SEGUNDA PARTE

Dientes

A medida que el Valparaíso cargado avanzaba lentamente hacia el norte a través del golfo de Guinea, Cassie Fowler se dio cuenta de que su deseo de ver el cargamento destruido era más complicado de lo que había supuesto al principio. Sí, el cuerpo amenazaba con conferir aún más poder al patriarcado. Sí, era un golpe terrible a la razón. Sin embargo, estaba pasando algo más, algo un poco más personal. Si su querido Oliver era capaz de llevar a cabo una hazaña espectacular como aquella, utilizando el cerebro y su riqueza para la destrucción de Dios, surgiría ante sus ojos como un héroe, superado sólo por Charles Darwin. Cassie podría incluso, después de tantos años, aceptar su antigua proposición de matrimonio.

El 14 de julio, a las 0900 horas, Cassie fue al cuarto de radiotelegrafía y le soltó su discurso a Lianne “Chispas” Bliss. Tenían que enviarle un fax secreto a Oliver. Era necesario hacer un sabotaje inmediato y total. El futuro del feminismo pendía de un hilo.

No era que no amara a Oliver tal como era: un hombre tierno, un ateo comprometido y probablemente el mejor presidente que la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste había tenido jamás, pero también era, le parecía a Cassie, un náufrago como ella cuyo barco había zozobrado en las costas de su inutilidad esencial, no sólo un pintor de domingo sino también un ser humano de domingo.

¿De qué mejor manera podía una persona adquirir un poco de amor propio que salvando a la civilización occidental de un regreso a la teocracia misógina?

—¿El futuro del feminismo? —dijo Lianne, jugueteando nerviosa con su colgante de cristal—. ¿Hablas en serio?

—Totalmente.

—¿Sí? Pues nadie excepto el padre Thomas tiene permiso para ponerse en contacto con el mundo exterior. Órdenes del capitán.

—Lianne, este maldito cuerpo es justo lo que el patriarcado ha estado esperando, una prueba de que el mundo fue creado por el matón machista del Antiguo Testamento.

—Vale, pero incluso si enviáramos un mensaje, ¿te creerían tus amigos escépticos?

—Claro que mis amigos escépticos no me creerían. Son escépticos. Tendrían que volar hasta aquí, hacer fotos, discutir entre ellos…

—Olvídalo, cielo. Podrían sacarme a patadas de la Marina Mercante por algo así.

—El futuro del feminismo, Lianne…

—Te he dicho que lo olvides.

A la mañana siguiente, Cassie lo volvió a intentar.

—Siglo tras siglo de opresión falocrática y al fin las mujeres están ganando un poco de terreno. Y ahora, bang, volvemos a la primera casilla.

—¿No estás reaccionando de forma un poco exagerada? Vamos a enterrarlo, no vamos a presentarlo en el puto programa de Oprah.

—Sí, pero ¿qué impedirá que alguien se encuentre con la tumba dentro de uno o dos años y descubra el pastel?

—El padre Thomas habló con un ángel —dijo Lianne, defendiéndose—. Está claro que hay una necesidad cósmica detrás de este viaje.

—También hay una necesidad cósmica detrás del feminismo.

—No deberíamos meternos con el cosmos, amiga mía. Desde luego que no.

El resto del día Cassie se propuso evitar a Lianne. Había presentado su caso completamente, subrayando las implicaciones políticas de muy mal presagio de un Corpus Dei macho. Era el momento de dejar que asumiera los argumentos.

Qué diferente era todo aquello del viaje anterior de Cassie. En el Beagle II te tiraban al suelo, te arrojaban de la litera, te sumían en ataques de náusea: sabías que estabas en el mar. Sin embargo, el Valparaíso parecía menos un barco que una gran isla de metal arraigada al fondo del océano. Para obtener alguna sensación de movimiento, tenías que bajar al puesto de observación de proa, una especie de patio de acero tendido por encima del agua, y ver cómo las olas se estrellaban contra las placas de la proa.

La tarde del 13 de julio, Cassie estaba en la proa, sorbiendo café, saboreando la puesta de sol —un espectáculo impresionante al que el rechoncho marinero de guardia Karl Jaworski parecía ajeno—, e imaginando las maravillas andróginas que había quizá a tres kilómetros bajo sus pies. El Hippocampus guttulatus, por ejemplo, el caballito de mar, cuyos machos incubaban los huevos en bolsas ventrales especiales; o los meros, que nacen como hembras (aunque la mitad están destinadas a sufrir un cambio de sexo en la edad adulta); o el lumpo, maravillosamente subversivo, una especie cuyos instintos maternales residían exclusivamente en los padres (siendo ellos los que oxigenaban los huevos durante la incubación y los que, después, protegían a los alevines). A su derecha, más allá del horizonte, se extendía el amplio y bochornoso delta del río Níger. A su izquierda, también escondida por la curva del planeta, estaba la isla Ascensión. Subió un calor sofocante que la envolvió en vapor ecuatorial, y decidió escapar al cine pequeño y agradable del Valparaíso. Cierto, ya había visto Los diez mandamientos, la última vez en la versión en laserdisc de Oliver —en concreto, la edición para coleccionistas del 35° aniversario—, de modo que no tendría demasiado impacto dramático, pero en aquel momento el aire acondicionado importaba más que la catarsis.

Bajó en ascensor a la tercera planta, abrió la puerta del cine y se zambulló al aire deliciosamente frío.

Daba la casualidad de que Cassie albergaba un afecto especial por Los diez mandamientos. Sin ella, nunca habría escrito su obra más encarnizada, Dios sin lágrimas (ahora se daba cuenta de que era un título profético), una sátira de un acto sobre las muchas expurgaciones que Cecil B. DeMille y compañía habían cometido al traspasar el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio a la pantalla. Había sido especialmente severa con el hecho de que DeMille no estuviera dispuesto a considerar las implicaciones morales de las Diez Plagas, con que no hubiera contado las injusticias que los hebreos habían sufrido a manos de su Padrino cuando deambulaban por el desierto (Yavé abatiendo a la gente que menospreció a Canaán, bombardeando con fuego a aquellos que se quejaron en Hormá, enviando serpientes contra los que refunfuñaron en el camino del monte Hor, azotando con una plaga a todos los que reincidieron en Peor), y con su omisión flagrante del discurso que Moisés había dado a sus generales después de subyugar a los Madianitas: «¿Por qué habéis dejado la vida a las mujeres? Fueron ellas las que arrastraron a los hijos de Israel a ser infieles. Matad de los niños a todo varón, y de las mujeres a cuantas han conocido lecho de varón; las que no han conocido lecho de varón, reserváoslas». Emparejada con Runkleberg, Dios sin lágrimas había estado en cartel dos semanas en Playwrights Horizons en la calle Cuarenta y dos oeste, un programa que obtuvo una reseña excepcional en Newsday, una crítica en Village Voice que la dejaba por los suelos y una carta de condena en la sección de cartas al director del Times, escrita por el mismo cardenal Terence Cooke. Fueran cuales fueran sus deficiencias artísticas, el homenaje de DeMille a la omnipotencia de Dios reconocía totalmente los límites de la vejiga. La película tenía un intermedio. Después de una hora y cuarenta minutos, cuando Moisés empezaba su audiencia con la zarza ardiente, surgían las ganas de orinar. Cassie decidió aguantar. No se acordaba exactamente de cuándo venía la pausa, pero sabía que era inminente. Además, se estaba divirtiendo, de un modo más o menos perverso. Las ganas aumentaron. Estaba a punto de marcharse in media res —Moisés volviendo a Egipto con el objetivo de liberar a su pueblo—, cuando la música se hizo más fuerte, la imagen se fundió y el telón se cerró.

Había dos mujeres delante de ella, Juanita Torres, la de los ojos almendrados, y la asmática An-mei Jong, que esperaban para usar el lavabo de mujeres de un solo váter. Allí estaba, meditando sobre su teoría de que el patriarcado provenía en gran medida de la flexibilidad urinaria, la capacidad envidiable del hombre de mear deprisa y corriendo, cuando una voz profunda y conocida la importunó.

—¿Quieres? —dijo Lianne, alargando una bolsa grande y medio vacía de palomitas de maíz—. Son al estilo vegetariano, sin mantequilla.

Cassie cogió un puñado.

—¿Habías visto esta película?

—Mis clases dominicales de catequesis fueron a mediados de los sesenta, una especie de renacer religioso. «La belleza no es sino una maldición para nuestras mujeres.» Puaj. Si no fuera por las palomitas de maíz de Follingsbee, me iría.

Una brecha, pensó Cassie. Una grieta en la armadura de Lianne.

—Mira lo que le hacen a la reina Nefertiti en la segunda parte.

—No me gusta lo que hacen con ninguna de las mujeres.

—Ya, pero mira lo que hacen con Nefertiti, DeMille y el patriarcado, mira lo que hacen. Fíjate en cómo, siempre que el faraón comete una atrocidad, perseguir a los hebreos con sus cuádrigas, etc., es porque Nefertiti le incitó a hacerlo. La misma historia de siempre, ¿verdad? Culpa a la mujer. El patriarcado nunca duerme, Lianne.

—No puedo enviarle un fax a tu novio.

—Lo entiendo.

—Podrían quitarme mi permiso de la Comisión Federal de Comunicaciones.

—Ya.

—No puedo enviarlo.

—Claro que no puedes —Cassie cogió una buena porción de palomitas de maíz de Follingsbee—. Mira lo que le hacen a Nefertiti.


16 de julio.

Latitud: 2°6’N. Longitud: 10°4’O. Rumbo: 272. Velocidad: 9 nudos cuando los vientos alisios del sudeste están con nosotros, 3 con el viento de proa. 6 de promedio. Lento, demasiado lento. A este paso, no cruzaremos el círculo polar ártico antes del 25 de agosto, una semana entera de retraso según lo previsto.

Más malas noticias. Los depredadores prometidos por fin han captado nuestro olor y a 6 nudos no podemos dejarlos atrás. Estamos matando una docena de tiburones en casi cada guardia y prácticamente el mismo número de serpientes de mar liberianas y de buitres de Camerún, pero siguen viniendo. Cuando me siente a escribir la crónica oficial de este viaje, a estos días sangrientos les pondré el apodo de la Batalla de la corriente de Guinea.

—¿Por qué no muestran un poco más de respeto hacia su Creador —le pregunto a Ockham—, como hicieron las marsopas y los manatíes la semana pasada?

—¿Respeto?

—Él los «hizo», ¿no? Se lo deben todo.

—Al ser partícipes de una comida así —dice Ockham—, es muy posible que le estén mostrando respeto.

La cubierta de popa cruje, los cabrestantes rechinan, las cadenas chirrían. Sonamos como Halloween. Dios no quiera que se rompa un eslabón. Una vez, cuando era tercer oficial en el Arco Bangkok, transportando napalm al golfo de Tailandia, vi cómo una sirga se partía por la mitad, cruzaba la toldilla como un látigo y cortaba al contramaestre en dos. El pobre desgraciado vivió tres minutos enteros después de aquello. Sus últimas palabras fueron: «¿Y qué hacemos en Vietnam?».

Esta mañana le he enviado un fax a papá. Le he dicho que he recuperado el Valparaíso y que ahora trabajo para el Papa Inocente XIV. «Si no tienes ningún inconveniente —he escrito— me pasaré por Valladolid en el viaje de vuelta.»

Las garcetas niveas me odian, Popeye. Las tortugas marinas claman por mi sangre.

Al menos una vez al día, me creo en la obligación de ir hasta Dios, de coger una bazuka o un cañón lanzaarpones y de unirme a la batalla. Ayuda a la moral de la tripulación. El trabajo es peligroso y agotador, pero se están desenvolviendo bien. Creo que ven nuestro cargamento como una de esas cosas por las que vale la pena luchar, como el honor o la bandera estadounidense.

Cada tarde, empezando alrededor de las 1800 horas, Cassie Fowler bebe café en el puesto de observación de proa. Ya he fingido toparme con ella tres veces. Creo que se está dando cuenta.

¿A qué lugares desconocidos te llevó tu pasión por Olivia, Popeye? ¿Te imaginaste alguna vez tumbado en la cubierta del castillo de proa en pleno monzón, haciendo el amor de manera salvaje mientras la lluvia caliente hacía brillar vuestros cuerpos desnudos? ¿Vuestros creadores han propiciado alguna vez un momento así, sólo para daros esa emoción?

Cuando los marineros creen que no miro, saquean el Corpus Dei, raspan pedazos de los cabellos, de los granos, de las verrugas y de los lunares y luego los mezclan con agua potable para hacer una especie de ungüento.

—¿Para qué es? —le pregunto a Ockham.

—Para lo que sea que les duela —responde.

An-mei Jong, explica el padre, se lo traga a cucharadas, esperando que le alivie el asma. Karl Jaworski se lo frota en las articulaciones artríticas. Ralph Mungo se lo pega en una vieja herida de la guerra de Corea que no deja de fastidiarle. Juanita Torres lo usa para los dolores menstruales.

