PRIMERA PARTE

Ángel

La extrañeza irreducible del universo se le puso de manifiesto por primera vez a Anthony Van Horne el día en que cumplió cincuenta años, cuando un ángel abatido llamado Rafael, un ser con alas blancas y luminosas y un halo que se encendía y se apagaba como un aro de neón, apareció y le habló de los días venideros.

Aquel año, 1992, los domingos de Anthony eran siempre iguales. A las cuatro de la tarde bajaba a la red del metro de Nueva York, cogía el tren A en dirección al norte hasta la calle 190, caminaba por las colinas rocosas del parque Fort Tryon y, tras mezclarse con los turistas, entraba en el simulacro de monasterio europeo conocido como el Claustro y se escondía detrás del altar de la capilla Fuentidueña. Allí esperaba, aguantándose la respiración y soportando la migraña, hasta que la muchedumbre se iba a casa.

El vigilante del primer turno, un jamaicano larguirucho que cojeaba, siempre hacía las rondas religiosamente, pero por norma general otro guardia empezaba el turno a medianoche: un estudiante escuálido de la Universidad de Nueva York que no hacía ninguna ronda, sino que entraba en la Sala de los Tapices del Unicornio con una mochila de nailon de color aguamarina repleta de libros de texto. Después de sentarse en el frío suelo de piedra, el estudiante encendía su linterna y se ponía a estudiar minuciosamente la Anatomía de Gray, repitiendo sin parar las partes del cuerpo humano.

Gluteus medius, gluteus medius, gluteus medius —salmodiaba en el recinto sagrado—. Rectus femoris, rectus femoris, rectus femoris.

Aquella medianoche en concreto, Anthony siguió su procedimiento habitual. Salió sigilosamente de detrás del altar de Fuentidueña, comprobó lo que hacía el estudiante (concentrado en su trabajo, estudiando las fisuras y los surcos del hemisferio cerebral izquierdo), luego avanzó por una arcada de columnas románicas coronadas por gárgolas que gruñían y bajó por un camino enlosado hasta la fuente de mármol que manaba agua a borbotones y que dominaba el claustro descubierto de Saint-Michel-de-Cuxa. Tras meter la mano en sus chinos recién lavados, Anthony sacó una caja de plástico translúcido y la puso en el suelo. Se quitó los pantalones, luego se sacó el jersey de algodón blanco, la camiseta inmaculada, los calzoncillos impecables, los zapatos lustrados y los calcetines limpios. Al final se quedó desnudo en la noche caliente, la piel bruñida por una luna naranja que flotaba por el cielo como una enorme calabaza en órbita.

Sulcus frontalis superior, sulcus frontalis superior, sulcus frontalis superior —decía el estudiante.

Anthony recogió la caja de plástico, la destapó y sacó una pastilla de jabón con forma de huevo. Con el jabón apretado contra el pecho, se inclinó hacia la fuente de Cuxa. En el estanque dorado se vio: la nariz rota, los ojos cansados y hundidos en ciénagas de carne, la frente alta erosionada por la espuma del mar y endurecida por el sol ecuatorial, la barba gris enmarañada que se extendía por la mandíbula alargada. Se enjabonó, dejó que la pastilla se le deslizara por los brazos y por el pecho como un trineo y la atrapó antes de que alcanzara las losas.

Sulcus praecentralis, sulcus praecentralis, sulcus praecentralis…

«Jabón de marfil», pensó Anthony mientras se enjuagaba, Procter and Gamble en su forma más pura. En ese momento exacto se sintió limpio, aunque sabía que el petróleo volvería a aparecer al día siguiente. El petróleo siempre volvía. Pues ¿qué jabón podía quitar la infinidad de litros negros que se habían vertido del casco agrietado del vapor Carpco Valparaíso, qué calibre de pureza podía borrar aquella mancha en particular?

Durante los meses fríos, Anthony había tenido una toalla de baño turco a mano, pero ahora estaban a mediados de junio —el primer día del verano, de hecho—, y le bastaría correr un poco por el museo para secarse. De modo que se puso los calzoncillos y empezó a correr. Pasó junto a la Sala Capitular Pontaut… la Sala de los Tapices de los Nueve Héroes… el Salón Robert Campin con su Anunciación hogareña: el ángel Gabriel informando a la virgen María de las intenciones de Dios, mientras ella está sentada en el salón burgués de los mecenas del artista, rodeada de pruebas de su inocencia (azucenas frescas, vela blanca, tetera de cobre reluciente).

En la entrada de la Capilla Langon, debajo de un arco redondeado, situado sobre dinteles tallados con acantos en flor, un hombre de unos sesenta años con una túnica blanca suelta lloraba.

—No —gemía, sus sollozos débiles y líquidos resonaban contra la piedra caliza—. No…

Si no fuera por las alas del hombre, Anthony podría haber supuesto que el intruso era un penitente como él. Sin embargo, ahí estaban, enormes y fosforescentes, surgían de los omóplatos con toda su improbabilidad emplumada.

—No…

El hombre resplandeciente levantó la vista. Un halo flotaba sobre su cabello blanco como la nieve, destellando con una luz rojo brillante: se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba. Tenía los ojos legañosos e hinchados. Gotitas plateadas le caían de los conductos lacrimales como gotas de mercurio líquido.

—Buenas noches —dijo el intruso, que respiraba convulsivamente. Se puso la mano en la mejilla y, como un papel secante apretado sobre una carta de una tristeza infinita, la palma absorbió las lágrimas—. Buenas noches y feliz cumpleaños, capitán Van Horne.

—¿Me conoce?

—Éste no es un encuentro casual. —El intruso tenía la voz temblorosa y fragmentada, como si estuviera hablando a través de las aspas de un ventilador en marcha—. Los ángeles conocemos bien tu programa: estas visitas secretas a la fuente, estas abluciones a escondidas…

—¿Angeles?

—Llámame Rafael —el intruso carraspeó—. Rafael Azarías. —Su piel, de un amarillo que aspiraba a ser dorado, brillaba a la luz de la luna como un sextante de latón. Olía a todas las maravillas suculentas que Anthony había probado en sus viajes, a papayas y a mangos, a guanábanas y a tamarindos, a guayabas y a guinepes—. Ya que soy, en efecto, el célebre arcángel que venció al demonio Asmodeo.

Un hombre alado. Con una túnica, con un halo, con delirios de divinidad: otro lunático de Nueva York, se figuró Anthony. No obstante, no opuso resistencia cuando el ángel extendió la mano, le rodeó la muñeca con cinco dedos gélidos y le volvió a llevar a la fuente de Cuxa.

—¿Crees que soy un impostor? —preguntó Rafael.

—Bueno…

—Sé sincero.

—Por supuesto que creo que es un impostor.

—Observa.

El ángel se arrancó una pluma del ala izquierda y la lanzó al estanque. Para el asombro de Anthony, un rostro humano conocido apareció bajo las aguas, reflejado con el tipo de profundidad artificial que asociaba con los cómics de tres dimensiones.

—Tu padre es un gran marino —dijo el ángel—. Si no estuviera jubilado, tal vez le habríamos elegido a él en vez de a ti.

Anthony se estremeció. Sí, era realmente él, Christopher Van Horne, el guapo y gallardo capitán del Amoco Caracas, del Exxon Fairbanks y de muchos otros barcos clásicos. —La frente muy erguida, los pómulos altos, la melena vaporosa de cabello gris perla—. JOHN VAN HORNE, decía su certificado de nacimiento, aunque al cumplir los veintiuno se había cambiado el nombre en homenaje a su mentor espiritual, Cristóbal Colón.

—Es un gran marino —afirmó Anthony. Tiró un guijarro al estanque, que transformó la cara de su padre en una serie de círculos concéntricos. ¿Era un sueño? ¿Un aura de la migraña?—. ¿Le habrían elegido para qué?

—Para el viaje más importante de la historia de la humanidad.

A medida que las aguas se fueron calmando, apareció otro rostro: delgado, tenso y aguileño, posado sobre el alzacuello blanco y tieso de un sacerdote católico.

—El padre Thomas Ockham —explicó el ángel—. Trabaja en el Bronx, en la Universidad de Fordham, dando clases de física de partículas y cosmología de vanguardia.

—¿Qué tiene que ver conmigo?

—Nuestro Creador mutuo ha fallecido —dijo Rafael con un suspiro compuesto de dolor, agotamiento y pena profunda.

—¿Qué?

—Dios ha muerto.

Anthony dio un paso involuntario hacia atrás.

—Eso es una locura.

—Murió y cayó al mar —Rafael le sujetó con los dedos fríos la sirena que Anthony llevaba tatuada en el antebrazo desnudo y le acercó bruscamente—. Escucha atentamente, capitán Van Horne. Vas a recuperar tu barco.


Había un barco, un superpetrolero que medía cuatro campos de fútbol de largo, el orgullo de la flota de la Compañía Caribeña de Petróleo, con Anthony Van Horne al mando. Debería haber sido un viaje de rutina para el Carpco Valparaíso, un viaje de medianoche sin complicaciones desde Port Lavaca, espita del Oleoducto Trans-Texas, a través del Golfo y hacia el norte hasta las ciudades de la costa sedientas de petróleo. La marea era favorable, el cielo estaba claro y el práctico de puerto, Rodrigo López, acababa de guiarles por el estrecho de Nueces sin un rasguño.

—Hoy no chocará contra ningún iceberg —había bromeado López—, pero tenga cuidado con los traficantes de drogas, navegan peor que los griegos. —El práctico señaló con el dedo índice una mancha borrosa en la pantalla del radar de doce millas—. Eso podría ser uno.

Cuando López bajó a su lancha y salió para Port Lavaca, a Anthony le estalló una migraña en el cráneo. Las había sufrido peores —ataques que le hacían caer de rodillas y que rompían el mundo en fragmentos encendidos de cristales de colores—, pero aun así ésta seguía siendo demoledora.

—No tiene buen aspecto, capitán. —Buzzy Longchamps, el primer oficial, un alegre crónico, entró en el puente para empezar su guardia—. ¿Está mareado? —preguntó con una risotada.

—Salgamos de aquí. —Anthony se sujetó las sienes entre el pulgar y el dedo corazón—. Avante a toda máquina. Ochenta rpm.

—Avante a toda máquina —repitió Longchamps. Movió las dos palancas de mando hacia adelante—. Entrega rápida —dijo, encendiendo un Lucky Strike.

—Entrega rápida —afirmó Anthony—. Diez grados de timón izquierdo.

—Diez grados a la izquierda —repitió el marinero preferente al timón.

—Rumbo franco —dijo Anthony.

—Rumbo franco —dijo el marinero preferente.

Acercándose tranquilamente al radar de doce millas, el primer oficial tocó el objetivo amorfo.

—¿Qué es eso?

—Me imagino que un casco de madera, es probable que haya salido de Barranquilla —dijo Anthony—. No creo que lleve granos de café.

Longchamps se rió, con el Lucky Strike balanceándose entre los labios.

—Stu y yo nos las podemos arreglar aquí arriba. —El oficial le dio varios golpecitos en el hombro al marinero preferente, como si estuviera traduciendo sus palabras al código Morse—. ¿Verdad, Stu?

—Y que lo digas —dijo el marinero.

Anthony tenía el cerebro en llamas. Sus ojos estaban a punto de derretirse. «En caso de que hubiera cualquier peligro de navegación o meteorológico, siempre deberá haber dos oficiales en el puente en todo momento». Así decía una de las pocas frases del Manual del Carpco que no daban lugar a malentendidos.

—Estamos a sólo dos millas de mar abierto —dijo el oficial—. Un giro de veinte grados y estaremos a salvo.

Longchamps cogió el walkie-talkie bruscamente y le dijo a Kate Rucker, la marinera preferente que estaba de guardia en la proa, que estuviera ojo avizor por si aparecía un carguero ilegal.

—¿Estás seguro de que puedes encargarte de esto? —le preguntó Anthony al oficial.

—Pan comido.

Así que Anthony Van Horne dejó el puente; la última vez que lo haría como empleado de la Compañía Caribeña de Petróleo.

Anónimo como un pato salvaje, el vapor de caoba apareció en mitad de la noche a una velocidad de treinta nudos, cargado hasta los topes con cocaína sin tratar. Sin luces de navegación y con la timonera a oscuras. Cuando la marinera Rucker les advirtió a gritos por el walkie-talkie, el vapor estaba apenas a un cuarto de milla.

Arriba, en el puente, Buzzy Longchamps gritó: «¡Todo a estribor!», y el timonel respondió en el acto, con lo que puso al petrolero rumbo directo al arrecife Bolívar.

Echado en su litera, postrado por el dolor, Anthony sintió cómo el Valparaíso temblaba y daba una sacudida. Se puso en pie al instante y, antes de salir al pasillo, el espantoso olor a petróleo suelto le llegó a la nariz. Subió en ascensor a la cubierta de barlovento, salió a toda prisa y corrió por la pasarela central, muy por encima de la maraña retorcida de tubos y válvulas. Los gases se arremolinaban por todas partes, se extendían junto a los pendolones en grandes nubes y se derramaban por los lados como fantasmas en fuga. A Anthony le lloraban los ojos, le quemaba la garganta y las cavidades nasales se le quedaron en carne viva y ensangrentadas.

Desde la oscuridad un marinero gritó: «¡Virgen Santa!».

Anthony bajó por la escalera de en medio del barco, cruzó como una exhalación la cubierta de barlovento y se inclinó sobre la barandilla de estribor. Un reflector recorría la escena, todo el infierno apestoso: el agua negra, el casco roto, el petróleo denso y viscoso saliendo a borbotones por la brecha. Con el tiempo se enteraría de lo poco que les había faltado para hundirse aquella noche; se enteraría de cómo el arrecife Bolívar había rajado el Val como un abrelatas al cortar la tapa de la cena de un cócker spaniel. Pero en aquel momento sólo supo de los gases —y del hedor—, y de la lucidez peculiar que acompaña a un hombre cuando éste es consciente de que está experimentando el peor momento de su vida.

A la Caribeña de Petróleo apenas le importaba si el Val se perdía o se salvaba aquella noche. Un superpetrolero de ochenta millones de dólares era una minucia comparada con los cuatro mil quinientos millones que Carpco se vio obligada a pagar a la larga en indemnizaciones por daños y perjuicios, honorarios de abogados, sueldos de los miembros de grupos de presión, sobornos a pescadores de camarones de Texas, esfuerzos de limpieza que hicieron más mal que bien y una campaña agresiva para devolverle la buena imagen a la corporación. La brillante serie de mensajes televisados que Carpco encargó a las fábricas de vídeos de rock hollywoodenses, cada nuevo anuncio, que trivializaba la muerte de la Bahía de Matagorda con mayor descaro que su predecesor, excedió enormemente el presupuesto, tan ansiosa estaba la compañía por que se emitieran. «A menos que se fije mucho, es probable que no se dé cuenta de que le falta el lunar», entonaba el narrador del anuncio número doce sobre una fotografía retocada de Marilyn Monroe. «Del mismo modo, si estudia un mapa de la costa de Tejas…».

Anthony Van Horne se agarró a la barandilla, se quedó mirando el petróleo encharcado y sollozó. Si hubiera sabido lo que se avecinaba, quizá simplemente se habría quedado allí, paralizado por el futuro: los ochocientos kilómetros de playas ennegrecidas; los seiscientos acres de viveros de camarones echados a perder; la ceguera permanente de trescientos veinticinco manatíes; la asfixia por el petróleo de más de cuatro mil tortugas marinas y delfines piloto; la maceración letal de sesenta mil garzas azules, espátulas rosadas, ibis lustrosos y garcetas niveas. En cambio, subió a la timonera, donde las primeras palabras que salieron de la boca de Buzzy Longchamps fueron: «Capitán, creo que estamos en un buen lío».

Diez meses después, un jurado de acusación eximió a Anthony de todos los cargos de los que el Estado de Tejas le había acusado: negligencia, incompetencia, abandono del puente. Un veredicto desafortunado, puesto que si el capitán no era culpable, entonces otro tenía que serlo, otro llamado Compañía Caribeña de Petróleo: Carpco, con sus barcos con personal insuficiente, con tripulaciones agotadas, con su negativa rotunda a construir petroleros de doble casco y con su plan de emergencia de pacotilla en caso de vertido de petróleo (unas medidas que el juez Lucius Percy enseguida apodó «la mejor obra de ficción marítima desde Moby Dick»). En el mismo momento en que el sistema legal vindicaba a Anthony, sus jefes organizaban su venganza. Le dijeron que nunca volvería a estar al mando de un superpetrolero, una profecía que pasaron a cumplir al persuadir a los guardacostas de que le anularan la licencia. En menos de un año Anthony pasó del sueldo de seis cifras de un patrón de barco a los ingresos míseros de aquellos seres marginales que frecuentan los muelles de Nueva York y aceptan cualquier trabajo que les den. Descargó barcos hasta que las manos se le llenaron de callos. Amarró bulkcarriers y ro-ros. Arregló jarcias, amarras ayustadas, norays pintados y limpió tanques de lastre.

Y se duchó. Cientos de veces. La mañana después del vertido, Anthony se registró en el único Holiday Inn de Port Lavaca y estuvo bajo el agua humeante casi una hora. El petróleo no se iba. Después de cenar volvió a intentarlo. El petróleo siguió allí. Antes de irse a la cama, otra ducha. Inútil. Petróleo interminable, cuarenta y un millones de litros, un tumor de petróleo que se extendía hasta las profundidades de su carne. Antes de que acabara el año, Anthony Van Horne se duchaba cuatro veces al día, siete días a la semana. «Dejaste el puente», le decía una voz áspera al oído mientras el agua le golpeteaba el pecho.

Debe haber dos oficiales en el puente en todo momento…

—Dejaste el puente…


—Dejaste el puente —dijo el ángel Rafael, secándose las lágrimas plateadas con el dobladillo de la manga de seda.

—Dejé el puente —afirmó Anthony.

—No lloro porque dejaras el puente. Las playas y las garcetas me tienen sin cuidado hoy en día.

—Llora porque —tragó saliva— Dios ha muerto. —Las palabras sonaron increíblemente extrañas cuando las pronunció Anthony, como si de repente estuviera hablando senegalés—. ¿Cómo puede estar muerto Dios? ¿Cómo puede tener un cuerpo?

—¿Cómo puede no tenerlo?

—¿No es… inmaterial?

—Los cuerpos son inmateriales, esencialmente. Cualquier físico te lo dirá.

Gimiendo bajito, Rafael apuntó hacia el Salón Gótico Tardío con el ala izquierda y despegó, volando de manera vacilante y torpe, como una polilla dañada. Mientras Anthony le seguía, se dio cuenta de que el ángel se estaba desintegrando. Flotaban plumas en el aire como si fueran los restos de una lucha de almohadas.

—La materia es algo inconsistente —continuó Rafael, inmóvil en el aire—. Partículas. Muy particular. Apenas está ahí. Pregúntale al padre Ockham.

Posándose entre los tesoros medievales, la criatura le cogió la mano a Anthony —esos dedos fríos otra vez, como amarras mojadas en el mar Weddell—, y le condujo hasta un retablo anónimo del Renacimiento italiano en el rincón del sudeste.

—La religión se ha vuelto demasiado abstracta últimamente. Dios como espíritu, luz, amor; olvida esas bobadas neoplatónicas. Dios es una persona, Anthony. Te creó a imagen suya, Génesis 1,26. Tiene nariz, Génesis 8,20. Espalda, Éxodo 33,23. Se mancha los pies con excrementos, Deuteronomio 23,14.

—¿Pero eso no son sólo…?

—¿Qué?

—Ya sabe. Metáforas.

—Todo es una metáfora. Mientras, le están creciendo las uñas de los pies, un fenómeno inevitable en los cadáveres. —Rafael señaló el retablo, que según la leyenda representaba a Cristo y a la Virgen María arrodillados frente a Dios, intercediendo en favor de una familia florentina destacada—. Vuestros artistas siempre han sabido lo que hacían. Miguel Ángel Buonarroti pinta la Creación de Adán y un año después está Dios mismo en la Capilla Sixtina: un anciano con barba, perfecto. O mira a William Blake, ilustrando con diligencia a Job, acertándolo todo, Dios el padre, el anciano de los tiempos. O considera la evidencia que tienes ante ti… —y, en efecto, Anthony se dio cuenta de que allí estaba Dios, mirando desde el retablo: un patriarca barbudo, a la vez sereno y severo, amante y feroz.

Pero no. Era una locura. Rafael Azarías era un farsante, un estafador, un paranoico demente.

—Está usted cambiando de plumas.

—Me estoy muriendo —el ángel corrigió a Anthony. Así era. Su halo, antes tan rojo como el logotipo de Texaco, parpadeaba con una luz rosa anémico. Sus plumas ya no eran brillantes sino que emitían un aura cetrina y enfermiza, como si estuvieran infestadas de luciérnagas envejecidas. Venas escarlata diminutas le entrelazaban los globos oculares—. Todo el ejército celestial se está muriendo. Tal es la profundidad de nuestra pena.

—Habló de mi barco.

—Hay que rescatar el cadáver. Rescatarlo, remolcarlo y sepultarlo. De todas las naves de la Tierra, sólo el Carpco Valparaíso es capaz de hacerlo.

—El Val está destrozado.

—Lo reflotaron la semana pasada. En estos momentos está en Connecticut, ocupando casi todo el Astillero de Acero Nacional, a la espera de los nuevos accesorios que creas que se precisarán para el trabajo.

Anthony se quedó mirando el antebrazo ensimismado, estirando y contrayendo el músculo, haciendo que la sirena tatuada se inflara y se desinflara varias veces.

—El cuerpo de Dios…

—Exactamente —dijo Rafael.

—Supongo que es grande.

—Tres kilómetros de proa a popa.

—¿Boca arriba?

—Sí. Está sonriendo, por extraño que parezca. Sospechamos que es el rigor mortis o quizá eligió asumir esa expresión antes de fallecer.

El capitán se quedó mirando fijamente el retablo, observando la leche de la vida que manaba del pecho derecho de la Virgen. ¿Tres kilómetros? ¿Tres condenados kilómetros?

—Entonces, supongo que saldrá en el Times de mañana, ¿eh?

—Es poco probable. El cuerpo es demasiado denso para llamar la atención de los satélites meteorológicos y produce tanto calor que con un radar de largo alcance se detecta sólo como una zona de niebla de aspecto extraño —mientras el ángel guiaba a Anthony hacia el vestíbulo, le empezaron a caer las lágrimas otra vez—. No podemos dejar que se pudra. No le podemos dejar a merced de los depredadores y de los gusanos.

—Dios no tiene cuerpo. Dios no se muere.

—Dios tiene cuerpo y, por razones que nos son del todo extrañas, el cuerpo ha expirado —las lágrimas de Rafael no dejaban de llegar, como si estuvieran conectadas a una fuente tan fecunda como el Oleoducto Trans-Texas—. Llévale al norte. Deja que el Ártico le congele. Entierra sus restos. —Agarró un folleto del mostrador que promocionaba el Museo Metropolitano de Arte, con La leyenda de la Vera Cruz, de Piero della Francesca estampada en la portada—. Hay un iceberg gigante por encima de Svalbard sujeto de forma permanente a las costas altas de Kvitoya. Nadie va allá. Lo hemos vaciado: boca, pasillo, cripta. Sólo tienes que remolcarle al interior. —El ángel se arrancó una pluma del ala izquierda, se la llevó con cuidado hacia el ojo y mojó la punta con una lágrima plateada. Le dio la vuelta al folleto y empezó a escribir en el dorso en agua salada luminosa: «Latitud: ochenta grados, seis minutos, norte. Longitud: treinta y cuatro grados…»

—Está hablando con el hombre equivocado, Sr. Azarías. Usted quiere un patrón de remolcador, no un capitán de petrolero.

