó-. Y esa versión tiene que dejar claro que no se cometió ningún error por nuestra parte, que el enlace actuó según las instrucciones y que el único culpable fue el agente del SS. Ésta es una versión aceptable tanto para nosotros como para los norteamericanos. El desafío consiste en conseguir que los medios de comunicación se la crean. Y ahí es donde…

– … necesitamos un héroe -completó la comisario jefe asintiendo con la cabeza, pues también había adivinado lo que él quería decir.

Sorry -dijo Møller-. ¿Soy el único de los presentes que no entiende lo que está pasando? -añadió con un malogrado intento de emitir una risita.

– El agente demostró capacidad de acción en una situación potencialmente amenazadora para el presidente -dijo Brandhaug-. Si la persona que estaba en la cabina de peaje hubiese tenido la intención de cometer un atentado, tal y como él, según las instrucciones relativas a la situación, tenía el deber de suponer, habría salvado la vida del presidente. Que la intención de esa persona no fuese la de atentar no altera ese hecho.

– Eso es cierto -convino Anne Størksen-. En una situación como ésa, las instrucciones están por encima de una valoración personal.

Meirik no dijo nada, pero hizo un gesto de aprobación.

– Bien -concluyó Brandhaug-. «El asunto», como tú lo llamas, Bjarne, es convencer a la prensa, a nuestros superiores y a todos los que han tenido algo que ver con esto, de que ni por un momento dudamos de que nuestro oficial de enlace hiciera lo correcto. «El asunto» es que desde este mismo instante, tenemos que actuar como si su intervención hubiese sido heroica.

Brandhaug se percató de la incredulidad de Møller.

– Si no premiamos al oficial, habremos reconocido que cometió un error al disparar y, en consecuencia, que las medidas de seguridad desplegadas con motivo de la visita del presidente fallaron.

Los presentes acogieron sus palabras con un gesto de aprobación.

Ergo… -continuó Brandhaug. Le encantaba esa palabra. Parecía revestida de una armadura, una palabra casi invencible, porque exigía la autoridad propia de la lógica-. Por consiguiente… -tradujo.

– ¿Ergo, le damos una medalla? -terminó Rakel una vez más.

Brandhaug sintió una punzada de irritación. Había sido su forma de decir «medalla», como si estuviesen escribiendo el guión de una comedia y todas las propuestas divertidas fuesen bien recibidas. Como si quisiera indicar que su guión era una comedia.

– No -enfatizó despacio-. Una medalla, no. Las medallas y las distinciones son un recurso demasiado fácil y no se traducen en la credibilidad que buscamos. -Se retrepó en la silla con las manos en la nuca-. Lo ascenderemos. Le concederemos el grado de comisario.

Se produjo un largo silencio.

– ¿Comisario? -Bjarne Møller seguía mirando incrédulo a Brandhaug-. ¿Por haberle pegado un tiro a un agente del SS?

– Puede sonar algo morboso, pero reflexiona un instante.

– Es… -Møller parpadeó atónito y, aunque parecía querer decir mucho más, optó por cerrar la boca.

– Quizá no sea necesario otorgarle todas las competencias que normalmente corresponden a un comisario -apuntó con prudencia la comisario jefe como si estuviese enhebrando una aguja.

– Hemos sopesado esa parte también, Anne -respondió Brandhaug, haciendo hincapié al pronunciar su nombre de pila, que utilizaba por primera vez al dirigirse a ella.

Anne alzó ligeramente una ceja pero, por lo demás, nada indicó que le molestase. De modo que Brandhaug continuó.

– El problema es que, si todos los colegas de este oficial de enlace, aficionado al tiro, opinan que el nombramiento es algo extraño y llegan a darse cuenta de que no es más que una compostura, estaremos en las mismas. Es decir, estaremos peor. Si sospechan que es una operación de tapadera, cundirá el rumor y parecerá que, a sabiendas, intentamos encubrir el hecho de que nosotros (vosotros), ese oficial de policía, en definitiva todos, metimos la pata. En otras palabras: tenemos que darle un puesto en el que nadie sepa muy bien qué hace realmente. Dicho de otra manera: un ascenso combinado con un traslado a un lugar protegido.

– Un lugar protegido. Sin intromisiones -completó Rakel esbozando media sonrisa-. Parece que hayas pensado enviárnoslo a nosotros, Brandhaug.

– ¿Tú qué dices, Kurt? -preguntó Brandhaug.

Kurt se rascó detrás de la oreja riendo entre dientes.

– Bueno -vaciló-. Me figuro que encontraremos el modo de describir adecuadamente el cometido de comisario.

Brandhaug asintió con la cabeza.

– Sería de gran ayuda.

– Sí, debemos ayudarnos mutuamente, siempre que podamos.

– Bien -concluyó Brandhaug con una amplia sonrisa al tiempo que miraba el reloj de la pared para indicar que daba por concluida la reunión, a lo que siguió el alboroto propio de las sillas al moverse.

Capítulo 15

COLINA SANKTHANSHAUGEN

4 de Noviembre de 1999


– Tonight we'er gonna party like it's ninteen-ninty-nine!

Ellen miró a Tom Waaler, que acababa de meter una cinta en el equipo y había subido tanto el volumen que hacía vibrar el salpicadero. La penetrante voz de falsete del vocalista perforaba los tímpanos de Ellen.

– ¿Está muy alto? -gritó él para hacerse oír por encima de la música.

Ellen no quería herir sus sentimientos, de modo que sólo hizo un gesto afirmativo. No es que creyera que fuese fácil herir a Tom Waaler, pero había decidido hacerle la pelota todo el tiempo que fuera posible. O por lo menos, hasta que se disolviese la pareja Tom Waaler-Ellen Gjelten. El jefe de grupo Bjarne Møller había afirmado su carácter exclusivamente temporal. Todo el mundo sabía que en primavera, el nuevo puesto de comisario sería para Tom.

– ¡Negro marica! -gritó Tom.

Ellen no contestó. Llovía con tal intensidad que, aunque los limpiaparabrisas trabajaban a toda pastilla, el agua se mantenía en el parabrisas del coche patrulla como una película, haciendo que los edificios de la calle Ullevål pareciesen redondeadas casas de cuento que ondulaban sin cesar. Aquella mañana, Møller les había encomendado encontrar a Harry. Ya habían llamado a la puerta de su piso de la calle Sofie y constatado que no estaba en casa. O que no quería abrirles. O que no estaba en condiciones de abrir. Ellen se temía lo peor. Miró a la gente que se apresuraba por las aceras. También sus caras aparecían torcidas y con formas extrañas, como reflejadas en los espejos de una feria.

– Tuerce a la izquierda ahí y luego paras -dijo Ellen-. Puedes esperar en el coche, mientras yo entro.

– Con mucho gusto -contestó Waaler-. No me gustan nada los borrachos.

Lo miró de soslayo, pero la expresión de su rostro no revelaba si se refería a la clientela matutina del restaurante Schrøder en general o a Harry en particular. Waaler detuvo el coche en la parada del autobús; al salir, Ellen vio que habían abierto un nuevo café al otro lado de la calle. A lo mejor ya llevaba tiempo allí y ella no se había dado cuenta. Estaba lleno de jóvenes con jerséis de cuello alto que ocupaban los taburetes dispuestos a lo largo de los grandes ventanales y leían periódicos extranjeros o simplemente contemplaban la lluvia, con grandes tazas blancas de café en las manos, pensando quizá si habían elegido la asignatura correcta, el sofá de diseño correcto, la pareja correcta, el club de lectura correcto o la ciudad europea correcta…

En la puerta del Schrøder estuvo a punto de chocar con un hombre que llevaba un jersey islandés. El alcohol había empañado casi todo el azul de su iris y tenía las manos grandes como sartenes y muy sucias. Ellen notó el olor dulzón a sudor y a borrachera añeja cuando pasó a su lado. En el interior había un ambiente de silencio matinal. Sólo cuatro de las mesas estaban ocupadas. Ellen había estado allí antes, hacía mucho tiempo, y, por lo que recordaba, nada había cambiado. Las mismas fotos antiguas de Oslo colgaban de las paredes de color ocre que, junto con el techo de cristal, otorgaban al lugar un leve toque de pub inglés. Muy leve, en su opinión. Lo cierto era que, con las mesas y los asientos de aglomerado, más parecía el salón de fumar de uno de los ferrys de la costa de Møre. Al fondo de la barra fumaba una camarera con delantal que observaba a Ellen con escaso interés. En el rincón del fondo, junto a la ventana, estaba Harry, con la cabeza inclinada. Tenía ante sí una pinta de cerveza vacía.

– Hola -saludó Ellen al tiempo que se sentaba en la silla que había frente a él.

Harry levantó la cabeza e hizo un gesto de asentimiento, como si hubiera estado esperándola, antes de volver a bajar la cabeza.

– Hemos intentado localizarte. Fuimos a tu casa.

– ¡Ajá! ¿Y estaba en casa? -preguntó sin sonreír.

– No lo sé. ¿Estás en casa, Harry? -preguntó ella a su vez, señalando el vaso.

Él se encogió de hombros.

– El agente sobrevivirá -le dijo.

– Sí, eso he oído. Møller dejó un mensaje en mi contestador. -Sorprendentemente, tenía buena dicción-. No dijo nada de la gravedad de la herida. En la espalda hay muchos nervios y esas cosas, ¿verdad?

Ladeó la cabeza, pero Ellen no contestó.

– A lo mejor sólo queda paralítico -aventuró Harry emitiendo un chasquido al ver el vaso vacío-. ¡Salud!

– Tu baja por enfermedad termina mañana -le recordó Ellen-. Queremos verte de vuelta en el trabajo.

Harry levantó la cabeza un poco.

– ¿Estoy de baja?

