Parte IX. DÍA DEL JUICIO

Capítulo 94

OSLO

17 de Mayo de 2000


Escribo estas líneas para que quien las encuentre sepa someramente el porqué de mi elección. Las alternativas de mi vida han estado, por lo general, entre dos o más opciones negativas, y creo que se me debe juzgar teniendo en cuenta este hecho. Pero también debe juzgárseme teniendo presente que jamás eludí la responsabilidad de una elección, que no me desentendí de mis obligaciones morales, sino que me arriesgué a elegir el camino equivocado antes que vivir cobardemente como uno más de la mayoría silenciosa, como el que busca la seguridad en la masa, permitiéndole que elija por él. Esta última elección mía tiene por objeto prepararme para el momento en que me reencuentre con nuestro Señor y con Helena.

– ¡Mierda!

Harry pisó a fondo el freno mientras la muchedumbre elegantemente vestida y ataviada con el traje típico noruego avanzaba por el paso de peatones del cruce de Majorstukrysset. Se diría que toda la ciudad se había echado ya a la calle. Y él tenía la sensación de que el semáforo no volvería a ponerse verde jamás. Por fin pudo soltar el embrague y acelerar otra vez. En la calle Vibe, aparcó en doble fila y llamó al portero automático de la casa de Fauke. Un niño pasó corriendo como una tromba retumbando en el suelo con las botas y Harry dio un respingo al oír el ruido estridente y chillón de la trompetilla.

Fauke no respondía. Harry volvió al coche, encontró la palanca que siempre llevaba en el suelo, a los pies del asiento del acompañante, para abrir la puerta del maletero, pues la cerradura estaba estropeada. Volvió al portal y puso las dos manos sobre las hileras de botones del portero automático. Tras unos segundos, oyó una mezcla cacofónica de voces irritadas, seguramente de gente con poco tiempo y con la plancha o el cepillo para lustrar los zapatos en la mano. Dijo que era policía y alguien debió de creerlo porque, de repente, oyó el chisporroteo de la puerta y pudo abrirla. Subió los peldaños de cuatro en cuatro y llegó enseguida a la cuarta planta, con el corazón más desbocado de lo que estaba desde que vio la fotografía en el dormitorio, hacía un cuarto de hora.

La misión que me he propuesto llevar a cabo ha costado ya varias vidas inocentes y, naturalmente, existe el riesgo de que sean más. En la guerra siempre es así. De modo que júzgame como a un soldado que no tuvo muchas opciones. Ése es mi deseo. Pero si me juzgas con dureza, piensa que, como yo, no eres más que un ser humano susceptible de errar, y que tanto para ti como para mí, no habrá al final más que un juez: Dios. Éstas son mis memorias.

Harry golpeó con el puño la puerta de Fauke por dos veces y gritó su nombre. Como no respondía, metió la palanca justo debajo de la cerradura y dejó caer sobre ella su peso. Al tercer intento, la puerta cedió con gran estrépito. Cruzó el umbral. El apartamento estaba a oscuras y en silencio y, curiosamente, le recordó al dormitorio en el que había estado hacía pocos minutos, pues tenía un aire de vacío y de abandono. Supo por qué tan pronto como entró en la sala de estar. El apartamento había sido abandonado. Todos los papeles que antes había visto en el suelo, los libros de las estanterías atestadas y las tazas de café medio vacías, todo había desaparecido. Los muebles estaban amontonados en un rincón y cubiertos con sábanas blancas. Un rayo de sol entró por la ventana y fue a caer sobre un montón de documentos sujetos con una goma que estaban en el suelo vacío de la sala de estar.

Espero que, cuando leas esto, yo ya esté muerto. Espero que todos estemos muertos.

Harry se acuclilló junto al montón.

«La gran traición -se leía escrito a máquina en la primera página-. Memorias de un soldado.»

Harry quitó la goma.

La página siguiente: «Escribo estas líneas para que, quien las encuentre, sepa someramente el porqué de mi elección». Harry hojeó el montón. Debían de ser varios cientos de páginas bien repletas. Miró el reloj. Eran las ocho y media. Encontró el número de Fritz en Viena en la agenda, sacó el móvil y lo localizó justo cuando volvía a casa después de un servicio nocturno. Después de un minuto de conversación con Fritz, llamó al servicio de información telefónica donde encontraron el número que pedía y lo pasaron directamente.

– Aquí Weber.

– Hola, soy Hole. Felicidades en el día de hoy, ¿no es eso lo que se dice?

– ¡A la mierda! ¿Qué es lo que quieres?

– Bueno, supongo que tendrás planes para hoy…

– Sí. Tenía planes de mantener la puerta y la ventana cerradas y de leer la prensa. Suéltalo ya.

– Necesito tomar unas huellas dactilares.

– Estupendo. ¿Cuándo?

– Ahora mismo. Tráete el maletín y así las enviamos desde aquí. Y además, necesito un arma reglamentaria.

Harry le dio la dirección. Después, tomó el montón de papeles y se dirigió a una de las sillas fantasmales, se sentó y empezó a leer.

Capítulo 95

LENINGRADO

12 de Diciembre de 1942


Los destellos iluminan el cielo de la noche, tan gris que parece una lona sucia tensada sobre el paisaje desolado que nos rodea. Puede que los rusos hayan iniciado una ofensiva, puede que sólo quieran hacernos creer que así es, esas cosas nunca se saben hasta después. Daniel volvió a mostrarse como un tirador excelente. De no ser porque ya era una leyenda, se habría ganado hoy la inmortalidad. Le disparó a un ruso y lo mató desde una distancia de casi medio kilómetro. Después, lo arrastró él solo hasta tierra de nadie y le dio cristiana sepultura. Jamás había visto nada semejante. Se trajo la gorra del ruso como trofeo. Luego hizo gala de su humor habitual, cantando y animando el ambiente para regocijo de todos (salvo de algún que otro compañero que se portó como un envidioso aguafiestas). Estoy extremadamente orgulloso de tener por amigo a un hombre tan íntegro y valiente. Por más que hay días en que se diría que esta guerra no tendrá fin y pese a ser muchas las víctimas en nuestra patria, los hombres como Daniel Gudeson nos infunden la esperanza de que lograremos nuestro objetivo de detener a los bolcheviques y regresaremos a una Noruega segura y libre.

Harry miró el reloj y siguió hojeando las páginas.

Capítulo 96

LENINGRADO

Noche del 1 de Enero de 1943


… cuando vi que Sindre Fauke tenía el miedo pintado en los ojos, me vi obligado a decirle unas palabras tranquilizadoras, con el fin de que su actitud fuese menos desconfiada. Sólo estábamos él y yo en el puesto de ametralladoras, los demás habían ido a acostarse otra vez y el cadáver de Daniel yacía rígido sobre las cajas de munición. Después hurgué un poco más en la sangre de Daniel que había en la cartuchera. La luna brillaba y estaba nevando; hacía una noche extraña y me dije que estaba reuniendo los fragmentos destrozados de Daniel y que estaba recomponiéndolo otra vez, uniendo los trozos para rehacer su cuerpo de modo que pudiese levantarse y dirigirnos como antes. Sindre Fauke no lo comprendió. Él era un chaquetero, un oportunista y un delator que sólo seguía a aquellos que, según él, iban a vencer. Y el día que no presagiase nada bueno para mí, para nosotros, para Daniel…, ese día nos traicionaría también a nosotros. Me adelanté de varias zancadas para quedar justo detrás de él, lo agarré por la frente y lo sajé con la bayoneta. Hay que hacerlo con cierta rapidez, para que el corte sea profundo y limpio. Lo solté en cuanto lo corté, pues sabía que el trabajo ya estaba hecho. Él se volvió despacio y me clavó la mirada con sus pequeños ojos de puerco; parecía querer gritar, pero la bayoneta le había sesgado la tráquea y no podía emitir más que leves silbidos provocados por el aire que surgía de la herida abierta. Sangraba. Se sujetó la garganta con las dos manos para evitar que se le escapase la vida, pero sólo consiguió que la sangre discurriese en delgados hilos entre sus dedos. Entonces me caí y tuve que arrastrarme hacia atrás por la nieve para evitar que me salpicase el uniforme. Las manchas de sangre fresca serían un inconveniente si se les ocurría investigar la «deserción» de Sindre Fauke. Cuando dejó de moverse, lo puse boca arriba y lo arrastré hasta las cajas de munición sobre las que yacía Daniel. Por suerte, los dos tenían más o menos la misma constitución. Encontré la documentación de Sindre Fauke. Siempre la llevamos encima, día y noche, pues, si nos encuentran sin la documentación que acredita quiénes somos y a qué regimiento pertenecemos (infantería, sección del frente norte, fecha, sello y demás), nos arriesgamos a ser fusilados por desertores allí mismo. Enrollé los documentos de Fauke y los guardé en la cantimplora que había colgado de la bandolera. Retiré el saco de la cabeza de Daniel y lo enrollé a la de Sindre. Después, me eché a la espalda el cuerpo de Daniel y lo llevé a tierra de nadie. Y allí lo enterré en la nieve, igual que Daniel había enterrado a Urías, el ruso. Me quedé con la gorra del uniforme ruso que Daniel le había quitado a Urías. Entoné un salmo: «Nuestro Dios es firme como una fortaleza», y «Ven al círculo de la hoguera».

Capítulo 97

LENINGRADO

3 de Enero de 1943


Un invierno suave. Todo ha ido según el plan estableado. Muy temprano, la mañana del día 1, día de Año Nuevo, llegaron los enterradores y se llevaron el cadáver que había encima de las cajas de munición, tal y como se les había ordenado a través de las líneas de comunicación y, naturalmente, creyeron que era a Daniel Gudeson a quien se llevaban hacia el norte en el trineo. Ni que decir tiene que me entran ganas de reír cuando lo pienso. Si le quitasen el saco que le cubre la cabeza antes de dejarlo caer en el hoyo, no sé lo que pasaría, pero de todos modos, no me preocupaba, porque ellos no conocían ni a Daniel ni a Sindre Fauke.

Lo único que me preocupa es que parece que Edvard Mosken abriga sospechas de que Fauke no ha desertado, sino de que yo lo he matado. Claro que no hay mucho que él pueda hacer, el cuerpo de Sindre Fauke está carbonizado (ojalá su alma se queme eternamente) e irreconocible junto con otros cien.

