Parte VI. BETSABÉ

Capítulo 59

DESPACHO DE MØLLER

24 de Abril de 2000


La primera ofensiva de la primavera llegó tarde. No empezó a dejarse sentir hasta finales de marzo. En abril ya se había derretido toda la nieve hasta Songsvann. Pero después la primavera tuvo que batirse en retirada por segunda vez, pues nevó tan copiosamente que la nieve formó grandes montones hasta en el centro de la ciudad, y pasaron semanas hasta que el sol fue capaz de derretirla otra vez. Los excrementos de los perros y la basura del año anterior apestaban en las calles, el viento cobró velocidad en los espacios abiertos de Grønlandsleiret y de Galleri Oslo, levantaba la arena y obligaba a los viandantes a frotarse los ojos y a escupir mientras caminaban. La gente hablaba de la madre soltera que tal vez llegase a reinar un día, de la liga europea de fútbol y del tiempo tan inusual que sufrían. En la comisaría se hablaba de lo que cada uno había hecho en Semana Santa, de la mísera subida de los salarios…, como si todo siguiese igual.

Pero todo no seguía igual.

Harry estaba sentado en su despacho con los pies encima de la mesa mirando al cielo sin nubes, a las pensionistas tocadas con horrendos sombreros que llenaban las aceras por las mañanas, las furgonetas de reparto que pasaban con el semáforo en ámbar, todas esas pequeñas cosas que le otorgaban a la ciudad aquella falsa apariencia de normalidad. Hacía tiempo que lo venía pensando, que se preguntaba si él sería el único en no dejarse engañar. Hacía seis semanas que habían enterrado a Ellen, pero cuando miraba fuera, no notaba ningún cambio.

Llamaron a la puerta. Harry no contestó, pero la puerta se abrió de todos modos. Era el jefe de grupo Bjarne Møller.

– He oído que has vuelto.

Harry vio cómo uno de los autobuses rojos se deslizaba hasta la parada. En el lateral del autobús se veía un anuncio publicitario de los seguros de vida de la compañía Storebrand.

– ¿Puedes decirme por qué, jefe? -preguntó de pronto-. ¿Por qué los llaman seguros de vida cuando, en realidad, son seguros de muerte?

Møller suspiró y se sentó en el borde del escritorio.

– ¿Por qué no hay más sillas aquí, Harry?

– La gente va más al grano si está de pie -explicó sin dejar de mirar por la ventana.

– Te echamos de menos en el entierro.

– Me había cambiado para asistir -explicó Harry, más para sí que para Møller-. Y te aseguro que incluso estaba en camino. Y cuando vi aquel grupo tan triste de gente a mi alrededor, creí por un momento que había llegado. Hasta que comprendí que tenía ante mí a Maja, con su delantal, esperando mi pedido.

– Sí, me imaginaba algo así -dijo Møller.

Un perro cruzó el césped reseco con el hocico pegado a la tierra y el rabo tieso. Por lo menos había alguien que apreciaba la primavera de Oslo.

– ¿Qué pasó después? -preguntó Møller-. Estuviste perdido durante algún tiempo.

Harry se encogió de hombros.

– Estuve ocupado. Tengo un nuevo inquilino, un pájaro carbonero con una sola ala. Y aproveché para repasar mensajes antiguos grabados en mi contestador. Resultó que todos los mensajes que he recibido durante los dos últimos años han cabido en una cinta de media hora. Y todos eran de Ellen. ¿Triste, verdad? Bueno. Quizá no tanto. Lo único triste fue que yo no estaba en casa cuando me llamó por última vez. ¿Sabías que Ellen lo había descubierto?

Por primera vez desde que entró, Harry se volvió a mirar a Møller.

– ¿Te acuerdas de Ellen, verdad?

Møller suspiró.

– Todos nos acordamos de Ellen, Harry. Y me acuerdo del mensaje que había dejado en tu contestador y de que le dijiste a la KRIPOS que, en tu opinión, se trataba del intermediario de la operación de compra del arma. El hecho de que no hayamos conseguido encontrar el autor del crimen no significa que hayamos olvidado a Ellen, Harry. La KRIPOS y el grupo de delitos violentos llevan semanas trabajando, apenas si hemos dormido. Si hubieras venido al trabajo, te habrías dado cuenta de lo mucho que hemos trabajado.

Møller se arrepintió de sus palabras en cuanto las pronunció.

– No quiero decir…

– Sí, es lo que querías decir. Y por supuesto, tienes razón.

Harry se pasó una mano por la cara.

– Ayer por la noche escuché uno de sus mensajes. No tengo ni idea de qué quería. El mensaje contenía muchos consejos sobre cosas que debía comer y terminó diciendo que tenía que acordarme de la comida para los pajaritos, de estirarme después de entrenar y de Ekman y Friesen. ¿Sabes quiénes son Ekman y Friesen?

Møller negó con la cabeza.

– Dos psicólogos que descubrieron que, cuando sonríes, los músculos de la cara ponen en marcha unas reacciones químicas en el cerebro que te hacen adoptar una visión más positiva del mundo que tienes a tu alrededor y sentirte, en definitiva, más satisfecho con tu vida. Sencillamente, confirmaron la vieja teoría de que si tú le sonríes al mundo, el mundo te sonríe a ti. Me hizo creerlo durante un tiempo.

Volvió a mirar a Møller.

– Triste, ¿verdad?

– Muy triste.

Ambos sonrieron y guardaron silencio durante un rato.

– Sé que has venido para decirme algo en concreto, jefe. ¿Qué es?

Møller se levantó de la mesa de un salto y empezó a andar de un lado para otro.

– La lista de los treinta y cuatro cabezas rapadas sospechosos quedó reducida a doce después de comprobar sus coartadas. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Podríamos identificar el grupo sanguíneo del propietario de la gorra una vez obtenido el ADN de los restos de piel que encontramos. Cuatro de los doce tenían el mismo grupo sanguíneo. Tomamos una muestra de sangre de esos cuatro y se las enviamos a la científica para que analizasen el ADN. Los resultados han llegado hoy.

– ¿Y?

– Nada.

Se produjo un silencio en el que sólo se oían las suelas de goma de Møller, que emitían un gritito cada vez que se giraba.

– ¿Y la policía judicial ha descartado la idea de que el novio de Ellen fuese el culpable?

– También hemos comprobado su ADN.

– ¿Así que estamos como al principio?

– Más o menos, sí.

Harry se volvió hacia la ventana otra vez. Una bandada de tordos alzó el vuelo desde el gran olmo y desapareció hacia el oeste con dirección al hotel Plaza.

– ¿A lo mejor la gorra es una falsa pista? -aventuró Harry-. Nunca he podido comprender que un agresor que se preocupa de no dejar ninguna otra huella y que, además, se molesta en borrar las pisadas de las botas en la nieve, sea tan torpe como para perder la gorra a sólo unos metros de la víctima.

– Es posible. Pero la sangre de la gorra era de Ellen, ese dato está confirmado.

Harry miró al perro que volvía, olfateando las mismas huellas que a la ida. El animal se detuvo en medio del césped, se quedó un rato con el hocico clavado en la tierra antes de tomar una decisión y desaparecer hacia la izquierda, fuera del campo de visión de Harry.

– Tenemos que seguir la pista de la gorra -insistió Harry-. Además de los que han sido condenados por agresión, tenemos que buscar a todos los que han sido detenidos o acusados del mismo delito. En los últimos diez años. Incluye también la provincia Akershus. Y procura que…

– Harry…

– ¿Qué pasa?

– Ya no trabajas en delitos violentos. La KRIPOS lleva la investigación. ¿Me estás pidiendo que me meta en sus asuntos?

Harry no dijo nada, sólo asintió despacio con la cabeza, con la mirada fija en algún punto de la colina Ekeberg.

– ¿Harry?

– ¿Te has planteado alguna vez si no deberías estar en otro lugar totalmente diferente, jefe? Quiero decir, fíjate en esta porquería de primavera.

Møller cesó en su ir y venir y sonrió.

– Ya que lo preguntas, te diré que siempre he pensado que Bergen sería una ciudad muy agradable. Por los niños y esas cosas, ya sabes.

– Pero seguirías siendo oficial de policía, ¿verdad?

– Por supuesto.

– Porque la gente como nosotros no sirve para otra cosa, ¿verdad?

Møller se encogió de hombros.

– Puede que no.

– Pero Ellen sí servía para otras cosas. A menudo pensé que era un despilfarro de recursos humanos que ella trabajase en la policía. Que su trabajo consistía en atrapar chicos malos. Y ese tipo de trabajo es para gente como nosotros, Møller, pero no para ella. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Møller se acercó a la ventana y se quedó al lado de Harry.

– Será mejor en cuanto llegue mayo -auguró.

– Sí -convino Harry.

El reloj de la iglesia de Grønland dio dos campanadas.

– Voy a decirle a Halvorsen que se ocupe del asunto -dijo Møller.

Capítulo 60

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES

27 de Abril de 2000


Su prolongada y amplia experiencia con las mujeres le había enseñado a Bernt Brandhaug que, en las contadas ocasiones en que había decidido que existía una mujer a la que no sólo deseaba conseguir, sino que además necesitaba conseguir, siempre se debía a una de las cuatro razones siguientes: que era más bella que ninguna otra, que lo satisfacía sexualmente mejor que ninguna otra, que lo hacía sentirse más hombre que ninguna otra y, la más importante de todas, que ella quería a otro hombre.

Y Brandhaug se había percatado de que Rakel Fauke era una de esas mujeres.

La llamó un día de enero con el pretexto de obtener de ella una valoración del nuevo agregado militar de la embajada rusa en Oslo. Ella le contestó que le enviaría un informe, pero él insistió en que se lo diera de palabra y, puesto que era viernes por la tarde, sugirió que podían tomar una cerveza en el bar del hotel Continental. Así fue como se enteró de que era madre soltera, ya que ella declinó la invitación aduciendo que tenía que recoger a su hijo de la escuela, a lo que él, jocosamente, contestó con la pregunta:

– ¿Es que las mujeres de tu generación no tienen un marido que se ocupe de esas cosas?

Aunque no lo dijo, él comprendió que no existía tal marido.

En cualquier caso, al colgar, se sintió satisfecho con el resultado, aunque con algo de disgusto por haber dicho «tu generación», subrayando así la diferencia de edad que había entre ellos.

A continuación llamó a Kurt Meirik con objeto de, con la mayor discreción posible, sonsacarle información sobre la señorita Fauke. No haber sido tan discreto como para que Meirik no adivinase sus intenciones no lo preocupaba lo más mínimo.

Como de costumbre, Meirik estaba bien informado. Rakel había servido como intérprete en el departamento del propio Meirik durante dos años, en la embajada noruega en Moscú. Rakel se había casado con un ruso, un joven profesor de ingeniería genética, que la conquistó de forma fulminante y pasó sin más dilación a poner en práctica sus teorías, pues no tardó en dejarla embarazada. El hecho de que el propio profesor hubiese nacido con un gen que lo hacía propenso al alcoholismo, combinado con su tendencia a argumentaciones relacionadas con la física, acortó la duración de la felicidad. Rakel Fauke no repitió los errores de muchas de sus semejantes: esperar, perdonar e intentar comprender; antes al contrario, se marchó por la puerta con Oleg en su regazo tan pronto como recibió el primer golpe. Su marido y la familia de éste, que era bastante influyente, solicitaron la custodia de Oleg, y de no haber gozado de inmunidad diplomática, Rakel no habría podido salir de Rusia con su hijo.

Al revelarle Meirik que el marido la había demandado, Brandhaug recordó vagamente una citación del juzgado ruso que había pasado por su despacho. Pero entonces ella no era más que una intérprete, y él derivó el asunto a otra persona y ni siquiera se quedó con el nombre. Cuando Meirik mencionó que el asunto de la custodia todavía estaba en trámites y en manos de las autoridades rusas y noruegas, Brandhaug se apresuró a concluir la conversación para marcar enseguida el número de la Sección Jurídica.


La próxima vez que llamase a Rakel sería para invitarla a cenar, sin pretextos. Sin embargo, recibió una declinación amable aunque firme, por lo que dictó una carta dirigida a la señorita Fauke y firmada por el encargado de la Sección Jurídica. La misiva decía, en resumen, que dado el tiempo transcurrido sin resultado, el Ministerio de Asuntos Exteriores intentaba llegar a un acuerdo con las autoridades rusas en relación con el asunto de la custodia de Oleg, «por razones humanitarias con respecto a la familia rusa del niño». Lo que era tanto como decir que Rakel Fauke y Oleg deberían personarse ante el juez ruso y acatar el contenido de su sentencia.

Cuatro días más tarde, Rakel lo llamó para preguntarle si podían verse con objeto de tratar un asunto personal. Él contestó que, en esos momentos, estaba muy ocupado, lo cual era cierto, y le preguntó si podían aplazarlo un par de semanas. Cuando ella, con cierto temblor de voz que dejó traslucir su tono, por lo general tan profesional y correcto, le rogó que hiciese lo posible por entrevistarse con ella a la mayor brevedad, él contestó, tras una breve reflexión, que la única posibilidad era el viernes a las seis de la tarde, en el bar del hotel Continental. Allí se tomó un gin-tonic mientras ella le explicaba su problema sumida en algo que él supuso no era sino la confusión biológicamente condicionada de una madre. Asintió con la cabeza adoptando un gesto grave, se esforzó en mostrar compasión con los ojos y finalmente se atrevió a posar sobre la suya una mano paternal y protectora. Ella se estremeció, pero él fingió no darse cuenta y le explicó que, por desgracia, él no podía revocar las decisiones de sus superiores, pero que por supuesto haría cuanto estuviese en su mano para evitar que tuviera que personarse ante el juez ruso. Subrayó asimismo que, teniendo en cuenta la influencia política de la familia de su ex marido, compartía plenamente su preocupación por que el juzgado ruso fallase en su contra. Miró como hechizado sus ojos castaños anegados en lágrimas y pensó que nunca había visto nada tan bello. Ella declinó la invitación de continuar la velada con una cena en el restaurante. El resto de la noche, con un vaso de whisky y la televisión de pago de la habitación del hotel, fue un anticlímax.


La mañana siguiente, Brandhaug llamó al embajador ruso para comunicarle que el Ministerio de Asuntos Exteriores había mantenido una discusión interna acerca del asunto de la custodia de Oleg Fauke Gosev. Le pidió que le enviase una carta en la que se explicase el estado actual del asunto y en la que se indicase la postura de las autoridades rusas al respecto. El embajador no estaba informado del caso, pero prometió que por supuesto atendería la petición del responsable de Asuntos Exteriores y que haría que se redactase la carta tal y como solicitaba. La notificación en la que las autoridades rusas pedían que Rakel y Oleg se personasen ante el juez ruso llegó una semana más tarde. Brandhaug envió enseguida una copia al encargado de la Sección Jurídica y otra a Rakel Fauke. En esta ocasión, ella lo llamó al día siguiente. Después de escucharla, Brandhaug dijo que no sería compatible con su posición diplomática intentar ejercer su influencia sobre aquel asunto y que, en cualquier caso, no era conveniente que hablasen de ello por teléfono.

– Como sabes, yo no tengo hijos -le dijo-. Pero según me describes a Oleg parece un chico maravilloso.

– Si lo conocieras, te… -comenzó ella.

– Eso no tiene por qué ser imposible. Casualmente, leí en la correspondencia que vives en la calle Holmenkollen, que está muy cerca de Nordberg.

Se percató de una vacilación en el silencio que se hizo al otro lado del hilo telefónico, pero sabía que las circunstancias estaban a su favor:

– ¿Te parece bien a las nueve mañana por la noche?

Hubo una larga pausa antes de que ella contestase:

– Ningún niño de seis años está despierto a las nueve de la noche.

