Parte III. URÍAS

Capítulo 23

HOSPITAL RUDOLPH II, VIENA

7 de Junio de 1943


Helena Lang caminaba a buen paso mientras empujaba la mesita de ruedas hacia la sala 4. Las ventanas estaban abiertas y respiró, para llenar los pulmones y la cabeza del fresco aroma a césped recién cortado. Ese día no había el más mínimo olor a muerte y destrucción. Hacía un año que Viena había sido bombardeada por primera vez. Las últimas semanas la atacaron todas las noches en que el tiempo estuvo despejado. Aunque el hospital Rudolph II estaba a varios kilómetros del centro, muy por encima de las guerras, allá arriba, en la verde Wienerwald, el olor a humo de los incendios que estallaban en la ciudad había ahogado el perfume estival.

Helena dobló una esquina y le sonrió al doctor Brockhard, que parecía querer pararse a charlar, de modo que ella apremió el paso. Brockhard, con su mirada dura y penetrante tras las lentes, siempre la ponía nerviosa y le incomodaba estar a solas con él. De vez en cuando tenía la sensación de que esos encuentros con Brockhard en los pasillos no eran fortuitos. A su madre se le habría cortado la respiración si hubiera visto cómo Helena evitaba a un médico joven y prometedor, sobre todo porque Brockhard procedía de una muy buena familia vienesa. Pero a Helena no le gustaban ni Brockhard, ni su familia, ni los intentos de su madre de utilizarla como una localidad para entrar en el seno de la buena sociedad. Su madre culpaba a la guerra de lo ocurrido. Ella era la culpable de que el padre de Helena, Henrik Lang, hubiese perdido a sus prestamistas judíos tan deprisa y no hubiese podido pagar a sus prestatarios como tenía pensado. Pero la penuria económica lo había obligado a improvisar y había convencido a sus banqueros judíos de que transfiriesen las rentas de sus pagarés, que el Estado austríaco había confiscado, a nombre de Lang. Y allí estaba ahora Henrik Lang, en la cárcel, por haber conspirado con fuerzas judías enemigas del Estado.

Al contrario que su madre, Helena añoraba a su padre más que la posición social que la familia había gozado. Así, por ejemplo, no echaba de menos en absoluto los grandes banquetes que ofrecían, las conversaciones superficiales y casi infantiles y los continuos intentos de emparejarla con algún jovencito rico y mimado.

Miró el reloj y apremió aún más el paso. Al parecer, un pajarillo se había colado por una de las ventanas abiertas y había ido a sentarse en la tulipa de la lámpara que colgaba del techo, desde donde cantaba despreocupado. Había días en que a Helena se le antojaba incomprensible que la guerra lo arrasase todo. Tal vez porque los bosques y las espesas hileras de abetos les ocultaban la visión de lo que no querían ver desde allá arriba. Pero, al entrar en una de las salas, comprobaba de inmediato que aquella paz era una ilusión. También allí llegaba la guerra, a través de los cuerpos mutilados y las almas destrozadas de los soldados. Para empezar, ella había escuchado sus historias, totalmente convencida de que, con su fuerza y su fe, podría ayudarles a salir de su desgracia. Sin embargo, todos parecían seguir narrando la misma aventura, como una pesadilla coherente, sobre lo que el hombre puede y se ve obligado a soportar en la vida terrenal, sobre las humillaciones que conlleva querer vivir. Que sólo los muertos resultan ilesos. De modo que Helena había dejado de escuchar. Fingía hacerlo, mientras les cambiaba las vendas, les tomaba la temperatura, les administraba los medicamentos y les daba la comida. Y cuando dormía, intentaba dejar de verlos, porque sus rostros seguían hablando, incluso en sueños. Helena leía el sufrimiento en sus pálidos semblantes adolescentes, la crueldad de rostros endurecidos, herméticos, y la añoranza de la muerte en los gestos de dolor de alguno que acababa de saber que tenían que amputarle el pie.

Pese a todo, ella caminaba hoy con paso ligero y presto. Tal vez porque era verano, o porque un médico acababa de decirle lo guapa que estaba aquella mañana. O tal vez a causa del paciente noruego de la sala 4 que no tardaría en decirle «Guten Morgen» [14] con ese acento suyo tan gracioso y particular. Y se tomaría el desayuno sin quitarle la vista de encima mientras ella iba de una cama a otra sirviendo a los demás pacientes y animando a cada uno con algún comentario. Y, cada cinco o seis camas, ella lo miraría a él y, si le sonreía, ella le devolvería la son-risa fugazmente y seguiría como si nada. Nada. Pues eso era todo. Era la idea de esos instantes lo que la hacía seguir adelante día tras día, lo que la hacía sonreír cuando el capitán Hadler, que yacía en la cama más próxima a la puerta con quemaduras graves, bromeaba preguntando si tardarían mucho aún en enviarle sus genitales desde el frente.

Abrió la puerta de la sala 4. La luz del sol que entró a raudales en la habitación hizo que el color blanco de paredes, techo y sábanas resplandeciese de pronto. Debía de ser como entrar en el paraíso, se decía Helena.

Guten Morgen, Helena.

Ella le sonrió. Estaba sentado en una silla, junto a la cama, leyendo un libro.

– ¿Has dormido bien, Urías? -le preguntó ella como si nada.

– Como un oso -respondió él.

– ¿Como un oso?

– Sí, como un oso en…, ¿cómo llamáis en alemán al lugar en que el oso pasa el invierno durmiendo?

– ¡Ah, la guarida!

– Eso es, como un oso en su guarida.

Ambos se rieron. Helena sabía que los demás pacientes los seguían con la mirada, que Helena no podía invertir más tiempo con él que con los demás.

– ¿Y la cabeza? Cada día mejor, ¿no?

– Sí, va mejorando. Un buen día estaré tan guapo como antes, ya verás.

Helena recordaba el día que lo llevaron al hospital. Parecía contravenir las leyes de la naturaleza que alguien hubiese sobrevivido con aquel agujero en la frente. Rozó con la tetera la taza de té que le había servido y estuvo a punto de volcarla.

– ¡Cuidado! -dijo él entre risas-. Dime, ¿acaso estuviste bailando ayer hasta altas horas de la noche?

Ella alzó la vista y él le lanzó un guiño.

– Pues sí -respondió ella, perpleja al oírse mentir sobre algo tan ridículo.

– ¡Ah! ¿Y qué bailáis aquí en Viena?

– Quiero decir, no. En realidad, yo no bailo. Simplemente, me acosté tarde.

– Bueno, aquí seguro que bailáis el vals. El vals vienes.

– Sí, claro que lo hacemos -respondió ella intentando concentrarse en el termómetro.

– Así -dijo él al tiempo que se levantaba de la cama y empezaba a cantar.

Los demás lo miraban sorprendidos desde sus camas. Cantaba en una lengua desconocida, pero con una voz cálida y hermosa. Y los pacientes que estaban en mejores condiciones empezaron a reír animándolo mientras él daba vueltas en el suelo según los delicados pasos del vals, de modo que los lazos sueltos de la bata se abrieron.

– Vuelve aquí, Urías, o te mando al frente de inmediato -le gritó ella en tono severo.

Él obedeció y se sentó. En realidad, no se llamaba Urías, pero era el nombre que él había insistido en que utilizaran para llamarlo.

– ¿Sabes bailar el Rheinländer?

– ¿Rheinländer?

– Es un baile que hemos tomado prestado de Renania. ¿Quieres que te lo enseñe?

– ¡Tú te quedas ahí sentado hasta que estés curado!

– ¡Sí, y entonces podré salir contigo por Viena y enseñarte a bailar Rheinländer!

Las horas que Urías había pasado en el porche al sol estival los últimos días le habían dado un hermoso tono tostado, y los dientes relucían blancos en su animado rostro.

– Me parece que ya estás lo suficientemente repuesto como para volver al frente -opinó Helena, sin poder refrenar el rubor que acudía a sus mejillas.

Estaba a punto de levantarse para seguir la ronda cuando sintió la mano de él en la suya.

– Di que sí -le susurró.

Ella lo apartó con una sonrisa y continuó su camino hacia la cama siguiente con el corazón gorjeándole en el pecho como un pajarillo.


– ¿Y bien? -preguntó el doctor Brockhard al tiempo que alzaba la vista de sus papeles cuando la oyó entrar en su consulta.

Como de costumbre, Helena ignoraba si aquel «y bien» era una pregunta, la introducción a otra pregunta más larga o simplemente, una frase. De modo que se quedó ante la puerta, sin decir nada.

– ¿Me ha mandado usted llamar?

– ¿Por qué insistes en hablarme de usted, Helena? -suspiró el doctor con una sonrisa-. ¡Por Dios, si nos conocemos desde niños!

– ¿Para qué quería verme?

– He decidido darle el alta al noruego de la sala 4.

– Muy bien.

Ella no acogió la noticia con el menor gesto. ¿Por qué iba a hacerlo? La gente estaba allí hasta que sanaba y, después, se marchaba. La alternativa era que muriesen antes. Así era la vida en el hospital.

– Di el aviso a Wehrmacht hace cinco días. Y ya hemos recibido la notificación de su nuevo destino.

– ¡Qué rapidez! -La voz de Helena sonó firme y tranquila.

– Sí, necesitan desesperadamente gente nueva. Estamos en guerra, como ya sabes.

– Sí -dijo Helena.

No obstante, no expresó lo que pensaba: «Estamos en guerra y aquí, a mil kilómetros del frente, estás tú, a tus veintidós años, haciendo el mismo trabajo que podría realizar un hombre de setenta. Gracias al señor Brockhard sénior».

– Bueno, había pensado pedirte que le entregases la notificación tú misma, puesto que parece que os lleváis muy bien.

Helena notó que el doctor estudiaba su reacción.

– Por cierto, ¿qué es lo que tanto te gusta de él precisamente, Helena? ¿Qué lo distingue de los otros cuatrocientos soldados que tenemos en el hospital?

Ella estaba a punto de protestar, pero él se le adelantó.

– Disculpa, Helena, naturalmente, eso no es de mi incumbencia. Es mi natural curioso. Yo… -haciendo rodar un bolígrafo entre los dedos, se volvió para mirar por la ventana-… simplemente me preguntaba qué puedes ver tú en un aventurero extranjero que traiciona a su propio país para alcanzar el favor de los vencedores. ¿Comprendes lo que quiero decirte? Por cierto, ¿qué tal sigue tu madre?

Helena tragó saliva antes de responder:

– No tiene usted por qué preocuparse por mi madre, doctor. Si me da la notificación, se la haré llegar al interesado.

Brockhard se volvió hacia ella y le tendió una carta que tenía encima del escritorio.

– Lo mandan a la Tercera División Acorazada en Hungría. ¿Sabes lo que significa eso?

Ella frunció el entrecejo.

– ¿La tercera división de infantería? Pero si él es voluntario de las Waffen-SS. ¿Por qué iban a incorporarlo al ejército regular de Wehrmacht?

Brockhard se encogió de hombros.

– En los tiempos que corren, uno debe esforzarse al máximo y enfrentarse a las misiones que se le encomiendan. ¿No estás de acuerdo conmigo en eso, Helena?

– ¿Qué quiere decir?

– Él es soldado de infantería, ¿no? Y eso quiere decir que estará detrás de los tanques en lugar de ir dentro. Un amigo mío que ha estado en Ucrania me contó que allí les disparan a los rusos todos los días hasta que las ametralladoras se recalientan, que los cadáveres se amontonan, pero que ellos siguen disparando, que no tiene fin.

Helena apenas si pudo contener su deseo de arrancarle a Brockhard la carta y romperla en pedazos.

– A una mujer joven como tú más le valdría ser un poco realista y no ligarse demasiado a un hombre al que, con toda probabilidad, no volverá a ver en su vida. Por cierto, ese pañuelo te sienta de maravilla, Helena. ¿Es una prenda de la familia?

– Me sorprenden y me satisfacen sus desvelos, doctor, pero le aseguro que son innecesarios. No siento nada especial por ese paciente. Es hora de servir la cena, así que, si me disculpa…

– Helena, Helena… -Brockhard meneó la cabeza sonriendo-. ¿De verdad crees que soy ciego? ¿Crees que no me rompe el corazón ver el dolor que esto te causa? La amistad que se profesan nuestras familias me hace sentir que hay unos lazos que nos unen, Helena. De lo contrario, no te hablaría con tanta confianza. Puedes confiar en mí, pero, supongo que ya habrás notado que abrigo ciertos sentimientos por ti y…

– ¡Basta!

– ¿Cómo?

Helena cerró la puerta antes de alzar la voz.

– Estoy aquí como voluntaria, Brockhard, no soy ninguna de sus enfermeras contratadas con las que puede jugar como quiera. Así que déme la carta y diga lo que quiera, de lo contrario, me iré ahora mismo.

– Pero, querida Helena… -Brockhard adoptó un gesto de preocupación-. ¿No sabes que esto es algo que está en tus manos?

– ¿En mis manos?

– Un alta es algo muy subjetivo. Sobre todo, tratándose de semejante herida en la cabeza.

– Lo sé.

– Podría prolongarle la baja por tres meses más y, quién sabe, tal vez el frente oriental haya dejado de existir una vez transcurrido ese plazo.

Ella lo miró sin comprender.

– Tú sueles leer la Biblia, Helena. Y conoces la historia de cómo el rey David desea a Betsabé, aunque sabe que ella está casada con uno de sus soldados, ¿no es cierto? Así que le ordena a sus generales que lo pongan en primera línea de fuego, para que muera en la guerra. De ese modo, el rey David podía cortejarla a su antojo.

– ¿Y qué tiene eso que ver con este asunto?

– Nada, nada, Helena. Yo no enviaría a tu amado al frente si no se hubiera recuperado del todo. Ni a ningún otro, desde luego, por semejante motivo. Eso es exactamente lo que quiero decir. Y puesto que tú conoces el estado de salud de ese paciente, como mínimo, tan bien como yo, he pensado que sería bueno oír tu opinión antes de tomar una decisión. Si tú consideras que no está recuperado, tal vez deba enviar otra solicitud de baja a Wehrmacht.

Poco a poco, Helena empezó a verlo claro.

– ¿O no, Helena?

Apenas podía creerlo: Brockhard pretendía utilizar a Urías como una especie de rehén para conseguirla a ella. ¿Habría necesitado pensar mucho tiempo para concebir semejante plan? ¿Habría estado esperando durante semanas a que se presentase el momento idóneo? Y ¿para qué la quería a ella, en realidad? ¿Como esposa o como amante?

– ¿Y bien? -preguntó Brockhard.

Las ideas daban vueltas en la cabeza de Helena, mientras intentaba hallar una salida del laberinto. Pero él le había cerrado todas las salidas. Como era de esperar. No era ningún necio. Mientras Brockhard retuviese a Urías de baja en el hospital a petición suya, ella debería satisfacer sus deseos en todo. Simplemente, el nuevo destino quedaría aplazado. Y Brockhard seguiría teniendo poder sobre ella mientras Urías no se marchase. ¿Poder? Dios, si ella apenas conocía al noruego. Y tampoco sabía lo que él sentiría por ella.

– Yo… -balbució Helena.

– ¿Sí?

Brockhard se inclinó sobre ella con mucho interés. Helena quería continuar, quería decirle lo que sabía que tenía que decirle para liberarse, pero algo se lo impedía. Le llevó un instante comprender qué era. Eran las mentiras. Era mentira que ella quisiera verse libre, mentira que ignorase lo que Urías sentía por ella, mentira que la gente tuviese que someterse y humillarse siempre para sobrevivir, todo mentira. Se mordió el labio inferior, pues notó que empezaba a temblarle.

Capítulo 24

BISLETT

Fin de año de 1999


Eran las doce cuando Harry Hole se bajó del tranvía delante del hotel Radisson SAS en la plaza Holberg y notó que el sol de la mañana se reflejaba por un instante en las ventanas de las plantas de enfermos del Rikshospitalet, antes de volver a ocultarse tras las nubes. Había estado en su despacho una última vez, para hacer limpieza, para comprobar que se lo había llevado todo, se decía a sí mismo. Pero sus escasas pertenencias habían cabido sin problemas en la bolsa de plástico que se había llevado de casa el día anterior. Los pasillos estaban desiertos. Los compañeros que no estaban de guardia, se encontraban en casa preparando la última fiesta del milenio. Una serpentina colgaba aún del espaldar de su silla, como único recuerdo de la pequeña fiesta de despedida del día anterior, organizada por Ellen, naturalmente. Las sobrias palabras de despedida pronunciadas por Bjarne Møller no estuvieron en consonancia con los globos azules y la colorida decoración de la tarta de crema con velas que había llevado su colega, pero aquel breve discurso fue más que suficiente. Probablemente, su jefe de sección sabía que Harry jamás le habría permitido que se hubiese expresado en términos grandilocuentes o sentimentales. Y Harry tenía que admitir que jamás se había sentido tan orgulloso como cuando Møller lo felicitó aludiendo a él con su título de comisario y le deseó suerte en el CNI. Ni siquiera la sarcástica sonrisa y los leves movimientos de cabeza que Tom Waaler hacía desde su puesto de espectador junto al dintel de la puerta lograron estropearlo.

La vuelta que se daba por el despacho aquel día era más bien para sentarse allí por última vez, en la chirriante y abandonada silla de la oficina en la que había pasado casi siete años. Harry desechó la idea. Tanta sensiblería, ¿no sería un indicio más de que se estaba haciendo viejo?