Ellen empujó una pequeña carpeta transparente que había puesto sobre la mesa y en cuyo interior se veía el reverso de un papel rosa.

– He hablado con Møller. Y con el doctor Aune. Llévale la copia de esta solicitud de baja. Møller dijo que era normal disfrutar de unos días libres para calmarse después que haber tiroteado a alguien durante un servicio. Pero ven mañana.

Su mirada vagó hasta detenerse en la ventana, que tenía un cristal teñido y rugoso. Probablemente para evitar que se viese desde fuera a la gente que había dentro. «Al contrario que en la cafetería nueva», pensó Ellen.

– ¿Entonces, vendrás? -le preguntó a Harry.

– Bueno, verás… -dijo observándola con la misma mirada empañada que ella le recordaba de las mañanas después de que volviese de Bangkok-. Yo en tu lugar, no apostaría por ello.

– Ven, hombre, te esperan un par de sorpresas.

– ¿Sorpresas? -Harry rió suavemente-. ¿Qué será? ¿La jubilación anticipada? ¿Una despedida honrosa? ¿Me concederá el presidente «El Corazón Púrpura»?

Levantó la cabeza lo suficiente para que Ellen pudiera ver sus ojos enrojecidos. Suspiró y se volvió de nuevo para mirar la ventana. Detrás del rugoso cristal pasaban coches informes, como en una película psicodélica.

– ¿Por qué te haces esto, Harry? Tú sabes, yo sé, y todo el mundo sabe que no fue culpa tuya. Hasta el Servicio Secreto reconoce que fue culpa suya, que no estábamos informados. Y que nosotros, que tú reaccionaste correctamente.

Harry habló en voz baja, sin mirarla.

– ¿Crees que su familia lo verá así cuando regrese a casa en una silla de ruedas?

– ¡Por Dios, Harry!

Ellen levantó la voz y vio por el rabillo del ojo que la mujer que había a su lado en la barra los miraba con creciente interés, tal vez esperase presenciar una buena bronca.

– Siempre hay alguien que tiene mala suerte, que no lo consigue, Harry. Estas cosas son así, no es culpa de nadie. ¿Sabías que cada año muere el sesenta por ciento de la población del acentor común? ¡El sesenta por ciento! Si nos detuviésemos a pensar cuál es el sentido de tanta mortalidad, acabaríamos formando parte de ese sesenta por ciento antes de darnos cuenta, Harry.

Harry no contestó, sólo movió la cabeza afirmativamente hacia el mantel de cuadros con cercos negros de quemaduras de cigarrillos.

– Me odiaré a mí misma por decirte esto, Harry, pero si vienes mañana, lo consideraré un favor personal. Preséntate, no te hablaré y no tendrás que echarme el aliento. ¿De acuerdo?

Harry metió el dedo meñique en uno de los agujeros negros del mantel. Movió el vaso vacío y lo puso encima de los otros agujeros, para taparlos. Ellen esperaba.

– ¿Es Waaler el que está en el coche? -preguntó Harry.

Ellen asintió. Sabía perfectamente lo mal que se caían. Entonces, tuvo una idea. Vaciló un instante, pero se animó:

– Por cierto, ha apostado dos talegos a que no vendrás.

Harry rió otra vez con esa risa suave. Levantó la cabeza, la apoyó entre las manos y la miró.

– Eres realmente mala mintiendo, Ellen. Pero gracias por intentarlo.

– ¡Vete a la mierda! -Ellen respiró hondo, estuvo a punto de decir algo, pero cambió de idea. Miró largamente a Harry. Respiró otra vez-. Está bien. En realidad, era Møller quien iba a comunicártelo, pero ahora te lo cuento yo: te quieren dar un puesto de comisario en el CNI.

La risa de Harry volvió a sonar suave, como el motor de un Cadillac Fleetwood.

– Bueno, con un poco de entrenamiento, a lo mejor aprendes a mentir bien, después de todo.

– ¡Pero si es verdad!

– Es imposible.

Su mirada se perdió otra vez por la ventana.

– ¿Por qué? Eres uno de nuestros mejores investigadores, acabas de demostrar que eres un oficial jodidamente resuelto, has estudiado derecho, has…

– Te digo que es imposible. A pesar de que a alguien se le haya ocurrido esa descabellada idea.

– Pero ¿por qué?

– Por una razón muy sencilla. ¿Qué porcentaje de esos pájaros dijiste que moría anualmente? ¿El sesenta por ciento?

Tiró del mantel con el vaso encima.

– Se llama acentor común -dijo Ellen.

– Eso. ¿Y por qué se mueren?

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– Supongo que no es simplemente que se tumben y se mueran, ¿no?

– De hambre. En las garras de los predadores. De frío. De agotamiento. Al chocar contra una ventana. Hay muchas razones.

– Muy bien. Porque supongo que a ninguno de ellos le ha pegado un tiro en la espalda un oficial de policía noruego que no tenía permiso de armas al no haber pasado las pruebas de tiro. Un oficial que en cuanto eso se sepa, será acusado y probablemente condenado, a entre uno y tres años de prisión. Un candidato bastante malo para comisario, ¿no te parece?

Alzó el vaso y lo puso en la mesa junto al mantel arrugado dando un fuerte golpe.

– ¿Qué pruebas de tiro? -preguntó Ellen.

Él le dedicó una mirada penetrante que ella acogió con tranquilidad.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Harry.

– No sé de qué hablas, Harry.

– Sabes muy bien que…

– Por lo que yo sé, aprobaste la prueba de tiro este año. Y lo mismo opina Møller. Hasta se dio una vuelta por la oficina esta mañana para comprobarlo con el instructor. Entraron en la base de datos y, según lo que pudieron averiguar, tus resultados fueron más que suficientes. Comprenderás que no ascienden a comisario del CNI a alguien que le pega un tiro a un agente del SS sin tener permiso de armas.

Le sonrió ampliamente a Harry, que parecía ahora más confundido que bebido.

– ¡Pero si yo no tengo permiso de armas!

– Que sí, hombre, lo único que pasa es que lo has perdido. Ya lo encontrarás, Harry, ya lo encontrarás.

– Escucha, yo…

De repente, guardó silencio y se quedó mirando la carpeta de plástico transparente que tenía ante sí sobre la mesa. Ellen se levantó.

– ¿Nos vemos a las nueve, comisario?

A Harry no le quedó otra opción que asentir.

Capítulo 16

HOTEL RADISSON SAS, PLAZA HOLBERG

5 de Noviembre de 1999


Betty Andresen tenía, como Dolly Parton, el pelo rubio y rizado como el de una peluca. Pero no era una peluca, y a eso, a su cabellera, se reducía todo su parecido con Dolly Parton. Betty Andresen era alta y delgada, y cuando sonreía, como en ese momento, sus labios formaban una pequeña abertura que apenas si dejaba ver los dientes. Esa sonrisa tenía por destinatario al hombre mayor que ahora aguardaba al otro lado del mostrador de la recepción del hotel Radisson SAS, situado en la plaza Holberg. No se trataba de un mostrador de recepción corriente, sino que era una de las varias «islitas» multifuncionales provistas de ordenador que permitían atender a varios clientes a la vez.

– Buena mañana -saludó Betty Andresen.

Era algo que había aprendido en la escuela de hostelería de Stavanger; sabía distinguir entre las diferentes partes del día cuando saludaba a los huéspedes. Así, hasta hacía una hora había dicho «buenos días», dentro de una hora diría «buen día», dentro de dos horas, «buen mediodía», y al cabo de otras dos horas, empezaría a saludar con un «buenas tardes». Al final de la jornada, partiría hacia su apartamento de dos habitaciones en Torshov, deseando que hubiera allí alguien a quien poder decirle «buenas noches».

– Me gustaría ver una habitación situada en la planta más alta que pueda ofrecerme.

Betty Andresen miró el abrigo empapado del viejo. Fuera caía una lluvia torrencial. Una gota de agua se aferraba temblorosa al borde del ala de su sombrero.

– Perdón, ¿dice que quiere ver una habitación?

La sonrisa imperturbable de Betty Andresen no se desvanecía. Ella tenía, tal y como le habían inculcado que, hasta que lo contrario quedase irrevocablemente demostrado, había que tratar a todo el mundo como cliente. Pero aun así, sabía que la persona que tenía delante era un ejemplar de la especie «hombre-mayor-visita-la-capital-quiere-contemplar-gratis-la-vista-desde-el-hotel-SAS». Venían a menudo, sobre todo en verano. Y no era sólo para ver las vistas. En una ocasión, una señora preguntó si podía ver la suite Palace del piso vigésimo segundo para poder describírsela a sus amistades cuando les contase que se había alojado en ella. Incluso le ofreció a Betty cincuenta coronas por anotarla en el libro de huéspedes, con el fin de poder utilizarlo después como prueba.

– ¿Habitación sencilla o doble? -preguntó Betty-. ¿Fumador o no fumador?

La mayoría de los hombres mayores empezaban a titubear ante esas preguntas.

– No importa -contestó el viejo-. Lo importante son las vistas. Quisiera ver una que dé al suroeste.

– Sí, desde ese lado puede verse toda la ciudad.

– Exacto. ¿Cuál es la mejor?

– La mejor es, por supuesto, la suite Palace; pero aguarde un momento y veré si tenemos disponible alguna habitación corriente.

Betty empezó a teclear veloz con la esperanza de que el hombre mordiese el anzuelo. Y, en efecto, no se hizo esperar.

– Me gustaría ver esa suite.

«Por supuesto que te gustaría», pensó la joven mirando al viejo. Betty Andresen no era una mujer poco razonable. Si el mayor deseo de un anciano era admirar las vistas desde el hotel de SAS, ella no se lo negaría.

– Vamos a echar un vistazo -dijo ofreciéndole su mejor sonrisa, la misma que, normalmente, reservaba para los clientes fijos.