Pero esta noche, mientras hacía la guardia, tuve que emprender la operación más arriesgada hasta ahora. Me había dado cuenta de que no podía dejar a Daniel enterrado en la nieve. Puesto que el invierno se presentaba suave, me arriesgaba a que el cadáver surgiese de la nieve en cualquier momento, delatando así el cambio. Y cuando, por la noche, empecé a soñar con lo que los zorros y las comadrejas podían hacer con el cuerpo de Daniel cuando la primavera derritiese la nieve, decidí que debía desenterrar el cadáver y volver a enterrarlo en la fosa común, que, después de todo, es tierra bendecida por el sacerdote de campaña.

Por supuesto que temía más a nuestros puestos de guardia que a los rusos pero, por suerte, el que estaba de guardia en el puesto de ametralladoras era el torpe de Hallgrim Dale, el amigo de Fauke. Además, el cielo estaba encapotado aquella noche y, lo más importante de todo: yo sentía que Daniel estaba conmigo, sí, que estaba dentro de mí. Y cuando por fin logré sacar el cadáver y dejarlo sobre las cajas de munición, antes de ponerle el saco sobre la cabeza, me sonrió. Ya sé que la falta de sueño y el hambre pueden gastarle a uno malas pasadas, pero yo vi verdaderamente su rígida máscara de muerto cambiar de postura ante mis propios ojos. Y por extraño que pueda parecer, en lugar de asustarme, me hizo sentirme seguro y feliz. Después, entré a hurtadillas en el bunker y me dormí como un niño.

Cuando, apenas una hora más tarde, Edvard Mosken vino a despertarme, sentí como si todo hubiese sido un sueño, y creo que conseguí que mi asombro pareciese auténtico cuando vi que el cadáver de Daniel había vuelto a aparecer. Pero aquello no fue suficiente para convencer a Mosken. Él estaba seguro de que era Fauke quien yacía con el saco en la cabeza, que yo lo había asesinado y lo había dejado allí con la esperanza de que los enterradores creyesen que habían olvidado llevarse su cadáver la primera vez y que se lo llevasen sin hacer preguntas. Cuando Dale retiró el saco y Mosken vio que, de hecho, era Daniel, ambos quedaron atónitos y yo tuve que reprimir la nueva risotada que bullía en mi interior para que no nos delatase a Daniel y a mí.

Capítulo 98

HOSPITAL DEL SECTOR NORTE, LENINGRADO

17 de Enero de 1944


La granada de mano que lanzaron desde el avión ruso chocó contra el casco de Dale, cayó al suelo y quedó sobre el hielo dando vueltas y chisporroteando mientras nosotros intentábamos escapar a su alcance. Yo era el que más cerca me encontraba y estaba convencido de que íbamos a morir los tres: Mosken, Dale y yo. Es extraño, pero mi último pensamiento fue que el que yo acabase de salvar a Edvard Mosken de morir por un disparo del desgraciado de Hallgrim Dale era una ironía del destino, y que lo único que había conseguido era prolongar en dos minutos exactamente la vida de nuestro jefe de pelotón. Pero, por suerte, las granadas de mano que fabrican los rusos son de pésima calidad y los tres salimos de aquélla con vida. Aunque a mí me hirió en el pie y los restos de la granada atravesaron el casco y se me incrustaron en la frente.

Por una curiosa coincidencia, fui a parar a la sala de la enfermera Signe Alsaker, la prometida de Daniel. Al principio no me reconoció, pero por la tarde se me acercó y se puso a hablar conmigo en noruego. Es muy hermosa y soy consciente de que me gustaría que fuese mi prometida.

Olaf Lindvig también está ingresado aquí y en la misma sala. Tenía el abrigo blanco colgado de un gancho junto a su cama.

No sé por qué. Tal vez para que pueda volver directamente a sus obligaciones en cuanto se haya recuperado de su herida. Necesitamos hombres como él, ya oigo acercarse el fuego de la artillería rusa. Creo que una noche tuvo una pesadilla, porque gritaba en sueños y entonces vino Signe. Le puso una inyección, tal vez de morfina. Cuando Olaf volvió a dormirse, vi que le acariciaba el cabello. Estaba tan hermosa que sentí deseos de gritarle que se acercase a mi cama y de explicarle quién era yo, pero no quise asustarla.

Hoy me han comunicado que tendrán que enviarme al oeste, porque no llegan las medicinas. Nadie me lo advirtió, pero me duele el pie, los rusos se acercan y sé que es la única salvación posible.

Capítulo 99

WIENERWALD

29 de Mayo de 1944


En mi vida he conocido a una mujer más hermosa e inteligente. ¿Puede uno amar a dos mujeres a la vez? ¡Sí, claro que es posible!

Gudbrand ha cambiado. Por eso he adoptado el apodo de Daniel: Urías. A Helena le gusta más, dice que Gudbrand es un nombre raro.

Cuando los demás se han dormido, me dedico a escribir poemas, aunque no soy muy bueno. El corazón se me desboca tan pronto como ella asoma por la puerta, pero Daniel dice que, para conquistar el corazón de una mujer, hay que conservar una calma casi fría, porque es como cazar moscas. Hay que mantenerse completamente inmóvil y, preferentemente, mirar hacia otro lado. Y cuando la mosca empieza a confiar en ti, cuando se atreve a aterrizar sobre la mesa, delante de ti, se acerca y, por fin, casi te incita a intentar atraparla, entonces es el momento de dar el golpe, como un relámpago. Con decisión y seguridad en la propia convicción. Lo último es lo más importante. Pues no es la velocidad, sino la convicción lo que atrapa a la mosca. Tienes un único intento; y es importante tener el terreno preparado. Eso es lo que dice Daniel.

Capítulo 100

VIENA

29 de Junio de 1944


Dormía como un niño cuando me vi arrancado del regazo de mi amada Helena. Fuera, los bombardeos habían finalizado hacía ya rato, pero era medianoche y las calles estaban completamente desiertas. Encontré el coche donde lo habíamos aparcado, junto al restaurante Drei Husaren. La ventana trasera estaba rota y una de las piedras del muro había abierto una gran abolladura en el techo, pero, salvo este percance, el coche estaba, por suerte, intacto. Volví al hospital conduciendo tan rápido como pude.

Sabía que era demasiado tarde para hacer algo por Helena y por mí, sólo éramos dos personas atrapadas en un torbellino de sucesos que no podíamos controlar. Su apego a la familia la sentenciaba a casarse con aquel médico, Christopher Brockhard, ese ser corrupto que, en su infinito egocentrismo (¡que él llamaba amor!), mancillaba la auténtica naturaleza del amor. ¿No veía que el amor que lo movía era exactamente lo contrario del amor que la movía a ella? Así que yo tenía que sacrificar mi sueño de compartir la vida con Helena, para así darle una existencia, si no feliz, al menos decente, libre de la humillación a la que quería obligarla Brockhard.

Las ideas cruzaban mi mente igual que yo atravesaba la noche por carreteras tan sinuosas como la vida misma. Pero Daniel dirigía mis manos y mis pies.


… descubrió que yo estaba sentado en el borde de su cama y me miraba con expresión incrédula.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó.

– Christopher Brockhard, eres un traidor -le susurré-. Y por ello te condeno a muerte. ¿Estás preparado?

No creo que lo estuviese. La gente nunca está preparada para morir, creen que vivirán por siempre. Espero que alcanzase a ver el chorro de sangre que brotaba hacia el techo, espero que alcanzase a oírla estrellarse contra las sábanas cuando descendió. Pero, ante todo, espero que alcanzase a comprender que estaba muriendo

En el armario encontré un traje, un par de zapatos y una camisa que enrollé a toda prisa y me lleve bajo el brazo. Después, eche a correr hacia el coche, lo puse en marcha.

… seguía durmiendo. Estaba empapado y helado por el chubasco repentino y me acurruque a su lado, bajo las sabanas. Su cuerpo ardía como un horno y, cuando me apreté contra ella, gimió levemente en sueños Intentaba cubrir con mi piel cada centímetro de la suya, intentaba convencerme de que aquello sería para siempre, intentaba no mirar el reloj. Tan sólo faltaban unas horas para que partiese mi tren. Tan sólo unas horas para que me declarasen un asesino perseguido en toda Austria. No sabían cuando pensaba marcharme ni que ruta iba a seguir, pero sabían adonde iría; y estarían esperándome cuando llegase a Oslo. Intente aferrarme a ella con la fuerza suficiente como para que durase toda una vida.

Harry oyó el timbre. ¿Sería la primera vez? Encontró el portero automático y le abrió a Weber.

– Después de las retransmisiones deportivas por televisión, esto es lo que más detesto -declaró Weber furioso mientras entraba ruidosamente antes de dejar caer en el suelo una caja de herramientas tan grande como una maleta-. El Diecisiete de Mayo, el día de la embriaguez nacionalista, las calles cortadas te obligan a rodear todo el centro para llegar a cualquier sitio. ¡Dios santo! ¿Por dónde quieres que empiece?

– Seguro que encuentras una huella aceptable en la cafetera que hay en la cocina -sugirió Harry-. He estado hablando con un colega de Viena que se ha puesto manos a la obra y está buscando una huella dactilar de 1944. ¿Te has traído el ordenador y el escáner?

Weber dio una palmadita sobre la caja de herramientas.

– Perfecto. Cuando hayas terminado de escanear las huellas dactilares que encuentres, puedes conectar el ordenador a mi móvil y enviarlas a la dirección de correo electrónico de Fntz, en Viena. Está esperando poder compararlas con las suyas y nos contestará enseguida. Y eso estodo lo que hay que hacer. Yo tengo que leer unos documentos en la sala de estar.

– ¿Qué es lo que…?

– Cosas del CNI -atajó Harry-. Ese tipo de cosas que deben leer sólo los que necesitan conocerlas.

– ¿Ah, sí?

Weber se mordió el labio y miró inquisitivo a Harry, que le sostuvo la mirada, esperando que completase el comentario.

– ¿Sabes lo que te digo, Hole? -dijo al fin-. Está bien que haya alguien que aún se comporte con profesionalidad en este organismo.