Acordaron que iría a las seis de la tarde. Oleg tenía los ojos castaños de su madre y era un niño muy bien educado. Sin embargo, a Brandhaug le molestó que la madre no quisiera dejar el tema de la citación, ni tampoco mandar a Oleg a la cama. Llegó incluso a sospechar que mantenía al chico como rehén en el sofá. A Brandhaug tampoco le gustaba que el chico lo mirase tan fijamente. Al final, Brandhaug comprendió que Roma no se construiría en un día, pero de todos modos, lo intentó cuando se encontraba en la puerta, ya a punto de irse. La miró fijamente a los ojos y dijo:

– No sólo eres una mujer bella, Rakel. También eres una persona muy valiente. Quiero que sepas que te aprecio muchísimo.

No estaba muy seguro de cómo interpretar su mirada pero, aun así, se atrevió a inclinarse y darle un beso en la mejilla. La reacción de ella fue algo ambigua. Su boca sonreía y le agradeció el cumplido, pero sus ojos parecían fríos cuando añadió:

– Siento haberte entretenido tanto rato, Brandhaug. Supongo que tu mujer te espera.


Su insinuación no había sido nada ambigua, así que decidió darle un par de días para pensar, pero no recibió ninguna llamada de Rakel Fauke. Sí, en cambio, una carta algo inesperada de la embajada rusa, en la que le reclamaban una respuesta. Brandhaug comprendió que, al dirigirse a ellos, había reavivado el caso de Oleg Fauke Gosev. Lamentable pero, ya que había sucedido, no vio razón alguna para no aprovecharse de ello. Llamó enseguida a Rakel a su oficina del CNI y la puso al corriente de las últimas novedades del caso.

Algunas semanas más tarde, se encontraba otra vez en la calle Holmenkollen, en el chalé de vigas de madera, más grandes y más oscuras aún que las del suyo. Pero en esta ocasión, después de que el niño se hubiese ido a la cama. Rakel parecía ahora mucho más relajada en su compañía. Hasta consiguió llevar la conversación a un plano más personal, por lo que no resultó demasiado llamativo el hecho de que comentase lo platónica que se había vuelto la relación entre él y su mujer y lo importante que era de vez en cuando olvidarse del cerebro y escuchar al cuerpo y al corazón, cuando se vio interrumpido por el sonido del timbre, tan repentino como inconveniente. Rakel fue a abrir la puerta y volvió con aquel tipo alto que llevaba la cabeza casi rapada y tenía los ojos enrojecidos. Rakel lo presentó como un colega del CNI y Brandhaug estaba seguro de haber oído su nombre con anterioridad, aunque no fue capaz de recordar cuándo o dónde. Inmediatamente, sintió que todo lo relacionado con aquel hombre le disgustaba. Le disgustó la interrupción en sí, el hecho de que el individuo estuviese ebrio, que se sentase en el sofá y, al igual que Oleg, lo mirase fijamente sin pronunciar una sola palabra. Pero lo que más lo irritó fue el cambio que advirtió en Rakel; en efecto, se le iluminó la cara, se apresuró a preparar café y se reía de buena gana ante las respuestas crípticas y monosilábicas de aquel sujeto, como si contuviesen sentencias geniales. Y, cuando le prohibió que volviese a su casa en su propio coche, advirtió una preocupación sincera en su voz. El único rasgo positivo que Brandhaug observó en aquel tipo fue su abrupta retirada y el hecho de que, a continuación, oyeran que arrancaba su coche, lo cual podría significar, en consecuencia, que cabía la posibilidad de que fuese lo bastante decente como para matarse en la carretera. El daño causado en la atmósfera que reinaba entre ellos antes de su llegada era irreparable y, al cabo de un rato, Brandhaug también se despidió, se metió en su coche y se marchó a casa. Entonces se acordó de su vieja creencia. Existen cuatro razones por las que los hombres deciden que tienen que conseguir a una mujer. Y la más importante es haber comprendido que ella prefiere a otro.

Al principio se quedó muy sorprendido, cuando al día siguiente llamó a Knut Meirik para preguntarle quién era aquel tipo alto y rubio, pero luego casi se echó a reír, porque resultó que era la misma persona que él había ascendido y colocado en el CNI. Ironías del destino, por supuesto, pero hasta el destino depende, en ciertos casos, del consejero del Real Ministerio de Asuntos Exteriores de Noruega. Cuando Brandhaug colgó el teléfono, ya estaba de mejor humor, se fue silbando por los pasillos para acudir a su próxima reunión y, en menos de setenta segundos, ya estaba en la sala.

Capítulo 61

COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

27 de Abril de 2000


Harry estaba en la puerta de su viejo despacho observando a un hombre joven y rubio que ocupaba la silla de Ellen. El joven estaba tan concentrado en su ordenador que no se dio cuenta de la presencia de Harry hasta que no lo oyó carraspear.

– ¿Así que tú eres Halvorsen? -preguntó Harry.

– Sí -contestó el joven con mirada inquisitiva.

– ¿De la comisaría de Steinkjer?

– Correcto.

– Harry Hole. Yo solía sentarme donde tú estás ahora, pero en la silla de al lado.

– Está rota.

Harry sonrió.

– Siempre ha estado rota. Bjarne Møller te pidió que comprobases un par de detalles en relación con el caso de Ellen Gjelten.

– ¿Un par de detalles? -dijo Halvorsen incrédulo-. Llevo tres días trabajando en ello.

Harry se sentó en su vieja silla, que había sido trasladada a la mesa de Ellen. Era la primera vez que veía el despacho desde su sitio.

– ¿Y qué has encontrado, Halvorsen?

Halvorsen frunció el entrecejo.

– No te preocupes -lo tranquilizó Harry-. Fui yo quien pidió esa información, puedes preguntarle a Møller si quieres.

De pronto, Halvorsen cayó en la cuenta.

– ¡Claro, tú eres Hole del CNI! Siento ser tan lento. -En su rostro se dibujó una gran sonrisa de niño grande-. Recuerdo aquel caso de Australia. ¿Cuánto hace de eso?

– Bastante. Como te decía…

– ¡Sí, la lista!

Dio con los nudillos en un montón de documentos obtenidos del ordenador.

– Aquí están todos los que han sido detenidos, acusados o condenados por agresiones graves durante los últimos diez años. Hay más de mil nombres. Esa parte era sencilla, el problema consiste en averiguar quién está rapado, esa información no figuraba en ningún sitio. Se pueden tardar semanas…

Harry se retrepó en la silla.

– Entiendo. Pero el registro central de la policía tiene claves para los tipos de armas que se han utilizado. Haz una búsqueda según el tipo de arma empleada en la agresión y a ver cuántos quedan.

– A decir verdad, había pensado sugerirle lo mismo a Møller cuando vi la cantidad de nombres que había. La mayoría de los que aparecen en la lista han utilizado navajas, armas de fuego o simplemente las manos. Podría tener confeccionada una nueva lista dentro de unas horas.

Harry se levantó.

– Bien -dijo-. No recuerdo mi número interno, pero lo encontrarás en el listín de teléfonos. Y la próxima vez que tengas una buena sugerencia, no dudes en decirlo. Aquí en la capital no somos tan listos.

Halvorsen soltó una risita insegura.

Capítulo 62

CNI

2 de Mayo de 2000


La lluvia había estado azotando las calles toda la mañana hasta que, de improviso, el sol rompió con violencia la capa de nubes y, en un momento, el cielo quedó limpio. Harry estaba sentado con los pies encima de la mesa y las manos apoyadas en la nuca, fingiendo que pensaba en el rifle Märklin. Pero sus pensamientos habían huido por la ventana, hacia las calles recién lavadas por la lluvia que ahora olían a asfalto caliente y mojado, a las vías del tren, hasta lo más alto de Holmenkollen, donde todavía se veían manchas grises de nieve en las sombras del bosque de abetos y donde Rakel, Oleg y él habían saltado por los primaverales senderos embarrados, intentando evitar los charcos más profundos. Harry recordaba vagamente que él también había hecho ese tipo de excursiones domingueras cuando tenía la edad de Oleg. Cuando las excursiones eran muy largas y él y Søs se quedaban atrás, su padre iba dejando trozos de chocolate en las ramas más bajas. Søs aún creía que el chocolate Kvikklusj crecía en los árboles.

Oleg no habló mucho con Harry durante sus dos primeras visitas. Pero no importaba. Harry tampoco sabía de qué hablar con Oleg. En cualquier caso, la timidez de ambos empezó a disiparse cuando Harry descubrió que Oleg tenía el Tetris en su Gameboy. Sin piedad ni vergüenza, Harry jugó lo mejor posible y le ganó a aquel niño de seis años por más de cuarenta mil puntos. Después de aquello, Oleg empezó a preguntarle cosas, como por qué la nieve era blanca y otras cosas que ponen a cavilar a los adultos obligándolos a concentrarse tanto que olvidan su timidez. El domingo anterior, Oleg había descubierto una liebre con pelaje de invierno y echó a correr delante de ellos; entonces, Harry cogió la mano de Rakel. Estaba fría por fuera y caliente por dentro. Ella ladeó la cabeza y le sonrió mientras balanceaba el brazo hacia delante y hacía atrás, como diciendo: «estamos jugando a ir de la mano, esto no va en serio». Se dio cuenta de que, cuando alguien se acercaba, se ponía un poco tensa, de modo que la soltó. Después, merendaron chocolate en el restaurante de Frognerseteren, y Oleg preguntó por qué había primavera.

Harry invitó a Rakel a cenar. Era la segunda vez. La primera vez que lo hizo, Rakel le dijo que se lo pensaría y, poco después, llamó para rechazar la invitación. También en esta ocasión dijo que se lo pensaría, pero no le había dicho que no, de momento.

Sonó el teléfono. Era Halvorsen. Parecía adormilado y le explicó que acababa de levantarse de la cama.

– He comprobado setenta de las ciento dos personas de la lista sospechosas de haber utilizado un arma contundente en relación con una agresión grave -le explicó-. Hasta ahora he encontrado a ocho rapados.

– ¿Cómo los encontraste?

– Los llamé por teléfono. Es increíble la cantidad de gente que está en su casa a las cuatro de la madrugada.

Halvorsen soltó una risita insegura, al ver que Harry no hacía el menor comentario.

– ¿Los has llamado uno por uno? -preguntó Harry.

– Sí, eso es -dijo Halvorsen-. A casa o al móvil. Es increíble cuánta gente tiene…

Harry lo interrumpió:

– ¿Les pediste a esos delincuentes violentos que fuesen tan amables de proporcionarle a la policía una descripción actualizada de sí mismos?

– No exactamente. Les dije que estábamos buscando a un sospechoso de cabello rojo y largo y les pregunté si se habían teñido el pelo últimamente -aclaró Halvorsen.

– No te sigo.

– A ver, si tú estuvieses rapado, ¿qué contestarías a esa pregunta?

– ¡Ah! -exclamó Harry-. Ya veo que en Steinkjer sois muy listos.

Una vez más, la misma risita insegura.

– Mándame la lista por fax -le pidió Harry.

– Te la mandaré en cuanto me la devuelvan.

– ¿Cuando te la devuelvan?

– Sí, uno de los oficiales de este grupo. Estaba esperándome cuando llegué y parecía que la necesitaba con urgencia.

– Yo creía que ahora sólo trabajaban en el caso Gjelten los de KRIPOS -dijo Harry.

– Parece que no.

– ¿Quién era?

– Creo que se llama Vågen, o algo así -vaciló Halvorsen.

– No hay ningún Vågen en el grupo de delitos violentos. ¿No sería Waaler?

– ¡Eso es! -afirmó Halvorsen antes de añadir, algo avergonzado-: ¡Son tantos nombres nuevos…!

Harry tenía ganas de echarle un rapapolvo al joven oficial por entregar material de investigación a alguien cuyo nombre ni siquiera conocía, pero pensó que no era el momento más indicado para dejarse caer con una crítica. Después de tres noches seguidas trabajando en el caso, lo más probable era que el chico estuviese a punto de desmayarse.

– Buen trabajo -dijo Harry.

Y ya iba a colgar cuando el joven exclamó:

– ¡Espera! ¡Tu número de fax!

Harry miró por la ventana. Las nubes habían empezado a arracimarse de nuevo sobre la colina de Ekeberg.

– Lo encontrarás en el listín de teléfonos -le dijo.


Apenas había colgado el auricular, cuando volvió a sonar el teléfono. Era Meirik, que le pidió que acudiese a su despacho enseguida.

– ¿Cómo va el informe de los neonazis? -preguntó en cuanto Harry apareció en el umbral de la puerta.

– Mal -contestó Harry sentándose en la silla. La pareja real noruega lo miraba desde la foto que había colgada por encima de la cabeza de Meirik-. La E del teclado se ha atascado -añadió Harry.

Meirik sonrió tan forzadamente como el hombre de la foto y le pidió a Harry que, de momento, se olvidase del informe.

– Te necesito para otra cosa. El jefe de información de la Organización Sindical Nacional acaba de llamarme. La mitad de la directiva ha recibido hoy amenazas de muerte por fax. Todas ellas con la firma «88», una representación críptica del saludo «Heil Hitler». No es la primera vez, pero ha llegado a oídos de la prensa. Y ya han empezado a llamarnos. Hemos podido seguir el rastro del remitente hasta un fax público de Klippan. De ahí que debamos tomar las amenazas en serio.

– ¿Klippan?

– Un lugar a treinta kilómetros al este de Helsingborg. Dieciséis mil habitantes y el peor foco neonazi de Suecia. Allí hay familias que han sido nazis desde los años treinta. Muchos de los neonazis noruegos peregrinan hasta allí para ver y aprender. Quiero que hagas la maleta, Harry.

Harry tuvo un desagradable presentimiento.

– Te enviamos allí para observar, Harry. Debes ponerte en contacto con ellos. Te procuraremos otra ocupación, otra identidad y los demás detalles más adelante. Prepárate para permanecer allí una temporada. Nuestros colegas suecos ya te han buscado un lugar para vivir.

– ¿Me enviáis allí para observar? -repitió Harry. No daba crédito a lo que oía-. No sé nada de observación y seguimiento, Meirik. Soy investigador. ¿O es que lo has olvidado?

La sonrisa de Meirik parecía ya cansina.

– Aprendes rápido, Harry, no es muy difícil. Tómalo como una experiencia interesante y útil.

– Ya. ¿Cuánto tiempo?

– Unos meses. Seis como máximo.

– ¿Seis? -exclamó Harry.

– Será mejor que veas el lado positivo, Harry. No tienes familia de la que preocuparte, ningún…

– ¿Quiénes son el resto del equipo?

Meirik negó con la cabeza.

– No hay equipo. Vas tú solo, así será más verosímil. Y me informas directamente a mí.

Harry se frotó el mentón.

– ¿Por qué yo, Meirik? Dispones de todo un grupo de expertos en observación y en grupos de extrema derecha.

– Alguna vez tiene que ser la primera.

– ¿Y qué pasa con el rifle Märklin? Le hemos seguido la pista hasta dar con un viejo nazi y ahora estas amenazas firmadas con el «Heil Hitler»… ¿No sería mejor que siguiese trabajando en…?

– Harás lo que yo diga, Harry. -Meirik ya no tenía ganas de seguir sonriendo.

Había algo en todo aquello que no encajaba. Se lo olía, pero no entendía qué era ni cuál sería su origen. Se levantó. Meirik también.

– Te irás después del fin de semana -dijo Meirik tendiéndole la mano.

A Harry le pareció un gesto muy extraño y en el semblante de Meirik afloró una expresión de rubor, como si él también acabara de darse cuenta de lo raro que resultaba. Sin embargo, ya era demasiado tarde, la mano estaba en el aire, como desvalida, con los dedos algo separados, y Harry se la estrechó rápidamente para así acabar con aquella situación tan embarazosa lo antes posible.

Cuando Harry pasó junto a la recepción, Linda le gritó que había llegado un fax para él y que estaba en su buzón, así que Harry lo cogió al pasar. Era la lista de Halvorsen. Recorrió los nombres con la mirada mientras avanzaba por el pasillo y se esforzaba por comprender a qué parte de su ser le sería útil relacionarse con neonazis durante seis meses en un lugar insignificante del sur de Suecia. Desde luego, no a la parte que intentaba mantenerse sobria. Tampoco a la parte que estaba esperando la respuesta de Rakel a su invitación. Y decididamente, no era a la parte que quería encontrar al asesino de Ellen. En ese punto de su reflexión, y sin dejar de mirar la lista, se detuvo en seco.