—¿Ayuda? —le pregunto a Ockham.

—Dicen que sí. Estas cosas son tan subjetivas. Cassie Fowler lo llama el efecto placebo. Los marineros lo llaman grasa gloriosa.

¿Si me unto la frente con un poco de grasa gloriosa, Popeye, desaparecerán las migrañas?


—¡Tiburón junto a la rodilla de estribor! ¡Repito: tiburón junto a la rodilla de estribor!

Neil Weisinger se levantó de su lecho de carne sagrada, puso el cañón lanzaarpones explosivos WP-17 de pie dentro de un poro de la rótula y apretó el botón ENVIAR en su walkie-talkie Matsushita. El calor era insoportable, como si la corriente de Guinea estuviera a punto de hervir. Si no se hubiera embadurnado el cuello y los hombros con grasa gloriosa, seguro que ya se le habrían hecho ampollas.

—¿Curso? —preguntó por radio al contramaestre, Eddie Wheatstone, que estaba de guardia en esos momentos.

—Cero-cero-dos.

En sus cerca de doce viajes como marino mercante, Neil había realizado muchas tareas odiosas, pero ninguna tan odiosa como la vigilancia de depredadores. Si bien lavar váteres era degradante, limpiar tanques de lastre era asqueroso y descascarillar herrumbre indescriptiblemente aburrido, al menos esos trabajos no implicaban una amenaza inmediata para la vida. Ya había subido en ascensor dos veces al camarote del primer oficial, dispuesto a presentar una queja formal, pero en ambas ocasiones su valor le había abandonado en el último instante.

Sujetó el Matsushita a su cinturón multiusos, justo al lado del transmisor del WP-17, se llevó los gemelos a los ojos y miró hacia el este. Desde su puesto actual no podía ver a Eddie, había demasiada distancia, demasiada bruma, pero sabía que el contramaestre estaba allí, seguro, en el lado de sotavento de un dedo del pie de estribor, inspeccionando la bahía de mar picada que las piernas medio sumergidas de Dios habían creado.

Le dio a ENVIAR.

—¿Demora?

—Cero-cuatro-seis. ¡Mide seis metros, Neil! ¡Nunca había visto tantos dientes en una boca!

Tras sacar el cañón lanzaarpones del poro, Neil cruzó la playa arrugada y esponjosa que se extendía a lo largo de sesenta metros desde la rodilla hasta el océano. El agua se alzó, un muro alto y espumoso creado y recreado eternamente a medida que la gran rótula se abría pasó a través del Atlántico. «Operación Jehová», llamaba el capitán constantemente a este remolque singular, ignorando, según parecía, que para un judío como Neil la palabra Jehová era un tanto ofensiva, la secreta e impronunciable YHWH contaminada con vocales seculares.

Escudriñó las olas grandes y revueltas. Eddie tenía razón: un pez martillo de seis metros, nadando a lo largo de la costa como un enorme mazo orgánico criado para cerrar con clavos el ataúd divino. Sosteniendo en equilibrio el WP-17 sobre el hombro, Neil se llevó la mira telescópica al ojo y se arrancó el walkie-talkie del cinturón.

—¿Velocidad?

—Doce nudos.

—No nos corresponde hacer esto —Neil informó al contramaestre—. Te apuesto lo que sea a que va en contra de las reglas del sindicato. Sencillamente no nos corresponde. ¿Alcance?

—Dieciséis metros.

Curioso, pensó, cómo cada depredador se había delimitado su territorio culinario. Desde lo alto llegaban los buitres de Camerún, abatiéndose como ángeles degenerados al reivindicar las córneas y los conductos lacrimales. Desde abajo venían las serpientes marinas liberianas, que devoraban sin piedad la carne suculenta de las nalgas. La superficie pertenecía a los tiburones —los fieros marrajos, los maliciosos azules, los enloquecidos martillos— que mordisqueaban las mejillas blandas y barbudas y picoteaban la membrana tierna que había entre los dedos. Y, en efecto, en el instante en que Neil apuntó al pez martillo, éste se volvió bruscamente y nadó hacia el oeste, con toda la intención de morder la mano que le creó.

Rastreó al tiburón por medio de la mira telescópica, alineando la retícula con la joroba cartilaginosa del pez martillo mientras enlazaba el dedo alrededor del gatillo. Apretó. Con una explosión súbita y gutural el arpón saltó de la boca. Cruzando el mar como una bala, golpeó al atónito animal en la frente y le horadó el cerebro.

Neil aspiró una gran bocanada de aire húmedo africano. Pobre bestia, no se lo merecía, no había cometido ningún pecado. En el mismo momento en que el tiburón giraba sesenta grados e iba derecho hacia la rodilla, el marinero preferente no sintió nada más por él que piedad.

—¡Dale al interruptor, tío!

—¡Roger, Eddie!

—¡Dale!

Gritando de dolor, arrojando chorros de sangre, el tiburón se lanzó sobre la costa carnosa, rugiendo con tanta furia que Neil casi esperaba que le salieran patas y se pusiera a perseguirle a gatas. Asió con fuerza el cañón lanzaarpones contra su camisa de malla, bajó la mano hacia el transmisor del cinturón multiusos y le dio al interruptor.

—¡Corre! —gritó Eddie—. ¡Corre, por el amor de Dios!

Neil se dio la vuelta y corrió a través del terreno blanduzco. Segundos después oyó explotar la ojiva, el gruñido horrible de la dinamita triturando tejido vivo y vaporizando sangre fresca. Miró hacia atrás. La onda expansiva era húmeda y roja, una flor brillante que llenaba el cielo salpicándolo de trozos bulbosos de cerebro.

—¿Estás bien, tío? ¿No estás herido, verdad?

Mientras Neil se subía a la rótula, los despojos caían, una lluvia pegajosa de pensamientos de tiburón, todas las esperanzas muertas y todos los sueños rotos del pez martillo, salpicando los tejanos y la camisa del marinero.

—¡Lo juro, voy a ir directo a por Rafferty! —gimió—. ¡Voy a clavarle este arpón en la mismísima cara y a decirle que yo no me enrolé para aguantar esta mierda!

—Cálmate, Neil.

La sangre del pez martillo olía a pelo quemado.

—¡Mi abuelo nunca tuvo que volar tiburones!

—Dentro de treinta y cinco minutos habremos salido de aquí.

—¡Si Rafferty no me saca de esta guardia estúpida, le voy a arponear a él! ¡No bromeo! ¡Bang, justo en medio de los ojos!

—Piensa en lo bien que te sentará la ducha.

Neil se dio cuenta de que lo más extraño de todo —vibrando por la libertad—, lo más extraño, increíble y aterrador era que no bromeaba.

—¡Ya no hay Dios, Eddie! ¿No lo entiendes? ¡No hay Dios, no hay reglas, no hay ojos que nos vigilen!

—Piensa en los McNuggets de pollo de Follingsbee. Hasta te pasaré una de mis Budweisers.

Neil apoyó el cañón contra el tallo de un pelo especialmente grueso, se inclinó hacia delante y, tras mojarse los labios endurecidos por el sol, besó el metal caliente y vibrante.

—No hay ojos que nos vigilen…


A Oliver Shostak le daba la sensación de que era adecuado que la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste siguiera sólo una aproximación flexible de las Reglas de orden de Robert, ya que ni las reglas ni el orden tenían nada que ver con la razón de ser de la organización. La gente no lo entendía. Le decías «racionalista» al cretino medio de la nueva era y le hacías pensar en imágenes poco apetecibles: aguafiestas obsesionados con las reglas, zafios con una fijación con el orden, paladines de la lógica que pasan de puntillas sobre las cosas, que se pierden la esencia cósmica. Fiiiu. Un racionalista podía sentir el sobrecogimiento con la misma facilidad que un chamán. No obstante, tenía que ser un sobrecogimiento de calidad, creía Oliver, un sobrecogimiento sin ilusiones, del tipo que había sentido al intuir el tamaño del universo o al sentir la improbabilidad de su nacimiento o al leer el fax del vapor Carpco Valparaíso que en esos momentos llevaba en el bolsillo del chaleco.

—Empecemos —dijo, haciéndole una señal a la atractiva y joven estudiante de Juilliard que estaba tocando el clavicémbalo en el otro extremo de la habitación. La chica levantó las manos del teclado; la música se detuvo en mitad del compás, la Fantasía en re menor de Mozart deliciosamente complicada. No había mazo, por supuesto. No había mesa ni actas ni orden del día. Los dieciocho socios estaban sentados en un círculo informal, sumergidos en el esplendor de los mullidos sofás Récamier y los suntuosos divanes de terciopelo.

Oliver había designado la habitación él mismo. Se la podía permitir. Se podía permitir cualquier cosa. Gracias al ascenso casi simultáneo del feminismo, de la fornicación y de varias enfermedades venéreas importantes, el planeta estaba usando condones de látex en cantidades sin precedente y a finales de los ochenta el asombroso invento de su padre, el Shostak Supersensible, había aparecido como la marca de preferencia. Al final de la década, habían empezado a fluir cantidades increíbles de dinero hacia las arcas de la familia, una marea de beneficios que no dejaba de subir. A veces, a Oliver le parecía que, de algún modo, su padre había patentado el mismo acto del sexo.

Tomó un sorbo de brandy y dijo:

—El presidente reconoce a Barclay.

Descifrar el fax de Cassie había sido fácil. Estaba en Herejía, el código numérico que se habían inventado en el décimo curso del colegio para ocultar los documentos de la organización que habían fundado, el club de los Librepensadores (aparte de Cassie y de Oliver, el club había contado con sólo dos socios más, los solitarios, feos y tremendamente impopulares gemelos Maldonado). Esto no es una broma. Ven a verlo tú mismo. De verdad que estamos remolcando…

Cuando el vicepresidente de la Liga se levantó, todos los socios prestaron atención, no sólo para oír el informe de Barclay, sino también para sumergirse en su solemnidad. En los últimos años, los Estados Unidos de América habían logrado acoger a un desacreditador a jornada completa —un contrapeso a sus veinte mil astrólogos, cinco mil terapeutas de vidas pasadas y montones de sinvergüenzas que fabricaban rutinariamente éxitos de ventas sobre encuentros con ovnis y sobre la felicidad de las runas—, y aquel desacreditador era el rubio Barclay Cabot. Barclay, ese diablo guapo, tenía presencia en los medios de comunicación. La cámara le quería. Había participado en todos los programas de entrevistas importantes, demostrando cómo daba la impresión de que los charlatanes doblaban cucharas y leían mentes cuando en realidad no hacían nada parecido.

Empezó resumiendo la crisis. Dos semanas antes, la asamblea legislativa de Tejas había votado purgar todos los institutos del Estado de cualquier material del plan de estudios que no otorgara al llamado creacionismo científico una «equiparación de tiempo» con la teoría de la selección natural. No era que la Liga de la Ilustración dudara del resultado de un enfrentamiento entre la hipótesis de Dios y Darwin. Los fósiles mostraban a gritos la evolución; los cromosomas anunciaban claramente la ascendencia; las rocas declaraban su antigüedad. Lo que la Liga temía era que las editoriales de libros de texto de Estados Unidos simplemente eligieran eludir todo el asunto y volvieran a su recurso sin carácter de los años cuarenta y cincuenta, que omitieran por completo cualquier consideración de los orígenes humanos. Mientras, cada domingo, se seguiría enseñando el creacionismo sin que nadie pusiera objeciones.

En tono de complicidad, Barclay esbozó su plan para el comité. Al amparo de la noche, un pequeño subconjunto de la Liga, una especie de unidad de comandos atea, se arrastraría por el césped lujoso de la Primera Iglesia Baptista de Dallas —«el Pentágono del cristianismo», como decía Barclay—, y abriría con una palanqueta una ventana del sótano. Entraría a hurtadillas en la iglesia. Se infiltraría en la nave. Aseguraría los bancos y, entonces, tras desenfundar sus grapadoras Swingline, cogería las Biblias de una en una y, antes de volver a colocarlas en su sitio, fijaría con cuidado un resumen de treinta páginas de El origen de las especies entre el índice de materias y el Génesis.

Equiparación de tiempo para Darwin.

«Vaya un guión tan atrevido», pensó Oliver, tan audaz como la vez en que habían falseado una materialización de la Virgen María en el servicio religioso común de Boston, tan valiente como cuando habían eclipsado una concentración antiabortista en Salt Lake City contratando al grupo de rock de mala reputación Flesh Before Breakfast para que cantaran en medio de la calle Qué droga tenemos en Jesús.

—Los que estén a favor del contraataque propuesto…

Diecisiete síes retumbaron por el salón occidental de la Sala Montesquieu.

—Los que se opongan…

Inevitablemente, la secretaria encargada de los informes, la cascarrabias Sylvia Endicott, se puso en pie.