Capítulo 101

HAMBURGO

10 de Junio de 1944


Después de escribirle la carta a Helena, abrí la cantimplora, saqué la documentación enrollada de Sindre Fauke y la sustituí por la carta. Luego, con ayuda de la bayoneta, grabé en la cantimplora el nombre y la dirección de Helena y volví a salir a la oscura noche. Tan pronto como crucé la puerta, sentí el calor. El viento parecía querer arrancarme el uniforme, el cielo que se cernía sobre mí era una bóveda de un sucio amarillo y lo único que se oía por encima del lejano rugir de las llamas era el ruido de cristales al estallar y los gritos de la gente que no tenía ya adonde huir para refugiarse. Así era exactamente como yo me imaginaba el infierno. Ya no caían bombas. Recorrí una calle que no era más que un sendero de asfalto en medio de un espacio abierto lleno de montones de ruinas. Lo único que se mantenía en pie en aquella «calle» era un árbol carbonizado que señalaba al cielo con dedos de bruja. Y una casa en llamas de la que procedían los gritos. Cuando ya estaba tan cerca que el calor me quemaba los pulmones al respirar, di la vuelta y empecé a caminar hacia el puerto. Y fue allí donde la encontré, una pequeña de aterrados ojos negros. Me tiró de la chaqueta del uniforme gritando sin cesar a mi espalda:

– Meine Mutter! Meine Mutter!

Seguí caminando, pues nada podía hacer. Había visto el esqueleto de un ser humano en llamas en la última planta, atrapado con una pierna dentro y la otra fuera de la ventana. Pero la pequeña me seguía, gritando desesperada su súplica de que ayudase a su madre. Intenté apretar el paso pero, entonces, ella se aferró a mí con sus brazos infantiles, la pequeña no me soltaba y yo fui arrastrándola hacia el gran mar de llamas. Y así anduvimos caminando, una extraña procesión, dos personas enganchadas camino de la destrucción.

Y lloré, sí, lloré, pero mis lágrimas se evaporaban en cuanto brotaban de mis ojos. No sé quién de nosotros se detuvo y la llevó arriba, pero yo volví, la llevé al dormitorio y la cubrí con mi manta. Después, quité el colchón de la otra cama y me tumbé en el suelo, a su lado.

Nunca supe cómo se llamaba ni qué fue de ella, desapareció durante la noche. Pero me salvó la vida. Porque decidí conservar la esperanza.

Desperté a una ciudad moribunda. Algunos incendios continuaban con toda su fuerza, el puerto estaba totalmente destruido y los barcos que habían llegado con suministros o para evacuar a los heridos se quedaron varados en Asussenalster, sin tener dónde atracar.

Hasta la noche, los hombres no lograron despejar una zona donde los barcos pudiesen cargar y descargar, y hacia allí me dirigí. Fui de barco en barco, hasta encontrar lo que buscaba: uno que partiese hacia Noruega. La embarcación se llamaba Anna y llevaba cemento a Trondheim. Ese destino me convenía, puesto que contaba con que no llegaría allí la orden de búsqueda contra mí. El caos había venido a sustituir al habitual orden alemán y los cauces de transmisión de órdenes eran, cuando menos, poco claros. Por otro lado, las dos eses que llevaba en el cuello de mi guerrera eran bastante evidentes, lo que causaba cierta impresión en la gente y no tuve ningún problema para subir al barco y convencer al capitán de que la orden con el destino que le mostré significaba que debía llegar a Oslo por la vía más rápida posible y, en las circunstancias que reinaban, eso era tanto como decir que debía viajar en el Anna hasta Trondheim y, de allí, ir en tren a Oslo.

La travesía duró tres días; salí del barco, mostré mis papeles y me indicaron que continuase. Hasta que me encontré en el tren con destino a Oslo. El viaje duró cuatro días en total. Antes de bajar del tren en Oslo, fui a los servicios y me puse el traje que tomé del armario de Christopher Brockhard. Y ya podía decirse que estaba listo para la primera prueba. Subí por la calle Karl Johan. Lloviznaba y hacía calor. Dos muchachas jóvenes venían caminando hacia mí, cogidas del brazo, y rieron en voz alta cuando pasaron a mi lado. El infierno de Hamburgo se me antojaba a años luz de distancia. Mi corazón se alegraba. Había vuelto a mi amado país y me sentía como si hubiese vuelto a nacer.

El recepcíonista del hotel Continental examinó minuciosamente el documento de identidad que le presenté, antes de mirarme por encima de las gafas y declarar:

– Bienvenido al Continental, señor Sindre Fauke.

Y, ya tumbado en la cama de la habitación amarilla del hotel, con la mirada clavada en el techo mientras escuchaba los sonidos de la ciudad que bullía fuera, saboreé nuestro nuevo nombre. Sindre Fauke. Se me hacía raro, pero supe enseguida que podría funcionar, sí, sin duda, podría funcionar.

Capítulo 102

NORDMARKA

12 de Julio de 1944


… un hombre llamado Even Juul. Como los demás tipos de la Resistencia, parece haberse tragado mi historia de cabo a rabo. Pero ¿por qué no iban a hacerlo? La verdad, que soy un soldado del frente buscado por asesinato, sería más difícil de digerir que el hecho de que yo sea un desertor del frente oriental llegado a Noruega a través de Suecia. Además, lo han comprobado con sus fuentes en la oficina de reclutamiento, donde les han confirmado que una persona llamada Sindre Fauke ha sido dada por desaparecida, que probablemente se haya unido a los rusos. Los alemanes tienen sus asuntos bajo control.

Hablo un noruego estándar, resultado de mis años de juventud en Norteamérica, supongo, pero nadie reacciona ante el hecho de que me haya deshecho tan pronto del dialecto de Gudbrandsdaí, de donde era Sindre Fauke. Soy de un pequeño pueblo noruego pero, aunque me encontrara con alguien a quien haya conocido en mi juventud (¡mi juventud!, ¡Dios mío!, tan sólo hace tres años y me parece toda una vida), estoy convencido de que no me reconocerían, ¡hasta tal punto me siento otra persona!

En cambio, sí temo que, de repente, aparezca alguien que haya conocido al verdadero Sindre Fauke. Por suerte, él procedía de un pueblo si cabe más apartado que el mío, pero claro, tendrá parientes que se supone que pueden identificarlo.

Y éstas eran las cuestiones sobre las que yo me dedicaba a reflexionar, de ahí el desconcierto que sentí cuando me ordenaron que liquidara a uno de mis propios hermanos de Unión Nacional (es decir, a uno de los hermanos de Fauke). Ésa será la prueba de que en verdad he cambiado de bando y que no soy un infiltrado. Daniel y yo estuvimos a punto de romper a reír; es como si la idea se nos hubiese ocurrido a nosotros mismos pues, en efecto, ¡me estaban pidiendo que quitase de en medio a todos aquellos que podían descubrirme! Ya sé que los líderes de estos soldados de pacotilla piensan que el fratricidio es ir demasiado lejos, pues no están habituados a la crueldad de la guerra aquí, en la seguridad de estos bosques. Pero yo he pensado seguir sus órdenes al pie de la letra antes de que cambien de idea. En cuanto anochezca, bajaré al pueblo y cogeré mi arma reglamentaria que, junto con el uniforme, dejé en una caja fuerte de la estación del tren, y tomaré el mismo tren nocturno con el que llegué, pero hacia el norte. Conozco el nombre del pueblo más próximo a la granja de los Fauke, de modo que no tendré más que preguntar cómo llegar hasta allí.

Capítulo 103

OSLO

13 de Mayo de 1945


Otro día extraño. Todo el país está embriagado de libertad y hoy llegará a Oslo el príncipe heredero Olav, junto con una delegación del gobierno. No puedo ni pensar en bajar al puerto para ver su llegada, pero he oído que «media» Oslo se había congregado ya allí. Subí la calle Karl Johan con ropa civil, aunque mis «compañeros de campaña» no comprenden por qué no he optado, como ellos, por lucirme con el «uniforme» de la Resistencia para que me vitoreen como a un héroe. Por lo que dicen, ahora es un buen reclamo para las muchachas. Las jóvenes y los uniformes…; si no recuerdo mal, en 1940 corrían con el mismo entusiasmo detrás de los uniformes verdes.

Caminé hasta el palacio para ver si el príncipe heredero salía al balcón para dirigir unas palabras a la multitud. Ya había allí congregadas algunas personas. Llegué justo a la hora del cambio de guardia. Un espectáculo bastante triste, en comparación con el estándar alemán, pero la gente gritaba de júbilo.

Tengo la esperanza de que el príncipe heredero eche un jarro de agua fría sobre todos los llamados buenos noruegos que han permanecido, durante cinco años, como espectadores pasivos, sin mover un dedo por ninguno de los dos bandos y que ahora piden a gritos venganza contra los traidores a la patria. De hecho, creo que el príncipe Olav nos comprende, pues, de ser ciertos los rumores, de los miembros de la realeza y el gobierno, tan sólo él mostró cierta entereza durante la capitulación, al ofrecerse a quedarse con su pueblo y compartir su destino. Pero el gobierno se lo desaconsejó, pues sabían que su imagen y la del rey quedarían en entredicho si lo dejaban aquí mientras ellos se marchaban.

Sí, tengo la esperanza de que el joven príncipe (que, al contrario que «los santos de los últimos días», sabe cómo llevar el uniforme) le explique a la nación cuál ha sido la prestación de los combatientes del frente, sobre todo, teniendo en cuenta que él vio con sus propios ojos hasta qué punto los bolcheviques del este constituían (y aún constituyen) un grave peligro para nuestro país. Parece que, ya a principios de 1942, mientras nosotros nos preparábamos para marchar al frente oriental, el príncipe mantuvo conversaciones con Roosevelt y le expresó su preocupación por los planes rusos en Noruega.

La gente agitaba banderolas, cantaron alguna canción y los viejos árboles del parque Slottsparken jamás habían lucido tanto verdor. Pero el príncipe no salió al balcón. Así que no tendré más remedio que armarme de paciencia.

– Acaban de llamar de Viena. Las huellas son idénticas.

Weber estaba en la puerta de la sala de estar.

– Estupendo -respondió Harry asintiendo abstraído y sin dejar de leer.