Aquel último nombre…

No había razón para sorprenderse de que apareciesen viejos conocidos en la lista, pero esto era otra cosa. Aquel nombre había hecho resonar en su interior el mismo sonido que oía cuando limpiaba su Smith & Wesson 38 y volvía a juntar las piezas: ese suave clic que le decía que algo, claramente, encajaba.

Unos segundos después estaba en el despacho llamando a Halvorsen. Este tomó nota de sus preguntas y le prometió que lo llamaría en cuanto supiera algo.

Harry se echó hacia atrás en la silla. Podía oír los latidos de su corazón. Normalmente, no era su fuerte combinar pequeños fragmentos de información que, a simple vista, no tenían nada que ver entre sí. Aquello se debía sin duda a un arrebato de inspiración. Cuando Halvorsen llamó un cuarto de hora más tarde, Harry tenía la sensación de llevar horas esperando.

– Concuerda -declaró Halvorsen-. Una de las huellas de bota del escenario del crimen pertenecía a unas botas Combat del número cuarenta y cinco. Lo pudieron determinar porque la bota era prácticamente nueva.

– ¿Y sabes quién utiliza botas Combat?

– Por supuesto, están aprobadas por la OTAN, muchos de los oficiales de Steinkjer las encargaron expresamente. Y he visto que muchos hinchas ingleses también las usan.

– Correcto. Cabezas rapadas. Bootboys. Neonazis. ¿Encontraste alguna foto?

– Cuatro. Dos del Taller de la Cultura de Aker y dos de una manifestación celebrada ante la casa Blitz, en el noventa y dos.

– ¿Lleva gorro en alguna de ellas?

– Sí, en la del Taller de la Cultura de Aker.

– ¿Una gorra Combat?

– Déjame ver.

Harry oyó el crujido de la respiración de Halvorsen contra el micrófono. Mientras esperaba, elevó una plegaria por que la respuesta fuese la deseada.

– Parece una Verte -dijo Halvorsen al fin.

– ¿Estás seguro? -insistió Harry sin intentar ocultar su decepción.

Halvorsen creía estar seguro y Harry lanzó una maldición.

– Pero las botas nos serán de ayuda, ¿no? -le recordó Halvorsen tímidamente.

– El asesino se habrá deshecho de ellas, a menos que sea idiota. Y el hecho de que patease las huellas que dejó sobre la nieve indica que no lo es.

Harry dudaba. Reconocía esa sensación, ese repentino convencimiento de saber quién era el autor del crimen, y sabía que esa sensación era peligrosa, porque uno dejaba de hacerle caso a la duda, a esas pequeñas voces que sugieren contradicciones, que la perspectiva no es perfecta. La duda era como un jarro de agua fría y uno no quiere un jarro de agua fría cuando siente que está a punto de atrapar a un asesino. Sí. Harry había estado seguro otras veces. Y se había equivocado.

Halvorsen seguía hablando.

– Los mandos de Steinkjer compraron las botas Combat directamente a Estados Unidos, así que no puede haber muchas tiendas que las vendan. Y las botas del asesino son casi nuevas…

Harry siguió a la perfección su razonamiento:

– ¡Muy bien, Halvorsen! Averigua quién las vende y empieza por las tiendas de accesorios militares. Después haces una ronda mostrando las fotos y preguntas si alguien recuerda haberle vendido un par de botas a ese tipo en los últimos meses.

– Harry, verás…

– Ya sé, antes he de obtener el visto bueno de Møller.

Harry sabía que las posibilidades de encontrar a un dependiente que recordase a todos los clientes a quienes les había vendido zapatos en los últimos meses eran mínimas. Claro está que las probabilidades mejoraban ligeramente si el cliente llevaba las palabras «Sieg Heil» tatuadas en el cogote, pero aun así… Tarde o temprano, Halvorsen tenía que aprender que el noventa por ciento del trabajo de la investigación de un asesinato consistía en buscar en el lugar equivocado. Después de colgar, Harry llamó a Møller. El jefe de grupo escuchó sus argumentos y cuando Harry terminó, se aclaró la garganta y le contestó:

– Me alegra oír que tú y Tom Waaler por fin estáis de acuerdo en algo.

– ¿Ah, sí?

– Me llamó hace media hora para pedirme casi lo mismo que tú. Le di permiso para interrogar aquí a Sverre Olsen.

– ¡Vaya, qué coincidencia!

– ¿Verdad?

Harry no sabía exactamente qué decir. Así que cuando Møller le preguntó si quería alguna otra cosa, murmuró un adiós y colgó. Miró por la ventana. El tráfico de la hora punta acababa de iniciarse en la calle Schweigaard. Centró su atención en un hombre con abrigo gris y sombrero anticuado y siguió su lento caminar hasta perderlo de vista. Harry notó que su pulso volvía a la normalidad. Klippan. Casi lo había olvidado, pero ahora volvió a su mente como una resaca paralizante. Pensó en llamar al número interno de Rakel, pero desechó la idea.

Entonces ocurrió algo extraño.

Un movimiento que observó en un lateral de su campo de visión lo hizo dirigir la vista hacia algo que había al otro lado de la ventana. Al principio no pudo distinguir lo que era, sólo que se acercaba a gran velocidad. Abrió la boca, pero la palabra, el grito, o lo que quiera que su cerebro intentase formular, no llegó nunca a traspasar sus labios. Sonó un golpe suave, el cristal de la ventana vibró ligeramente y se quedó mirando una mancha de humedad en cuyo centro aparecía adherida una pluma gris, meciéndose al viento primaveral. Se quedó sentado un momento. Luego cogió su chaqueta y se apresuró hacia el ascensor.

Capítulo 63

CALLE JENS BJELKE

2 de Mayo de 2000


Sverre Olsen subió el volumen de la radio. Hojeaba lentamente las páginas del último número de la revista de moda Kvinner & Kiær de su madre, mientras escuchaba al locutor dar la noticia de las cartas de amenazas recibidas por los líderes de la Organización Sindical. Las gotas caían sin cesar por el canalón que pasaba justo sobre la ventana del salón. Soltó una carcajada. Sonaba a uno de los planes de Roy Kvinset. Aunque esperaba que esta vez las cartas tuviesen menos faltas de ortografía.

Miró el reloj. Aquella tarde se hablaría mucho del asunto en torno a las mesas de la pizzería Herbert. Estaba sin blanca, pero esa semana había reparado la vieja aspiradora Wilfa y su madre tal vez estuviese dispuesta a prestarle cien coronas. ¡A la mierda con el Príncipe! ¡Podía irse al diablo! Ya habían pasado quince días desde la última vez que le prometió que le pagaría «dentro de un par de días». Entre tanto, un par de personas a las que Sverre les debía dinero empezaron a adoptar un tono desagradablemente amenazador. Y lo peor de todo: otros habían ido a ocupar su mesa en la pizzería. Ya había pasado bastante tiempo desde el ataque al Dennis Kebab.

Últimamente, cuando estaba en la pizzería, le entraban a veces unas ganas irresistibles de levantarse y de gritar que era él quien había matado a la policía en Grunerløkka. Que el chorro de sangre que brotó con el último golpe salió disparado hacia arriba como un geiser, que murió entre gritos. No había razón para confesar que no tenía ni idea de que fuese oficial de policía. Ni tampoco que la sangre casi lo hizo vomitar.

¡El Príncipe podía irse al diablo! ¡Él sí sabía que ella era madero!

Sverre se merecía esos cuarenta mil, nadie podía negarlo. Pero ¿qué podía hacer? Después de lo que había pasado, el Príncipe le había prohibido llamarlo. Como precaución hasta que la cosa se hubiera calmado un poco, dijo.

Las bisagras de la puerta de la verja chirriaban. Sverre se levantó, apagó la radio y salió al pasillo. Mientras subía las escaleras, oyó los pasos de su madre sobre la gravilla del camino. Ya en su habitación, oyó también el tintineo de las llaves en la cerradura. Mientras ella trajinaba abajo, él se quedó de pie en medio de la habitación mirándose en el espejo. Pasó una mano por la calva y sintió los milimétricos pinchos de pelo que le rozaban los dedos como un cepillo. Se había decidido. Aunque le dieran los cuarenta mil, buscaría un trabajo. Estaba harto de estar en casa sin hacer nada y, la verdad, también estaba hasta el gorro de «los amigos» de la pizzería. Harto de seguir a gente que no iba a ninguna parte. Había sacado el curso de Técnico Electricista en la escuela de formación profesional y se le daba bien arreglar aparatos. Había muchos electricistas que buscaban aprendices y ayudantes. En un par de semanas, el pelo le habría crecido lo suficiente como para que no se viese el tatuaje de «Sieg Heil» en el cogote.

Cierto, el pelo. De repente se acordó de la llamada que había recibido la noche anterior, el policía con acento de Trøndelag que le había preguntado si llevaba el cabello teñido de rojo. Cuando se despertó esa mañana, pensó que había sido un sueño, hasta que su madre le preguntó en el desayuno qué clase de gente era la que llamaba a una casa a las cuatro de la madrugada.

Sverre apartó la vista del espejo y se centró en las paredes de su habitación. La foto del Líder, los posters del concierto de Burrum, la bandera con la esvástica, las cruces de hierro y el póster de Blood & Honour, una imitación de los viejos carteles de propaganda de Joseph Goebbels. Por primera vez se dio cuenta de que le recordaba a la habitación de un niño. Si sustituyera el pendón de Resistencia Blanca por el del Manchester United y la foto de Heinrich Himmler por la de David Beckam, aquello parecería el dormitorio de un chico de catorce años.

– ¡Sverre! -gritó su madre.

Cerró los ojos.

No terminaba de irse. Nunca terminaba de irse.

– ¡Sí! -respondió tan alto que el grito le resonó en la cabeza.

– ¡Hay alguien aquí que quiere hablar contigo!

¿Allí mismo? ¿Alguien que quería hablar con él? Sverre abrió los ojos y observó indeciso su propia imagen en el espejo. Nadie iba nunca a su casa. Según creía, ni siquiera sabían que viviese allí. Sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Sería el policía de Trøndelag otra vez?

Ya iba camino de la puerta cuando ésta se abrió.

– Buenos días, Olsen.

Por la ventana de la escalera entraba el sol primaveral, de modo que, a contraluz, sólo vio en el umbral la silueta de un hombre. Pero al oír su voz, supo perfectamente quién era.

– ¿No te alegras de verme? -le preguntó el Príncipe cerrando la puerta tras de sí. Ya dentro, miró con curiosidad las paredes-. Vaya rincón que tienes aquí.

– ¿Cómo te ha dejado…?

– ¿Tu madre? Le enseñé esto -explicó el Príncipe al tiempo que agitaba en su mano una tarjeta con el escudo nacional en dorado sobre fondo celeste. En el dorso se leía POLICÍA.

– Joder -dijo Sverre tragando saliva-. ¿Es de verdad?

– ¿Quién sabe? Relájate, Olsen. Siéntate.

El Príncipe le señaló la cama y él se sentó a caballo en la silla del escritorio.

– ¿Qué haces aquí? -quiso saber Sverre.

– ¿Tú qué crees? -preguntó el Príncipe a su vez, con una amplia sonrisa-. Ha llegado la hora de ajustar cuentas, Olsen.

– ¿Ajustar cuentas?

Sverre no se había recobrado aún de la sorpresa. ¿Cómo sabía el Príncipe dónde vivía? Y aquella tarjeta de la policía… Al verlo ahora, Sverre se dio cuenta de que el Príncipe podría ser policía: el cabello pulcramente peinado, sus ojos tan fríos, el bronceado de solario y el dorso bien entrenado, la chaqueta corta de piel negra y suave y los vaqueros azules. ¡Qué raro que no se hubiese dado cuenta antes!

– Sí -dijo el Príncipe sin perder su sonrisa-. Ha llegado la hora de saldar cuentas.

Sacó un sobre del bolsillo interior y se lo tendió a Sverre.

– ¡Por fin! -exclamó Sverre con una sonrisa fugaz y nerviosa a un tiempo, mientras metía la mano en el sobre-. Pero ¿qué es esto? -preguntó al ver que lo que sacaba era una hoja de papel.

– Es una lista con los nombres de las ocho personas a las que el grupo de delitos violentos visitará en breve y de las que, con toda probabilidad, tomará una muestra de sangre para un análisis de ADN, y comprobará si coincide con los restos de piel que se encontraron en la gorra que te dejaste en el lugar del crimen.

– ¿Mi gorra? ¡Me dijiste que la habías encontrado en tu coche y que la habías quemado!

Sverre miraba aterrado al Príncipe, que negaba con gesto compasivo.

– Pues parece que lo que sucedió en realidad fue que, cuando volví al lugar del crimen, vi que había allí una pareja joven, muy asustada, que esperaba la llegada de la policía. La gorra debió de caérseme en la nieve a sólo unos metros del cuerpo.

Sverre se pasó las manos por la cabeza varias veces.

– Pareces aturdido, Olsen.

Sverre asintió con la cabeza e intentó sonreír, pero sus labios no parecían dispuestos a obedecerle.

– ¿Quieres que te lo explique?

Sverre asintió otra vez.

– Cuando un policía muere asesinado, se atribuye al caso la máxima prioridad hasta que se encuentra al asesino, sin importar lo que se tarde en conseguirlo. Esta norma no figura en ningún reglamento, pero el hecho es que nunca se cuestionan los recursos utilizados cuando la víctima es oficial de policía. Ese es el problema cuando se asesina a un policía: los investigadores nunca se rinden hasta haber encontrado…

Señaló a Sverre.

– … al culpable. Sólo era una cuestión de tiempo, así que me he permitido ayudar un poco a los investigadores para que la espera no sea tan larga.

– Pero…

– ¿Te preguntarás por qué he ayudado a la policía a encontrarte cuando es más que probable que me delates para que te reduzcan la pena?

Sverre tragó saliva. Intentó pensar, pero aquello era demasiado y su mente se atascó.

– Comprendo, es complicado, ¿verdad? -dijo el Príncipe pasando un dedo por la réplica de la Cruz de Hierro que colgaba de un clavo en la pared-. Por supuesto, te podía haber pegado un tiro justo después del asesinato. Pero entonces la policía se habría dado cuenta de que el objetivo de ese crimen no era otro que el de eliminar pistas, y habrían seguido la búsqueda.

Descolgó la cadena del clavo y se la puso alrededor del cuello, por encima de la chaqueta.

– Otra alternativa habría sido «resolver» el caso rápidamente yo mismo, pegarte un tiro durante la detención y procurar que pareciese que habías ofrecido resistencia. El problema con esta solución era que habrían podido sospechar de la extraordinaria competencia de una persona capaz de resolver el caso por sí sola. Alguien podría empezar a darle vueltas, máxime cuando esa persona es la última que vio a Ellen Gjeiten con vida.

Guardó silencio y soltó una carcajada.

– ¡No pongas esa cara de miedo, Olsen! Te digo que ésas son las alternativas que deseché. Lo que hice fue quedarme al margen, mantenerme informado sobre la investigación y ver cómo estrechaban el cerco a tu alrededor. Mi plan era meterme en el juego cuando se acercasen demasiado, tomar el relevo y encargarme yo mismo de la última etapa. Por cierto que fue un borracho que ahora trabaja en el CNI quien dio con tu pista.

– ¿Eres… eres policía?

– ¿Me sienta bien? -preguntó el Príncipe señalando la Cruz de Hierro-, Olvídalo. Yo soy un soldado como tú, Olsen. Un barco ha de tener los maderos bien sellados, de lo contrario, se hundiría a la menor fuga de agua. ¿Sabes lo que habría pasado si te hubiese revelado mi identidad?

Sverre tenía seca la boca y la garganta y apenas si podía tragar saliva. Tenía miedo. Mucho miedo.

– No habría podido permitir que salieses vivo de esta habitación. ¿Lo comprendes?