– ¿Está usted de visita en Oslo? -preguntó por cortesía, ya en el ascensor.

– No -contestó el viejo.

Tenía las cejas blancas y pobladas, igual que su padre, observó la joven. Pulsó el botón, las puertas se cerraron y el ascensor se puso en marcha. Betty no conseguía acostumbrarse a aquella experiencia: era como ser succionada hacia el cielo. Luego, las puertas volvían a abrirse y, como siempre, ella salía con la esperanza de hacerlo a un mundo nuevo y distinto, casi como en un cuento. Sin embargo, el mundo al que la devolvía el ascensor era siempre el mismo. Atravesaron el pasillo, cuyas paredes estaban cubiertas de un papel pintado que hacía juego con el color de la moqueta y adornadas con obras de arte caras y aburridas. Metió la tarjeta en la cerradura de la suite y lo invitó a pasar mientras sujetaba la puerta. El hombre mayor entró en la suite con una expresión que ella interpretó como de expectación.

– La suite Palace tiene ciento cincuenta metros cuadrados -explicó Betty-. Y consta de dos dormitorios con sendas camas dobles y otros tantos baños, ambos con jacuzzi y teléfono.

Entró en el salón, donde se encontró con que el viejo ya se había colocado ante las ventanas.

– Los muebles son del diseñador danés Poul Henriksen -continuó Betty pasando la mano por el finísimo cristal de la mesa-. ¿Querrá usted ver los baños, verdad?

El viejo no contestó. Aún llevaba puesto el sombrero empapado y, en el silencio reinante, Betty pudo oír el golpe seco de una gota al caer sobre el parquet de cerezo. Se acercó a su lado. Se veía desde allí cuanto había que ver: el ayuntamiento, el Teatro Nacional, el palacio, el Parlamento y el fuerte de Akershus. A sus pies se extendía el parque del palacio, cuyos árboles apuntaban a un cielo gris acero, con sus dedos de bruja nudosos y negruzcos.

– Debería usted venir un día de primavera -sugirió Betty.

El viejo se volvió y la miró sin comprenderla y Betty cayó enseguida en la cuenta de lo que acababa de hacer. Era como si le hubiese dicho: «Ya que sólo has venido para disfrutar de las vistas».

Intentó sonreír.

– En primavera la hierba está verde y las copas de los árboles del parque se cubren de hojas. La vista es entonces muy hermosa.

El viejo la miraba, pero daba la sensación de que sus pensamientos estaban en otro lugar.

– Tienes razón -admitió al fin-. Los árboles tendrán hojas, no había reparado en ese detalle.

Señaló la ventana.

– ¿Se puede abrir?

– Sólo un poco -contestó Betty, aliviada ante el cambio de tema-. Hay que hacer girar la manilla.

– ¿Por qué sólo un poco?

– Por si a alguien se le ocurriese alguna tontería.

– ¿Alguna tontería?

Lo miró fugazmente. ¿Estaría senil el viejo?

– Por si a alguien se le ocurriese saltar -aclaró-. Suicidarse. Hay mucha gente desgraciada que…

Hizo un gesto con el que pretendía explicar lo que la gente desgraciada podría hacer.

– ¿Y eso os parece una mala idea? -preguntó el viejo frotándose el mentón. A Betty le pareció ver un amago de sonrisa entre las arrugas de su rostro-. ¿Aunque uno sea desgraciado?

– Sí -respondió Betty con énfasis-. Al menos, en mi hotel. Y sobre todo, durante mi turno.

– «Durante mi turno» -repitió el viejo como en un relincho-. Bien dicho, Betty Andresen.

La joven se sobresaltó al oír su nombre. Claro, lo había leído en la chapa de identificación. Bueno, estaba claro que el viejo no tenía problemas con la vista, pues las letras del nombre eran tan pequeñas como grandes eran las de su cargo de «recepcionista». Intentó mirar discretamente el reloj.

– Sí -adivinó el viejo-. Ya me figuro que tienes otras cosas que hacer que enseñar las vistas.

– Sí, así es -afirmó Betty.

– Me la quedo -declaró el viejo.

– ¿Perdón?

– Que me quedo la habitación. No para esta noche, pero…

– ¿Quiere la habitación?

– Sí. Se puede reservar, ¿verdad?

– Bueno, sí, pero… es muy cara.

– Con mucho gusto pagaré por adelantado.

El viejo sacó una cartera del bolsillo interior del abrigo y extrajo un fajo de billetes.

– No, no quería decir eso, pero son siete mil coronas la noche. No quiere ver…

– Me gusta ésta -insistió el viejo-. Te ruego que cuentes los billetes, para comprobar si están bien.

Betty miró los billetes de mil que le tendía el viejo.

– Será mejor que lo abone cuando venga -propuso-. Bien, ¿para cuándo querrá…?

– Seguiré tu recomendación, Betty -la interrumpió el viejo-. Vendré un día de primavera.

– Muy bien. ¿Alguna fecha en particular?

– Por supuesto.

Capítulo 17

COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

5 de Noviembre de 1999


Bjarne Møller suspiró y miró por la ventana. Últimamente, sus pensamientos escapaban por allí con mucha frecuencia. La lluvia había cesado, pero el cielo que cubría la Comisaría General de Grønland conservaba un color grisáceo.

Vio un perro que cruzaba la hierba muerta allá fuera. En Bergen había un puesto vacante de jefe de grupo. El plazo de presentación de solicitudes expiraba a finales de la próxima semana. Un colega de Bergen le había dicho que, por lo general, allí sólo llovía dos veces cada otoño. Entre septiembre y noviembre y entre noviembre y Año Nuevo. Los de Bergen eran unos exagerados. Él había visitado la ciudad, y le gustaba. Estaba lejos de los políticos de Oslo, y era pequeña. A Møller le gustaba lo pequeño.

– ¿Qué?

Møller se volvió sobresaltado para encontrarse con la mirada abatida de Harry.

– Me estabas explicando que me vendría bien moverme un poco.

– ¿Ah, sí?

– Eso es lo que me estabas diciendo, jefe.

– Ah, sí, eso es. Hay que procurar no anquilosarse en viejas costumbres y rutinas. Avanzar, progresar. Alejarse.

– Bueno, tanto como alejarse… El CNI está tres pisos más arriba, en este mismo edificio.

– Me refiero a alejarse de todo los demás. Meirik, el jefe del CNI, opina que serías perfecto para el puesto vacante.

– ¿No hay que convocar a concurso ese tipo de puestos?

– No pienses en eso, Harry.

– Bueno, pero ¿puedo preguntarme por qué demonios queréis que me incorpore al CNI? ¿Tengo cara de espía?

– No, no.

– ¿No?

– Quiero decir, sí. Quiero decir, no, pero… ¿por qué no?

– ¿Por qué no?

Møller se rascó el cogote con vehemencia. Su semblante había perdido el color.

– Joder, Harry, te ofrecemos un trabajo de comisario, una subida salarial de cinco tramos, nada de guardias nocturnas y un poco de respeto por parte de los chavales. Esto es algo bueno, Harry.

– Me gustan las guardias nocturnas.

– A nadie le gustan las guardias nocturnas.

– ¿Por qué no me ofrecéis el puesto vacante de comisario?

– ¡Harry! Hazme un favor, simplemente, di que sí.

Harry jugueteaba con el vaso de cartón.

– Jefe -dijo al cabo-. ¿Cuánto hace que nos conocemos?

Møller levantó el dedo índice en señal de advertencia.

– No empieces con ésas. No lo intentes con eso de que hemos pasado por todo juntos…

– Siete años. Y durante esos siete años seguro que habré interrogado a personas que, con toda probabilidad, son los seres más estúpidos que caminan a dos patas en esta ciudad; aun así, no me he topado con nadie que sea tan malo mintiendo como tú. Puede que sea tonto, pero todavía me quedan un par de neuronas que hacen lo que pueden. Y me están diciendo que es poco probable que mi hoja de servicios me haya hecho merecedor de este puesto. Como lo es que, de repente, tenga una de las mejores puntuaciones de la unidad en las pruebas de tiro de este año. Más bien tiene que ver con el hecho de que le pegué un tiro a un agente del SS. Y no es preciso que digas nada, jefe.

Møller abrió la boca, pero volvió a cerrarla y cruzó los brazos en un gesto elocuente. Harry continuó:

– Comprendo que no eres tú quien manda aquí. Y aunque no tenga todos los datos, sí tengo la suficiente imaginación para adivinar una parte. Y si tengo razón en lo que digo, significa que mis propios deseos para mi futuro profesional dentro de la policía no son relevantes. Así que contéstame sólo a una pregunta: ¿tengo elección?

Møller parpadeaba sin cesar. Volvió a pensar en Bergen. En inviernos sin nieve. En paseos domingueros por el Fløyen con su mujer y sus hijos. Un lugar donde era posible crecer. Algunas gamberradas de críos y un poco de hachís, nada de bandas ni de niños de catorce años que se meten una sobredosis. La comisaría de Bergen. Buena cosa.

– No -contestó al fin.

– Bien -dijo Harry-. Eso era lo que yo pensaba. -Arrugó el vaso de cartón y apuntó a la papelera-. ¿Has dicho que la subida salarial era de cinco tramos?

– Y un despacho propio.

– Supongo que bien apartado de los demás, ¿no? -Lanzó el vaso arrugado con un movimiento del brazo lento y estudiado-. ¿Horas extras remuneradas?

– En esa categoría no, Harry.

– Entonces tendré que irme corriendo a casa a las cuatro en punto.

– Seguro que eso no será un problema -afirmó Møller con una sonrisa imperceptible.