– Alguien ha vomitado en el cubo de la basura -continuó Weber-. Y ese alguien está bastante enfermo, pues hay más sangre que otra cosa.

Harry se pasó el dedo por la lengua y pasó a la página siguiente.

– Bueno.

Silencio.

– Si necesitas ayuda con alguna otra cosa…

– Gracias, Weber, pero eso es todo.

Weber asintió, pero no se movió de la puerta.

– ¿No vas a dar una orden de búsqueda? -preguntó al fin Weber.

Harry alzó la vista y miró ausente hacia Weber.

– ¿Y eso por qué?

– Sabes lo que te digo, que no tengo ni idea -comentó Weber-. Y tampoco necesito saberlo.

Harry sonrió, quizá por el comentario del viejo policía.

– No, desde luego.

Weber aguardó una continuación que no se produjo.

– Como quieras, Hole. Me traje una Smith & Wesson. Está cargada y ahí tienes un cargador. ¡Cógela!

Harry levantó la vista justo a tiempo de atrapar la funda negra que Weber acababa de lanzarle. La abrió y sacó la pistola. Estaba engrasada y el acero recién lustrado relucía con destellos mate. De modo que era el arma de Weber.

– Gracias por tu ayuda, Weber -dijo Harry.

– Que te sea leve.

– Lo intentaré. Que tengas un buen… día.

Weber resopló ante el comentario. Cuando salió del apartamento, Harry ya llevaba un rato sumido nuevamente en su lectura.

Capítulo 104

OSLO

27 de Agosto de 1945


¡Traición, traición, traición! Estaba petrificado, bien oculto en la última fila, cuando hicieron entrar a mi amada, que se sentó en el banco de los testigos y le ofreció a él, a Even Juul, aquella sonrisa fugaz pero evidente.

Y esa sonrisa fue suficiente para revelármelo todo, pero me quedé allí como amarrado a la silla, sin capacidad para hacer nada más que escuchar, ver.

Y sufrir. ¡Qué falsa y qué mentirosa! Even Juul sabe bien quién es Signe Alsaker, fui yo quien le habló de ella. Pero a él no se lo puede culpar, él cree que Daniel Gudeson está muerto, pero ella, ¡ella juró en falso fidelidad hasta en la muerte! Así que no puedo por menos de repetirlo: ¡traición! Y el príncipe heredero no ha dicho una sola palabra. Nadie ha dicho nada. Están ejecutando a hombres que arriesgaron sus vidas por Noruega en el fuerte de Akershus. Los ecos de los disparos resuenan en el aire sobrevolando la ciudad por un segundo para luego desaparecer y dar paso a un silencio aún mayor. Como si nada hubiese ocurrido.

La semana pasada me enteré de que mi caso se ha sobreseído, que mis actos heroicos compensan mis crímenes. Cuando leí la carta, empecé a reír hasta que mis ojos cedieron al llanto. ¡Lo que están diciendo es que haber liquidado a cuatro campesinos indefensos en Gudbrandsdalen es un acto heroico que compensa mi criminal defensa de la patria en Leningrado! Estrellé una silla contra la pared, la casera subió y tuve que disculparme. Es para volverse loco.

Por las noches, sueño con Helena. Sólo con ella. Debo intentar olvidar.

Y el príncipe no se ha pronunciado. Es insoportable.

Harry volvió a mirar el reloj. Pasó rápido varias hojas hasta que su mirada recayó sobre un nombre conocido.

Capítulo 105

RESTAURANTE SCHRØDER

23 de Septiembre de 1948


… negocio con buenas perspectivas de futuro. Pero hoy ha sucedido algo que venía temiéndome desde hace tiempo.

Estaba sentado leyendo el periódico cuando me di cuenta de que había alguien que, de pie junto a mi mesa, me observaba. ¡Alcé la vista y se me heló la sangre en las venas! Estaba muy estropeado, con las ropas un tanto ajadas y sin el porte erguido y recto con que yo lo recordaba; era como si hubiese desaparecido una parte de él. Pero reconocí enseguida a nuestro antiguo jefe de pelotón, al hombre con el ojo de cíclope.

– ¡Gudbrand Johansen! -exclamó Edvard Mosken-. Decían que habías muerto. En Hamburgo.

No sabía qué responder ni qué hacer. Tan sólo que el hombre que ahora se sentaba frente a mí podía hacer que me condenasen por traición a la patria y, en el peor de los casos, por asesinato.

Cuando por fin fui capaz de articular palabra, sentí que tenía la boca seca. Le dije que sí, que estaba vivo y, para ganar algo de tiempo, le conté que había ido a parar a un hospital de Viena con una herida en la cabeza y un pie lastimado y le pregunté qué había sido de él. Mosken me explicó que lo enviaron a casa y que lo ingresaron en la enfermería del colegio de Sinsen, curiosamente, la misma a la que me habían destinado a mí. Como a los demás, también a él le habían caído tres años por traición a la patria y lo habían soltado después de dos años y medio de cárcel.

Estuvimos hablando sobre esto y aquello hasta que, al cabo de un rato, me relajé un poco. Pedí una cerveza para él y le hablé de la empresa de material de construcción que dirigía. Le dije lo que pensaba: que lo mejor para la gente como nosotros era empezar de nuevo con un negocio propio, pues la mayoría de los empresarios se negaban a contratar a excombatientes del frente (en especial, los empresarios que habían colaborado con los alemanes durante la guerra).

– ¿A ti también te pasó? -me preguntó Mosken.

Así que tuve que explicarle que no me sirvió de mucho haberme pasado después al bando «de los buenos»; de todos modos, había llevado un uniforme alemán.

Mosken no borraba del rostro aquella media sonrisa suya y, finalmente, no pudo contenerse más. Me dijo que había pasado muchos años buscando mi rastro, pero todas las pistas terminaban en Hamburgo. Y que estaba a punto de darse por vencido cuando, un día, vio el nombre de Sindre Fauke en un artículo de periódico sobre los hombres de la Resistencia. Recobró el interés, se enteró de dónde trabajaba Fauke y lo llamó. Alguien le había dicho que tal vez estuviese en el restaurante Schrøder.

Volví a quedarme helado y pensé que había llegado el momento. Pero lo que me dijo fue algo completamente distinto a lo que yo me imaginaba:

– Nunca tuve la oportunidad de darte las gracias por impedirle a Hallgrim Dale que me disparase aquel día. Tú me salvaste la vida, Johansen.

Me encogí de hombros, algo turbado, incapaz de hacer otra cosa.

Según Mosken, al salvarlo, yo me había comportado como un hombre con alto sentido moral, pues podía tener motivos para desear que muriese. Si aparecía el cadáver de Sindre Fauke, Mosken podría atestiguar que lo más probable es que yo fuese el asesino. Asentí, sin más. Entonces, me miró fijamente y me preguntó si le tenía miedo. Y pensé que no tenía nada que perder si le contaba toda la historia, tal y como había sucedido.

Mosken me escuchaba, posando sobre mí su ojo de ciclope de vez en cuando, para comprobar si le decía la verdad y meneando la cabeza de vez en cuando; pero yo creo que sabía que la mayoría de lo que le contaba era cierto.

Cuando hube terminado, pedí otras dos cervezas y, entonces, él me habló de sí mismo, que su esposa se había buscado otro hombre que pudiese mantenerla a ella y al niño mientras él estaba en la cárcel. Él la comprendía y, además, tal vez fuese lo mejor también para el pequeño Edvard, así no tendría que crecer con un traidor a la patria por padre. Mosken parecía resignado. Dijo que quería probar suerte en el sector del transporte, pero que no le habían dado ninguno de los puestos de chofer que había solicitado.

– Compra tu propio camión -le propuse-. Funda tu propia empresa, tú también.

– No tengo dinero suficiente -me confesó con una mirada fugaz. De pronto, empecé a comprender-. Y los bancos tampoco se fían de los excombatientes, creen que somos bandidos, todos iguales.

– Yo he ahorrado algún dinero -le dije-. Si quieres te hago un préstamo.

Mosken negó con un gesto, pero yo vi que ya lo tenía convencido.

– Te cobraré interés, por supuesto -añadí.

Entonces empezó a prestarme atención. Pero volvió a adoptar una expresión grave y me dijo que podía salirle muy caro hasta que el negocio funcionase bien. Así que tuve que explicarle que no sería un interés muy grande, que sería algo simbólico. Luego, pedí más cerveza y, cuando ya la habíamos apurado y nos disponíamos a volver a casa, nos estrechamos la mano en señal de que habíamos cerrado un trato.

Capítulo 106

OSLO

3 de Agosto de 1950


… una carta con matasellos de Viena en el buzón. La dejé ante mí, encima de la mesa de la cocina, sin hacer otra cosa que mirarla. Su nombre y su remite aparecían escritos en el reverso. Yo había enviado una carta al hospital Rudolph II en el mes de mayo con la esperanza de que alguien supiese dónde se encontraba Helena y se la hiciese llegar. Por si una persona no autorizada abría la carta, me aseguré de no escribir nada que nos comprometiese a ninguno de los dos y, por supuesto, no había utilizado mi verdadero nombre. En cualquier caso, no me atreví a esperar una respuesta. Y, en el fondo, tampoco sé si en realidad deseaba recibir una respuesta, sobre todo si ésta era la que cabía esperar. Que se había casado y que tenía hijos. No, no quería saberlo. Aunque era eso precisamente lo que deseaba para ella, la posibilidad que le había brindado al irme.

Dios santo, éramos tan jóvenes, ¡ella sólo tenía diecinueve años! Y ahora, con su carta en la mano, todo se me antojaba tan irreal, como si la esmerada caligrafía que se leía en el sobre no tuviese nada que ver con la Helena con la que yo llevaba seis años soñando. Abrí la carta con mano temblorosa, me convencí de que debía esperar lo peor. Era una carta larga y no hace más que una hora que terminé de leerla por primera vez, pero ya me la sé de memoria.


Querido Urías:

Te amo. Es fácil adivinar que te amaré el resto de mi vida, pero lo extraño es que me siento como si llevase amándote desde siempre. Cuando recibí tu carta, lloré de felicidad, lo…

Harry fue a la mesa de la cocina con los folios en la mano, encontró el café en el armario que había sobre el fregadero y puso una cafetera, todo ello sin dejar de leer. Acerca de su reencuentro, feliz pero también difícil y casi doloroso, en un hotel de París. Se prometieron al día siguiente.