– Sí -dijo Sverre con voz ronca-. M… mi dinero…

El Príncipe metió la mano en el interior de su chaqueta de piel y sacó una pistola.

– ¡No te muevas!

Se acercó a la cama, se sentó al lado de Sverre y apuntó a la puerta mientras agarraba el arma con las dos manos.

– Es una pistola Glick, el arma corta más segura del mundo. Me llegó ayer de Alemania. Le han eliminado el número de serie. Su valor en la calle es de unas ocho mil coronas. Considéralo como el primer plazo del pago.

Sverre se sobresaltó al oír la detonación. Miró atónito el pequeño agujero que se había abierto en la pared, sobre la puerta. En el rayo de sol que se filtró como un láser por el orificio atravesando la habitación, bailaban las partículas de polvo.

– ¡Tócala! -lo exhortó el Príncipe dejando caer la pistola en el regazo de Sverre. Después, se levantó y se encaminó hacia la puerta-. Sujétala con firmeza. Un equilibrio perfecto, ¿verdad?

Sverre sujetó la culata. Con apatía. Notó que el sudor le había empapado la camiseta. «Hay un agujero en la pared». No podía pensar en otra cosa. Que la bala había hecho otro agujero y que todavía no habían conseguido llamar a alguien para que lo arreglase. Entonces, pasó lo que tanto temía. Y cerró los ojos.

– ¡Sverre!

Su madre parecía estar a punto de ahogarse. Agarró la pistola con fuerza. Siempre parecía estar a punto de ahogarse. Volvió a abrir los ojos y, junto a la puerta, vio que el Príncipe se volvía como a cámara lenta; vio que alzaba los brazos y que sostenía un negro y reluciente Smith & Wesson en las manos.

– ¡Sverre!

Una llamarada amarilla salió despedida del cañón. Se la imaginaba allí, al pie de la escalera. Pero en ese momento, la bala lo alcanzó, penetró por la frente para salir por el cogote, llevándose por delante el «Heil» del tatuaje. Entró luego por la pared, atravesando el aislante, antes de detenerse en la plancha de revestimiento del muro exterior.

Pero para entonces Sverre Olsen ya estaba muerto.

Capítulo 6 4

CALLE KROKELIVEIEN

2 de Mayo de 2000


Harry había mendigado una taza de café en un vaso de cartón de uno de los termos del grupo de la policía científica. Estaba en la calle, delante de la pequeña casa, bastante fea, por cierto, de la calle Krokeliveien, en Bjerke, y observaba a un joven oficial que, subido a una escalera que había apoyada contra la pared, se disponía a marcar el agujero por el que había pasado la bala. Ya habían empezado a congregarse algunos curiosos y, para evitar que se acercasen demasiado, habían acordonado la casa. El sol de la tarde caía directamente sobre el hombre que había subido a la escalera, pero la casa estaba en una hondonada del terreno y en el lugar donde se encontraba Harry empezaba a hacer frío.

– ¿Así que llegaste justo después de que hubiese ocurrido? -oyó que preguntaba alguien a su espalda.

Cuando se volvió, vio que era Bjarne Møller. Cada día frecuentaba menos los escenarios de delitos, pero Harry había oído decir que Møller era un buen investigador. Había incluso quien insinuaba que debían haberlo dejado seguir con ello. Harry le ofreció el vaso de café, pero Møller negó con un gesto.

– Sí, parece ser que llegué sólo cuatro o cinco minutos después -confirmó Harry-. ¿Quién te lo ha dicho?

– La central de alarmas. Me dijeron que habías llamado pidiendo refuerzos justo después de que Waaler llamase para informar del tiroteo.

Harry señaló con la cabeza hacia el coche deportivo rojo que estaba estacionado delante de la verja.

– Cuando llegué vi el coche pijo de Waaler. Sabía que su intención era venir aquí, así que no me sorprendió. Pero cuando salí del coche oí un aullido terrible. Al principio pensé que se trataba de un perro del vecindario pero, cuando eché a andar camino arriba, comprendí que el sonido venía del interior de la casa y que no era un perro, sino una persona. No quería correr ningún riesgo, así que llamé pidiendo un coche a la comisaría de Økern.

– ¿Era la madre?

Harry asintió.

– Estaba histérica. Tardaron casi media hora en tranquilizarla lo suficiente para que dijera algo inteligible. Weber está ahora en el salón hablando con ella.

– ¿El viejo y sensible Weber?

– Weber es bueno. Es un cascarrabias en el trabajo, pero es realmente bueno con la gente en estas situaciones.

– Lo sé, estaba de broma. ¿Qué dice Waaler?

Harry se encogió de hombros.

– Comprendo -dijo Møller-. Es un tío muy frío. Eso es bueno. ¿Entramos a echar un vistazo?

– Yo ya lo he hecho.

– Entonces hazme una visita guiada.

Se abrieron camino hasta el segundo piso sin dejar de saludar entre murmullos a colegas a los que no había visto en mucho tiempo.

El dormitorio estaba abarrotado de especialistas de la policía científica vestidos de blanco, y los flashes de los fotógrafos relampagueaban sin cesar. Sobre la cama había un gran plástico negro donde habían dibujado en blanco una silueta.

Møller recorrió las paredes con la mirada.

– ¡Dios mío! -murmuró.

– Sverre Olsen no era votante del Partido Laborista -comentó Harry.

– ¡No toques nada, Bjarne! -gritó un inspector de la científica al que Harry reconoció-. ¿Recuerdas lo que pasó la última vez?

Møller lo recordaba, obviamente, pues se echó a reír.

– Sverre Olsen estaba sentado en la cama cuando Waaler entró -comenzó Harry-. Según Waaler, él estaba junto a la puerta preguntándole a Olsen dónde estuvo la noche en que mataron a Ellen. Olsen fingió no recordar la fecha, así que Waaler siguió preguntando hasta que quedó claro que Olsen no tenía coartada. Según Waaler, él le dijo a Olsen que tendría que acompañarlo a la comisaría para prestar declaración y fue entonces cuando, de repente, Olsen sacó el revólver que, al parecer, tenía escondido debajo de la almohada. Disparó y la bala pasó por encima del hombro de Waaler, atravesando la puerta, aquí tienes el agujero, y luego continuó su trayectoria atravesando también el techo del pasillo. Según Waaler, él sacó su arma reglamentaria antes de que Olsen pudiese disparar otra vez.

– Rápida actuación. Y buena puntería, según me han dicho.

– Sí, directamente en la frente -confirmó Harry.

– Bueno, quizá no sea tan extraño. Waaler obtuvo el mejor resultado en las pruebas de tiro de este otoño.

– Te olvidas de mis resultados -puntualizó Harry secamente.

– ¿Cómo lo ves, Ronald? -gritó Møller dirigiéndose al inspector de blanco.

– Sin problemas, creo. -El inspector se levantó enderezando la espalda con un quejido-. Encontramos la bala que mató a Olsen detrás de la plancha de revestimiento. La que atravesó la puerta siguió a través del techo. Ya veremos si la encontramos también, para que los chicos de balística tengan algo con que entretenerse mañana. Por lo menos el ángulo de tiro coincide.

– Bien, gracias.

– No hay de qué, Bjarne. ¿Cómo sigue tu mujer?

Møller explicó cómo se encontraba su mujer, no se molestó en preguntar por la mujer del inspector pero, por lo que sabía Harry, cabía la posibilidad de que el inspector no tuviese esposa. El año anterior, cuatro de los chicos de la científica se separaron en el mismo mes. En la cantina hicieron algún que otro chiste diciendo que sería por el olor a cadáver…

Fuera, ante la casa, vieron a Weber. Estaba solo, con una taza de café en la mano y observaba al hombre que estaba en la escalera.

– ¿Qué tal ha ido, Weber? -se interesó Møller.

Weber los miró con ios ojos medio cerrados, como si intentase averiguar si tenía ganas de contestar.

– No planteará problemas -aseguró volviendo de nuevo la vista al hombre de la escalera-. Por supuesto que dijo que no lo entendía, que su hijo no soportaba ver sangre y todo lo demás, pero no creo que tengamos problemas para determinar lo que ocurrió aquí realmente.

– Ya. -Møller tomó a Harry por el codo-. Demos una vuelta.

Bajaron paseando por la calle. Era una zona residencial de casas pequeñas, jardines diminutos y algunos bloques de pisos al final. Unos niños con las caras enrojecidas por el esfuerzo pasaron a su lado en sus bicicletas, en dirección a los coches policiales que tenían las luces azules encendidas. Møller esperó hasta que se alejaron un poco, para que no pudiesen oírlo.

– No pareces muy satisfecho de que hayamos atrapado a quien mató a Ellen -observó.

– No, no estoy satisfecho. En primer lugar, aún no sabemos si fue Sverre Olsen. El análisis de ADN…

– El análisis de ADN nos confirmará que fue él. ¿Qué pasa, Harry?

– Nada, jefe.

Møller se detuvo.

– ¿De verdad?

– De verdad.

El jefe señaló hacia la casa con un gesto.

– ¿Es porque piensas que una bala rápida es un castigo demasiado leve para Olsen?

– ¡Te digo que no es nada! -repitió Harry con vehemencia.

– ¡Desembucha! -gritó Møller entonces.

– ¡Sólo que me parece jodidamente extraño!

Møller frunció el entrecejo.

– ¿Qué te resulta tan extraño?

– Un policía con tanta experiencia como Tom Waaler… -Harry bajó la voz y habló despacio, enfatizando cada palabra-. Es extraño que decidiera venir sólo para hablar con un sospechoso de asesinato y, quizá, detenerlo. Esa conducta contraviene todas las normas escritas y tácitas.

– ¿Entonces, qué insinúas? ¿Que Tom Waaler lo provocó? ¿Crees que hizo que Olsen sacara el arma para así poder vengar a Ellen, es eso? Y por esa razón, en la casa, decías «según Waaler esto y según Waaler aquello», dando a entender que los policías no debemos fiarnos de la palabra de un colega. Y todo eso, mientras te escuchaba la mitad del grupo de la policía científica.

Se miraron fijamente. Møller era casi tan alto como Harry.

– Sólo digo que es muy raro -insistió Harry volviéndose-. Eso es todo.

– ¡Ya basta, Harry! No sé si seguiste a Waaler hasta aquí porque sospechabas que podía ocurrir algo así, lo que sé es que no quiero oír nada más. La verdad es que no quiero oír ni una jodida palabra tuya que insinúe nada. ¿Entendido?

Harry contempló la casa amarilla de la familia Olsen. Era más pequeña que las demás y no tenía un seto tan alto como las otras casas de aquella calle residencial tan tranquila. Los setos de los otros hacían que ésta, más fea, pareciese desprotegida, como si las casas vecinas quisieran excluirla. Olía intensamente a broza quemada y el viento traía y llevaba la voz lejana y metálica de los altavoces del hipódromo de Bjerke.

Harry se encogió de hombros.

– Lo siento. Yo…, ya sabes.

Møller le puso una mano en el hombro.

– Era la mejor. Ya lo sé, Harry.

Capítulo 65

RESTAURANTE SCHRØDER

2 de mayo de 2000


El viejo estaba leyendo el diario Aftenposten. Ya había llegado a la hípica cuando se dio cuenta de que la camarera esperaba junto a su mesa.

– Hola -saludó la mujer colocando ante él la cerveza.

Como de costumbre, él no contestó, sino que la miró mientras contaba el cambio. La camarera tenía una edad indefinible, pero él calculaba que estaría entre los treinta y cinco y los cuarenta. Por su aspecto se diría que había aprovechado esos años tanto o más que la clientela a la que servía. Tenía, no obstante, una agradable sonrisa. El viejo sospechaba que no era de las que se asustaban fácilmente, que aguantaría bien cualquier envite. La mujer se marchó y él tomó su primer sorbo mientras dejaba vagar la mirada por el local.

Echó una ojeada al reloj. Se levantó y se dirigió al teléfono público que había al fondo del local, introdujo tres monedas de una corona, marcó el número y esperó. Después de tres tonos de llamada, contestaron y el viejo oyó su voz:

– Casa de los Juul.

– ¿Signe?

– Sí.

Su voz denotaba que estaba asustada, que sabía quién llamaba. Aquélla era la sexta vez, de modo que lo más probable era que estuviese esperando su llamada.

– Soy Daniel -dijo él.

– ¿Quién eres? ¿Qué quieres? -se la oyó jadear al otro lado.

– Ya te he dicho que soy Daniel. Sólo quiero que repitas lo que dijiste aquella vez. ¿Te acuerdas?

– Tienes que dejarlo. Daniel está muerto.

– Ten fe hasta en la muerte, Signe. No hasta la muerte, sino en la muerte.

– Voy a llamar a la policía.

Entonces el anciano colgó, cogió su sombrero y su abrigo y salió despacio a la calle, donde brillaba el sol. En la colina Sankthanshaugen habían empezado a brotar los primeros capullos. Ya faltaba poco.

Capítulo 66

RESTAURANTE DINNER

5 de Mayo de 2000


La risa de Rakel penetró en el ruido de voces, cubiertos y el trajinar de los camareros en el restaurante, que estaba abarrotado de comensales.

– …y casi sentí miedo cuando vi que había un mensaje en el contestador -explicó Harry-. Ya sabes, el parpadeo luminoso de esa especie de ojo diminuto y luego, tu voz de ordeno y mando que llenó la sala de estar.

Acto seguido, la imitó con voz grave:

– «Soy Rakel. El viernes a las ocho en Dinner. Acuérdate de ir bien vestido y de traer la cartera.» Helge se asustó; tuve que dejarle comer mazorca de mijo dos veces para que se calmara.

– ¡Yo no dije tal cosa! -protestó ella entre risas.

– Bueno, algo parecido.

– ¡No! Y, además, es culpa tuya y del mensaje que tienes en el contestador.

Rakel intentó hablar con la misma voz profunda que Harry:

– «Hole. Háblame.» Es tan…, tan…

– ¿Típico de mí?

– Eso es.

Había sido una cena perfecta, una noche perfecta, y ahora había llegado el momento de estropearlo, se decía Harry.

– Meirik me ha ordenado que me vaya a Suecia en misión de observación -comenzó manoseando el vaso de agua-. Durante seis meses. Me voy después del fin de semana.

– ¿Ah, sí?

A Harry le sorprendió que su rostro no dejase traslucir reacción alguna.

– Ya he llamado a Søs y a mi padre para contárselo -continuó-. Mi padre me contestó e incluso me deseó suerte.

– Eso está bien -aprobó Rakel con una sonrisa pero atenta al menú de postres.

– Oleg te echará de menos -añadió en voz baja.

Harry la miró, pero no logró captar su mirada.

– ¿Y tú? -preguntó.

Una leve sonrisa se dibujó en el semblante de Rakel.

– Tienen Banana Split a la Szechuan -dijo.

– Pide dos.

– Yo también te voy a echar de menos -contestó al fin, sin dejar de mirar el menú.

– ¿Cuánto?

Se encogió de hombros.

Él repitió la pregunta. Rakel tomó aire como para decir algo, lo soltó…, y empezó de nuevo. Finalmente, le dijo:

– Lo siento, Harry, pero en estos momentos sólo hay sitio para un hombre en mi vida. Un hombre pequeño de seis años.

Harry tuvo la sensación de que le echaban un jarro de agua helada en la cabeza.

– Venga -dijo Harry-. No puedo estar tan equivocado.

Ella dejó de estudiar el menú y lo miró inquisitivamente.

– Tú y yo… -comenzó Harry inclinándose hacia delante-. Estamos flirteando esta noche. Lo estamos pasando bien juntos. Pero yo creo que queremos algo más. Tú quieres algo más.

– Puede ser.

– Puede ser, no. Seguro. Tú lo quieres todo.

– ¿Y qué?

– ¿Y qué? Eres tú quien ha de contestar a esa pregunta, Rakel. Dentro de unos días me iré a un pueblucho del sur de Suecia. No soy un hombre mimado por la suerte, sólo quiero saber si, cuando vuelva este otoño, tendré algo a lo que volver.

Sus miradas se encontraron y, en esta ocasión, él logró que ella le sonriese.