Capítulo 18

PARQUE SLOTTSPARKEN

10 de Noviembre de 1999


Hacía una noche clara y fría. Lo primero que notó el viejo al salir de la estación de metro fue la cantidad de gente que aún andaba por las calles. Se había hecho a la idea de que el centro estaría casi vacío a una hora tan tardía, pero los taxis transitaban a la carrera por la calle Karl Johan, bajo las luces de neón, y la gente andaba de un lado a otro por las aceras. Se detuvo a esperar que apareciera el hombrecito verde del semáforo junto a un grupo de jóvenes que hablaban un idioma extraño y cacareante. Pensó que procederían de Pakistán. O a lo mejor de Arabia. El cambio del semáforo interrumpió su elucubración y cruzó decidido la calle para seguir por la cuesta que conducía a la fachada iluminada del palacio. También allí había gente, la mayoría jóvenes, en constante ir y venir de quién sabía dónde. Paró para descansar un poco delante de la estatua de Karl Johan que, a lomos de su caballo, miraba con expresión soñadora el edificio del Parlamento, el poder que éste representaba y que él había intentado trasladar al palacio que se alzaba a su espalda. Hacía más de una semana que no llovía y las hojas secas crujieron cuando el viejo giró a la derecha entre los árboles del parque. Miró hacia arriba, por entre las ramas desnudas que se recortaban contra el cielo estrellado. Y recordó unos versos:

Olmo y álamo, roble y abedul,

abrigo negro, muerto y pálido.

Pensó que habría sido mejor que no hubiese habido luna llena aquella noche. Por otro lado, le resultaba más fácil encontrar lo que buscaba: el gran abedul contra el que había chocado el día en que le dijeron que su vida tocaba a su fin. Lo recorrió con la vista de abajo arriba, del tronco a la copa. ¿Cuántos años tendría aquel árbol? ¿Doscientos? ¿Trescientos? Tal vez ya fuese adulto cuando Karl Johan se dejó vitorear como rey noruego. De todos modos, toda vida tiene un final. La suya, la del árbol y, sí, incluso la de los reyes. Se colocó detrás del árbol de modo que no lo viesen desde el sendero y se quitó la mochila. Después, se acuclilló, la abrió y sacó su contenido. Tres botellas de solución de fosfato de glicina de la marca Roundup que le había vendido el dependiente de Jernia, en la calle Kirkeveien, y una jeringa para caballerías con una gruesa aguja de acero que le habían proporcionado en la farmacia Sfinx. Dijo que iba a utilizar la jeringa para cocinar, para inyectarle grasa a la carne, pero fue una excusa innecesaria, porque el dependiente apenas si lo miró con desinterés y, seguramente, había olvidado su cara antes de que él hubiese salido por la puerta del establecimiento.

El anciano miró a su alrededor antes de introducir la gruesa aguja a través del corcho de una de las botellas y tirar despacio, hasta que la jeringa se llenó del líquido blanco. Tanteó el tronco con la mano hasta dar con una abertura en la corteza y clavó en ella la aguja. No resultó tan fácil como él había pensado y tuvo que empujar con fuerza para introducir bien la aguja en la recia madera. De lo contrario, no surtiría el efecto deseado. Tenía que llegar hasta el corazón del árbol, hasta sus órganos vitales. Dejó caer todo su peso sobre la jeringa y la aguja empezó a temblar. ¡Mierda! No podía permitir que se partiese, sólo tenía una. La aguja comenzó a deslizarse despacio hacia dentro pero, tras unos centímetros, se detuvo por completo. Pese a que hacía fresco, empezó a transpirar copiosamente. Tomó un nuevo impulso, y ya estaba a punto de empujar de nuevo con más energía cuando oyó el crujir de hojas en el sendero. Soltó la jeringa. El ruido sonaba cada vez más cerca. Cerró los ojos y contuvo la respiración. Los pasos empezaron a alejarse y entonces abrió los ojos y vio dos figuras que desaparecían tras los arbustos en dirección a la calle Fredrik. Respiró aliviado y volvió a empuñar la jeringa. Decidió arriesgarse y extremó la fuerza de su empuje. Y cuando ya temía que la aguja se partiese, ésta empezó a penetrar en el tronco y se deslizó dentro. El viejo se enjugó el sudor. El resto fue muy fácil.

Diez minutos más tarde ya había inyectado dos de las botellas y estaba a punto de terminar la tercera, cuando oyó unas voces que se aproximaban. Dos personas aparecieron de entre los arbustos y dedujo que debían de ser las mismas que había visto pasar antes.

– ¡Hola! -dijo una voz masculina.

El viejo tuvo una reacción instintiva, se puso de pie y se colocó delante del árbol, de modo que su largo abrigo ocultase la jeringa que seguía incrustada en el tronco. Entonces, quedó cegado por la luz. Alzó las manos y se cubrió los ojos.

– ¡Retira ese foco, Tom! -oyó decir a una mujer.

El haz de luz cambió de dirección y el viejo lo vio bailotear entre los árboles del parque.

El hombre y la mujer estaban ya a su lado cuando ella, una joven que rondaba la treintena, con rasgos bonitos aunque nada extraordinarios, le mostró una tarjeta que sostuvo tan cerca de su rostro que, incluso a la escasa luz de la luna, pudo ver su fotografía, en la que aparecía mucho más joven y con expresión grave. Y su nombre: Ellen no sé cuántos.

– Policía -declaró la mujer-. Sentimos haberlo asustado.

– ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? -preguntó el hombre.

Los dos iban vestidos de civiles y, bajo el negro flequillo de un joven muy bien parecido, pudo ver un par de ojos de un azul frío que lo miraban curiosos.

– Salí a dar un paseo, simplemente -dijo el viejo confiando en que no notasen que le temblaba la voz.

– ¡Ah, vaya! -dijo el hombre llamado Tom-. Apostado tras un árbol del parque y con un abrigo tan largo. ¿Qué te parece que podemos pensar?

– ¡Venga ya, Tom! -exclamó la mujer-. Lo siento -dijo volviéndose hacia el anciano-. Se ha producido una pelea en el parque hace tan sólo unas horas. Han apaleado a un joven. ¿Ha visto u oído algo?

– No, yo acabo de llegar -dijo el viejo concentrándose en la mujer, para así evitar la penetrante mirada del hombre-. No he visto nada. Tan sólo la Osa Menor y la Osa Mayor -dijo señalando al cielo-. Lo siento por el chico. ¿Está malherido?

– Bastante. Disculpe la interrupción -le sonrió la joven-. Que tenga una buena noche.

Los dos policías desaparecieron y el viejo cerró los ojos apoyado contra el árbol. De repente, alguien lo agarró de la solapa del abrigo y notó el cálido aliento de la voz del joven policía, que le susurraba al oído:

– Si alguna vez te pillo con las manos en la masa, te rajo, ¿me has oído? Odio a los tipos como tú.

Después, sus manos soltaron el abrigo y el policía desapareció.

El viejo se sentó en el suelo y enseguida sintió la humedad de la tierra en sus ropas. Una voz resonaba en su cabeza, canturreando los mismos versos, una y otra vez:

Olmo y álamo, roble y abedul,

abrigo negro, muerto y pálido.

Capítulo 19

PIZZERÍA HERBERT, PLAZA YOUNGSTORGET

12 de Noviembre de 1999


Sverre Olsen entró y saludó con un gesto a los chicos de la mesa de la esquina, pidió una cerveza en la barra y la llevó a la mesa. No a la mesa de la esquina, sino a la suya. A la que había sido su mesa durante más de un año, desde que le dio una paliza al tío amarillo del Dennis Kebab. Era pronto y todavía no había nadie más sentado allí, pero la pequeña pizzería de la esquina de la calle Torggata con la plaza Youngstorget no tardaría en llenarse. Hoy era el día del pago del subsidio. Miró a los chicos de la esquina. Tres de ellos pertenecían al núcleo, pero ya no se hablaba con ellos. Pertenecían al nuevo partido, Alianza Nacional, y podría decirse que se había producido un desacuerdo ideológico. Los conocía desde su participación en las Juventudes del Partido Patriótico, y eran muy patriotas, pero ahora estaban a punto de deslizarse hacia las filas de los disidentes. Roy Kvinset, con la cabeza impecable recién afeitada, llevaba como siempre los vaqueros desgastados y ajustados, botas y una camiseta blanca con el emblema de Alianza Nacional, en rojo, blanco y azul. Pero Halle era nuevo. Se había teñido el pelo de negro y utilizaba aceite para alisar el flequillo y peinarlo pegado a la cabeza. Lo que más provocaba la reacción de la gente era el bigote, tipo cepillo, del mismo color negro y cuidadosamente recortado, una copia exacta del bigote del Führer. Había prescindido de los anchos pantalones y las botas de montar y se había puesto unos de camuflaje de color verde. Gregersen era el único que tenía pinta de ser un joven normal y corriente: chaqueta corta, perilla y gafas de sol en la cabeza. Era sin duda el más inteligente de los tres.

Sverre paseó la mirada por el resto del local. Una chica y un tipo estaban comiéndose una pizza con las manos. No los había visto antes, pero no parecían policías. Y tampoco periodistas. ¿Serían de la ONG Monitor? Había descubierto a un tío de Monitor ese invierno, un tipo de mirada temerosa que había entrado un par de veces de más fingiendo estar bebido para entablar conversación con algunos de ellos. Sverre se había olido la traición. Se lo llevaron fuera y le quitaron el jersey. Tenía un micrófono y una grabadora pegados al estómago con cinta adhesiva. Confesó que era de Monitor antes de que le hubiesen puesto una mano encima. Un cagado. Los de Monitor eran unos imbéciles. Creían que esos juegos de niños, esa vigilancia voluntaria de los ambientes fascistas era algo importante y peligroso, que eran agentes secretos en constante peligro de muerte. Aunque, en fin, tenía que admitir que tal vez no fuesen tan distintos de algunos de los miembros de sus propias filas. De todas formas, el tío estaba convencido de que iban a matarlo y tenía tanto miedo que se meó encima. Literalmente. Sverre se percató enseguida de la raya oscura que serpenteaba por el asfalto, desde la pernera. Eso era lo que mejor recordaba de aquella noche. El pequeño río de orina que discurría hacia el punto más bajo del terreno brillaba en la penumbra del patio interior.