—No —dijo, gruñendo la palabra más que diciéndola—. No y no otra vez. —Sylvia Endicott: la guerrera viva más vieja del escepticismo, la mujer que en su juventud radical había dirigido una campaña perdedora para que quitaran CONFIAMOS EN DIOS de las monedas de la nación y una lucha igualmente infructuosa para que se instalara una placa en la esquina de la calle de Kansas City donde Sinclair Lewis había desafiado a Dios a que le matara—. Ya conocéis mi opinión sobre el creacionismo científico, oh, dechado de oximorones. Sabéis cuál es mi posición en cuanto a los baptistas de Dallas. Pero, vamos, gente. Este supuesto “contraataque” no es más que una travesura. Somos los hijos de François-Marie Arouet de Voltaire, por el amor de Dios. No somos los hermanos Marx, joder.

—Ganan los síes —dijo Oliver. Nunca le había gustado Sylvia Endicott, que decía cosas pomposas como «Oh, dechado de oximorones» siempre que obtenía la palabra.

—¿Cuándo dejaremos de ser una panda de diletantes y empezaremos a ser implacables? —insistió Sylvia—. Recuerdo cuando esta organización habría demandado a la asamblea legislativa de Tejas por censura de hecho.

—¿Quieres presentar una moción?

—No, quiero que adquiramos carácter.

—¿Algún asunto nuevo?

—Carácter, gente. ¡Carácter!

—¿Algún asunto nuevo? —repitió Oliver.

Silencio, incluso por parte de Sylvia. La vieja bruja de la razón se arrellanó en su silla. El fuego crepitó alegremente en el hogar. Por toda la ciudad, la noche calurosa de julio hervía a fuego lento, pero dentro de la Sala Montesquieu una utilización ingeniosa del aislamiento y de los aparatos de aire acondicionado simulaba perfectamente una noche helada de febrero. Era idea de Oliver. Él había cubierto los gastos. ¿Una extravagancia? Sí, pero ¿para qué ser rico si uno no satisfacía una o dos debilidades personales de vez en cuando?

—Yo tengo un asunto nuevo —dijo Oliver, metiendo la mano en su chaleco de seda y sacando el comunicado perturbador—. Este fax es de Cassie Fowler, que actualmente está a bordo del superpetrolero Carpco Valparaíso en algún lugar cerca de la costa de Liberia. Veréis el logo de Carpco —Oliver señaló el famoso estegosaurio—, justo aquí en el membrete. Así que está claro que el telegrama que su madre recibió la semana pasada era auténtico y que Cassandra está muy viva. Ésa es la buena noticia.

—¿Y la mala? —preguntó Pamela Harcourt, una mujer bonita y de ojos como piedras preciosas que era el norte de la revista batalladora y nada rentable de la Liga, El investigador escéptico (tirada: 1.042).

—La mala se divide en dos posibilidades. —Oliver levantó el dedo índice—. O Cassandra está sufriendo una crisis psicótica —añadió el dedo del corazón al ejemplo—, o el Valparaíso está remolcando el cadáver de Dios.

—¿Remolcando qué? —Taylor Scott, un joven delicado cuyo afecto por la Ilustración se extendía a llevar sobretodos y volantes, abrió su pitillera de plata.

—El cadáver de Dios. Obviamente es bastante grande.

Taylor sacó un cigarrillo turco y se lo metió entre los labios.

—No lo entiendo.

—Tres kilómetros de largo, dice aquí. Humanoide, desnudo, caucásico, macho y muerto.

—¿Eh?

Corpus Dei. ¿Cómo puedo decirlo más claro?

—Tonterías —dijo Taylor.

—Sandeces —dijo Barclay.

—Cassandra supuso que ésa sería nuestra reacción —dijo Oliver.

—Eso espero —dijo Pamela—. Oliver, querido, ¿de qué va todo esto?

—No sé de qué va —con la copa de coñac en la mano, Oliver se puso en pie y, saliendo del círculo de los racionalistas, caminó por el perímetro lentamente. En circunstancias normales, el salón occidental de la Sala Montesquieu era el sitio que más le gustaba del mundo, una conjunción relajante de ventanas con parteluces, paredes forradas de tela, grabados florales redouté franceses del siglo dieciocho y sus propios cuadros al óleo de famosos librepensadores adoptando poses características: Thomas Paine lanzando un ejemplar de La edad de la razón por la ventana de una catedral, el barón d’Holbach ofreciéndole una pedorreta al Papa León XII, Bertrand Russell y David Hume jugando al ajedrez con figuras de pesebre. (Dos semanas antes Oliver había añadido un autorretrato a la galería, un gesto que podría haber parecido presuntuoso si el cuadro no hubiese incluido una representación despiadadamente fiel de su barbilla vacilante y de su nariz mal proporcionada.) Sin embargo, esa noche el salón no le reconfortaba. Parecía lúgubre y húmedo, sitiado por ejércitos ignorantes.

—El petrolero tiene una especie de misión funeraria —continuó Oliver—. Hay una tumba en el Ártico. Se han visto ángeles. Mirad, reconozco que todo esto parece una locura absoluta, pero Cassandra nos invita a que inspeccionemos la prueba.

—¿La prueba? —preguntó Pamela—. ¿Cómo puede haber una prueba?

—Sugiere que volemos a Senegal, fletemos un helicóptero y reconozcamos el cargamento del Valparaíso.

—¿Por qué, di, por qué nos haces perder el tiempo así? —Winston Hawke, un hombrecito nervioso e intenso para quien la caída del comunismo soviético simplemente anunciaba la Verdadera Revolución que les esperaba, se puso en pie de un salto—. ¡Los baptistas lo están dominando todo —gritó el marxista—, los palurdos ya están en camino, los patanes han llegado a las puertas y tú nos estás soltando un rollo sobre un superpetrolero!

—Dejad que haga una moción —anunció Oliver—. Propongo que enviemos un destacamento a Dakar antes del atardecer de mañana.

—No puedo creerme que hables en serio —soltó el sabiondo Rainsford Fitch, un programador que pasaba las noches encorvado sobre su Macintosh SE-30, calculando complicadas refutaciones matemáticas de la existencia de Dios.

—Yo tampoco —dijo Oliver—. ¿Alguien quiere apoyar la moción?

La tesorera de la Liga, la matronil Meredith Lodge, una funcionaria de Hacienda cuya ambición de toda la vida era entregarle un cargo de impuestos a la iglesia mormona, abrió el libro de contabilidad.

—¿Es ésta la clase de empresa en la que deberíamos gastarnos el dinero?

—Yo lo pagaré todo —Oliver se pulió el coñac—. Los billetes de avión, el alquiler del helicóptero…

—¿Y puede saberse —dijo Barclay, sin hacer ningún esfuerzo para contener una sonrisita de suficiencia—, si el difunto Jehová les legó algo a sus criaturas?

—He preguntado si alguien quiere apoyar la moción.

—Ah, pero claro que sí —insistió Barclay—. ¡Todos hemos oído hablar de la voluntad de Dios! —se oyó una cascada de risas de apreciación por el salón—. Espero que me dejara algo bonito. El río Colorado, tal vez, o quizá un planeta pequeño en Andrómeda, o si no…

—Apoyo la moción —interrumpió Pamela, esbozando una sonrisa enérgica—. Y mientras estoy en ello, dejad que me presente voluntaria para dirigir el destacamento. A ver, ¿qué pasa, amigos? ¿De qué tenemos miedo? Todos sabemos que el Valparaíso no está remolcando a Dios.


«Menos mal que hay vehículos todoterreno», pensó Thomas Ockham mientras, poniendo el Jeep Wrangler en primera, lo conducía por la cuesta arrugada y esponjosa de la frente. Un coche normal y corriente —su Honda Civic, por ejemplo— ya habría sido derrotado, tras quedarse colgado en un grano o atascado en un poro. Todo aquello parecía un anuncio que se podía ver estampado fuera de una iglesia evangélica decadente de Memphis. EL SERMÓN DE HOY: SE NECESITA UN COCHE CON TRACCIÓN A CUATRO RUEDAS PARA CONOCER DE VERDAD AL SEÑOR.

Al levantar la mano de la palanca de cambios, rozó sin querer el muslo izquierdo de la hermana Miriam.

Al principio, ella no había querido acompañarle.

—No estoy preparada para conocerle de esa manera —había dicho, pero entonces Thomas había señalado que, si habían de sobreponerse al dolor, primero tendrían que enfrentarse al cadáver directamente, granos, poros, lunares, verrugas y todo—. La lógica del ataúd abierto —como había dicho él.

Luchando contra un viento de cara, el cadáver navegaba bajo esa mañana, tan bajo que los informes de radio de banda ciudadana que llegaban de los centinelas del torso hablaban de olas que rompían contra los pezones y de una charca formada por la marea que se arremolinaba en el ombligo. Es decir, que el Wrangler no haría el viaje entero aquel día: bajar por la mandíbula, subir por la nuez, cruzar el pecho y la barriga. Menos mal. Cuarenta horas antes Thomas había viajado a lo largo de todo el cuerpo, haciendo una pausa breve encima del abdomen para contemplar el gran cilindro venoso que flotaba entre las piernas (una vista realmente desconcertante, la bolsa escrotal se ondulaba como la cámara de gas de un zepelín inimaginable), y se resistía a repetir la experiencia con Miriam. No era sólo porque los tiburones habían causado una destrucción tan terrible, al arrancar el prepucio como una banda de mohels[4] sádicos. Incluso si hubiera estado en buenas condiciones, el pene de Dios seguiría figurando entre aquellas vistas que un sacerdote y una monja no podían compartir cómodamente.

Subieron hasta la cima de la frente y empezaron a bajar, dirigiéndose al desfiladero profundo y azotado por el viento donde crecía la gran nariz.

Técnicamente, por supuesto, sus gónadas no tenían sentido; incluso se podían reunir para disputar la autenticidad del cadáver. Pero una objeción así, le pareció a Thomas, olía a orgullo desmedido. Si su Creador hubiera querido (por las razones que fueran) darse una nueva forma a imagen de sus productos, habría seguido adelante y lo habría hecho. «Haya un pene», y habría un pene. En efecto, cuanto más pensaba Thomas en ello, más inevitable se volvía el apéndice. Un Dios sin un pene sería un Dios limitado, un Dios al que se le había cerrado alguna posibilidad, por lo tanto no sería ningún Dios en absoluto. En cierto sentido, era bastante noble por su parte haber refrendado este órgano tan controvertido. Inevitablemente, Thomas pensó en la hermosa Primera Epístola de San Pablo a los Corintios: «Y a los miembros que juzgamos más viles, a éstos ceñimos de mayor adorno…».

El Wrangler volvía a subir, conquistando la napia a ocho kilómetros por hora. Miriam metió una de sus cintas en el radiocasete, se dio cuenta de que la había puesto al revés, lo intentó otra vez. Apretó play. Al instante, el comienzo espectacular de Así habló Zaratustra de Richard Strauss surgió de los altavoces, una fanfarria popularizada por 2001: Una odisea del espacio de Stanley Kubrick, la gran película escatológica que Thomas y ella habían visto veinticuatro años antes en lo que el mundo laico habría calificado de cita.

Mientras que los genitales le producían una fascinación intrínseca al sacerdote, las cosas que le faltaban al cargamento del Val también le llamaban la curiosidad. No había suciedad debajo de las uñas, por ejemplo, nada de barro de la Creación —más pruebas para decir que el cadáver era una falsificación, aunque la acción limpiadora del mar ofrecía una explicación igualmente posible—. Las muñecas no exhibían ninguna marca de la crucifixión: un ejemplo de auto-curación divina, supuso Thomas, aunque un unitario podría aprovechar, y con razón, esta circunstancia para clamar contra la obsesión con la Trinidad del cristianismo convencional. La carne no mostraba ninguna de las quemaduras que normalmente resultarían de una zambullida a través de la atmósfera de la Tierra; era como si la carcasa no hubiera “caído” en el sentido literal sino que se hubiese materializado, o quizá había estado vivo durante la caída e, intencionadamente, se había eximido de la fricción y se había dejado perecer sólo al alcanzar el golfo de Guinea.

Cuando llegaron a la cima, Miriam dijo:

—Es una paradoja, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—A cómo el hecho de Dios nos roba nuestra fe en Dios.

Thomas apagó el motor, luego giró un punto la llave de contacto para que la cinta siguiera sonando.

—Reconozco que la literalidad de todo esto es muy deprimente. Pero es importante intuir el misterio que hay tras la carne. ¿Qué es la carne en realidad? ¿Qué es la materia? ¿Lo sabemos? No. A su manera, la carroña es tan numinosa como la Hostia.

—Tal vez —dijo Miriam sin alterarse—. Podría ser —añadió sin emoción—. Seguro. Ya. Quiero recuperar mi fe, Tom. Quiero volver a sentir esa religión antigua.