A partir de ahí, Gudbrand empezó a escribir cada vez menos sobre Daniel hasta que, al final, éste parecía haber desaparecido por completo.

En cambio, sus páginas estaban llenas de la historia de una pareja de enamorados que, a causa del asesinato de Christian Brockhard, seguía sintiendo el aliento de sus perseguidores en la nuca. Acordaban citas secretas en Copenhague, Amsterdam y Hamburgo. Helena conocía la nueva identidad de Gudbrand, pero ¿sabía toda la verdad sobre el asesinato en el frente, sobre las ejecuciones en la granja de los Fauke?

No parecía que así fuese.

Se prometieron tras la retirada de los Aliados y, en 1955, ella se va de Austria, de una Austria que, estaba segura, volvería a quedar bajo el control de «criminales de guerra, antisemitas y fanáticos que no habían aprendido de sus errores». Se fueron a vivir a Oslo, donde Gudbrand, siempre bajo el nombre de Sindre Fauke, dirigía su pequeño negocio. El mismo año se unieron en matrimonio ante un sacerdote católico, en una ceremonia privada celebrada en el jardín de la calle Holmenkollveien, donde acababan de comprarse una gran casa con el dinero que Helena había conseguido de la venta de su tienda de costura en Viena. Son felices, escribe Gudbrand.

Harry oyó el burbujeo del agua y, sorprendido, comprobó que el café llevaba ya un rato hirviendo.

Capítulo 107

RIKSHOSPITALET

1956


Helena perdió tanta sangre que, por un instante, su vida corrió peligro pero, por fortuna, intervinieron a tiempo. Perdimos el bebé. Helena estaba inconsolable, naturalmente, aunque yo no dejaba de recordarle que es joven, que tendremos muchas oportunidades. Por desgracia, el médico no se mostró tan optimista. Decía que la matriz…

Capítulo 108

RIKSHOSPITALET

12 de Marzo de 1967


Una hija. La llamaremos Rakel. Yo no podía dejar de llorar y Helena me acarició la mejilla mientras me decía que los caminos del Señor eran…

Harry había vuelto a sentarse en la sala de estar y se frotaba los ojos. ¿Por qué no había caído en la cuenta en cuanto vio la fotografía en la habitación de Beatrice? Madre e hija. Debía de estar despistado. Desde luego, era evidente que ésa era la palabra, despistado. De hecho, él veía a Rakel en todas partes: en los rostros de las mujeres que pasaban por la calle, en todos los canales de televisión, cuando se sentaba a hacer zapping, tras la barra de la cafetería… De modo que, ¿por qué iba a prestar una atención especial al ver su rostro en la fotografía de una mujer hermosa?

¿Debía llamar a Mosken para que le confirmase lo que Gudbrand Johansen, alias Sindre Fauke, había escrito? ¿Acaso era necesario? De momento, no.

Volvió a mirar el reloj. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué era lo que lo apremiaba, salvo que había acordado verse con Rakel a las once? Seguramente, Ellen le habría dado la respuesta, pero Ellen no estaba allí y él no tenía tiempo de ponerse a averiguarla en aquel momento. Precisamente eso, no tenía tiempo.

Siguió hojeando las páginas, hasta llegar al 7 de octubre de 1995. Ya sólo quedaban unas cuantas hojas del manuscrito. Harry notó que le sudaban las palmas de las manos. Sintió algo similar a lo que el padre de Rakel describía que le había sucedido cuando recibió la carta de Helena: la aversión a, finalmente, tener que enfrentarse a lo inevitable.

Capítulo 109

OSLO

7 de Octubre de 1999


Voy a morir. Después de todo lo que he tenido que pasar en la vida, me ha resultado extraño saber que, como a la mayoría de la gente, será una enfermedad la que me dé el golpe de gracia. ¿Cómo se lo voy a decir a Rakel y a Oleg? Mientras subía por la calle Karl Johan, pensé que esta vida que, desde que murió Helena, se me antojaba sin valor, se convertía de repente en algo muy valioso para mí. No porque no desee reencontrarme contigo, Helena, sino porque he descuidado mi misión aquí en la tierra durante muchos años y ya apenas si me queda tiempo. Subí por la misma pendiente de gravilla que el 13 de mayo de 1945. El príncipe heredero sigue sin salir al balcón para decirnos que él nos comprende. Él sólo comprende las situaciones difíciles de los demás. No creo que venga, creo que nos ha fallado.

Después, me dormí apoyado contra un árbol y tuve un sueño largo y extraño, como una revelación. Y cuando desperté, vi que también mi compañero estaba despierto. Daniel ha vuelto. Y sé lo que quiere.

El Ford Escort lanzó un rugido cuando Harry cambió con brutalidad de marcha atrás, a primera y a segunda, sucesivamente. Y chilló como un animal herido cuando Harry presionó y mantuvo el acelerador pisado a fondo. Un tipo ataviado con el traje típico de Østerdal cruzó apresurado el paso de cebra en el cruce de la calle Vibe con la de Bogstadveien, librándose así de que su pie quedase aplastado bajo una rueda con el dibujo casi por completo desgastado. En la calle Hegdehaugsveien se había formado una cola para llegar al centro, y Harry se pasó al centro de los dos carriles sin dejar de tocar el claxon con la esperanza de que los conductores de los coches que venían en dirección contraria tuviesen suficiente sentido común como para apartarse. Acababa de hacer la maniobra de colocarse en la parte izquierda del seto que había ante el Lorry Kafé cuando, de repente, una pared de color azul claro cubrió todo su campo de visión. ¡El tranvía!

Era demasiado tarde para detenerse, de modo que giró por completo el volante, pisó ligeramente el pedal del freno para mover la parte trasera del coche y se deslizó sobre el puente hasta tocar el tranvía por el lateral izquierdo. El espejo lateral desapareció con un breve chasquido; la manilla de la puerta al deslizarse contra el lateral del tranvía resonó con un chirrido.

– ¡Joder, joder!

Pasó el tranvía, quedó solo y las ruedas se liberaron de las vías, se aferraron al asfalto y lo llevaron hasta el siguiente semáforo.

Verde, verde, ámbar.

Pisó a fondo el acelerador, siguió tocando el claxon con la vana esperanza de que su débil pitido llamase la atención en medio de los festejos del Diecisiete de Mayo, a las diez y cuarto de la mañana y en el centro de Oslo. Así iba, gritando, pisando el freno, y mientras el Escort se deshacía en desesperados esfuerzos por mantenerse aferrado a la madre tierra, las fundas vacías de las casetes, los paquetes de cigarrillos y el propio Harry Hole se precipitaban hacia delante en el interior del coche. Cuando el vehículo volvió a detenerse, se dio un cabezazo contra la luna delantera. Un grupo de jóvenes apareció de pronto gritando y agitando banderas en medio del paso de peatones y justo delante de su coche. Harry se frotó la frente. Estaba enfrente de Slottsparken y la calle peatonal que conducía al palacio aparecía plagada de gente. Desde el cabriolé abierto que había en el carril contiguo oyó la radio y la célebre emisión en directo que era la misma de todos los años:

«La familia real saluda desde el balcón el desfile infantil y al pueblo congregado en la plaza del Palacio. Los gritos de júbilo del pueblo se dirigen especialmente al príncipe heredero, recién llegado de Estados Unidos, puesto que él es…»

Harry pisó el embrague y aceleró en dirección al bordillo de la acera de la calle peatonal.

Capítulo 110

OSLO

16 de Octubre de 2000


He empezado a sonreír otra vez. En realidad, es Daniel quien sonríe, claro está. No le he dicho a nadie que, una de las primeras cosas que hizo cuando volvió a despertar, fue llamar a Signe. Lo hicimos desde el teléfono público del Schrøder. Y fue tan terriblemente divertido, que lloramos de risa.

Seguiré perfilando el plan esta noche. El problema sigue siendo cómo me haré con el arma que necesito.

Capítulo 111

OSLO

6 de Febrero de 2000


… parecía que el problema estaba por fin resuelto, apareció: Hallgrim Dale. Como era de esperar, estaba acabado. Hasta el último momento confié en que no me reconociese. Por lo visto, había oído rumores de que yo había sucumbido en los bombardeos de Hamburgo, porque creyó que era un fantasma. Después comprendió que había gato encerrado y me pidió que le pagara por tener la boca cerrada. Pero el Dale que yo conozco no habría podido mantener un secreto ni por todo el dinero del mundo. De modo que procuré ser la última persona con la que mantuviese una conversación. No es que me agradara, pero he de reconocer que sentí cierta satisfacción al comprobar que no he olvidado por completo mis habilidades de antaño.

Capítulo 112

OSLO

6 de Febrero de 2000


Durante más de cincuenta años y seis veces al año, Edvard Mosken y yo nos hemos estado viendo en el restaurante Schrøder. La mañana del primer martes de cada dos meses. Aún llamamos a estos encuentros «reuniones del Estado Mayor», como hacíamos cuando el restaurante estaba en la plaza Youngstorget. Me he preguntado a menudo qué es lo que nos une a Edvard y a mí, con lo distintos que somos. Quizá no es más que un destino común lo que nos une. El hecho de estar marcados por los mismos sucesos. Ambos estuvimos en el frente oriental, ambos hemos perdido a nuestras esposas y nuestros hijos son adultos. No lo sé, pero ¿por qué no? Lo más importante para mí es mi certeza de que cuento con su total lealtad. Por supuesto que no olvida que yo le ayudé al terminar la guerra, pero le he echado alguna mano después también. Como a finales de los años sesenta, cuando se descontroló con la bebida y con las apuestas de caballos y estuvo a punto de perder la compañía de transporte, si yo no hubiese pagado sus deudas de juego.

No, ya no queda gran cosa del aguerrido militar que yo recuerdo de Leningrado pero, en los últimos años, Edvard se ha reconciliado con la idea de que la vida no resultó ser como él se había imaginado, y ahora intenta sacarle el máximo partido. Se concentra en ese caballo suyo y ya no se dedica ni a la bebida ni al juego, sino que se contenta con darme información sobre las carreras de vez en cuando.