Sverre Olsen decidió que la pareja, efectivamente, eran dos jóvenes hambrientos que habían pasado por allí y se habían detenido a comer al descubrir la pizzería. La velocidad con que comían indicaba que, a aquellas alturas, ya se habían percatado del tipo de clientela, y querían salir de allí lo antes posible. Había un señor mayor con abrigo y sombrero sentado junto a la ventana. Un borracho, quizás, aunque su vestimenta indicaba otra cosa. Claro que ése era el aspecto que tenían los primeros días, después de que Elevator, la tienda de ropa de segunda mano del Ejército de Salvación, les hubiese proporcionado ropa, en general, abrigos de calidad y trajes usados pero cuidados. El hombre mayor alzó la vista y sus miradas se cruzaron. No era ningún borracho. El hombre tenía unos chispeantes ojos azules y Sverre apartó la vista enseguida. ¡Mierda, vaya forma de mirar la de ese viejo!

Sverre se concentró en su pinta de cerveza. Ya era hora de ganar algo de dinero. Dejarse crecer el pelo para que cubriese los tatuajes del cogote, llevar camisa de manga larga y empezar la ronda. Había trabajos de sobra. Trabajos de mierda, eso sí. Los trabajos cómodos y bien pagados los habían cogido los maricones, los ateos y los negrazos de mierda.

– ¿Me puedo sentar aquí?

Sverre alzó la mirada. Era el hombre mayor. Él ni siquiera se había dado cuenta de que se había acercado.

– Ésta es mi mesa -dijo secamente.

– Sólo quiero hablar un poco.

El viejo puso un periódico en el centro de la mesa y se sentó en la silla que había frente a él. Sverre lo miró suspicaz.

– Tranquilízate, soy uno de vosotros -aseguró el viejo.

– ¿Qué «vosotros»?

– Los que frecuentáis este sitio. Los nacionalsocialistas.

– ¿Ah, sí?

Sverre se pasó la lengua por los labios y se llevó el vaso a la boca. El viejo lo miraba imperturbable. Tranquilo, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Y seguro que así era. Tendría unos setenta años, como mínimo. ¿Sería uno de los pertenecientes al Zorn 88? ¿Uno de los cerebros inaccesibles de los que Sverre sólo había oído hablar, pero a los que nunca había visto?

– Necesito un favor -confesó el viejo en voz baja.

– ¿Ah, sí? -respondió Sverre distante, aunque moderando ahora su manifiesta actitud condescendiente de antes. Quizá…

– Se trata de un asunto de armas -dijo el viejo.

– ¿Qué armas?

– Necesito una. ¿Puedes ayudarme?

– ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

– Echa una ojeada al periódico. Página veintiocho.

Sverre cogió el diario sin dejar de observar al hombre mayor mientras pasaba las hojas. En la página veintiocho había un artículo sobre los neonazis en España. Escrito por el patriota Even Juul, cómo no. La foto grande en blanco y negro de un hombre joven que sostenía un cuadro del generalísimo Franco quedaba parcialmente cubierta por un billete de mil.

– Si me puedes ayudar… -dijo el viejo. Sverre se encogió de hombros. -… te daré nueve mil más.

– ¿Ah, sí? -contestó Sverre antes de dar otro sorbo. Echó una ojeada al local. La pareja de jóvenes se había marchado, pero Halle, Gregersen y Kvinset seguían en la esquina. Y los demás no tardarían en llegar y resultaría imposible mantener una conversación medianamente discreta. ¡Diez mil coronas!

– ¿Qué clase de arma?

– Un rifle.

– Se podría hacer.

El viejo negó con un gesto.

– Un rifle Märklin.

– ¿Un Märklin?

El viejo asintió.

– ¿Como las maquetas de trenes Märklin?

Una fisura se abrió entre los surcos del rostro del viejo, bajo el sombrero. Como si estuviese sonriendo.

– Si no me puedes ayudar, dímelo ahora. Puedes quedarte con el billete de mil, no hablamos más del tema, yo me largo y no volveremos a vernos nunca más.

Sverre notaba cómo le subía la adrenalina. Aquélla no era una charla corriente sobre hachas, escopetas de caza y algún que otro paquete de dinamita, aquello era algo serio…

Ese tío era serio.

Se abrió la puerta y Sverre miró por encima del hombro del viejo. No era ninguno de los colegas, sólo el borracho del jersey islandés. Podía ponerse un poco pesado cuando quería que lo invitasen a una cerveza, pero por lo demás era inofensivo.

– Veré lo que puedo hacer -prometió Sverre al tiempo que se disponía a coger el billete de mil. Pero, sin saber cómo, la mano del viejo, como la garra de un águila, atrapó la suya clavándola en la mesa.

– No es eso lo que te he preguntado -replicó con voz fría y crujiente como un témpano de hielo.

Sverre intentó liberar su mano, pero no lo consiguió. ¡No podía librarse de la garra de un viejo!

– Te he preguntado si me puedes ayudar y quiero un sí o un no. ¿Comprendes?

Sverre notó cómo despertaba el monstruo de su deseo de vencer, su viejo amigo, y también su enemigo. Pero, de momento, el monstruo no había superado la idea de las diez mil coronas. Y él conocía a un hombre que podría ayudarle, un hombre muy especial. No sería barato, pero tenía la sensación de que el viejo no iba a regatear con la comisión.

– Yo…, sí, puedo ayudarte.

– ¿Cuándo?

– Dentro de tres días. Aquí. A la misma hora.

– Tonterías. No conseguirás un rifle de ese tipo en tres días -dijo el viejo soltándole la mano-. Pero acude a toda prisa a la persona que puede ayudarte a encontrarlo y dile que acuda a toda prisa a la persona que puede ayudarle a él y, después, nos vemos aquí, dentro de tres días, para acordar dónde y cuándo se hará la entrega.

Sverre ejerció con la mano una presión equivalente a los ciento veinte kilos de pesas que solía levantar. ¿Cómo era capaz de resistir ese viejo escuálido…?

– Diles que el rifle se pagará al contado, en coronas noruegas, en el momento de la entrega. Recibirás el resto de tu dinero dentro de tres días.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué pasa si cojo el dinero y…?

– Entonces volveré y te mataré.

Sverre se frotó la muñeca. No pidió más explicaciones.


Un viento gélido barría la acera ante la cabina de teléfonos que había junto a la piscina de la calle Torggaten mientras Sverre Olsen marcaba el número con mano temblorosa. ¡Joder, qué frío! Además, tenía las botas agujereadas. Alguien contestó al teléfono.

– ¿Sí?

– Soy yo, Olsen.

– Habla.

– Hay un tipo que quiere un rifle. Un Märklin.

Se hizo un silencio.

– Como las maquetas Märklin -explicó Sverre.

– Olsen, sé lo que es un Märklin.

La voz que surgía del auricular era plana y neutra, pero a Sverre no le pasó inadvertido el desprecio. Sin embargo, no dijo nada porque, a pesar de que odiaba a aquel hombre con todas sus fuerzas, el miedo que le infundía era más intenso; y no lo avergonzaba admitirlo. Tenía fama de ser peligroso. Sólo unos pocos dentro del entorno habían oído hablar de él, y tampoco Sverre conocía su verdadero nombre. Pero, gracias a sus contactos, había sacado a Sverre y a sus colegas de algún que otro aprieto. Por supuesto que era por la causa, no porque a él le importase Sverre Olsen. Si Sverre hubiese conocido a otra persona capaz de proporcionarle lo que buscaba, habría preferido ese otro contacto.

La voz:

– ¿Quién pregunta y para qué quiere el arma?

– Un tipo viejo, no lo había visto antes. Dijo que era uno de los nuestros. Y no pregunté a quién pensaba darle el paseo, por decirlo de alguna manera. A nadie, quizá. Tal vez sólo lo quiera para…

– ¡Cierra la boca, Olsen! ¿Tenía pinta de tener dinero?

– Iba bien vestido. Y me dio un billete de mil sólo por contestarle si podía conseguírselo o no.

– Te dio un billete de mil para que cerrases el pico, no por contestar.

– Bueno, vale.

– Interesante.

– Volveremos a vernos dentro de tres días. Para entonces quiere saber si podemos arreglárselo.

– ¿Podemos?

– Sí, bueno…

– Si yo lo puedo arreglar, quieres decir.

– Por supuesto. Pero…

– ¿Cuánto te paga por el resto del trabajo?

Sverre vaciló, pero contestó al fin:

– Diez papeles.

– Yo te daré otro tanto. Diez. Si hay trato. ¿Comprendes?

– Comprendo.

– ¿Por qué te doy los diez?

– Por mantener la boca cerrada.

Cuando por fin colgó el auricular, Sverre no sentía los dedos de los pies. Necesitaba un par de botas nuevas. Se quedó mirando una bolsa de patatas fritas que, vacía e indolente, se dejaba arrastrar por el viento y, entre los coches, vagaba a trompicones hacia la calle Storgata.

Capítulo 20

PIZZERÍA HERBERT

15 de Noviembre de 1999


El viejo dejó que la puerta de cristal de la Pizzería Herbert se cerrase despacio a su espalda. Se quedó en la acera, esperando, y mientras aguardaba, vio pasar a una mujer paquistaní que, con la cabeza cubierta por un pañuelo, paseaba un cochecito de niño. Ante él pasaban deprisa los coches y, en las ventanillas laterales, veía el danzante reflejo de su figura y también el de los grandes ventanales de la pizzería que tenía detrás. A la izquierda de la entrada, el cristal estaba parcialmente cubierto por una cruz de cinta adhesiva blanca, reparación provisional de una rotura provocada, le pareció, por una patada. El dibujo que formaban las fisuras blancas se asemejaba a una telaraña.