Tirando del freno de mano con una mano, Thomas le dio un apretón afectuoso con la otra al hombro de su amiga.

—Supongo que podríamos intentar creer en un Dios sinónimo de algo que esté más allá del cuerpo: un Dios fuera de Dios. Pero Gabriel no nos dejó esa opción. Era un buen católico, mi ángel. Entendía la indivisibilidad final del cuerpo y el espíritu.

El sacerdote salió de la cabina y puso la palma de la mano sobre el capó de acero caliente. Un motor de Wrangler, un Homo sapiens sapiens, un ser supremo, en cada caso, el alma del objeto no se podía abstraer del objeto en sí. Igual que Einstein había demostrado la equivalencia fundamental entre la materia y la energía, también la iglesia de Thomas enseñaba la equivalencia fundamental entre la existencia y la esencia. No había ningún fantasma en la máquina.

Tras sacar su Handicam del compartimiento trasero, el sacerdote se volvió hacia el lago vidrioso del ojo izquierdo del cargamento. Ambos iris eran de un azul verdoso vibrante, el tono lujurioso de la sangre sin oxigenar. (Y Dios dijo: «Tenga yo ojos escandinavos».) Puso la cámara en pausa. Poco a poco, la escena se dibujó en la pantalla del visor: un marinero asustado en su turno de vigilancia de depredadores, bazuka lista, de pie junto a la costa de la córnea acuosa mientras escudriñaba el cielo en busca de buitres de Camerún. Más allá estaba la gran sonrisa congelada, cada uno de los dientes visibles centelleando como un glaciar tocado por el sol.

Dientes, ojos, manos, gónadas, tanto que contemplar y, sin embargo, Thomas también se vio reflexionando sobre aquellas partes que en ese momento estaban ocultas. ¿Se arremolinaba el pelo en el sentido de las agujas del reloj, como el de un ser humano? ¿Tenía las palmas de la mano encallecidas? ¿Tenía los molares dispuestos de un modo que sugerían una dieta en concreto? (Dada la popularidad del sacrificio animal en el Antiguo Testamento, era poco probable que hubiera sido vegetariano.) ¿Tenían algo singular las nalgas, evocadas de forma tan enigmática en el Éxodo 33:23?

—Entonces, claro —gritó Miriam por encima de Así habló Zaratustra—, está la cuestión del por qué. ¿Tienes alguna teoría, Tom?

Apretó el botón de la Handicam, conservando la mirada ciega y el rictus sonriente de Dios en una cinta de vídeo de un centímetro.

—Tengo planeado organizar mis pensamientos esta noche y enviarlos a Roma. Por instinto diría que fue una muerte por empatía. Murió de un caso grave de siglo veinte.

Miriam asintió con la cabeza.

—Últimamente, le hemos matado cien millones de veces, ¿no? Y ni siquiera nos molestamos en esconder los cuerpos.

«Qué mente tan ágil y sensual», pensó él.

—«Esconder los cuerpos» —repitió—. ¿Te importaría que te citara en mi fax para el cardenal Di Luca?

—Me sentiría halagada —confesó la monja, sonriendo de un modo espectacular. Como Dios, tenía los dientes perfectos: no era una sorpresa, la verdad, puesto que la pobreza de las carmelitas era rigurosamente digna, una pobreza con un plan dental.

Después de salir con dificultad del asiento del pasajero, Miriam sorteó la superficie alquitranada de una espinilla y fue con toda tranquilidad y seguridad hasta él. Su atuendo, reconoció él —salacot, vaqueros, sahariana ceñida y cerrada con botones de hueso—, despertaba en él cierta lascivia. Durante toda su juventud, Thomas había albergado una noción vaga de que, al levantar el borde del hábito de una monja, allí no se encontraría nada. Qué equivocado había estado. El tejano se le pegaba a las caderas, los muslos y las pantorrillas, perfilándola como la nieve amontonada en la que había caído el moribundo Claude Rains en el climax de El hombre invisible.

—«El loco saltó entre ellos y les atravesó con sus miradas» —dijo ella, recitando un pasaje famoso de La gaya ciencia—. «¿Adónde se ha ido Dios?», gritó. «Yo os lo diré. Nosotros le hemos matado, vosotros y yo. Todos somos sus asesinos.»

—«Pero, ¿cómo ocurrió?» —dijo Thomas, continuando el pasaje. Aquel día no podían escaparse de Nietzsche: Zaratustra en el radiocasete, La gaya ciencia en la lengua—. «¿Cómo pudimos bebernos el mar?» —apagó la Handicam—. «¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte entero?»

Regresaron al Wrangler, bajaron por la pendiente nasal occidental e improvisaron un camino a través de los pelos de la mejilla izquierda. En los bordes, la barba se había convertido en una especie de red de pesca, una inmensa telaraña natural que los apóstoles marineros tal vez habrían envidiado, atestada de meros, marsopas y agujas enredados. El Wrangler dio sacudidas y bandazos pero siguió su rumbo, serpenteando a velocidad constante en dirección este, hacia el bigote.

Dos cavernas se alzaban ante ellos, los túneles grandes y profundos por los que su cargamento había respirado y estornudado.

—Si te soy sincera —Miriam miró hacia las profundidades húmedas—, estoy aprendiendo más de lo que me gustaría.

—Tienes razón —apuntó Thomas, haciendo una mueca. Pantanos de mucosidad, rocas de mocos secos, pelos de la nariz del tamaño de un obelisco: éste no era el Señor de los Ejércitos con el que habían crecido—. Pero todavía no podemos irnos —giró el volante al máximo y, poniendo la marcha atrás, apoyó con cuidado el parachoques trasero contra la escarpadura alta que se extendía entre el labio superior y el orificio nasal derecho. Asomándose por la ventana, limpió la espuma del mar del retrovisor, un disco del tamaño de un platillo que sobresalía en el espacio sobre puntales de aluminio oxidados—. Una prueba —explicó.

—Supongo que siempre hay esperanza.

—Siempre —murmuró Thomas sin convicción.

Juntos estudiaron el espejo, observándolo con la misma intensidad absorta del profeta Daniel al contemplar como MENE, MENE, TEKEL, UPHARSIN, aparecían en la pared. La más leve nube les habría dejado satisfechos, la más ligera mancha, el más débil rastro de niebla.

Nada. La superficie permaneció burlonamente clara, obscenamente prístina. Dios, decía el espejo, estaba muerto.

Miriam le cogió la mano a Thomas y la apretó con tanta fuerza entre las suyas que se le acumuló la sangre en las puntas de los dedos.

—Entonces, claro, está la pregunta más dura de todas.

—¿Sí?

—Ahora que sabemos que ha muerto, que ha muerto de verdad, sin hacer ningún juicio, sin preparar ningún castigo, ahora que realmente sabemos todo esto —la monja brindó una sonrisita tímida—, ¿por qué deberíamos tener miedo de pecar?


26 de julio.

Latitud: 25°8’N. Longitud: 20°30’E. Rumbo: 358. Velocidad: 6 pésimos nudos. Estamos doblando el gran bulto del noroeste de África, siguiendo al revés el rastro de aquellos viajes audaces de exploración que organizó el príncipe Enrique el Navegante desde Portugal a partir de 1455. Si mi querido papá fue Cristóbal Colón en una vida previa, quizá yo fui el príncipe Enrique. Cuando el ignorante monarca murió, sus amigos le desnudaron y descubrieron que llevaba un cilicio.

Mi plan es increíblemente ingenioso. ¿Listo, Popeye? Voy a hacer volar el lastre. Todo: las 60.000 toneladas que recogimos en el puerto de Nueva York, las 15.000 (hasta ahora) con las que hemos estado compensando el combustible gastado de la carbonera. Y luego, ésta es la parte brillante, vamos a equilibrar el Val con la sangre de Dios.

Piénsalo. Una operación de bombeo sencilla y habitual que no durará más de 5 horas y habremos reducido nuestra carga de remolque en un 15 por ciento. Según Crock O’Connor, después podremos hacer funcionar ambos motores a una potencia estable de 85 revoluciones, quizá incluso de 90.

Por descontado, el padre Ockham se opondrá.

—Después de volar el lastre, estaremos a merced del cadáver —afirmó, siempre el profesor de Física—. Un viento fuerte podría separarnos cien millas de nuestro curso.

—Será como una transfusión —expliqué—. A medida que el agua sale disparada de los tanques de lastre, se verterá la sangre en los tanques de carga. Continuaremos estibados todo el tiempo.

—¿Está diciendo que va a drenar la esencia líquida de nuestro Creador y meterla en esos tanques de carga asquerosos?

Me imaginaba que debía decirle la verdad, aunque veía por dónde iba.

—Sí, Thomas, se puede decir así.

—Tendremos que obtener autorización de Roma.

—No tenemos por qué.

—Sí tenemos por qué.

El Vaticano se puso en contacto con nosotros en menos de una hora.

—El sínodo ha llegado a un consenso —dijo alguien llamado cardenal Tullio Di Luca—. Bajo ninguna circunstancia se puede profanar la sangre de Dios con petróleo seglar. Antes de la transfusión, deben fregar a fondo los tanques de carga.

—¿Fregarlos? —gemí—. ¡Eso nos llevará dos días!

—Entonces será mejor que empecemos de inmediato —dijo el padre, sonriendo y frunciendo el ceño a la vez.


Come más yogur, le había recomendado el médico a Neil Weisinger al comprobar los calambres, la diarrea y el dolor general que se había apoderado de sus intestinos poco después de cumplir los veinte años. El yogur, explicó el Dr. Cinsavich, aumentará el número de acidófilos y le ayudará en la digestión. Hasta aquel momento, Neil ni siquiera se había dado cuenta de que los intestinos almacenaban bacterias y mucho menos de que los bichos realizaran una función benigna. Así que probó la cura de yogur y, aunque no funcionó (de hecho sufría de intolerancia a la lactosa, una condición que con el tiempo venció a base de abstenerse de tomar productos lácteos), se quedó con un respeto intenso por su ecosistema interno.

Cuatro años después de la visita al Dr. Cinsavich, mientras Neil se metía en el tanque central número dos a bordo del vapor Carpco Valparaíso, se vio identificado totalmente con el proletariado microbiano que hervía en su interior. Era un trabajo de gérmenes, ese asunto ingrato y maloliente de fregar las tripas del barco, preparándolas para recibir la sangre de Dios. Aunque la máquina de limpieza había hecho un buen trabajo, pulverizando las bolas de alquitrán más grandes y sacándolas de allá, aún quedaba un residuo considerable que eliminar, gotas pegajosas de asfalto que se adherían a las escaleras y a las pasarelas como pedazos inmensos de goma de mascar que alguien hubiera desechado. Poco a poco, descendió —una mano bajo la otra, Leo Zook a su lado—, más abajo de la sala de molinetes del ancla y de la línea de carga, por debajo de la superficie arremolinada del mar, adentrándose en lo más profundo del casco. Fregaban a medida que bajaban, recogían la porquería con sus cucharones y la dejaban caer en un cubo de limpieza enorme de acero que colgaba junto a ellos de una cadena. Cada vez que el cubo estaba lleno, transmitían la noticia por medio de un walkie-talkie a Eddie Wheatstone, que estaba en la cubierta de barlovento y subía la carga.

El abuelo Moshe, sin duda, habría encontrado la redención en esa monotonía. De hecho, al viejo le gustaba el petróleo crudo. «El petróleo es un fósil fluido», le había dicho una vez a su nieto de diez años mientras estaban en el puerto de Baltimore mirando cómo un superpetrolero se deslizaba por el horizonte. «Recuerdos del pérmico, mensajes del cretáceo, aplastados y cocidos y convertidos en mermelada. Aquel barco es un cubo de historia, Neil. Aquel barco lleva dinosaurios líquidos.»

Tener a Zook de acompañante sólo empeoraba las cosas. Últimamente, la piedad del evangélico había tomado un cariz realmente feo, ya que había degenerado en un antisemitismo auténtico. Era cierto, tenía la mente traumatizada, el alma atormentada, la visión del mundo en llamas. Pero eso no era una excusa.

—Por favor, entiéndelo, yo no creo que tú seas responsable de esta cosa terrible que ha sucedido —dijo Zook, con gotas de sudor que le caían de debajo del casco y le corrían por la cara llena de pecas.

—Eso sí que es misericordioso por tu parte —dijo Neil con sorna. Su voz resonaba locamente en la gran cámara, ecos de ecos de ecos.

—Pero si tuviera que señalar a alguien con el dedo, que no va conmigo, pero si tuviera que señalar, lo único que podría decir es esto: «tu gente ya mató a Dios una vez, así que quizá también lo han hecho esta vez».

—No tengo ganas de oír estas gilipolleces, Leo.

—No me refiero a ti personalmente.

—Pos supuesto que sí.

—Hablo de los judíos en general.