– Lo siento. No es mi intención comportarme así. Sé que esto te sonará raro, pero…, la alternativa no es viable.

– ¿Qué alternativa?

– Hacer lo que tengo ganas de hacer. Llevarte a mi casa, quitarte toda la ropa y hacer el amor contigo toda la noche.

Susurró lo último bajito y rápido. Como si se hubiese adelantado a decir algo que tenía pensado dejar para más adelante; pero ya estaba dicho. Y había que decirlo justo así, sin rodeos.

– ¿Y por qué no alguna otra noche más? -preguntó Harry-. ¿O varias noches? ¿Qué me dices de mañana noche y la siguiente noche y la semana que viene y…?

– Ya basta, Harry. No puede ser.

– Está bien, pues no.

Harry sacó otro cigarrillo y lo encendió. Rakel le acarició la mejilla, la boca. Aquel suave roce sacudió su interior como un calambre dejando un dolor mudo al desaparecer.

– No es por ti, Harry. Por un instante, creí que podría hacerlo una sola vez. He repasado todos los argumentos. Dos personas adultas. Ningún tercero implicado. Una relación sin compromiso y todo muy sencillo. Y un hombre al que deseo más que a nadie desde…, desde el padre de Oleg. Por eso sé que no será suficiente con una vez. Y eso, simplemente, no puede ser.

Guardó silencio.

– ¿Es porque el padre de Oleg es alcohólico? -preguntó Harry.

– ¿Por qué preguntas eso?

– No lo sé. Eso podría explicar que no quieras nada más conmigo. No es que sea preciso haber estado con otro borracho para saber que soy un mal partido, pero…

Rakel tomó su mano y se apresuró a corregirlo:

– No eres un mal partido, Harry. No es eso.

– ¿Entonces qué es?

– Ésta es la última vez. Eso es. Es la última vez que salimos.

Él se quedó mirándola un buen rato. Y entonces, se dio cuenta. No eran lágrimas de risa lo que brillaba en sus ojos.

– ¿Y qué me dices del resto de la historia? -le preguntó intentando sonreír-. ¿No me dirás que es como en el CNI, «sólo sabrás lo que necesitas saber»?

Ella afirmó con un gesto.

El camarero se acercó a su mesa pero, al parecer, comprendió que no era el momento oportuno para interrumpir y volvió a marcharse.

Ella abrió la boca para decir algo. Harry vio que estaba a punto de llorar, que se mordía el labio inferior. De repente, dejó la servilleta sobre el mantel, empujó hacia atrás la silla, se levantó y, sin mediar palabra, se marchó del restaurante. Harry se quedó mirando la servilleta. Debía de haberla estado arrugando con la mano un buen rato, porque parecía una pelota. Harry la observó mientras se abría despacio, como una flor de papel blanco.

Capítulo 67

APARTAMENTO DE HALVORSEN

6 de Mayo de 2000


Cuando el timbre del teléfono despertó al oficial Halvorsen, los dígitos luminosos de la pantalla de su despertador señalaban la una y veinte de la madrugada.

– Soy Hole. ¿Estabas durmiendo?

– No -mintió Halvorsen sin saber por qué.

– Quería hacerte unas preguntas sobre Sverre Olsen.

A juzgar por el sonido de su respiración y el bullicio del tráfico de fondo, parecía que Harry iba andando por la calle.

– Sé lo que quieres saber -aseguró Halvorsen-. Sverre Olsen compró unas botas Combat en Top Secret, en la calle Henrik Ibsen. Lo reconocieron por la foto y nos dijeron hasta la fecha. Resultó que los de KRIPOS habían estado allí comprobando su coartada para el caso de Hallgrim Dale, antes de Navidad. Pero toda esta información te la envié por fax a tu despacho esta mañana.

– Lo sé, vengo de allí.

– ¿Ahora? ¿No salías a cenar esta noche?

– Bueno. La cena acabó bastante pronto.

– ¿Y después te fuiste al trabajo? -preguntó Halvorsen, incrédulo.

– Sí, eso parece. Y ha sido tu fax lo que me ha puesto a cavilar. ¿Podrías comprobar un par de cosas más mañana?

Halvorsen lanzó un suspiro. En primer lugar, Møller le había advertido, en términos imposibles de malinterpretar, que Harry Hole estaba totalmente fuera del caso de Ellen Gjelten. En segundo lugar, al día siguiente era sábado y él libraba.

– ¿Estás ahí, Halvorsen?

– Sí, sigo aquí.

– Ya me figuro lo que te habrá dicho Møller. No hagas caso. Te estoy dando la oportunidad de profundizar en tu aprendizaje sobre el trabajo de investigación.

– Harry, el problema es que…

– Calla y escucha, Halvorsen.

Halvorsen lanzó para sí una maldición… y obedeció.

Capítulo 68

CALLE VIBE

8 de Mayo de 2000


Harry colgó su chaqueta en un perchero sobrecargado que había en el pasillo. El olor a café recién hecho llegaba hasta la entrada.

– Gracias por recibirme con tanta rapidez, Fauke.

– No hay de qué -gruñó Fauke desde la cocina-. Para un hombre de edad como yo es un placer ser útil. Si es que puedo ayudar.

Sirvió café en dos grandes tazas y se sentaron a la mesa de la cocina. Harry pasó las yemas de los dedos por la áspera superficie oscura de la pesada mesa de roble.

– Es de Provenza -explicó Fauke-. A mi esposa le gustaban los muebles rústicos franceses.

– Una mesa magnífica. Tu esposa tenía buen gusto.

Fauke sonrió.

– ¿Estás casado, Hole? ¿No? ¿Ni lo has estado? No deberías esperar demasiado, ¿sabes? La gente que vive sola se vuelve maniática -dijo riéndose-. Sé lo que digo. Yo había cumplido los treinta cuando me casé. Y ya era tarde. Mayo de 1955.

Señaló una de las fotos que colgaban de la pared, encima de la mesa de la cocina.

– ¿De verdad que ésa es tu esposa? -preguntó Harry-. Creí que era Rakel.

– Sí, claro -dijo después de mirar a Harry sorprendido-. Se me olvidaba que vosotros os conocéis del CNI.

Entraron en el salón, donde Harry observó que los montones de papeles habían crecido desde la última vez, de modo que ahora ocupaban todas las sillas, a excepción de la del escritorio. Fauke hizo algo de sitio en la mesa del salón, que estaba atestada de archivadores.

– ¿Averiguaste algo acerca de los nombres que te di? -preguntó.

Harry le hizo un resumen de lo sucedido.

– De todos modos, ahora hay algún elemento nuevo -advirtió-. Han matado a una oficial de policía.

– Sí, lo leí en el periódico.

– Es probable que el caso esté resuelto, sólo esperamos los resultados de una prueba de ADN. ¿Tú crees en las casualidades, Fauke?

– No mucho.

– Yo tampoco. Por eso he empezado a hacerme ciertas preguntas, porque he observado que las mismas personas aparecen en asuntos que, a primera vista, no guardan relación entre sí. La misma noche que la oficial Ellen Gjelten fue asesinada, me dejó el siguiente mensaje en mi contestador: «Ya lo tenemos».

– ¿Citando a Johan Borgen? [20]

– ¿Qué? Ah, ya…, no lo creo. Ella colaboraba conmigo en la búsqueda del contacto que el vendedor del Märklin había tenido en Johannesburgo. Por supuesto, puede que no exista relación alguna entre esa persona y el asesino, pero es fácil pensar que sí. Sobre todo, si tenemos en cuenta que Ellen parecía tener mucha prisa por localizarme. Yo llevaba semanas trabajando en este caso y, aun así, ella hizo varios intentos de dar conmigo esa misma noche, como si no pudiese esperar. Además, parecía muy nerviosa, como si se sintiese amenazada.

Harry apoyó el índice en la mesa.

– Una de las personas que figuraban en tu lista, Hallgrim Dale, fue asesinado este otoño. En el lugar donde lo hallaron había, entre otras cosas, restos de vómito. Al principio no lo relacionamos con el asesinato, ya que el grupo sanguíneo no coincidía con el de la víctima y el perfil de un asesino frío y profesional no concordaba con una persona que vomita en el lugar del crimen. Pero por supuesto, la KRIPOS no descartó por completo que se tratase del vómito del asesino y envió una muestra de saliva para que le hicieran un análisis de ADN. Esta mañana, un colega comparó el resultado de esas pruebas con las del ADN de la gorra que encontramos en el lugar del crimen de la oficial de policía. Son idénticas.

Harry guardó silencio y miró a su interlocutor.

– Entiendo -dijo Fauke-. Crees que se trata del mismo asesino.

– No, no lo creo. Pero sí que hay una conexión entre los asesinatos, que no es una casualidad que Sverre Olsen se encontrara cerca del lugar donde se perpetraron ambos.

– ¿Por qué no puede ser él el autor de los dos?

– Por supuesto que cabe la posibilidad, pero hay una diferencia fundamental entre los actos de violencia cometidos por Sverre Olsen con anterioridad y el asesinato de Hallgrim Dale. ¿Alguna vez has visto las lesiones que un bate puede causarle a una persona? La madera no es cortante, fractura los huesos y hace que revienten los órganos internos como el hígado y los ríñones. La piel, en cambio, suele permanecer intacta y la víctima muere, por lo general, debido a las hemorragias internas. A Hallgrim Dale le cortaron la aorta por el cuello. Con ese método, la sangre brota a borbotones. ¿Comprendes?

– Sí, pero no entiendo adonde quieres llegar con tu explicación.

– Resulta que la madre de Sverre Olsen le dijo a uno de nuestros agentes que Sverre no soportaba ver sangre.

Fauke cesó a medio camino el movimiento de llevarse la taza a la boca y volvió a dejarla en la mesa.

– Sí, pero…

– Sé lo que piensas, que aun así podría haberlo hecho y, puesto que no soportaba la sangre, vomitó. Sin embargo, es importante recordar que no era la primera vez que el asesino utilizaba una navaja. De hecho, según el informe del forense, había practicado un corte quirúrgico perfecto, que sólo puede efectuar alguien que sabe lo que hace.

Fauke asintió despacio con la cabeza.

– Ahora sí comprendo lo que quieres decir -convino Fauke.

– Pareces pensativo -comentó Harry.

– Creo que sé por qué has venido. Quieres saber si es posible que alguno de los combatientes del frente de Sennheim cometiese un asesinato de esas características.

– Exacto. Y bien, ¿lo es?

– Sí, es posible. -Fauke rodeó la taza con ambas manos, con la mirada perdida-. El hombre al que no pudiste encontrar, Gudbrand Johansen. Ya te expliqué por qué lo llamábamos Petirrojo.

– ¿Podrías contarme algo más sobre él?

– Sí. Pero vamos a necesitar más café.

Capítulo 69

CALLE IRISVEIEN

8 de Mayo de 2000


– ¿Quién es? -gritó desde el interior una voz débil y temerosa.

Harry adivinó su silueta a través del cristal rugoso.

– Soy Hole. Llamé antes de venir…

La puerta se entreabrió.

– Lo siento, yo…

– No pasa nada, lo comprendo.

Signe Juul abrió la puerta del todo y Harry entró en el vestíbulo.

– Even ha salido -se disculpó con una sonrisa.

– Sí, eso dijiste por teléfono -recordó Harry-. Pero es contigo con quien quiero hablar.

– ¿Conmigo?

– Si no te parece mal, señora Juul.

La anciana lo guió por el pasillo. Llevaba el cabello, vigoroso y de color acerado, recogido en un moño trenzado y sujeto con una horquilla anticuada. Su cuerpo orondo y bamboleante hacía pensar en un regazo acogedor y en buena comida casera.

Burre levantó el hocico cuando entraron en la sala de estar.

– ¿Así que tu marido se ha ido a pasear solo? -preguntó Harry.

– Sí, no lo dejan entrar con Burre en el café -explicó la mujer-. Siéntate, por favor.

– ¿El café?

– Ha empezado a ir hace poco. Para leer los periódicos. Dice que piensa mejor cuando no está todo el tiempo en casa.

– Seguro que tiene razón.

– Seguro. Y, además, puede soñar un poco, supongo.

– ¿A qué te refieres?

– Bueno, yo qué sé. Uno puede soñar que es joven otra vez y está tomando café en una terraza de París o Viena -aclaró ella una vez más con su sonrisa fugaz y como de disculpa-. Bueno, a propósito de café…

– Sí, gracias.

Mientras Signe Juul iba a la cocina, Harry observó detenidamente las paredes. Sobre la chimenea había un retrato de un hombre con un abrigo negro. A Harry le había pasado inadvertido la última vez que estuvo allí. El hombre del abrigo negro tenía una pose dramática, parecía estar oteando horizontes lejanos, fuera del alcance de la vista del pintor. Harry se acercó al cuadro. En la plaquita de cobre que había en la parte inferior del marco se leía: «Médico jefe Kornelius Juul 1885-1959».

– Es el abuelo de Even -aclaró Signe Juul, que volvía de la cocina con una bandeja.

– Ya veo. Tenéis muchos retratos.

– Sí -afirmó la mujer dejando la bandeja en la mesa-. El que hay junto a ése es el retrato del abuelo materno de Even, el doctor Werner Schumann. Fue, en 1885, uno de los fundadores del hospital Ullevål.

– ¿Y ése?

– Jonas Schumann. Director del Rikshospitalet.

– ¿Y tu familia?

La mujer lo miró algo confusa.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Dónde están los retratos de tus familiares?

– Ellos…, están colgados en otro sitio. ¿Leche?

– No, gracias.

Harry volvió a sentarse.

– Quería hablarte de la guerra -comenzó.

– ¡Ay, no! -exclamó ella.

– Te comprendo, pero es importante. ¿De acuerdo?

– Ya veremos -advirtió Signe Juul mientras se servía una taza.

– Tu fuiste enfermera durante la guerra…

– Enfermera en el frente, sí. Traidora a la patria.

Harry observó su mirada serena.

– Eramos unas cuatrocientas. Nos condenaron a penas de prisión después de la guerra, pese a que la Cruz Roja Internacional envió una petición a las autoridades noruegas en la que solicitaban la suspensión de toda imposición de penas de prisión. La Cruz Roja noruega no nos pidió perdón hasta 1990. El padre de Even, el de ese cuadro de allí, tenía contactos y consiguió que redujeran mi pena, entre otras razones porque, en la primavera de 1945, atendí a dos heridos que eran miembros de la Resistencia. Y porque nunca fui miembro de la Unión Nacional. ¿Quieres saber algo más?

Harry miraba fijamente el fondo de su taza, mientras reflexionaba sobre el gran silencio que reinaba en algunos barrios residenciales de Oslo.

– No he venido para hablar de ti, señora Juul. ¿Recuerdas a un combatiente noruego que se llamaba Gudbrand Johansen?

Signe Juul dio un respingo, sobresaltada, y Harry comprendió que había dado en el blanco.

– ¿Qué es lo que quieres saber realmente? -preguntó ella con expresión severa.

– ¿Tu marido no te lo ha contado?

– Even nunca me cuenta nada.

– Bien. Estoy intentando recabar información sobre los combatientes noruegos que estuvieron en Sennheim antes de ser enviados al frente.

– Sennheim -repitió ella como para sus adentros-. Daniel estuvo allí.

– Sí, sé que estuviste prometida a Daniel Gudeson. Sindre Fauke me lo contó.

– ¿Quién es Sindre Fauke?

– Un viejo combatiente del frente y miembro de la Resistencia al que tu marido conoce. Fue Fauke quien me sugirió que hablase contigo sobre Gudbrand Johansen. Fauke desertó, así que no sabe qué fue de Gudbrand después. Pero otro combatiente, Edvard Mosken, me contó un episodio relacionado con una granada de mano que explosionó en la trinchera. Mosken no sabía exactamente lo que había pasado después, pero si Johansen sobrevivió, es normal suponer que terminase en el hospital de campaña.

Signe Juul chasqueó la lengua, Burre acudió y ella hundió la mano en el recio pelaje hirsuto del animal.