Harry subió la calle Holberg y giró a la izquierda por Sofie. La mayoría de las casas que había en aquella estrecha calleja eran edificios de finales del siglo anterior habitados por obreros y no se contaban precisamente entre los mejor conservados. Pero, desde que subieron los precios de la vivienda y la juventud de clase media, que no podía permitirse vivir en Majorstua, se había mudado allí, el tramo había adquirido un aspecto muy mejorado. Ahora, tan sólo una casa seguía con la fachada sin reformar: la número 83. La de Harry. Pero a Harry no le importaba.

Entró en el portal y abrió el buzón que había en la entrada, al pie de la escalera. Una oferta de una pizzería y un sobre de la agencia tributaria de Oslo que, con toda certeza, contenía una reclamación de pago de la multa que le habían puesto el mes anterior. Lanzó una maldición mientras subía las escaleras. Le había comprado un Ford Escort de quince años de antigüedad a un tío al que se podía decir que no conocía. Un poco oxidado y con el embrague algo desgastado, sí, pero con un fantástico techo descapotable. De momento, le había acarreado más multas y reparaciones en el taller que paseos con la melena al viento. Además, aquella porquería de coche no arrancaba, así que tenía que procurar aparcar cuesta abajo para poder ponerlo en marcha.

Entró en su casa. Era un apartamento de dos habitaciones con decoración espartana. Ordenado, limpio y sin alfombras sobre el parqué reluciente. El único adorno que presentaban las paredes era una fotografía de su madre y de Søs y un póster de El padrino que había robado del cine Symra cuando tenía dieciséis años. No había plantas, velas ni figurillas. En una ocasión, había colgado un corcho sobre el que pensaba fijar tarjetas postales, fotografías y dichos de esos que uno encuentra. Los había visto en las casas de la gente. Pero, cuando descubrió que jamás recibía postales y que, en general, nunca tomaba fotos, recortó una cita de Bjørneboe:

Y esta aceleración de la producción de caballos de vapor no es más que una expresión de la aceleración de nuestro conocimiento de las llamadas leyes naturales. Dicho conocimiento = angustia.

Harry constató de una ojeada que no había mensajes en el contestador (otra inversión innecesaria), se desabotonó la camisa, que dejó en el cesto de la ropa sucia, y tomó una limpia del ordenado montón que tenía en el armario.

Harry dejó puesto el contestador automático (por si lo llamaban de la agencia de estudios de opinión Norsk Gallup) y volvió a salir.

Sin ningún tipo de sentimentalismo, compró los últimos diarios del milenio en la tienda de Ali, antes de tomar la calle Dovregata. En la de Waldemar Thrane la gente se apresuraba hacia sus hogares después de haber hecho las últimas compras de la gran noche. Harry tiritaba, enfundado en su abrigo, hasta que cruzó el umbral de la puerta del Schrøder y recibió como una oleada el calor húmedo que despedían los huéspedes. Parecía bastante lleno, pero vio que su mesa favorita estaba a punto de quedarse libre, de modo que se encaminó hacia ella. El hombre de edad que acababa de levantarse se encajó el sombrero, lanzó a Harry una mirada enmarcada en canosas y pobladas cejas y asintió levemente antes de marcharse. La mesa estaba junto a la ventana y, durante el día, era una de las pocas que tenía suficiente luz para leer el periódico en el penumbroso local. Acababa de sentarse cuando apareció Maja.

– Hola, Harry -dijo la camarera al tiempo que limpiaba el mantel con un paño gris-. ¿El menú del día?

– Si el cocinero está hoy sobrio.

– Sí, lo está. ¿De beber?

– Bueno, a ver -dijo alzando la vista-. ¿Qué me recomiendas hoy?

– Veamos. -La camarera se puso las manos en las caderas y proclamó en voz alta y clara-: En contra de lo que la gente cree, esta ciudad tiene el agua más pura del país. Y las tuberías menos tóxicas se encuentran precisamente en las casas de principios de siglo, como ésta.

– ¿Y quién te ha contado tal cosa, Maja?

– Pues fuiste tú, Harry. -La camarera lanzó una risotada bronca y franca-. Por cierto, te sienta bien la abstinencia.

Hizo aquel comentario en voz baja, tomó nota del pedido y se marchó.

La mayoría de los periódicos estaban llenos de reportajes sobre el fin del milenio, así que Harry leyó el Dagsavisen. En la página seis, fijó su mirada en una gran fotografía de un indicador viario sencillo, hecho de madera y con una cruz solar dibujada en el centro. «Oslo 2611 km», decía en una de las flechas; «Leningrado 5 km», indicaba la otra.

El artículo ilustrado por la imagen llevaba la firma de Even Juul, catedrático de historia. La entradilla era breve: «La situación del fascismo a la luz del creciente desempleo en Europa Occidental».

Harry había visto el nombre de Juul con anterioridad en la prensa, era una especie de eminencia en todo lo relacionado con la historia de la ocupación en Noruega y el partido Unión Nacional. Harry hojeó el resto del diario, aunque sin hallar nada de interés, de modo que volvió al artículo de Juul. Era un comentario sobre un artículo anterior acerca de la fuerte posición de que gozaba el fenómeno neonazi en Suecia. Juul describía cómo los movimientos neonazis, que se habían debilitado claramente con el alza económica de los noventa, resurgían ahora con renovado vigor. Mencionaba además que una de las características de la nueva oleada era el hecho de que gozaba de un fundamento ideológico más consistente. Mientras que el neonazismo de los ochenta se manifestaba básicamente en la moda y en el sentimiento de grupo, con el uniforme como indumentaria, las cabezas rapadas y el hecho de recurrir a expresiones anticuadas como sieg heil, [15] la nueva corriente gozaba de una organización más sólida. Contaba con un aparato de apoyo económico, en lugar de basarse en líderes con grandes recursos y patrocinadores individuales. Además, el nuevo movimiento no era sólo una reacción a ciertos aspectos de la sociedad, como el desempleo o la inmigración, escribía Juul, sino que pretendía también constituirse en alternativa a la socialdemocracia. Su consigna era el rearme -moral, militar y racial-. El retroceso del cristianismo se señalaba como una evidencia de la ruina moral, junto con el sida y el creciente abuso de las drogas. Y la imagen del enemigo era también parcialmente nueva: los partidarios de la UE, que desdibujaban los límites nacionales y raciales, la OTAN, que le tendía la mano a los subhombres rusos y eslavos, y los nuevos capitales asiáticos, que ahora desempeñaban el papel de los judíos como banqueros del mundo.

Maja se acercó con el almuerzo.

– ¿Albóndigas de patata y cordero? -preguntó Harry sin apartar la mirada de las bolas grisáceas con guarnición de col china bañada en salsa rosa.

– Al estilo Schrøder -corroboró Maja-. Son los restos de ayer. Feliz Año Nuevo.

Harry sostuvo el diario en alto para poder comer al mismo tiempo, y no había tomado el primer bocado de aquella bola de plástico cuando oyó una voz procedente del otro lado del diario.

– ¡Vaya, no puede ser!

Harry miró por encima del periódico. En la mesa contigua estaba sentado el Mohicano, que lo miraba fijamente. Cabía la posibilidad de que llevase allí sentado todo el rato, pero Harry no lo había visto entrar. Lo llamaban el Mohicano porque, probablemente, era el último de su clase. Había sido marino de guerra, torpedeado en dos ocasiones, y todos sus compañeros llevaban ya muertos muchos años, según Maja le había contado a Harry. La punta de su larga y rala barba flotaba en el vaso de cerveza y el hombre se había sentado, como solía, ya fuese invierno o verano, con el abrigo puesto. Por su rostro, tan escuálido que se adivinaba el cráneo a través de la piel, cruzaba una red de capilares como los rojizos rayos de una tormenta. Los ojos enrojecidos e hinchados y cubiertos por una flaccida capa de piel miraban fijamente a Harry.

– ¡No puede ser! -repitió.

Harry había oído a bastantes borrachos en su vida como para no prestar demasiada atención a lo que el cliente fijo del Schrøder tuviese que decir, pero en esta ocasión era muy distinto. En efecto, aquéllas eran las primeras palabras inteligibles que le había oído decir al Mohicano en todos los años que llevaba visitando el restaurante. Ni siquiera después de aquella noche del invierno pasado en que lo encontró durmiendo en la calle Dovregata y, a todas luces, lo salvó de morir congelado, el Mohicano lo había obsequiado con más que un gesto de saludo siempre que se veían. Y ahora parecía que el Mohicano ya había dicho lo que tenía que decir pues, con los labios muy apretados, pasó a concentrarse de nuevo en su jarra. Harry miró a su alrededor antes de inclinarse hacia la mesa del Mohicano.

– ¿Te acuerdas de mí, Konrad Åsnes?

El viejo lanzó un gruñido y dejó vagar su mirada por el local, sin responder palabra.

– Te encontré durmiendo en la calle sobre un montón de nieve el año pasado. Estábamos a dieciocho grados bajo cero.

El Mohicano alzó la vista al cielo.

– Allí no hay farolas y a punto estuve de no verte. Podías haber muerto, Åsnes.

El Mohicano cerró su ojo rojizo y miró a Harry con encono, antes de echar mano a su pinta de cerveza.

– Bien, pues te doy todas las gracias habidas y por haber.

El hombre bebía despacio. Después, dejó la jarra en la mesa, apuntando como si fuese importante dejarla en un lugar concreto.

– Deberían haber fusilado a esos sinvergüenzas -declaró.

– ¿Ah, sí? ¿A quiénes?

El Mohicano señaló el periódico de Harry con su índice huesudo. Harry le dio la vuelta. La portada exhibía una gran fotografía de un neonazi sueco con la cabeza rapada.

– ¡Al paredón con ellos!

El Mohicano dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, de modo que un par de rostros se volvieron a mirarlo. Harry le indicó con la mano que más le valdría calmarse.

– Pero, Åsnes, si no son más que jóvenes. Intenta pasarlo bien, que es fin de año.

– ¿Jóvenes? ¿Y qué te crees que éramos nosotros? Eso no detuvo a los alemanes. Kjell tenía diecinueve. Oscar, veintidós. Pégales un tiro antes de que se multipliquen, es mi consejo. Es una enfermedad, hay que atajarlo desde el principio. -Hablaba señalando a Harry con su dedo tembloroso-. Antes había uno sentado donde tú estás. ¡No hay cojones de que se mueran! Tú que eres policía, deberías echarte a la calle y cogerlos.

– ¿Y tú cómo sabes que soy policía? -le preguntó Harry perplejo.

– Porque leo los periódicos. Tú le disparaste a un tipo en el sur del país. No está mal, ¿pero qué tal si hicieses lo mismo con un par de ellos aquí también?

– ¡Sí que estás hablador hoy, Åsnes!

El Mohicano cerró la boca, le dedicó a Harry una última mirada hostil antes de volverse hacia la pared y entregarse a estudiar la pintura de la plaza Youngstorget. Harry sabía que la conversación había terminado, le indicó a Maja que le trajese el café y miró el reloj. El nuevo milenio estaba a la vuelta de la esquina. El restaurante Schrøder cerraría a las cuatro, «cierre por preparativos de fin de año», según rezaba el cartel que habían colgado en la puerta. Harry miró a su alrededor, tantos rostros conocidos. Por lo que veía, habían acudido todos los habituales.

Capítulo 25

HOSPITAL RUDOLPH II, VIENA

8 de Junio de 1944


Los sonidos propios del sueño inundaban la sala 4. Aquella noche estaba más tranquila que de costumbre, nadie se quejaba de dolor ni despertaba gritando de una pesadilla. Helena tampoco había oído las alarmas desde Viena. Si no bombardeaban aquella noche, todo sería más sencillo. Se escabulló hacia el interior de la sala y se quedó mirándolo a los pies de la cama. Allí estaba él, bajo el resplandor del flexo, tan absorto en el libro que estaba leyendo que no advirtió su presencia. Y allí estaba ella, en la oscuridad. Con todo lo que ella sabía sobre la oscuridad.

Cuando iba a pasar la página, Urías se dio cuenta de que ella estaba allí. Le sonrió y dejó el libro enseguida.

– Buenas noches, Helena. Creía que esta noche no tenías guardia.

Ella se puso el dedo en los labios, para indicarle que hablase más bajo, y se le acercó.

– ¿Así que sabes quién tiene guardia? -dijo en un susurro.

Él sonrió.

– De los demás no sé nada. Sólo sé cuándo tienes guardia tú.

– Conque sí, ¿eh?

– Miércoles, viernes y domingo, y luego martes y jueves. Después miércoles, viernes y domingo otra vez. No te asustes, es un cumplido. Y aquí no hay mucho más en lo que ocupar el cerebro. También sé cuándo le toca a Hadler la lavativa.

Ella rió en voz baja.

– Lo que no sabes es que te han dado el alta, ¿a que no?

Él la miró atónito.

– Te han destinado a Hungría -susurró-. A la Tercera División Acorazada.

– ¿A la División Acorazada? Pero si eso es Wehrmacht. No pueden mandarme allí, soy noruego.

– Lo sé.

– ¿Y qué voy a hacer en Hungría, yo…?

– Shss, vas a despertar a los demás, Urías. He leído la orden de destino. Y me temo que no hay mucho que hacer al respecto.

– Pero, debe de tratarse de un error. Es…

Sin darse cuenta, tiró el libro de la cama, que cayó al suelo con un golpe seco. Helena se agachó a recogerlo. En la portada, bajo el título Las aventuras de Huckleberry Finn, había dibujado un niño harapiento sobre una balsa de madera. Urías estaba visiblemente indignado.

– Ésta no es mi guerra -dijo con un gesto de exasperación.

– Ya lo sé -le susurró ella mientras guardaba el libro en su bolsa, debajo de la silla.

– ¿Qué haces? -preguntó él en voz baja.

– Tienes que escucharme, Urías, no hay tiempo.

– ¿Tiempo?

– La enfermera de guardia vendrá a hacer la ronda dentro de media hora. Para entonces, tendrás que haber tomado una decisión.

Urías bajó la pantalla del flexo para poder verla mejor en la oscuridad.

– ¿Qué está pasando, Helena?

Ella tragó saliva.

– ¿Y por qué no llevas el uniforme? -insistió Urías.

Eso era lo que más la angustiaba. No haberle mentido a su madre diciéndole que iba a Salzburgo a pasar un par de días con su hermana. Ni tampoco haber convencido al hijo del guarda forestal para que la llevase en coche al hospital y pedirle que esperase ante la puerta. Ni siquiera despedirse de sus cosas, de la iglesia y de una vida segura en Winerwald. Lo que la angustiaba era que llegase ese momento, la hora de contárselo todo, de decirle que lo amaba y que estaba dispuesta a arriesgar su vida y su futuro. Porque podía estar equivocada. No con respecto a lo que él sentía por ella, pues de eso estaba segura. Sino con respecto a la forma de ser de Urías. ¿Tendría el joven el valor y la capacidad suficientes para hacer lo que ella iba a proponerle? Al menos, él tenía claro que no era su contienda la que se libraba en el sur contra el Ejército Rojo.

– En realidad, deberíamos haber tenido tiempo de conocernos mejor -dijo poniendo su mano sobre la de él.

Urías la tomó y la sostuvo con firmeza.

– Pero ése es un lujo que no podemos permitirnos -continuó Helena, apretando también su mano-. Dentro de una hora sale un tren con destino a París. He sacado dos billetes. Allí vive mi profesor.

– ¿Tu profesor?

– Es una historia larga y complicada, pero él nos dará cobijo en su casa.

– ¿Qué quieres decir con que nos dará cobijo?

– Podemos vivir en su casa. Él vive solo y, por lo que yo sé, no sale ni recibe visitas de sus amigos. ¿Tienes pasaporte?

– ¿Cómo? Sí…

Urías parecía desconcertado, como si pensara que se había quedado dormido leyendo el libro sobre el pobre Huckleberry Finn y estuviese soñando aquella conversación.

– Sí, tengo pasaporte.

– Bien. El viaje nos llevará dos días, tenemos billetes numerados y he preparado comida suficiente.

Urías respiró hondo:

– ¿Por qué París?

– Es una gran ciudad, una ciudad en la que es posible perderse. Verás, tengo en el coche algunas prendas que pertenecieron a mi padre, así que puedes cambiar el uniforme por ropas de civil. Él calza un…

– No -atajó Urías alzando la mano e interrumpiendo momentáneamente su encendido y susurrante discurso.

Ella contuvo la respiración sin dejar de observar su expresión meditabunda.

– No -repitió a media voz-. Eso es un error.

– Pero…

Helena sintió de pronto un nudo en la garganta.

– Es mejor que viaje de uniforme -dijo Urías al fin-. Un hombre joven vestido de civil despertaría sospechas.

Helena se sentía tan feliz que no fue capaz de añadir una sola palabra; simplemente, le apretó la mano aún más. El corazón le latía con tal celeridad que se obligó a serenarse.

– Y, una cosa más -añadió él balanceando las piernas.

– ¿Sí?

– ¿Me amas?

– Sí.

– Bien.

Urías ya se había puesto la chaqueta.