Y a propósito de información, fue él quien me informó de que Even Juul le había preguntado si no sería posible que Daniel Gudeson estuviese vivo, después de todo. Llamé a Even aquella misma noche y le pregunté si se había vuelto senil. Pero Even me contó que, hacía unos días, había cogido el auricular del supletorio del dormitorio y que oyó la voz de un hombre que aseguraba ser Daniel y que su mujer se había asustado muchísimo. El hombre que llamó por teléfono le había dicho a su mujer que volvería a llamarla otro martes. Even aseguraba que oyó ruidos como de un café, así que ahora se dedicaba a visitar los cafés de Oslo todos los martes, para dar con el acosador telefónico. Sabía que la policía no se iba a preocupar lo más mínimo por una nadería así, y no le había dicho nada a Signe por si ella intentaba disuadirlo de su empeño. Tuve que morderme la mano para no echarme a reír antes de desearle suerte a ese viejo imbécil.

Desde que me mudé al piso de Majorstuen, no he visto a Rakel, aunque hemos hablado por teléfono. Parece que ambos estamos hartos de pelearnos. Yo he desistido de explicarle lo que nos hizo a su madre y a mí cuando se casó con ese ruso procedente de una vieja familia de bolcheviques.

– Ya sé que para ti fue una traición -me dice Rakel-. Pero hace ya tanto tiempo…, ¿por qué no dejamos ya ese tema?

Pero no hace tanto tiempo. En realidad, ya no hace tanto tiempo de nada.

Oleg pregunta por mí. Es un buen chico. Aunque espero que no se vuelva tan terco e independiente como su madre, que heredó esos rasgos de Helena. Se parecen tanto que, al hablar de ello, se me llenan los ojos de lágrimas.

Edvard me ha prestado su cabaña para la semana que viene. Allí probaré el rifle. Daniel se alegra de ello.

El semáforo se puso verde y Harry pisó el acelerador. El coche se bamboleó cuando las ruedas se toparon con el bordillo de la acera y luego dio un salto nada elegante para, de repente, verse en medio del césped. La calle peatonal estaba llena de gente, de modo que Harry siguió transitando por la hierba. Fue deslizándose en zigzag entre los estanques y cuatro jóvenes que habían tenido la idea de ponerse a desayunar en medio del parque, sobre una manta. En el espejo retrovisor vio el juego de las luces azules de los coches de policía. Junto a la garita de la Guardia Real, la multitud se agolpaba ya hasta el punto de que Harry se detuvo, salió del coche de un salto y echó a correr hacia las barreras que rodeaban la plaza del palacio.

– ¡Policía! -gritó Harry mientras se abría camino entre la muchedumbre.

Los que estaban en primera fila se habían levantado muy temprano para asegurarse un buen sitio y se desplazaron de mala gana. Cuando saltó las barreras, un guardia real intentó detenerlo, pero Harry le apartó el brazo blandiendo su placa y llegó a la plaza dando traspiés. La gravilla crujía bajo sus pies. Se puso de espaldas al desfile infantil. En ese preciso momento, la escuela infantil de Slemdal y la banda de música juvenil de Vålerenga desfilaban bajo el balcón del palacio, desde el que la familia real saludaba al ritmo de los tonos desafinados de I’m just a Gigolo. Harry fijó la mirada en una larga serie de rostros de reluciente sonrisa y de banderolas de colores rojo, blanco y azul. Sus ojos escrutaron de arriba abajo las filas de asistentes: jubilados, señores que hacían fotos, padres de familia con sus pequeños a hombros, pero ni rastro de Sindre Fauke. Gudbrand Johansen. Daniel Gudeson.

– ¡Joder, joder!

Gritaba, más que nada, de desesperación.

Pero allí, ante las barreras, vio, pese a todo, una cara conocida. Alguien que trabajaba vestido de civil y con el transmisor y las gafas de sol oscuras. De modo que, después de todo, había seguido el consejo de Harry de apoyar a los padres de familia en lugar de ir al Scotsman.

– ¡Halvorsen!

Capítulo 113

OSLO

17 de Mayo de 2000


Signe está muerta. Fue ejecutada por traidora hace tres días, con una bala que le atravesó su pérfido corazón. Después de haberme mantenido firme tanto tiempo, vacilé cuando Daniel me dejó después del disparo. Me abandonó a un solitario desconcierto. Permití que la duda aflorase y pasé una noche terrible. La enfermedad no mejora las cosas. Tomé tres pastillas, cuando el doctor Buer me dijo que tomase sólo una; aun así, el dolor era insoportable. Pero al final me dormí y al día siguiente me desperté y Daniel había vuelto a mi lado con renovadas fuerzas. Era la penúltima etapa, así que ahora seguimos navegando a toda vela.

Ven al círculo de la hoguera en el campamento, mira la llama roja y dorada, aquel que nos alienta a avanzar hacia la victoria exige fidelidad a vida o muerte.

Ya se acerca el día en que la Gran Traición quedará vengada. No tengo miedo.

Lo más importante es, por supuesto, que la Traición se dé a conocer. Si quienes encuentren estas memorias no son las personas adecuadas, me expongo a que se destruyan o se mantengan en secreto, por las posibles reacciones de las masas. Ante tal eventualidad, le he dado las pistas necesarias a un joven oficial del CNI. Ahora sólo queda comprobar lo inteligente que es. Pero mi intuición me dice que es una persona íntegra.

Los últimos días han sido dramáticos.

Empezaron el día que decidí que zanjaría el asunto con Signe. Acababa de llamarla para decirle que iría a buscarla y salía del restaurante Schrøder cuando, a través del cristal que cubre toda la pared del café de enfrente, vi el rostro de Even Juul. Fingí no haberlo visto y seguí caminando, pero sabía que él comprendería cuando reflexionase un poco.

Ayer recibí la visita del policía. Creía que las pistas que le había dado eran tan claras que comprendería la relación antes de que yo hubiese cumplido mi misión. Pero resultó que dio con el rastro de Gudbrand Johansen en Viena. Comprendí entonces que tenía que ganar tiempo, cuarenta y ocho horas, como mínimo. Así que le conté una historia sobre Even Juul, que acababa de inventar, precisamente ante la eventualidad de que se produjese una situación como ésa. Le dije que Even era una pobre alma herida y que Daniel se había instalado en su interior. Para empezar, la historia haría creer que Juul era el responsable de todo, incluso del asesinato de Signe. Y para continuar, el suicidio amañado que había planeado para Juul sería más verosímil.

Cuando el policía se marchó, me puse enseguida manos a la obra. Even Juul no parecía especialmente asombrado cuando abrió la puerta hoy y me vio en la escalinata. No sé si fue porque había tenido oportunidad de pensar o si ya había perdido la capacidad de admirase. De hecho, parecía estar muerto. Le puse un cuchillo contra la garganta y le juré que lo rajaría con la misma facilidad con que había rajado a su perro si se movía. Para asegurarme de que me había entendido, abrí la bolsa de la basura que llevaba y le enseñé el animal. Subimos al dormitorio y se colocó dócilmente encima de la silla y ató la correa del perro al gancho de la lámpara.

– No quiero que la policía tenga más pistas hasta que todo haya, pasado, así que tenemos que hacer que parezca un suicidio -le dije.

Pero él no reaccionó, parecía indiferente. Quién sabe, tal vez le hice un favor.

Después, limpié las huellas dactilares, puse la bolsa con el perro en el congelador y dejé los cuchillos en el sótano. Todo estaba listo y sólo fui a echar una última ojeada al dormitorio cuando de repente oí crujir la gravilla y vi un coche de policía en la calle. Se había detenido como si estuviese esperando algo, pero yo comprendí que estaba en peligro. Gudbrand se puso nervioso, claro está, pero por suerte Daniel tomo el mando y actuó con rapidez.

Fui a coger las llaves de los otros dos dormitorios y comprobé que una de ellas valía para la cerradura del dormitorio en el que estaba colgado Even. La puse en el suelo, en el interior de la habitación, y saqué la llave original y la utilicé para cerrar la puerta por fuera. Finalmente, dejé la llave de ese dormitorio en el otro. No me llevó más de unos segundos y después, me fui tranquilamente a la planta principal y marqué el número de Harry Hole.

Y, un segundo más tarde, entró por la puerta.

Aunque sentía ganas de reír, creo que logré adoptar una expresión de sorpresa. Posiblemente, porque estaba un tanto sorprendido. En efecto, yo había visto a otro de los policías, aquella noche en Slottsparken. Pero creo que él no me reconoció. Tal vez porque hoy estaba viendo a Daniel. Y, por supuesto, caí en la cuenta de limpiar las huellas dactilares de las llaves.

– ¡Harry! ¿Qué haces aquí? ¿Pasa algo?

– Escúchame, coge el transmisor e informa de que…

– ¿Cómo?

La banda del colegio de Bolteløkka desfiló por allí tronando con los tambores.

– Te digo que… -gritó Harry.

– ¿Qué? -gritó Halvorsen.

Harry le arrebató el transmisor:

– Escuchadme todos. Mantened los ojos abiertos por si veis a un hombre de unos setenta y nueve años, uno setenta y cinco de altura, pelo cano. Es posible que esté armado, repito, puede estar armado y es sumamente peligroso. Sospechamos que tiene planes de cometer un atentado, de modo que comprobad las ventanas que estén abiertas y los tejados de la zona. Repito…

Harry repitió el mensaje, mientras Halvorsen lo miraba fijamente boquiabierto. Cuando terminó, Harry le arrojó el transmisor.

– Tu trabajo es conseguir que se suspenda la fiesta del Diecisiete de Mayo, Halvorsen.

– ¿Qué dices?

– Tú estás trabajando; yo, en cambio, parezco…, parece que he estado de juerga, así que a mí no me escucharán.

Halvorsen observó la cara sin afeitar de Harry, la camisa arrugada y mal abrochada y los zapatos sin calcetines.

– ¿Quiénes no te escucharán?

– ¿De verdad que no me has entendido? -le gritó apuntándole con el dedo.

Capítulo 114

OSLO

17 de Mayo de 2000


Mañana. Cuatrocientos metros de distancia. Lo he hecho antes. La fronda del parque se llenará de nuevos brotes verdes, tan llena de vida, tan vacía de muerte. Pero yo he preparado el camino para la bala. Un árbol muerto, sin hojas. La bala vendrá del cielo, como el dedo de Dios, señalará a los hijos de los traidores, y todos verán lo que Él les hace a los de corazón impuro. El traidor dijo que amaba a su patria, pero la abandonó, nos pidió que lo salváramos de los invasores del Este, pero después nos tachó de traidores.