– Sí, recuerdo a Gudbrand Johansen -admitió al fin-. Daniel hablaba de él de vez en cuando en sus cartas, tanto en las que mandó desde Sennheim como en las notas que recibí en el hospital de campaña. Eran muy diferentes. Pero creo que, con el tiempo, Gudbrand Johansen llegó a ser para él como un hermano menor. -Calló un instante y sonrió-. ¡En compañía de Daniel, casi todos se convertían en hermanos menores!

– ¿Sabes lo que le pasó a Gudbrand?

– Lo trajeron al hospital de campaña donde yo trabajaba, como dijiste, cuando el frente estaba a punto de caer en manos rusas, en plena retirada. No nos llegaban las medicinas porque todas las carreteras estaban bloqueadas a causa del ingente tráfico en sentido contrario. Johansen estaba malherido, entre otras cosas tenía restos de metralla de granada en el muslo, justo encima de la rodilla. El pie estaba a punto de gangrenarse y corría el riesgo de que tuviésemos que amputar. Así que, en lugar de esperar a que llegasen las medicinas, que no llegaban nunca, lo enviamos al oeste, que era adonde iba todo el mundo. Lo último que vi de él fue su cara que me despedía desde un camión, con barba de semanas, asomando por una manta. La mitad de las ruedas se hundían en el lodo y el camión tardó una hora en pasar la primera curva antes de desaparecer de mi vista.

El perro apoyaba la cabeza en su regazo y la miraba con ojos tristones.

– ¿Y eso es lo último que viste o que has sabido de él?

La mujer se llevó la taza de fina porcelana a los labios, dio un brevísimo sorbo y volvió a dejarla en la mesa. La mano le temblaba, poco, pero le temblaba.

– Unos meses más tarde, recibí una postal suya en la que decía que tenía algunas de las pertenencias de Daniel, entre otras cosas, una gorra de un uniforme ruso que, según entendí, era una especie de trofeo de guerra. La carta era algo confusa, pero es normal al principio, cuando estás recuperándote después de haber sido herido en campaña…

– ¿La postal, la has…?

Ella negó con la cabeza, pues no la conservaba.

– ¿Recuerdas desde dónde la envió?

– No, sólo que el nombre me hizo pensar que se trataba de algún lugar en el campo y me dije que seguro que estaría bien allí.

Harry se levantó.

– ¿Cómo sabía ese Fauke de mí? -preguntó ella.

– Bueno… -Harry no sabía muy bien cómo responder, pero ella se le adelantó.

– Ya, todos los combatientes del frente han oído hablar de mí -dijo con una sonrisa-. La mujer que vendió su alma al diablo por una reducción de la pena. ¿Es eso lo que piensan?

– No lo sé -dijo Harry, que sentía ya la necesidad de marcharse.

Se encontraban a dos manzanas de la circunvalación pero, por la intensidad del silencio, podrían haber estado junto a un lago de montaña.

– ¿Sabes?, yo nunca vi a Daniel después de que me dijeran que había muerto.

Fijó la vista en el vacío.

– Recibí una felicitación suya de Año Nuevo por medio de uno de los oficiales sanitarios y, tres días más tarde, vi el nombre de Daniel en la lista de los caídos. No me lo creí y me negué a creerlo hasta que no hubiese visto el cuerpo, así que me llevaron a la fosa común del sector norte, donde quemaban los cadáveres. Descendí a la fosa pisando cuerpos sin vida, buscando de cadáver en cadáver, entre ojos hueros y carbonizados. Pero ninguno era el de Daniel. Me dijeron que me sería imposible reconocerlo, pero yo les dije que se equivocaban, que sí podría. Entonces me sugirieron que quizá lo habrían enterrado en una de las otras fosas. No lo sé, pero nunca llegué a verlo.

Harry carraspeó, y tan sumida estaba ella en sus recuerdos, que se sobresaltó.

– Gracias por el café, señora Juul.

La mujer lo acompañó hasta la entrada. Mientras se ponía el abrigo, Harry se esforzó por encontrar el rostro de la mujer entre los retratos que había en las paredes del pasillo, pero fue en vano.

– ¿Es preciso que Even lo sepa? -le preguntó cuando le abrió la puerta.

Harry la miró, sorprendido.

– Quiero decir, ¿tiene que saber que hemos hablado de esto? -explicó-. ¿De la guerra y… de Daniel?

– Bueno, no, si tú no quieres. Naturalmente.

– Se dará cuenta de que has estado aquí. Pero ¿no podemos decir simplemente que estuviste esperándolo y que, como tardaba, tuviste que marcharte para acudir a tiempo a otra cita?

Su mirada transmitía una súplica. Y algo más.

Harry no cayó en la cuenta de qué era hasta que llegó a la circunvalación y bajó la ventanilla para oír el rugido liberador y ensordecedor de los coches, que le vació la cabeza de tanto silencio. Era miedo. Signe Juul tenía miedo de algo.

Capítulo 70

CASA DE BRANDHAUG, NORDBERG

9 de Mayo de 2000


Bernt Brandhaug golpeó ligeramente el borde del vaso con el cuchillo y se tapó la boca con la servilleta mientras emitía un leve carraspeo. Una brevísima sonrisa se formó en sus labios, como si gozase de antemano de los elementos ingeniosos que contenía el discurso que iba a pronunciar ante sus invitados: la comisario jefe Størksen y su marido y Knut Meirik y su esposa.

– Queridos amigos y colegas -comenzó.

Por el rabillo del ojo vio cómo su mujer sonreía forzadamente a los otros, como diciendo: «Siento que tengamos que pasar por esto, pero es algo sobre lo que no tengo ningún control».

Aquella noche Brandhaug pensaba hablar de amistad y de corporativismo, de la importancia de la lealtad y de hacer acopio de buenos elementos como defensa contra el margen que la democracia suele dejar a la mediocridad, la fragmentación de responsabilidades y la incompetencia. Por supuesto, no podía esperarse que amas de casa y campesinos, democráticamente elegidos, comprendieran la complejidad de los asuntos de Estado de los que debían ocuparse.

– La democracia tiene en sí su propia recompensa -declaró Brandhaug con una expresión que había robado y hecho suya-. Pero eso no significa que la democracia no tenga un precio. Cuando convertimos en ministro de Economía a un metalistero…

De vez en cuando comprobaba si la comisario jefe estaba escuchando, añadía un comentario jocoso sobre el proceso de democratización de algunas antiguas colonias africanas, donde él mismo había sido embajador… Pero el discurso, el mismo que había pronunciado ya en varias ocasiones para auditorios diversos, no era capaz de entusiasmarlo lo bastante aquella noche. En efecto, sus pensamientos estaban en otro lugar, el mismo en el que se habían instalado, prácticamente, durante las últimas semanas: con Rakel Fauke.

Aquella mujer se había convertido en una obsesión y últimamente había llegado a pensar que debía intentar olvidarla, que estaba a punto de ir demasiado lejos para conseguirla. Pensó en las maniobras de los últimos días. Si no hubiese sido porque el jefe del CNI era Knut Meirik, jamás habría funcionado. Lo primero que tuvo que hacer fue librarse de ese Harry Hole, mandarlo fuera de su vista, fuera de la ciudad, a un lugar donde ni Rakel ni ninguna otra persona se iría con él.

Brandhaug llamó a Knut y le dijo que su contacto en el diario Dagbladet le había informado de que, en el entorno periodístico, corría el rumor de que había sucedido «algo» aquel otoño, durante la visita del presidente estadounidense. Se imponía, pues, actuar antes de que fuera demasiado tarde, ocultar a Hole en algún lugar donde la prensa no pudiese encontrarlo. ¿No pensaba Knut, como él, que eso sería lo mejor?

Knut dejó escapar unos gruñidos y dijo que sí, más o menos… Por lo menos, hasta que los rumores se aplacasen, continuó Brandhaug. A decir verdad, Brandhaug dudaba de que Meirik se lo hubiese creído. Aunque, claro está, tampoco le preocupaba lo más mínimo. Knut lo llamó unos días después para comunicarle que Harry Hole había sido destinado al frente, a un lugar de Suecia dejado de la mano de Dios. Brandhaug se frotó las manos de satisfacción, literalmente. Ahora nada podría interferir en los planes que tenía para sí mismo y para Rakel.

– Nuestra democracia es como una hija bella y sonriente, aunque algo ingenua. El hecho de que se unan las fuerzas positivas de la sociedad no significa elitismo o concentración del poder; es, simplemente, la única garantía de que nuestra hija, la democracia, no sea violada y de que unas fuerzas no deseadas usurpen el poder. Por esta razón, la lealtad, virtud ya casi olvidada, entre personas como nosotros, no sólo es deseable, sino totalmente imprescindible, es un deber que…


Se habían instalado en los hondos sillones de la sala de estar y Brandhaug pasó su estuche de puros habanos, regalo del cónsul general de La Habana.

– Liado entre los muslos de las mujeres cubanas -le susurró al marido de Anne Størksen con un guiño, aunque éste no pareció captar el significado del chiste.

Tenía un aspecto algo estirado y seco, ese marido suyo, ¿cómo se llamaba? Por Dios, si era un nombre compuesto… ¿Lo había olvidado? ¡Tor Erik! Exacto, Tor Erik.

– ¿Más coñac, Tor Erik?

Tor Erik sonrió apretando los labios pero negó con un gesto. Un tipo ascético, seguramente, que correría cincuenta kilómetros todas las mañanas, pensó Brandhaug. Todo en aquel hombre era delgado, el cuerpo, la cara, el pelo… No le había pasado desapercibida la mirada que intercambió con su mujer durante su discurso, como recordándole un chiste privado. Claro que no tenía por qué estar relacionado con el discurso.

– Sensato -lo elogió Brandhaug-. Luego llega el día siguiente y…, ¿no es cierto?

De repente, Elsa apareció en la puerta de la sala de estar.

– Te llaman por teléfono, Bernt.

– Tenemos invitados, Elsa.

– Es del Dagbladet.

– Lo cogeré en mi estudio.

Era de la sección de noticias, una mujer cuyo nombre no conocía. Sonaba joven e intentó imaginársela. Llamaba a propósito de la manifestación que, para esa noche, se había convocado ante la embajada austríaca, en la calle Thomas Heftye, en contra de Jörg Haider y el del partido Libertad, de extrema derecha, que después de las elecciones ya formaba parte del gobierno austríaco. La joven sólo quería recabar unos comentarios para la edición del día siguiente.

– ¿Opinas que se deberían reconsiderar las relaciones diplomáticas entre Noruega y Austria en estos momentos, Brandhaug?

Él cerró los ojos. Ya estaban intentando sonsacarle información, como solían, pero tanto ellos como él sabían que no la iban a obtener; él tenía demasiada experiencia. Notaba el efecto del alcohol, sentía la cabeza pesada y en la oscuridad, al cerrar los párpados, algo bullía…, pero eso no constituía el menor problema.

– Eso es una valoración política y es una decisión que no depende del Ministerio de Asuntos Exteriores -declaró.

Se hizo una pausa. Le gustaba la voz de la joven. Intuía que era rubia.

– ¿Pero sí tú, con tu amplia experiencia en esa cartera, tuvieses que vaticinar cuál será la actuación del gobierno noruego?

Sabía lo que debía contestar, era muy sencillo:

«Yo no vaticino ese tipo de cosas.»

Ni más, ni menos. Realmente, era extraño, uno no tenía que ocupar un puesto como el suyo mucho tiempo para tener la sensación de haber contestado ya a todas las preguntas. Los periodistas jóvenes solían creerse los primeros en formularle exactamente esa pregunta, puesto que ellos se habían pasado toda la noche pensándosela. Y todos se quedaban muy impresionados cuando él fingía reflexionar antes de responder algo que, probablemente, ya había dicho una docena de veces.

«Yo no vaticino ese tipo de cosas.»

Se sorprendió de no habérselo dicho aún, pero había algo en la voz de aquella joven periodista que lo impulsaba a ser un poco más complaciente. «Tu amplia experiencia», había dicho. Sentía deseos de preguntarle si la idea de llamarlo a él, a Bernt Brandhaug, había sido suya.

– Como el más alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, me atengo al hecho de que por ahora mantenemos relaciones diplomáticas normales con Austria -respondió al fin-. Pero, por supuesto, nos hacemos cargo de que también otros países reaccionan ante lo que sucede allí actualmente. Por otro lado, que mantengamos relaciones diplomáticas con un país no significa que aceptemos cuanto allí ocurra.

– Cierto, Noruega mantiene relaciones diplomáticas con varios regímenes militares -convino la voz al otro lado del hilo telefónico-. De modo que, ¿por qué crees que la reacción del pueblo noruego ha sido tan dura en este caso, precisamente?

– La respuesta está, seguramente, en la historia reciente de Austria. -Debería dejarlo ya. Debería dejarlo, se dijo-. Los lazos con el nazismo son evidentes. La mayoría de los historiadores están de acuerdo en que, durante la guerra, Austria fue, de hecho, un aliado de la Alemania de Hitler.

– ¿No sufrió la Ocupación, igual que Noruega?

Brandhaug se preguntó qué aprenderían hoy en día en las escuelas sobre la Segunda Guerra Mundial. Obviamente, muy poco.

– ¿Cómo dijiste que te llamas? -preguntó.

Quizás hubiese bebido un poco de más, después de todo. Ella le repitió su nombre.

– Bien, Natasja, permíteme que te ayude un poco antes de que sigas con tu ronda de llamadas. ¿Has oído hablar del Anschluss? Eso quiere decir que Austria no fue ocupada en el sentido corriente de la palabra. Los alemanes entraron sin más en marzo de 1938, apenas si hubo resistencia y así fue hasta el final de la guerra.

– ¿Casi como en Noruega, no?

Brandhaug se escandalizó. La joven preguntó con total aplomo, sin ningún viso de vergüenza de su propia ignorancia.

– No -objetó él despacio, como si le hablase a un niño torpón-. No como en Noruega. En Noruega nos defendimos y el gobierno noruego y el rey no escatimaron esfuerzos en… alentar al país, con sus emisiones radiofónicas, desde Londres.

Se percató de que no había formulado su respuesta de modo muy afortunado, y añadió:

– En Noruega, todo el pueblo estaba unido contra los ocupantes. Los pocos traidores noruegos que vistieron uniforme alemán y combatieron del lado de Alemania eran la escoria que se encuentra en cualquier país. Pero en Noruega, las fuerzas positivas estuvieron unidas, las personas de incuestionable capacidad que se pusieron al frente de la Resistencia funcionaron como un núcleo que mostró el camino de la democracia. Estas personas se mantuvieron leales entre sí y, al final, eso fue lo que salvó a Noruega. La democracia es la gratificación de sí misma. Tacha lo que dije del rey, Natasja.

– ¿Así que opinas que todos los que lucharon al lado de los alemanes eran escoria?

¿Qué quería realmente de él aquella periodista? Brandhaug decidió terminar la conversación.

– Sólo quiero decir que los que traicionaron a la patria durante la guerra deberían estar contentos de que sólo se les imputasen penas de prisión. He sido embajador en países donde a la gente así se la fusila y, francamente, no estoy tan seguro de que no hubiera sido lo mejor también en Noruega. Pero volviendo al comentario que me pedías, Natasja. El Ministerio de Asuntos Exteriores no tiene ningún comentario en relación con la manifestación ni a propósito de los nuevos miembros del gobierno austríaco. Tengo invitados, así que tendrás que disculparme, Natasja…

Natasja lo disculpó y él colgó el auricular.

Cuando regresó a la sala de estar, los invitados ya se preparaban para marcharse.

– ¿Tan pronto? -preguntó con una gran sonrisa, pero sin insistir. Estaba cansado.

Acompañó a los invitados hasta la puerta, estrechó especialmente la mano de la comisario jefe, diciéndole que nunca dudase en solicitar su ayuda, que la vía oficial estaba muy bien, pero…

Su último pensamiento antes de dormirse fue para Rakel Fauke. Y para su oficial de policía, al que ya se había quitado de en medio. Se durmió con una sonrisa en los labios, pero se despertó con un dolor de cabeza espantoso.