—Queremos un capitán de petrolero. Te queremos a ti. —La pluma de Rafael siguió moviéndose, arrojando letras tan brillantes y ardientes que a Anthony le hacían entrecerrar los ojos—. Tu nueva licencia te llegará por correo. Es del guardacostas de Brasil. —Como si echara una carta al correo, el ángel deslizó el folleto bajo el brazo izquierdo del capitán—. En cuanto se haya equipado al Valparaíso para el remolque, Carpco lo enviará a hacer un crucero de prueba a Nueva York.

—¿Carpco? Oh, no, esos cabrones otra vez no, «ellos» no.

—Claro que «ellos» no. Tu barco lo ha fletado un agente exterior.

—Los capitanes honestos no pilotan naves sin matrícula.

—Tranquilo, que tendrás una bandera: un estandarte del Vaticano, los colores de Dios. —El ángel fue presa de un ataque de tos que lanzó lágrimas y plumas al aire sofocante—. Cayó en el Atlántico a cero por cero grados, donde el ecuador se cruza con el primer meridiano. Empieza tu búsqueda allá. Es bastante probable que haya ido a la deriva, hacia el este, supongo, atrapado en la corriente de Guinea, así que puede que le encuentres cerca de la isla de Santo Tomé, pero claro, con Dios, ¿quién sabe? —Perdiendo muchas plumas por todo el camino, Rafael salió cojeando del vestíbulo y se dirigió hacia el claustro de Cuxa, con Anthony justo detrás suyo—. Recibirás una retribución generosa. El padre Ockham es un hombre acaudalado.

—Puede que Otto Merrick sea adecuado para un trabajo como éste. Creo que sigue con Atlantic-Richfield.

—Recuperarás el barco —dijo el ángel bruscamente, apoyándose en la fuente para recobrar el equilibrio. Respiraba de forma irregular, jadeando, como si lo hiciera a través de pulmones triturados—. El barco… y algo más…

Con el halo chisporroteando y las lágrimas que le caían, el ángel lanzó al estanque su pluma de escribir. Apareció un retablo, pintado con rojos saturados y verdes sucios que recordaban la televisión en color de los primeros años: seis figuras inmóviles sentadas alrededor de una mesa de comedor.

—¿Lo reconoces?

—Mmm…

El día de Acción de Gracias, 1990, cuatro meses después del vertido. Se habían reunido todos en el apartamento de su padre en Paterson. Christopher Van Horne presidía en el otro extremo de la mesa, dominante y elegante, con un traje de lana blanca. A su izquierda: la tercera esposa, una mujer gritona, flaca y autocompasiva llamada Tiffany. A su derecha: el mejor amigo del viejo de los scouts marinos, Frank Kolby, un bostoniano adulador y sin imaginación. Anthony estaba sentado frente a su padre, con su corpulenta hermana, Susan, una piscicultora de bagres de Nueva Orleans, a un lado y al otro su novia de entonces, Lucy McDade, una camarera baja y atractiva del Exxon Bangor. Todos los detalles eran correctos: el puro en la boca de papá, el mechero Ronson en la mano, la salsera de cerámica azul junto a su plato de puré de patatas y carne oscura.

Las figuras se movieron, respiraron, empezaron a comer. Mirando en el estanque de Cuxa, Anthony se dio cuenta, horrorizado, de lo que venía a continuación.

—Eh, mirad —dijo el viejo, dejando caer el mechero Ronson en la salsa—, es el Valparaíso. —El mechero se orientó verticalmente, la ruedecita hacia abajo y el depósito de gas hacia arriba, pero se mantuvo a flote.

—Ranita, cálmate —dijo Tiffany.

—Papá, no lo hagas —dijo Susan.

El padre de Anthony sacó el mechero de la salsera. La salsa marrón y grasienta le corría por los dedos, sacó su navaja suiza y cortó la funda de plástico del mechero. Cayeron gotas de butano aceitoso sobre el mantel de hilo. «¡Vaya por Dios, el Val ha empezado a hacer agua!» Dejó caer el mechero otra vez en la salsera, riéndose mientras el butano se mezclaba con la salsa. «¡Alguien debe de haberlo hecho chocar contra el arrecife! ¡Pobres aves marinas!»

—Ranita, por favor —gimió Tiffany.

—Los delfines piloto no tienen ninguna posibilidad —dijo Frank Kolby, soltando una carcajada grosera.

—¿Crees que el capitán dejó el puente? —preguntó papá con perplejidad fingida.

—Creo que ya has dicho lo que querías decir —dijo Susan.

El viejo se inclinó hacia Lucy McDade como si estuviera a punto de darle una carta.

—Este marinero tuyo dejó el puente. Apuesto a que tenía uno de sus dolores de cabeza y, pfft, se largó y ahora todas las garcetas y las garzas se están muriendo. ¿Sabes cuál es el problema de tu novio, Lucy bonita? ¡Cree que el pájaro viejo manchado de crudo no entra en su jaula!

Tiffany soltó unas risitas.

Lucy se puso roja.

Kolby se rió por lo bajo.

Susan se levantó para marcharse.

—Cabrón —dijo el alter ego de Anthony.

—Cabrón —repitió el Anthony observador.

—¿Alguien quiere salsa? —dijo Christopher Van Horne, alzando la salsera del plato—. ¿Qué os pasa, chicos, tenéis miedo?

—Yo no tengo miedo. —Kolby agarró la salsera y vertió salsa contaminada sobre su puré de patatas.

—Esto nunca te lo perdonaré —dijo Susan furiosa y salió indignada de la habitación.

Kolby se zampó una cucharada de puré.

—Sabe a…

La escena se congeló.

Las figuras se disolvieron.

Sólo quedó la pluma flotante.

—Ésa fue la peor parte de la Bahía de Matagorda, ¿no? —dijo Rafael—. Peor que las cartas llenas de insultos y amenazas de los ecologistas y que las amenazas de muerte de los pescadores de camarones: la peor parte fue lo que te hizo tu padre aquella noche.

—La humillación…

—No —dijo el ángel con mordacidad—. La humillación no. La franqueza brutal de todo aquello.

—No lo entiendo.

—Cuatro meses después del naufragio del Val, por fin alguien te estaba diciendo una verdad que el estado de Tejas había negado.

—¿Qué verdad?

—Eres culpable, Anthony Van Horne.

—Nunca dije lo contrario.

—Culpable —repitió Rafael, dándose un puñetazo en la palma de la mano como un juez blandiendo un martillo—. Pero más allá de la culpabilidad está la redención, o eso dicen. —El ángel se metió los dedos bajo las plumas del ala izquierda y se calmó un picor—. Cuando hayas terminado la misión, buscarás a tu padre.

—¿A papá?

El ángel asintió.

—A tu distante, caprichoso e infeliz padre. Le dirás que hiciste el trabajo. Y entonces, y esto te lo prometo, entonces recibirás la absolución que te mereces.

—Yo no quiero su absolución.

—Su absolución —dijo Rafael—, es la única que cuenta. La sangre es más densa que el petróleo, capitán. Los ganchos de ese hombre están clavados en ti.

—Me puedo absolver yo mismo —insistió Anthony.

—Ya lo has intentado. Las duchas no lo consiguen. La fuente de Cuxa no lo consigue. Nunca te verás libre de la Bahía de Matagorda, el petróleo nunca te dejará, hasta que Christopher Van Horne te mire a la cara y diga: «Hijo, estoy orgulloso de ti. Le llevaste a su tumba».

Un frío repentino recorrió el claustro de Cuxa. A Anthony se le puso de carne de gallina, los bultitos le cubrían la piel desnuda como bálanos colonizando el casco de un petrolero. Se agachó sobre el estanque y sacó la pluma que flotaba. ¿Qué sabía sobre Dios? Quizá Dios sí tenía sangre, bilis y todo lo demás; quizá sí podía morir. Los profesores de catequesis dominical de Anthony, promotores de una fe tan vaga y genérica que era imposible imaginar a nadie rebelándose contra ella (no hay presbiterianos de Wilmington que hayan dejado de practicar), nunca habían planteado tales posibilidades. ¿Quién podía decir si Dios tenía cuerpo?

—Papá y yo no nos hemos hablado desde Navidad. —Anthony se pasó la pluma suave y mojada por los labios—. Lo último que supe fue que él y Tiffany estaban en España.

—Entonces allí es donde le encontrarás.

Rafael se tambaleó hacia adelante, extendió las manos heladas y se desplomó en los brazos del capitán. El ángel era sorprendentemente pesado, extrañamente rollizo. Qué raro era el universo. Más raro de lo que Anthony había imaginado jamás.

—Enterrarle…

El capitán estudió el cielo tachonado de estrellas. Pensó en su sextante favorito, el que su hermana le había dado cuando se licenció por la Escuela Marítima de Nueva York, un facsímil perfecto del maravilloso instrumento con el que, casi dos siglos antes, Nathaniel Bowditch había corregido y enmendado todos los mapas del mundo. Además, el aparato funcionaba, distinguía Polaris en un instante, filtraba el resplandor de Venus, cribaba al ribeteado Júpiter de las nubes. Anthony nunca navegaba sin él.

—Tengo un sextante exacto y hermoso —le dijo Anthony a Rafael—. Nunca se sabe cuándo se estropeará el ordenador —añadió el capitán—. Nunca se sabe cuándo habrá que gobernarse por las estrellas —dijo el capitán del Valparaíso, con lo cual el ángel sonrió dulcemente y exhaló el último suspiro.


La luna adquirió una blancura misteriosa, recorriendo el cielo como el cráneo de Dios mientras, poco antes del amanecer, Anthony cruzaba el parque Fort Tryon hacia el oeste, acarreando el cuerpo de Rafael Azarías, que se estaba poniendo rígido, lo pasaba por encima del muro de contención y lo lanzaba boca abajo a las aguas frías y contaminadas del río Hudson.

Sacerdote

Thomas Wickliff Ockham, un buen hombre, un hombre que amaba a Dios, las ideas, los clásicos del cine y a sus hermanos de la Sociedad de Jesús, zigzagueaba por el local abarrotado de la Séptima Avenida, haciendo pasar su maletín con cuidado entre la aglomeración de pelvis y traseros. En la pared del otro extremo le llamaba un mapa, una red intrincada de líneas multicolores, como la palma de la mano nervada y sangrante de un Cristo cubista. Al llegar hasta él, se puso a trazar su recorrido. Se bajaría en la calle Cuarenta y dos. Cogería el tren N en dirección sur hasta Union Square. Caminaría hacia el este por la Catorce. Encontraría al capitán Anthony Van Horne de la Marina Mercante brasileña, zarparía en el vapor Carpco Valparaíso y enterraría un cadáver imposible.

Se sentó entre un coreano arrugado que tenía una maceta con un cactus en la falda y una mujer negra atractiva que llevaba un vestido hinchado de premamá. Para Thomas Ockham, la red del metro de Nueva York era una antesala del Reino: asiáticos codeándose con africanos, hispanos con árabes, gentiles con judíos, sin fronteras, todas las demarcaciones borradas, todos los hombres unidos a la Iglesia Universal e Invisible, el Cuerpo Místico de Cristo, aunque si la media docena de fotos brillantes que había en el maletín de Thomas decían la verdad, entonces, por supuesto, no había ningún Reino, ningún Cuerpo Místico, al estar muertos Dios y sus dimensiones varias.

Italia había sido diferente. En Italia todo el mundo tenía el mismo aspecto. Todos le habían parecido italianos…

La Iglesia se enfrenta a una crisis grave: así empezaba la petición críptica de la Santa Sede, una misiva oficial del Vaticano que salía del fax del departamento de física de la Universidad de Fordham. ¿Pero qué clase de crisis? ¿Espiritual? ¿Política? ¿Financiera? La misiva no lo decía. Grave, obviamente, lo bastante grave como para que la Sede insistiera en que Thomas cancelara sus clases de la semana y tomara el vuelo de medianoche a Roma.

Al coger un taxi en el aeroporto, le dijo al conductor que le llevara directamente a la Gesù. Ser un jesuíta en Roma y no recibir la comunión en la iglesia madre de la sociedad era como ser un físico en Berna y no visitar la oficina de patentes. En efecto, durante su último viaje al Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire de Génova, Thomas se había tomado un día libre y había hecho la peregrinación al norte indicada y, al final, se había arrodillado ante la misma mesa de palisandro en la que Albert Einstein había escrito el gran artículo de 1903, La electrodinámica de los cuerpos en movimiento, aquel matrimonio de inspiración divina de luz y materia, de materia y espacio, de espacio y tiempo.

De modo que Thomas bebió la sangre, consumió la carne y salió para el hotel Ritz-Reggia. Media hora después, estaba en el suntuoso vestíbulo estrechándole la mano al cardenal Tullio Di Luca, el secretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios del Vaticano.

Monsignor Di Luca no estaba muy hablador. Flemático como la luna y con el rostro no menos marcado y sombrío, invitó a Thomas a cenar en el elegante ristorante del Ritz-Reggia, donde su conversación nunca fue más allá de los escritos de Thomas, sobre todo de La mecánica de la gracia de Dios, su reconciliación revolucionaria de los físicos postnewtonianos con la Eucaristía. Cuando Thomas miró a Di Luca directamente a los ojos y le preguntó sobre la «crisis grave», el cardinale contestó que su audiencia con el Santo Padre sería a las nueve de la mañana en punto.

Doce horas después, el desconcertado sacerdote salió tranquilamente del hotel, cruzó el patio de San Damasco y se presentó a un maestro di camera con penacho en la soleada antecámara del palacio del Vaticano. Di Luca apareció al instante, tan adusto a la luz matutina como bajo los candelabros del Ritz-Reggia, acompañado por el célebre secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Orselli, menudo, dinámico y con sombrero rojo. Uno al lado de otro, los clérigos cruzaron la puerta doble del estudio papal. Thomas hizo una pausa breve para admirar a la guardia suiza con sus picas de acero reluciente. Roma sabía lo que se hacía, decidió. Así era, la Santa Sede estaba en guerra, saliendo siempre al campo contra todos aquellos que querían reducir a los seres humanos a meros simios ambiciosos, a pedazos de protoplasma afortunados, a máquinas excepcionalmente inteligentes y complejas.

Armado con un báculo y cubierto con una capa de armiño, el Papa Inocente XIVse adelantó arrastrando los pies, una mano enguantada y enjoyada extendida, la otra manteniendo firme una tiara con forma de colmena que llevaba sobre la cabeza como un secador eléctrico que está cociendo el peinado de una matrona aburguesada. Thomas sabía que el amor del anciano por la ostentación había ocasionado debates tanto dentro del Vaticano como fuera, pero en general todos estaban de acuerdo en que, como el primer norteamericano en asumir la Silla de Pedro, tenía derecho a todo el boato.

—Seremos honestos —dijo Inocente XIV, nacido Jean-Jacques LeClerc. Tenía la cara gorda, redonda y extraordinariamente hermosa, como una lámpara hecha con una calabaza tallada por Donatello—. Usted no era el primer candidato de nadie.

«Un Papa canadiense», pensó Thomas mientras, sujetándose las gafas bifocales para que no se movieran, besaba el Anillo del Pescador. Antes, el supremo pontífice había sido portugués y su predecesor, polaco. El hemisferio norte se estaba convirtiendo en el sitio donde cualquier niño podía llegar a ser el Vicario de Cristo.

—Los arcángeles le consideran un poco demasiado intelectual —dijo Monsignor Di Luca—. Pero cuando el obispo de Praga no aceptó, les convencí de que usted era la persona indicada para el trabajo.

—¿Los arcángeles? —dijo Thomas, sorprendido de que un secretario papal albergara unas ideas tan medievales. ¿Era Di Luca un literalista bíblico? ¿Un imbécil? ¿Cuántas cabezas de chorlito pueden bailar en la pista del Vaticano?

—Rafael, Miguel, Chamuel, Adabiel, Haniel, Zafiel y Gabriel —explicó en mayor detalle el hermoso Papa.

—¿O es que la Universidad de Fordham ha eliminado a esas entidades en concreto? —una expresión desdeñosa pasó fugazmente por el rostro de Monsignor Di Luca.

—Aquellos que trabajamos en el averno subatómico —dijo Thomas—, aprendemos pronto que los ángeles no son menos verosímiles que los electrones. —Se estremeció de disgusto. No llevaba ni dos días en Roma y ya les estaba diciendo lo que querían oír.

El Santo Padre sonrió ampliamente y se le dibujaron unos hoyuelos en sus mejillas regordetas.

—Muy bien, profesor Ockham. En realidad fueron sus especulaciones científicas las que nos inspiraron para mandarle llamar. No sólo hemos leído La mecánica de la gracia de Dios sino también Supercuerdas y salvación.

—Posee una mente dura —dijo el cardenal Orselli—. Ha demostrado que sabe defenderse contra el modernismo.

—Ascendamos —dijo el Papa.

Subieron cinco pisos en el ascensor hasta la Sala de Proyección del Vaticano, una instalación sepulcral con sonido digital, asientos de terciopelo y un equipo capaz de proyectarlo todo, desde laserdiscs hasta diapositivas de linterna mágica, pero usado habitualmente, explicó Orselli, para las retrospectivas de Cecil B. DeMille y las reposiciones de medianoche de Las campanas de Santa María. Cuando los clérigos se hundían en la tapicería suntuosa, entró un joven bajo y de aspecto atormentado, con un estetoscopio que se le balanceaba en el cuello y el apellido CARMINATI bordado en rojo sobre su vestidura blanca. Acompañando al médico, había una criatura enfermiza, temblorosa y de cabello gris que, aparte de sus otros accesorios inquietantes (halo, arpa, túnica fosforescente), lucía un magnífico par de alas con plumas que le crecía de los omóplatos. Thomas intuyó que había algo nada trivial en el aire. Algo que no podía estar más lejos de Cecil B. DeMille y de Bing Crosby.

—Cada vez que se presenta —el cardenal Orselli señaló hacia el hombre del halo y soltó un suspiró trabajado—, nos convencemos más.

—Me alegro de que esté aquí, Ockham —dijo la criatura en la clase de voz débil y áspera que Thomas asociaba con las películas de gángsters de principios de los años treinta. Tenía la piel increíblemente blanca, más allá de los genes caucásicos, más allá incluso del albinismo; parecía estar modelado en nieve—. Me han dicho que es devoto —se puso de puntillas— y listo a la vez —con lo cual, para el asombro absoluto de Thomas, el hombre del halo batió las alas, subió dos metros y se quedó allí—. El tiempo es de fundamental importancia —dijo, dando vueltas alrededor de la sala de proyección con una torpeza que recordaba a Orville Wright saltando charcos sobre Kitty Hawk.

—Dios bendito —dijo Thomas.

El hombre del halo aterrizó delante de las cortinas rojas del proscenio. Tras apoyarse en el joven médico para recobrar el equilibrio, colocó su arpa en el atril y giró un par de botones de la consola. Las cortinas se abrieron; la habitación se oscureció; un cono de luz brillante se extendió desde la cabina de proyección y alcanzó la pantalla adornada con cuentas.

—El Corpus Dei —dijo la criatura con total naturalidad mientras una diapositiva en color de 35 mm aparecía ante los ojos del sacerdote—. El cuerpo muerto de Dios.

Thomas entrecerró los ojos, pero la imagen —un objeto grande y de forma humana flotando en un mar negro de bilis— seguía siendo confusa.

—¿Qué ha dicho?

La diapositiva siguiente encajó en su lugar con un «clic»: el mismo tema, una vista más cercana pero igualmente borrosa.

—El cuerpo muerto de Dios —insistió el hombre del halo.

—¿Puede enfocarlo mejor?

—No. —El hombre pasó tres fotos insatisfactorias más de la masa enigmática—. Las hice yo mismo, con una Leica.

—Tiene pruebas corroborantes —dijo el cardenal Orselli.

—Un electrocardiograma tan plano como una platija —explicó la criatura.

Cuando la última diapositiva desapareció, la lámpara de proyección volvió a inundar la pantalla con su resplandor inmaculado.

—¿Es esto una broma? —preguntó Thomas. ¿Qué otra cosa podía ser? En una civilización en la que los directores artísticos de los tabloides falsificaban fotos de Bigfoot y pilotos de OVNI, se necesitaría algo más que unas cuantas diapositivas de un no sé qué confuso para cambiar la imagen interior que Thomas tenía de Dios, y que ahora pasara a tener un aspecto tan antropomórfico.

De no ser porque le temblaban las rodillas.

Las manos se le estaban empapando de sudor.

Se quedó mirando la alfombra, contemplando las fibras gruesas que absorbían el ruido, y cuando levantó la vista los ojos del ángel le fascinaron: ojos dorados, chispeantes y eléctricos, como generadores Van de Graff en miniatura que arrojan esquirlas de relámpagos.

—¿Muerto? —dijo Thomas, con voz áspera.

—Muerto.

—¿La causa?

—Misterio absoluto. No tenemos ni idea.

—¿Usted es… Rafael?

—Rafael está en la ciudad de Nueva York, localizando a Anthony Van Horne, sí, el capitán Anthony Van Horne, el hombre que convirtió la Bahía de Matagorda en regaliz.

Mientras el ángel hacía subir las luces de la sala, Thomas vio que se estaba despegando. Pelos plateados le caían flotando del cuero cabelludo. Sus alas se exfoliaban como un tejado mexicano que perdía tejas.

—¿Y los otros?

—Adabiel y Haniel fallecieron ayer —dijo el ángel, recuperando el arpa del atril—. Empatia terminal. Miguel se está debilitando rápido, a Chamuel no le queda mucho en este mundo, Zafiel está en su lecho de muerte…

—Con lo que nos queda Gabriel.

El ángel punteó su arpa.

—En pocas palabras, padre Ockham —dijo Monsignor Di Luca, como si hubiera acabado de hacer una gran explicación, cuando en realidad no había explicado nada—, le queremos en el barco. Le queremos en el Carpco Valparaíso.

—El único transportador de crudo ultra grande que el Vaticano haya fletado jamás —amplió el Santo Padre—. Una nave mancillada, desde luego, pero ninguna otra es capaz de llevar a cabo la tarea, o eso dice Gabriel.

—¿Qué tarea? —preguntó Thomas.

—Rescatar el Corpus Dei —a Gabriel le caían lágrimas brillantes por las mejillas agrietadas. Le salían mocos luminosos de las narices—. Protegerle de aquellos —el ángel echó una mirada rápida hacia Di Luca— que explotarían su condición para sus propios fines. Darle un entierro decente.

—Una vez que el cuerpo esté en las aguas del Ártico —explicó Orselli—, la putrefacción se detendrá.

—Hemos preparado un lugar —dijo Gabriel, tocando de oído lánguidamente el Dies Irae en su instrumento—. Una tumba iceberg que linda con Kvitoya.

—Y usted estará en el puente de navegación todo el tiempo —dijo Di Luca, poniendo una mano con guante rojo sobre el hombro de Thomas—. Nuestro único contacto, manteniendo a Van Horne en el camino designado. Verá, ese hombre no es católico. Apenas es cristiano.

—El manifiesto del barco le incluirá como PAT: una Persona Además de la Tripulación —dijo Orselli—. De hecho, será la persona más importante del viaje.

—Permítanme que sea explícito. —Gabriel fijó sus ojos eléctricos directamente en Inocente XIV—. Queremos un sepelio honroso, nada más. Nada de trucos, Santidad. Guárdese sus funerales de mil millones de dólares, nada de esculturas de valor inestimable en la tumba ni de trincharlo para reliquias.