Halvorsen corrió hacia la entrada del palacio mientras Harry se quedaba en la plaza dando vueltas como un borracho. Tardarían unos minutos en desalojar el balcón del palacio. Antes, los hombres importantes tendrían que tomar decisiones de las que habrían de responder, pues no se suspendía el Diecisiete de Mayo así como así, simplemente porque un oficial de policía hubiese hablado con un colega. Paseó la mirada por la muchedumbre sin saber qué buscaba en realidad.

Vendrá del cielo.

Alzó la mirada. Los verdes árboles. Tan vacíos de muerte. Eran tan altos y de tan espeso follaje que ni con una buena mira sería posible disparar desde las casas aledañas.

Harry cerró los ojos. Sus labios se movían. «Ayúdame ahora, Ellen.»

He preparado el camino.

¿Por qué se mostraron tan sorprendidos, los dos operarios de la Dirección Municipal de Parques Públicos, cuando él pasó ayer por allí? El árbol. No tenía hojas. Volvió a abrir los ojos, su mirada recorrió las copas de los árboles, y lo vio: un roble muerto. Harry notó que se le desbocaba el corazón. Se dio la vuelta y a punto estuvo de pisar al primer tambor en su carrera hacia el palacio. Cuando llegó al centro de la línea imaginaria que unía el árbol y el balcón del palacio, se detuvo, miró el árbol. Detrás de las ramas desnudas se alzaba un gigante de helado cristal. El hotel SAS. Por supuesto. Así de fácil. Una bala. Nadie reaccionaría ante el ruido de un estallido en la fiesta del Diecisiete de Mayo. Después, bajará tranquilamente al ajetreo de la recepción y a las calles llenas de gente, donde desparecerá. Y entonces, ¿qué pasará después?

No podía pensar en eso ahora; ahora tenía que actuar. Tenía que actuar. Pero estaba agotado. En lugar de la excitación propia de la situación, Harry sentía ganas de marcharse a casa a dormir para luego despertar a un nuevo día en el que nada de aquello hubiese ocurrido, que todo hubiese sido un sueño. El ruido de las sirenas de una ambulancia que pasaba por la calle Drammensveien lo sacó de su ensimismamiento. El sonido cortó el fluir de la música de la banda.

– ¡Joder, joder!

Y echó a correr.

Capítulo 115

HOTEL RADISSON SAS

17 de Mayo de 2000


El anciano se inclinó hacia la ventana con las piernas flexionadas, sosteniendo el rifle con ambas manos mientras escuchaba las sirenas de la ambulancia, que se alejaba despacio. «Llega tarde -se dijo-. Todo el mundo muere.»

Había vuelto a vomitar. Sobre todo sangre. Los dolores casi lo hicieron perder el sentido y, después, se quedó acurrucado en el suelo del baño, esperando el efecto de las pastillas. Cuatro pastillas. El dolor empezó a remitir, tan sólo sintió una última punzada, como para recordarle que no tardaría en volver, y el baño recuperó sus formas. Uno de los dos baños, con jacuzzi. ¿O se trataba de una bañera con chorros de vapor? En cualquier caso, había un televisor, que él había encendido, y en ese momento cantaban himnos patrióticos y los periodistas elegantemente vestidos comentaban el desfile infantil en todos los canales.

Ahora estaba sentado en la sala de estar, el sol parecía suspendido en el cielo como una inmensa fuente de luz que lo iluminaba todo. Sabía que no debía mirar directamente al resplandor, pues te produce ceguera nocturna y no puedes ver a los francotiradores rusos que se deslizan por la nieve en tierra de nadie.

– Ya lo veo -susurró Daniel-. A la una, en el balcón, justo detrás del árbol muerto.

¿Árboles? No había árboles en aquel paisaje devastado por las bombas.

El príncipe heredero ha salido al balcón, pero no dice nada.

– ¡Se escapa! -gritó una voz que parecía la de Sindre.

– ¡Que no! -dijo Daniel-. Ningún jodido bolchevique va a escapar.

– Él sabe que lo hemos visto, se va a meter en la hondonada.

– ¡Que no! -dijo Daniel.

El viejo apoyó el rifle sobre el borde de la ventana. Había utilizado un destornillador para poder abrir la ventana. ¿Qué era lo que le había dicho la chica de recepción en aquella ocasión? Que las tenían bloqueadas para que a ningún huésped se le ocurriese cometer «una estupidez». Aplicó el ojo a la mira telescópica. La gente se veía muy pequeña allá abajo. Ajustó la distancia. Cuatrocientos metros. Cuando uno dispara de arriba abajo, ha de tener en cuenta que la fuerza de la gravedad afecta a la trayectoria de la bala, que es distinta a cuando se dispara en horizontal. Pero Daniel lo sabía, Daniel lo sabía todo.

El viejo miró el reloj. Las once menos cuarto. Había llegado el momento. Puso la mejilla contra la pesada y fría culata del rifle y la aferró con la mano izquierda. Cerró el ojo izquierdo. La barandilla del balcón ocupó la lente de la mira. Vio abrigos negros y chisteras. Hasta que dio con la cara que buscaba. Sí que se parecía. El mismo rostro joven de 1945.

Daniel se concentraba más y más, esforzándose por apuntar bien. Ya apenas si exhalaba vaho por la boca.

Delante del balcón, fuera del campo de visión, el roble muerto señalaba hacia el cielo con sus negros dedos huesudos. Había un pájaro posado en una de las ramas. En medio del punto de mira. El viejo se movió inquieto. Hacía un rato el pajarillo no estaba allí. No tardaría en alzar el vuelo. Dejó caer el rifle y llenó sus pulmones doloridos de aire fresco.


Brrrrum, brrrrum.

Harry dio un puñetazo en el volante y volvió a girar la llave de contacto.

Brrrrum, brrrrum.

– ¡Arranca de una vez, coche de mierda! De lo contrario, te llevaré al desguace mañana mismo.

El Escort arrancó con un rugido y salió levantando una nube de hierba y tierra. Giró bruscamente a la derecha, junto al estanque. Los jóvenes que se habían tumbado en el césped alzaron sus botellas de cerveza y gritaron: «¡Viva, viva!», mientras Harry ponía rumbo al hotel SAS. En primera y con el dedo en el claxon, se abrió camino sin problemas por la calle llena de gente pero, al llegar al jardín de infancia que había al final del parque, un cochecito de bebé asomó de improviso desde detrás de un árbol.

De modo que hizo un brusco giro a la izquierda y luego otra vez a la derecha, se le fue el coche y estuvo a punto de estrellarse contra la verja de los invernaderos. El coche terminó ladeado en la calle Wergelandsveien, ante un taxi, adornado con banderas noruegas y ramitas de abedul, que tuvo que frenar en seco, pero Harry pisó el acelerador y pudo esquivar los coches que venían de frente, hasta que entró en la calle Holberg.

Se detuvo ante las puertas giratorias del hotel y salió de un salto del coche. Cuando se precipitó al interior de la recepción, repleta de gente, se produjo un segundo de silencio, en el que todo el mundo pareció pensar que iba a ser testigo de un suceso excepcional. Pero lo único que vieron fue a un hombre muy borracho, en la celebración del Diecisiete de Mayo; era una imagen tan familiar que volvieron a subir el tono de voz enseguida. Harry echó a correr hacia una de aquellas estúpidas «islitas» de atención a los clientes.

– Buenos días -dijo una voz.

Un par de cejas tensadas bajo el cabello rubio y rizado, que más parecía una peluca, lo miraron de arriba abajo. Harry miró el nombre de la placa.

– Betty Andresen, lo que voy a decirte no es una broma pesada, de modo que escúchame con atención. Soy de la policía y tenéis un terrorista en el hotel.

Betty Andresen miró a aquel hombre alto, a medio vestir y con los ojos enrojecidos que, en efecto, le hizo pensar que estaba loco, borracho o ambas cosas. Escrutó la placa de policía que él le mostraba y se quedó observándolo un buen rato.

– ¿El nombre? -preguntó la recepcionista.

– Se llama Sindre Fauke.

Sus dedos recorrieron el teclado.

– Lo siento, no tenemos ningún huésped con ese nombre.

– ¡Mierda! Inténtalo con Gudbrand Johansen.

– Tampoco tenemos a ningún Gudbrand Johansen, señor Hole. ¿No te habrás equivocado de hotel?

– ¡No! Está aquí, ahora mismo está en su habitación.

– De modo que has hablado con él, ¿no?

– No, no, yo…, me llevará demasiado tiempo explicarlo.

Harry se tapó el rostro con la mano.

– Vamos a ver, tengo que pensar. Debe de tener una habitación de los últimos pisos. ¿Cuántas plantas tiene el hotel?

– Veintidós.

– ¿Y cuántos clientes hay, del décimo para arriba, que no hayan entregado la llave de la habitación?

– Bastantes, me temo.

Harry levantó las dos manos y se quedó mirándola fijamente:

– Por supuesto -susurró-. Esto es misión de Daniel.

– ¿Perdón?

– Busca por Daniel Gudeson.


¿Qué pasaría después? El viejo no lo sabía. No existía ningún después. O al menos, no había existido ningún después hasta aquel momento. Había preparado cuatro proyectiles en el alféizar de la ventana. El metal dorado y mate de los casquillos reflejaba los rayos del sol.

Volvió a aplicar el ojo en la mira telescópica. El pájaro seguía allí. Lo reconoció. Tenían el mismo nombre. Apuntó hacia la muchedumbre. Paseó la mirada por el río de gente que había junto a las barreras. Hasta que se detuvo sobre algo conocido. ¿Sería posible…? Enfocó bien la mira. Sí, no cabía duda, era Rakel. ¿Qué estaría ella haciendo allí, en la plaza del palacio? Y también estaba Oleg. Parecía haber salido de las filas de niños. Rakel lo levantó y lo pasó al otro lado de la barrera. Tenía una hija muy fuerte. Sus manos eran muy fuertes. Como las de su madre. Los vio subir hacia la garita de la Guardia Real. Rakel miró el reloj. Parecía estar esperando a alguien. Oleg llevaba puesta la chaqueta que él le había regalado por Navidad. La chaqueta del abuelo, como, según Rakel, solía llamarla Oleg. Parecía que ya le quedaba algo pequeña.