Al otro lado del cristal se veía a Sverre Olsen, sentado a la misma mesa donde habían ultimado los detalles. El puerto de contenedores de Bjorvika, dentro de tres semanas. Muelle número 4. A las dos de la madrugada. Contraseña: Voice of an Angel. Por lo visto, era el título de una canción moderna. No la conocía, pero el título le pareció muy apropiado. El precio, por el contrario, no lo era tanto: 750.000 coronas. Claro que no iba a discutirlo. La cuestión ahora era si cumplirían su parte del trato o si lo asaltarían allí mismo, en el muelle. Invocó la lealtad y le contó al joven neonazi que había combatido en el frente, pero no estaba seguro de que él hubiese dado crédito a su relato. O de que le concediese importancia. Hasta se había inventado una historia sobre dónde estuvo combatiendo, por si al joven se le ocurría hacer preguntas. Pero no lo hizo.

Los coches pasaban. Sverre Olsen seguía sentado, pero otro tipo acababa de levantarse de una mesa y se dirigía a la puerta con paso inestable. El viejo lo recordaba, pues también estaba allí la última vez. Y hoy no les había quitado la vista de encima ni un instante. Se abrió la puerta. Él seguía esperando. El tráfico cesó un instante y pudo oír lo que le dijo el hombre, que se había detenido justo detrás de él:

– ¿Así que éste es el tipo?

La voz era de esas muy particulares y broncas fruto del abuso del alcohol, de fumar mucho y dormir poco.

– ¿Lo conozco? -dijo el viejo sin darse la vuelta.

– Me parece que sí.

El viejo volvió la cabeza, lo escrutó un segundo y luego apartó la vista de él.

– Lo siento, creo que no lo conozco.

– ¡Pero bueno! ¿No reconoce a un viejo amigo de la guerra?

– ¿Qué guerra?

– Tú y yo luchamos por la misma causa.

– Si tú lo dices. ¿Qué quieres?

– ¿Qué? -preguntó el borracho poniendo una mano detrás de la oreja.

– Te digo que qué quieres -repitió el viejo más alto.

– Bueno, querer, lo que se dice querer… Es normal saludar a un viejo conocido, ¿no? Sobre todo, si no lo has visto en mucho tiempo. Y, más aún, si lo creías muerto.

El viejo se volvió.

– ¿A ti te parece que estoy muerto?

El hombre del jersey islandés le clavó una mirada de un azul tan claro que sus ojos parecían canicas de color turquesa. Era completamente imposible determinar su edad. Podía tener cuarenta u ochenta años. Pero el viejo sabía la edad del borracho. Sí se concentraba y hacía un esfuerzo de memoria, podría recordar hasta su fecha de nacimiento. Durante la guerra, se habían preocupado de celebrar los cumpleaños.

El borracho se acercó.

– No, no pareces muerto. Enfermo, sí, pero no muerto.

Le tendió una mano enorme y sucia y el viejo notó enseguida el hedor dulzón, una mezcla de sudor, orina y alcohol.

– ¿Qué pasa? ¿No quieres estrecharle la mano a un viejo amigo? -Su voz sonaba como un estertor de la muerte.

El viejo estrechó fugazmente la mano que el otro le tendía, sin quitarse el guante.

– Muy bien -dijo-. Pues ya nos hemos dado la mano. Si no quieres nada más, tengo que seguir mi camino.

– Querer, lo que se dice querer… -dijo el borracho balanceándose de un lado a otro al tiempo que intentaba fijar la vista en el viejo-. Me preocupaba saber qué hace un hombre como tú en un agujero como éste. Tal vez no sea tan raro, ¿verdad? La última vez que te vi aquí pensé: «Se habrá equivocado de sitio». Pero luego te vi hablando con ese tipo horrible que dicen que va por ahí matando a la gente con un bate. Y al verte hoy también…

– ¿Sí?

– Pues pensé que debía preguntarle a alguno de los periodistas que vienen por aquí de vez en cuando, ¿sabes? Si saben lo que hace un tipo con una pinta tan respetable como la tuya en un lugar como éste. Ellos están al tanto de todo, ¿sabes? Y si no, se enteran. Por ejemplo, ¿cómo es posible que un tío del que todo el mundo pensaba que había muerto durante la guerra, de repente, esté vivo? Ellos se hacen con la información con una rapidez de la hostia. Así.

Hizo un intento inútil de chasquear los dedos.

– Y entonces, ¿sabes?, van y lo cuentan en los periódicos. '

El viejo suspiró.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– ¿Tú qué crees?

El borracho abrió los brazos y sonrió dejando ver su escasa dentadura.

– Entiendo -dijo el viejo echando una ojeada a su alrededor-. Demos una vuelta. No me gustan los espectadores.

– ¿Qué?

– No, claro, ¿y para qué los queremos?

El viejo posó la mano en el hombro del otro.

– Entremos aquí.

«Show me the way» [9], compañero -tarareó el borracho con voz ronca antes de soltar una risotada.

Se ocultaron en el callejón que había junto a la pizzería, donde se alineaban un montón de enormes contenedores de basura de plástico llenos a rebosar, de modo que no se los veía desde la calle.

– ¿No le habrás comentado a alguien que me has visto?

– ¿Estás loco? Si al principio creía que estaba viendo visiones. ¡Un fantasma a plena luz del día! ¡En Herbert!

Rompió a reír a carcajadas que desembocaron en una tos honda y borboteante. Se inclinó hacia delante para apoyarse contra la pared, hasta que la tos cedió. Después, se incorporó de nuevo y se limpió la flema que le colgaba del mentón.

– No, desde luego, no se lo he dicho a nadie; en ese caso, ya me habrían internado…

– ¿Qué te parece si te ofrezco un precio justo por tu silencio?

– Justo, lo que se dice justo… Vi al malo coger ese billete de mil que habías ocultado en el periódico…

– ¿Sí?

– Un par de ellos me durarían una temporada, eso está claro.

– ¿Cuántos?

– ¿Cuántos tienes?

El viejo lanzó un suspiro y miró a su alrededor para asegurarse de que no había testigos. Desabotonó el abrigo y metió la mano en el interior.


Sverre Olsen cruzó la plaza Youngstorget a grandes zancadas balanceando la bolsa de plástico verde que llevaba en la mano. Hacía veinte minutos se encontraba en la Pizzería Herbert, sin blanca y con unas botas agujereadas; ahora, en cambio, lucía un par de botas Combat, nuevas y relucientes, de caña alta y con doce pares de remaches, que se había comprado en Top Secret, en la calle Henrik Ibsen. Además, llevaba un sobre en el que aún le quedaban ocho relucientes billetes de mil. Y diez mil más que estaban por llegar. Era extraño lo rápido que podían cambiar las cosas. Ese otoño estuvo a punto de pasar tres años en el talego, cuando su abogado se percató de pronto de que a la mujer gorda que ayudaba al juez la habían juramentado en un lugar equivocado.

Sverre estaba de tan buen humor que consideró incluso la posibilidad de invitar a Halle, Gregersen y Kvinset a su mesa. Invitarlos a una cerveza. Sólo para ver cómo reaccionaban. ¡Sí, coño, eso haría!

Cruzó la calle Pløensgate y pasó ante una mujer paquistaní que llevaba un cochecito de niño y le sonrió, de pura coña. Estaba llegando a la puerta de Herbert cuando pensó que no tenía sentido cargar con una bolsa que contenía unas botas viejas. Así que entró en el callejón, levantó la tapa de uno de los contenedores de basura y la tiró dentro. Cuando se iba descubrió un par de piernas que asomaban entre dos contendores. Miró a su alrededor. No había nadie en la calle. Ni tampoco en el patio trasero. ¿Quién sería? ¿Un borracho, un drogadicto? Se acercó un poco más. Los contenedores tenían ruedas y aquellos dos estaban totalmente juntos. Notó que se le aceleraba el pulso. Algunos drogadictos se cabreaban si ibas a importunarlos. Sverre se alejó un poco y le dio una patada a un cubo para apartarlo.

– ¡Joder!

Era curioso pero Sverre Olsen, que había estado a punto de matar a un hombre, jamás había visto a ninguno muerto. Tan curioso como el hecho de que aquel que ahora estaba viendo casi lo hiciese caer de bruces. El hombre tenía la espalda apoyada contra la pared y los ojos desorbitados. Estaba tan muerto como cabía estar. La causa de la muerte era evidente. El corte del cuello mostraba el lugar por el que le habían rajado la garganta. Aunque la sangre brotaba muy despacio, estaba claro que al principio lo había hecho a borbotones, pues el jersey islandés que llevaba parecía pegajoso y empapado de sangre. El hedor a basura y orina se volvió insoportable y Sverre tuvo el tiempo justo de notar el sabor a bilis antes de vomitar dos cervezas y una pizza. Después, se quedó apoyado en el contenedor escupiendo una y otra vez sobre el asfalto. Las puntas de las botas se pusieron amarillas de vómito, pero él no se dio cuenta. Sólo tenía ojos para el rojo riachuelo que, brillando a la tenue luz de las farolas, buscaba el punto más bajo del terreno.

Capítulo 21

LENINGRADO

17 de Enero de 1944


Un caza ruso YAK 1 tronaba sobre Edvard Mosken mientras él reptaba encorvado por la trinchera.