—Lo entendemos —dijo el Papa.

—No estoy seguro. Dirigen una organización tenaz, caballeros. Nos tememos que no saben cuándo hay que abandonar.

—Puede confiar en nosotros —dijo Di Luca.

Formando un semicírculo con el ala izquierda, Gabriel le rozó la mejilla a Thomas con la punta.

—Le envidio, profesor. Tendrá tiempo para entender por qué ocurrió este horrible acontecimiento, no como yo. Estoy convencido de que, si aplica todo su intelecto jesuíta al problema, reflexionando sobre ello noche y día mientras el Valparaíso surca el Atlántico Norte, seguro que da con la solución.

—¿Sólo por medio de la razón? —dijo Thomas.

—Sólo por medio de la razón. Casi se lo puedo garantizar. Dése hasta el final del viaje y, de pronto, la respuesta al misterio…

Un gemido áspero y gutural. El Dr. Carminati se acercó a toda prisa y, tras abrir la túnica del ángel, le apretó el estetoscopio contra el pecho blanco como la leche. Gimoteando suavemente, Inocente XIVse llevó la mano izquierda a los labios y se chupó las puntas de los dedos aterciopelados.

Gabriel se hundió en el asiento más cercano, el halo se oscureció hasta que acabó por parecer una guirnalda de flores muertas.

—Disculpad, Santidad —el médico se sacó el estetoscopio de las orejas—, pero deberíamos llevarle de nuevo a la enfermería ahora.

—Ve con Dios —dijo el Papa, alzando su mano húmeda, poniéndola de lado y grabando una cruz invisible en el aire.

—Recuerden —dijo el ángel—, nada de trucos.

El joven médico le pasó el brazo por los hombros a Gabriel y, como un hijo consciente de sus deberes que guía a su padre moribundo por el pasillo de la sala de oncología, le llevó fuera de la habitación.

Thomas estudió la pantalla vacía. ¿El cuerpo muerto de Dios? ¿Dios tenía cuerpo? ¿Cuáles eran las implicaciones cosmológicas de esta afirmación asombrosa? ¿Había desaparecido realmente o su espíritu sólo había desocupado una cáscara gratuita? (La pena profunda de Gabriel sugería que no se podía ser optimista ante la situación.) ¿Seguía existiendo el cielo? (Puesto que la vida después de la muerte consistía esencialmente en la presencia eterna de Dios, entonces la respuesta era lógicamente que no, pero estaba claro que la pregunta merecía ser estudiada con más profundidad.) ¿Y qué había del Hijo y del Espíritu Santo? (Suponiendo que la teología católica contara para algo, entonces estas personas también estaban inertes, puesto que la Trinidad era indivisible ipso facto, pero, aquí también, el asunto evidentemente se merecía la atención de un sínodo o quizá incluso de un Concilio Vaticano.)

Se giró hacia los otros clérigos.

—Hay algunos problemas.

—Un consistorio secreto ha estado reunido desde el martes —dijo el Papa, asintiendo con la cabeza—. El colegio de cardenales entero, quemando el aceite de medianoche. Estamos abordando todo el espectro: las causas posibles de la muerte, las posibilidades de resurrección, el futuro de la Iglesia…

—Nos gustaría que nos contestara ahora, padre Ockham —dijo Di Luca—. El Valparaíso leva anclas dentro de sólo cinco días.

Thomas respiró hondo, disfrutando de la absurda y sana hipocresía del momento. Históricamente, Roma había tendido a considerar a los jesuítas como prescindibles, algo a medio camino entre una molestia y una amenaza. Ah, pero, a la hora de la verdad, ¿a quién recurría el Vaticano? A los fieles e imperturbables guerreros de Ignacio de Loyola, a ellos.

—¿Puedo quedármela? —Thomas recogió una pluma perdida del suelo.

—Muy bien —dijo Inocente XIV.

La mirada de Thomas vagaba de acá para allá entre el Papa y la pluma.

—Hay un punto de su programa que me desconcierta.

—¿Acepta? —inquirió Di Luca.

—¿Qué punto? —preguntó el Papa.

La pluma emanaba un resplandor débil, como una vela encendida creada con el sebo de una oveja perdida y olvidada.

—La resurrección.


* * *

Resurrección: la palabra serpenteaba provocadora por la cabeza de Thomas cuando emergía de la humedad fétida de la estación de Union Square y empezaba a caminar por la calle Catorce. Todo era muy especulativo, por supuesto; la velocidad de desecación que Di Luca había escogido para el sistema nervioso central de un Ser Supremo (diez mil neuronas por minuto) rayaba en lo arbitrario. Sin embargo, suponiendo que el cardinale supiera de qué hablaba, seguía siendo una conclusión alentadora. Según el OMNIVAC-5000 del Vaticano, Él no estaría clínicamente muerto antes del dieciocho de agosto, un intervalo suficiente para transportarle por encima del círculo polar ártico, aunque había que admitir que el ordenador había hecho la predicción bajo protesta, gritando DATOS INSUFICIENTES durante todo el proceso.

El aire de junio caía con pesadez sobre la carne de Thomas, una capa agobiante del calor crudo de Manhattan. Tenía la cara empapada en sudor, lo que provocaba que las gafas bifocales le resbalasen por la nariz. A ambos lados de la calle, vendedores ambulantes trabajaban en el anochecer bochornoso, recogiendo sus casetes envueltos en plástico, sus relojes Cartier falsos y sus osos mecánicos tarados y los amontonaban en sus camionetas. A los ojos de Thomas, Union Square combinaba el exotismo de Las noches de Arabia con la banalidad básica del comercio americano, como si se hubiera trasplantado un bazar medieval persa al siglo veinte y Wal-Mart se hubiera hecho con él. Cada uno de los vendedores tenía una expresión totalmente impasible, la mirada traumatizada por la guerra y hastiada del soldado urbano de a pie. Thomas les envidiaba su ignorancia. Cualesquiera que fueran sus dolores actuales, cualesquiera las derrotas y los desastres que estuvieran sufriendo, al menos podían imaginar que un Dios vivo presidía el planeta.

Giró a la derecha y entró en la Segunda Avenida, caminó dos manzanas hacia el sur y, sacándose la pluma de Gabriel del bolsillo superior de la chaqueta, subió las escaleras de una casa de piedra rojiza veteada. Medias lunas de sudor le estropeaban los sobacos de la camisa negra, pegándole el algodón a la piel. Recorrió los nombres con la vista (Goldstein, Smith, Delgado, Spinelli, Chen: más pluralismo neoyorquino, otro indicio del Reino), luego apretó el botón con la etiqueta de VAN HORNE — 3 INTERIOR.

La cerradura sonó con un zumbido metálico. Thomas abrió la puerta, subió tres tramos de escaleras que olían a moho y se encontró cara a cara con un hombre alto, barbudo y oblicuamente guapo que no llevaba más que una toalla de baño blanca e impecable alrededor de la cintura. Estaba chorreando. Una sirena tatuada que se parecía a Rita Hayworth le decoraba el antebrazo izquierdo.

—Lo primero que tiene que decirme —dijo Anthony Van Horne—, es que no me he vuelto loco.

—Si es así —dijo el sacerdote—, entonces yo también me he vuelto loco, al igual que la Santa Sede.

Van Horne entró en el apartamento, desapareció y regresó sujetando un objeto que inquietaba a Thomas tanto por su familiaridad escalofriante como por sus resonancias escatológicas. Como miembros de una sociedad secreta ocupados en un ritual de iniciación, los dos hombres sostuvieron sus plumas, moviéndolas en círculos lánguidos. Por un momento breve, un entendimiento profundo y silencioso fluyó entre Anthony Van Horne y Thomas Ockham, los únicos individuos cuerdos de la ciudad de Nueva York que habían hablado con ángeles.

—Entre, padre Ockham.

—Llámeme Thomas.

—¿Una cerveza?

—Bueno.

No era lo que Thomas se esperaba. Le parecía que la morada de un capitán debería tener un aire de mar. ¿Dónde estaban las caracolas gigantes de Bora Bora, los elefantes de cerámica de Sri Lanka, las máscaras tribales de Nueva Guinea? Con media docena de cajas de Sunkist sirviendo de sillas y una bobina de cable AT T en vez de mesita, el sitio parecía más adecuado para un actor en paro o para un artista hambriento que para un marino de fortuna como Van Horne.

—¿Va bien una Old Milwaukee? —El capitán entró sigilosamente en la cocina estrecha—. Es lo único que me puedo permitir.

—Muy bien. —Thomas se sentó sobre una caja de Sunkist—. Ustedes los holandeses siempre han sido marinos mercantes, ¿no? Ustedes y sus fluytschips. Llevan esta vida en la sangre.

—Yo no creo en la sangre —dijo Van Horne, sacando dos botellas marrones y húmedas de la nevera.

—Pero su padre… él también fue marino, ¿verdad?

El capitán se rió.

—No fue nada más. Desde luego no fue un padre y tampoco fue muy buen marido, aunque creo que él pensaba que era ambas cosas. —Volvió tranquilamente a la sala de estar y le puso una Old Milwaukee en la mano a Thomas—. Para mi padre, las vacaciones significaban abandonar a su familia e irse a trabajar como un negro por el Pacífico Sur en un barco mercante de servicio irregular, esperando encontrar una isla desconocida. Nunca acabó de entender que el mapa del mundo ya se había trazado, que no quedaban terrae incognitae.

—¿Y su madre… también era una soñadora?

—Mi madre escalaba montañas. Creo que necesitaba llegar lo más lejos posible del nivel del mar. Un negocio peligroso, mucho más que la Marina Mercante. Cuando yo tenía quince años, se cayó del Anapurna. —El capitán se aflojó la toalla de baño y se rascó el abdomen delgado y tenso como un tambor—. ¿Ya tenemos tripulación?

—Señor, lo siento. —En el mismo momento en que la compasión aumentaba en Thomas, una compasión tan profunda como ninguna que hubiera conocido hasta entonces, sintió una extraña sensación de alivio. Era evidente que estaban viviendo en un universo no contingente, uno que no requería que siguiera produciéndose un aporte de lo Divino. El Creador había desaparecido y, aun así, sus invenciones vitales (la gravedad, la gracia, el amor, la piedad) perduraban.

—Hábleme de la tripulación.

Thomas desenroscó el tapón de la cerveza, selló los labios alrededor del borde y bebió.

—Esta mañana he contratado al administrador de cocina que usted quería. Sam nosequé.

—Follingsbee. Nunca me podré creer la ironía: el cocinero de mar que odia el pescado y el marisco. No importa. El hombre sabe exactamente lo que quiere el marinero de hoy en día. Lo imita todo: Taco Bell, Pizza Hut, Kentucky Fried Chicken…

—Buzzy Longchamps rechazó el puesto de primer oficial.

—¿Porque volvería a trabajar para mí?

—Porque volvería a trabajar en el Valparaíso. Supersticioso. —Thomas puso el maletín sobre la bobina de AT T, abrió los cierres y sacó su Biblia de Jerusalén—. Su segundo candidato dijo que sí.

—¿Rafferty? Nunca he navegado con él, pero dicen que sabe más sobre salvamento que ningún otro a este lado del…

La voz del capitán se fue apagando. Una mirada ausente se posó en sus ojos. Aspiró profundamente el aire húmedo, se pasó la uña del dedo índice por el vientre de la sirena tatuada, como si estuviera realizando una cesárea.

—El petróleo no desaparece —dijo en un tono apagado.

—¿Qué?

—La Bahía de Matagorda. Cuando estoy dormido, una garza entra volando en mi dormitorio, con petróleo negro que le gotea de las alas. Vuela en círculos por encima de mí como un buitre sobre el cuerpo de un animal muerto, chillando maldiciones. A veces es una garceta, a veces un ibis o una espátula rosada. ¿Sabía que cuando el lodo les alcanzó la cara, los manatíes se frotaron los ojos con las aletas hasta que se volvieron ciegos?

—Lo… siento —dijo Thomas.

—Totalmente ciegos. —Van Horne formó unas pinzas con la mano derecha y se apretó la frente entre el pulgar y el dedo anular. Con la izquierda levantó su Old Milwaukee y se trincó la mitad de la botella—. ¿Qué hay del segundo oficial?

—No debe odiarse, Anthony.

—¿Un jefe de máquinas?

—Odie lo que hizo, pero no se odie a sí mismo.

—¿Un contramaestre?

Thomas abrió su Biblia y sacó una serie de copias brillantes de 8 x 10 que el editor de fotografía de L’Osservatore romano había sacado de las diapositivas de 35 mm de Gabriel.

—Ocurrirá todo mañana: una convocatoria de oficiales en el sindicato, otra de marineros en Jersey City…

El capitán entró en su dormitorio, para regresar dos minutos después vestido con unos bermudas rojos y una camiseta blanca estampada con el tigre de Exxon.

—Todo un mamotreto, ¿eh? —dijo, mirando fijamente las fotos—. Tres kilómetros de largo, me dijo Rafael. Más o menos el tamaño del centro de Wilkes-Barre.

Arrastró el borde de la mano por el cuerpo borroso.

—Pequeño para una ciudad, grande para una persona. ¿Ha calculado su desplazamiento?

Thomas se dio el gusto de tomarse un buen trago de Old Milwaukee.

—Es difícil de decir. Cerca de unos siete millones de toneladas, supongo. —El placer de la cerveza fría era probablemente lo más cerca que había estado de pecar, la cerveza y el orgullo que sentía al verse mencionado en las notas a pie de página del The Journal of Experimental Physics, la cerveza, las notas a pie de página y las oblaciones viscosas que seguían a la compra ocasional de un Playboy—. Capitán, ¿cómo ve este viaje nuestro?

—¿Eh?

—¿Cuál es nuestro propósito?

Van Horne se dejó caer en el sofá roto.

—Le estamos dando un entierro decente.

—¿Dijo algo su ángel sobre la resurrección?

—No.

Thomas cerró los ojos, como si estuviera a punto de ofrecer a sus estudiantes universitarios una idea especialmente difícil y desconcertante, como las atractrices extrañas o la hipótesis de muchos mundos.

—La Iglesia Católica no es una institución que abandone la esperanza fácilmente. Su posición es ésta: si bien es evidente que el corazón divino ha dejado de latir, puede que el sistema nervioso divino todavía presuma de algunas células sanas. En resumen, el Santo Padre propone que apliquemos la ciencia de la criónica a esta crisis. ¿Sabe a qué me refiero?

—¿Que deberíamos poner a Dios en hielo antes de que su cerebro muera?

—Exacto. Personalmente, creo que el Papa está siendo demasiado optimista.

Un destello misterioso pero totalmente razonable se apoderó de Van Horne, la luminiscencia inevitable de un hombre al que le han dado la oportunidad de salvar el universo.

—No obstante, si no está siendo demasiado optimista —dijo el capitán, con un ligero temblor en la voz—, ¿cuánto tiempo…?

—El ordenador del Vaticano quiere que crucemos el círculo polar ártico el dieciocho de agosto a más tardar.

Van Horne se trincó el resto de su cerveza.

—Maldita sea, ojalá tuviéramos el Val ahora. Zarparía con la marea de la mañana, con o sin tripulación.

—Su barco llegó al puerto de Nueva York anoche.

El capitán tiró la botella vacía sobre la bobina de AT T.

—¿Está aquí? ¿Por qué no me lo había dicho?

—No sé por qué. Lo siento. —Thomas recogió las fotos y las volvió a meter en la Biblia. Sabía perfectamente por qué. Era una cuestión de poder y control, una cuestión de convencer a este hombre extraño y obsesionado por el petróleo de que la Santa Madre Iglesia, no Anthony Van Horne, llevaba la voz cantante—. Muelle ochenta y ocho…

Con un frenesí de movimiento, el capitán se puso unas gafas de espejo y una gorra con visera de John Deere de talla única.

—Discúlpeme, padre. Tengo que ir a ver mi barco.

—Es tardísimo.

—No es necesario que venga.

—Sí lo es.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque el vapor Carpco Valparaíso está actualmente bajo jurisdicción vaticana —Thomas ofreció una sonrisa larga y vaga al capitán, que fruncía el ceño—, y nadie, ni siquiera usted, puede subir a bordo sin mi permiso.


En su vida y viajes, Anthony Van Horne había visto el Taj Mahal, el Partenón y a su ex novia Janet Yost sin ropa, pero nunca había contemplado una vista tan hermosa como el Carpco Valparaíso reconstruido, elevándose vacío en las aguas iluminadas por la luna junto al muelle 88. Soltó un grito ahogado. Hasta aquel momento exacto y mágico, no había creído del todo que aquella misión fuera real. Sin embargo, allí estaba, en efecto, el viejo y suave Val, atado al embarcadero por media docena de amarras de dacrón, dominando el puerto de Nueva York con toda la desproporción absoluta de una barca de remos en una bañera.

En algunos momentos poco habituales, Anthony pensaba que entendía la antipatía general hacia los transportadores de crudo ultra grandes. Un barco así no tenía arrufo, no había ninguna inclinación suave y ascendente en sus contornos, no tenía caída ni nada del ángulo sutil del mástil y la chimenea con el que los buques de carga tradicionales rendían homenaje a la Era de la Navegación. Con su tonelaje apabullante y su manga amplia, un transportador de crudo ultra grande no surcaba las olas; las oprimía. Barcos grandiosos, barcos monstruosos —pero le parecía que se trataba precisamente de eso: su majestuosidad tremenda, su glamour lento y pesado, la forma en que surcaban el planeta como yates diseñados para proporcionar cruceros de vacaciones para rinocerontes—. Estar al mando de un transportador de crudo ultra grande, caminar por sus cubiertas y sentirlo vibrar debajo de ti, amplificándote la carne y la sangre, era un gesto grandilocuente y desafiante, como mearse sobre un rey o tener tu propia organización terrorista internacional o guardar una cabeza termonuclear en el garaje.

Fueron hasta ella en una lancha llamada la Juan Fernández, pilotada por un miembro del servicio secreto vaticano, un sargento con aspecto de oso y cabello blanco desgreñado y una Colt .45 apretada y calentita contra la axila. Las luces brillaban en todas las plantas de la superestructura de la popa, las siete plantas culminaban en una congestión de antenas, chimeneas, mástiles y banderas. Anthony no estaba seguro de cuál de los estandartes actuales le inquietaba más: el símbolo de las llaves y la tiara del Vaticano o el famoso logo del estegosaurio de la Compañía Caribeña de Petróleo. Decidió que lo primero que haría sería pedirle a Marbles Rafferty que arriara la bandera de Carpco.

Mientras la lancha se deslizaba junto a la popa del Valparaíso, Anthony agarró la escala de Jacob y empezó a ascender a la cubierta de barlovento, con el padre Ockham justo detrás. Tenía que decir algo de este sacerdote fanático del control: el hombre tenía valor. Ockham subió por la pared lateral con un aplomo perfecto, una mano en el maletín, la otra en los travesaños, como si hubiera estado subiendo escaleras de cuerda toda la vida.

El aparejo de remolque recién instalado se alzaba nítidamente frente a los edificios de Jersey City perfilados contra el horizonte: dos cabrestantes poderosos atornillados a la cubierta de popa como un par de rollos de pianola gigantescos, enrollados no con amarras corrientes sino con cadenas muy resistentes, con eslabones tan gruesos como cámaras de rueda. Al final de cada cadena había un ancla enorme, veinte toneladas de hierro, un ancla para pescar una ballena, atar un continente, amarrar la luna.

—Está viendo una obra muy elaborada. —Ockham abrió el maletín y sacó una lista de control rosa cuadriculada sujeta a una tablilla con sujetapapeles de Masonite—. Las anclas las trajeron en ferrocarril desde Canadá, los motores llegaron en avión desde Alemania, los cabrestantes los importaron de Bélgica. Los japoneses nos vendieron las cadenas baratísimas, hicieron una oferta un diez por ciento más baja que USX.

—¿Pidieron ofertas para todo esto?

—La Iglesia no es una institución lucrativa, Anthony, pero sabe lo que vale un dólar.

Entraron en el ascensor y subieron tres pisos hasta la cubierta del administrador de la cocina. La cocina principal estaba abarrotada. Mujeres entusiastas, robustas y con aspecto de ser competentes, vestidas con tejanos y camisas de trabajo caquis, iban y venían por la gran cocina de acero inoxidable, llenando los congeladores y las neveras de provisiones: envases de helado, ruedas de queso, tablas de jamón, medias reses, sacos de cereales Cheerios, barriles de leche, reservas de aceite para ensalada selladas en bidones de 200 litros como gran parte del crudo de Texas. Un montacargas de horquilla Toyota alimentado con propano pasó dando resoplidos, el cuerpo naranja salpicado de herrumbre, las horquillas sosteniendo una tarima con un montón enorme de cajones de huevos frescos.

—¿Quién demonios son esta gente? —preguntó Anthony.

—Estibadores del Vaticano —explicó Ockham.

—A mí me parecen mujeres.

—Son carmelitas.

—¿Qué?

—Monjas carmelitas.

En el centro de la cocina estaba el corpulento Sam Follingsbee, con un delantal blanco y supervisando el caos como un policía dirigiendo el tráfico. Al ver a sus visitantes, el cocinero se acercó, caminando como un pato, y les saludó levantándose el sombrero grande y flexible con pinta de bollo de nata.

—Gracias por la recomendación, señor —Follingsbee agarró firmemente la mano de su capitán—. Necesitaba este barco, en serio —balanceando el vientre imponente hacia el sacerdote, preguntó—, ¿padre Ockham, verdad? —Ockham asintió con la cabeza—. Padre, estoy confuso, ¿cómo es que un viaje horrible de Carpco se merece los servicios de todas estas hermanas encantadoras, por no decir nada de usted?

—Éste no es un viaje de Carpco —dijo Ockham.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Cuando estemos en alta mar, las cosas quedarán más claras. —El sacerdote tamborileó con los dedos huesudos sobre la lista de control—. Ahora yo haré una pregunta. El viernes presenté una solicitud para mil hostias de comulgar. Se parecen un poco a fichas de póquer…

Follingsbee se rió.

—Sé qué aspecto tienen, padre, está hablando con un ex monaguillo. No se preocupe. Tenemos todas esas hostias en el congelador número seis, no podrían estar más seguras. ¿Celebrará la misa cada día?

—Naturalmente.

—Yo estaré allí —dijo Follingsbee, regresando al centro del barullo—. Bueno, quizá cada día no. —Se fijó en una carmelita que empujaba una rueda de queso cheddar por el suelo como un niño jugando con un aro—. ¡Eh, hermana, llévelo en brazos, no lo haga rodar, joder!

El montacargas de horquilla se detuvo y una monja rellenita y rubicunda bajó de detrás del volante, con una ristra de salchichas ahumadas colgándole del cuello como un yugo. Su paso le pareció a Anthony sorprendentemente enérgico, como si se pavoneara, en realidad, si es que las monjas se pavoneaban. Al parecer, se movía al ritmo de cualquiera que fuera el concierto privado que estaba saliendo del walkman Sony que llevaba sujeto a la cintura con una correa.

—¡Tom! —la monja se arrancó los auriculares—. ¡Tom Ockham!

—¡Miriam, querida! ¡Qué maravilla! ¡No sabía que te hubiesen reclutado! —El sacerdote abrazó a la monja y le plantó un beso enérgico en la mejilla—. ¿Recibiste mi carta?

—Sí, Thomas. Las palabras más raras que he leído jamás. Y, aun así, no sé por qué, intuí que eran ciertas.

—Todo es cierto —afirmó el sacerdote—. Roma, Gabriel, las diapositivas, el electrocardiograma…

—Un asunto malo.