Durante la primera hora en el tanque, el sol del mediodía iluminaba su camino, los rayos brillantes y dorados atravesaban inclinados la escotilla abierta, pero dieciséis metros más abajo tuvieron que encender las linternas eléctricas que llevaban sujetas a los cascos. Los haces de luz salían disparados hacia adelante unos cuatro metros y desaparecían, engullidos por la oscuridad. Neil carraspeó y se tragó sus mocos. Escupió. Un maldito minero submarino, eso es lo que era. ¿Cómo le había pasado aquello? ¿Por qué su vida había llegado a ser tan poca cosa?

Al final alcanzaron el fondo, una cuadrícula de paredes altas de acero que se extendían hacia afuera desde la sobrequilla, dividiendo el tanque en veinte sombríos compartimientos de carga, cada uno del tamaño de un garaje para dos coches. Neil desenganchó el cubo y respiró hondo. Por el momento todo iba bien: no apestaba a hidrocarburo. Buscó a tientas en su cinturón multiusos y sacó el walkie-talkie.

—¿Estás con nosotros, contramaestre? —le transmitió a Eddie.

—Roger. ¿Qué tiempo hace por allá abajo?

—Fenomenal, creo, pero estáte listo para echarnos un cable, ¿vale?

—Capisco.

Con el cubo de la limpieza a punto, Neil empezó la inspección, arrastrándose de un compartimiento a otro por unas alcantarillas de setenta centímetros de largo abiertas en los tabiques de contención, con Zook justo detrás. El compartimiento uno resultó estar limpio. El compartimiento dos no tenía ni una mancha. Uno podía comerse la comida en el suelo del tres y lamer alegremente las paredes del cuatro. El cinco era el espacio más puro hasta entonces, hogar de la misma máquina de limpieza, una montaña cónica de tubos y boquillas que se alzaba unos diecisiete metros. En el seis por fin encontraron algo que valía la pena quitar, un cuajarón de parafina pegado a una empuñadura. Lo metieron con el cucharón en el cubo y siguieron adelante.

Sucedió en el instante en que Neil puso el pie en el compartimiento siete. Al principio sólo notó el olor, el aroma espantoso de una burbuja de gas reventada, perforándole la nariz. Luego vino el cosquilleo en las puntas de los dedos y los dibujos en la cabeza: molinillos plateados, mandalas rojos, estrellas fugaces. Se le descolgó el estómago y se precipitó hacia abajo.

—¡Gas! —gritó por el walkie-talkie. No cabía duda de que la esfera maligna llevaba meses esperando allí, agazapada en la prisión de su propia superficie, y ahora la bestia había salido, liberada por las pisadas de Neil—. ¡Gas!

—¡Por Dios! —gimió Zook.

—¡Gas! —volvió a gritar Neil—. ¡Eddie, tenemos gas aquí abajo! —miró hacia el cielo. La escotilla flotaba a setenta metros sobre su cabeza, titilando en el aire viciado como una luna llena—. ¡Tira los Dragens, Eddie! ¡Compartimiento siete!

—¡Dios santo!

—¡Gas! ¡Compartimiento siete! ¡Gas!

—¡Dios!

—¡Quedaos ahí, tíos! —la voz de Eddie se oyó entre el ruido del walkie-talkie—. ¡Ya llegan los Dragens!

Ambos marineros lloraban, los conductos lacrimales se les contraían espasmódicamente, las mejillas bañadas en agua salada. A Neil se le hinchó la carne y se le durmió. Le picaba la lengua.

—¡Date prisa!

Zook se cogió el pulgar con la otra mano y se estiró los dedos. Uno… dos… tres… cuatro.

Cuatro. Era algo que aprendías durante la instrucción en el arte de la navegación. Un hombre gaseado en el fondo de un tanque de carga tiene cuatro minutos de vida.

—Ya llegan —dijo el evangélico, ahogándose con las palabras.

—Los Dragens —afirmó Neil, metiéndose la mano, inseguro, en el bolsillo lateral del mono. Sus manos habían cobrado vida propia y temblaban como cangrejos epilépticos.

—No, los jinetes —jadeó Zook, aún con los dedos levantados.

—¿Jinetes?

—Los cuatro jinetes. Plaga, hambre, guerra, muerte.

Cuando Neil logró soltar la medalla de Ben-Gurion, un chorro caliente de McNuggets de pollo a medio digerir le subió a toda prisa por la tráquea. Vomitó en el cubo de la limpieza. ¿En qué barco estaba? ¿En el Carpco Valparaíso? No. ¿En el Argo Lykes? No. ¿En el barco mercante de servicio irregular en el que el primer oficial Moshe Weisinger había llevado a mil quinientos judíos a Palestina? No, no era un barco mercante de ninguna clase. Era otra cosa. Un campo de concentración flotante. Birkenau con un timón. Y aquí estaba Neil, atrapado en una cámara de gas subterránea mientras el Kommandant la inundaba de Zyklon-B.

—Muerte —repitió, dejando caer la medalla de Ben-Gurion. El disco de bronce rebotó contra el borde del cubo y chocó contra el suelo de acero con gran estrépito—. Muerte por Zyklon-B.

—¿Eh? —dijo el Kommandant Zook.

El cerebro de Neil volaba, flotando fuera del cráneo, cabeceando sujeto al extremo de la médula espinal como un globo de carne.

—Sé a qué juegas, Kommandant. «¡Encerrad a esos prisioneros en las duchas! ¡Abrid el Zyklon-B!»

Como arañas descendiendo por hilos plateados, un par de equipos Dragen bajaron flotando desde la cubierta de barlovento. Atrapados en el haz de luz de la linterna del casco de Neil, los tanques de oxígeno tenían un resplandor de un naranja brillante. Las mascarillas negras y las mangueras azules giraban como locas, entrelazándose. Se lanzó hacia adelante, flexionó los dedos insensibles y empezó a aflojar el nudo gomoso.

—¿Zyklon qué? —dijo Zook.

Neil soltó una mascarilla con forma de pera. Se sujetó las correas frenéticamente. Alargó la mano, arqueó los dedos alrededor de la válvula, giró la muñeca. Atascada. Volvió a intentarlo. Atascada. Otra vez. ¡Se movió! Un centímetro. Dos. Tres. ¡Aire! Cerrando los ojos, inhaló, aspirando la dulzura por la boca, por la nariz, por los poros. Aire, oxígeno glorioso, una cataplasma invisible que le extraía el veneno del cerebro.

Abrió los ojos. El Kommandant Zook estaba sentado en el suelo; tenía la piel pálida como un champiñón, y por la forma de la boca sabía que estaba gimiendo. Una mano sujetaba la mascarilla en su sitio. La otra estaba sobre el tanque, enroscada sobre la válvula como una garrapata gigante chupando sangre.

—Ayúdame.

Neil tardó varios segundos en captar el apuro en que se encontraba Zook. El nazi estaba completamente inmóvil, congelado por alguna combinación espantosa de lesión cerebral y miedo.

—Plaga —dijo Neil. Arrastrando su tanque de oxígeno, cojeó hasta Zook.

—P-por favor.

La libertad corrió por Neil como un pico de cocaína. YHWH no estaba mirando. Nadie le vigilaba. Podía hacer lo que apeteciera. Abrir la válvula del Kommandant o cortarle la manguera por la mitad. Darle un poco de oxígeno del equipo que funcionaba o escupirle a la cara. Cualquier cosa. Nada.

—Hambre —dijo Neil.

El Kommandant dejó de gemir. Se le aflojó la mandíbula. Tenía los ojos apagados y casi en blanco, como si estuvieran hechos de cuarzo.

—Guerra —le susurró Neil al cadáver de Leo Zook.

Del bolsillo superior sacó la navaja suiza. Cogió la hoja larga con dos dedos y la giró hacia afuera. Agarró el mango rojo; clavó; la hoja atravesó la goma con la misma facilidad como si fuera jabón. Riéndose, deleitándose con su libertad, abrió una incisión grande e irregular a lo largo del eje de la manguera del nazi.

—Muerte.

Neil se agachó junto al hombre asfixiado, bebió el oxígeno delicioso y escuchó el estruendo lento y constante de los jinetes que se retiraban.

Plaga

Para Oliver Shostak, enterarse de que la divinidad ilusoria del judeocristianismo había habitado de verdad los cielos y la tierra, dirigiendo la realidad y dictando la Biblia, fue sin lugar a dudas la peor experiencia de su vida. En la escala de la desilusión, estaba muy por encima de su deducción a los cinco años de que Papá Noel era un embaucador, de su descubrimiento a los diecisiete de que su padre se follaba de forma habitual a la mujer que cuidaba a los pointers alemanes de la familia y del juicio que había sufrido al cumplir los treinta y dos años cuando le pidió a la conservadora de la galería Castelli de SoHo que exhibiera lo más destacado de su período de expresionismo abstracto. («El gran inconveniente de estos cuadros», había contestado la anciana obstinada, «es que no valen nada».) Sin embargo, no se podían negar los frutos de la reciente expedición de Pamela Harcourt: doce fotos a todo color, cada una mostraba un cuerpo grande, masculino, sonriente y en decúbito supino que era remolcado por las orejas hacia el norte a través del océano Atlántico. Las ampliaciones de 30 x 40 estaban colgadas en el salón occidental de la sala Montesquieu como los retratos de un antepasado, cosa que, en cierto modo, eran.

—Nuestros últimos trabajos han sido, si puedo hablar mitológicamente, hercúleos —comenzó Barclay Cabot, su rostro ojeroso lanzó un bostezo—. Nuestro itinerario incluyó paradas en Asia, en Europa, en Oriente Medio…

Oliver estaba obsesionado por las ampliaciones. Las odiaba. Ninguna feminista obligada a ver todo un festival de cine de Linda Lovelace se habría sentido más ofendida. Aun así, se negaba a admitir la derrota. En efecto, al recibir el comunicado nefasto de Pamela desde Dakar, había entrado en acción de inmediato, delegando a Barclay para que formara un comité ad hoc y lo llevara a hacer un viaje frenético alrededor del mundo.

Winston Hawke se acabó un pastelillo y se limpió las manos en su sudadera de Trotsky.

—Después de ochenta y cuatro horas de esfuerzos ininterrumpidos, nuestro equipo ha llegado a una conclusión aleccionadora.

Poniéndose en pie, Barclay se sacó un documento legal del bolsillo del chaleco.

—Si te presentas como agente de un gobierno extranjero ansioso por impedir que sus recursos financieros caigan en las manos equivocadas…

—Su propio pueblo, por ejemplo —dijo Winston.

—… hoy en día puedes obtener casi cualquier instrumento de destrucción masiva que se te antoje. Para ser precisos —Barclay leyó detenidamente el documento legal— el Ministerio de Defensa francés estaba dispuesto a alquilarnos un submarino de ataque de clase Robespierre equipado con dieciocho torpedos de lanzamiento adelantado. El Ministerio de Asuntos Exteriores iraní propuso vendernos los treinta y cuatro millones de litros de napalm excedente de Vietnam que le compró a la CIA americana en 1976, más diez cazas F-15 con los que despacharlo. La Marina argentina nos ofreció un alquiler de dos meses del acorazado Eva Perón y, si cerrábamos el trato al momento, nos hubieran dado seis mil cartuchos de regalo. Por último, siempre y cuando estuviéramos de acuerdo en ocultar la fuente, la República Popular de China nos habría concedido lo que llamaba un «acuerdo global» para un arma nuclear táctica y el sistema de entrega que eligiéramos.

—Cada una de estas ofertas se quedó en nada en cuanto los comerciantes se enteraron de que en realidad no representábamos a un Estado soberano —Winston escogió otro pastelillo—. Es inmoral y desestabilizador, dijeron, que unos particulares posean tecnologías como ésas.

—El único disidente de esta política fue una institución privada, la Asociación Nacional del Rifle de América —dijo Barclay—. Pero lo que nos querían vender, cuatro obuses M110 y siete misiles teledirigidos TOW, es inútil para nuestros propósitos.

Oliver refunfuñó bajito. Había esperado un informe más alentador… no sólo porque deseaba impresionar a Cassandra, cuyo fax contenía claramente un subtítulo —demuestra lo que vales, decía entre líneas, demuéstrame que eres un hombre de fortuna—, pero también porque realmente quería ahorrarle a su especie un milenio de ignorancia teísta y de superstición sin sentido.

—¿Así que han podido con nosotros? —preguntó Pamela.

—Hay un rayo de esperanza —apuntó Winston, devorando el pastel diminuto—. Esta tarde hemos hablado con…

El marxista se detuvo en la mitad de la frase, atónito por el ascenso de Sylvia Endicott, una subida tan brusca que fue como si los muelles de su silla Imperio se hubieran soltado de repente.

—¿Es que me he perdido algo? —preguntó la anciana en un silbido bajo y líquido—. ¿Alguna reunión crucial? ¿Estaba fuera de la ciudad durante una sesión de emergencia? ¿Cuándo aprobamos este asunto del sabotaje?