Capítulo 26

CNI, COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

21 de Febrero de 2000


Harry miró a su alrededor. Las ordenadas y bien dispuestas estanterías llenas de archivadores cuidadosamente colocados por orden cronológico. Las paredes, adornadas con diplomas y distinciones a una carrera en progreso constante. Una fotografía en blanco y negro donde un Kurt Meirik algo más joven, luciendo el uniforme del ejército con galones de mayor, saludaba al rey Olav, colgaba justo detrás del escritorio, bien a la vista de cualquiera que entrase. Y era aquella fotografía la que Harry estudiaba desde su silla cuando se abrió la puerta a sus espaldas.

– Siento que hayas tenido que esperar, Hole. No te levantes.

Era Meirik. Harry no había hecho amago de levantarse.

– Bien -comenzó Meirik tomando asiento ante su escritorio-. ¿Qué tal ha sido tu primera semana con nosotros?

Meirik mantenía la espalda recta y mostró una serie de grandes dientes amarillentos de un modo que hacía sospechar que sonreír no era un deporte que hubiese practicado mucho en su vida.

– Bastante aburrida -confesó Harry.

– Venga, hombre. -Meirik parecía sorprendido-. No te habrá ido tan mal, ¿verdad?

– Bueno, vuestra máquina de café es mejor que la nuestra.

– ¿Te refieres a la del grupo de delitos violentos?

– Lo siento -se excusó Harry-. Me cuesta acostumbrarme a que ahora el CNI somos «nosotros».

– Claro, claro, hay que tener paciencia, como pasa con todo, ¿verdad, Hole?

Harry asintió. No había motivo para ponerse a combatir contra molinos de viento. Al menos cuando sólo llevaba un mes. Tal y como esperaba, le habían asignado un despacho al fondo de un largo pasillo, lo que le permitía no ver a ninguno de sus compañeros más de lo estrictamente necesario. Su cometido consistía en leer los informes de las oficinas regionales del CNI y, simplemente, valorar si los asuntos que abordaban deberían remitirse a un nivel superior en el sistema. Y las instrucciones de Meirik habían sido bastante claras al respecto: a menos que fuesen auténticos absurdos, todo debía pasar a las instancias superiores. En otras palabras, el trabajo de Harry consistía en actuar de filtro de la basura. Aquella semana habían entrado tres informes. Habían intentado leerlos despacio, pero no le resultó fácil demorarse en ellos el tiempo necesario. Uno de los informes venía de Trondheim y trataba del nuevo equipo de escuchas, cuyo funcionamiento nadie entendía después de que el experto en escuchas se hubiese despedido. Harry lo pasó a la instancia superior. El segundo trataba de un hombre de negocios alemán, al que habían declarado como no sospechoso puesto que ya había entregado la partida de barras de cortina por la que se justificaba su presencia en el país. Harry lo pasó igualmente a la instancia superior. El tercer informe era de la región de Østlandet, de la jefatura de policía de Skien. Habían recibido quejas del propietario de una cabaña de Siljan, que había oído disparos el fin de semana anterior. Puesto que no era época de caza, un agente había ido a inspeccionar el terreno y, durante su reconocimiento, encontró en el bosque varios casquillos de bala de marca desconocida. Enviaron los casquillos al departamento de la policía judicial KRIPOS, [16] que los devolvió con la explicación de que probablemente se tratase de la munición utilizada para un rifle Märklin, un arma bastante rara.

Harry pasó el informe a la instancia superior, pero se quedó con una copia.

– Verás, quería hablar contigo de un panfleto que hemos interceptado. Los neonazis están planeando alborotar en las mezquitas de Oslo el Diecisiete de Mayo. Uno de esos días festivos móviles de los musulmanes coincide este año con esa fecha y algunos padres extranjeros se niegan a que sus hijos salgan en el desfile infantil del Día Nacional de Noruega porque tienen que ir a la mezquita.

– Eid.

– ¿Cómo?

– Eid, así se llama esa fiesta. Es la Nochebuena de los musulmanes.

– ¡Vaya! ¿Así que estás metido en esas cosas?

– No. Pero mi vecino me invitó a cenar el año pasado. Son paquistaníes. Les parecía muy triste que tuviese que cenar solo la noche de Eid.

– ¡Ajá! Mmm.

Meirik se encajó las gafas, unas Horst Tappert.

– Bueno, aquí tengo el panfleto. En él dicen que es un desprecio hacia su país de acogida celebrar otra festividad que la del Día Nacional justo el Diecisiete de Mayo. Y que los inmigrantes gozan aquí de seguridad, pero se libran de las obligaciones de cualquier ciudadano noruego.

– Como lo es gritar sumisos «¡Viva Noruega!» en el desfile -apuntó Harry al tiempo que echaba mano del paquete de tabaco.

Había visto el cenicero en el último estante de la librería, y Meirik asintió con un gesto cuando él le preguntó con la mirada. Harry encendió un cigarrillo, inspiró el humo e intentó imaginarse cómo los capilares sanguíneos de las paredes pulmonares absorbían la nicotina con avidez. Cada vez le quedaban menos años de vida y la idea de que jamás dejaría de fumar lo llenaba de una extraña satisfacción. Obviar las advertencias impresas en el paquete de cigarrillos tal vez no fuese la rebelión más radical a la que un ser humano podía recurrir, pero al menos era un tipo de rebelión que él se podía permitir.

– En fin, a ver qué puedes averiguar -dijo Meirik.

– De acuerdo. Pero te advierto que me cuesta controlar mis impulsos cuando se trata de los cabezas rapadas.

– Vamos, vamos.

Meirik volvió a mostrar sus grandes dientes amarillos y Harry cayó en la cuenta de a qué le recordaba: el hocico de un caballo bien adiestrado.

– Vamos, vamos.

– Hay algo más -observó Harry-. Se trata del informe sobre la munición hallada en Siljan. La del rifle Märklin.

– Sí, tengo la impresión de que he oído hablar de ello.

– He estado haciendo comprobaciones por mi cuenta.

– ¿Y?

A Harry no le pasó inadvertido el tono indiferente de Meirik.

– He comprobado el registro de armas del último año. No hay ningún Märklin registrado en Noruega.

– Bueno, no me sorprende. Lo más probable es que algún otro oficial del CNI haya comprobado ya ese registro, después de recibir tu informe, Hole. Ése no es tu trabajo, ¿sabes?

– Puede que no. Pero quería estar seguro de que el responsable lo haya contrastado con los informes de contrabando de armas de la Interpol.

– ¿La Interpol? ¿Por qué habíamos de hacer tal cosa?

– Nadie importa ese tipo de rifles a Noruega. De modo que tiene que haber entrado de contrabando.

Harry sacó del bolsillo una copia de la impresora.

– Ésta es la lista de envíos que la Interpol encontró en una redada en casa de un comprador de armas ilegal de Johannesburgo este mes de noviembre. Fíjate. Rifles Märklin. Y también figura el destino: Oslo.

– Hmm, ¿de dónde has sacado esto?

– Del archivo digital de la Interpol publicado en Internet. Accesible para todos los miembros del CNI. Para todos los que se molesten en buscarlo.

– ¿Ah, sí?

Meirik mantuvo la mirada fija en Harry un instante, antes de ponerse a estudiar el documento con atención.

– Ya, bueno, esto está muy bien, pero el contrabando de armas no es de nuestra competencia, Hole. Si supieras cuántas armas ilegales decomisa la Sección de Armas en el curso de un año…

– Seiscientas once -declaró Harry.

– ¿Seiscientas once?

– En lo que va de año. Y eso sólo en el distrito policial de Oslo. Dos de cada tres procedentes de delincuentes, principalmente armas cortas, escopetas de repetición y de cañón recortado. Se incauta una media de un arma al día. La cantidad casi se duplica en los noventa.

– Estupendo, en ese caso, sabrás que aquí, en el CNI, no podemos dar prioridad a un rifle ilegal de Buskerud.

Meirik hablaba con una calma forzada. Harry dejó escapar el humo por la boca y se puso a estudiar su ascenso hacia el techo.

– Siljan está en Telemark -señaló.

Meirik hacía trabajar los músculos de sus mandíbulas.

– ¿Has llamado a Aduanas, Hole?

– No.

Meirik echó una ojeada a su reloj, una pieza de acero tosca y poco elegante que Harry adivinó habría recibido como premio a sus muchos años de fiel servicio.

– En ese caso, te sugiero que lo hagas. Esto es cosa suya. En estos momentos, tengo asuntos más urgentes…

– Meirik, ¿tú sabes qué es un rifle Märklin?

Harry vio cómo se disparaban las cejas del jefe del CNI y se preguntó si no sería ya demasiado tarde. En efecto, sentía el soplo de los molinos de viento.

– Pues verás, tampoco eso es competencia mía, Hole. Es algo que tendrás que tratar con…

Se diría que Kurt Meirik acabase de caer en la cuenta de que él era el único superior de Hole.

– Un rifle Märklin -comenzó Harry- es un rifle de caza de fabricación alemana, semiautomático, con munición de 16 mm de diámetro, es decir, de mayor calibre que ningún otro rifle. Está pensado para la caza mayor de, por ejemplo, hipopótamos y elefantes. El primero se fabricó en 1970, pero sólo se produjeron unos trescientos ejemplares, hasta que las autoridades alemanas prohibieron su venta en 1973. La razón de tal prohibición fue que, con un par de ajustes y una mirilla Märklin, ese rifle resulta una excelente herramienta de asesinar para profesionales, y en 1973 se convirtió en el arma para atentados más codiciada. En cualquier caso, de esos trescientos rifles, unos cien se encontraban en manos de asesinos a sueldo y de organizaciones terroristas como Baader-Meinhof o las Brigadas Rojas.

– ¡Vaya! ¿Has dicho cien? -Meirik le devolvió a Harry la copia-. Eso signinca que dos de cada tres propietarios lo utilizan para lo que se fabricó: para la caza.

– No es un arma para cazar alces ni ningún otro tipo de animal de los que tenemos en Noruega, Meirik.

– ¿Ah, no? ¿Por qué no?

Harry se preguntaba qué era lo que movía a Meirik a contenerse, a no pedirle que se fuese al cuerno. Y por qué él mismo ponía tanto empeño en provocar semejante reacción. Tal vez no fuese por nada en especial, tal vez sólo fuese que estaba convirtiéndose en un viejo cascarrabias. Tanto daba; Meirik se conducía como una niñera bien pagada que no se atreviese a regañar a aquel diablo de niño. Harry observaba la ceniza de su cigarrillo, que ya apuntaba hacia la alfombra.

– En primer lugar, en Noruega la caza no es ni ha sido nunca un deporte de ricos. Un rifle Märklin con mirilla incluida cuesta en torno a los ciento cincuenta mil marcos alemanes, es decir, tanto como un Mercedes. Y cada proyectil vale noventa marcos alemanes. En segundo lugar, un alce alcanzado por una bala de 16 mm de diámetro quedaría como si lo hubiese atropellado el tren. Una porquería, vamos.

– Vaya, vaya.

Era evidente que Meirik había resuelto cambiar de táctica, de modo que ahora se retrepó en la silla y cruzó las manos por detrás de la cabeza, sobre la reluciente calva, como para hacer ver que no tenía nada en contra de que Harry lo entretuviese un rato más. Harry se levantó, alcanzó el cenicero que había sobre la librería y volvió a sentarse.

– Naturalmente, siempre es posible que los proyectiles procedan de algún fanático coleccionista de armas cuya única intención era probar su nuevo rifle, ahora colgado en la vitrina de su chalé en algún lugar de Noruega, de donde no volverá a salir jamás. Pero ¿es sensato darlo por supuesto?

Meirik balanceaba la cabeza de un lado a otro.

– En otras palabras, propones que partamos de la base de que en estos momentos tenemos en Noruega a un asesino profesional.

Harry negó con un gesto.

– Lo que propongo es ir yo mismo a dar una vuelta por Skien y echarle un vistazo a ese lugar. Además, dudo mucho de que el que ha estado allí sea un profesional.

– ¿Y eso?

– Los profesionales no dejan huellas. No retirar los casquillos de bala es como dejar una tarjeta de visita. Pero, si el que tiene el Märklin es un aficionado, tampoco me quedo mucho más tranquilo.

Meirik emitió varios sonidos de duda. Hasta que asintió al fin.

– Hecho. Y mantenme informado si averiguas algo sobre los planes de nuestros neonazis.

Harry apagó la colilla. En un lateral del cenicero, que tenía forma de góndola, se leía «Venice, Italy».

Capítulo 27

LINZ

9 de Junio de 1944


Los cinco miembros de la familia bajaron del tren y, de repente, se quedaron solos en el compartimento. Cuando el tren reemprendió la marcha despacio, Helena se sentó junto a la ventana, aunque no veía gran cosa en la oscuridad, tan sólo la silueta de las casas que se alineaban junto la vía. Él estaba sentado enfrente y estudiaba su rostro con una sonrisa en los labios.

– Se os da bien en Austria lo de cegar las ventanas -comentó Urías-. No veo ni una sola luz encendida.

Ella suspiró.

– Se nos da bien obedecer.

Helena miró el reloj. Pronto serían las dos.

– La próxima ciudad es Salzburgo -advirtió-. Está junto a la frontera con Alemania. Y después…

– Munich, Zürich, Basilea, Francia y París. Ya lo has dicho tres veces.

Él se inclinó hacia ella y le cogió la mano.

– Todo irá bien, ya lo verás. Siéntate aquí conmigo.

Ella se cambió de lugar sin soltarle la mano y apoyó la cabeza sobre su hombro. Tenía un aspecto muy distinto con el uniforme.

– De modo que ese tal Brockhard ha enviado una nueva orden de baja para una semana, ¿no es eso?

– Sí, me dijo que iba a enviarla por correo ayer tarde.

– ¿Por qué prolongar la baja sólo en una semana?

– Pues, porque así podía controlar mejor la situación. Y a mí también. Cada semana, me habría visto obligada a darle motivos para prolongar tu baja, ¿comprendes?

– Sí, lo comprendo -contestó Urías mientras ella sentía cómo apretaba los dientes.

– Pero no hablemos más de Brockhard -rogó Helena-. Mejor cuéntame un cuento.

Helena le acarició la mejilla y él lanzó un hondo suspiro.

– ¿Cuál quieres que te cuente?

– Uno cualquiera.

Los cuentos… Así era como él había captado su interés en el hospital Rudolph II. Eran muy diferentes de las historias de los demás soldados. Los cuentos de Urías trataban de valor, camaradería y esperanza. Como aquella ocasión en que volvía de hacer su guardia y descubrió un hurón sobre el pecho de su mejor amigo, dispuesto a arrancarle la garganta de un bocado mientras el joven dormía. Él estaba a una distancia de casi diez metros y las oscuras paredes de tierra del bunker se veían negras como la boca del lobo. Pero no tuvo elección, de modo que se puso el fusil contra la mejilla y disparó hasta vaciar el cargador. Al día siguiente, almorzaron hurón.

Había contado varias historias de ese estilo. Helena no las recordaba todas, pero sí recordaba cómo empezó a prestarles atención. Eran detalladas y entretenidas y había algunas de cuya veracidad dudaba. Pero deseaba creerlas, porque eran como un antídoto contra las otras historias, las que trataban de destinos desafortunados y de muertes absurdas.

Mientras el oscuro tren avanzaba despacio traqueteando a través de la noche por los raíles recién reparados, Urías le refirió la historia de aquella ocasión en que había matado a un francotirador ruso en tierra de nadie, y fue a darle cristiana sepultura a aquel bolchevique ateo, con canto de salmos y todo.

– Desde el lado ruso, los oía aplaudir -aseguró Urías-. Tan hermoso fue mi canto aquella noche.

– ¿De verdad? -preguntó ella sonriendo.

– Más hermoso que ninguno que hayas podido oír en la ópera Staatsoper.

– Mentiroso.

Urías la atrajo hacia sí y le cantó en voz muy baja, al oído:

Ven al círculo de la hoguera en el campamento,

mira la llama roja y dorada,

aquel que nos alienta a avanzar hacia la victoria,

exige fidelidad a vida o muerte.

En la clara hoguera llameante, verás la Noruega de tiempos remotos.

Verás al pueblo camino de su meta,

a tus compatriotas entregados al trabajo y al combate.


Verás que la lucha de tus padres por la libertad

exigirá el sacrificio de hombres y mujeres,

verás miles y miles de ellos, que consagraron su vida

a la lucha por nuestra tierra.

Verás hombres en sus tareas diarias, en el crudo país del norte,

donde el duro trabajo los fortalece para proteger la tierra patria.


Verás a los noruegos cuyos nombres están escritos

en nuestra historia con sonoras palabras,

hombres cuya memoria aún perdura,

a siglos de su muerte, en el norte y en el sur.

Pero grande entre los grandes es el que alzó la bandera roja y amarilla,

por eso la hoguera del campamento siempre

nos recuerda a Quisling, nuestro líder, aún hoy.

Urías guardó silencio con la mirada perdida en el paisaje que se veía a través de la ventana. Helena comprendió que sus pensamientos estaban lejos y decidió dejarlo allí, no distraerlo. Pero le rodeó el pecho con el brazo.

Tacata-tacata-tacata.

Sonaba como si alguien estuviese corriendo tras ellos por las vías, como si quisiera darles alcance.

Helena sintió miedo. No tanto por lo desconocido, por lo que los aguardaba, como por el hombre, también desconocido, al que estaba abrazada. Ahora que lo tenía tan cerca, sentía como si todo lo que había visto y a lo que se había habituado a distancia hubiese desaparecido.