—El peor.

—¿No hay esperanzas?

—Ya me conoces, el eterno pesimista.

Anthony se mesó la barba. Las bromas entre Ockham y la hermana Miriam le desconcertaban. Parecía menos una conversación entre un sacerdote y una monja que entre dos actores de cine pasados de moda al toparse uno con otro en un plató de Hollywood veinte años después de su divorcio amistoso.

—Querida, te presento a Anthony Van Horne, el mejor marino vivo del planeta, o eso creían los ángeles —dijo Ockham—. Miriam y yo nos conocemos desde hace mucho —le dijo al capitán—. En Loyola todavía usan el libro de texto que escribimos a principios de los años setenta, Introducción a la teodicea.

—¿Qué es la teodicea? —preguntó Anthony.

—Es difícil de explicar.

—Suena a idiocia.

—Lo es en gran parte.

—La teodicea significa reconciliar la bondad de Dios con los males del mundo. —La hermana Miriam arrancó una salchicha ahumada y le dio un mordisco—. La cena —explicó, masticando despacio—. Capitán, quiero ir.

—¿Adónde?

—De viaje.

—Mala idea.

—Es una idea espléndida —dijo el sacerdote. Señaló hacia las salchichas—. ¿Te importaría? No he comido en todo el día.

—Una PAT es suficiente —aseguró Anthony.

Miriam arrancó otra salchicha y se la pasó a Ockham.

—Deje que se lo diga de otro modo —el sacerdote le dio un toque suave a Anthony con la tablilla—. El Santo Padre no se quedó del todo convencido con usted. No es demasiado tarde para que contrate a otro capitán.

Anthony empezó a sentir los primeros indicios insidiosos de una migraña en el cerebro. Se frotó las sienes.

—De acuerdo, padre. Muy bien. Pero no le gustará el trabajo. No se hace más que rascar herrumbre y pintar lo que hay debajo.

—Suena horrible —dijo la monja—. Acepto.

—¿Nos vemos en misa mañana? —preguntó Ockham, apretándole la mano a Miriam—. La catedral de Saint Patrick, a las 0800 horas, como decimos en la Marina Mercante.

—Faltaría más.

La hermana Miriam se puso los auriculares y volvió a su montacargas.

—Vale, nuestra cocina está en buenas condiciones —dijo Anthony, cuando él y Ockham se acercaban al ascensor—, pero ¿qué hay de lo demás? ¿Los pertrechos antidepredadores?

—Esta mañana hemos cargado seis cajas de repelente de tiburones Dupont —apuntó Ockham, devorando la salchicha—, además de quince bazocas T-62 —le echó un vistazo a la lista de control—, y veinte cañones lanzaarpones explosivos WP-17 Toshiba.

—¿La turbina de refuerzo?

—Llega mañana.

Subieron a la séptima planta, el puente. El lugar parecía intacto, helado, como si alguna sociedad histórica estuviera conservando el Carpco Valparaíso para el turismo, la pieza más nueva del Museo de Desastres Ecológicos. Incluso los prismáticos Bushnell ocupaban el sitio de costumbre en el compartimiento de lona junto a la pantalla del radar de doce millas.

—¿Baos de refuerzo de los tabiques de contención?

—En la bodega del castillo de proa —respondió Ockham.

—¿Hélice de emergencia?

—Mire hacia abajo, la verá amarrada a la cubierta de barlovento.

—No me ha gustado que me viniera con esa mierda de antes, amenazándome…

—A mí tampoco me ha gustado. Intentemos ser amigos, ¿vale?

Sin decir nada, Anthony agarró el timón, rodeando el disco de acero frío con las manos. Sonrió. En su pasado había una madre muerta, un padre voluble, un compromiso roto y cuarenta y un millones de litros de petróleo vertido. Su futuro no prometía mucho, aparte de vejez, migrañas crónicas, duchas inútiles y un viaje que olía a locura.

No obstante, en ese preciso momento, de pie en el puente de su barco y contemplando la hélice de emergencia, Anthony Van Horne era un hombre feliz.


En el centro saturado y sofocante de Jersey City, un huérfano de veintiséis años llamado Neil Weisinger se echó el petate al hombro, subió ocho tramos de escalera hasta el último piso del edificio Nimrod y entró en la Sala de Nueva York del Sindicato Marítimo Nacional. Unos treinta y cinco marineros y marineros preferentes abarrotaban la sala polvorienta, sentados nerviosos en sillas plegables, con sus bártulos metidos entre las piernas, la mitad dándole caladas a un cigarrillo, cada uno de ellos con la esperanza de obtener una litera en el único barco que tenía previsto atracar ese mes, el vapor Argo Lykes. Neil gruñó. Tanta competencia.

El instante en que acabó su último viaje (una excursión con una carga seca en el Stella Lykes, en un viaje de ida y vuelta hasta Auckland a través del canal), había hecho lo que hacen todos los marineros preferentes al desembarcar: correr inmediatamente a la sala del sindicato más cercana para que le sellaran su tarjeta de navegación con la fecha y la hora exactas. Nueve meses y catorce días después, la tarjeta había adquirido una antigüedad considerable, pero seguía sin ser una ganadora.

Neil sacó la tarjeta de la cartera —le gustaba inmensamente su foto de identificación, la forma en que el fuerte resplandor del estroboscopio había hecho que sus ojos negros brillasen y su cara angelical pareciera angular y austera—, y lanzó el rectángulo laminado en una caja de zapatos enganchada a la pared debajo de un póster que decía ENVÍELO EN UN BARCO AMERICANO: NO CUESTA MÁS. Tras meter la mano en la caja, le echó un vistazo a sus rivales. Malas noticias. Un rastafari con diecinueve días más en tierra que Neil. Otro judío como él llamado Daniel Rosenberg con once. Una china, An-mei Jong, con seis. Maldita sea.

Se sentó debajo de una ventana abierta, que tenía una capa gruesa de mugre de Jersey extendida por el cristal como mantequilla de cacahuete sobre una galleta salada. Claro que nunca se sabía. A veces ocurren milagros. Un petrolero de servicio irregular podría llegar del golfo Pérsico. El expedidor podría anunciar un trabajo de relevo en el puerto o uno de esos viajes cortos Hudson arriba que nadie quería a menos que estuviera tan arruinado como Neil. Una tripulación de neptunianos que respirasen metano podría aterrizar en Journal Square, el timonel muerto por una sobredosis de oxígeno, y contratarle en el acto.

—¿Alguna vez te has salvado por los pelos? —una voz tensa, ligeramente laríngea. Neil se dio la vuelta. Fuera de la ventana, un marinero estaba apoyado en la escalera de incendios, un joven musculoso, pecoso, de pelo castaño, que llevaba un polo rojo y una boina negra hecha jirones, y usaba el petate como almohada—. O sea, ¿por los pelos de verdad?

—No, yo no. Una vez, en Filadelfia, vi a un marinero preferente entrar con una tarjeta que tenía trescientos sesenta y cuatro días.

—¿Sudaba?

—Como un fogonero. Cuando pusieron la hoja, el tío se meó en los pantalones y todo.

—¿Consiguió una litera?

Neil asintió.

—Doce minutos y medio antes de que su tarjeta hubiera caducado.

—El Señor había salido en su defensa —el marinero pecoso se sacó una cadena de oro diminuta de debajo del polo y le echó un vistazo a la cruz que colgaba, como el Conejo Blanco consultando su reloj de bolsillo.

Neil se estremeció. No era la primera vez que se topaba con un apasionado admirador de Jesús. Por lo general, no le importaban. Una vez embarcados, solían ser tan diligentes como el que más, limpiando váteres y descascarillando herrumbre sin rechistar, pero su orden del día le ponía nervioso. La mitad de las veces, la conversación llegaba a la precaria posición del alma inmortal de Neil. En el Stella, por ejemplo, un adventista del Séptimo Día le había informado con gravedad de que se podía ahorrar «el problema del Armagedón» aceptando a Jesús en ese mismo momento.

—¿Qué haces en la escalera de incendios?

—Aquí se está más fresco —respondió el marinero pecoso, desenvolviendo un paquete de chicle Bazooka. Recorrió con la vista la tira cómica y se rió con satisfacción, luego se metió la pastilla rosa en la boca.

—Soy Neil Weisinger.

—Leo Zook.

Tras sacar su fiambrera de plástico de Bugs Bunny del petate, Neil salió por la ventana. Desde niño había sido un gran admirador de Bugs. El conejo era un solitario y eso le gustaba. Ningún amigo. Nada de familia. Listo, con recursos, rechazado por un mundo exterior. Bugs Bunny tenía algo un poco judío.

—Eh, Leo, he visto tres tarjetas ganadoras en la caja y ninguna te pertenece. —La escalera de incendios no parecía más fresca que la sala, pero la vista era espectacular, un panorama claro que se extendía desde el centro de la ciudad hasta la estatua de la Libertad—. ¿Por qué no te vas?

—El Señor me ha dicho que hoy conseguiría un barco. —Del compartimiento con cremallera de su petate, Zook recuperó un folleto destrozado titulado Encuentros con Jesucristo, cuyo autor era un tipo llamado Hyman Levkowitz—. Tal vez te parezca interesante —dijo, poniendo el folleto en la mano de Neil—. Es de un solista del coro de una sinagoga que encontró la salvación.

Neil abrió su fiambrera, sacó una manzana verde y empezó a pegarle mordiscos. Se guardó para sí un comentario despectivo. Dios era una idea muy buena.

En efecto, antes de darse cuenta de que su sitio estaba en los barcos, Neil había pasado dos años al otro lado del río en la Universidad Yeshiva, estudiando historia judía y jugando con la idea de convertirse en rabino. Sin embargo, el Dios de Neil no era la deidad paciente, accesible, de llamada directa en quien Leo Zook evidentemente basaba su vida. El de Neil era un Dios que había encontrado haciéndose a la mar, el radiante En Sof que estaba en alguna parte debajo de la dorsal más profunda de en medio del Atlántico y más allá de la estrella de navegación más alta, el Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada.

—Hazte un favor: léelo —dijo Zook—. Te recomiendo la vida eterna sin ninguna reserva.

En aquel momento, Neil hubiera preferido la compañía de casi cualquier otra persona. La de un vendedor a domicilio de enciclopedias o la de un árabe, porque fueran cuales fueran sus otros defectos, sus compañeros árabes nunca intentaban convertirle a su religión. Por lo general, se limitaban a ignorarle, aunque a veces incluso llegaban a hacerse amigos suyos, especialmente cuando, durante las oraciones, les ayudaba a seguir en dirección a la Meca mientras el barco viraba. Al embarcarse, Neil siempre llevaba una brújula expresamente con esa intención.

Una mujer con forma de pera y con el porte de una verdulera salió de la oficina caminando como un pato y se dirigió al tablero.

—¡La sopa está lista! —gritó la mujer que se encargaba de las ofertas de empleo, mientras Neil y Zook volvían como podían a la sala. Se sacó dos chinchetas de la boca como si fueran dientes sueltos y clavó una hoja de puestos de trabajo en el corcho.


• PUESTOS DE MARINEROS EN ALTA MAR •

COMPAÑÍA: Argo Lykes

UBICADO EN: Muelle 86

ZARPA: Vapor Lykes Brothers

BARCO: 1500 viernes

TRAYECTO: Costa oeste Sudamérica

PUESTOS: Marineros preferentes: 2

HORARIO: 120 días en rotación

RELEVO DE: J. Pierce, F. Pellegrino

RAZÓN: Fin de contrato


—De acuerdo —dijo la expedidora—, ¿para quién son?

—Aquí no hay nadie que gane a diez meses más quince días, ¿eh? —comentó el rastafari.

—El otro es mío —apuntó Daniel Rosenberg.

La expedidora se miró el reloj.

—Suponiendo que no aparezca ninguna tarjeta ganadora en los próximos seis segundos —le guiñó el ojo a los vencedores—, son todos vuestros. Entrad en la oficina, chicos.

Poco a poco, la muchedumbre se dispersó, cuarenta hombres y mujeres decepcionados volviendo sin ninguna prisa y con aire taciturno a sus asientos. Ocho marineros recogieron sus tarjetas y, admitiendo la derrota, se marcharon. Los soñadores y los desesperados se sentaron a esperar.

—El Señor no nos fallará —dijo Zook.

Neil se dejó caer en la silla plegable más cercana. Por qué no lo reconocía: no tenía ninguna carrera, era un fracaso. De algún modo su abuelo se había forjado una vida honrosa y rodeada de glamour en el mar. Sin embargo, aquella época se había acabado. El sistema se estaba muriendo. Aconsejar a un joven que se incorporase a la Marina Mercante de los Estados Unidos era como aconsejarle que fuera a formar parte de un vodevil.

De niño, Neil nunca se había cansado de escuchar al abuelo Moshe contar sus aventuras marítimas, relatos maravillosos sobre cómo había luchado contra piratas en los ríos ecuatorianos, transportado hipopótamos a zoológicos franceses, jugando al gato y al ratón con submarinos nazis en el Atlántico Norte y, lo más impresionante de todo, cómo había ayudado a pasar clandestinamente a mil quinientos judíos desplazados por delante del bloqueo británico hasta Palestina en el Hatikvah, uno de los varios barcos mercantes de servicio irregular que Aliyah Bet había arrendado en secreto. Cuatro décadas después, el primer oficial Moshe Weisinger había abierto la correspondencia para encontrar un obsequio como muestra del agradecimiento del gobierno israelí: una medalla de bronce que llevaba la cara de David Ben-Gurion en bajorrelieve. Cuando el abuelo Moshe murió, Neil heredó la medalla. Siempre la llevaba en el bolsillo derecho de su pantalón, algo que agarrar en los momentos de tensión.

La puerta de la sala se abrió y un hombre arrugado y desgarbado que llevaba una camisa negra y un alzacuello católico entró y le plantó una hoja de puestos de trabajo en la mano a la expedidora.

—Anúncielo enseguida.

La expedidora clavó la hoja del sacerdote justo encima del anuncio del Argo Lykes.

—Bueno, urracas —dijo, volviéndose hacia los marineros aspirantes—, tenemos un petrolero de servicio irregular en el muelle ochenta y ocho y parece que empiezan desde cero.


• PUESTOS DE MARINEROS EN ALTA MAR •

COMPAÑÍA: Carpco Shipping

BARCO: Vapor Carpco Valparaíso

UBICADO EN: Muelle 88

ZARPA: 1700 jueves

TRAYECTO: Svalbard, océano Ártico

PUESTOS: Marineros preferentes: 18

MARINEROS : 12 Manipuladores de alimentos: 2

HORARIO: 90 días en rotación

RELEVO DE: No corresponde

RAZÓN: No corresponde


Gruñidos de consternación resonaron por la sala del sindicato. El Valparaíso, el infame Valparaíso, el deshonrado, roto y endemoniado Valparaíso. ¿No lo habían vendido a los japoneses y convertido en buque de transporte de residuos tóxicos? ¿Hundido en una prueba de misiles Tomahawk?

—¿Eso significa que estamos todos contratados? —preguntó un hombre rollizo con los dientes cariados, al que se le empezaba a notar la barba.

—Todos y cada uno de vosotros —contestó el sacerdote—. No sólo eso, sino que además podéis contar con más horas extras de las que os hayáis sacado en toda vuestra vida. Me llamo Thomas Ockham, de la Sociedad de Jesús, y pasaremos los próximos tres meses juntos.

Entonces, como si creyera que la Marina Mercante de los Estados Unidos era un cuerpo del ejército, el sacerdote saludó, dio una media vuelta brusca y se fue de la sala marcando el paso.

—Te dije que el Señor no nos fallaría —dijo Zook, lamiéndose un bigote de sudor.

Se abatió un silencio inquietante, que se depositó en el polvo y se pegó al humo de los cigarrillos. El Señor no les había fallado, pensaba Neil. Ni el Señor ni la Compañía Caribeña de Petróleo. Neil no transportaría judíos a Haifa ni hipopótamos a Le Havre en este viaje, no esquivaría ningún submarino nazi, pero al menos tenía un trabajo.

—Jesús aún no me ha dado la espalda —seguía diciendo el evangélico.

Un trabajo, y aun así…

—Cristo nunca le da la espalda a nadie.

Neil creía que no se debería resucitar un barco como el Valparaíso y, si lo hacían, un marinero preferente listo buscaría trabajo en otra parte.

—Sabéis, tíos, esto me da un poco de canguelo —comentó una mujer pechugona puertorriqueña con una camiseta ajustada de Menudo—. ¿Por qué nos embarcamos con un cura?

—Sí, ¿y por qué en el puto Titanic? —preguntó un viejo marinero curtido con AMO A BRENDA tatuado en el dorso de la mano.

—Os diré algo más —dijo el hombre rollizo—. Yo fui a Svalbard en un bulk-carrier una vez y os puedo decir a ciencia cierta que allí no encontraréis ni una sola gota de crudo. ¿Qué vamos a cargar, meado de morsa?

—Bueno, es genial tener un barco —dijo la esbelta An-mei Jong con entusiasmo forzado.

—Sí, claro —soltó el amante de Brenda con una falsa alegría.

Neil se metió la mano en el bolsillo derecho de los pantalones y apretó la medalla de Ben-Gurion de su abuelo.

—Vayamos a enrolarnos —dijo, cuando en realidad su impulso era salir corriendo de la sala, encontrar a un marinero parado deambulando por el puerto de la Undécima Avenida y darle su litera al pobre desgraciado.

Tormenta

Para un capitán de barco, dejar su embarcación en manos de un práctico de puerto era una experiencia dolorosa, un suplicio de desplazamiento no muy distinto al de un marido al encontrarse una marca de condón que no utilizaba en el bolso de su mujer. Sin embargo, Anthony Van Horne no era el típico capitán de barco. Los prácticos de puerto no hacían las reglas, pensaba, sino la Comisión Nacional de Seguridad del Transporte. De modo que, cuando una lancha abollada de la Autoridad Portuaria de Nueva York amarró junto al Carpco Valparaíso a las 1735 horas la tarde de la partida prevista, Anthony estaba totalmente dispuesto a ser cortés.

Entonces reconoció al práctico.

Frank Kolby. El viejo empalagoso Frank Kolby, el idiota que se había reído a carcajadas al ver al padre de Anthony representar el naufragio del Val en la salsera.

—Hola, Frank.

—¿Qué tal, Anthony? —El práctico entró en la timonera y se sacó sus pantalones impermeables negros—. Me habían dicho que eras tú quien estaba en el puente. —Llevaba un traje azul con chaleco, bien entallado y muy bien planchado, como si tratase de hacerse pasar por lo que no era, un guarda de aparcamiento con pretensiones—. Han empalmado el Val muy bien, ¿no?

—Me imagino que durará otro viaje —dijo Anthony, poniéndose las gafas de espejo.

Los remolcadores tocaron la bocina para avisar que estaban listos. Kolby dejó caer los pantalones impermeables junto a la bitácora de la brújula, luego alargó la mano hacia la consola de control y cogió rápidamente el walkie-talkie.

—¡Levad anclas!

Crujiendo, echando chorros de vapor, los cabrestantes del castillo de proa giraron, sacando lentamente del río dos cadenas cubiertas de algas. En la pantalla de televisión de proa Anthony vio cómo pegotes de limo negro se escurrían por el ancla de estribor como gelatina por un tenedor y caían sonoramente en el Hudson. Por un instante, imaginó que había visto el cadáver de Rafael Azarías abrazado a las uñas, pero entonces se dio cuenta de que sólo era un pedazo de barro con forma de ángel.

—¡Soltad amarras!

Encasquetándose la gorra de visera de John Deree hasta las cejas, Anthony abrió la puerta de estribor y cruzó el ala del puente con determinación. A lo largo de todo el muelle 88, estibadores con zapatillas rotas y camisetas raídas corrían de aquí para allá, desatando amarras de dacrón de los norays, soltando el petrolero. Pasaban gaviotas revoloteando por delante del sol poniente, graznando su interminable desaprobación del mundo. Media docena de remolcadores convergieron desde todas las direcciones, silbatos agudos sonaban como locos mientras las tripulaciones lanzaban cabos gruesos y enmarañados a los marineros preferentes emplazados en la cubierta de barlovento del Val.

Anthony aspiró una porción generosa de aire portuario —su última oportunidad, antes de desatracar, de saborear esa mezcla única de aceite de carbonera, agua de pantoque, aguas residuales sin tratar, peces muertos y guano de gaviotas—, y volvió a entrar.

—Avante poca —dijo Kolby—, veinte revoluciones.

—Avante poca. —El primer oficial Marbles Rafferty, un marino negro lúgubre de cuarenta y pocos años, delgado y muy encorvado, una especie de pierna de cordero humana, movió las dos palancas de mando hacia adelante con cuidado.

Suave y cautelosamente, como un banco de atunes lazarillo guiando a una ballena ciega a casa, los remolcadores empezaron la operación burda y a la vez tan elegante como un ballet de transportar el Valparaíso por el río y encararlo hacia la bahía alta de Nueva York.

—Diez grados a la derecha —dijo Kolby.

—Diez a la derecha —repitió el marinero preferente al timón, Karl Jaworski, un marinero barrigón que llevaba la designación de marinero preferente hasta los límites más profundos del eufemismo[1]. Con la mirada fija en el indicador, Jaworski le dio al timón un giro letárgico.

—Avante a velocidad media —ordenó Kolby.

—Avante a velocidad media —repitió Rafferty, adelantando los reguladores.

El Valparaíso bordeó la costa suavemente sobre trescientos conductores que se dirigían al oeste y que estaban atrapados en el embotellamiento habitual de las seis del túnel Holland.

—¿Es verdad que papá y su mujer están en España? —le preguntó Anthony al práctico.

—Sí —contestó Kolby—. En una ciudad llamada Valladolid.

—No había oído hablar nunca de ella.

—Cristóbal Colón murió allí.

Anthony reprimió una sonrisita. Pero, claro, ¿a qué otro sitio se arrastraría el viejo al final de su vida sino al lugar del fallecimiento de su ídolo?

—¿Sabes cómo puedo ponerme en contacto con él?

Mientras el práctico se sacaba una agenda electrónica Sanyo del chaleco, Anthony revivió en un instante aquel día de Acción de Gracias previo: Kolby comiéndose una porción de puré de patatas empapado en salsa de menudillos y fluido de mechero.

—Tengo su número de fax.

Anthony cogió un bolígrafo Chevron y un Navegante práctico americano de encima del ordenador Marisat.

—Dispara —dijo, abriendo el libro.

¿Por qué se identificaba su padre tan extremadamente con Colón? ¿Reencarnación? Si así fuera, entonces seguro que el espíritu que ocupaba a Christopher Van Horne no era el Colón visionario e inspirado que había descubierto el Nuevo Mundo. Era el Colón demente y artrítico de los viajes posteriores, el Colón que había tenido una horca instalada permanentemente en el coronamiento del barco para poder ahorcar a amotinados, a desertores, a rezongones y a todos aquellos que dudaban públicamente que hubieran llegado a las Indias.

—Marca el 011-34-28…

Anthony transcribió el número a lo largo del diagrama de la Osa Menor, llenando el carro con los dígitos.

—¡Fuera los remolcadores! —bramó Kolby.

A medida que el World Trade Center se erguía imponente, sus promontorios alzándose al anochecer como norays hechos para amarrar un barco inconcebiblemente colosal, un pensamiento inquietante se apoderó de Anthony. Este scout marino de setenta años, este gilipollas amigo del carámbano de su padre, estaba a doscientos metros de embarrancarles en los bancos de arena.

—¡A la derecha diez grados! —gritó Anthony.