Esos cazas no solían causar muchos daños; parecía que a los rusos ya no les quedaban bombas. ¡Lo último que había oído era que los pilotos llevaban granadas de mano, con las que intentaban atacar los puestos enemigos cuando los sobrevolaban!

Edvard había estado en la región norte para recoger la correspondencia de sus hombres y enterarse de las últimas novedades. El otoño les había traído un sinfín de noticias deprimentes de pérdidas y retiradas a lo largo de todo el frente oriental. Ya en noviembre, los rusos habían recuperado Kiev, y en octubre el ejército del frente oriental había estado a punto de quedar sitiado al norte del mar Negro. El hecho de que Hitler hubiese logrado debilitar el frente oriental redirigiendo las fuerzas al occidental no mejoró la situación. Pero lo más inquietante era lo que Edvard había oído aquel día. Hacía dos días el teniente general Gusev había iniciado una terrible ofensiva desde Oranienbaum, al sur del golfo de Finlandia. Edvard recordaba Oranienbaum porque era una pequeña cabeza de puente por la que pasaron durante la marcha hacia Leningrado. ¡Se la habían dejado a los rusos porque carecía de importancia estratégica! Ahora, en el más absoluto secreto, Ivan había conseguido reunir un ejército en torno al fuerte de Kronstadt y los informes indicaban que los cañones Katiuska bombardeaban sin tregua los puestos alemanes, y que el bosque de pinos, antaño tan frondoso, había quedado reducido a astillas. La verdad era que algunas noches oían la música de los órganos rusos a lo lejos, pero jamás imaginó que fuese tan horrible.

Edvard había aprovechado para ir al hospital de campaña y visitar a uno de sus chicos que había perdido un pie al estallar una mina en tierra de nadie, pero la enfermera, una minúscula mujer estonia de ojos tan tristes, hundidos y oscuros que parecía llevar una máscara, negó con un gesto al tiempo que pronunciaba una de las palabras alemanas que, seguramente, más había practicado: «Tot», muerto.

Edvard debió de dar la impresión de estar muy afectado, porque la mujer intentó animarlo señalándole una cama donde, al parecer, había otro noruego.

– Éste sí vive -le dijo con una sonrisa, aunque sin borrar la tristeza de sus ojos.

Edvard no conocía al hombre que descansaba en la cama, pero cuando vio el reluciente abrigo de piel colgado de la silla, comprendió quién era: ni más ni menos que el mismísimo jefe de compañía Lindvig, del regimiento Noruega. Toda una leyenda. ¡Y allí estaba, postrado! Decidió ahorrarles la noticia a sus compañeros.

Otro caza rugía sobre su cabeza. ¿De dónde salían, tan de repente, todos aquellos aviones? El otoño pasado tuvieron la impresión de que Ivan se había quedado sin cazas.

Dobló por una esquina y se topó con la espalda encorvada de Dale.

– ¡Dale!

Dale no se volvió. Desde el día de noviembre en que quedó aturdido por el estallido de una granada, ya no oía bien. Tampoco hablaba mucho y tenía la mirada vidriosa e introvertida de quienes habían sufrido la conmoción propia tras el estallido de una granada. Al principio, Dale se quejaba de dolor de cabeza, pero el oficial médico que lo examinó dijo que no se podría hacer mucho por él, que sólo quedaba esperar y ver si se le pasaba. Acusaban demasiado la falta de combatientes y no iban a enviar al hospital a gente sana.

Edvard puso un brazo sobre el hombro del compañero, que se dio la vuelta con tal brusquedad que Edvard patinó en el hielo, resbaladizo a causa del sol. «Por lo menos el invierno se presenta suave», pensó Edvard antes de echarse a reír al verse boca arriba en el suelo. Sin embargo, su risa cesó en cuanto se enfrentó a la boca del fusil que Dale sostenía ante sus ojos.

Passwort! -gritó Dale.

Edvard vio su ojo muy abierto por encima de la mira del fusil.

– Hola, hola. Soy yo, Dale.

Passwort! [10]

– ¿Cómo que la contraseña? ¡Aparta el fusil, Dale! Demonios, soy yo, Edvard.

Passwort!

Gluthaufen. [11]

Edvard sintió que el miedo se apoderaba de él, cuando vio los dedos de Dale apretar despacio el gatillo. ¿Acaso no lo había oído?

Gluthaufen -gritó con todas sus fuerzas-. ¡Gluthaufen, demonios!

– Hehl! Ich schiesse. [12]

¡Dios mío, iba a disparar! ¡Dale se había vuelto loco! De repente, Edvard recordó que habían cambiado la contraseña aquella misma mañana. Después de que él partiese para la región norte. El dedo de Dale apretaba el gatillo, aunque no del todo. Frunció el entrecejo. Soltó el seguro y volvió colocar el dedo. ¿Así iba a terminar? ¿Después de todo lo que había superado, iba morir por el disparo de un compatriota perturbado? Edvard clavó la mirada en la boca del fusil, esperando el estallido. ¿Le daría tiempo a verlo? Dios mío. Dirigió la mirada desde la boca del arma hacia el cielo azul en el que se dibujaba la cruz negra de un caza ruso. Volaba a demasiada altura y no podían oírlo. Cerró los ojos.

Engelstimme! [13] -oyó a alguien gritar a su lado.

Dale bajó el fusil. Le sonrió a Edvard y asintió.

Engelstimme es la contraseña -repitió.

Edvard volvió a cerrar los ojos y respiró aliviado.

– ¿Correspondencia? -preguntó Gudbrand.

Edvard se levantó y le entregó a Gudbrand los documentos. Dale seguía sonriendo, aunque con el mismo semblante inexpresivo. Edvard agarró con fuerza la boca del fusil de Dale y pegó su cara a la del compañero, antes de preguntar:

– ¿Estás ahí, Dale?

Pretendía hacer la pregunta en un tono de voz normal, pero sólo pudo emitir un susurro bronco y áspero.

– No te oye -explicó Gudbrand mientras ojeaba las cartas.

– No sabía que estuviese tan mal -confesó Edvard agitando una mano ante la cara de Dale.

– No debería estar aquí. Tiene carta de su familia. Enséñasela y comprenderás lo que quiero decir.

Edvard cogió la carta y se la acercó a Dale, pero éste sólo reaccionó con una fugaz sonrisa que tardó en desaparecer lo que Dale en volver a fijar la vista en la eternidad, o en lo que quiera que llamase su atención en el vacío.

– Tienes razón. Está acabado.

Gudbrand le dio una carta a Edvard.

– ¿Qué tal por casa? -preguntó.

– Bueno, ya sabes -le dijo Edvard observando la carta un buen rato.

Pero Gudbrand no sabía nada, porque él y Edvard no habían hablado desde el invierno anterior. Era extraño, pero aun allí, en aquellas circunstancias, dos personas podían evitarse si de verdad lo deseaban. No era que a Gudbrand no le cayese bien Edvard, al contrario, respetaba al chico de Mjøndalen, al que consideraba un tipo sensato, un soldado valiente y un buen apoyo para los jóvenes y los nuevos del grupo. Aquel otoño, Edvard había ascendido a Scharführer, grado equivalente al de sargento en el ejército noruego, pero tenía las mismas responsabilidades que antes del ascenso. Edvard le dijo en broma que lo habían ascendido porque todos los demás sargentos habían muerto y les sobraban gorras de sargento.

Gudbrand había pensado muchas veces que, de ser otras las circunstancias, podrían haber llegado a ser buenos amigos. Pero lo que había ocurrido el invierno anterior, la desaparición de Sindre y la misteriosa reaparición del cuerpo de Daniel creó entre ellos una distancia insalvable.

El sonido sordo y remoto de una explosión, seguido del repiqueteo de un diálogo entre metralletas, vino a romper el silencio.

– ¿Los ataques se recrudecen? -preguntó Gudbrand más en tono interrogativo que de afirmación.

– Así es -confirmó Edvard-. Es la dichosa subida de la temperatura. Nuestras provisiones se quedan atascadas en el barro.

– ¿Tendremos que retirarnos?

Edvard se encogió de hombros.

– Tal vez debamos retroceder unos kilómetros. Pero volveremos.

Gudbrand miró hacia el este. Se hizo sombra con la mano y oteó el horizonte… No sentía el menor deseo de volver. Quería irse a casa y ver si aún podía rehacer su vida.

– ¿Has visto la señal de carreteras noruega que hay en el cruce, cerca del hospital de campaña, la de la cruz solar? -preguntó-. ¿Y la flecha que apunta hacia el este, donde pone «Leningrado 5 kilómetros»?

Edvard asintió.

– ¿Te acuerdas de lo que dice la flecha que apunta hacia el oeste?

– ¿Oslo? -dijo Edvard-. Sí, «Oslo 2611 kilómetros».

– Esos son muchos kilómetros.

– Sí, lo son.

Dale le había dejado el fusil a Edvard y se había sentado en el suelo con las manos hundidas en la nieve. Su cabeza oscilaba entre los estrechos hombros como si fuese una flor con el tallo quebrado. Oyeron otra explosión, más cercana esta vez.

– Te agradezco…

– No hay de qué -atajó Gudbrand enseguida.

– Vi a Olaf Lindvig en el hospital de campaña -dijo Edvard, sin saber por qué.

Tal vez porque Gudbrand era, junto con Dale, el único del pelotón que llevaba allí tanto tiempo como él.

– ¿Estaba…?

– Sólo levemente herido, creo. Vi su capote blanco colgado de una silla.

– Dicen que es un buen hombre.

– Sí, tenemos muchos hombres buenos.

Ambos guardaron silencio.

Edvard carraspeó y se metió una mano en el bolsillo.

– He traído unos cigarrillos rusos del norte. Si tienes fuego…

Gudbrand asintió. Se desabotonó la casaca de camuflaje, encontró las cerillas y encendió una. Cuando levantó la vista, lo primero que se encontró fue el ojo de cíclope de Edvard, abierto de par en par. Miraba fijamente por encima de su hombro. Entonces oyó el silbido.