Intentó escuchar los latidos de su corazón, pero el ruido del tren rodando por las vías era demasiado fuerte, de modo que tuvo que dar por supuesto que aquel pecho encerraba un corazón. Sonrió ante sus propios pensamientos y se estremeció de gozo. ¡Qué locura tan encantadora! No sabía absolutamente nada de él, que apenas si hablaba de sí mismo, salvo lo que desvelaba en aquellas historias suyas.

Su uniforme olía a tierra húmeda y, por un instante, se le ocurrió que así debía de oler el uniforme de un soldado que hubiese yacido muerto durante días en el campo de batalla. O de un soldado que hubiese estado enterrado. Pero ¿de dónde surgían aquellas ideas? Llevaba tantos días de tensión acumulada que no se había dado cuenta de lo cansada que estaba.

– Duerme -recomendó él, como respondiendo a sus pensamientos.

– Sí -convino ella.

Le pareció oír a lo lejos una alarma aérea, mientras el mundo se esfumaba a su alrededor.


– ¿Qué?

Oyó su propia voz cuando Urías la despertó y se puso de pie. Lo primero que pensó al ver al hombre uniformado en el umbral de la puerta fue que los habían descubierto, que habían conseguido dar con ellos.

– Los billetes, por favor.

– ¡Oh! -se oyó decir Helena.

Intentaba serenarse, pero no le pasó inadvertida la mirada escrutadora del revisor mientras ella rebuscaba febrilmente en el bolso. Por fin encontró los billetes de color amarillo que había comprado en la estación de Viena y se los entregó al revisor. El hombre los estudió con atención mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás al ritmo del traqueteo del tren. Y, en opinión de Helena, le llevó más tiempo del necesario.

– ¿Van ustedes a París? -preguntó el revisor-. ¿Van juntos?

– Así es -contestó Urías.

El revisor era un hombre de cierta edad que los observaba con curiosidad.

– Deduzco por su acento que no es usted austríaco, ¿verdad?

– No. Soy noruego.

– ¡Ah, Noruega! Dicen que es un país muy hermoso.

– Sí, gracias, lo es.

– Así que se ha presentado usted voluntario para luchar por Hitler, ¿no es así?

– Sí. He estado en el frente oriental. Al norte.

– ¿Ah, sí? ¿Dónde exactamente?

– En Leningrado.

– Ajá. ¿Y ahora va usted a París en compañía de su…?

– Amiga.

– Amiga, eso es. ¿De permiso, quizá?

– Sí.

El revisor picó los billetes.

– ¿De Viena? -preguntó dirigiéndose a Helena al tiempo que le devolvía los billetes.

La joven asintió.

– Veo que es usted católica -comentó el revisor señalando el crucifijo que Helena llevaba sobre la camisa, colgado de una cadena-. Mi esposa también lo es.

El hombre se echó hacia atrás y miró a ambos lados del pasillo, antes de preguntarle al noruego:

– ¿Le ha enseñado su amiga la catedral de San Esteban, en Viena?

– No. Estuve en el hospital, así que, por desgracia, no he visto casi nada de la ciudad.

– Entiendo. ¿Un hospital católico, quizá?

– Sí, Rudo…

– Sí -interrumpió Helena-. Un hospital católico.

– Ajá.

¿Por qué no se iba ya el revisor?, se preguntaba Helena.

El hombre carraspeó un poco.

– Eso es -dijo Urías.

– No es asunto mío, pero espero que se haya acordado de traer los documentos del permiso.

– ¿Los documentos? -preguntó Helena.

Ella había estado de viaje en Francia con su padre en dos ocasiones anteriores y no se le había pasado por la mente pensar que necesitarían otra documentación que el pasaporte.

– Sí, claro, en su caso no hay ningún problema, Fräulein, pero en el de su amigo, que va uniformado, es esencial que lleve la documentación que indique dónde está destinado y adónde se dirige.

– ¡Pues claro que tenemos esos papeles! -exclamó Helena-. ¿No creerá usted que hemos salido de viaje sin ellos?

– No, no, desde luego -se apresuró a contestar el revisor-. Sólo quería recordárselo. Hace tan sólo unos días…

Se interrumpió para centrar su mirada en el noruego.

– … se llevaron a un joven que, al parecer, no tenía permiso para ir a donde se dirigía, por lo que podía considerarse un traidor. Lo sacaron al andén y lo fusilaron en el acto.

– ¿Bromea usted?

– Por desgracia, no. No es mi intención asustarlo, pero la guerra es la guerra. Y usted lo tiene todo en orden, de modo que, cuando lleguemos a la frontera con Alemania, justo después de Salzburgo, no tendrá por qué preocuparse.

El vagón se bamboleó y el revisor tuvo que agarrarse bien al marco de la puerta. Los tres se miraron en silencio.

– ¿Así que ése es el primer control? -quiso saber Urías-. ¿Después de Salzburgo?

El revisor asintió.

– Gracias -respondió Urías.

El revisor se aclaró la garganta una vez más.

– Yo tenía un hijo de su edad. Cayó en el frente oriental, en Dnerp.

– Lo siento.

– En fin. Siento haberla despertado, Fräulein. Mein Herr…

Se tocó la gorra, imitando el saludo militar, y se marchó.

Helena comprobó que la puerta estuviese bien cerrada. Después, se sentó cubriéndose el rostro con las manos.

– ¿Cómo he podido ser tan ingenua? -sollozó.

– Vamos, vamos -la tranquilizó él rodeándola con sus brazos-. Yo debería haber pensado en la documentación. Sé que no puedo desplazarme a mí antojo.

– Pero ¿y si les dices que estás de baja y que quieres ir a París? París forma parte del Tercer Reich, es un…

– Entonces llamarán al hospital y Brockhard les dirá que me he escapado.

Ella se reclinó llorando contra su regazo mientras él le acariciaba el suave cabello castaño.

– Además, debí imaginar que era demasiado fantástico para ser cierto -añadió Urías-. Quiero decir…, ¿la enfermera Helena y yo en París?

La joven sabía que bromeaba:

– No, lo más seguro es que me despierte de pronto en mi cama del hospital pensando, ¡vaya sueño! Y me alegraré cuando vengas con el desayuno. Además, mañana por la noche tienes guardia, no lo habrás olvidado, ¿verdad? Entonces te contaré el día en que Daniel robó veinte raciones de comida de un campamento sueco.

Ella levantó hacia él su rostro, húmedo por el llanto.

– Bésame, Urías.

Capítulo 28

SILJAN, TELEMARK

22 de Febrero de 2000


Harry volvió a echar un vistazo al reloj y aceleró un poco. Tenía la cita a las cuatro, es decir, hacía media hora. Si llegaba después del crepúsculo, habría malgastado el viaje. Lo que quedaba de los clavos de los neumáticos se hundía en el hielo con un crujido. Aunque no había recorrido más de cuarenta kilómetros por el serpenteante camino forestal cubierto de hielo, Harry tenía la sensación de que hacía ya varias horas que había dejado la carretera principal. Las gafas de sol baratas que se había comprado en la estación de servicio Shell no le eran de gran ayuda y el reflejo del sol sobre la nieve le dañaba los ojos.

De pronto, vio a un lado de la carretera el coche de policía con la placa de Skien. Frenó con cuidado, aparcó justo detrás y bajó los esquíes de la baca. Eran de un fabricante de Trøndelag que había quebrado hacía ya quince años, aproximadamente cuando él los enceró por última vez, pues la cera se había convertido en una masa pastosa y gris bajo los esquíes. Halló la pista que iba desde el camino hasta la cabaña, según le habían explicado. Los esquíes se aferraban como adheridos a la pista; no habría resbalado ni aunque lo hubiese intentado. Cuando encontró la cabaña, el sol ya estaba bajo en el horizonte. En la escalera que subía hacia la cabaña de madera tratada con impermeabilizante de color negro había dos hombres sentados con el anorak puesto y, junto a ellos, un muchacho que Harry, que no conocía a ningún adolescente, calculó que tendría entre doce y dieciséis años.

– ¿Ove Bertelsen? -preguntó apoyándose en los bastones mientras recobraba el aliento.

– Soy yo -aclaró uno de los hombres, que se levantó y le tendió la mano-. Y éste es el oficial Folldal.

El otro hombre asintió comedido.

Harry se figuró que el jovencito debía de ser quien había encontrado los casquillos vacíos.

– Me imagino que es una maravilla dejar el aire de Oslo -comentó Bertelsen.

Harry sacó el paquete de tabaco.

– Más maravilla aún debe de ser dejar el aire de Skien, creo yo.

Folldal se quitó la gorra de policía y enderezó la espalda.

Bertelsen sonrió:

– Diga lo que diga la gente, el aire de Skien es más puro que el de ninguna otra ciudad de Noruega.

Harry protegió la cerilla con los dedos y encendió el cigarrillo.

– ¿Ah, sí? Pues lo recordaré para la próxima. ¿Habéis encontrado algo?

– Está por aquí.

Los tres se ajustaron los esquíes y, con Folldal al frente, formaron una fila y pusieron rumbo a una pista que desembocaba en un claro del bosque. Folldal señaló con el bastón una piedra negra que sobresalía veinte centímetros de la delgada capa de nieve.

– El chico encontró los casquillos vacíos en la nieve, junto a la roca. Lo más seguro es que se trate de un tirador que ha estado practicando. Ahí se ven las huellas de los esquíes. Lleva más de una semana sin nevar, así que pueden ser suyas. Parece que ha utilizado esquíes anchos, típicos de Telemark.

Harry se acuclilló. Pasó un dedo por la piedra hasta tocar el borde exterior de la ancha huella del esquí.

– Sí…, o unos viejos esquíes de madera.

– ¿Ah, sí?

Harry sostenía en la mano una pequeñísima astilla de madera de color claro.

– ¡Qué más da! -dijo Folldal mirando a Bertelsen.

Harry se volvió hacia el muchacho, que llevaba unos pantalones anchos de tela recia con bolsillos por todas partes y un gorro de lana encajado hasta las orejas.

– ¿En qué lado de la roca encontraste los casquillos?

El chico señaló el lugar. Harry se quitó los esquíes, rodeó la piedra y se tumbó boca arriba sobre la nieve. El cielo se había vuelto de un color azul claro, como suele ocurrir antes del ocaso en los claros días de invierno. Después se puso de lado y oteó por encima de la roca el lugar por el que habían llegado. En la abertura del claro había cuatro troncos de madera.

– ¿Habéis encontrado las balas o marcas de disparos?

Folldal se rascó la nuca.

– ¿Quieres decir que si hemos inspeccionado todos los troncos de madera en medio kilómetro a la redonda?

Bertelsen se tapó la boca discretamente con la manopla. Harry sacudió la ceniza del cigarrillo y observó la punta incandescente.

– No, quiero decir que si habéis comprobado esos tocones de ahí.

– ¿Y por qué íbamos a comprobar ésos, precisamente? -preguntó Folldal.

– Porque el Märklin es uno de los rifles más pesados del mundo. Una escopeta de quince kilos no está pensada para disparar de pie, así que es lógico suponer que hayan utilizado esta piedra para apoyar la culata. Los casquillos de un Märklin caen por la derecha. Puesto que los casquillos están a este lado de la piedra, el individuo habrá disparado hacia el lugar por el que vinimos. En tal caso, no sería ilógico que hubiese apuntado un par de tiros a uno de los troncos, ¿o sí?

Bertelsen y Folldal se miraron.

– Muy bien, pues los miraremos -concedió Bertelsen.


– A menos que eso sea un escarabajo gigante… -le comentó Bertelsen tres minutos después-… yo creo que es un agujero de bala gigante.

Apoyó las rodillas en la nieve y metió el dedo en uno de los troncos.

– ¡Joder! La bala ha entrado muy adentro, no llego a tocarla.

– Mira por el agujero -sugirió Harry.

– ¿Para qué?

– Para ver si lo ha atravesado -explicó Harry.

– ¿Atravesar este pedazo de tronco de abeto?

– Tú mira si ves la luz del día.

Harry oyó que Folldal resoplaba a su espalda. Bertelsen aplicó el ojo al agujero.

– ¡Pero, por Dios bendito…!

– ¿Ves algo? -gritó Folldal.

– ¡Lo creas o no, veo la mitad del río Siljan!

Harry se volvió hacia Folldal, que a su vez se había girado para escupir.

Bertelsen se puso de pie.

– ¿De qué sirve un chaleco antibalas si te disparan con uno de ésos? -se lamentó.

– De nada -sentenció Harry-. Lo único que sirve es una coraza -dijo antes de aplastar la colilla contra el tronco seco-. Una coraza muy gruesa -se corrigió.

Permaneció de pie frotando los esquíes contra la nieve bajo sus pies.

– Vamos a tener una conversación con las gentes de las cabañas vecinas -dijo Bertelsen-. Puede que alguien haya visto algo. O que se les ocurra confesar que alguno de ellos es propietario de ese rifle del demonio.

– Desde que concedimos el permiso general de armas el año pasado… -comenzó Folldal, que, no obstante, calló enseguida, al ver la mirada de Bertelsen.

– ¿Hay algo más que podamos hacer? -le preguntó Bertelsen a Harry.

– Bueno -dijo Harry lanzando una sombría mirada a la carretera-. ¿Qué os parece si empujáis un poco mi coche?

Capítulo 29

HOSPITAL RUDOLPH II, VIENA

23 de Junio de 1944


Helena Lang tuvo una sensación de déjà-vu. Las ventanas estaban abiertas y el calor de la mañana estival llenaba el pasillo con el aroma a césped recién cortado. Las dos últimas semanas se habían producido bombardeos todas las noches, pero ella no prestó atención al olor a humo. Llevaba una carta en la mano. ¡Una carta maravillosa! Incluso la jefa de las enfermeras, siempre tan huraña, se rió cuando oyó el alegre «Guten Morgen» de Helena.

El doctor Brockhard alzó la vista de sus papeles, sorprendido cuando Helena entró en su despacho sin llamar siquiera.

– ¿Y bien? -preguntó el doctor.

Se quitó las gafas y clavó en ella una fría mirada. Helena atisbo una pizca de su lengua, con la que sujetaba la patilla de las gafas. La joven se sentó.

– Christopher -comenzó, aunque no lo llamaba por su nombre de pila desde que eran niños-. Tengo algo que decirte.

– Bien -dijo el doctor-. Era precisamente lo que esperaba.

Ella sabía muy bien a qué se refería: esperaba una explicación de por qué ella no había acudido aún a su apartamento, situado en el edificio principal de la zona del hospital, pese a que él ya había prolongado dos veces la baja de Urías. Helena había aducido los bombardeos como excusa, asegurando que no se atrevía a salir. De modo que él se había ofrecido a visitarla en el chalé de veraneo de su madre, algo que ella había rechazado de plano.

– Te lo contaré todo -dijo ella.

– ¿Todo? -preguntó él con una sonrisa.

«No, casi todo», se dijo ella.

– La mañana en que Urías…

– Helena, no se llama Urías.

– La mañana en que se fue y vosotros disteis la alarma, ¿recuerdas?

– Por supuesto. -Brockhard dejó las gafas junto al documento que tenía ante sí de modo que la patilla quedó paralela al borde del folio-. Sí, yo estaba pensando en denunciar su desaparición a la policía militar, pero entonces apareció contando aquella historia de que había pasado media noche perdido en el bosque.

– Pues no fue así. Vino de Salzburgo en el tren nocturno.

– ¿Ah, sí?

Brockhard se acomodó en la silla con la mirada serena, claro indicio de que no era un hombre al que le gustase dejar traslucir su sorpresa.

– Tomó el tren nocturno desde Viena antes de la medianoche, se bajó en Salzburgo, donde aguardó hora y media la salida del tren nocturno en el sentido contrario. A las nueve ya estaba en Hauptbahnhof.

– Vaya… -Brockhard concentró la mirada en el bolígrafo que sostenía-. ¿Y qué explicación ha dado a tan absurdo viaje?

– Pues verás -dijo Helena sin darse cuenta de que sonreía-. Tal vez recuerdes que yo también llegué tarde aquella mañana.

– Sí…

– Es que yo también venía de Salzburgo.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– Eso deberías explicármelo, Helena.

Y ella se lo explicó, con la vista clavada en la yema del dedo de Brockhard, justo debajo de la punta del bolígrafo se había formado una gota de sangre.

– Entiendo -dijo Brockhard una vez que ella hubo terminado-. Pensabais ir a París. Y ¿cuánto tiempo creíais poder esconderos allí?

– Bueno, ha quedado claro que no lo pensamos muy bien. Pero según Urías, deberíamos irnos a América, a Nueva York.

Brockhard soltó una risa seca.

– Eres una chica muy lista, Helena. Comprendo que ese traidor a la patria te haya cegado con sus dulces mentiras sobre América, pero ¿sabes qué?

– No.

– Te perdono. -Y, al ver la expresión estupefacta de Helena, prosiguió-: Sí, te perdono. Tal vez debiera castigarte, pero sé bien lo que una inquieta joven enamorada puede llegar a hacer.

– No es perdón lo que…

– ¿Qué tal está tu madre? No debe de ser fácil, ahora que se ha quedado sola. A tu padre le cayeron tres años, ¿no es así?

– Cuatro. ¿Quieres hacerme el favor de escuchar, Christopher?

– Te ruego que no hagas ni digas nada de lo que puedas arrepentirte después, Helena. Lo que has dicho hasta ahora no cambia nada, nuestro acuerdo sigue como antes.