El anciano sonrió. Tendría que comprarle una nueva ese otoño.

Esta vez, los dolores se presentaron sin avisar y aspiró en busca de aire.

Caían destellos de luz y sus sombras avanzaban encorvadas hacia él a lo largo de la pared de la trinchera.

Todo quedó a oscuras pero, justo cuando notó que iba a entrar en la oscuridad, los dolores cedieron. El rifle se le había caído al suelo, y tenía la camisa pegada al cuerpo, empapada en sudor.

Se puso de pie, dejó el rifle otra vez en el borde de la ventana. El pájaro había volado. La línea de tiro estaba despejada.

Aquella cara de niño volvía a estar en el punto de mira. El niño había estudiado. Oleg debía estudiar también. Era lo último que le había dicho a Rakel. Era lo último que se había dicho a sí mismo, antes de asesinar a Brandhaug.

Rakel no estaba en casa el día que él pasó por Holmenkollveien para recoger unos libros, de modo que entró y, por casualidad, vio el sobre que había sobre el escritorio, con el membrete de la embajada rusa. Leyó la carta, la dejó y se puso a contemplar, a través de la ventana, el jardín, las manchas de nieve fruto de la última nevada, el último estertor del invierno. Y después, buscó en los cajones del escritorio y encontró las otras cartas, las que llevaban el membrete de la embajada noruega, y las cartas sin membrete, escritas en servilletas y en hojas de cuadernos, firmadas por Bernt Brandhaug. Y pensó en Christopher Brockhard. Ningún ruso de mierda iba a matar a nuestro soldado de guardia esta noche.

El viejo quitó el seguro. Sentía una extraña calma. Recordó lo fácil que había sido degollar a Brockhard y pegarle un tiro a Bernt Brandhaug. La chaqueta del abuelo, una chaqueta nueva. Vació sus pulmones, puso el dedo en el gatillo.


Harry llevaba en la mano una tarjeta maestra, que servía para abrir todas las habitaciones del hotel, y cuando las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse logró meter el pie para que se abriesen otra vez. Un grupo de rostros boquiabiertos lo miraron con asombro.

– ¡Policía! -gritó Harry-. ¡Todo el mundo fuera!

Fue como si hubiese sonado el timbre del recreo del colegio, pero un hombre de unos cincuenta años con perilla negra, un traje de rayas azul, un enorme lazo del Diecisiete de Mayo en el pecho y una fina capa de caspa sobre los hombros, se quedó dentro:

– Buen hombre, somos ciudadanos noruegos y esto no es un estado policial.

Harry pasó junto al hombre, entró en el ascensor y pulsó el número 22. Pero la perilla no había terminado de hablar:

– Déme una razón para que yo, como contribuyente, entienda por qué he de tolerar…

Harry sacó de la funda el arma reglamentaria de Weber:

– Aquí tengo seis razones, señor contribuyente: ¡fuera!


El tiempo pasa volando, y pronto pasará también este nuevo día. A la luz del amanecer, lo veremos mejor, veremos si es amigo o enemigo.

Enemigo, enemigo. Tarde o temprano, al final lo atraparé.

Chaqueta del abuelo.

Cierra el pico, ¡no hay un después!

El rostro que hay en la mira telescópica tiene un aspecto grave. Sonríe, chico.

¡Traición, traición, traición!

Ha presionado tanto el gatillo que éste ya no opone resistencia, una tierra de nadie donde el momento del disparo se encuentra en un lugar indefinido. No pienses en estallidos ni en recular, sigue apretando, deja que pase cuando tenga que pasar.

El estruendo lo dejó sorprendido. Durante una milésima de segundo, todo estuvo en silencio, en total silencio. Y entonces se oyó el eco y las ondas sonoras se posaron sobre la ciudad y sobre el súbito silencio provocado por los miles de ruidos que enmudecieron en el mismo instante.


Harry recorría a la carrera los pasillos de la planta vigésima segunda cuando escuchó el estruendo.

– ¡Joder! -masculló.

Las paredes, que parecían precipitarse hacia él como si corriesen a ambos lados de su cuerpo, le daban la sensación de estar atravesando una tubería enorme. Puertas. Cuadros, cubos azules. Sus pasos apenas si se oían en la mullida alfombra. Bien. Los buenos hoteles piensan en amortiguar el ruido. Y los buenos policías piensan en lo que van a hacer. Joder, joder, lactosa en el cerebro. Una máquina de hielo. Habitación 2254, habitación 2256, una nueva detonación. La suite Palace.

El corazón le latía desbocado. Harry se colocó a un lado de la puerta e introdujo la tarjeta maestra en la cerradura. Se oyó un leve zumbido y, después, un claro clic antes de que la luz del indicador se pusiese verde. Harry bajó el picaporte con cuidado.

La policía tenía procedimientos establecidos para situaciones como aquélla. Harry había asistido a un curso, y los había aprendido. Pero no pensaba seguir uno solo de ellos.

Abrió la puerta de un tirón, entró en tromba empuñando la pistola con las dos manos y se colocó de rodillas en la puerta de la sala. La luz inundó la habitación, cegándolo y escociéndole en los ojos. Una ventana abierta. El sol pendía como un halo detrás del cristal, por encima de la cabeza de una persona de blancos cabellos que se giró despacio.

– ¡Policía! Suelta el arma -gritó Harry.

Las pupilas de Harry se cerraron y la silueta del rifle que estaba apuntándole se hizo visible.

– ¡Suelta el arma! -repitió-. Ya has hecho lo que viniste a hacer, Fauke. Misión cumplida. Se acabó.

Fue curioso, pero las bandas de música seguían tocando fuera, como si nada hubiese ocurrido. El viejo alzó el rifle y puso la culata contra su mejilla. Los ojos de Harry se habían habituado a la luz y ahora miraba fijamente la boca de un arma que, hasta el momento, sólo había visto en fotografías.

Fauke murmuró unas palabras que quedaron ahogadas por un nuevo estruendo, más agudo y más claro en esta ocasión.

– ¡Qué c…! -susurró Harry.

Fuera, detrás de Fauke, vio elevarse una nube de humo como una burbuja procedente de los cañones del fuerte de Akershus. Las salvas del Diecisiete de Mayo. ¡Eran las salvas del Diecisiete de Mayo! Y Harry las oyó, como oyó los gritos de júbilo. Inspiró profundamente. En la habitación no olía a pólvora quemada. Cayó en la cuenta de que Fauke no había disparado. Aún no. Apretó la culata de su revólver y observó el rostro arrugado que lo miraba inexpresivo por encima de la mira. No se trataba sólo de su vida y la del viejo. Las instrucciones eran claras.

– Vengo de la calle Vibe, y he leído tu diario -confesó Harry-. Gudbrand Johansen. ¿O quizás estoy hablando con Daniel?

Harry apretó los dientes y probó a doblar un poco el dedo en el gatillo.

El viejo volvió a murmurar.

– ¿Qué dices?

Passwort -dijo el viejo con una voz bronca y totalmente distinta a la que Harry le había oído antes.

– No lo hagas -dijo Harry-. No me obligues.

Una gota de sudor rodó por al frente de Harry, discurrió por la nariz y quedó colgando en la punta, como si no terminase de decidirse a caer. Harry cambió la posición de las manos en torno a la culata de su pistola.

Passwort -repitió el viejo.

Harry veía su dedo aferrarse más y más al gatillo. Sintió en su corazón la angustia de la muerte.

– No -repitió Harry-. Aún no es demasiado tarde.

Pero sabía que no era cierto. Era demasiado tarde. El viejo estaba lejos de toda sensatez, lejos de este mundo, de esta vida.

Passwort.

Pronto habría terminado todo para los dos, ya sólo quedaba algo de tiempo lento, una vez más, el tiempo de la Nochebuena, antes…

– Oleg -dijo Harry.

El arma apuntaba directamente a su cabeza. Un claxon resonó a lo lejos. Un estremecimiento recorrió el rostro del viejo.

– La contraseña es Oleg -repitió Harry.

El dedo dejó de moverse en torno al gatillo.

El viejo abrió la boca para decir algo.

Harry contenía la respiración.

– Oleg -repitió el viejo.

Sonó como una ráfaga de viento en sus labios resecos.

Harry no supo explicarse después cómo fue, pero lo vio: el viejo murió en ese mismo segundo y, al instante, desde detrás de las arrugas, era un rostro de niño el que lo miraba. El arma ya no le apuntaba y Harry bajó su revólver. Después, extendió la mano con cuidado y la posó sobre el hombro del viejo.

– ¿Me prometes que no…? -comenzó el viejo con voz apenas perceptible.

– Te lo prometo -le aseguró Harry-. Me encargaré personalmente de que no salga a la luz ningún nombre. Oleg y Rakel no se verán perjudicados.

El viejo miró a Harry largo rato. El rifle cayó al suelo de golpe y el hombre se desplomó.

Harry sacó el cargador del rifle y lo dejó en el sofá, antes de marcar el número de la recepción y pedirle a Betty que solicitase una ambulancia. Después, llamó al móvil de Halvorsen y le dijo que ya había pasado el peligro. Tendió al viejo en el sofá y se sentó a esperar en una silla.

– Al final, lo pillé -susurró el viejo-. Estuvo a punto de escaparse, ¿sabes? En la hondonada.

– ¿A quién atrapaste? -preguntó Harry dando una calada a su cigarrillo.

– A Daniel, claro. Al final, lo atrapé. Helena tenía razón. Yo siempre fui el más fuerte.

Harry apagó el cigarrillo y se acercó a la ventana.

– Me estoy muriendo -susurró el viejo.

– Lo sé -dijo Harry.

– Está en mi pecho. ¿Lo ves?

– ¿El qué?

– El hurón.

Pero Harry no veía ningún hurón. Tan sólo vio una nube que se deslizaba por el cielo como una duda pasajera, las banderas noruegas agitándose al sol en todos los mástiles de la ciudad y un pájaro gris que pasó aleteando ante la ventana. Pero ningún hurón.

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