Capítulo 71

FREDRIKSTAD-HALDEN

10 de Mayo de 2000


El tren iba sólo medio lleno y Harry había conseguido un asiento junto a la ventanilla. La chica que ocupaba el asiento de atrás se había quitado los auriculares del walkman y Harry oía a duras penas la voz del cantante, pero ninguno de los instrumentos. El experto en escuchas cuyos servicios habían utilizado en Sidney le había explicado a Harry que, con niveles de sonido bajos, el oído humano amplifica el área de frecuencias donde se localiza la voz humana.

Harry pensó que había en ello algo reconfortante: lo último que uno deja de oír antes del silencio total es la voz humana.

Las gotas de lluvia formaban líneas de agua que temblaban sobre el cristal de la ventana. Harry miró los campos llanos y empapados y el subir y bajar de los cables tendidos entre los postes que se alzaban a lo largo de las vías.

En la estación de Fredrikstad había estado tocando una banda de música. El revisor le explicó que solían practicar allí para la fiesta nacional del Diecisiete de Mayo.

– Todos los años, todos los martes, por estas fechas -le dijo-. Según el director de la banda, las prácticas son más realistas cuando las hacen rodeados de gente.

Harry llevaba algo de ropa en una bolsa. Según le dijeron, el apartamento de Klippan era sencillo, pero estaba bien equipado. Un televisor, un equipo de música, incluso algunos libros.

Mein Kampf y cosas por el estilo -bromeó Meirik cuando le habló de él.

No había llamado a Rakel, pese a que necesitaba oír su voz. Una última voz humana.

– ¡Próxima estación, Halden! -anunció por el altavoz un timbre nasal antes de quedar interrumpido por el tono chillón y falso del tren al frenar.

Harry deslizó un dedo por la ventana mientras daba vueltas en su cabeza a aquella frase. «Un tono chillón y falso. Un tono chillón y falso. Un tono chillón y…»

Un tono no puede ser falso, se dijo. Un tono no es falso hasta que no se une a otros tonos. Hasta Ellen, la persona más musical que había conocido, necesitaba varios factores, varias notas para oír música. Ni siquiera ella podía considerar un solo factor y asegurar al cien por cien que fuese falso, que no fuese correcto, que fuese mentira.

Y aun así, aquel tono sonaba en sus oídos, chillón y muy, muy falso: él iba a Klippan para buscar un posible remitente de un fax que hasta el momento no había causado otra cosa que algunos titulares en los periódicos. Esa mañana había revisado muy bien la prensa y era evidente que el asunto de las cartas de amenazas que tanta cobertura había tenido no hacía ni cuatro días ya había caído en el olvido. El diario Dagbladet escribía sobre Lasse Kjus, que odiaba Noruega; y el consejero de Exteriores, Bernt Brandhaug, que había dicho que los culpables de traición a la patria deberían haber sido sentenciados a muerte, si es que lo habían citado correctamente.

Había, además, otro tono falso. Aunque quizá porque él deseaba que lo fuese. La despedida de Rakel en Dinner, la expresión de sus ojos, la media declaración de amor antes de cortar tajantemente dejándolo con una sensación de caída libre y una cuenta de ochocientas coronas que ella había alardeado con pagar. Aquello no cuadraba. ¿O quizá sí? Rakel había estado en su apartamento, lo había visto beber, lo había oído lamentarse con voz llorosa de la muerte de una colega a la que conocía hacía apenas dos años, como si se tratase de la única persona con la que hubiese tenido una relación estrecha en su vida. Patético. El hecho de que las personas quedasen ante los demás tan al desnudo era algo que había que evitar. Pero, en ese caso, ¿por qué no había dado fin a la relación antes, por qué no se había dicho a sí misma que aquel hombre era un problema sin el que podía vivir?

Como en todas las ocasiones en que la vida privada se le hacía demasiado insoportable, se refugió en el trabajo. Había leído que era normal en cierto tipo de hombres. Tal vez fuera ésa la razón por la que se había pasado el fin de semana inventando teorías de conspiración y líneas de pensamiento que le permitiesen meter en el mismo saco todos los elementos: el rifle Märklin, el asesinato de Ellen, el asesinato de Hallgrim Dale; así podría mezclarlo todo para confeccionar un apestoso guiso. Tan patético como lo otro.

En el periódico abierto que había en la mesita vio la foto del consejero de Asuntos Exteriores. Le sonaba su cara.

Se pasó la mano por la frente. Sabía por experiencia que el cerebro empezaba a funcionar por su cuenta cuando no se avanzaba en una investigación. Y la investigación del rifle era un capítulo cerrado, algo que Meirik había dejado muy claro. Lo había llamado un no-hay-caso. Meirik prefería que Harry redactase informes sobre los neonazis y que observase a la juventud desarraigada de Suecia. ¡A la mierda!

«… salida al andén por la derecha.»

¿Y si se bajaba? ¿Qué era lo peor que podía pasar? Mientras Asuntos Exteriores y el CNI temiesen que se filtrase información sobre el tiroteo del año anterior en la estación de peaje, Meirik no podía despedirlo. Y en cuanto a Rakel… En cuanto a Rakel, no tenía ni idea.

El tren se detuvo emitiendo una especie de suspiro. El silencio que reinaba en el vagón no podía ser mayor. Se oía el movimiento de puertas en el pasillo. Harry permaneció sentado. En ese momento oyó la canción del walkman con más claridad. La había escuchado antes muchas veces, pero no recordaba dónde.

Capítulo 72

NORDBERG Y HOTEL CONTINENTAL

10 de Mayo de 2000


El anciano no estaba preparado y se quedó sin respiración cuando el dolor se presentó súbitamente. Tumbado como estaba, flexionó el cuerpo y se metió los nudillos en la boca para no gritar. Permaneció así, intentando no perder la conciencia, mientras sacudían su cuerpo oleadas alternas de luz y de oscuridad. Parpadeó. El cielo se deslizaba sobre su cabeza, era como si el tiempo se acelerase, las nubes corrían allá arriba, las estrellas brillaban sobre el fondo azul, se hizo de noche, de día, de noche, de día, de noche otra vez. Y entonces se acabó, volvió a percibir el olor a tierra mojada y supo que estaba vivo.

Se quedó un rato tumbado para recuperar el ritmo normal de la respiración. Tenía la camisa pegada al cuerpo, a causa del sudor. Después, se puso boca abajo y miró de nuevo hacia la casa.

Era una casa grande de vigas negras. Llevaba allí tumbado desde aquella mañana y sabía que la esposa estaba sola en casa. Aun así, había luz en todas las ventanas, tanto en el primer piso como en la planta alta. La había visto encender las luces en cuanto empezó a anochecer y supuso que le daría miedo la oscuridad.

Él mismo también tenía miedo. Aunque no de la oscuridad, nunca la había temido. Él sentía miedo del tiempo que se le escapaba. Y de los dolores. Eran conocidos recientes y aún no había aprendido a controlarlos. Por otro lado, tampoco sabía si sería capaz. ¿Y el tiempo?

Intentó dejar de pensar en células que se dividían y se dividían y se dividían…

La luna apareció pálida en el cielo. Miró el reloj. Las siete y media. Pronto estaría demasiado oscuro y tendría que esperar hasta el día siguiente y, en ese caso, tendría que pasar la noche en aquella cabaña.

Contempló lo que había construido, dos ramas en forma de Y clavadas en la tierra a una altura de medio metro sobre la pendiente. En los ángulos de cada Y descansaba una rama de pino, sobre la que se apoyaban a su vez los extremos de otras tres ramas largas, también clavadas en la tierra. Sobre todo ello había extendido una gruesa capa de ramas de abeto. Obtuvo así una especie de tejadillo que lo protegía de la lluvia, le permitía conservar algo de calor y constituía cierto camuflaje contra los senderistas por si, contra todo pronóstico, se desviasen del camino. Había tardado algo menos de media hora en preparar su escondite.

Consideró ínfimo el riesgo de ser descubierto desde la carretera o desde alguna de las casas vecinas. Quien avistara el escondite entre los troncos de los árboles a una distancia de casi trescientos metros, debía poseer, sin duda, una excepcional agudeza visual. Para asegurarse aún más, cubrió casi toda la apertura con ramas de abeto y envolvió la escopeta con trapos para que el sol de la tarde no se reflejara en el acero.

Volvió a mirar el reloj. ¿Por qué demonios tardaba tanto ese hombre?


Bernt Brandhaug giró el vaso en la mano y volvió a mirar el reloj. ¿Por qué demonios tardaba tanto esa mujer?

Habían quedado a las siete y media y ya eran casi las ocho menos cuarto. Apuró la copa de un trago y se sirvió otro whisky de la botella que le habían subido a la habitación.

Jameson. Lo único bueno que alguna vez había venido de Irlanda. Se sirvió una vez más. Había tenido un día espantoso. El titular del diario Dagbladet hizo que el teléfono no dejase de sonar. Recibió el apoyo de varias personas pero, al final, llamó al director de noticias de Dagbladet, un viejo compañero de estudios, para dejarle claro que lo habían citado erróneamente. Con prometerles información interna sobre el fallo garrafal cometido por el ministro de Asuntos Exteriores durante la última reunión de la CEE, fue más que suficiente. El director pidió tiempo para reflexionar. Una hora después, le devolvió la llamada. Le explicó que la tal Natasja era nueva y que había admitido que pudo haber malinterpretado las palabras de Brandhaug. No iban a desmentirlo, pero tampoco abundarían en ello. Habían salvado los restos del naufragio.

Brandhaug dio un trago largo, saboreó el whisky apreciando su aroma crudo y al mismo tiempo suave, en la parte superior de las fosas nasales. Miró a su alrededor. ¿Cuántas noches había pasado allí? ¿Cuántas veces se había despertado en la cama extragrande y demasiado blanda con un ligero dolor de cabeza después de algunas copas de más? ¿Cuántas veces se había despertado pidiéndole a la mujer que tenía a su lado, cuando aún seguía allí, que tomase el ascensor hasta la sala de desayunos del segundo piso y que bajase las escaleras hasta la recepción, para que pareciera que venía de una reunión matinal y no de una de las habitaciones de huéspedes? Sólo por si acaso.

Se sirvió otra copa.

Con Rakel sería diferente. A ella no la mandaría a la sala de desayunos.

Llamaron suavemente a la puerta. Se levantó, echando un último vistazo a la exclusiva colcha amarilla y dorada, sintió un leve amago de angustia que se apresuró a desechar y recorrió los cuatro pasos que lo separaban de la puerta. Se miró en el espejo de la entrada, pasó la lengua por sus blancos incisivos, humedeció un dedo, se lo pasó por las cejas y, finalmente, abrió.

Ella estaba apoyada en la pared con el abrigo desabrochado. Debajo llevaba un vestido de lana. Le había pedido que se pusiera algo rojo. Observó sus párpados cargados y su sonrisa, un tanto irónica. Brandhaug estaba sorprendido, nunca la había visto así. Se diría que había bebido o que se había tomado alguna pastilla. Sus ojos lo miraban con apatía, apenas si reconoció su voz cuando la oyó murmurar que había estado a punto de equivocarse de puerta. La tomó del brazo, pero ella se soltó y entonces él la condujo al interior de la habitación empujándole suavemente la espalda. Ella se dejó caer pesadamente en el sofá.

– ¿Una copa? -preguntó Brandhaug.

– Por supuesto -farfulló Rakel-. A menos que prefieras que me desnude enseguida.

Brandhaug le sirvió una copa sin contestar. Adivinó lo que intentaba hacer. Pero se equivocaba si creía que podía arruinarle el placer asumiendo el papel de mujer comprada y pagada. Cierto que él habría preferido que hubiera adoptado el papel que solían elegir sus conquistas en Exteriores, el de la joven inocente que se deja seducir por los irresistibles encantos de su jefe, por su sensualidad masculina y por su seguridad en sí mismo. Pero lo más importante era que se doblegase a sus deseos.

Era demasiado viejo para creer que a las personas las movían razones románticas. La diferencia solía estribar en qué era lo que deseaban conseguir: poder, carrera profesional o la custodia de un hijo.

Nunca le había preocupado que lo que las deslumbrase fuera su condición de jefe, puesto que, en efecto, era jefe. Era el consejero de Exteriores Bernt Brandhaug. ¡Joder, había invertido los esfuerzos de toda una vida para serlo! El hecho de que Rakel hubiese consumido drogas y se le ofreciese como una prostituta, no cambiaba nada.

– Lo siento, pero necesito poseerte -dijo poniendo dos cubitos de hielo en su vaso-. Cuando me conozcas, comprenderás todo esto mucho mejor. Pero de todas formas, te daré algo así como una primera lección, una idea preliminar de lo que me mueve.

Hizo una pausa y le ofreció la copa.

– Hay hombres que se pasan la vida arrastrándose por el suelo y se contentan con las migas. Otros nos levantamos y caminamos erguidos hasta la mesa y encontramos allí el sitio que nos pertenece. Somos minoría, porque nuestras elecciones en la vida nos hacen a veces ser brutales, y esa brutalidad nos exige un esfuerzo de negación de nuestra educación socialdemócrata e igualitaria. Ahora bien, si he de elegir entre eso y arrastrarme, prefiero romper con una moral miope que no es capaz de individualizar los actos y considerarlos con perspectiva. Y, en fin, creo que en el fondo, me respetarás por ello.

Ella no contestó y se dedicó a su copa.

– Hole no suponía ningún problema para ti -observó ella-. Él y yo sólo somos buenos amigos.

– Creo que mientes -declaró Brandhaug mientras, vacilante, le llenaba el vaso que ella le acercó-. Y te quiero sola. No me malinterpretes: cuando te impuse la condición de que cortases inmediatamente toda relación con Hole, no fue tanto por celos como por cierto principio de pureza. En cualquier caso, no le vendrá mal una corta estancia en Suecia, o donde quiera que Meirik lo haya enviado.

Brandhaug soltó una risita.

– ¿Por qué me miras de esa forma, Rakel? Yo no soy el rey David y Hole…, ¿cómo dijiste que se llamaba aquel a quien el rey David hizo enviar a primera fila en el frente?

– Urías -murmuró ella.

– Eso. ¿Ese sí murió en el frente, no?

– Claro, de lo contrario, no sería una buena historia -explicó ella.

– Bien, pero aquí no va a morir nadie. Y, si no recuerdo mal, el rey David y Betsabé vivieron relativamente felices después.

Brandhaug se sentó a su lado en el sofá y le puso un dedo bajo ei mentón para que lo mirase.

– Dime, Rakel, ¿cómo es que sabes tanto de la Biblia?

– Buena formación -ironizó ella soltándose para quitarse el vestido.

Brandhaug tragó saliva y la miró perplejo. Era preciosa. Tenía la ropa interior blanca. Le había pedido específicamente que llevase ropa interior blanca. Resaltaría el matiz dorado de su piel. Era imposible advertir que hubiese pasado por un parto. El hecho de que así fuese, de saber que era fértil, que había amamantado a un niño con su pecho, la hacía más atractiva aún a los ojos de Bernt Brandhaug. Era perfecta.

– No tenemos prisa -aseguró posando una mano sobre su rodilla.

Pese a que su rostro no dejó traslucir ningún sentimiento, él notó que se ponía tensa.

– Haz lo que quieras -dijo Rakel encogiéndose de hombros.

– ¿No quieres ver la carta primero?

Señaló con la cabeza el sobre marrón con el sello de la embajada rusa, que estaba encima de la mesa. En la breve misiva del embajador Vladimir Aleksandrov a Rakel Fauke, éste le rogaba que ignorase la anterior citación de las autoridades rusas para tramitar el asunto de la custodia de Oleg Fauke Gosev. Se había aplazado la causa por tiempo indefinido, debido a las largas colas de los juzgados. No había sido tarea fácil. Brandhaug se vio obligado a recordarle a Aleksandrov un par de favores que la embajada rusa le debía. Además de prometerle un par de favores más, alguno totalmente al límite de lo que un consejero de Asuntos Exteriores noruego podía permitirse.