– ¡No!

Helena se había levantado tan aprisa que volcó la silla, y, ya de pie, dejó sobre el escritorio la carta que llevaba en la mano.

– ¡Léelo tú mismo! Ya no tienes poder sobre mí. Ni sobre Urías.

Brockhard miró la carta. Aquel sobre marrón abierto no le decía nada. Sacó el folio, se puso las gafas y empezó a leer:

Waffen-SS

Berlín, 21 de junio


Hemos recibido una petición del jefe superior de la policía noruega, Jonas Lie, de que sea usted reenviado a la policía de Oslo para prestar servicio. Dado que es usted ciudadano noruego, no hallamos razón alguna para no satisfacer este deseo. En consecuencia, esta orden anula cualesquiera órdenes anteriores sobre su destino a Wehrmacht.

La jefatura superior de la policía noruega le hará llegar los datos exactos de día, hora y lugar.

Heinrich Himmler,

Jefe superior de Schutzstaffel (SS)

Brockhard tuvo que mirar la firma dos veces. ¡El mismísimo Heinrich Himmler! Se fue a mirar la carta a contraluz.

Helena le advirtió:

– Puedes llamar e indagar si quieres, pero créeme, es auténtica.

Desde la ventana abierta se oía el canto de los pájaros en el jardín. Brockhard carraspeó un par de veces antes de hablar.

– De modo que le escribiste al jefe de la policía noruega, ¿no?

– No, yo no, fue Urías. Yo sólo busqué la dirección y eché la carta al correo.

– ¿La echaste al correo?

– Sí. Bueno, no, en realidad no. La telegrafié.

– ¿Toda la solicitud?

– Sí.

– Vaya, debió de costar… mucho dinero.

– Pues, así fue, pero era urgente.

– Heinrich Himmler… -dijo el doctor, más para sí que a Helena.

– Lo siento, Christopher.

El doctor volvió a reír secamente:

– ¿Seguro? ¿No has conseguido lo que querías?

Ella obvió la pregunta y se obligó a dedicarle una sonrisa amable.

– Tengo que pedirte un favor, Christopher.

– ¿Ah, sí?

– Urías quiere que me vaya con él a Noruega. Necesito una recomendación del hospital que me permita obtener un permiso para salir del país.

– ¿Y ahora temes que le ponga trabas a esa recomendación?

– Tu padre es miembro del equipo directivo.

– Pues sí, en realidad, yo podría crearte problemas -dijo acariciándose la barbilla, la mirada fija en la frente de Helena.

– De todos modos, no puedes detenernos, Christopher. Urías y yo nos amamos. ¿Lo entiendes?

– ¿Por qué iba a hacerle favores a la puta de un soldado?

Helena se quedó boquiabierta. Pese a que venía de alguien a quien despreciaba y que, sin lugar a dudas, estaba muy alterado, la palabra la alcanzó como una bofetada. Sin embargo, antes de que hubiese tenido tiempo de responder, el rostro de Brockhard cambió de expresión, como si el golpe lo hubiese alcanzado a él.

– Perdóname, Helena. Yo…, ¡mierda! -dijo volviéndole rápidamente la espalda.

Helena sólo quería levantarse y marcharse, pero no hallaba las palabras que la liberasen de su estado de conmoción. El doctor prosiguió, con voz cansada:

– No era mi intención herirte, Helena.

– Christopher…

– No lo entiendes. No creas que soy un pretencioso, pero tengo cualidades que sé que llegarías a valorar con el tiempo. Puede que haya ido demasiado lejos, pero piensa que siempre he tenido en mente tu propio bien.

Helena miraba fijamente su espalda. La bata le quedaba grande sobre los hombros estrechos y caídos. De pronto, pensó en el Christopher al que ella había conocido de niña. Tenía el cabello oscuro y rizado y llevaba un traje de hombre, pese a que sólo tenía doce años. Creyó recordar que un verano incluso estuvo enamorada de él.

Él respiraba tembloroso y con dificultad. Helena dio un paso vacilante hacia él. ¿Por qué sentía compasión por aquel hombre? Sí, ella sabía por qué. Porque su corazón rebosaba de felicidad, sin que ella hubiese hecho gran cosa para que así fuese. Mientras que Christopher Brockhard, que se esforzaba por ser feliz todos los días de su vida, sería siempre un hombre solitario.

– Christopher, tengo que irme.

– Sí, claro. Tú tienes que cumplir con tu deber, Helena.

La joven se levantó y se encaminó a la puerta.

– Y yo con el mío.

Capítulo 30

COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

24 de Febrero de 2000


Wright lanzó una maldición. Había probado todos los interruptores del proyector para que la imagen se viese más definida, pero sin resultado.

Una voz bronca observó:

– Creo que es la imagen la que no está definida, Wright. O sea, que no es fallo del proyector.

– Bien, de todos modos, éste es Andreas Hochner -dijo Wright haciéndose sombra con la mano para ver a los presentes.

La habitación no tenía ventanas y, cuando se apagó la luz, quedó totalmente a oscuras. Según había oído Wright, también era segura contra las escuchas, aunque a saber lo que aquello significaba.

Además de Andreas Wright, teniente de los servicios de información del Ministerio de Defensa, sólo había en la sala tres personas: el mayor Bård Oyesen, de los servicios de información de Defensa, Harry Hole, el nuevo del CNI, y el propio jefe del CNI, Kurt Meirik. Fue Hole quien le envió por fax el nombre del traficante de armas de Johannesburgo. Y, desde entonces, no había dejado de reclamar información sobre él ni un solo día. De hecho, algunos miembros del CNI parecían creer que los servicios de información de Defensa no eran sino una subsección del CNI pero era evidente que no habían leído las disposiciones en las que se señalaba claramente que ambas eran instituciones colaboradoras con el mismo estatus. Wright, en cambio, sí las había leído. De modo que, finalmente, le explicó al nuevo del CNI que aquello que no tenía prioridad debía esperar. Media hora más tarde, el propio Meirik lo llamó por teléfono asegurándole que el asunto tenía prioridad. ¿Por qué no lo habrían dicho desde un principio?

La borrosa imagen en blanco y negro mostraba un hombre que salía de un restaurante y parecía tomada a través de la ventanilla de un coche. El hombre tenía el rostro ancho y tosco, los ojos oscuros y una gran nariz poco definida sobre un espeso bigote negro.

– «Andreas Hochner, nacido en Zimbabue en 1954 de padres alemanes» -leyó Wright en voz alta, en los documentos que llevaba consigo-. Antiguo mercenario en el Congo y Suráfrica, se dedica al tráfico de armas desde mediados de los ochenta, probablemente. A los diecinueve años fue acusado, junto con otras seis personas, del asesinato de un muchacho negro en Kinshasa, pero fue absuelto por falta de pruebas. Casado y divorciado dos veces. El tipo para el que trabajaba en Johannesburgo era sospechoso de vender armamento antiaéreo a Siria y de comprar armas químicas a Irak. Se dice que le vendió a Karadzic rifles especiales durante la guerra de Bosnia y que entrenó a francotiradores durante el sitio de Sarajevo. Esta última información no está confirmada.

– Ahórranos los detalles, por favor -dijo Meirik al tiempo que miraba su reloj, que, aunque iba con retraso, llevaba en el dorso una encantadora inscripción del Estado Mayor del ejército.

– Muy bien -aceptó Wright antes de pasar unas cuantas hojas-. Andreas Hochner fue una de las cuatro personas detenidas en diciembre, durante una redada realizada en Johannesburgo en el domicilio de un traficante de armas. En relación con dicha redada encontraron una lista codificada donde uno de los pedidos, un rifle de la marca Märklin, iba señalado con la palabra Oslo y la fecha 21 de diciembre. Y eso es todo.

Se hizo un silencio sólo interrumpido por el ronroneo del ventilador del proyector. Alguien, tal vez Bård Ovesen, se aclaró la garganta. Wright se hizo sombra con la mano.

– ¿Cómo sabemos que es Hochner precisamente la persona clave en este asunto? -preguntó Ovesen.

Entonces se oyó la voz de Harry Hole:

– Yo estuve hablando con Esaias Burne, un inspector de policía de Hillbrow, Johannesburgo. Me dijo que, después de la detención, registraron los apartamentos de los implicados y que, en el de Hochner, encontraron un pasaporte interesante, con su foto, pero con otro nombre.

– Un traficante de armas con pasaporte falso no tiene nada de… sensacional -observó Ovesen.

– Estaba pensando más bien en uno de los sellos del pasaporte. Oslo, Noruega, 10 de diciembre.

– Es decir, que ha estado en Oslo -concluyó Meirik-. En la lista de clientes figura un nombre noruego y hemos encontrado casquillos de bala vacíos de ese superrifle. De modo que podemos suponer que Andreas Hochner ha estado en Noruega y que participó en una compraventa. Pero ¿quién es el noruego de la lista?

– Por desgracia, esa lista no es una relación normal de pedidos, con el nombre y la dirección de los clientes -se oyó la voz de Harry-. El cliente de Oslo figura con el nombre de Urías, que, seguramente, será un nombre en clave. Y según Burne, el inspector de Johannesburgo, Hochner no tiene el menor interés en hablar.

– Yo creía que los métodos que la policía de Johannesburgo aplica en los interrogatorios eran absolutamente eficaces -dijo Ovesen.

– Seguro que sí pero, al parecer, Hochner corre un riesgo mayor si habla que si calla. La lista de clientes es larga…

– He oído que en Suráfrica utilizan corriente eléctrica -apuntó Wright-. En la planta de los pies, en los pezones y…, bueno, muy doloroso. Por cierto, ¿no podría alguien encender la luz?

– En un asunto que incluye la compra de armas químicas a Sadam, un viaje de negocios a Oslo con un solo rifle resulta bastante insignificante. Además, creo que los surafricanos se guardan la electricidad para cuestiones más importantes, por así decirlo. Por otro lado, no es seguro que Hochner sepa quién es Urías. Y, mientras nosotros no sepamos quién es, hemos de formularnos la siguiente pregunta: ¿cuáles son sus planes? ¿Un atentado? ¿Un ataque terrorista? -señaló Harry.

– O un robo -apuntó Meirik.

– ¿Con un rifle Märklin? -preguntó Ovesen-. Eso es matar hormigas a cañonazos.

– Un atentado relacionado con el narcotráfico, tal vez -propuso Wright.

– Bueno -intervino Harry-. Una pistola bastó para asesinar a Olof Palme, el hombre más protegido de Suecia. Y jamás encontraron al asesino. De modo que, ¿por qué usar un arma de más de medio millón de coronas para matar a alguien aquí?

– ¿Qué sugieres tú, Harry?

– Tal vez el objetivo no sea un noruego, sino alguien de fuera. Alguien que constituya un objetivo constante para los terroristas, pero demasiado bien protegido para ser asesinado en un atentado en su país. Alguien que les parezca más fácil de asesinar en un país pequeño y pacífico donde cuentan con que la seguridad será la mínima.

– ¿Quién? -preguntó Ovesen-. Ahora mismo, no hay en Noruega ningún dignatario extranjero susceptible de amenaza de asesinato.

– Ni ninguno que vaya a venir -añadió Meirik.

– Tal vez sea un plan más a largo plazo -observó Harry.

– Pero el arma llegó hace un mes -objetó Ovesen-. No es lógico que unos terroristas extranjeros vengan a Noruega un mes antes de que tenga lugar la operación.

– Es posible que no sea un extranjero, sino un noruego.

– No hay nadie en Noruega capaz de realizar una misión de esa envergadura -aseguró Wright buscando a tientas el interruptor de la luz.

– Exacto -convino Harry-. Ésa es la cuestión.

– ¿La cuestión?

– Suponed que un conocido terrorista extranjero quiere asesinar a alguien de su propio país y que esa persona va a viajar a Noruega. El despliegue de vigilancia policial de su país sigue cada paso de su objetivo de modo que, en lugar de arriesgarse a cruzar la frontera, se pone en contacto con gente de un entorno noruego que pueda tener los mismos motivos que él mismo para cometer el crimen. Que dicho entorno esté compuesto de aficionados es, en realidad, una ventaja, pues eso le garantiza que la vigilancia policial no se centrará en ellos.

– Sí, los casquillos de bala vacíos pueden indicar que se trata de aficionados -observó Meirik.

– El terrorista y el aficionado acuerdan que el terrorista financia la compra de un arma muy cara y después cortarán todo contacto, no habrá nada que pueda conducirnos hasta el terrorista. Así, él habrá puesto en marcha un proceso sin tener que correr ningún riesgo, salvo el financiero.

– Pero ¿qué ocurrirá si el aficionado no es capaz de llevar a cabo la misión? -preguntó Ovesen-. ¿O si decide vender el arma y largarse con el dinero?

– Naturalmente, ese peligro existe, pero debemos dar por sentado que el terrorista considera que el aficionado está muy motivado. Incluso puede que tenga un motivo personal que lo impulse a estar dispuesto a arriesgar su vida para conseguir el objetivo.

– Es una hipótesis divertida -declaró Ovesen-. ¿Cómo has pensado ponerla a prueba?

– No es posible. Estoy hablando de un hombre del que lo ignoramos todo, no sabemos cómo piensa ni podemos estar seguros de que vaya a actuar de un modo racional.

– Excelente -sentenció Meirik-. ¿Tenemos alguna otra teoría sobre por qué ha venido a parar a Noruega esa arma?

– Montones -dijo Harry-. Pero ésta es la peor que se pueda imaginar.

– Bueno, bueno -suspiró Meirik-. Nuestro trabajo consiste en cazar fantasmas, así que no nos queda otro remedio que intentar tener una charla con ese Hochner. Haré un par de llamadas telefónicas a… ¡Vaya!

Wright acababa de encontrar el interruptor y una luz blanca e intensa inundó la habitación.

Capítulo 31

RESIDENCIA DE VERANO DE LA FAMILIA LANG, VIENA

25 de Junio de 1944


Helena estaba en el dormitorio estudiando su aspecto en el espejo. Habría preferido tener la ventana abierta, para poder oír los pasos en el césped si alguien se aproximaba a la casa, pero su madre era muy estricta con eso de cerrar las ventanas. Miró la fotografía de su padre que estaba en la cómoda, ante el espejo. Siempre le llamaba la atención lo joven e inocente que parecía en ella.

Se había recogido el cabello, como solía, con un sencillo pasador. ¿Debería peinarse de otro modo? Beatrice le había arreglado un vestido de muselina roja de su madre, que ahora se ajustaba bien a la delgada y esbelta figura de Helena. Su madre lo llevaba puesto cuando conoció a su padre. Se le hacía extraña la idea, lejana y, en cierto modo, un tanto dolorosa. Tal vez porque, cuando su madre le habló de aquel día, le dio la sensación de que estuviese hablándole de dos personas distintas, dos personas que creían saber lo que perseguían.

Helena se quitó el pasador y agitó la cabeza de modo que el cabello castaño le cubrió el rostro. Sonó el timbre de la puerta y oyó los pasos de Beatrice en el vestíbulo. Helena se tumbó boca arriba en la cama y notó un cosquilleo en el estómago. No podía evitarlo, era como volver a estar enamorada a los catorce años. Oyó el sonido sordo de la conversación en la planta baja, la voz clara y nasal de su madre, el tintineo de la percha cuando Beatrice colgaba el abrigo en el ropero del vestíbulo. «¡Un abrigo!», pensó Helena. Urías se había puesto abrigo, pese a que hacía una de esas tardes calurosas de verano de las que, por lo general, no solían poder disfrutar hasta el mes de agosto.

Ella esperaba y esperaba…, hasta que oyó la voz de su madre:

– ¡Helena!

Se levantó de la cama, se puso el pasador, se miró las manos repitiendo: «Mis manos no son demasiado grandes, no son demasiado grandes». Echó un último vistazo al espejo: ¡estaba preciosa! Suspiró temblando y cruzó la puerta.

– ¡Hele…!

Su madre dejó el nombre a medias cuando la vio al final de la escalera. Helena colocó un pie en el primer peldaño, con mucho cuidado: los altos tacones con los que solía bajar las escaleras a la carrera le parecían de pronto inseguros e inestables.

– Ha llegado tu invitado -anunció su madre.

«Tu invitado.» En otras circunstancias, Helena tal vez se hubiese irritado por el modo en que su madre subrayaba su postura de no considerar al extranjero, un simple soldado, como un invitado de la casa. Pero aquéllas eran circunstancias excepcionales y Helena habría sido capaz de besar a su madre por no haberse portado peor aún y porque, al menos, había salido a recibirlo antes de que Helena hiciese su aparición.

Miró a Beatrice. La vieja criada sonreía, pero tenía la misma mirada melancólica que su madre. Y entonces volvió la vista hacia él. Sus ojos brillaban con tal intensidad que podía sentir su calor quemándole la piel, y se vio obligada a bajar la vista hacia su cuello, recién afeitado y bronceado por el sol, el cuello con la insignia de las dos eses y el uniforme verde que tan arrugado llevaba durante el viaje en tren, pero que ahora lucía recién planchado. Llevaba en la mano un ramo de rosas. Helena sabía que Beatrice le habría ofrecido colocarlas en un jarrón, pero él le habría dado las gracias y le habría dicho que prefería esperar a que Helena las viese.