– ¡A tierra! -gritó Edvard.

Se tumbaron rápidamente sobre el hielo y el cielo se agrietó con un estruendo desgarrador. Gudbrand sólo tuvo tiempo de ver el timón de cola del caza ruso que volaba en picado hacia sus trincheras y las sobrevolaba tan bajo que levantó una nube de nieve. Después desapareció y todo quedó en silencio.

– Estuvo cerca… -susurró Gudbrand.

– ¡Dios mío! -suspiró aliviado Edvard mientras, apoyado sobre el costado, le sonreía a Gudbrand-. Pude ver la cara del piloto. Había retirado la campana de cristal para asomarse por la cabina. Ivan se ha vuelto loco. -Se rió de tal manera que empezó a jadear-. ¡Vaya día!

Gudbrand miró la cerilla que aún sostenía en la mano. Y él también se echó a reír.

– ¡Ja, ja! -corroboró Dale observándolos desde el borde de la trinchera-. ¡Ja, ja!

Gudbrand miró fugazmente a Edvard y ambos se echaron a reír a carcajadas. Se rieron hasta perder el resuello y, al principio, no se percataron del extraño sonido que se aproximaba.

– Toc-toc.

Sonaba como si alguien estuviese dando golpes en el hielo, muy despacio.

– Toc.

Entonces se oyó un golpe metálico. Gudbrand y Edvard se volvieron hacia Dale, que se desplomaba despacio sobre la nieve.

– ¿Pero qué…? -titubeó Gudbrand.

– ¡Una granada! -gritó Edvard.

Gudbrand reaccionó instintivamente al grito de Edvard y se acurrucó enseguida; pero mientras estaba así, encogido, vio girar la varilla de la granada sobre el hielo, a sólo un metro de donde él estaba. Con la sensación de que su cuerpo se congelaba poco a poco, comprendió lo que estaba a punto de suceder.

– ¡Aléjate! -gritó Edvard a su espalda.

¡Era cierto! Los pilotos rusos tiraban granadas de mano desde los aviones. Edvard estaba de espaldas e intentó retirarse, pero se resbalaba en el hielo mojado.

– ¡Gudbrand!

Aquel sonido tan extraño procedía de las granadas de mano que rebotaban sobre el hielo del fondo de la trinchera. ¡Habría alcanzado a Dale directamente en el casco!

– ¡Gudbrand!

La granada giraba sin cesar, saltaba bailoteando sobre el hielo y Gudbrand no podía dejar de mirarla. Cuatro segundos desde que se tiraba de la anilla hasta la detonación, ¿no era eso lo que habían aprendido en Sennheim? Tal vez los rusos tuviesen otro tipo de granadas. ¿Serían seis segundos? ¿Y si eran ocho? La granada giraba y giraba, como uno de esos grandes trompos rojos que su padre le hacía cuando vivían en Brooklyn. Gudbrand lo hacía girar y Sonny y su hermano pequeño miraban y contaban el tiempo que se mantenía en pie. «Twenty-one-twenty-two»… Su madre los llamaba desde la ventana del tercero, la comida estaba lista, tenían que entrar, su padre llegaría en cualquier momento…

– Espera un poco -le gritaba él-. ¡El trompo sigue girando!

Pero ella no lo oía, ya había cerrado la ventana. Edvard había dejado de gritar y, de repente, todo quedó en silencio.

Capítulo 22

SALA DE ESPERA DEL DOCTOR BUER

22 de Diciembre de 2000


El viejo miró el reloj. Llevaba quince minutos en la sala de espera. Antes, cuando estaba el doctor Konrad Buer, nunca había tenido que esperar. Konrad no visitaba a más pacientes de los que podía atender según la hoja de citas.

Había otro hombre sentado al fondo de la sala. De piel oscura, africano. Estaba hojeando una revista y el viejo comprobó que, a pesar de la distancia, podía leer cada letra de la primera página. Algo sobre la familia real. ¿Era eso lo que leía el africano, un artículo sobre la familia real noruega? Se le antojó absurdo.

El africano pasó la página. Llevaba uno de esos bigotes que bajan por los extremos, igual que el mensajero que había visto aquella noche. El encuentro fue breve. El mensajero llegó al puerto de contenedores en un Volvo, probablemente alquilado. Se paró, bajó la ventanilla y dijo la contraseña: «Voice of an Angel». Ese sujeto tenía exactamente el mismo tipo de bigote. Y la mirada triste. Se apresuró a decirle que no llevaba el arma en el coche, por razones de seguridad, que irían a recogerla a otro sitio. El viejo dudó pero luego pensó que, si quisieran robarle, lo habrían hecho allí mismo, en el puerto de contenedores. De modo que subió al coche y se pusieron en marcha en dirección al hotel Radisson SAS de la plaza Holberg. ¡Qué casualidad! Vio a Betty Andresen detrás del mostrador cuando pasaron ante la recepción, pero ella no se dio cuenta.

El mensajero contó el dinero del maletín murmurando las cantidades en alemán. Así que el viejo le preguntó. Y el mensajero le contestó que sus padres procedían de Alsacia y el viejo tuvo la idea de decirle que había estado allí, en Sennheim. Vaya ocurrencia.

Después de haber leído tanto sobre el rifle Märklin en Internet, en la biblioteca de la universidad, el arma lo decepcionó un poco. Parecía una escopeta de caza corriente, sólo que algo más grande. El mensajero le enseñó cómo montarlo y desmontarlo y lo llamó «señor Urías». Después, el viejo colocó el rifle desmontado en una bolsa grande y bajó a la recepción en el ascensor. Por un instante, se le pasó por la cabeza acercarse a Betty Andresen y decirle que le pidiera un taxi. Otra ocurrencia.

– ¡Hola!

El viejo alzó la vista.

– Creo que tendré que hacerte también una prueba de audición.

El doctor Buer estaba en la puerta intentando sonreír jovialmente. Lo condujo hasta la consulta. Las ojeras del doctor aparecían hoy más marcadas aún.

– He dicho tu nombre tres veces.

«Vaya, se me olvida hasta mi nombre -pensó el viejo-. Olvido todos mis nombres.»

De la calurosa palmadita del doctor, dedujo que tenía malas noticias.

– Sí, ya tengo los resultados de las pruebas que hicimos -dijo como de pasada, antes de que él se hubiese acomodado del todo en la silla, como para terminar cuanto antes con las nuevas desagradables-. Por desgracia, se ha extendido.

– Por supuesto que se ha extendido -repitió el viejo-. ¿No forma eso parte de la naturaleza del cáncer? ¿Extenderse?

– Bueno, sí -concedió Buer retirando una invisible mota de polvo del escritorio.

– El cáncer es como nosotros -explicó el viejo-. Hace lo que tiene que hacer.

– Sí -afirmó el doctor Buer con su apariencia de forzosa tranquilidad y su postura algo rígida.

– Uno hace siempre lo que tiene que hacer, doctor.

– Tienes razón -respondió el doctor sonriendo y colocándose las gafas-. Aún no hemos descartado la quimioterapia. Te debilitará, pero puede prolongar…

– ¿La vida?

– Sí.

– ¿Cuánto me queda sin la terapia?

La nuez de Buer se movía alterada.

– Algo menos de lo que habíamos pensado en un principio.

– ¿Y eso significa?

– Significa que el cáncer se ha extendido desde el hígado a través de las vías sanguíneas hasta…

– Calla, y dime cuánto.

El doctor Buer lo miró inexpresivo.

– Odias esta parte del trabajo, ¿verdad? -preguntó el viejo.

– ¿Cómo dices?

– Nada. Una fecha, por favor.

– Es imposible de…

El doctor Buer se sobresaltó: el viejo dio un puñetazo en la mesa con tal violencia, que el auricular del teléfono se descolgó de su sitio. Abrió la boca con la intención de decir algo, pero se contuvo al ver el índice del viejo. Suspiró, se quitó las gafas y se pasó una mano por la cara con gesto cansino.

– Para el verano. Junio. Puede que antes. Como máximo, agosto.

– Bien -dijo el viejo-. Justo lo suficiente. ¿Qué me dices de los dolores?

– Pueden aparecer en cualquier momento. Pero te recetaré analgésicos.

– ¿Podré llevar una vida normal?

– Resulta difícil de decir. Dependerá del dolor.

– Necesito una medicina que me permita llevar una vida normal. Es importante, ¿comprendes?

– Todos los analgésicos…

– Soporto bien el dolor. Sólo necesito algo que me mantenga consciente, que me permita pensar, actuar racionalmente.


Feliz Navidad. Fue lo último que le dijo el doctor Buer. El viejo ya estaba en la escalera. Al principio no entendió por qué había tanta gente en la ciudad, pero ahora, al recordar que se acercaba la fecha de las fiestas, observó el pánico en los ojos de cuantos corrían por las aceras en busca de los últimos regalos de Navidad. La gente se había congregado en la plaza Egertorget, alrededor de una banda de música pop. Un hombre con el uniforme del Ejército de Salvación pasaba su hucha mientras un drogadicto pateaba la nieve con la mirada errante, como una vela cuyallama estuviese a punto de extinguirse. Dos muchachas cogidas del brazo pasaron a su lado, con las mejillas encendidas por la emoción de los secretos que intercambiaban sobre sus novios y sus esperanzas. Y las luces. Brillaba una luz en cada maldita ventana. Alzó el rostro hacia el cielo de Oslo, una cúpula cálida y amarilla por los reflejos de las luces de la ciudad. ¡Dios mío, cómo la echaba de menos! «La próxima Navidad -se dijo-. La próxima Navidad la celebraremos juntos, mi amor.»

Загрузка...