– Me fío de ti -replicó ella-. ¿Podríamos acabar con esto de una vez?

Apenas si parpadeó cuando él le pasó la mano por la mejilla, pero Brandhaug notó que le bailaba la cabeza, como si fuese una muñeca de trapo.

Brandhaug se frotó la mano escrutándola pensativo.

– No eres estúpida, Rakel -comenzó-. De modo que me figuro que comprendes que esto es algo provisional, que deben pasar aún seis meses hasta que la reclamación prescriba. Puedes recibir una nueva citación en cualquier momento, bastaría con una llamada mía.

Ella lo miró y, por fin, creyó ver algo de vida en sus ojos.

– Así que creo que lo que procede en este momento -prosiguió el consejero- es una disculpa.

La vio respirar con dificultad y sus ojos, antes muertos, se bañaron lentamente en llanto.

– ¿Y bien? -insistió.

– Perdón -dijo ella con voz apenas audible.

– Tienes que hablar más alto, Rakel.

– Perdón.

– Bueno, bueno, Rakel -dijo él al tiempo que le secaba una lágrima de la mejilla-. Esto irá muy bien. En cuanto me conozcas. Ése es mi deseo, que seamos amigos. ¿Lo comprendes, Rakel?

Ella asintió con un gesto.

– ¿Seguro?

Rakel volvió a asentir sin dejar de sollozar.

– Estupendo.

Brandhaug se levantó y se quitó el cinturón.


Hacía una noche inusualmente fría y el viejo se había metido en el saco de dormir. Estaba tumbado sobre una gruesa capa de ramas de abeto, pero el frío la traspasaba, ascendía desde la tierra penetrando su cuerpo. Se le habían entumecido las piernas y, a intervalos regulares, tenía que balancearse de un lado a otro para no perder la sensibilidad también en el torso.

Seguía habiendo luz en todas las ventanas de la casa; fuera, en cambio, era tal la oscuridad que apenas si veía con los binoculares. No obstante, aún conservaba la esperanza. Si el hombre volvía a casa aquella noche, llegaría en coche y la lámpara que había sobre el dintel de la puerta del garaje que daba al bosque estaba encendida. El anciano miró por los binoculares. Aquella lámpara no daba mucha luz; pese a todo, la puerta del garaje era lo suficientemente clara como para distinguir bien al sujeto cuando se colocase ante ella.

Se tumbó de espaldas. Todo estaba en silencio, oiría llegar el coche.

Esperaba no quedarse dormido. El repentino acceso de dolor le había mermado las fuerzas. Pero no, no iba a quedarse dormido. Nunca antes se había dormido en una guardia. Nunca. Saboreó el odio, intentando hallar en él algún calor. Éste era diferente, éste no era como el otro odio que ardía con una pequeña llama constante, ese otro odio que tantos años llevaba allí, consumiendo y limpiando la periferia de pensamientos insignificantes, creando así una perspectiva que le permitía verlo todo mucho mejor. El nuevo odio ardía con tanta intensidad que no estaba seguro de quién, si él o el odio, tenía el control. Sabía que no debía dejarse llevar, tenía que mantenerse frío.

Contempló el cielo estrellado entre los abetos. Todo estaba en silencio. Silencioso y frío. Iba a morir. Todos iban a morir. Era un pensamiento bueno, intentó retenerlo. Cerró los ojos.


Brandhaug miró fijamente la araña de cristal que colgaba del techo. Un rayo de luz azul del luminoso de Blaupunkt se reflejó en los prismas. Tan silencioso, tan frío.

– Ya puedes irte -dijo.

Lo dijo sin mirarla. Tan sólo oyó el ruido del edredón al retirarlo y notó cuándo se levantaba de la cama. Luego, el sonido de la ropa mientras se vestía. Ella no había dicho una sola palabra. Ni cuando él la tocaba ni cuando él le ordenó que lo tocase. Tan sólo le ofreció sus grandes ojos oscuros muy abiertos. Ensombrecidos por el miedo. O por el odio. Y por eso se había sentido tan mal que no…

Al principio intentó fingir que no pasaba nada, seguía esperando la sensación. Pensó en otras mujeres a las que había poseído, en todas las veces que había funcionado. Pero la sensación no se presentó y después de un rato, le pidió que dejase de tocarlo, no había razón para permitirle que siguiera humillándolo.

Ella obedeció como un robot. Procuraba cumplir con su parte del trato; nada más y nada menos. Aún faltaba medio año para que el caso de Oleg prescribiera. Tenía mucho tiempo. No valía la pena agobiarse, habría más días, más noches.

Volvió a empezar desde el principio; pero estaba claro que no debió haber tomado esas copas, lo entumecieron y lo dejaron insensible a las caricias, tanto a las de ella como a las suyas propias.

Luego le ordenó que se metiese en la bañera. Preparó dos copas. Agua caliente, jabón. Mantuvo largos monólogos sobre lo hermosa que era, pero ella no dijo nada. Tanto silencio. Tanto frío. Al final, el agua también terminó por enfriarse, la secó y la llevó de nuevo a la cama. Después del baño, su piel quedó seca y áspera. Ella empezó a temblar y entonces él notó su propia reacción. Por fin. Sus manos descendieron por su cuerpo, hacia abajo, más abajo. Hasta que se encontró una vez más con sus ojos. Grandes, oscuros, muertos. Clavados en el techo. Y la magia volvió a desaparecer. Sintió deseos de golpearla para hacer revivir sus ojos muertos, azotarla con la mano abierta, ver cómo se le enrojecía y se le inflamaba la piel.

La oyó guardar la carta en el bolso.

– La próxima vez beberemos menos -le dijo-. Y conste que también lo digo por ti.

Ella no contestó.

– La semana próxima, Rakel. En el mismo sitio, a la misma hora. ¿No lo olvidarás, verdad?

– ¿Cómo podría? -preguntó ella.

Se oyó la puerta y ya no estaba.

Él se levantó, se sirvió otra copa. Agua y Jameson, lo único bueno que… Bebió despacio. Y volvió a acostarse.

Era cerca de medianoche. Cerró los ojos, pero el sueño se resistía. Oyó desde la habitación contigua que alguien había encendido el televisor. Aunque no estaba seguro. Los gemidos parecían bastante reales. Una sirena de policía rompió el silencio. ¡Mierda! Se dio la vuelta, la cama era tan blanda que tenía la espalda molida. Siempre le costaba dormir en esa cama, no sólo por culpa de la cama, sino porque la habitación amarilla era y seguía siendo un lugar extraño.

Una reunión en Larvik, le había dicho a su mujer. Y como siempre, cuando ella le preguntó, le dijo que no se acordaba del nombre del hotel en que iba a hospedarse, ¿sería el Rica? Ya la llamaría él si no se hacía demasiado tarde, le dijo. «Pero ya sabes cómo son esas cenas, querida.»

Bueno, su mujer no tenia de qué quejarse; le habia dado una vida mucho mejor de la que ella podía esperar con su procedencia social. Con él había visto mundo, había vivido en lujosas residencias diplomáticas, con un servicio doméstico completo, en algunas de las ciudades más bellas del mundo, había aprendido idiomas, había conocido a gente interesante. Y nunca tuvo que dar golpe. ¿Qué iba a hacer si se quedaba sola cuando en su vida había trabajado? Él representaba su medio de subsistencia, su familia, en resumen, todo lo que ella poseía. No, no estaba preocupado por lo que Elsa creyese o dejase de creer.

Aun así, era en ella en quien pensaba ahora. Que le gustaría estar allí con ella. Un cuerpo caliente y familiar contra la espalda, un brazo a su alrededor. Sí, un poco de calor después de todo ese frío.

Volvió a mirar el reloj. Podría decir que la cena había terminado pronto y que había decidido volver a casa. Ella se alegraría, pues odiaba estar sola por la noche en aquella casa tan grande.

Se quedó un rato escuchando los sonidos de la habitación contigua.

Luego se levantó resuelto y empezó a vestirse.


El anciano ha dejado de serlo. Y está bailando. Es un vals lento y ella tiene la cara apoyada en su cuello. Llevan bailando un buen rato, están sudorosos, su piel está tan ardiente que siente que se quema. Siente que ella sonríe. Él tiene ganas de seguir bailando, de bailar así, sólo abrazarla hasta que la casa haya sido pasto de las llamas, hasta que se haga de día, hasta que puedan abrir los ojos y ver que han llegado a otro lugar.

Ella murmura algo, pero la música está demasiado alta.

– ¿Qué? -pregunta él acercando el oído a sus labios.

– Tienes que despertar -le dice.

Entonces abre los ojos. Parpadea en la oscuridad antes de ver suspendido en el aire el vaho blanco y compacto de su respiración. No había oído el coche. Se dio la vuelta rápidamente, lanzó un suspiro mientras intentaba sacar el brazo de debajo de su cuerpo. Lo despertó el sonido de la puerta del garaje. Oyó cómo aceleraba el coche y le dio tiempo a ver cómo la oscuridad del garaje engullía un Volvo azul. Se le había dormido el brazo derecho. En unos segundos, el hombre saldría, quedaría iluminado por la luz de la lámpara del garaje, cerraría la puerta y luego…, sería demasiado tarde.

El anciano forcejeó desesperado con la cremallera del saco de dormir hasta que pudo sacar el brazo izquierdo. La adrenalina bullía en la sangre de sus venas, pero aún remoloneaba el sueño en su cuerpo, como una capa de algodón que amortiguase todos los sonidos, impidiéndole ver con claridad. Oyó el ruido de la puerta del coche al cerrarse.Ya había conseguido sacar ambos brazos del saco de dormir y, por suerte, las estrellas le proporcionaron la claridad suficiente para encontrar el fusil y colocarlo debidamente. ¡Rápido, rápido! Apoyó la mejilla contra la culata fría del fusil. Apuntó con la mira. Parpadeó, no veía nada. Con mano trémula, logró retirar el trapo en que había envuelto la mira para que la lente no se cubriese de escarcha. ¡Así! Puso otra vez la mejilla contra la culata. ¿Y ahora qué? El garaje se veía desenfocado, debía de haber tocado el regulador de distancia sin querer. Oyó el sonido de la puerta del garaje al cerrarse. Giró el regulador de distancia hasta que vio perfectamente al hombre. Era alto y fornido y llevaba un abrigo de lana de color negro. Estaba de espaldas. El viejo parpadeó dos veces. El sueño aún velaba sus ojos como una especie de neblina.

Quería esperar a que el hombre se diese la vuelta, hasta estar seguro al cien por cien de que era la persona que buscaba. Sus dedos se curvaron alrededor del gatillo, presionándolo ligeramente. Habría sido más fácil con un arma como aquella con la que había practicado durante años, entonces habría tenido dominado el punto del gatillo y todos los movimientos habrían sido automáticos. Se concentraba en respirar. Matar a una persona no era difícil. No si te has entrenado para ello. Durante el comienzo de la batalla de Gettysburgo en 1863, dos compañías novatas se enfrentaron a una distancia de cincuenta metros y se dispararon varias veces sin que nadie resultase alcanzado, no porque fueran malos tiradores, sino porque apuntaban por encima de las cabezas de los contrarios. Simplemente, no fueron capaces de traspasar el umbral que representa matar a otro ser humano. Pero, después de la primera vez…

El hombre que estaba delante del garaje se dio la vuelta. Al verlo con los binoculares, daba la impresión de que miraba directamente al anciano. Era él, sin duda. Su dorso abarcaba casi la totalidad de la cruz de la mira. La neblina se disipaba ya de la cabeza del anciano. Contuvo la respiración y apretó el gatillo, despacio, con calma. Tenía que acertar al primer disparo, porque fuera del círculo de luz que bañaba la entrada del garaje, la oscuridad era total. El tiempo se detuvo. Bernt Brandhaug era hombre muerto. El anciano sintió que su cabeza estaba ya totalmente despejada.

Y la sensación de que algo no iba bien cruzó su mente una milésima de segundo antes de comprender lo que pasaba. El gatillo se había detenido. El anciano apretó más fuerte, pero el gatillo se resistía. ¡El seguro! El viejo sabía que era demasiado tarde. Encontró el seguro con el dedo pulgar y lo empujó hacia arriba. Apuntó con la mira al lugar iluminado y ya vacío. Brandhaug había desaparecido, iba camino de la puerta de entrada, situada al otro lado de la casa, que daba a la carretera.

El anciano parpadeó. Los latidos de su corazón le lastimaban las costillas. Soltó el aire de sus pulmones doloridos. Se había dormido. Volvió a parpadear. El entorno parecía envuelto en una fina niebla. Había fallado. Golpeó la tierra con los nudillos desnudos. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que la primera lágrima caliente le cayó en el dorso de la mano.

Capítulo 73

KLIPPAN, SUECIA

11 de Mayo de 2000


Harry se despertó.

Tardó un segundo en darse cuenta de dónde estaba. Cuando entró en el piso aquella tarde, lo primero que pensó fue que le sería imposible dormir allí. Tan sólo una delgada pared y un cristal sencillo separaban el dormitorio del tráfico de la calle. Pero, tras la hora de cierre del supermercado ICA que había en la acera de enfrente, el lugar quedó totalmente muerto. Apenas si pasaban ya coches y la gente desapareció por completo.

Se calentó en el horno una pizza Grandiosa que había comprado en el ICA. Se le ocurrió que resultaba extraño encontrarse en Suecia comiendo pizza noruega. Después, encendió el televisor lleno de polvo que había en un rincón, sobre una caja de cervezas. Algo le pasaba al aparato, porque todas las personas aparecían con la cara verdosa.

Se quedó viendo el documental de una chica que elaboraba una historia personal a partir de las cartas que su hermano le había enviado durante su viaje por todo el mundo mientras ella se hacía mayor, en los años setenta. El ambiente de los sin techo de París, un kibbutz en Israel, un viaje en tren por la India, al borde de la desesperación en Copenhague… El documental tenía un formato sencillo: fragmentos de película y muchas fotos, comentarios y un relato curiosamente melancólico. Pensó que, seguramente, habría soñado con todo ello, porque se despertó con la imagen de los personajes y los lugares aún impresa en la retina.

El sonido que lo despertó procedía del abrigo que había colgado en la silla de la cocina. Los penetrantes silbidos retumbaban entre las paredes de la habitación vacía. Había puesto la estufa al máximo y, aun así, tenía frío bajo el fino edredón. Puso los pies en el suelo helado y sacó el móvil del bolsillo interior del abrigo.

– ¿Diga?

Nadie contestó.

– ¿Diga?

Sólo oía la respiración de alguien.

– ¿Eres tú, Søs?

Era la única persona que, en ese momento, se le ocurrió que lo llamaría a media noche.

– ¿Pasa algo, se trata de Helge?

Tuvo sus dudas al dejar el pájaro al cuidado de Søs, pero ella se alegró tanto…, y le prometió que lo cuidaría muy bien. Pero no era Søs. Ella no respiraba así. Y además, ella le habría contestado.

– ¿Quién es?

No hubo respuesta.

Iba a colgar cuando escuchó un leve lamento. La respiración empezó a sonar trémula, como si la persona que había al otro lado del hilo telefónico estuviese a punto de romper a llorar. Harry se sentó en el sofá, que servía de cama. Por entre las finas cortinas azules se veía el luminoso del ICA.

Harry sacó un cigarrillo del paquete que había en la mesa del salón, junto al sofá, lo encendió y se tumbó. Dio una larga calada mientras escuchaba cómo la respiración se convertía en suaves sollozos.

– Venga, calma -dijo.

Un coche pasó por la calle. Seguramente un Volvo, se dijo Harry. Se tapó las piernas con el edredón y empezó a contar la historia de la chica del documental y de su hermano mayor, más o menos como la recordaba. Cuando terminó, ella había dejado de llorar. Al cabo de un rato, dijo adiós y se cortó la comunicación.

Cuando el móvil volvió a sonar, eran las ocho y ya era de día. Harry lo encontró debajo del edredón, entre las piernas. Era Meirik. Parecía nervioso.

– Vuelve a Oslo enseguida -ordenó-. Parece ser que alguien ha utilizado ese Märklin tuyo.

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