Dio un paso más. Su mano, apoyada en la barandilla de la escalera. Empezaba a sentirse más segura. Alzó la vista y los miró a los tres. Y sintió enseguida que, por alguna razón inexplicable, aquél era el instante más hermoso de su vida. Pues sabía qué era lo que veían los demás, se reflejaba en sus miradas.

Su madre se veía a sí misma bajando los peldaños, su propio sueño malogrado y su juventud perdida; Beatrice, por su parte, veía a aquella pequeña a la que ella había criado como a su propia hija, y él, a la mujer a la que amaba tanto que no podía encubrir sus sentimientos tras su timidez escandinava y sus buenos modales.

– Estás preciosa -le dijo Beatrice sólo moviendo los labios.

Helena le contestó con un guiño. Y bajó el último peldaño hasta el vestíbulo.

– ¿Así que has encontrado el camino en medio de la oscuridad? -le preguntó a Urías con una sonrisa.

– Sí -respondió él en voz alta y clara, que retumbó como en una iglesia en el amplio vestíbulo de techo alto.


Su madre hablaba con su aguda voz un tanto chillona mientras Beatrice entraba y salía del comedor como un fantasma amable. Helena no podía apartar la vista de la gargantilla de diamantes que su madre llevaba puesta, su joya más preciada, que sólo lucía en momentos especiales.

En esta ocasión, la mujer había hecho una excepción y había dejado entreabierta la puerta del jardín. La capa de nubes estaba tan baja que cabía la posibilidad de que aquella noche se librasen de los bombardeos. La corriente que entraba por la puerta hacía vacilar las llamas de las velas y las sombras danzaban reflejándose sobre los retratos de hombres y mujeres de expresión grave que habían llevado el apellido Lang. Su madre le explicó a Urías quién era cada uno, a qué se había dedicado y en el seno de qué familias eligieron a sus cónyuges. Urías la escuchaba con una sonrisa que Helena interpretó como algo sarcástica, aunque no podía distinguirlo bien en la semipenumbra. La madre había explicado que sentían tener el deber de ahorrar energía eléctrica debido a la guerra, pero no le reveló, desde luego, la nueva situación económica de la familia, ni que Beatrice era la única criada que les quedaba del habitual servicio doméstico compuesto por cuatro.

Urías dejó el tenedor y se aclaró la garganta. Su madre había colocado a los dos jóvenes uno frente a otro, en tanto que ella misma se había sentado en un extremo, presidiendo la mesa.

– Esto está realmente bueno, señora Lang.

Era una cena sencilla. No tanto que pudiese considerarse insultante, pero en modo alguno extraordinaria, de modo que Urías no tuviese motivo para sentirse un huésped de honor.

– Es cosa de Beatriz -intervino Helena ansiosa-. Prepara el mejor Wienerschnitzel de toda Austria. ¿Lo habías probado ya?

– Sólo una vez, creo. Y no puede compararse con éste.

Schtvein -dijo la madre de Helena-. Lo que usted ha comido antes estaría preparado con carne de cerdo. Pero en nuestra casa lo cocinamos siempre con carne de ternera. O, a lo sumo, de pavo.

– Lo cierto es que no recuerdo que aquél tuviese carne -aseguró él con una sonrisa-. Creo que sólo tenía huevo y miga de pan.

Helena soltó una risita que mereció una mirada displicente de su madre.

La conversación decayó un par de veces a lo largo de la cena pero, tras las largas pausas, tanto Urías como Helena o su madre conseguían reanudarla. Antes de invitarlo a cenar, Helena había decidido no preocuparse por lo que pensara su madre. Urías era educado, procedía de un sencillo entorno campesino, sin ese modo de ser y esas maneras refinadas de quienes se educan en el seno de una familia de abolengo. Pero comprobó que no tenía por qué preocuparse. Estaba admirada de lo relajado y desenvuelto que parecía Urías.

– ¿Piensa buscar trabajo cuando termine la guerra? -preguntó la madre antes de llevarse a la boca el último bocado de patata.

Urías asintió y aguardó paciente la que debía ser, por lógica, la siguiente pregunta de la señora Lang, mientras ésta terminaba de masticar.

– Y, si me permite la pregunta, ¿qué trabajo sería ése?

– Cartero. Al menos, antes de que estallase la guerra, me habían prometido un puesto de cartero.

– ¿Para llevar el correo? ¿No son terriblemente grandes las distancias en su país?

– Bueno, no tanto. Vivimos donde es posible vivir. Junto a los fiordos, en los valles y en otros lugares protegidos. Y, además, también tenemos algunos pueblos y ciudades grandes.

– Vaya, ¿conque sí? Interesante. Permítame que le pregunte, ¿tiene usted algún capital?

– ¡Madre! -gritó Helena mirándola sin poder dar crédito.

– ¿Sí, querida? -preguntó limpiándose los labios con la servilleta antes de indicarle a Beatrice que podía retirar los platos.

– ¡Haces que esto parezca un interrogatorio!

Las oscuras cejas de Helena se enarcaron en su frente blanca.

– En efecto -contestó su madre al tiempo que alzaba una copa mirando a Urías-. Es un interrogatorio.

Urías alzó también la copa y le devolvió la sonrisa.

– La comprendo, señora Lang. Ella es su única hija. Está usted en su derecho, es más, diría que es su deber averiguar a qué clase de hombre piensa unirse.

Los delgados labios de la señora Lang habían adoptado la postura idónea para beber, formando un pequeño aro, pero la mujer detuvo súbitamente la copa en el aire.

– Yo no soy rico -prosiguió Urías-. Pero soy trabajador, no soy un necio y me las arreglaré para mantenerme a mí mismo, a Helena y seguramente a alguno más. Le prometo que la cuidaré lo mejor que pueda, señora Lang.

Helena sentía unas ganas tremendas de reír y, al mismo tiempo, una extraña excitación.

– ¡Por Dios! -exclamó entonces la madre volviendo a dejar la copa en la mesa-. ¿No va usted demasiado rápido, joven?

– Sí -afirmó Urías antes de tomar un trago y quedarse un rato mirando la copa-. Y he de insistir en que éste es, en verdad, un vino excelente, señora Lang.

Helena intentó darle con el pie bajo la robusta mesa de roble, pero no llegaba.

– Pero resulta que este tiempo que nos ha tocado vivir es un tanto extraño. Y bastante escaso, además. -Dejó la copa, pero sin dejar de mirarla. Del pequeño atisbo de sonrisa que Helena había creído observar antes no quedaba ya ni rastro-. He pasado muchas noches como ésta, señora Lang, hablando con mis compañeros acerca de todo lo que pensábamos hacer en el futuro, sobre cómo sería la nueva Noruega y sobre todos los sueños que deseábamos hacer realidad. Unos, grandes; otros, pequeños. Y, pocas horas más tarde, estaban muertos y su futuro, desvanecido en el campo de batalla.

Levantó la mirada, que clavó en la señora Lang.

– Voy demasiado rápido porque he encontrado a una mujer a la que quiero y que me quiere a mí. Estamos en guerra, y todo lo que puedo decirle de mis planes de futuro son invenciones. No dispongo más que de una hora para vivir mi vida, señora Lang. Y quizás usted tampoco tenga mucho más tiempo.

Helena lanzó una mirada fugaz a su madre, que parecía petrificada.

– He recibido una carta de la Dirección General de la Policía noruega. Debo presentarme en el hospital de guerra de la escuela de Sinsen, en Oslo, para someterme a un reconocimiento médico. Partiré dentro de tres días. Y tengo pensado llevarme a su hija conmigo.

Helena contuvo la respiración. El tictac del reloj de pared inundaba la habitación con su estruendo. Los diamantes de la madre despedían destellos mientras los músculos se tensaban y distendían bajo la arrugada piel de su cuello. Un repentino soplo de aire procedente de la puerta del jardín inclinó las llamas de las velas y, sobre el papel plateado de las paredes, las sombras bailotearon entre los muebles oscuros. Tan sólo la sombra de Beatrice junto a la puerta de la cocina parecía totalmente inmóvil.

Strudel -dijo la madre haciéndole una seña a Beatrice-. Una especialidad vienesa.

– Sólo quiero que sepa que tengo muchísimas ganas -dijo Urías.

– Hace usted bien -respondió la señora Lang con una forzada sonrisa sardónica-. La preparamos con manzanas de nuestra propia cosecha.

Capítulo 32

JOHANNESBURGO

28 de Febrero de 2000


La Comisaría General de Policía de Hillbrow estaba en el centro de Johannesburgo y su muro, rematado por una alambrada, y las rejas de acero que protegían unas ventanas tan pequeñas que parecían saeteras, le otorgaban el aspecto de una pequeña fortaleza.

– Dos hombres, los dos negros, asesinados anoche, tan sólo en este distrito policial -dijo el oficial Esaias Burne mientras guiaba a Harry a través de un laberinto de pasillos de desgastados suelos de linóleo en cuyas robustas paredes la pintura blanca empezaba a resquebrajarse-. ¿Has visto el inmenso hotel Carlton? Cerrado. Los blancos se fueron ya hace tiempo a las afueras, así que ahora sólo podemos dispararnos entre nosotros.

Esaias se subió los pantalones caídos. Era negro, alto, patizambo y realmente obeso. Su blanca camisa de nailon tenía dos círculos negros de sudor bajo las mangas.

– Andreas Hochner está en una prisión situada a las afueras de la ciudad, un lugar que llamamos Sin City -explicó-. Pero hoy lo hemos traído hasta aquí para los interrogatorios.

– ¿Es que habrá más, aparte del mío? -preguntó Harry.

– Aquí es -dijo Esaias al tiempo que abría la puerta.

Entraron en una habitación donde dos hombres con los brazos cruzados miraban a través de una ventana de color marrón que había en la pared.

– Una sola dirección -susurró Esaias-. Él no puede vernos.

Los dos hombres que había ante la ventana saludaron a Esaias y a Harry con un gesto y se apartaron.

Tenían ante sí una pequeña sala escasamente iluminada en cuyo centro había una silla y una pequeña mesa. Sobre la mesa había un cenicero lleno de colillas y un micrófono sujeto por un soporte. El hombre que ocupaba la silla tenía los ojos oscuros y un espeso bigote negro que le colgaba por las comisuras de los labios. Harry reconoció enseguida al hombre de la borrosa fotografía de Wright.

– ¿El noruego? -murmuró uno de los dos hombres señalando a Harry.

Esaias asintió.

– Ok -dijo el hombre dirigiéndose a Harry pero sin perder de vista ni por un instante al hombre que estaba en la habitación-. Amigo noruego, ahí lo tienes, es tuyo. Dispones de veinte minutos.

– En el fax decía…

– Olvídate del fax, noruego. ¿Sabes cuántos países quieren interrogar a este sujeto? ¿O, directamente, que se lo enviemos?

– Pues, no.

– Date por satisfecho con poder hablar con él -dijo el hombre.

– ¿Por qué ha aceptado hablar conmigo?

– ¿Cómo vamos a saberlo nosotros? Pregúntaselo a él.

Harry intentó respirar con el estómago cuando entró en la angosta y reducida sala de interrogatorios. En la pared, donde chorreones rojos de óxido habían compuesto una especie de dibujo, colgaba un reloj que indicaba las once y media. Harry pensó en los policías que lo vigilaban con los ojos atentos, lo que tal vez fuese la causa de que le sudasen tanto las palmas de las manos. El individuo estaba encogido en la silla y tenía los ojos entrecerrados.

– ¿Andreas Hochner?

– ¿Andreas Hochner? -repitió el hombre de la silla con voz bronca y susurrante, alzó la vista y lo miró como si acabase de ver algo que tuviese ganas de aplastar con el pie-. No, está en casa follándose a tu madre.

Harry se sentó despacio. Le parecía oír las carcajadas al otro lado del espejo negro.

– Soy Harry Hole, de la policía noruega -dijo en voz baja-. Has accedido a hablar con nosotros.

– ¿Noruega? -preguntó Hochner escéptico.

Se inclinó hacia delante, estudió detenidamente el carné que Harry le mostraba y dibujó en su rostro una sonrisa bobalicona:

– Perdona, Hole. No me habían dicho que hoy tocaba Noruega, ¿entiendes? Os estaba esperando.

– ¿Dónde está tu abogado?

Harry dejó su carpeta sobre la mesa, la abrió y sacó un folio con una serie de preguntas y un bloc de notas.

– Olvídalo, no me fío de ese tipo. ¿Está enchufado el micrófono?

– No lo sé. ¿Tienes algo en contra?

– No quiero que esos negros me oigan. Estoy interesado en hacer un trato. Contigo. Con Noruega.

Harry alzó la vista del folio. Las manecillas del reloj avanzaban a la espalda de Hochner. Ya habían pasado tres minutos. Algo le decía que no le permitirían agotar el tiempo acordado.

– ¿Qué clase de trato?

– ¿Está enchufado el micrófono? -dijo Hochner entre dientes.

– ¿Qué clase de trato?

Hochner alzó los ojos, inquisitivo. Después se inclinó por encima de la mesa y susurró apresuradamente:

– Los crímenes de los que me acusan se castigan con la pena de muerte en Suráfrica. ¿Entiendes adónde quiero ir a parar?

– Puede ser. Continúa.

– Puedo contarte algunas cosas del hombre de Oslo si tú me garantizas que tu gobierno le pedirá mi indulto a este gobierno de negros. Porque yo os habré ayudado, ¿verdad? Vuestra primera ministra estuvo aquí; ella y Mandela andaban por ahí dándose abrazos. A los caciques del CNA que gobiernan ahora les gusta Noruega. Vosotros los apoyáis, nos boicoteasteis cuando los comunistas negros así lo quisieron. A vosotros os escucharán, ¿comprendes?

– ¿Por qué no puedes hacer ese trato ayudando a la policía de aquí?

– ¡Joder! -El puño de Hochner cayó sobre la mesa de modo que el cenicero saltó por los aires y las colillas cayeron al suelo-. ¿Es que no entiendes nada, poli de mierda? Ellos creen que he matado a niños negros.

Se aferraba con ambas manos al borde de la mesa y miraba a Harry con los ojos desorbitados. Hasta que su rostro pareció desinflarse, se vino abajo, como un balón pinchado y lo ocultó entre ambas manos.

– Ellos sólo quieren verme colgado, ¿no es así?

Se oyó un terrible sollozo. Harry lo observaba. A saber cuántas horas aquellos dos policías habrían tenido a Hochner despierto en los interrogatorios, antes de que él llegase. Respiró hondo y se inclinó sobre la mesa, tomó el micrófono con una mano mientras lo desconectaba con la otra.

Deal, Hochner. Nos quedan diez segundos. ¿Quién es Urías?

Hochner lo miraba entre sus dedos.

– ¿Qué?

– Rápido, Hochner, no tardarán en entrar.

– Es… es un viejo, seguro que pasa de los setenta. Yo sólo lo vi una vez, en la entrega.

– ¿Cómo es?

– Viejo, ya te digo…

– ¡Dame una descripción!

– Llevaba abrigo y sombrero. Y fue en plena noche en un almacén de contenedores mal iluminado. Ojos azules, creo, estatura mediana…, en fin.

– ¿De qué hablasteis? ¡Rápido!

– De todo un poco. Al principio hablamos en inglés, pero cambiamos cuando se enteró de que yo hablaba alemán. Le conté que mis padres eran de Lesas. Y él me dijo que había estado allí una vez, en una ciudad llamada Sennheim.

– ¿Cuál es su misión?

– No lo sé. Pero es un aficionado. Hablaba mucho y cuando le di el rifle me dijo que era la primera vez en más de cincuenta años que sostenía un arma en sus manos. Me dijo que odia…

En ese momento se abrió la puerta de la sala.

– ¿Que odia qué? -gritó Harry.

Al mismo tiempo, sintió un puño que le apretaba la clavícula. Una voz masculló en su oído:

– ¿Qué coño estás haciendo, Harry?

Harry no dejó de mirar a Hochner mientras ellos se lo llevaban arrastrando hacia la puerta. Hochner tenía la mirada vidriosa y las venas del cuello a flor de piel. Harry veía que estaba diciendo algo, pero no pudo oírlo.

Y la puerta se cerró en sus narices.


Harry se frotaba la nuca mientras Esaias lo conducía al aeropuerto. Tras unos veinte minutos de trayecto, Esaias rompió el silencio.

– Llevamos seis años trabajando en este caso. La lista de entregas de armas abarca más de veinte países. Y en todo momento nos ha preocupado precisamente lo que ha ocurrido hoy, que alguien viniese a tentarlo con ayuda diplomática para obtener información.

Harry se encogió de hombros.

– ¿Y qué pasa? Vosotros lo habéis atrapado y habéis hecho vuestro trabajo, Esaias, no tenéis más que recoger las medallas. Los acuerdos a los que cualquiera llegue con Hochner y con el gobierno no son cosa vuestra.

– Eres policía, Harry, sabes lo que se siente al ver libre a un criminal, a gente que sacrifica vidas humanas sin pestañear y que sabes que lo retomarán donde lo dejaron tan pronto como se vean otra vez en la calle.

Harry no respondió.

– ¿Lo sabes, verdad? Estupendo. Pues entonces, tengo una propuesta que hacerte. Parece que obtuviste tu parte del trato con Hochner. Lo que significa que tú eliges si cumplir la suya o no cumplirla. Understand?

– Yo sólo hago mi trabajo, Esaias, y Hochner puede serme útil más adelante, como testigo. Lo siento.