—Estaba a punto de decirlo —soltó Kolby bruscamente.

—Diez a la derecha —repitió Jaworski.

—¡Lentísimo! —dijo Anthony.

—Y eso —dijo Kolby.

—Lentísimo —repitió Rafferty.

—Remolcadores de popa fuera —llegó el informe del contramaestre, saliendo con voz áspera del walkie-talkie.

—Tienes que estar un poco más despierto, Frank. —Anthony le hizo un guiño condescendiente al práctico—. Cuando el Val navega así de ligero, se toma su tiempecito en virar.

—Remolcadores de proa fuera —ordenó el contramaestre.

—Rumbo franco —dijo Anthony.

—Rumbo franco —repitió Jaworski.

Los remolcadores viraron hacia el norte, soltaron una sucesión alta y cachonda de pitidos de despedida y regresaron a toda máquina Hudson arriba como un conjunto de órganos de vapor marineros.

—Despierta a la sala de bombeo —dijo Kolby, arrancando el micro del interfono de la consola y pasándoselo al primer oficial—. Es hora de cargar un poco de lastre.

—No lo hagas, Marbles —dijo Anthony.

—Necesito lastre para navegar —protestó Kolby.

—Mira el sondímetro, por el amor de Dios. Si hasta los bálanos del casco se pueden enganchar al fondo con la polla.

—Éste es mi puerto, Anthony. Sé qué profundidad tiene.

—Nada de lastre, Frank.

El práctico enrojeció y bufó.

—Parece ser que ya no me necesitáis aquí arriba, ¿no?

—Eso parece.

—¿Quién es tu sastre, Frank? —preguntó Rafferty, con cara de póquer—. Me gustaría que me enterraran con un traje como ése.

—Que te jodan —espetó el práctico—. Que os jodan a todos.

Anthony le arrancó el walkie-talkie de la mano a Kolby.

—Bajad la escala real de estribor —ordenó al contramaestre—. Vamos a dejar al práctico dentro de diez minutos.

—Cuando la guarda costera se entere —gruñó Kolby, temblando de rabia mientras se volvía a poner los pantalones impermeables—, no pasará ni una semana antes de que vuelvas a perder la licencia de capitán.

—Presenta tu queja en portugués —dijo el capitán. La estatua de la Libertad pasó deslizándose junto al barco, alzando su antorcha infatigablemente—. Mi licencia es de Brasil.

—¿Brasil?

—Está en Sudamérica, Frank —dijo Anthony, sacando al práctico de la timonera a empujones—. Tú allá no llegarás nunca.

A las 1835 Kolby estaba en la lancha portuaria, regresando a toda velocidad al muelle 88.

A las 1845 el Valparaíso empezó a beberse la bahía alta de Nueva York, aspirando las mareas y metiéndolas en sus tanques de lastre.

A las 1910 la oficial de radiotelegrafía entró en el puente: era Lianne Bliss —“Chispas”, según la sagrada tradición marítima—, la hippy vegetariana, huesuda y pequeña que Ockham había descubierto el miércoles en la Organización Internacional de Capitanes, Oficiales y Prácticos.

—La isla Jay al teléfono. —Para alguien tan menuda, Chispas tenía una voz que retumbaba de manera asombrosa, como si estuviera hablando desde el fondo de un compartimiento de carga vacío—. Quieren saber qué nos proponemos.

Anthony entró agachándose en el cuarto de radiotelegrafía y encendió el micro transmisor receptor con el pulgar.

—Llamando a la estación de la guarda costera de la isla Jay…

—Adelante. Corto.

—Aquí el Carpco Valparaíso, con rumbo en lastre a Lagos, Nigeria, para cargar doscientos mil barriles de petróleo crudo. Corto.

—Roger, Valparaíso. Le informamos de que la borrasca tropical número seis, el huracán Beatrice, está soplando actualmente hacia el oeste desde Cabo Verde.

—Captado, isla Jay. Fuera.

A las 1934 el Valparaíso cruzó la línea etérea que separaba la bahía baja de Nueva York del océano Atlántico Norte. Veinte minutos después, el segundo oficial Spicer —Big Joe Spicer, el único marino a bordo que parecía hecho a la escala del petrolero—, entró en la timonera para relevar a Rafferty.

—Pon rumbo a Santo Tomé —le ordenó Anthony a Spicer. El capitán cogió el termo de café Exxon y su taza de cerámica Carpco y se sirvió la primera de las que esperaba serían unas quinientas tazas de café de Jamaica negro y espeso—. Quiero que estemos allí en dos semanas.

—He oído a la guarda costera mencionar un huracán —dijo Rafferty.

—Olvídate del maldito huracán. Esto es el Carpco Valparaíso, no el velero de un proctólogo. Si se pone a llover, pondremos los limpiaparabrisas en marcha.

—¿O’Connor puede darnos dieciocho nudos constantes? —preguntó Spicer.

—Eso espero.

—Entonces estaremos en el golfo de Guinea antes del diez. —El segundo oficial movió las palancas de mando hacia adelante, punto a punto—. ¿Avante a toda máquina?

El capitán miró hacia el sur, escudriñando las filas del oleaje gris y vítreo, el terreno eternamente cambiante del mar. «Y así empieza —pensó—, la gran carrera, Anthony Van Horne contra la muerte cerebral, la descomposición y los tiburones del mismo demonio.»

—¡Avante a toda máquina!


2 de julio.

Latitud: 37°7’N. Longitud: 58°10’O. Rumbo: 094. Velocidad: 18 nudos. Distancia recorrida desde Nueva York: 810 millas náuticas. Una brisa suave, n° 3 en la escala de Beaufort, sopla a través de la cubierta de barlovento.

Yo quería un diario de verdad, pero no tenía tiempo para ir a una papelería, así que corrí hasta la tienda Thrift Drug y te compré a ti. Según tu portada, eres una «Libreta de espiral oficial de Popeye el marino, copyright © 1959 King Features Syndicate». Cuando te miro la cara arrugada, Popeye, sé que eres un hombre en el que puedo confiar.

En este día, en 1816, la fragata francesa Medusa encalló junto a la costa oeste de África, dice mi Compañero de bolsillo del navegante. «De los 147 que se escaparon en una balsa, casi todos fueron asesinados por sus compañeros, que los lanzaron por la borda o se los comieron. Sólo 15 sobrevivieron.»

Creo que nosotros podemos hacerlo mejor. Para ser una compañía improvisada en el último minuto, parece un grupo bastante listo. Big Joe Spicer se trajo su sextante a bordo, siempre una buena señal en un oficial de derrota. Dolores Haycox, la tercera oficial, una mujer rellenita y curvilínea, pasó la prueba sorpresa que le hice sin ninguna dificultad. (Le hice calcular la distancia desde una hipotética costa escarpada basada en el intervalo entre el toque de la sirena de niebla de un barco y el eco.) Marbles Rafferty, el fúnebre primer oficial, es una elección especialmente poética para esta misión: su bisabuelo pertenecía a una familia de patrones de salvamento de los Cayos de Florida, aquellos marinos vanagloriosos del siglo XIX que fueron, Ockham me informa, «inmortalizados por John Wayne y Raymond Massey en Piratas del mar Caribe».

Ya sabía que Sam Follingsbee era un cocinero genial, pero era imposible distinguir el pollo frito de esta noche del de las recetas secretas del coronel Sanders, tanto el Original como el Extra Crujiente. Un talento extraño, este genio para la mediocridad. Crock O’Connor, el jefe de máquinas, es el tipo de inventor de historias afable de Alabama que asegura que inventó el tapón de media rosca de botella pero que no recibe derechos de autor por culpa de la bellaquería de un abogado sin escrúpulos especialista en patentes. Nos ha estado dando los 18 nudos, así que ¿quién soy yo para llamarle mentiroso? Lou Chickering, el rubio y guapo primer maquinista auxiliar —nuestro propio Billy Budd— es un actor de teatro de Filadelfia que una vez intentó alcanzar el éxito en Broadway y que ahora pasa sus horas libres organizando demostraciones de talento en la sala de juegos de los marineros. Su especialidad es Shakespeare e incluso a nuestros analfabetos les cautivó su representación de anoche de la canción de Ariel de La tempestad («Yace tu padre a cinco brazas…»). Bud Ramsey, el segundo maquinista, es un coleccionista de pornografía, un connaisseur de cerveza y un fanático del stud-poker con siete cartas. Es alentador, creo, cuando un hombre expone sus vicios. Además nos respaldan: 38 marineros contratados con gratitud —23 hombres y 15 mujeres— esparcidos por nuestras cubiertas, cocinas, salas de máquinas y estaciones de control de carga. Me gusta hojear sus currículums. A bordo tenemos un exterior centro de las ligas menores (Albany Bullets), un antiguo payaso (Circo de los hermanos Hunt), un ex convicto (atraco a mano armada), un soldador por puntos, un trabajador de una cadena de montaje de coches, una vendedora de Revlon, un cabo del ejército, un entrenador de perros, una profesora china de matemáticas (primeros años de enseñanza secundaria), un taxista, tres veteranos de la Tormenta del Desierto y un siux lakota de pura cepa llamado James Echohawk.

Una gran masa de petróleo vertido —uno de esos «residuos flotantes de petróleo particulado»—, ha cuajado junto a la costa de Camerún: ésa es la historia que le he estado dando a todo el que pregunta. Cuando Carpco se dio cuenta de que el Vaticano se había enterado del desastre, le ofreció un trato al Papa: quitadnos a Greenpeace y a la ONU de encima y nosotros quitaremos el asfalto inmediatamente. Además, no nos limitaremos a hundirlo. Lo llevaremos a tierra, lo cortaremos en trocitos y refinaremos los fragmentos convirtiéndolos en aceite gratis para las pujantes industrias africanas. Excelente, dijo Roma, pero enviaremos al padre Ockham para supervisar.

Es decir: una operación secreta, ¿lo captáis, tíos? Shh, shh, ¿entendéis? Por eso no les hacemos señales a los barcos que pasan ni encendemos las luces de navegación ni dejamos que nadie llame a casa.

—Vale, pero ¿por qué a esta velocidad de mil demonios? —quiere saber Crock O’Connor—. ¿Estamos practicando para ser el primer superpetrolero que gane la Copa América?

—El asfalto es una amenaza para la navegación —explico—. Cuanto antes lleguemos, mejor.

—Anoche dejé el vaso de zumo de naranja vacío en la mesa —insiste el hombre—, y la maldita cosa salió pitando hasta el borde y se cayó, sin dejar de cantar ni un instante. Estamos vibrando, capitán. Vamos a partir el puto casco.

La verdad es que tiene razón. Lleva tu transportador de crudo ultra grande en línea recta a 18 nudos con los compartimientos de carga vacíos y poco después empezarás a romperte a sacudidas como un Chevrolet del 57.

Hay formas de calmar un barco tembloroso sin perder demasiado tiempo. Estoy usando todos los trucos del libro: cambiando brevemente de velocidad, alterando ligeramente el rumbo, parando las máquinas por completo durante uno o dos minutos y bordeando la costa —cualquier cosa que rompa el ritmo de las olas golpeando la proa—. Hasta ahora funciona. Hasta ahora seguimos de una pieza.

Al amanecer vinieron las tortugas marinas.

Cientos de ellas, Popeye, nadando a través de mis sueños, con los caparazones brillando por el crudo de Texas. Luego llegaron las garcetas niveas, negras como cuervos, luego las espátulas rosadas, las garzas azules…

Me desperté sudando. Me duché, me sequé, leí el primer acto de La tempestad: Próspero invocando la tormenta y atrayendo el barco real a su isla encantada, Miranda enamorándose desesperadamente del príncipe náufrago Ferdinand. Y bebí un vaso de leche caliente. A las 0800 por fin volví a dormirme.


Las ganas de rezar eran intensas, pero Cassie Fowler, que a los cuarenta y un años sabía que no se debía creer en Dios, había logrado resistir hasta el momento. En las trincheras no hay ateos; le pareció que era una máxima inteligente: hábil, irónica y atractiva. Y estaba dispuesta a demostrar que no era cierta.

Durante unas quince horas calurosas, desdichadas y sedientas, Cassie había soportado su trinchera acuática, un bote neumático a la deriva en el Atlántico Norte, y en todo ese tiempo había sido consecuente consigo misma y nunca había pedido ayuda a Dios. Cassie era una mujer íntegra —una mujer que había pasado la primera década de su edad adulta escribiendo obras antirreligiosas, que perdían dinero y que se estrenaban fuera de Broadway (el tipo de sátiras que los críticos calificaban de «mordaces» cuando el autor era un hombre y de «estridentes» cuando era una mujer)—, una mujer que, habiendo dedicado la mayor parte de la treintena a adquirir un doctorado en biología, había optado por enseñar en el aburrido y retrógrado colegio universitario de Tarrytown, un sitio donde podía llevar a cabo pequeños experimentos descabellados (siendo su conclusión inicial que, si tiene la oportunidad, la rata macho de Noruega exhibe instintos de crianza hacia sus crías tan fuertes como la hembra), sin sentirse presionada por ganar una subvención o publicar sus resultados.

Si la situación de Cassie hubiera sido menos desesperada, habría sido cómica, a lo Samuel Beckett: maniobrando el bote neumático con una pala de ping-pong, achicándolo con una taza conmemorativa de Elvis Presley, protegiéndose el cuerpo vestido con un biquini con una toalla de playa de Betty Boop. «Socorro», decía jadeando por el micrófono transmisor receptor, haciendo girar frenéticamente la manivela del generador. «Por favor, alguien… en dirección al este… última latitud conocida, dos grados al norte… última longitud conocida, treinta y siete al oeste… ayúdenme.» No recibía respuesta. Ni una sola palabra. Como si estuviera rezando.

Sabía que hacia el este estaban las Rocas de Saint Paul, un archipiélago volcánico diminuto que se extendía a lo largo del ecuador. Las Rocas no prometían mucho —una oportunidad para recuperar fuerzas, y dejar de achicar agua durante un rato—, pero en este momento un destino sin sentido era mejor que nada.

Una recreación auténtica del histórico viaje de Charles Darwin realizado en una réplica exacta de su barco: «qué concepto tan maravilloso para un crucero —había pensado al leer el folleto—, una especie de vacaciones del Club Med para racionalistas.» Durante todo el vuelo a Inglaterra, Cassie se había imaginado presentando un informe a sus amigos de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste, proyectando con orgullo sus diapositivas en color de 35 mm de los pinzones y de los lagartos autóctonos de las islas Galápagos (pensaba sacar unos cincuenta carretes de fotos), descendientes de las mismas bestias de cuyas anatomías Darwin había deducido que la Creación provenía no de la mano de Dios Todopoderoso sino de algo muchísimo más interesante —y continuó entregándose a fantasías alentadoras como aquella cuando, el 12 de junio, el Beagle II partió del puerto Charlestown, en Cornualles, con los veinticuatro camarotes atestados de una insólita colección de profesores de biología, naturalistas de sillón y universitarios mimados que no habían completado sus estudios y a los que sus padres exasperados estaban deportando—. El itinerario ideado por Aventuras Marítimas, S.A. hacía que el Beagle II siguiera la ruta exacta de Darwin, con la excepción de una media vuelta en Joas Pessoa para aprovecharse del canal de Panamá y ahorrarse siete meses. Una vez hubieran explorado las Galápagos, un avión con motor a reacción saldría de Guayaquil para llevarles de regreso a Inglaterra.

Nunca pasaron del ecuador. El huracán Beatrice no se limitó a hundir el Beagle II, lo desgarró como uno de los estudiantes de segundo curso de Cassie al diseccionar un cazón. Mientras el barco se hundía, Cassie se encontró sola en un mar glacial, aferrada a un palo y con su toalla de Betty Boop en la mano, asimilando amargamente el hecho de que entre las estratagemas por medio de las cuales Aventuras Marítimas mantenía el viaje organizado a las Galápagos por debajo de los mil dólares por persona estaba la eliminación de balsas y chalecos salvavidas y de pilas de reserva para la radio de onda corta. Sólo por un milagro de la casualidad logró pescar entre los restos flotantes un transmisor receptor que funcionaba con una manivela y subirse a bordo del bote neumático errante del Beagle.

—En dirección al este… última latitud conocida, dos grados al norte… última longitud conocida, treinta y siete al oeste… que alguien me ayude.

Inexorable y malicioso, el sol salió: su enemigo de un solo ojo, un depredador tan peligroso como cualquier tiburón. La toalla de Betty Boop la protegía de los rayos, pero la sed pronto se volvió intolerable. La tentación de hundir la taza de Elvis en el océano y beber era casi irresistible, aunque como bióloga sabía que eso sería fatal. Sí consumía medio litro de agua del mar, junto con esos veinticinco centímetros cúbicos de H2O ingeriría también una cantidad de sal mucho mayor de la que necesitaba el cuerpo. Si repetía, los riñones ya tendrían suficiente H2O para procesar la sal del primer medio litro, pero no el suficiente para procesar la sal del segundo medio litro. Si bebía una tercera vez… etcétera, etcétera, y nunca podría llevar la delantera. Inevitablemente, los riñones se volverían imperialistas y le robarían el agua a los otros tejidos. Se secaría, cogería fiebre, moriría.

—Ayúdenme —gemía Cassie, girando con mucho dolor la manivela del transmisor receptor—. Ultima latitud conocida, dos al norte… longitud, treinta y siete al oeste… agua… agua… No se lo pediré a gritos a Dios —juró—. No rezaré por que me libere.

De pronto aparecieron las Rocas de Saint Paul, seis agujas de granito que se alzaban del ecuador como estalactitas acuáticas, los picos escarchados con montículos cada vez más altos de excrementos de aves marinas. Por un instante saboreó la poesía peculiar del momento. El 12 de febrero de 1832 el Beagle original había anclado en ese mismo lugar. «Al menos desapareceré a la sombra de Darwin —pensó—. Al menos le he seguido hasta el final.»

Al anochecer, Cassie había arribado, maniobrando el bote neumático contra el lado de sotavento del islote. Con el transmisor receptor en la mano y la toalla de Betty Boop echada sobre el hombro, se encaramó a la aguja más alta, la piedra pómez recortada le rasgaba las manos y restregaba las rodillas. Una lata helada de Coca-Cola light flotaba en el aire justo fuera de su alcance; una jarra gélida de limonada le hacía señas desde un peñasco vecino; un géiser glacial arrojaba ponche hawaiano hacia el cielo desde una charca formada por la marea. Al alcanzar la cima, se irguió, con la toalla cayéndole por la espalda como la capa de un monarca. Era todo suyo, el pequeño y espantoso archipiélago entero. Su Alteza Real Cassie Fowler, emperatriz de Guano.

Los viajeros se abatían, un escuadrón tras otro, cormoranes descarados se posaban en sus hombros, alcatraces atrevidos le picoteaban el pelo. A pesar de todo, el terror y la miseria, se encontró deseando que sus estudiantes pudiesen ver aquellos pájaros; estaba dispuesta a dar una clase sobre la familia Sulidae en general y sobre el alcatraz patiazul en particular. El patiazul era un pájaro con visión. Mientras que su primo de calzado rojo ponía los huevos en un nido convencional construido cerca de la copa de un árbol, el patiazul utilizaba la imagen de un nido, una abstracción elegante que creaba formando un círculo con un chorro de guano en el suelo. A Cassie le encantaba el alcatraz patiazul, no sólo por su política (los machos hacían la parte que les correspondía de la empolladura y del cuidado de los polluelos), sino también porque ahí había una criatura para la que las distinciones entre vida, arte y mierda eran menos obvias de lo que todos suponían.

Por todos lados se interpretaban los crudos ritmos darwinianos: cangrejos comiendo plancton, alcatraces devorando cangrejos, peces grandes alimentándose de peces pequeños, una orgía eterna de muerte, festín, digestión y eliminación. Cassie nunca se había sentido tan conectada con la salvaje verdad evolucionista. Allí estaba la Naturaleza, la Naturaleza real, de pinzas rojas, de caca blanca, despojada de todo sentimiento rousseauniano, rapsódica como un herpes, romántica como una infección de levadura.

Con las últimas fuerzas que le quedaban ahuyentó a los pájaros, luego se agachó, como Job, entre el guano. Irónicamente, entre las obras de teatro que había escrito, su favorita, Historias bíblicas para adultos, n° 46: El culebrón, era una continuación audaz de Job. Dos mil años después de que Dios le torturara, intimidara y sobornara, el héroe regresa al estercolero para la revancha.

Su lengua era una piedra. Cassie estaba demasiado seca para llorar. No sucumbiré a la fe, juró, mirando fijamente al otro lado del mar vasto y anónimo.

En las trincheras no hay ateos. «Socorro», dijo Cassie con voz áspera, girando la manivela del transmisor receptor. «Por favor. Ayúdenme. El Beagle era un nombre estúpido para un barco», refunfuñó. «Los beagles son sabuesos, no barcos. Socorro. Por favor, Dios, soy yo», murmuró la darwinista que había dejado de practicar. «Soy Cassie Fowler. Las Rocas de Saint Paul. Los beagles son sabuesos. Por favor, Dios, ayúdame.»


4 de julio.

El cumpleaños de nuestra hermosa república. Latitud: 20°9’N. Longitud: 37°15’O. Rumbo: 170. Velocidad: 18 nudos. Distancia recorrida desde Nueva York: 1.106 millas náuticas.

Si no supiera que no es así, diría que Jehová mismo había enviado aquel huracán. No sólo sobrevivimos, sino que nos llevó 184 millas a 40 nudos y ahora llevamos casi un día de adelanto según lo previsto.

Probablemente un petrolero cargado podría haber partido esas olas grandes, pero nosotros tuvimos que dejarnos llevar por ellas, avante a toda máquina en los senos, lentísimo en las crestas. Había tanta espuma que las olas se volvieron de un blanco puro, como si el mar mismo hubiera muerto.

Teníamos a un buen hombre al timón, un chico de Jersey de cara redonda llamado Neil Weisinger y, de algún modo, nos abrimos camino con insolencia, pero sólo después de que un domo del Marisat se partiera en dos y un pendolón de estribor fuera arrancado de raíz. Sin mencionar 4 botes salvavidas que volaron al agua, 15 ventanas rotas en la camareta alta, 2 brazos rotos, 1 tobillo torcido.

En un viaje normal, siempre que la tripulación se emborracha y alborota, normalmente hago que recuperen la sobriedad de un susto agitando una pistola de bengalas. Sin embargo, si las cosas van como espero, al final acabaremos armando a los marineros con esas malditas armas antidepredadores. Estoy nervioso, Popeye. Un marinero cocido y una bazuca T-62 son una mala combinación.

No importa que las bebidas alcohólicas estén prohibidas en la Marina Mercante de los Estados Unidos. No somos un barco sin alcohol, lo sé. A juzgar por mi experiencia, calcularía que dejamos el puerto con unas 30 cajas de cerveza de contrabando y 65 botellas de licor escondido. Con los años he notado que el ron es especialmente popular. Fantasías de piratas, creo. Yo mismo tengo 4 botellas de mescal en la sala de navegación, recluidas debajo de Madagascar.

Hasta la fecha sólo hemos tenido un contratiempo sin importancia. Se suponía que el Vaticano nos iba a enviar la flor y nata de su colección de cine, pero o bien los rollos nunca llegaron o bien aquellas carmelitas se olvidaron de cargarlos y la única película que llegó a bordo es una copia en panorámica de 16 mm de Los diez mandamientos. Así que tenemos un cine de lujo y sólo una película para pasar en él. Es una peli bastante pésima y sospecho que estaremos tirando tomates a la pantalla mucho antes del décimo pase.