—Nunca lo presentamos a una votación formal —contestó Oliver—, pero está claro que ése es el consenso en la sala.

—No en esta parte de la sala.

—¿Qué dices, Sylvia? —gruñó Pamela—. ¿«Sentaos y no hagáis nada»?

—La tumba de Svalbard difícilmente será un sitio seguro —se apresuró a añadir Meredith Lodge—. Demonios, sospecho que es tan vulnerable como la pirámide de Keops.

—La única respuesta es la destrucción —dijo Rainsford Fitch.

Frunciendo terriblemente el ceño, Sylvia caminó arrastrando los pies hasta el busto de Charles Darwin que estaba colocado junto a la chimenea.

—Suponiendo por un momento que el Valparaíso esté remolcando de verdad lo que Cassie Fowler dice que está remolcando —empezó—, ¿no deberíamos tener el valor colectivo, si no la simple decencia, de admitir que todos estos años estábamos equivocados?

—¿Equivocados? —preguntó Rainsford.

—Sí. Equivocados.

—Ésa es una palabra más bien extrema —dijo Barclay.

—Es probable que sea hora de corregir nuestros estatutos —admitió Taylor Scott, dándole una calada a un cigarrillo turco—, pero tampoco deberíamos renegar ahora de todas nuestras tesis. El mundo teísta era una pesadilla, Sylvia. ¿Te has olvidado de las cazas de brujas del Renacimiento?

—Pero no estamos siendo honestos.

—¿El juicio de Galileo? ¿La masacre de los Incas?

—No me he olvidado de esas cosas ni tampoco he olvidado la curiosidad científica que es el sine qua non de esta organización. —Sylvia se apretó el chal de lana, su protección principal contra el sucedáneo de invierno virulento de la Sala Montesquieu—. Deberíamos estudiar ese cadáver, no barrerlo debajo de la alfombra.

—Mirémoslo desde otro ángulo —dijo Winston—. Sí, en estos momentos están arrastrando una especie de entidad grande hacia el Ártico y, que nosotros sepamos, esta entidad colgó las estrellas, hizo girar la Tierra y moldeó a Adán en barro. Pero ¿significa eso que es Dios? ¿El que mueve y es inamovible? ¿La primera y última causa? ¿La razón de ser de todo? Está muerto, por el amor de Dios. ¿Qué clase de ser supremo la palma así?

—Un ser supremo falso —dijo Rainsford.

—Exacto —dijo Winston—. Un impostor, un farsante, un embaucador. El problema, por supuesto, es que esa lógica nunca impresionará a las masas crédulas. Una reliquia como ésta se convierte en una confirmación más de su fe. Ergo, para el bien de todos, en el nombre de la razón, hay que eliminar a este Dios-que-no-es-Dios.

—Winston, me horrorizas —con los brazos en jarras, Sylvia apuntó sus córneas arruinadas directamente al marxista—. ¿Razón, has dicho? ¿«En el nombre de la razón»? ¡Tú no estás repartiendo razón, sino fundamentalismo ateo!

—No juguemos con las palabras.

Sylvia se quitó el chal de un tirón, cojeó hasta el vestíbulo y tiró de la puerta de entrada.

—¡Damas y caballeros, no me dejan otra opción! —les espetó con rabia, mientras el calor de julio entraba en el salón glacial—. El honor me dicta un único camino: ¡debo renunciar a la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste!

—No te lo tomes tan en serio, Sylvia —dijo Pamela.

La anciana salió a la noche húmeda.

—¿Lo habéis entendido, fariseos intelectuales? —gritó por encima del hombro—. ¡Me voy, para siempre!

A Oliver se le contrajeron las tripas. Se le secó la garganta. Maldita sea, Sylvia tenía algo de razón.

—¡El saqueo de Jerusalén! —gimió Winston cuando la puerta se cerró de un portazo.

—¡El asedio de Belfast! —bramó Rainsford.

—¡La masacre de los hugonotes! —gritó Meredith.

Tenía algo de razón, pero nada más, decidió Oliver, un simple argumento racional y, mientras, los bosques se estaban quemando.

—Háblanos de ese rayo de esperanza —dijo Pamela.

Barclay se acercó al hogar dando grandes zancadas y se calentó las manos a las llamas furiosas.

—Es probable que no hayáis oído hablar nunca de la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial de Pembroke y Flume, pero es mas o menos lo que da a entender el nombre: un par de jóvenes empresarios teatrales ambiciosos que compran B-17, acorazados y cosas por el estilo que se han mandado a la reserva. Contratan a actores hambrientos, a marinos mercantes en paro y a aviadores de la Marina de baja, y luego viajan por ahí haciendo simulacros de los encuentros más importantes entre el Eje y los Aliados.

»El verano pasado, Pembroke y Flume pusieron en escena su versión de la campaña africana de Rommel, sustituyendo Túnez por el desierto de Arizona —continuó Winston, uniéndose a Barclay junto al fuego—. El invierno pasado, hicieron la contraofensiva de las Ardenas en las montañas Catskill. Da la casualidad de que este año es el cincuenta aniversario de la Batalla de Midway, de modo que tienen a un equipo de Hollywood trabajando en Martha’s Vineyard, reconstruyendo la base entera en espuma de poliestireno y en contrachapado. El uno de agosto, montones de aviones de combate japoneses clásicos despegarán de las reproducciones en fibra de vidrio a una escala 3:4 de los portaaviones Akagi, Soryu y Kaga, y luego bombardearán la base en mil pedazos. Al día siguiente, un escuadrón de aviones de bombardeo en picado del antiguo portaaviones americano Enterprise, la joya de la colección de Pembroke y Flume, hundirá los cuatro portaaviones japos.

—Lo que en realidad es un poco de trampa —respondió Barclay—. El Yorktown y el Hornet también enviaron aviones, pero Pembroke y Flume tienen un presupuesto reducido para operar. Por otra parte, usan bombas que no han estallado. El público paga, pero vale la pena.

—Pan y circo —dijo Winston, con sorna—. Sólo en la América del capitalismo tardío, ¿eh?

—El hecho relevante es éste: cuando hayan acabado, Midway, Pembroke y Flume no tienen ninguna perspectiva inmediata —dijo Barclay—. Estarán ansiosos por que les contratemos.

—¿Contratarles para qué? —preguntó Meredith.

—Para volver a representar toda la batalla entera, con munición nueva. Entre sus aviones de bombardeo en picado y sus cazas torpederos, estamos casi seguros de que podremos repartir bastante dinamita para hundir el cargamento de Van Horne.

Oliver sintió un estremecimiento rápido y delicioso de emoción cuando, tras levantarse de su diván, cruzó resuelto la alfombra Aubusson hasta el busto de Darwin. Le gustaba este asunto de Midway. Le gustaba mucho.

—¿Cuánto nos cobrarán?

—Ofrecieron unas cuantas cifras aproximadas a la hora de comer —dijo Winston, recorriendo con la vista una tarjeta de 3 x 5 hecha jirones—. Salarios, comida, gasolina, bombas, abogados, condiciones del seguro…

—¿Y el balance final?

—Un momento. —El dedo índice de Winston bailaba por el teclado de su calculadora de bolsillo—. Dieciséis millones, doscientos veinte mil, setecientos cincuenta dólares.

—¿Crees que podemos hacer que lo bajen hasta quince? —preguntó Oliver, deslizando el dedo por los surcos de mármol del entrecejo fruncido de Darwin.

No es que le importase. Si su hermana podía despilfarrar su fondo fiduciario coleccionando objetos de interés relacionados con Abraham Lincoln y si su hermano podía liquidarse el suyo haciendo películas biográficas sensibleras sobre estrellas del béisbol de la liga nacional, Oliver no tenía la más mínima intención de obstaculizar la financiación de un proyecto tan encomiable como éste.

—Tenemos muchas posibilidades —respondió Winston—. Verás, esos payasos nos necesitan de verdad. Casi perdieron la camisa en Pearl Harbor.


28 de julio.

Medianoche. Latitud: 30°6’N. Longitud: 22°12’O. Rumbo: 015. Velocidad: 6 nudos. Viento: 4 en la escala de Beaufort. Nos dirigimos hacia el norte cruzando la planicie abisal de cabo Verde, con las Canarias a estribor, las Azores justo delante, la Osa Menor justo encima.

Esta tarde, haciendo los preparativos para el transvase de sangre, hemos intentado perforarle la arteria carótida con una serie de cánulas conectadas, «la aguja hipodérmica más grande del mundo», como ha dicho Crock O’Connor. Tres metros debajo de la epidermis, Él se vuelve duro como el hierro. Sería más fácil reventar una pelota de fútbol con un plátano.

Suponiendo que no haya ningún motín en el ínterin, lo volveremos a intentar mañana.

¿Crees que lo del motín es una broma, Popeye? No lo es.

Algo extraño está pasando a bordo del Carpco Valparaíso. Cada vez que Bud Ramsey organiza una partida de póquer, uno de los jugadores hace trampas y todo el asunto se convierte en una pelea sangrienta. Aparecen pintadas en los tabiques de contención más rápido de lo que puedo ordenar que lo limpien con un chorro de arena: JESÚS SE ESTÁ CORRIENDO EN LOS PANTALONES, y cosas peores. (Yo no soy religioso, pero no permitiré esa mierda en mi barco.) Los marineros fuman constantemente cerca de los compartimientos de carga, rompiendo así la primera regla de seguridad en un petrolero.

Marbles Rafferty me informa de que no pasa ni una hora sin que alguien le aporree la puerta para denunciar un robo. Carteras, cámaras, radios, cuchillos.

Le dije a nuestro contramaestre, Eddie Wheatstone, que aprendía a aguantar bien la bebida o le ponía unos grilletes. Así que esta mañana, ¿qué hace el idiota? Se pone borracho perdido y destroza la máquina del millón de la sala de juegos, con lo que me ha obligado a meterle el culo en el calabozo.

El marinero preferente Karl Jaworski insistió en que sólo le había dado a Isabel Bostwick «un beso de buenas noches de amigo». Luego hablé con ella, una mujer de la limpieza, y me enseñó los cortes y los morados, y, después, se presentaron dos más, An-mei Jong y Juanita Torres, con marcas similares y quejas parecidas sobre Jaworski. Le metí en la celda de al lado de Wheatstone.

Hasta hace 48 horas, nadie había muerto en un barco bajo mi mando.

Leo Zook. Un marinero preferente. El pobre desgraciado pilló una dosis letal de gas de hidrocarburo mientras estaba limpiando el tanque central número 2. Ahora viene la parte preocupante de verdad. La manguera de su equipo Dragen estaba cortada en trozos y, cuando Rafferty llegó, el compañero de limpieza de Zook —Neil Weisinger, aquel chico valiente que se encargó del timón durante el Beatrice—, estaba agachado junto al cadáver con una navaja suiza en la mano.

Cada vez que me acerco a la celda de Weisinger y le pido que me cuente lo que pasó, sólo se ríe.

—El cadáver está ejerciendo su control —así es como Ockham explica nuestra situación—. No el cadáver en sí, sino la idea del cadáver, ésa es nuestra gran enemiga, ésa es la fuente de este desorden. En los viejos tiempos —dice el padre—, tanto si eras creyente, no creyente o un agnóstico confundido, en algún nivel, consciente o inconsciente, sentías que Dios te estaba observando y esa intuición te controlaba. Ahora ya estamos en una nueva era.

—¿Una nueva era? —digo yo.

Anno Postdomini Uno —dice él.

La Idea del Cadáver. Anno Postdomini Uno. A veces creo que Ockham desvaría, otras creo que tiene toda la razón. Odio encerrar a mi tripulación, especialmente sin haberle abierto todavía una brecha en la arteria carótida a Dios y con todo esto lleno de tiburones, pero ¿qué otra opción tengo? Me temo que somos un barco apestado, Popeye. El cargamento se nos ha metido dentro, produciendo esporas y desovando, y ya no estoy seguro de quién remolca a quién.


Una sensación de profundo pesar inundó a Thomas Ockham cuando, llevando puestos la sudadera de Fermilab y los tejanos Levi Strauss, descendió por la escalera estrecha que llevaba al calabozo improvisado del Valparaíso. Decidió que así es cómo debía haber pasado su vida, sin el collar, moviéndose entre los rechazados y los encarcelados, poniéndose de parte de los marginados del mundo. Jesús no había malgastado el tiempo preocupándose sobre supercuerdas o alguna TDT eternamente elusiva. El Señor había ido adonde le necesitaban.

Más abajo que la sala de bombeo, más abajo incluso que la sala de máquinas, las celdas se hallaban a lo largo de un pasillo de estribor oscuro atiborrado de cables blindados y tubos que transpiraban. Thomas avanzaba encorvado. Los tres prisioneros eran invisibles, encerrados tras puertas de acero remachadas improvisadas con placas de las calderas. Lento, vacilante, el sacerdote caminaba por la hilera, pasando junto al vándalo Wheatstone y el libidinoso Jaworski, parándose ante el caso que más le perturbaba, el marinero preferente Neil Weisinger.