Esaias aporreó el volante con tal fuerza que Harry dio un respingo.

– Déjame decirte algo, Harry. Antes de las elecciones de 1994, mientras aún nos gobernaba la minoría blanca, Hochner disparó contra dos niñas negras, ambas de once años, desde un depósito de agua que había a las afueras del jardín del colegio, en un township negro llamado Alexandra. Creemos que detrás del crimen había alguien del Afrikaner Volkswag, el partido del apartheid. Se trataba de un colegio controvertido, pues asistían a él tres alumnos blancos. Utilizó balas Singapore, del mismo tipo que las empleadas en Bosnia. Se abren a los cien metros y perforan como un taladro todo lo que encuentran. A las dos las alcanzó en la garganta así que, por una vez, no tuvo la menor importancia que la ambulancia llegase, como de costumbre en los barrios negros, una hora después de haber llamado.

Harry no respondió.

– Pero te equivocas si crees que es venganza lo que buscarnos, Harry. Ya sabemos que no es posible construir una sociedad sobre la base de la venganza. De ahí que el primer gobierno negro mayoritario instituyese una comisión para esclarecer los abusos cometidos durante la época del apartheid. No se trata de venganza, sino de reconocimiento y perdón. Eso ha curado muchas heridas y sólo le ha reportado beneficios a la sociedad. Pero, al mismo tiempo, estamos perdiendo la batalla contra el crimen, y en especial aquí en «Joeburg», donde las cosas están totalmente fuera de control. Somos una nación joven y vulnerable, Harry, y si queremos progresar, hemos de demostrar que la ley y el orden son importantes, que el crimen no puede recurrir al pretexto del caos. Todos recuerdan los asesinatos de 1994, todos siguen el caso en la prensa. De ahí que esto sea más importante que tu agenda personal, o que la mía, Harry. -Cerró el puño y volvió a golpear el volante-. No se trata de convertirnos en jueces sobre la vida y la muerte, sino de devolverle a la gente corriente la fe en la justicia. Y a veces, es necesaria la pena de muerte para conseguirlo.

Harry sacó un cigarrillo del paquete, abrió un poco la ventanilla y contempló los montículos de residuos de las minas, que rompían la monotonía del paisaje reseco.

– En fin, Harry, ¿qué me dices?

– Que si no aceleras, voy a perder el avión, Esaias.

Esaias volvió a aporrear el volante con tal violencia que a Harry le sorprendió que el eje lo aguantase.

Capítulo 33

PARQUE ZOOLÓGICO LAINZER, VIENA

27 de Junio de 1944


Helena estaba sola en el asiento trasero del Mercedes negro de André Brockhard. El coche se deslizaba despacio entre los castaños de altas copas que flanqueaban el camino. Iban a los establos del parque zoológico Lainzer.

Contemplaba los verdes claros. Tras el vehículo se alzó un remolino de polvo del piso de gravilla reseco, e incluso con la ventanilla abierta, hacía un calor insoportable en el interior del coche.

Una manada de caballos que pacían a la sombra, donde comenzaba el hayedo, alzaron la cabeza al paso del coche.

Helena adoraba el parque Lainzer. Antes de que estallase la guerra, pasaba muchos domingos en aquella inmensa zona boscosa al sur de Wienerwald, de picnic con sus padres, sus tíos y tías, o dando un paseo a caballo con sus amigos.

Se había preparado mentalmente para cualquier cosa cuando, aquella mañana, la gobernanta del hospital le había avisado de que André Brockhard quería tener una conversación con ella y que enviaría un coche a buscarla durante la mañana. Desde que recibió la recomendación de la dirección del hospital, junto con el permiso de salida, estaba encantada, y lo primero que pensó fue que aprovecharía la ocasión para darle las gracias al padre de Christopher por haber intervenido en su ayuda. Lo segundo que pensó fue que no era verosímil que André Brockhard la hubiese convocado para que ella tuviese oportunidad de darle las gracias.

«Tranquila, Helena -se decía-. Ahora ya no pueden pararnos. Mañana temprano estaremos lejos de aquí.»

El día anterior había preparado dos maletas con ropa y sus objetos personales más queridos. El crucifijo que colgaba sobre el cabecero de la cama fue lo último que guardó. La caja de música que le había regalado su padre seguía en el tocador. Objetos de los que nunca creyó que se separaría voluntariamente, y que, por extraño que pudiese parecer, no tenían ya mucho significado para ella. Beatrice le había ayudado y habían hablado de los viejos tiempos mientras escuchaban los pasos de la madre, que trajinaba en la planta baja. Sería una despedida dura y triste. Pero en esos momentos, ella sólo se regocijaba ante la perspectiva de aquella tarde. Urías se había quejado de que era una vergüenza no haber visto nada de Viena antes de marcharse, de modo que la invitó a cenar fuera. Helena no sabía dónde, pues él le había lanzado un guiño misterioso por respuesta y le había preguntado si creía que podrían tomar prestado el coche del guarda forestal.

– Ya hemos llegado, Fräulein Lang -dijo el chófer al tiempo que señalaba al final del camino, donde el paseo terminaba ante una fuente.

En medio del agua, un Cupido dorado hacía equilibrio sobre un pie en la cima de una esfera de esteatita. Detrás de la fuente se alzaba una casa señorial construida en piedra gris. A cada lado de la casa había sendos edificios de madera pintada de rojo, alargados y de techo bajo, que junto con una pequeña construcción de piedra delimitaban un jardín situado detrás del edificio principal.

El chófer detuvo el coche, salió y le abrió la puerta a Helena.

André Brockhard estaba ante la puerta de la casa y se les acercó. Sus botas de montar brillaban relucientes al sol. Brockhard tenía algo más de cincuenta años pero caminaba con la agilidad de un joven. Puesto que hacía calor, se había desabotonado la chaqueta de lana roja, consciente de que así luciría mejor su atlético torso. Los pantalones de montar se ajustaban a sus musculosas piernas. El señor Brockhard no podía parecerse menos a su hijo.

– ¡Helena!

La saludó con una voz tan sincera y cálida como suelen usar los hombres que se saben capaces de decidir cuándo una situación ha de ser sincera y cálida. Hacía mucho tiempo que ella no lo veía, pero a Helena le pareció que tenía el mismo aspecto de siempre: el cabello blanco, la frente despejada y un par de ojos azules que la miraban desde ambos lados de una gran nariz majestuosa. La boca, en forma de corazón, desvelaba cierta dulzura de carácter, aunque éste era un rasgo que muchos no habían experimentado aún.

– ¿Qué tal está tu madre? Espero no haberme excedido recogiéndote del trabajo de este modo -dijo mientras le daba un breve y seco apretón de manos antes de proseguir, sin esperar respuesta-. Tengo que hablar contigo y me temo que el asunto no puede esperar. Bueno, tú has estado aquí antes -comentó señalando con la mano el conjunto de edificios.

– No -corrigió Helena con una sonrisa.

– ¿Ah, no? Di por supuesto que Christopher te habría traído aquí alguna vez; de jóvenes erais uña y carne.

– Creo que lo engaña su memoria, Herr Brockhard. Christopher y yo nos conocíamos, eso es cierto, pero…

– ¡Vaya, no me digas! En tal caso, te enseñaré esto. Bajemos primero a los establos.

Con delicadeza, le puso la mano en la espalda para conducirla hacia los edificios de madera. La grava crujía bajo sus pies.

– Es triste lo que le ha sucedido a tu padre, Helena. Una verdadera lástima. Me gustaría poder hacer algo por tu madre y por ti.

«Podrías habernos invitado a la cena de Navidad este invierno, como solías», pensó Helena, pero no dijo nada. Además, mejor así, pues no había tenido que sufrir los nervios y el ajetreo de su madre ante la invitación.

– ¡Janjic! -gritó Brockhard a un mozo de cabello negro que, ante el muro soleado, lustraba la montura-. Saca a Venezia.

El mozo entró en los establos mientras Brockhard esperaba dándose ligeros golpes con la fusta en la rodilla al tiempo que subía y bajaba los talones. Helena echó una ojeada al reloj.

– Me temo que no podré quedarme mucho tiempo, Herr Brockhard. Mi guardia…

– No, claro, lo comprendo. Bien, vayamos al grano.

Desde los establos oyeron los relinchos iracundos y el pataleo del caballo contra el suelo de madera.

– Resulta que tu padre y yo hicimos algunos negocios juntos. Antes de la quiebra, claro está.

– Lo sé.

– Ya. Y sabrás también que tu padre tenía muchas deudas. Fue una causa indirecta de que pasara lo que pasó. Quiero decir que esa lamentable… -se detuvo buscando el término adecuado, hasta que lo encontró-… afinidad con los prestamistas judíos resultó muy perjudicial para él.

– ¿Se refiere usted a Joseph Bernstein?

– Ya no recuerdo los nombres de aquellas personas.

– Pues debería: estaba entre sus invitados a la cena de Navidad.

– ¿Joseph Bernstein? -André Brockhard rió, pero su risa no se reflejó en sus ojos-. Debe de hacer ya muchos años.

– La Navidad de 1938. Antes de la guerra.

Brockhard asintió y miró con impaciencia hacia la puerta del establo.

– Tienes buena memoria, Helena. Eso está bien. Christopher debe estar con alguien que tenga buena cabeza. Puesto que él pierde la suya de vez en cuando. Por lo demás, es un buen chico, ya lo verás.

Helena sintió que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Allí estaba pasando algo. El señor Brockhard le hablaba como a su futura nuera. Pero, en lugar de invadirle el miedo, fue la cólera lo que se impuso. Cuando volvió a tomar la palabra, ella pretendía hacerlo con voz amable, pero la furia se había adherido a su cuello como una soga, otorgándole un tono duro y metálico:

– No quisiera que hubiera malentendidos, Herr Brockhard.

Brockhard debió de notar el timbre de su voz, pues no quedaba ya, cuando le contestó, ni rastro del gesto cálido con que la había acogido al principio.

– En tal caso, hemos de aclarar esos malentendidos. Quiero que veas esto.

Sacó un documento que tenía en el bolsillo de la chaqueta roja, lo desdobló y se lo dio a leer.

«Bürgschaft», se leía en el encabezado del documento, que parecía un contrato. Helena ojeó el escrito sin comprender la mayoría de lo que allí se decía, salvo que mencionaba la casa de Wienerwald y que los nombres de su padre y de André Brockhard figuraban bajo sus respectivas firmas. La joven lo miró inquisitiva.

– Parece un aval -dijo al fin.

– Es un aval -confirmó él-. Cuando tu padre comprendió que los créditos de los judíos iban a ser anulados y, por tanto, también los suyos, acudió a mí para pedirme que le avalase un crédito considerable para la refinanciación en Alemania. Algo a lo que yo, por desgracia, no tuve la suficiente entereza de negarme. Tu padre era un hombre orgulloso y, para que el aval no pareciese pura beneficencia, insistió en que la casa en la que tú y tu madre vivís ahora sirviese de garantía.

– ¿Por qué del aval y no del préstamo?

Brockhard la miró sorprendido.

– Buena pregunta. La respuesta es que el valor de la casa no era suficiente para cubrir el crédito que necesitaba tu padre.

– Pero la firma de André Brockhard sí era suficiente, ¿no?

El hombre sonrió y se pasó una mano por la nuca, robusta como la de un toro y cubierta de sudor por el calor del sol.

– Bueno, tengo alguna que otra propiedad en Viena.

Aquello era quedarse corto, cuando menos. Todos sabían que André Brockhard tenía grandes paquetes de acciones en las dos principales compañías industriales austríacas. Después de la Anschluss, la ocupación de Hitler en 1938, las compañías habían sustituido la producción de herramientas y maquinaria por la de armamento para las fuerzas del Eje, y Brockhard se había hecho multimillonario. Ahora, Helena acababa de enterarse de que también era propietario de la casa en la que ella vivía. Y sintió un nudo en el estómago.

– Pero no te preocupes, querida Helena -la animó Brockhard recuperando su tono cálido del principio-. No tengo intención de arrebatarle a tu madre la casa, como comprenderás.

El nudo que Helena tenía en el estómago seguía creciendo, pues comprendió que habría podido añadir: «ni tampoco pienso arrebatársela a mi futura nuera».

¡Venezia! -exclamó Brockhard.

Helena se volvió hacia la puerta del establo por donde el mozo salía de entre las sombras guiando un caballo de un intenso color blanco. Aunque por su mente cruzaba un torbellino de ideas, aquella visión la hizo olvidarlo todo por un instante. Era el caballo más hermoso que había visto en su vida, como si tuviese ante sí una creación sobrenatural.

– Un lipizzano -explicó Brockhard-. La raza mejor amaestrada del mundo. Importada de España en 1562. por Maximiliano II. Naturalmente, tú y tu madre habréis visto sus exhibiciones en el pueblo, en la Escuela Española de Equitación de Viena.

– Naturalmente.

– Es como un espectáculo de ballet, ¿verdad?

Helena asintió, sin poder apartar la vista del animal.

– Tienen vacaciones de verano hasta finales de agosto aquí en el parque. Por desgracia, nadie salvo los jinetes de la Escuela Española pueden montarlos. Un jinete inexperto podría hacerlos adquirir malas costumbres y echar por tierra años de entrenamiento.

El caballo estaba ensillado. Brockhard tomó las riendas y el mozo se hizo a un lado. El animal estaba totalmente inmóvil.

– Hay quien dice que es una crueldad enseñar a los caballos a danzar, que el animal sufre al tener que hacer cosas que van contra su naturaleza. Pero quienes así piensan, no han visto entrenar a estos caballos. Yo, en cambio, sí los he visto. Y, créeme, les encanta. ¿Sabes por qué?

Calló un instante durante el cual acarició el hocico del animal.

– Porque obedece al orden de la naturaleza. Dios, en su sabiduría, ha organizado el mundo de modo que las criaturas inferiores sean más felices cuando pueden servir y obedecer a las superiores. No hay más que observar la relación entre niños y adultos. O entre hombre y mujer. Incluso en los llamados países democráticos, los débiles ceden voluntariamente el poder a la elite, más fuerte e inteligente que ellos mismos. Así son las cosas. Y, puesto que todos somos criaturas de Dios, es responsabilidad de todo ser superior procurar que los inferiores se sometan.

– ¿Para que puedan ser felices?

– Exacto, Helena. Eres muy inteligente, para ser una… mujer tan joven.

Helena no habría sabido decir en cuál de las dos últimas palabras había puesto más énfasis.

– Es importante saber cuál es nuestro lugar, tanto para unos como para otros. Si oponemos resistencia, nunca seremos felices a la larga.

Palmeó el cuello de Venezia mientras contemplaba los grandes ojos castaños del animal.

– Tú no eres de los que oponen resistencia, ¿verdad?

Helena sabía que era a ella a quien dirigía la pregunta, y cerró los ojos al tiempo que intentaba respirar hondo, con ritmo pausado. Comprendía que lo que dijese en aquel momento podía resultar decisivo para el resto de su vida, que no podía permitirse ceder a la ira del momento.

– ¿Verdad?

De repente, Venezia relinchó y cabeceó hacia un lado, de modo que Brockhard resbaló sobre la gravilla, perdió el equilibrio y quedó suspendido de las riendas bajo el cuello del caballo. El mozo acudió corriendo pero, antes de que llegase, Brockhard ya había conseguido ponerse de pie, con el rostro enrojecido y sudoroso por el esfuerzo, y despachó airado al muchacho. Helena no pudo contener una sonrisa que, probablemente, no le pasó desapercibida a Brockhard. El hombre alzó la fusta contra el caballo, pero se contuvo y la bajó de nuevo. Pronunció en silencio, con sus labios en forma de corazón, un par de palabras que divirtieron aún más a Helena. Y entonces se acercó hasta ella, con la mano solícita de nuevo en su espalda:

– Bien, ya hemos visto bastante y tienes un trabajo que atender, Helena. Permíteme que te acompañe hasta el coche.

Se detuvieron junto a la escalera mientras el chófer se sentaba al volante para conducir el vehículo hasta donde ellos estaban.

– Espero y cuento con que te veremos por aquí muy pronto, Helena -le dijo al tiempo que le estrechaba la mano-. Por cierto que mi esposa me pidió que te diese saludos para tu madre. Creo incluso que dijo que quería invitaros a cenar una noche de éstas. No recuerdo cuándo dijo, pero ya os avisará.

Helena aguardó a que el chófer le hubiese abierto la puerta, antes de preguntar:

– ¿Sabe usted por qué el caballo amaestrado estuvo a punto de derribarlo, Herr Brockhard? -La joven vio cómo la calidez de sus ojos volvía a enfriarse-. Porque lo miró directamente a los ojos, Herr Brockhard. Los caballos interpretan la mirada directa como un desafío, como un indicio de que no se los respeta, ni se respeta su rango en la manada. Puesto que no soporta la mirada directa, puede reaccionar rebelándose, por ejemplo. Y sin respeto, tampoco se dejan amaestrar, con independencia de cuan superior sea su especie, Herr Brockhard. Cualquier domador de animales puede decírselo, señor. Hay especies para las que resulta intolerable que no se las respete. En el altiplano de Argentina hay una especie de caballo salvaje que se arroja por el precipicio más cercano antes de consentir que la monte un ser humano. Adiós, Herr Brockhard.