Hay cuatro o cinco vídeos por ahí y miles de cintas con títulos como Babs se come a Boston. Incluso tenemos la célebre Calígula. Pero un repertorio como ése tiende a dejar fríos a un tercio de los hombres y a casi todas las mujeres.

Siempre que saco la pluma de Rafael del arcón y la miro, me vienen a la mente las mismas preguntas. ¿Mi ángel dijo la verdad? ¿Papá es de verdad el único que me puede quitar el petróleo? ¿O Rafael estaba asegurándose del todo de que aceptaría la misión?

En cualquier caso, estoy calculando volver del Ártico pasando por España. Atracaré en Cádiz, le daré permiso a la tripulación para bajar a tierra y me subiré al primer autobús que vaya a Valladolid.

«Lo he hecho —le diré—. He acabado el trabajo.»


Aunque cero por cero grados seguía a medio océano de allí, Thomas Ockham se encontraba lidiando noche y día con las implicaciones escatológicas de un Corpus Dei. Aparte de toda la información que Roma solicitaba explícitamente —rumbo, velocidad, posición, fecha estimada del encuentro—, sus faxes diarios contenían toda la teología especulativa que creía que los cardenales podían soportar.

«A primera vista, Eminencia —le escribió a Di Luca el cuatro de julio—, la muerte de Dios es una noción escandalosa y debilitante. Pero ¿se acuerda de las riquezas que algunos pensadores extrajeron de este filón a finales de los cincuenta y principios de los sesenta? Estoy pensando en concreto en Post Mortem Dei de Roger Milton, en Cultura de la era poscristiana de Gabriel Vahanian y en Eclipse de Dios de Martin Buber. Es cierto, estos hombres no tenían un cuerpo real en las manos (ni nosotros, de momento). Me da la sensación, sin embargo, de que si miramos más allá de nuestra angustia inmediata, tal vez encontremos algunas sorpresas. De una forma extraña, todo este asunto es una confirmación categórica del judeocristianismo (si me permite usar ese oxímoron híbrido), una prueba de que sí que nos habíamos enterado de algo todos estos siglos. Me atrevería a decir que de una teotanatología sólida podrían emerger algunas ideas espirituales sorprendentes.»

A decir verdad, Thomas no creía en esas palabras valientes. A decir verdad, la idea de una teotanatología sólida le deprimía hasta el punto de la parálisis. El viejo sacerdote creía en el fondo del corazón que un país oscuro y violento se encontraba más allá del Corpus Dei, una arribada hacia la cual los transportadores de crudo ultra grandes navegaban solamente por su cuenta y riesgo.

«Estimado profesor Ockham —Di Luca le escribió el cinco de julio—, en estos momentos no nos interesa Martin Buber ni ningún otro cerebro ateo. Nos interesa Anthony Van Horne. ¿Escogieron los ángeles al hombre adecuado? ¿Le respeta la tripulación? ¿Fue su decisión de meterse de lleno en el huracán Beatrice sabia o fue precipitada?»

Al redactar el borrador de su respuesta, Thomas trató los asuntos que le preocupaban a Di Luca con toda la franqueza que pudo: «Nuestro capitán conoce bien su trabajo, pero a veces temo que su celo pondrá la misión en peligro. Está obsesionado con la fecha límite del OMNIVAC. Ayer entramos en un huso horario nuevo y, sólo con la mayor renuencia, ordenó adelantar los relojes…»

Thomas escribió la respuesta en la Smith-Corona portátil: la misma antigualla en la que había escrito La mecánica de la gracia de Dios. Firmó con una pluma de ángel mojada en tinta china, luego llevó la carta a la timonera.

Eran las 1700, una hora desde que el segundo oficial había empezado su guardia. Desde el principio, Big Joe Spicer le había parecido a Thomas el oficial más listo a bordo del Valparaíso, excluyendo a Van Horne. Desde luego era el único oficial que se traía libros al puente, libros de verdad, no colecciones de historietas compradas por catálogo o libros de bolsillo sobre niños con poderes telequinéticos.

—Buenas tardes, Joe.

—Hola, padre —girando noventa grados en su silla giratoria, el oficial descomunal le enseñó un ejemplar de Historia del tiempo de Stephen Hawking—. ¿Lo ha leído?

—Lo pongo como lectura obligatoria en Cosmología 412 —dijo Thomas, echándole una mirada nerviosa al marinero preferente de guardia, Leo Zook. El día antes, él y el evangélico habían entrado en una discusión breve y poco satisfactoria sobre Charles Darwin, en la que Zook estaba en contra de la evolución y Thomas señalaba su verosimilitud fundamental.

—Si lo he entendido —dijo Spicer, tamborileando con los nudillos en Historia del tiempo—, Dios se ha quedado sin trabajo.

—Quizá —comentó Thomas.

—No seas ridículo —replicó Zook.

—En el universo de Stephen Hawking —dijo Spicer, volviéndose hacia el evangélico—, Dios no tiene nada que hacer.

—Entonces Stephen Hawking se equivoca —sentenció Zook.

—¿Qué sabrás tú? ¿Acaso has oído hablar del Big Bang?

—Al principio fue el Verbo.

Thomas no sabía decidir si Zook realmente quería discutir Historia del tiempo o si estaba irritando a Spicer sólo para romper el aburrimiento, ya que el barco estaba en piloto automático en ese momento.

Sin morder el anzuelo, el oficial de derrota se volvió a girar hacia Thomas.

—¿Va a celebrar la misa hoy?

—A las quince cero cero horas.

—Estaré allí.

«Bien —pensó el sacerdote—, tú, Follingsbee, la hermana Miriam, Karl Jaworski y nadie más. La parroquia más escasa a este lado del primer meridiano.»

Al dirigirse hacia el cuarto de radiotelegrafía, preguntándose qué le beneficiaba más al mundo, el ateísmo entusiasta de un Hawking o la fe inquebrantable de un Zook, Thomas casi chocó con Lianne Bliss.

Mirando a su alrededor rápidamente, fue directa hasta el oficial de derrota y le dio la vuelta como un barbero apuntando a un cliente hacia un espejo.

—¡Joe, llama al jefe!

—¿Por qué?

—¡Llámale! ¡SOS!

Seis minutos después Van Horne estaba en el puente, oyendo cómo una superviviente del huracán Beatrice llamada Cassie Fowler al parecer había atracado un bote neumático en las Rocas de Saint Paul.

—Podría ser una trampa —le dijo el capitán a Bliss. Le goteaba agua fresca del pelo y de la barba, restos de una ducha interrumpida—. ¿No habrás roto el silencio radiofónico, verdad?

—No. Y no porque no quisiera. ¿A qué se refiere con una trampa?

Sin decir nada, Van Horne se dirigió al radar de doce millas y miró fijamente el objetivo: una bandada de alcatraces migratorios, sospechaba Thomas.

—Ponte a la corneta, Chispas —ordenó el capitán—. Dile al mundo que somos el Arco Fairbanks, en dirección al sur de las islas Canarias. A cualquiera que se comunique con nosotros dale las coordenadas de Fowler.

—¿Es necesario mentir? —preguntó Thomas.

—Cada orden que doy es necesaria. De lo contrario, no la daría.

—¿Puedo llamar a la mujer? —preguntó Bliss, volviendo a la caseta.

Van Horne pasó el dedo índice alrededor de la pantalla del radar, rodeando a los pájaros.

—Dile que hay ayuda en camino. Punto.

Con el ocaso, Bliss regresó al puente y ofreció su informe. Según parecía, el Valparaíso era el único barco a quinientos kilómetros de las Rocas de Saint Paul. Se había puesto en contacto con una docena de puertos desde Trinidad hasta Río y, entre los pocos oficiales de la guardia costera y los trabajadores de la Cruz Roja Internacional que entendían su mezcla desesperada de inglés, español y portugués, ni uno solo disponía de un avión o de un helicóptero con bastante capacidad de combustible para cruzar hasta la mitad del Atlántico y regresar.

—¿Qué dijo Fowler cuando le llamaste? —preguntó Thomas.

—Quería saber si yo era un ángel.

—¿Qué le dijiste?

Frunciendo el ceño, Bliss le lanzó una mirada furiosa a Van Horne.

—Le dije que no tenía autorización para responder.

Dejando Historia del tiempo encima de la terminal del Marisat, Spicer se dirigió a grandes zancadas hasta el timón y desconectó el piloto automático.

—Curso dos-siete-tres, ¿no?

—No —dijo Van Horne—. Mantenemos el curso.

—¿Que lo mantenemos? —dijo Zook, agarrando el timón.

—Es una broma —dijo Spicer.

—No puedo tirar veinticuatro horas, Joe. Es todo lo que ganamos con el Beatrice. Ponnos otra vez en micro de hierro.

Thomas se mordió la boca, los molares se le clavaban en la carne tierna de las mejillas internas. Nunca se había enfrentado a un dilema así. ¿El curso cristiano estaba hacia el oeste, por el ecuador, o hacia el sudeste, hacia Dios? ¿Cuántas neuronas divinas eran igual a un solo náufrago humano? ¿Un millón? ¿Mil? ¿Diez? ¿Dos? Su escepticismo respecto a la predicción del OMNIVAC no hacía mucho por mitigar su ansiedad. Con el tiempo, incluso una neurona salada podría demostrar que era tan valiosa científica y espiritualmente que empezaría a parecer que valía una decena de náufragos, dos decenas de náufragos, tres decenas, cuatro, las vidas de todos los náufragos desde Jonás.

Pero a Jonás lo habían librado, ¿no?

La ballena le había vomitado.

—Capitán, tiene que hacer que viremos —ordenó Thomas.

Cogiendo de un manotazo los prismáticos del puente, Van Horne soltó un resoplido enfadado.

—¿Qué?

—Le digo que haga que viremos. Déle la vuelta al Val y póngalo en dirección a las Rocas de Saint Paul.

—Parece que ha olvidado quién está al mando de esta operación.

—Y usted parece que ha olvidado quién la está pagando. No se imagine que no le pueden reemplazar, capitán. Si los cardenales se enteran de que no ha cumplido con un deber cristiano obvio, no dudarán en traernos por avión a otro patrón.

—Creo que deberíamos hablar en mi camarote.

—Creo que deberíamos virar el barco.

Van Horne alzó los prismáticos e, invirtiéndolos, miró a Thomas por los extremos equivocados, como si al reducir el tamaño del sacerdote también pudiera reducir su autoridad.

—Joe.

—¿Capitán?

—Quiero que traces un curso nuevo.

—¿Destino?

Endureciendo la boca y entrecerrando los ojos, Van Horne metió los prismáticos en su compartimiento de lona.

—Esa granja de guano que hay en medio del Atlántico.

—Bien —dijo Thomas—. Muy bien —añadió, preguntándose cómo, exactamente, justificaría ese desvío ante Di Luca, Orselli y el Papa Inocente XIV—. Créame, Anthony, los actos de compasión son el único epitafio que Él quiere.

Endecha

Cuando Cassie Fowler se despertó, le asombró menos ver que existía una vida después de la muerte que descubrir que precisamente a ella le habían dejado entrar. Parecía que toda su edad adulta, año tras año de fastidiar al Todopoderoso y de rendirle homenaje a la Ilustración, no había llegado a nada. Había sido salvada, extasiada, inmortalizada. Mierda. La situación hablaba mal de ella y peor de la eternidad. ¿Qué cielo digno de ese nombre aceptaría a una infiel tan ardiente como ella?

Era, sin duda, un lugar pío. Un Cristo pequeño de cerámica con ojos azules y labios rojo cereza colgaba sangrando de la pared del fondo. Un sacerdote delgado, adusto y huesudo rondaba junto a su almohada. A los pies de su cama un hombre grande se erguía imponente, la barba gris y la nariz rota evocando a todos los profetas del Viejo Testamento de los que se había enseñado a desconfiar.

—Tiene mucho mejor aspecto. —El sacerdote apoyó la mano sobre su mejilla cubierta de ampollas—. Me temo que no hay ningún médico a bordo, pero el primer oficial cree que no sufre de nada peor que de agotamiento combinado con deshidratación y quemaduras de sol graves. Le hemos estado untando con Noxzema.

Poco a poco, como un algodón de azúcar que se disuelve en la boca de un niño, la niebla se evaporó de la mente de Cassie. «A bordo», había dicho. «Primer oficial», había dicho.

—¿Estoy en un barco?

El sacerdote señaló al profeta.

—El vapor Valparaíso, al mando del capitán Anthony Van Horne. Llámeme padre Thomas.

Vinieron los recuerdos. Aventuras Marítimas… Beagle II… el huracán Beatrice… las Rocas de Saint Paul.

—¿El famoso Valparaíso? ¿El Valparaíso del vertido de petróleo?

—El Carpco Valparaíso —dijo el capitán con frialdad.

Cuando Cassie se sentó, el hedor medicinal del alcanfor le llenó la nariz. Un dolor le atravesó los hombros y los muslos: el mordisco terrible del sol ecuatorial, la piel enrojecida gritando bajo la capa de Noxzema. Dios Santo, estaba viva, era una ganadora, una niña mimada, una vencedora frente a todas las probabilidades.

—¿Cómo es que no tengo sed?

—Cuando no estaba farfullando por los codos —dijo el sacerdote—, consumió casi cuatro litros de agua fresca.

El capitán dio un paso hacia la luz, ofreciéndole una mandarina. Era más guapo de lo que había supuesto al principio, con una frente byronesca y la clase de virilidad triste y vulnerable que se solía encontrar en las estrellas masculinas de culebrones que iban de capa caída.

—¿Tiene hambre?

—Estoy famélica. —Al recibir la mandarina, Cassie llevó el pulgar a su polo norte y empezó a pelarla—. ¿De verdad farfullé?

—Bastante —respondió Van Horne.

—¿Sobre qué?

—Ratas noruegas. Su padre murió de un enfisema. En su juventud escribió obras de teatro. Oliver, que debe de ser su novio, se las da de pintor.

Cassie resopló, medio asombrada, medio fastidiada.

—Se las da de pintor —corroboró.

—No está segura de si quiere casarse con él.

—Bueno, ¿quién lo está?

El capitán se encogió de hombros.

Ella rompió un cuarto de esfera de mandarina y masticó. La pulpa sabía dulce, húmeda, crujiente —viva—. Saboreó la palabra, el vocablo sagrado. Viva, viva.

—Viva —dijo en voz alta e, incluso antes de que la segunda sílaba le pasara por los labios, sintió como la euforia se escabullía—. Treinta y tres pasajeros —murmuró, su voz a la vez acongojada y amarga—. Diez marineros…

El padre Thomas asintió enérgicamente con la cabeza. Ella se dio cuenta de que las cejas se le extendían sobre el puente de la nariz, enredándose como dos orugas grises al besarse.

—Es trágico —dijo el padre.

—Dios les mató con su huracán —aseguró ella.

—Dios no tuvo nada que ver.

—La verdad es que estoy de acuerdo con usted, aunque por razones bastante distintas de las suyas.

—No esté tan segura de eso —dijo el sacerdote, enigmáticamente.

Cassie se acabó la mandarina. En su continuación irreverente de Job, la amante del héroe no dejaba de repetir una frase del original, una y otra vez: «Y he escapado sólo yo para traerte la noticia.»

—¿Este es su camarote? —preguntó, señalando el Cristo de cerámica.

—Lo era. Me he mudado.

—Se olvidó el crucifijo.

—Lo dejé aquí a propósito —dijo el padre Thomas sin entrar en detalles.

—Disculpe mi ignorancia —dijo Cassie—, pero ¿los petroleros suelen llevar clérigos?

—Este no es un viaje normal, Dra. Fowler. —Los ojos del sacerdote se le abrieron mucho y se le desorbitaron, mirando rápidamente en todas direcciones como abejas que hubiesen perdido el rastro de su colmena—. De hecho, es anormal.

—Cuando hayamos cumplido nuestra misión —intervino el capitán—, le llevaremos de vuelta a los Estados Unidos.

—¿De qué está hablando?

—Durante las próximas nueve semanas —dijo Van Horne—, será nuestra invitada.

Cassie frunció el ceño, su cuerpo achicharrado se endurecía por la confusión y la ira.

—¿Nueve semanas? ¿Nueve semanas? De eso nada, yo empiezo a dar clases a finales de agosto.

—Lo siento.

—Llamen a un helicóptero, ¿vale? —Despacio, como un pez heroico, evolucionista, que se estuviera arrastrando hasta tierra firme, se levantó de la litera y sólo después de tocar con los pies la alfombra verde de pelo largo se molestó en preguntarse si iba vestida—. ¿Entienden? —Miró hacia abajo y vio que alguien le había cambiado el biquini por un quimono estampado con los signos del zodíaco. Pegada con la Noxzema, la seda se le enganchaba a la piel en pedazos grandes y amorfos—. Quiero que me fleten un helicóptero de la Cruz Roja internacional, cuanto antes mejor.

—No estoy autorizado para informar de nuestra posición a la Cruz Roja Internacional —dijo Van Horne.

—Por favor… mi madre, se volverá loca —Cassie protestó, sin saber si era mejor sonar desesperada o furiosa—. Oliver también. Por favor…

—Le permitiremos un mensaje breve a casa.

Un viejo panorama, y Cassie lo odiaba, el patriarcado ejerciendo su poder. Sí, señora, creo que al final podremos llegar a arreglarle el engranaje desmultiplicador, como si supiera qué demonios es un engranaje desmultiplicador.

—¿Dónde está el teléfono?

A Van Horne se le hincharon unas venas azules de la frente.

—No le estamos ofreciendo un teléfono, Dra. Fowler. El Valparaíso no es una granja a la que ha llegado por casualidad después de que se le pinchara una rueda.

—Entonces, ¿qué me están ofreciendo?

—Toda la comunicación se realiza a través del cuarto de radiotelegrafía del puente.


Un espasmo de dolor de la quemadura del sol le corrió por el cuello y la espalda a Cassie cuando seguía al padre Thomas por un pasillo de caoba reluciente y entraba en la claustrofobia repentina de la cabina de un ascensor. Cerró los ojos e hizo una mueca.

—¿Quién es Runkleberg? —preguntó el sacerdote mientras subían.

—¿Farfullé sobre Runkleberg? Llevo años sin pensar en él.

—¿Otro novio?

—Un personaje de una de mis obras de teatro. Runkleberg es mi Abraham del siglo veinte. Una hermosa mañana está fuera regando las rosas y oye la voz de Dios diciéndole que sacrifique a su hijo.

—¿Obedece?

—Su esposa interviene.

—¿Cómo?

—Le castra con las podaderas del seto y él muere desangrado.

El sacerdote tragó saliva de forma audible. El ascensor se detuvo en la séptima planta.

—Biología y teatro —la llevó por otro pasillo reluciente—, no son dos disciplinas a las que suela dedicarse una misma persona.

—Padre, sencillamente, no puedo quedarme en este barco.

—Pero cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que el biólogo y el dramaturgo tienen mucho en común.

—Nueve semanas no. Tengo que limpiar mi despacho, preparar mis clases…

—Son exploradores, ¿verdad? El biólogo busca descubrir las leyes de la naturaleza, el dramaturgo sus verdades.

—Nueve semanas es imposible. Me moriré de aburrimiento.

La caseta de radio del Valparaíso era una aglomeración de transmisores receptores, teclados, faxes y terminales de télex entretejidos por cables coaxiales. En medio del desorden holgazaneaba una mujer joven y esbelta con pelo color zanahoria y una piel con la tez del queso provolone. Cassie sonrió, agradecida por los distintivos que la telegrafista llevaba prendidos a la camisola roja a modo de medallas: un puño cerrado surgiendo del símbolo médico de Mujer, y el lema LOS HOMBRES LE TIENEN ENVIDIA AL ÚTERO. Sólo el colgante de la oficial, un cristal de cuarzo engastado en plata, le dio que pensar a Cassie, pero hacía tiempo que había aceptado el hecho de que, cuando se trataba de las afectaciones con las que a las feministas radicales les gustaba empobrecer sus mentes —terapia de cristales, neopaganismo, Wicca—, su escepticismo la colocaba categóricamente en una minoría.

—Me gustan tus distintivos.

—Te queda bien mi quimono —dijo la telegrafista con una voz tan profunda que podría haber venido de alguien el doble de su tamaño.

—Le toca un telegrama, Chispas —dijo el padre Thomas, saliendo de espaldas de la caseta—. Veinticinco palabras a su madre, punto. Nada sobre un barco llamado el Valparaíso.

—Roger. —La mujer alargó el brazo desnudo, los bíceps decorados con el tatuaje de una esbelta diosa marina surcando las olas como la pasajera de una tabla de surf—. Lianne Bliss, sagitario. Soy la que captó tu SOS.

La bióloga le estrechó la mano a Lianne Bliss, que la tenía resbaladiza por el sudor ecuatorial.

—Soy Cassie Fowler.

—Lo sé. Menuda aventura has tenido, Cassie Fowler. Sacaste la carta de la Muerte, y luego el Destino la invirtió.

—¿Eh?

—Lenguaje del tarot.

—Me temo que no creo en esas cosas.

—Tampoco crees en Oliver.

—Jesús.

—En un superpetrolero no hay privacidad. Cuanto antes lo sepas, mejor. Vale, el chico tiene pasta pero creo que deberías dejarle. Parece un presumido.

—Oliver es de los que devuelve el vino en un restaurante cuando no le gusta —reconoció Cassie, frunciendo el ceño.

—Según tengo entendido, planea ser el próximo Van Gogh.

—Demasiado cuerdo. Un pintor de domingo como mucho… estoy viva, ¿no, Lianne? Es increíble.

—Estás viva, cielo.

Y he escapado sólo yo para traerte la noticia.

Alargando el dedo índice, Cassie jugueteó con una tecla de telégrafo incorpórea, pulsando jerigonza distraídamente.

—Ahora que todos mis secretos se han revelado, ¿qué hay de los tuyos? ¿Odias tu trabajo?

—Me encanta mi trabajo. Tengo la oportunidad de escuchar las conversaciones de todo el condenado planeta. En una noche clara puedo sintonizar con un hombre de negocios de Tokio y su amante practicando el sexo a través de un teléfono móvil, con un par de traficantes de droga radioaficionados planeando un lanzamiento de opio en Hong Kong, con algunos neonazis despotricando juntos por la banda ciudadana en Berlín. Se lo puedo pasar todo por el hilo musical a las habitaciones de los marineros y ¿sabes qué quieren en realidad? ¡Béisbol de los Estados Unidos! Vaya desperdicio. Si vuelvo a oír otro partido de los Yankees, vomitaré. —Se llevó un lápiz azul de Carpco a la boca y chupó la punta—. Bueno… ¿qué le decimos a mamá?

El cuarto de radiotelegrafía, decidió Cassie, sería un escenario genial para una obra. Se imaginó una sátira de un acto situada únicamente en el complejo de comunicaciones central del cielo, con Dios en los diales, evitando los gritos de dolor y las llamadas de auxilio mientras intenta captar el estadio de los Yankees.

Cerrando los ojos, se centró en su madre: Rebecca Fowler de Hollis, New Hampshire, una pastora de la Iglesia Unitaria alegre y llena de energía cuya iconoclastia era tan fuerte que escandalizaba incluso a su propios feligreses. BEAGLE II HUNDIDO POR EL HURACÁN… SOY LA ÚNICA SUPERVIVIENTE… POR FAVOR DÍSELO A OLIVER…

Sus pensamientos perdieron el rumbo. Misión, había dicho Anthony Van Horne, un barco con una misión, y por la rara expresión que el padre Thomas había adoptado en su camarote, era la misión más siniestra desde que Saúl de Tarso había sufrido un ataque epiléptico y lo había llamado cristianismo.