Veinticuatro horas antes, Thomas se había puesto en contacto con Roma. «En su opinión, ¿nuestro caos ético actual proviene de una fuerza palpable generada por el proceso de la descomposición divina», decía la última frase de su fax, «o de un efecto psicológico subjetivo producido por la teotanatopsis, es decir, la Idea del Cadáver?».

A lo que Tullio Di Luca había respondido: «¿Cuánto tiempo de viaje calcula que se perderá a causa de estos hechos?».

Fuera de la celda, Big Joe Spicer estaba sentado en una silla plegable de aluminio, con una pistola de bengalas sujeta con una correa al hombro con aire amenazador y un póster central de Playboy abierto en la falda.

—Hola, Joe. He venido a ver a Weisinger.

Spicer frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Un alma atribulada.

—No, está feliz como una almeja con la marea alta. —El segundo oficial metió una llave maestra de un dorado apagado en el cerrojo y la giró de repente como un conductor de coche de carreras encendiendo el motor—. Escuche. Si el chico hace algún gesto de amenaza —le dio unas palmaditas a la pistola de bengalas—, pegue un chillido y vendré a incendiarle la cara.

—Ya no te veo en misa.

—Es como follar, padre. Hay que tener ganas.

Al entrar en la celda, Thomas casi se atragantó con el olor, una mezcla nociva de sudor, orina y heces tratadas con productos químicos. Desnudo hasta la cintura, Weisinger estaba tendido en la litera, mirando hacia arriba como la víctima de un entierro prematuro contemplando la tapa de su ataúd.

—Hola, Neil.

El chico se dio la vuelta. Tenía los ojos del gris mate y apagado de las bombillas caducadas.

—¿Qué quiere?

—Hablar.

—¿De qué?

—De lo que pasó en el tanque central número dos.

—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó Weisinger.

—No sabía que fueras fumador —dijo Thomas.

—No lo soy. ¿Tiene uno?

—No.

—Le juro que me iría bien un cigarrillo. Murió uno que odiaba a los judíos.

—¿Zook odiaba a los judíos?

—Cree que nosotros matamos a Jesús. Dios. Una de esas personas. ¿Y qué día es hoy, a todo esto? Aquí abajo se pierde la noción del tiempo.

—Miércoles, veintinueve de julio, mediodía. ¿Le mataste?

—Dios. No. ¿A Zook? Lo deseaba. —Weisinger bajó de la litera y, tambaleándose hasta el mamparo, se arrodilló junto a la cisterna, una tetera de cobre abollada llena de un agua del color de la cerveza Abbaye de Scourmont—. ¿Ha tenido alguna vez un momento de claridad pura y candente, padre Tom? ¿Ha mirado alguna vez a un hombre que se estuviera asfixiando mientras usted agarraba con fuerza una navaja suiza? Le despeja el cerebro de todas las telarañas.

—¿Cortaste la manguera de Zook?

—Claro que la corté. —El chico se salpicó el pecho pálido con puñados de agua sucia—. Pero tal vez ya estuviera muerto, ¿se le había ocurrido?

—¿Lo estaba? —preguntó Thomas.

—¿Qué importaría?

—Mucho.

—Hoy en día no. El gato no está, Tommy. Nadie nos vigila. Las Tablas de la Ley: fizz, fizz, han desaparecido, como dos Alka-Seltzer disolviéndose en un vaso de agua. Sea sincero, ¿no lo siente usted también? ¿No se da cuenta de que está soñando con su amiga Miriam y sus tetas de talla mundial?

—No pretendo fingir que las cosas no se han vuelto confusas por aquí últimamente. —Thomas apretó los dientes con tanta fuerza que le subió un hormigueo por el oído medio derecho. En efecto, sus cavilaciones respecto a la hermana Miriam habían sido intensas últimamente, incluidos los atributos que Weisinger había especificado. Y, que el cielo le amparase, incluso les había puesto nombres—. Reconozco que la Idea del Cadáver amenaza este barco —Wendy y Wanda—. Reconozco que estamos sumidos en el Anno Postdomini Uno.

Fizz, fizz, puedo pensar lo que me dé la puta gana. Puedo pensar en coger una pistola de aguja Black and Decker y perforarle los ojos a mi tía Sara. Soy libre, Tommy.

—Estás en el calabozo.

Weisinger metió una taza de café de Carpco en la cisterna, se llevó el agua a los labios y bebió.

—¿Quiere saber por qué le asusto?

—No me asustas. —El chico aterrorizaba a Thomas.

—Le asusto porque me mira y ve que cualquiera de los que están en el Val podría encontrar la libertad que yo tengo. Joe Spicer, que está ahí afuera, podría. Rafferty podría. ¿Seguro que no tiene un cigarrillo?

—Lo siento. —Thomas se movió sigilosamente hacia la puerta y se detuvo, paralizado por los remaches de acero; eran patológicos y obscenos, furúnculos en la espalda de un robot leproso. Tal vez no estuviera hecho para este tipo de trabajo. Tal vez sería mejor que se ciñera a la mecánica cuántica y a sus meditaciones sobre por qué Dios había muerto. Miró a Weisinger y dijo—: ¿Te ayuda hablar conmigo así?

—O’Connor podría encontrarla.

—¿Te ayuda?

—Haycox podría.

—Siempre que tengas ganas de hablar, dile a Spicer que me mande a buscar.

—El capitán Van Horne podría.

—Quiero ayudarte de verdad —dijo el sacerdote, saliendo deprisa y a ciegas de la celda.

—Incluso usted podría encontrarla, Tommy —le gritó el chico—. ¡Incluso usted!


Cuando el taxi destartalado y hediondo se paró en el 625 de la calle Cuarenta y dos Oeste, Oliver se dio cuenta de que sólo estaban a una manzana de Playwrights Horizons, el teatro donde su obra favorita de Cassie, Runkleberg, se había estrenado en un programa doble con su menos favorita, Dios sin lágrimas. Señor, era un genio tan sexy. Por ella haría cualquier cosa. Por Cassandra robaría un banco, caminaría sobre brasas ardientes, enviaría a Dios al otro barrio de una explosión.

Vistas desde la acera, las oficinas de Nueva York de la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial de Pembroke y Flume sólo parecían la fachada de otra tienda de Manhattan, indistinguible de unos cuantos establecimientos similares que ocupaban el lado civilizado de la Octava Avenida, esa zona desmilitarizada más allá de la cual los sex-shops y los espectáculos de striptease aún no habían avanzado. Sin embargo, en cuanto los tres ateos entraron, ocurrió un desplazamiento curioso. Entrando a trompicones en el vestíbulo oscuro, con el maletín balanceándose a su lado, Oliver se sintió como si se hubiera caído por el tiempo y hubiera aterrizado en el despacho privado de un magnate del ferrocarril del siglo diecinueve. Una alfombra persa absorbió sus pisadas. Un espejo de cuerpo entero y de bordes dorados se alzaba ante él, flanqueado por globos luminosos de cristal tallado salidos directamente de la era de la luz de gas. Un reloj de pie inmenso anunció la hora, las cuatro de la tarde, tocando con tanta languidez como para sugerir que su verdadero propósito no era marcar el paso del tiempo sino exhortar a la gente a que se tomaran las cosas con más calma y a que saboreasen la vida.

Una mujer alta de cuello de cisne, con un sombrero de fieltro con ala curva de Mary Astor y un traje chaqueta azul cielo con hombreras, fue a su encuentro y, si bien era obvio que era demasiado joven para ser la madre de Pembroke y Flume, trató a los ateos menos como a clientes que como a un grupo de niños del barrio que hubiesen venido a jugar con sus hijos.

—Soy Eleanor —dijo, conduciéndoles a una oficina pequeña con paneles, afortunadamente con aire acondicionado. Las paredes estaban decoradas con pósters. PEMBROKE Y FLUME PRESENTAN LA BATALLA DE LAS ARDENAS (la T formada por la boca del cañón de un tanque)… PEMBROKE Y FLUME PRESENTAN ATAQUE CONTRA TOBRUK (grabado en las almenas de un puerto fortificado)… PEMBROKE Y FLUME PRESENTAN LA LUCHA POR IWO JIMA (escrito en sangre sobre una duna)—. Apuesto a que os apetecería algo frío y líquido, chicos. —Eleanor fue tranquilamente hasta una nevera Frigidaire de principios de los cuarenta y abrió la puerta, dejando ver un montón de etiquetas clásicas: Ruppert, Rheingold, Ballantine, Pabst Blue Ribbon—. Cerveza nueva en botellas viejas —explicó—. Budweiser, de hecho, de la bodega de la esquina.

—Yo me tomaré una Rheingold —dijo Oliver.

—Pabst para mí —dijo Barclay.

—Ah, las pseudoelecciones del capitalismo tardío —dijo Winston—. La mía que sea una Ballantine.

—Sidney y Albert están en la sala trasera escuchando su programa favorito. —Eleanor sacó las cervezas y las abrió con un abridor de Jimmy Durante pintado a mano—. La segunda puerta a la izquierda.

Cuando Oliver entró en la sala en cuestión —un santuario oscuro y acogedor decorado con pin-ups de Esther Williams y Betty Grable—, una voz de hombre aguda y atenuada le saludó:

—… donde descubrieron que el Dr. Seybold había perfeccionado su energizador cosmo-tómico. Escuchen ahora mientras Jack y Billy investigan esa casa de piedra solitaria conocida como el Castillo del Diablo.

Dos hombres jóvenes y pálidos estaban sentados en los extremos opuestos de un sofá de terciopelo verde, con una Ruppert en la mano e inclinados hacia la mesa de centro Chippendale en la que descansaba una antigua radio estilo catedral, aunque era obvio que el sonido provenía del magnetófono que tenía al lado, al que estaba conectado. Al reparar en sus visitas, uno de los hombres sacó un cigarrillo de un paquete amarillento de Chesterfield mientras que el otro se levantó, se inclinó cortésmente y le estrechó la mano a Barclay.

En la radio, un adolescente dijo: «¡Ballenazas y pececitos, Jack! ¿Te imaginas una nación extranjera que tuviera toda esa energía eléctrica por nada? ¡Nos veríamos reducidos a un país indigente!».

Barclay hizo las presentaciones. Como el nombre «Pembroke y Flume» parecía sugerir un equipo cinematográfico humorístico cuyos sellos característicos incluían la disparidad física entre sus componentes —Abbott y Costello, Laurel y Hardy—, a Oliver le sorprendió la similitud entre los empresarios teatrales. Podrían haber sido hermanos o incluso gemelos bivitelinos, una impresión que parecía reforzada por los trajes a juego a rayas rojas y negras, de chaquetas largas con hombreras y pantalones anchos de cintura alta, típicos de los años cuarenta, que colgaban de sus cuerpos alargados: cuerpos Giacometti, decidió Oliver, el artista. Ambos hombres tenían los mismos ojos azules, empastes dorados y pelo rubio engominado, y fue sólo gracias a un esfuerzo de concentración que distinguió el semblante abierto y sonriente de Sidney Pembroke del rostro más austero y un tanto siniestro de Albert Flume.

—Veo que Eleanor les ha ofrecido unas cervezas —dijo Pembroke, sacando la cinta—. Bien, bien.

—¿Qué estaban escuchando? —preguntó Winston.

Jack Armstrong, el chico típicamente americano.

—No tengo ni idea de lo que es.

—¿De verdad? —preguntó Flume con una mezcla de incredulidad y desdén—. No lo dice en serio.

Con lo cual los socios se pasaron el brazo por el hombro el uno al otro y cantaron.

¡Agitad la bandera por el Instituto Hudson, chicos,

mostradles que somos el primero!

¡Nuestro equipo será siempre el campeón,

conocido en el país entero!

—Hay programas mejores, por supuesto —aseguró Flume, encendiendo el cigarrillo con un Zippo plateado—. El avispón verde: «Va a la caza de las presas mayores: ¡los enemigos públicos que intentan destruir nuestra América!»

—E Inner Sanctum, si de verdad se tienen nervios de acero —añadió Pembroke.

Flume se volvió directamente hacia Oliver, dándole una larga calada al Chesterfield.

—Me han dicho que su organización desea contratar nuestros servicios.

—Me dieron una cifra que se aproximaba a los quince millones.

—¿Ah, sí? —dijo Flume enigmáticamente. Estaba claro que él era el socio dominante.

—¿Podría contarnos algo más sobre el objetivo? —preguntó Pembroke, ansioso—. Todavía no tenemos una idea clara.

A Oliver se le heló la sangre. Ya había llegado el momento en que debía explicar por qué destruir un cadáver de siete millones de toneladas que no pertenecía a ninguno de ellos era una línea de acción necesaria. Abrió el maletín y sacó una foto en color de 8 x 10 que puso en equilibrio sobre el mueble de la radio.