Helena volvió a sentarse en el asiento trasero del Mercedes y respiró temblorosa cuando la puerta del coche se cerró suavemente. Mientras recorrían el paseo del parque Lamzer, cerró los ojos y recreó la figura petrificada de André Brockhard perdiéndose a sus espaldas, en la polvareda.

Capítulo 34

VIENA

28 de Junio de 1944


– Buenas noches, meine Herrschaften. [17]

El pequeño y escuálido maître hizo una profunda reverencia mientras Helena pellizcaba en el brazo a Urías, que no pudo evitar reírse. No habían dejado de reír en todo el camino desde el hospital, a causa del caos que habían originado. En efecto, al comprobar que Urías era un pésimo conductor, Helena le exigió que detuviese el coche cada vez que se encontrasen con otro vehículo en la angosta carretera hacia Hauptstrasse.

Pero, en lugar de seguir su sugerencia, Urías se puso a tocar la bocina, con lo que los coches con que se iban cruzando se apartaban a un lado de la carretera, cuando no se detenían totalmente. Por suerte, no eran muchos los vehículos que aún circulaban por Viena, así que lograron llegar sanos y salvos a Weihburggasse, en el centro, antes de las siete y media.

El camarero miró fugazmente el uniforme de Urías antes de comprobar el libro de reservas, con el entrecejo fruncido. Helena leía por encima de su hombro. La música de la orquesta apenas se superponía al bullicio de la conversación y las risas que se alzaban bajo las arañas de cristal suspendidas de las arcadas de los techos dorados sustentadas por blancas columnas corintias.

«Así que éste es el restaurante Drei Husaren», se dijo satisfecha. Era como si los tres peldaños de la entrada los hubiesen trasladado como por encanto de una ciudad en guerra a un mundo en que las bombas y demás contratiempos careciesen de importancia. Se decía que Richard Strauss y Arnold Schönberg habían sido clientes habituales de aquel establecimiento, puesto que aquél era el lugar donde se reunían los vieneses adinerados, cultos y tolerantes. Tan tolerantes que a su padre nunca se le había ocurrido llevar allí a la familia.

El encargado carraspeó. Helena notó que los galones de cabo de Urías no lo habían impresionado, aunque puede que sí lo hiciese el extraño nombre extranjero que tenía anotado en el libro de reservas.

– Su mesa está lista. Por aquí, si son tan amables -dijo el hombre al tiempo que tomaba dos cartas, les dedicaba una sonrisa insulsa y se adelantaba por el local, que estaba totalmente lleno.

– Señores -dijo el encargado indicándoles el lugar.

Urías miró a Helena con una sonrisa resignada. Les habían dado una mesa aún por preparar, situada junto a la puerta giratoria de la cocina.

– Su camarero vendrá enseguida -dijo el maître antes de esfumarse.

Helena miró a su alrededor y se echó a reír:

– ¡Mira! -exclamó-. Ésa era nuestra mesa.

Urías volvió a mirar. Y, en efecto: ante el escenario de la orquesta, un camarero se afanaba en recoger una mesa para dos que tenían preparada.

– Lo siento -se lamentó Urías-. Se me escapó poner el grado de «mayor» delante de mi nombre cuando llamé para reservar. Supongo que confié en que tu belleza compensaría mi falta de galones de oficial.

Ella le tomó la mano y, en ese preciso momento, la orquesta comenzó a entonar un csardas.

– Tocan para nosotros -dijo Urías.

– Es posible -dijo ella bajando la vista-. Y si no, no importa. La música que estás escuchando es música de gitanos. Es hermosa cuando son los gitanos quienes la interpretan. Pero ¿tú ves alguno por aquí?

Él movió la cabeza, pero sin apartar la vista de ella, estudiando su rostro como si fuese importante grabar en su retina cada rasgo, cada pliegue de su piel, cada cabello.

– Han desaparecido todos. Y los judíos también. ¿Tú crees que son ciertos los rumores?

– ¿Qué rumores?

– Sobre los campos de concentración.

Él se encogió de hombros.

– En tiempos de guerra, circulan todo tipo de rumores. Yo, por mi parte, me sentiría bastante seguro como prisionero de Hitler.

La orquesta empezó a entonar una pieza a tres voces en una lengua extranjera, y algunos de los huéspedes corearon la canción.

– ¿Qué es eso? -preguntó Urías.

– Un Verbunkos -aclaró Helena-. Una especie de canción militar, igual que la canción noruega que me cantaste en el tren. Los compusieron para reclutar jóvenes húngaros para las guerras de los Rákóczi. ¿De qué te ríes?

– De todas las cosas raras que sabes. ¿Entiendes lo que cantan?

– Un poco. ¡Deja de reír! -le recriminó ella con una sonrisa-. Beatrice es húngara y ella solía cantarme, así que aprendí alguna que otra palabra en húngaro. Trata de héroes olvidados y de ideales y cosas así.

– Olvidados -repitió él tomando su mano-. Igual que lo será un día esta guerra.

El camarero se había acercado a la mesa sin que ellos lo notasen, y carraspeó discretamente para que advirtiesen su presencia.

– ¿Desean pedir ya, meine Herrschaften?

– Sí -dijo Urías-. ¿Qué nos recomienda hoy?

Hähnchen.

– ¿Pollo? Suena bien. Quizá pueda usted elegirnos un buen vino, ¿verdad Helena?

Los ojos de Helena recorrían la carta.

– ¿Por qué no figuran los precios?

– La guerra, Fräulein. Cambian de un día para otro.

– ¿Y cuánto cuesta el pollo?

– Cincuenta chelines.

Helena vio palidecer a Urías por el rabillo del ojo.

– Sopa gulasch -declaró la joven-. No hace mucho que hemos comido y tengo entendido que aquí son expertos en platos húngaros. ¿No quieres probarla, Urías? Cenar dos veces al día no es nada saludable.

– Yo… -comenzó Urías.

– Y un vino ligero -lo interrumpió Helena.

– ¿Dos sopas gulasch y un vino ligero? -preguntó el camarero enarcando una ceja.

– Creo que me ha entendido perfectamente, camarero -dijo Helena con una esplendorosa sonrisa.

Los dos jóvenes no dejaron de mirarse hasta que el camarero hubo desaparecido por la puerta de la cocina, y se echaron a reír.

– ¡Estás loca! -la acusó él entre risas.

– ¿Yo? ¡No he sido yo quien te ha invitado al Drei Elusaren con menos de cincuenta chelines en el bolsillo!

Urías sacó un pañuelo del bolsillo y se inclinó hacia ella.

– ¿Sabe usted una cosa, Fräulein Lang? -dijo mientras le secaba las lágrimas que le habían provocado tantas risas-. La amo. La amo sinceramente.

En ese preciso instante, sonó la alarma.


Cuando Helena evocaba aquella noche, se veía siempre obligada a preguntarse hasta qué punto la rememoraba como había sido, si las bombas cayeron tan seguidas como ella lo recordaba, si después, cuando entraron en la nave central de la catedral de San Esteban, todos se volvieron de verdad a mirar… Pero aunque la última noche que pasaron juntos en Viena quedase envuelta en un velo de irrealidad, su corazón se sentía reconfortado con su recuerdo en los fríos días de invierno. Y cuando pensaba en ese mismo instante de aquella noche de verano, había días que reía y días que lloraba, sin saber por qué.

Cuando sonó la alarma, el ruido cesó de inmediato. Por un segundo, todo el restaurante quedó como en una foto fija, todos quietos y en silencio, hasta que se oyeron las primeras maldiciones que retumbaron bajo los dorados techos del establecimiento.

Hunde!

Schesse! ¡Si no son más que las ocho!

Urías meneó la cabeza.

– Los ingleses deben de estar locos -comentó-. Ni siquiera ha anochecido aún.

De repente, todos los camareros corrían de una mesa a otra mientras el maître les gritaba las instrucciones.

– ¡Fíjate! -observó Helena-. Es posible que el restaurante quede en ruinas dentro de unos minutos, y lo único en lo que piensan es en cobrar las notas de todos los comensales antes de que se marchen.

Un hombre con un traje oscuro saltó al escenario, donde los miembros de la orquesta ya recogían sus instrumentos.

– ¡Escuchen! -dijo a voz en grito-. Rogamos a todos aquellos que hayan pagado que se dirijan al refugio más próximo, que se encuentra en el subterráneo de Weihburggasse 20. Por favor, vayan en silencio y presten atención. Cuando salgan, giren a la derecha y caminen unos doscientos metros calle abajo. Busquen a los hombres que llevan brazalete rojo, ellos les indicarán adonde tienen que dirigirse. Y tómenselo con calma, aún tienen tiempo hasta que lleguen los aviones.

En ese mismo instante se oyó el estruendo del primer bombardeo. El hombre que hablaba desde el escenario intentaba decir algo más, pero las voces y los gritos del restaurante ahogaron sus palabras y al final abandonó, se persignó, bajó del escenario y desapareció.

La gente se apresuraba hacia la salida, donde ya se agolpaba un montón de personas aterrorizadas. Una mujer gritaba en el guardarropa: «Mein regenschirm!», ¡mi paraguas!, pero no había nadie en el servicio de guardarropa. Un nuevo estruendo, más cerca en esta ocasión. Helena miró la mesa vecina abandonada, donde dos copas medio vacías tintineaban una contra otra debido a las vibraciones de la sala, emitiendo un sonido como un canto a dos voces. Dos mujeres jóvenes transportaban a un hombre muy borracho, grande como una morsa, hacia la puerta de salida. Llevaba la camisa por fuera y tenía una sonrisa bobalicona.

En no más de dos minutos, el local quedó totalmente vacío y una extraña calma se adueñó del lugar. Lo único que se oía era un leve sollozo procedente del guardarropa, donde la mujer había dejado de gritar pidiendo su paraguas y, rendida, apoyaba la frente sobre el mostrador. Los platos seguían medio vacíos sobre los manteles blancos, al igual que las botellas abiertas. Urías sostenía la mano de Helena. Un nuevo estruendo hizo vibrar las arañas de cristal despertando de su letargo a la mujer del guardarropa, que echó a correr entre gritos.

– Al fin solos -dijo Urías.

La tierra se estremeció bajo sus pies y un montón de partículas doradas llovieron del techo centelleando en el aire. Urías se levantó y le tendió el brazo.

– Nuestra mejor mesa acaba de quedar libre, Fräulein. Si me permite…

Ella tomó su brazo, se levantó y avanzó hacia el escenario. Apenas si percibió el penetrante silbido. El fragor de la explosión fue ensordecedor e hizo que el polvo quedara suspendido en el aire, como una tormenta de arena procedente de las paredes, abriendo incluso las ventanas que daban a la calle Weihburggasse. Se produjo un apagón.

Urías encendió las velas del candelabro que había en la mesa, acercó una silla, tomó una servilleta entre el pulgar y el índice, y la desplegó en el aire para después dejarla aterrizar en el regazo de Helena.

– Hähnchen und Prädikatswein? [18] -preguntó mientras retiraba discretamente los restos de cristal que había esparcidos sobre la mesa, los platos y el cabello de Helena.

Tal vez fuesen las velas y el polvo dorado que brillaba en el aire mientras fuera caía la noche, tal vez el aire refrescante que entraba por las ventanas abiertas ofreciéndoles un respiro en el caluroso estío. O tal vez fuese tan sólo su propio corazón, la sangre que parecía precipitarse por sus venas para vivir aquel instante con más intensidad. Porque ella lo recordaba con música, pero no era posible, pues la orquesta ya se había marchado. ¿Habría sido la música sólo un sueño?

Muchos años después, cuando estaba a punto de tener a su hija, cayó en la cuenta, por casualidad, de qué fue lo que la hizo pensar en aquella música imposible. Sobre la cuna recién comprada, el padre de su hija había colgado un juguete con bolas de cristal de distintos colores, y una noche en que lo vio agitarlo, ella reconoció enseguida la música. Y comprendió.

Habían sido las grandes arañas de cristal del restaurante Drei Husaren las que habían tocado para ellos. Un hermoso tañer como de campanas mientras ellos se mecían al ritmo de las sacudidas de la tierra y Urías entraba en la cocina y salía con una fuente de Salzburger Nockerl y tres botellas de Heuriger de la bodega, donde encontró a uno de los camareros sentado en un rincón con una botella en la mano. El hombre no hizo nada por detener a Urías, sino que, al contrario, asintió animándolo cuando él le mostró las botellas que había elegido.

Después, dejó sus cuarenta chelines bajo el candelabro y ambos salieron a la cálida noche de junio.

En Weihburgasse reinaba el más completo silencio, pero el aire estaba cargado del olor a humo, polvo y tierra.

– Demos un paseo -propuso Urías.

Sin que ninguno de los dos hiciese el menor comentario sobre hacia dónde irían, giraron a la derecha por la calle Kärntner y, de pronto, se vieron en una plaza de San Esteban totalmente desolada.

– ¡Dios santo! -exclamó Urías.

La enorme catedral que tenían ante sí se alzaba imponente en la madrugada.

– ¿Es la catedral de San Esteban? -preguntó atónito,

– Sí.

Helena miró hacia arriba y siguió con la vista la Südturm, la altísima aguja que se elevaba alta hacia un cielo donde empezaban a brillar las primeras estrellas.

Lo siguiente que recordaba Helena era la imagen de ellos dos dentro de la catedral, las caras pálidas de la gente que había buscado refugio allí, el sonido del llanto de los niños y de la música del órgano. Avanzaron hacia el altar, cogidos del brazo, ¿o tal vez también fuese aquello un sueño? ¿No había sucedido aquello, no la había abrazado y le había dicho de repente que ella tenía que ser suya, y que ella le había susurrado que «sí, sí, sí», mientras la gran nave de la iglesia se adueñaba de sus palabras y las elevaba hacia la amplia cúpula, hacia la imagen de la paloma y el crucificado, y que allí esas palabras se repetían una y otra vez hasta que parecía que tenían que ser ciertas? Hubiese ocurrido o no, aquellas palabras fueron más ciertas que las que había estado meditando desde su conversación con André Brockhard:

– No puedo irme contigo.

Eso también lo dijo, pero ¿cuándo? ¿dónde?

Ella se lo había dicho a su madre aquella misma tarde, que no se marcharía; pero no llegó a explicarle la razón. La mujer había intentado consolarla, pero Helena no soportaba su voz, su tono chillón y autosuficiente, y se encerró en el dormitorio. Entonces llegó Urías, llamó a la puerta y ella decidió dejar de pensar, abandonarse sin temor, sin imaginar nada más que un abismo infinito. Puede que él se hubiese percatado de ello en cuanto ella le abrió la puerta, tal vez hubiesen alcanzado un acuerdo tácito allí mismo, en el umbral, un acuerdo según el cual vivirían el resto de sus vidas de las horas que les quedaban hasta que partiese el tren.

– No puedo irme contigo.

El nombre de André Brockhard le había dejado un sabor a hiél en la lengua. Ella lo escupió. También le contó todo lo demás: el documento del aval, el riesgo que corría su madre de quedarse en la calle, la imposibilidad de su padre de volver a una vida decente, Beatrice, que no tenía ninguna familia a la que acudir. Sí, lo dijo todo, pero ¿cuándo? ¿Se lo había dicho allí, en la catedral? ¿O después, cuando recorrieron las calles hasta llegar a Filharmonikerstrasse, cuyas aceras aparecían cubiertas de cascotes y de vidrios rotos?

Las llamas rojizas que salían por las ventanas del viejo edificio de la pastelería les iluminaron el camino cuando entraron corriendo en la suntuosa recepción del hotel, ahora desierto y sumido en la oscuridad. Encendieron una cerilla, tomaron una llave cualquiera de las que colgaban en la pared y subieron a toda prisa las escaleras, cuya moqueta era tan gruesa que amortiguaba el menor ruido, y pudieron avanzar como espectros revoloteando por los pasillos en busca de la habitación 342. Una vez allí, fueron arrancándose la ropa abrazados, como si estuviese también en llamas, y luego, cuando el aliento de él le quemaba la piel, ella lo arañó hasta que brotó la sangre para, después, besarle las heridas. Helena repitió sus palabras hasta que empezaron a sonar como un conjuro: «No puedo irme contigo».

Cuando volvió a sonar la alarma, anunciando que el bombardeo había terminado por esta vez, vio que estaban abrazados sobre las sábanas ensangrentadas y no podía dejar de llorar.

Después, todo se confundió en un torbellino de cuerpos, sueño y ensoñaciones. No sabía cuándo habían estado haciendo el amor de verdad y cuándo había sido un sueño. La despertó a media noche el ruido de la lluvia y la intuición instintiva de que él se había marchado; se dirigió a la ventana y contempló la calle, que la lluvia limpiaba de los restos de tierra y cenizas.

El agua corría por las aceras y un paraguas abierto y sin dueño planeaba en dirección al Danubio. Volvió a la cama y se tumbó de nuevo. Cuando despertó, ya era de día, las calles estaban secas y él estaba a su lado conteniendo la respiración. Helena miró el reloj que había sobre la mesilla de noche. Aún faltaban dos horas para que saliera el tren. Le acarició la frente.

– ¿Por qué no respiras? -le susurró.

– Acabo de despertar. Tú tampoco respiras.

Ella se acurrucó muy cerca de su cuerpo desnudo pero cálido y sudoroso.

– Entonces, estaremos muertos.

– Sí -contestó él.

– Antes no estabas.

– Así es.

Lo sintió estremecerse.

– Pero ya has vuelto -constató Helena.

Загрузка...