—Deduzco que éste no es un viaje ordinario.

Lianne le dio un tirón al distintivo de la ENVIDIA AL ÚTERO.

—Es un maldita maniobra de encubrimiento, Cassie. Al parecer, la Santa Madre Iglesia ha detectado una bola enorme de alquitrán que se está coagulando junto a las costas de África, pero ha prometido no hablar del asunto si Carpco agarra la mierda esa y se la da a una organización benéfica. Personalmente, creo que el acuerdo entero apesta.

—Soy socia fundadora de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste —dijo Cassie, ladeando la cabeza, dando a entender que lo comprendía, como si se diera por sentado que cualquier socio fundador de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste no necesitaba que le informaran sobre los defectos de la Santa Madre Iglesia—. Una organización vital, creo, un verdadero baluarte —señaló el colgante de Lianne—, aunque no te gustaría nuestra opinión sobre esas cosas.

—¿Tetas pequeñas?

—Cristales mágicos.

—Me quitó el herpes.

—Lo dudo.

—¿Tienes una explicación mejor?

—El efecto placebo.

—¿Sabes qué, Cassie Fowler? Deberías pasar más tiempo en barcos. Haciendo de vigía en la proa, con el océano rugiendo a tu alrededor y el universo entero extendido sobre la cabeza… verás, así sabes que hay algún tipo de presencia eterna ahí fuera.

—¿Un viejo con barba? —dijo Cassie, reprimiendo una sonrisa burlona.

—Cielo, si he aprendido algo durante mis diez años en el mar, es esto: nunca confundas a tu capitán con Dios.


12 de julio.

Hace dos días llegamos a nuestro destino, 0°0’N, 0°0’E, a 600 millas de la costa de Gabón. Ambas zonas estaban despejadas y, debería habérmelo esperado, Rafael me dijo que el cuerpo se ha estado moviendo, empujado por la corriente.

Supongo que esperaba que encontraríamos algo.

Nuestra pauta de búsqueda es una espiral que se va expandiendo, de sur a norte, oeste a este, norte a sur, este a oeste, sur a norte, un rumbo que debería llevarnos cerca de Santo Tomé antes del martes. Estamos tejiendo una red en el mar, Popeye. Huecos grandes. Pero también es un pez grande.

Crock O’Connor sigue dándome mis 18 nudos, lo que significa que alcanzaremos el ecuador dos veces más antes de medianoche.

Esa Cassie Fowler me odia, lo sé. No hay duda de que es una de «esas personas». De las que abrazan árboles, aman a los bichos y besan a los calamares, las reconozco a un kilómetro, gente para la que un contaminador como Anthony Van Horne se merece que los hurones se lo coman vivo. Sin embargo, tengo que admitir una cosa: es una mujer atractiva, voluptuosa como la vieja Lorelei de mi brazo, con el pelo negro y rizado y una de esas caras largas y caballunas que de pronto parecen cómicas y al poco rato hermosas. He decidido ponerla a trabajar, rascando herrumbre, quizá fregando un váter o dos. En el Carpco Valparaíso nadie viaja gratis.

A la hora de la cena dicté una norma. «Llamadme en cuanto aparezca algo raro por cualquier zona, sea de noche o de día.» A lo que Joe Spicer replicó, con recelo: «Tanto alboroto por un asqueroso pedazo de asfalto».

No somos un barco feliz, Popeye. La tripulación está harta. Está cansada de avanzar en círculos a toda máquina y de ver Los diez mandamientos y de preguntarse qué les oculto.

Cada vez que cruzamos el 0° al norte, Spicer deja caer un centavo en el ecuador.

—Trae buena suerte —dice.

—La necesitaremos —respondo.



—Capitán, aquí hay algo extraño…

Anthony reconoció la voz del oficial de derrota, saliendo por el altavoz del interfono en medio de las interferencias: la voz del oficial y más, la misma mezcla de incredulidad y miedo con la que el primer oficial Buzzy Longchamps había pronunciado su veredicto, Capitán, creo que estamos en un buen lío, la noche en que el Val se incrustó en el arrecife Bolívar.

Fue tambaleándose hacia el interfono fijado en la pared, tirando de las sábanas, abriéndose camino como podía a través de su aturdimiento de insomne.

—¿Extraño? —masculló, apretando el interruptor—. ¿Qué es extraño?

—Perdone que le despierte —dijo Big Joe Spicer—, pero tenemos un objetivo.

Saliendo de la litera, Anthony se sacó un grano diminuto de arena del ojo y lo hizo rodar entre el pulgar y el índice, luego miró alrededor buscando los zapatos. Por lo demás, iba completamente vestido, hasta el chaquetón raído y la gorra de lona de los Mets. Desde que llegaron al cero por cero, había despojado su vida de irrelevancias, así pues, comía esporádicamente, dormía vestido y dejaba que la barba le invadiera la cara. Durante setenta y dos horas su mente sólo había conocido la caza.

Agarró la taza de Carpco, metió los pies nudosos en las zapatillas de tenis y, sin molestarse en atar los cordones, corrió al ascensor.

Un resplandor suave iluminaba el puente: las pantallas de radar, el sistema para evitar colisiones, la terminal del Marisat, el reloj. Eran las 0247. Spicer estaba encorvado sobre el radar de doce millas, toqueteando el control de perturbaciones por lluvia y nieve.

—Capitán, he visto el laserdisc de mi cuñado de Garganta profunda y casi todos los episodios de Granjero último modelo y le juro —señaló el objetivo—, que ésa tiene que ser la cosa más rara que se ha visto en un tubo de rayos catódicos.

—¿Un banco de niebla?

—Es lo que parecía en la pantalla del radar de quince millas, pero ya no. Ese mamotreto tiene volumen.

—¿Santo Tomé?

—He comprobado nuestra posición tres veces. Santo Tomé está a veinticuatro kilómetros en dirección contraria.

—¿El asfalto?

—Demasiado grande.

Anthony cerró el puño. Se le tensó el pecho. La sirena del antebrazo se puso rígida.

—Rumbo franco —le ordenó al timonel, el musculoso siux lakota, James Echohawk.

—Rumbo franco —repitió Echohawk.

Anthony fijó la mirada adormilada en el radar. En la pantalla aparecía una mancha irregular larga, trascendental como una sombra en una radiografía de un pulmón. Borrosa, sin forma y, sin embargo, sabía exactamente de quién era la imagen grabada electrónicamente que estaba contemplando.

—Bueno, ¿qué es?

—Si te lo dijera, no me creerías —Anthony agarró los reguladores y redujo la velocidad de ambas hélices a sesenta y cinco revoluciones por minuto. No había forzado a su barco a superar las velocidades recomendadas ni había atravesado el huracán Beatrice sólo para que chocaran contra su cargamento y se hundieran—. Haré el resto de tu guardia por ti, Joe. Ve a dormir un poco.

El segundo oficial miró a su capitán a los ojos. Señales silenciosas viajaron entre los hombres. La última vez que un oficial había abandonado el puente del Valparaíso, cuarenta y un millones de litros de petróleo se habían vertido en el Golfo de México.

—Gracias, capitán —dijo Spicer, yendo hasta la consola junto a Anthony—, pero creo que me quedaré.

—¿Cómo está el café de Follingsbee esta noche? —le preguntó Anthony al timonel—. ¿Bastante fuerte?

—Se podría imprimar un pendolón con él, capitán —dijo Echohawk.

—Bajemos otro punto, Joe. Sesenta revoluciones.

—A la orden. Sesenta.

Anthony cogió el termo de Exxon y echó café en el interior manchado de su taza de Carpco.

—Ve diez grados a la izquierda —dijo, con la mirada fija en el radar—. Estabiliza a cero-siete-cinco.

—Cero-siete-cinco —respondió Echohawk.

—La presión está bajando —apuntó Spicer, fijándose en el barómetro—. Ha bajado a novecientos noventa y seis.

Tras sacar los prismáticos de su compartimiento, Anthony miró hacia el horizonte a través del parabrisas mugriento y salpicado de gotas de lluvia. La presión estaba bajando: en efecto. Hubo un relámpago, que cayó del cielo como una pasarela torcida, iluminando cien mil cabrillas. Nubes grises y gordas flotaban en el cielo septentrional como ovejas acromegálicas.

—Cincuenta y cinco revoluciones.

—Cincuenta y cinco.

Anthony se bebió el café de un trago. Caliente, maravillosamente caliente, pero no lo suficiente para descongelarle las entrañas.

—Joe, quiero que hagas una llamada al camarote del padre Ockham —ordenó, tirando de la puerta que llevaba al ala de estribor. La tormenta se abalanzó hacia dentro, le salpicó la cara y alborotó los pelos de la barba—. Dile que venga aquí arriba inmediatamente.

—Son las tres de la madrugada, capitán.

—No se perdería esto por nada del mundo —dijo Anthony, saliendo de la timonera.

—¡La presión sigue bajando! —el segundo oficial gritó tras él—. ¡Novecientos ochenta y siete!

El instante en que Anthony salió a la noche turbulenta, le llegó el olor, que se enturbiaba de un lado a otro del ala del puente. Intenso y grávido, curiosamente dulce, no tanto la peste de la muerte como la fragancia de la transformación: hojas que se pudren en alcantarillas húmedas, lámparas hechas con calabazas que se arrugan en los umbrales suburbanos, plátanos que se ablandan con sus pieles correosas negras.

—¡Cincuenta revoluciones, Joe! —gritó a través de la puerta abierta.

—¡Cincuenta, capitán!

Entonces llegó el sonido, denso y en capas, una especie de gemido coral flotando por encima del zumbido de las máquinas y del rugido del Atlántico. Anthony levantó los prismáticos. Un tridente de electricidad largo y brillante arponeó el mar. Otros diez minutos, calculó, desde luego no más de quince, y tendrían contacto visual…

—Ese sonido —dijo el padre Ockham, poniéndose el panamá y abrochándose el impermeable de vinilo negro mientras corría hacia el ala.

—Es raro, ¿verdad?

—Triste.

—¿Qué supone que…?

—Una endecha.

—¿Eh?

En el mismo momento en que Ockham repetía la palabra, un relámpago le reveló la verdad. Endecha, ah, sí. En la luminosidad repentina Anthony vio a los dolientes, dando coletazos y revolcándose en el mar bullente, revoloteando por el cielo agitado. Manadas de narvales afligidos a estribor, manadas de rorcuales desconsolados a babor, bandadas de cormoranes huérfanos arriba. Otro relámpago y aparecieron aún más especies, gaviotas argénteas, grandes págalos, fuimares, pardelas, petreles, paquiptilas, frailecillos, focas leopardo, focas fétidas, focas peludas, belugas, manatíes… Multitudes y multitudes, la mayoría de ellas a miles de kilómetros de su hábitat y de su hogar, levantando las voces por la pena sobrenatural, una fusión de cada pulmón marítimo y cada laringe acuática que Dios había puesto en la Tierra.

—¡Diez grados a la derecha!

—¡Diez a la derecha!

—¡Cuarenta y cinco revoluciones!

—¡Cuarenta y cinco!

Milagrosamente, cada lengua mantenía su identidad en el mismo momento en que se unía al lamento general. Cerrando los ojos, Anthony se asió a la barandilla y escuchó, sobrecogido por las elegías silbadas de los delfines mulares, las oraciones guturales de los leones marinos y el lamento bajo y agudo de mil fragatas.

—El olor —dijo el sacerdote—. Es más bien…

—¿Afrutado?

—Exacto. No ha empezado a estropearse.

Anthony abrió los ojos.

—¡Joe, cuarenta revoluciones!

—¡Cuarenta, capitán!

Un relámpago, enorme, dirigiéndose hacia cero-uno-cinco.

Un relámpago, una serie de formas redondas y altas, todas elevándose al cielo.

Un relámpago, las formas otra vez, como montañas extendidas a lo largo de una costa, cada cual más alta que la siguiente.

—¿Lo ha visto?

—Sí —respondió el sacerdote.

—¿Y…?

Ockham, temblando, se sacó una Sony Handicam del bolsillo del impermeable.

—Creo que son los dedos de los pies.

—¿Los qué?

—Dedos de los pies. Acabo de perder una pequeña apuesta. La hermana Miriam creía que estaría en decúbito supino —a Ockham se le hizo un nudo en la garganta—, mientras que yo suponía…

—En decúbito supino —repitió Anthony—. Sonríe, me dijo Rafael. ¿Se encuentra bien, Thomas?

El sacerdote trataba de ver a través del visor de la Handicam, pero estaba temblando demasiado para colocar bien el ojo en el adaptador ocular. Se le derramaban lluvia y lágrimas por la cara en cantidades iguales.

—Se me pasará.

—¿No irá a desmayarse?

—He dicho que se me pasará. —En su segundo intento, Ockham logró elevar la Handicam y grabar un buen trozo de cinta—. Es bastante poético ver los dedos de los pies primero. La palabra en inglés, toe, tiene un significado especial en mi campo. T-O-E: Theory of Everything, Teoría del Todo.

—¿Todo?

—Estamos buscando una, los cosmólogos. —El sacerdote recorrió las falanges de dolientes con la cámara—. De momento, tenemos ecuaciones de TDT que funcionan a nivel submicroscópico, pero nada que —se le astilló la voz— se ocupe también de la gravedad. Es tan horrible.

—¿No tener una TDT?

—No tener un Padre celestial.

Otra explosión celeste. Sí, se dijo Anthony a sí mismo, no había duda: diez dedos pálidos y curtidos, rígidos por el rigor mortis, que se arqueaban en el cielo sombrío como cúpulas en forma de bulbo que coronasen una ciudad bizantina.

—¡Lentísimo!

—¡Lentísimo!

—Ojalá pudiera ayudarle —dijo Anthony.

—Sólo trate de entender. —El sacerdote volvió a guardarse la Handicam en el bolsillo del impermeable y se sacó las gafas bifocales—. Trate de entender —repitió, limpiando las lentes con la manga—. Inténtelo —dijo con voz quejumbrosa el padre Thomas Ockham, gritando por encima de la tormenta, del mar y de la música demente e irregular del velatorio.


«Antiguamente —pensaba Neil Weisinger—, los barcos mercantes tenían galeotes: ladrones y asesinos que morían encadenados a sus remos.» Hoy en día, tenían marineros preferentes: tontos e inocentones que se desplomaban sujetando sus pistolas de aguja neumáticas Black and Decker. Descascarillar y pintar, descascarillar y pintar, lo único que hacían era descascarillar y pintar. Incluso en un viaje tan extraordinario como éste —un viaje en el que había una isla enorme y carnosa junto a la aleta de estribor, atendida incansablemente por ballenas que gemían y aves que graznaban—, no se podía escapar del descascarillado, ni descansar de la pintura.

Neil estaba en la cubierta del castillo de proa, desconchando herrumbre de un puntal, cuando una voz chilló por el sistema de megafonía, acallando el ruido de su pistola de aguja y penetrando los tapones de goma que tenía en los oídos.

—¡Compañía del barco! —gritó Marbles Rafferty, el jaleo de la pistola entrecortaba sus palabras en sílabas—. ¡A-ten-ción! ¡Que-to-dos-los-ma-ri-ne-ros-se-pre-sen-ten-en-la-sa-la-de-o-fi-cia-les-a-las-die-ci-séis-quin-ce-ho-ras!

Neil apagó la pistola, se quitó los tapones.

—Repito: que todos los marineros se presenten…

Desde que la tía Sarah había ido con Neil al Yeshiva[2] y había insistido en que dejara de regodearse en la pena —habían pasado más de cinco años, señaló ella, desde las muertes de los padres de Neil—, el marinero preferente se había esforzado para evitar la autocompasión. La vida es intrínsecamente trágica, le había sermoneado su tía. Ya es hora de que te acostumbres.

—… dieciséis quince horas.

No obstante, había momentos, como el de ahora, en los que la autocompasión parecía ser la única emoción adecuada. 1615 horas: justo después de que acabara el turno. Había estado planeando pasar el descanso en su camarote, leyendo una novela de Star Trek con una Budweiser de contrabando en la mano.

Tras meter el cepillo de alambre en la botella de ácido clorhídrico, Neil levantó las cerdas empapadas de ácido y empezó a rociar el palo corroído. Un diálogo le corría por la mente, gemas verbales de Los diez mandamientos: «La belleza no es sino una maldición para nuestras mujeres…» «Que se escriba, que se haga…» «¡La gente ha sufrido la plaga de la sed! ¡Ha sufrido la plaga de las ranas, de los mosquitos, de los tábanos, de las enfermedades, de las pústulas! ¡Ya no puede soportar nada más!» El Val había partido de Nueva York con sólo una película en la bodega, pero al menos era buena.

Tardó unos veinte minutos en lavarse. A pesar de los tapones, las gafas protectoras, la mascarilla, la gorra y el mono, la herrumbre había traspasado y se le pegaba al pelo como caspa roja y le cubría el pecho como un eccema metálico, de modo que fue el último marinero en llegar.

Nunca había estado en la quinta planta. A los marineros preferentes del siglo veinte les invitaban a la sala de oficiales tan a menudo como invitaban a la Alhambra a los judíos del siglo catorce. Mesa de billar, candelabros de cristal, paneles de teca, alfombra oriental, cafetera de plata, barra de caoba… así que éste era el secretito escabroso de sus jefes: pasa las guardias mezclándote con el populacho, fingiendo que sólo eres otra urraca, luego escabúllete al Waldorf-Astoria para un cóctel. Que Neil supiera, toda la gente de abordo estaba allí (oficiales, marineros, sacerdote, incluso aquella náufraga, Cassie Fowler, que aún estaba roja y se le pelaba todo el cuerpo, pero en general con un aspecto mucho más sano que cuando la habían sacado de las Rocas de Saint Paul), con la excepción de Lou Chickering, probablemente en el cuarto de máquinas, y Big Joe Spicer, sin duda en el puente asegurándose de que no chocasen con la isla.

Van Horne se subió a la barra de caoba, vestido con su traje azul, la sobriedad de la sarga oscura rota de forma intermitente por botones y ribetes dorados.

—Bueno, marineros, todos lo hemos visto, todos lo hemos olido —le dijo a la compañía reunida—. Creedme, nunca ha habido un cadáver así, ninguno tan grande, ninguno tan importante.

La tercera oficial Dolores Haycox se pasó el peso de la pata de palo a la otra pierna.

—¿Un cadáver, capitán? ¿Ha dicho que es un cadáver?

«¿Un cadáver?», pensó Neil.

—Así es, un cadáver —dijo Van Horne—. Veamos… ¿Alguien quiere adivinar de qué?

—¿Una ballena? —aventuró Charlie Horrocks, el operador de bombeo que tenía aspecto de gnomo.

—Ninguna ballena podría ser tan enorme, ¿verdad?

—Supongo que no —dijo Horrocks.

—¿Un dinosaurio? —sugirió Isabel Bostwick, una limpiadora del Amazonas con los dientes salidos y un corte de pelo moderno.

—No estáis pensando en la escala correcta.

—¿Un alienígena del espacio sideral? —soltó el contramaestre alcohólico, Eddie Wheatstone, con la cara tan desfigurada por el acné que parecía una diana de tiro al arco gastada.

—No. No es un alienígena del espacio sideral… no exactamente. Nuestro amigo el padre Thomas tiene una teoría para vosotros.

Lentamente, con mucha dignidad, el sacerdote caminó en un círculo amplio, rodeando a la compañía, cercándoles con sus pasos.

—¿Cuántos creéis en Dios?

La sala de oficiales se llenó de muestras de sorpresa que resonaron contra la teca. La mano de Leo Zook se alzó. A Cassie Fowler le entró un ataque de risa.

—Depende de lo que quiera decir con Dios —dijo Lianne Bliss.

—No analicéis, limitaos a contestar.

Uno a uno, los marineros extendieron las manos hacia el cielo, moviendo los dedos, balanceando los brazos, hasta que la sala se asemejó a un jardín de anémonas. Neil se unió al consenso. ¿Por qué no? ¿Acaso no tenía su enigmático no-se-qué, su En Sof, su Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada? Contó apenas seis ateos: Fowler, Wheatstone, Bostwick, un marinero corpulento llamado Stubby Barnes, un pastelero negro flaco llamado Willie Pindar y Ralph Mungo, el tío decrépito de la sala del sindicato que llevaba el tatuaje de AMO A BRENDA, y de esos seis sólo Fowler parecía segura de sí misma, yendo tan lejos como para meterse las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos caquis.

—Yo creo en Dios, Todopoderoso —dijo Leo Zook—, creador del cielo y de la tierra, y en su único hijo, Jesucristo nuestro Señor…

El sacerdote carraspeó y la nuez chocó contra su alzacuello católico.

—Mantened la mano alzada si pensáis que Dios es esencialmente espíritu, un espíritu invisible e informe.

Nadie bajó la mano.

—Vale. Ahora, mantened la mano alzada si pensáis que, a fin de cuentas, nuestro Creador se parece bastante a una persona, una persona poderosa, tremenda, gigante, con huesos, músculos y todo…

La inmensa mayoría de los brazos bajaron, el de Neil entre ellos. Espíritu y carne: Dios no podía ser ambos. Los tres marineros que seguían con los brazos en alto le hicieron pensar.

—Ahora se refiere a Jesucristo —dijo Zook, con la mano revoloteando como un colibrí borracho.

—No —dijo el sacerdote—. No me refiero a Jesucristo.

A Neil le dio la sensación de que se caía. Metió la mano en el bolsillo de los tejanos y apretó la medalla de bronce que su abuelo había recibido por llevar clandestinamente refugiados al Estado naciente de Israel.

—Un minuto, padre, señor. ¿Está diciendo…? —tragó saliva y se repitió—. ¿Está diciendo…?

—Sí. Así es.

Con lo cual, el padre Thomas levantó una bola blanca y reluciente de la mesa de billar, la tiró hacia arriba, la atrapó y pasó a explicar la historia más grotesca y desorientadora que Neil había oído desde que supo que el Datsun en el que estaban sus padres había caído entre los arcos de un puente levadizo abierto en Woods Hole, Cape Cod, y había desaparecido bajo el barro. Entre la colección de absurdidades, el relato del sacerdote incluía no sólo a una divinidad muerta y un ordenador profético, sino también a ángeles que lloraban, a cardenales confundidos, narvales acongojados y un iceberg ahuecado atascado contra la isla de Kvitoya.

En cuanto acabó, Dolores Haycox señaló con su grueso dedo índice hacia Van Horne.

—Nos dijo que era asfalto —dijo quejumbrosa—. Asfalto, dijo.

—Mentí —admitió el capitán.

Del centro de la multitud, el jefe de máquinas Crock O’Connor, un hombre bajo y pálido, saltó.

—Me gustaría decir algo —dijo, arrastrando las palabras, mientras se limpiaba las manos grasientas en su camiseta de Harley-Davidson. Las quemaduras del vapor le habían llenado las mejillas y los brazos de motas—. Me gustaría decir que, en los treinta años que llevo en el mar, nunca había oído un montón de gilipolleces pasteurizadas, homogeneizadas y filtradas en frío como éstas.

La voz del sacerdote siguió moderada y calmada.

—Puede que tenga razón, Sr. O’Connor. Pero entonces, ¿cómo debemos interpretar la prueba que está flotando en estos momentos junto a la aleta de estribor?

—Una trampa que Satanás nos ha tendido —replicó Zook al instante—. Está poniendo a prueba nuestra fe.

—Un OVNI hecho de carne —propuso el jefe de cocina Sam Follingsbee.

—El monstruo del lago Ness —sugirió Karl Jaworski.

—Uno de esos experimentos biológicos del gobierno —soltó Ralph Mungo—, que se les ha ido de las manos.

—Apuesto a que no es más que goma —dijo James Echohawk.

—Sí —añadió Willie Pindar—. Goma y fibra de vidrio y cosas así…

—Vale, quizá sea una divinidad —admitió Bud Ramsey, el segundo maquinista auxiliar, que tenía cuello de pollo y cara de comadreja—, pero desde luego no es Dios.

Cayó el silencio sobre la sala de oficiales, pesado como un anclote, denso como una niebla del mar del Norte.

Los marineros del Valparaíso se miraron, lentamente, con ojos de pena.

El cuerpo muerto de Dios.

Sí, seguro.

—Pero ¿de verdad se ha muerto? —preguntó Horrocks en una voz aguda y castrada—. ¿Total y absolutamente muerto?

—El OMNIVAC predijo que sobrevivirían unas cuantas neuronas —explicó el padre Thomas—, pero creo que está trabajando con datos incorrectos. Aun así, cada uno de nosotros tiene derecho a albergar sus propias esperanzas.

—¿Por qué el cielo no se vuelve negro? —preguntó Jaworski—. ¿Por qué el mar no se seca y el sol no se apaga? ¿Por qué no se desmoronan las montañas, se vienen abajo los árboles y se caen las estrellas del cielo?

—Es evidente que estamos viviendo en una especie de universo no contingente y newtoniano —respondió el padre Thomas—. El reloj sigue haciendo tictac incluso después de que el relojero haya partido.

—Vale, vale, pero ¿cuál es la razón de su muerte? —preguntó O’Connor—. Tiene que haber una razón.

—De momento, el misterio del fallecimiento de nuestro Creador es tan denso como el misterio de su advenimiento. Gabriel me instó a que no dejara de pensar en el problema. Creía que, cuando el viaje acabara, la respuesta quedaría clara.

Lo que siguió fue una auténtica batalla campal teológica, la única vez, supuso Neil, en que toda la tripulación de un superpetrolero entablaba una conversación maratoniana sobre algo que no era un deporte profesional. La hora de la cena llegó y pasó. Salió la luna nueva. Los marineros se volvieron esquizoides, una compañía de Jekylls y Hydes, sus rachas de pesimismo sentimental alternando con negaciones nuevas (una conspiración de la CIA, una serpiente marina, un muñeco hinchable, un decorado de cine), luego vuelta al pesimismo sentimental, después aún más negaciones (la última boqueada del comunismo, el Coloso de Rodas emergiendo del fondo del mar, una distracción tramada por la Comisión Trilateral, una fachada que ocultaba algo verdaderamente insólito). A Neil le desconcertó su propia reacción. No estaba triste, ¿cómo podía estarlo? Perder a este ser supremo en particular era como perder a un pariente al que apenas conocías, al enigmático tío Ezra que te dio un billete de cincuenta dólares en tu Bar Mitzvah y desapareció de inmediato. Lo que Neil experimentó justo entonces fue libertad. Nunca había creído en el Dios severo y barbudo de Abraham y, sin embargo, de algún modo paradójico, siempre se sintió responsable ante las leyes de esa divinidad inexistente. Pero ahora YHWH no estaba mirando. Ahora las reglas ya no se aplicaban.

—¿Sabéis qué, marineros? —Van Horne saltó de la barra de caoba a la alfombra oriental—. Voy a cancelar todos los turnos para las próximas veinticuatro horas. Nada de descascarillar, nada de pintar, y no perderéis ni un sólo céntimo de la paga —nunca en la historia marítima, especuló Neil, un anuncio así había dejado de provocar una sola aclamación—. Desde este momento hasta las 2200 horas —dijo el capitán—, el padre Thomas y la hermana Miriam estarán a vuestra disposición en sus camarotes para consultas privadas. Y mañana, bueno, mañana empezaremos a hacer lo que se espera de nosotros, ¿de acuerdo? ¿Qué os parece? ¿Somos marinos mercantes? ¿Estamos preparados para mover la mercancía? ¿Podéis contestarme con un «a la orden» a eso?

Alrededor de un tercio de los marineros, Neil entre ellos, cantó con un ahogado y vacilante «a la orden».

—¿Estamos preparados para tender a nuestro Creador en una tumba ártica lejana? —preguntó Van Horne—. Quiero oíros. ¡A la orden!

Esta vez cerca de la mitad de la sala tomó parte. «¡A la orden!»

Un alarido agudo y lloroso salió disparado de la boca de Zook como un vómito. El evangélico se cayó de rodillas, apretándose las manos en señal de miedo y de súplica, temblando con grandes espasmos. A Neil le pareció un hombre que pasa por el momento monstruosamente consciente que sigue al harakiri: un hombre contemplando sus entrañas humeantes.

El padre Thomas se acercó corriendo, ayudó al angustiado marinero a ponerse en pie y le acompañó fuera de la sala de oficiales. La compasión del sacerdote impresionó a Neil y, sin embargo, intuía que no bastarían gestos como ése para salvar al Valparaíso de la terrible libertad a la que estaba a punto de amarrarse. Inevitablemente, se acordó del clímax de Los diez mandamientos: Moisés arrojando las Tablas de la Ley al suelo y privando, así, a los israelíes de su brújula moral, dejándoles sin saber seguro cuál era la posición de Dios en cuanto al adulterio, al robo y al asesinato.

—¡Compañía del barco… os podéis retirar!


«Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.»

«Amén», pensó Thomas Ockham cuando, envuelto en la ceñida privacidad gomosa de su traje de neopreno, avanzaba bajo el golfo de Guinea. Salvo que la cruz en esta ocasión era un ancla enorme y la Vía Dolorosa un canal sin señalar entre la quilla del Valparaíso y el Corpus Dei. A pesar de ser un submarinista con licencia de la Asociación Profesional de Instructores de Submarinismo, hacía unos quince años que Thomas no nadaba bajo el agua —desde que acompañó a Jacques Cousteau en su célebre descenso al cráter submarino del volcán que destruyó la antigua civilización griega de Tera—, y no se sentía del todo seguro de sí mismo. Pero ¿quién podía sentirse del todo seguro de sí mismo mientras trataba de enganchar un anclote de diez metros y veinte toneladas a su Creador?

Los doce submarinistas que constituían el Equipo A se habían distribuido a lo largo del anclote: Marbles Rafferty en la cruz, Charlie Horrocks en la uña izquierda, Thomas en la derecha, James Echohawk y Eddie Wheatstone manejando la caña, los otros aguantando el cepo, el arganeo y los primeros cinco eslabones de la cadena. A sesenta metros al sur, el Equipo B de Joe Spicer probablemente seguía el mismo ritmo que ellos, llevando su propio anclote, pero una cortina de burbujas y de oscuridad impedía que Thomas lo supiera con seguridad.

Con los brazos alzados y las palmas de las manos hacia arriba, los doce hombres movían las aletas, llevando el anclote sobre la cabeza como si fueran iroqueses transportando una canoa de guerra descomunal. A los veinte minutos, apareció la coronilla divina, ligeramente calva. Thomas levantó la muñeca, comprobó el indicador de profundidad. Dieciocho metros, perfecto: los compensadores de flotación estaban lo bastante inflados para contrapesar al anclote, pero no estaban tan llenos como para que los submarinistas flotaran por encima de su objetivo. Los vecinos del lugar pasaban junto a ellos —un mero gigante, un pez sierra verde guisante, un banco de roncadores—, sufriendo en silencio o lamentándose por debajo del umbral del oído de Thomas, ya que los únicos sonidos que percibía eran su propia respiración burbujeante y el sonido metálico ocasional de un tanque de oxígeno al golpear el anclote.

Serpenteando hacia la izquierda, los submarinistas pasaron nadando junto a una gran alfombra de cabello que se mecía y se distribuyeron a lo largo de la oreja. Cuando Rafferty dio la señal, cada uno de los hombres bajó la mano y encendió el reflector que llevaba sujeto con una correa al cinturón multiusos. Un juego de rayos recorrió los numerosos pliegues y rincones de la oreja, dibujando sombras curvadas profundas a lo largo del rasgo conocido como el tubérculo de Darwin. Thomas se estremeció. Al menos en el caso del Homo sapiens sapiens, el tubérculo de Darwin se consideraba un argumento fundamental a favor de la teoría de la evolución: el vestigio manifiesto de un antepasado con orejas erguidas. ¿Qué diablos significaba que Dios mismo luciera esa protuberancia cartilaginosa?

Avanzaron moviendo las aletas a través de la concha y entraron en el meato auditivo externo. Una sensación de mareo recorrió al sacerdote. ¿De verdad deberían estar haciendo esto? ¿Realmente tenían derecho? Estalactitas de cera calcificada colgaban de la pared del conducto del oído. Había vida adherida a las paredes: macizos de sargazos, una cosecha extraordinaria de cohombros de mar. La aleta izquierda de Thomas rozó un equinodermo, una Asterias rubens de cinco puntas que flotaba por la caverna como una estrella de Belén olvidada.

Al sacerdote le había llevado toda la mañana convencer a Crock O’Connor y al resto de la tripulación de la sala de máquinas de que abrir las membranas del tímpano de Dios no sería sacrílego —el cielo quería este remolque, Thomas había insistido, mostrando la pluma de Gabriel—, y ahora el fruto de sus esfuerzos surgía imponente ante él. Creado con picos, punzones para el hielo y moto-sierras sumergibles, el tajo irregular se extendía dieciséis metros en vertical, como la entrada de una carpa de circo salida directamente de los sueños más grandiosos de P. T. Barnum.

Cuando los doce hombres llevaron su cargamento a través del tímpano violado, el sobrecogimiento de Thomas se hizo absoluto. La oreja de Dios, el mismo órgano a través del cual Él se había oído decir: «Haya luz», el aparato exacto a través del cual la réplica del Big Bang le había llegado al cerebro. Rafferty volvió a hacer una señal y los submarinistas sacudieron las aletas con fuerza, provocando tornados de burbujas y vorágines de células desprendidas. Centímetro a centímetro, el anclote ascendió, pasando junto a los cilios ondulantes que cubrían la superficie interna de la membrana, hasta apoyarse al final contra los huesos enormes y delicados del oído medio. Malleus, incus, stapes, recitó Thomas para sí mientras los reflectores alcanzaban la tríada masiva. Martillo, yunque, estribo.

Otra señal de Rafferty. El Equipo A se movía con una sola mente, guiando la uña derecha del anclote sobre la protuberancia larga y firme del yunque, amarrando el Valparaíso a Dios.

Entonces: el momento de la verdad. Rafferty dio un empujón, deslizándose para liberarse del anclote y haciendo señas a los demás para que hicieran lo mismo. Thomas —todos— se soltaron. El anclote se balanceó colgado del yunque, el gran arganeo de acero oscilando como el péndulo de un formidable reloj newtoniano, pero los ligamentos aguantaron y el hueso no se rompió. Los doce hombres se aplaudieron, dando palmadas con sus guantes de neopreno en una ovación sorda y a cámara lenta.

Rafferty saludó al sacerdote. Thomas le devolvió el saludo. Sonrojado por el éxito, se abrazó a la cadena y, como Teseo enrollando el hilo, empezó a seguir aquel camino seguro de regreso al barco.


Cristo sonreía con suficiencia. Cassie estaba segura. Ahora que se fijaba, veía que la cara del crucifijo del padre Thomas tenía una expresión de total suficiencia. ¿Y por qué no? Jesús había tenido razón desde el principio, ¿no? El mundo sí había sido creado por un Padre antropomórfico.

Padre, no Madre: ésa era la cuestión. De algún modo, aunque pareciera increíble, los patriarcas que habían escrito la Biblia habían intuido la verdad de las cosas. El de ellos era el género que el universo refrendaba totalmente. La mujer era una mera sombra del prototipo.

Cassie daba más y más vueltas por el camarote, marcando un sendero irregular en la alfombra verde de pelo largo.

Por supuesto que quería encontrar una explicación convincente para el cuerpo. Por supuesto que estaría encantada si se pudiera demostrar que cualquiera de las fantasías paranoicas de la tripulación —plan de la CIA, conspiración trilateral, lo que fuera— era correcta. Sin embargo, no podía negar sus instintos: en cuanto el sacerdote había nombrado la cosa, había experimentado los presentimientos estremecedores de su autenticidad. Incluso si fuera una patraña, pensó, la infinidad de bobos e ignorantes del mundo, en caso de enterarse de su existencia, la aceptarían y explotarían de todas formas, del mismo modo en que habían aceptado y explotado el Sudario de Turín, las alucinaciones de Santa Bernadita y mil idioteces parecidas ante una absoluta refutación. Así que, fuera realidad o invención, verdad o ilusión, el cargamento de Anthony Van Horne amenazaba con marcar el comienzo de la Nueva Edad de las Tinieblas con la misma seguridad que el Proyecto Manhattan había marcado el comienzo de la Época de la Bomba.

Cassie se retorcía las manos, frotando un callo contra otro, consecuencias de las horas que había pasado desconchando el óxido de la pasarela que iba de babor a estribor.

De acuerdo, estaba muerto, un paso en la dirección correcta. No obstante, creía que ese hecho solo, si bien era de una relevancia indudable para personas como el padre Thomas y el marinero preferente Zook, no eliminaba el peligro. Un cadáver era algo demasiado fácil de racionalizar. El cristianismo lo había estado haciendo durante dos mil años. La esencia intangible del Señor, dirían los falócratas y los misóginos, su mente infinita y su espíritu eterno eran tan viables como siempre.

Inevitablemente, se acordó de su momento favorito en su irascible versión de cuando Abraham casi había sacrificado a Isaac: la escena en que la mujer de Runkleberg, Melva, se embadurna las manos con su flujo menstrual. «Protegeré la sangre de mi hijo con mi sangre», jura Melva. «De algún modo, de alguna forma —cueste lo que cueste—, impediré que ocurra esta cosa monstruosa.»

Lenta y metódicamente, Cassie quitó el crucifijo del mamparo, agarró el clavito y lo arrancó.

Apretando los dientes, se clavó la punta diminuta en el pulgar.

—Ay…

Al sacar el clavo, apareció una perla grande y roja. Entró en el cuarto de baño, se puso delante del espejo y empezó a pintar, mejilla izquierda, mandíbula izquierda, barbilla, mandíbula derecha, mejilla derecha, haciendo pausas frecuentes para extraer más sangre. Cuando se produjo el coagulo, una línea gruesa y borrosa se extendía alrededor de la cara de Cassie, como si llevara una máscara de sí misma.

De algún modo, de alguna forma —costara lo que costara—, enviaría al Dios del Patriarcado Occidental al fondo del mar.


Entonces, sólo entonces, de pie en el ala de estribor mientras el viento aullaba, el mar rugía y el gran cadáver cabeceaba detrás de él, sólo entonces se le ocurrió a Anthony que el remolque podría no funcionar. Su cargamento era grande, mayor de lo que había imaginado jamás. Suponiendo que las anclas aguantasen, que las cadenas siguiesen enteras, que las calderas continuasen de una pieza y que las maromas de los cabrestantes no se desgarrasen y éstos no se soltasen y volasen al océano, suponiendo todas estas cosas, el mero arrastre aún podría ser excesivo para el Val.

Se llevó el walkie-talkie a los labios, giró el selector de canales y sintonizó con la sala de máquinas.

—Van Horne al habla. ¿Tenemos vapor en cubierta?

—Como para hacer sudar a un cerdo —dijo Crock O’Connor.

—Vamos a probar ochenta revoluciones, Crock. ¿Podemos hacerlo sin cargarnos ninguna pieza interna?

—Sólo hay un modo de saberlo, capitán.

Anthony se volvió hacia la timonera para hacerle una señal con la mano al cabo de maniobra y darle la aprobación a Marbles Rafferty. Hasta entonces el Primer oficial se había desenvuelto de forma brillante en la consola, manteniendo la carcasa directamente a popa y a dos mil metros, haciendo que el Val llevara perfectamente el ritmo de la marcha de tres nudos de su cargamento. (Era una pena que la Operación Jehová fuera un secreto, ya que ésta era exactamente la clase de empresa que podría valerle a Rafferty el documento codiciado que le declarase «Capitán de los Estados Unidos de barcos a vapor o a motor de cualquier gran tonelaje en océanos».) El chico del timón también sabía lo que se hacía: Neil Weisinger, el mismo marinero preferente que había respondido de un modo tan magnífico durante el huracán Beatrice. Pero incluso con Simbad el marino a cargo de los reguladores y Horatio J. Hornblower al timón, Anthony sabía que levantar con el cabrestante este cargamento en concreto seguiría siendo la maniobra más peliaguda de su carrera.

Virando hacia popa, el capitán inspeccionó los cabrestantes: dos cilindros gigantescos de seis metros de diámetro, como bombos construidos para darle ritmo a la música de las esferas. Un kilómetro y medio más allá se alzaba el cráneo casi calvo de Dios, la melena blanca destellando a la luz del sol matutino, cada cabello tan grueso como un cable de transatlántico.

Los dolientes se habían ido. Quizá habían concluido con su deber —«una shivah[3] acuática», como le gustaba decir a Weisinger—, pero lo más probable era que fuera el barco lo que los había echado. Hasta cierto punto, creía Anthony, conocían toda la historia: la tragedia de la Bahía de Matagorda y lo que le había hecho a sus hermanos. No podían soportar estar en el mismo océano con el Carpco Valparaíso.

Alzó los Bushnells y enfocó. El agua estaba increíblemente clara, veía incluso las orejas sumergidas, las cadenas del anclote derramándose desde el interior como pus plateado. Veinticuatro horas antes, Rafferty había llevado un grupo de exploración en la Juan Fernández. Después de navegar hasta la plácida cala delimitada por los bíceps de sotavento y el pecho correspondiente, habían conseguido amarrar un embarcadero inflable, usando los pelos del sobaco como norays, y luego habían ascendido en rapel por el gran acantilado de carne. Cruzando el pecho, caminando alrededor del esternón, el primer oficial y su equipo no habían oído nada que con sinceridad pudieran llamar latidos. Anthony no lo había esperado. Aun así, seguía prudentemente optimista: la estasis cardiovascular no era lo mismo que la muerte cerebral. ¿Quién podía negar que una neurona o dos pudieran estar reponiéndose debajo de aquel cráneo de cinco metros de grosor?

El capitán cambió de canal para dirigirse a los hombres que estaban junto a los cabrestantes.

—¿Listos en la cubierta de popa?

Los maquinistas auxiliares se sacaron los walkie-talkies de los cinturones.

—Cabrestante de babor listo —dijo Lou Chickering en su voz de barítono de actor.

—Cabrestante de estribor listo —replicó Bud Ramsey.

—Soltad los ganchos —dijo Anthony.

Ambos maquinistas entraron en acción.

—Gancho de babor soltado.

—Gancho de estribor soltado.

—Conectad las ruedas dentadas —ordenó el capitán.

—Rueda de babor conectada.

—La de estribor conectada.

—Soltad frenos.

—Freno de babor fuera.

—El de estribor fuera.

Anthony se llevó el antebrazo a la boca y le dio un beso a su querida Lorelei.

—Bien, chicos, vamos a acercarle.

—Motor de babor encendido —dijo Chickering.

—El de estribor encendido —repitió Ramsey.

Arrojando humo negro, echando vapor caliente, las ruedas dentadas empezaron a girar, enrollando las grandes cadenas de acero. Uno a uno, los eslabones surgían del mar, goteando espuma y escupiendo rocío. Se deslizaban a través de los calces, se arqueaban por encima de los ganchos y caían en las cajas como pelotas de skee-ball anotando puntos.

—Necesito los largos de los cables, caballeros. Dádmelos.

—Dos mil metros en la cadena de babor —respondió Chickering.

—Dos mil en estribor —dijo Ramsey.

—¡Marbles, pongámonos en marcha! ¡Cuarenta revoluciones, por favor!

—¡A la orden! ¡Cuarenta!

—¡Mil quinientos en la cadena de babor!

—¡Mil quinientos en la de estribor!

Anthony y el primer oficial habían estado despiertos toda la noche, enfrascados en el Manual del salvador de la marina de EEUU de Rafferty. Con un remolque tan colosal, un espacio de más de mil cien metros haría que el Val no se pudiera gobernar. Pero una correa corta, de menos de novecientos metros, también podía significar un problema: si se aminoraba la marcha de pronto por cualquier razón —un eje partido, la explosión de una caldera— el cargamento se estrellaría contra la popa por el mero impulso.

—¡Cincuenta revoluciones! —ordenó Anthony.

—¡Cincuenta! —contestó Rafferty.

—¿Velocidad?

—¡Seis nudos!

—¡Rumbo franco, Weisinger! —le dijo Anthony al cabo de maniobra.

—¡Rumbo franco! —repitió el marinero preferente.

Las cadenas seguían llegando, por encima de los cabrestantes y a través de las escotillas, llenando los armarios cavernosos de acero como cobras amaestradas al volver a sus cestas de mimbre después de un duro día de trabajo.

—¡Mil metros en la cadena de babor!

—¡Mil metros en la de estribor!

—¿Velocidad?

—¡Siete nudos!

—¡Frenos! —gritó Anthony por el walkie-talkie.

—¡Freno de babor puesto!

—¡El de estribor puesto!

—¡Sesenta revoluciones!

—¡Sesenta!

Ambos cabrestantes se pararon al instante, chirriando y humeando mientras regaban la cubierta de popa de chispas de un naranja brillante.

—¡Desconectad las ruedas!

—¡Rueda desconectada!

—¡La de estribor desconectada!

—¡Enganchad los ganchos!

—¡Gancho de babor enganchado!

—¡El de estribor enganchado!

Algo ocurría. La velocidad del cadáver se había doblado, ocho nudos por lo menos. Por un momento, Anthony se imaginó una sacudida sobrenatural que hubiera impulsado el sistema nervioso divino, aunque la explicación real, sospechaba, estaba en la conjunción súbita de la corriente de Guinea y los vientos alisios del sudeste. Bajó los prismáticos. El Corpus Dei se levantó hacia adelante, de forma aplastante, inexorable, con espuma que salía volando de la coronilla mientras se venía encima del petrolero como un torpedo primigenio.

La táctica prudente era obvia: desbloquear las ruedas, soltar las cadenas, timón a la derecha en ángulo cerrado, avante a toda máquina.

Pero a Anthony no le habían contratado para ir a la segura. Le habían contratado para llevar a Dios al norte y, si bien no le entusiasmaba la idea de ser responsable de la segunda colisión del Valparaíso en dos años, o aquel maldito aparejo funcionaba o no lo hacía.

—¡Marbles, ochenta revoluciones!

—¿Ochenta?

—¡Ochenta!

—¡Ochenta! —dijo el oficial.

—¿Velocidad?

—¡Nueve nudos!

Nueve, bien: más rápido, seguro, que el cadáver que se aproximaba. Estudió las cadenas. ¡Estaban tensas! ¡Estaban tensas y el barco se estaba moviendo!

—¡Cabo de maniobra, diez grados del timón izquierdo! —Riéndose al viento, el capitán alzó los prismáticos y estudió la frente brillante e inmensa de Dios—. ¡Curso tres-cinco-cero!

—¡Tres-cinco-cero! —dijo Weisinger.

Anthony se volvió hacia la proa.

—¡Avante a toda máquina! —le gritó a Rafferty, y ya estaban en marcha, en marcha como una actuación de esquí acuático grandiosa, como una interpretación demente de Aquiles arrastrando a Héctor alrededor de los muros de Troya, como un anuncio absurdo de Boys Town, USA, el joven angelical llevando a su hermano lisiado a la espalda (No pesa, padre, es mi Creador)—, en marcha, remolcando a Jehová.

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