—Como saben —empezó—, los japoneses siempre han estado acomplejados por su altura.

—¿Los japos? —intervino Flume, con aspecto perplejo—. Así es.

Por el momento todo iba bien.

—Según la interpretación freudiana de la Segunda Guerra Mundial, buscaban expandirse horizontalmente para compensar su incapacidad genética para expandirse verticalmente. Como especialistas de aquel conflicto en particular, sin duda estarán familiarizados con esta teoría.

—Sí, claro —aseguró Pembroke, aunque Oliver se la había inventado el martes anterior.

—Bien, caballeros, en resumidas cuentas, el hecho es que a principios de este año un equipo de científicos japoneses que estaba en Escocia descubrió un modo de expandirse verticalmente. Explotando los últimos adelantos en la ingeniería genética, han desarrollado el asiático del futuro: la criatura humanoide gigantesca cuyo prototipo ven en esta foto. ¿Me siguen?

—Parece un guión rechazado del Avispón verde —soltó Flume, enrollándose la cadena de oro del reloj alrededor del dedo.

—Lo llaman el Proyecto Golem —dijo Barclay.

—La mayoría de los golems son judíos —añadió Winston—. Éste es japonés.

—¿Los japos están en Escocia? —dijo Pembroke.

—Los japos están por todas partes —recalcó Flume.

—Hasta ahora no han logrado dotar de vida a su golem —dijo Winston—, pero si algún día lo consiguen… bueno, ya se imaginan el peligro que una mega-especie así representaría para el medio ambiente, por no decir nada del sistema de la libre empresa.

—Jack Armstrong se cagaría en los calzoncillos —dijo Barclay.

—Por suerte, las próximas semanas nos ofrecen la oportunidad perfecta para parar en seco el Proyecto Golem —prosiguió Oliver—. Desde que empezó la época de calor, los científicos han estado buscando un modo de congelar el prototipo antes de que se pudra. Entonces, el pasado miércoles, decidieron engancharlo al superpetrolero Valparaíso y remolcarlo hasta más allá del círculo polar ártico.

Valparaíso, ése no es un nombre japonés —apuntó Pembroke.

—Tampoco lo es “Rockefeller Center” —dijo Winston.

—No entiendo por qué una empresa privada tiene que enmendar este asunto —dijo Flume—. Los Estados Unidos de América cuentan con la mayor marina del mundo. Mucho más grande que la mía y de Sid.

—Sí, pero no se puede usar la Marina americana sin la aprobación del Congreso —dijo Barclay.

—¿La CIA?

—Buena gente, pero nunca la movilizaríamos a tiempo —dijo Oliver.

—Está claro que éste es un trabajo para hombres de negocios preocupados como nosotros —intervino Winston—. Capitalismo vigilante, ¿eh?

—No soy de esos tipos místicos —dijo Barclay—, pero intuyo que no es una casualidad que su barco se llame Enterprise.

Oliver tomó un buen trago de cerveza.

—Así que, ¿qué opinan?

Pembroke le lanzó una mirada afligida a su socio.

—¿Qué opinamos, Alby?

Flume sacudió la ceniza del cigarrillo en un cenicero de peltre con la forma de Dumbo, el elefante volador.

—Opinamos que nos huele mal.

—¿Que les huele mal? —soltó Oliver, despegando la etiqueta de su botella de Rheingold.

—Tan mal como la bodega de un barco pesquero portugués.

—¿Ah, sí?

—Opinamos que esta cosa que quieren quitarse de en medio puede que sea un golem japonés y también puede que no lo sea. —Flume tomó una calada e hizo una «o» de humo—. También opinamos esto: el dinero manda. Ha mencionado quince millones. Es un buen comienzo. Un comienzo bueno de verdad.

—Es más que un comienzo —gruñó Oliver.

—En efecto. Pero resulta que…

—De acuerdo, dieciséis.

—Resulta que no nos está pidiendo que hagamos una representación normal. En ciertos aspectos, esto es algo auténtico. —Flume hizo dos «oes» esta vez, una dentro de la otra—. Las guerras acostumbran a pasarse del presupuesto.

—Puede que no baste un solo ataque para eliminar al objetivo —explicó Pembroke con más detalles—. Los aviones podrían tener que regresar al Enterprise y rearmarse.

—Última oferta —dijo Oliver—. Se acabó. Es fantástica. ¿Listos? Diecisiete millones de dólares. Por una cantidad así, podrían montar un musical sobre el texto de educación cívica que tenían en octavo, representarlo en la parte trasera de la luna y mantenerlo en cartel diez años.

Si los empresarios teatrales hubieran sido perros, decidió Oliver, se les habrían disparado las orejas hacia arriba y se hubieran quedado así.

—Cacique —murmuró Flume en una voz baja y reverente.

—¿Qué? —dijo Oliver.

—Operación Cacique. Un viejo sueño nuestro.

—Ya sabe… Normandía —dijo Pembroke con el mismo respeto.

—El día D —continuó Flume—. Es decir, si lo de los diecisiete millones de dólares va en serio, en serio de verdad, sin condiciones, entonces, con un poco de suerte, como quizá el trabajo resulte ser pan comido, ya saben, que baste con un ataque, bueno, sería probable que nos sobrara lo bastante para un Día D. Entero. Los bombardeos de diversión, el desembarco anfibio, la expansión a través de Francia. Una empresa arriesgada, seguro, pero predigo que reportará beneficios, ¿no, Sid?

—Diría que los suficientes para financiar Stalingrado —dijo Pembroke.

—O Arnhem, ¿eh? —añadió Flume—. Cuarenta mil paracaidistas aliados cayendo del cielo como aguanieve.

—O quizá incluso Hiroshima —dijo Pembroke.

—No —replicó Flume con firmeza.

—¿No?

—No.

—¿De mal gusto?

—Deplorable.

—La Segunda Guerra Mundial —suspiró Pembroke—. Nunca volveremos a ver algo igual.

—Vamos a dejar una cosa clara —dijo Oliver—. No pueden limitarse a dañar el golem, tiene que desaparecer sin dejar rastro.

—Corea fue como un callejón sin salida horrible —insistió Pembroke.

—Esperamos que separen las cadenas de remolque con una explosión —dijo Oliver—, y envíen a ese capullo directamente al Dorsal de Mohns.

—Vietnam tenía posibilidades —dijo Flume—, pero entonces los hippies se hicieron con él.

—Y ni nos hablen de la Operación Tormenta del Desierto —dijo Pembroke.

—Un videojuego pésimo —aseguró Flume.

—Una maldita miniserie —corroboró Pembroke.

—¿Me entienden? —preguntó Oliver—. El cargamento del Valparaíso tiene que desaparecer.

—No hay problema —contestó Flume—. Sólo que aquí seguimos la costumbre de la Marina de los EEUU, ¿vale? Nada de «el» antes del nombre de un barco. Es Valparaíso, no «el» Valparaíso. Enterprise, no «el» Enterprise. ¿Entendido?

Pembroke se acercó a la fotografía y clavó el dedo índice en el pecho de la carcasa.

—¿Por qué sonríe así?

—Si usted fuera así de grande —dijo Barclay—, también sonreiría.

—¿Tienen alguna razón para sospechar que no tendremos el campo libre para disparar? —preguntó Flume—. Cuando el Bombardero de Reconocimiento Seis hundió Akagi, el comandante McClusky tuvo que soportar todo tipo de mierda, cazas, barcos de protección, fuego antiaéreo. Valparaíso no lleva ningún cañón Bofor, ¿verdad?

—Por supuesto que no —dijo Winston.

—¿Ningún destructor de escolta?

—Nada parecido.

—Vaya —dijo Pembroke, sonando un tanto decepcionado—. Creo que deberíamos usar cazas torpederos Devastator TBD-1, ¿no, Alby?

—Está claro que serían los más efectivos contra un objetivo de esta clase —admitió Flume, asintiendo con la cabeza—. Por otra parte… —De repente el empresario teatral se quedó absorto y cerró los ojos.

—¿Por otra parte…? —dijo Winston.

—Por otra parte, fueron los aviones Dauntless SBD-2 de bombardeo en picado los que hicieron saltar a Akagi por los aires.

—Así que si bien los Devastator funcionarían mejor… —dijo Pembroke.

—Los Dauntless serían más exactos históricamente —apuntó Flume.

—Yo votaría por los Devastator —dijo Oliver.

—Una decisión difícil en ambos casos. ¿Se la dejamos al almirante, Sid?

—Buena idea.

Flume apagó el cigarrillo en el cenicero de Dumbo.

—Naturalmente, tiene que ser una operación relámpago. Me imagino que si Enterprise se mantiene a, digamos, unos doscientos cuarenta kilómetros al oeste del objetivo, los japos nunca sabrán de dónde llegaron los aviones.

—Lo último que queremos es que Japón se cabree con Alby y conmigo —explicó Pembroke—. Vamos a necesitar toda su cooperación para Guadalcanal.

—Pásense por Shields, McLaughlin, Babcock y Kaminsky el miércoles y ellos les darán un borrador para que se lo pasen a sus abogados —dijo Flume—. Probablemente tardaremos un par de semanas en concretar todos los detalles: calendario de pagos, representaciones y garantías, el papel de las indemnizaciones…

—Está diciendo que… ¿hemos hecho un trato? —preguntó Winston, entusiasmado.

—¿Diecisiete millones? —dijo Flume, alzando su Ruppert.

—Diecisiete millones —confirmó Oliver, levantando su Rheingold.

Dos botellas de cerveza antiguas se unieron, sonando en el aire caliente de Manhattan.

—¿Saben qué creo que deberíamos hacer ahora mismo? —dijo Pembroke—. Creo que deberíamos inclinar la cabeza y rezar.


Una brisa suave soplaba de un lado a otro de la proa del Valparaíso cuando Cassie bajaba la escalera y, como Julieta saliendo al balcón, se unía al marinero preferente Ralph Mungo en el puesto de observación de proa. El aire fresco le acarició la piel. Lentamente, el sudor se le evaporó de la cara. Por la mañana, gracias a Dios, habrían cruzado el paralelo treinta y tres y habrían dejado atrás para siempre el espantoso verano norteafricano.

Dándole caladas a un Marlboro, Mungo miraba el mar fijamente. La luna creciente estaba baja, fija en el cielo estrellado como una tajada de melón cantalupo. Cassie puso el termo de café en la barandilla, se metió la mano en el bolsillo de los pantalones cortos y sacó el fax codificado que Lianne había interceptado aquella tarde en el cuarto de radiotelegrafía.

Las cartas de amor de Oliver, con sus poemas empalagosos ilustrados con bocetos pornográficos, nunca le habían emocionado de verdad, pero estas palabras le llegaron hasta la médula. Al descodificarlas, había experimentado algo primario, el mismo tipo de sobrecogimiento que Darwin, Galileo y un puñado de otras personas debieron de sentir al darse cuenta de que estaban forjando el curso de la historia intelectual. Cierto, los detalles eran perturbadores: a pesar de su afecto por todo lo teatral, no le gustaba colocar el destino de la razón en manos de ninguna organización que se hiciera llamar Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial de Pembroke y Flume. (Esos hombres no sonaban como los salvadores del humanismo secular; sonaban como un par de lunáticos.) Lo que a Cassie le parecía tan conmovedor era la racionalidad de Oliver, el hecho de que hubiera interpretado el cuerpo correctamente, como una amenaza y que se hubiera lanzado a combatirlo de inmediato. Su insistencia en la seguridad le pareció especialmente astuta. Por intuición se había dado cuenta de que si el Vaticano se olía un ataque inminente, desviarían la misión o levantarían defensas que la Sociedad de Recreación nunca podría esperar penetrar. «Éste será mi único comunicado», había escrito cerca del final.


Espera un ataque aéreo a 68°11’N, 2°35’O, a 240 kilómetros al este del punto de lanzamiento, isla Jan Mayen. Recreando Midway, los aviones cortarán las cadenas de remolque, abrirán una brecha en el objetivo y enviarán nuestros problemas al fondo de la Dorsal de Mohns…


Inclinándose sobre la barandilla, le otorgó al fax el mismo trato que le había infligido a la reseña tan negativa y virulenta que el Village Voice había hecho de su obra sobre Jefté, el guerrero del Libro de los Jueces que inmoló a su propia hija para mantener un pacto con Dios. «La sátira auténtica es a la risilla pueril lo que un buscapiés a un buscapleitos, una distinción a la que una joven autora llamada Cassie Fowler es claramente ajena…»

El bueno de Oliver. Nunca la había abandonado, ¿verdad? Incluso cuando era una dramaturga combativa y él un tarambana izquierdista que pintaba paisajes urbanos sombríos mientras esperaba la contribución de su fondo fiduciario. Allí estaría ella, sentada en el sótano de algún bar de la calle Broome o de alguna casa de empeños de la avenida D, una de esas reservas destartaladas de cucarachas que tenían la cara de llamarse teatros, junto a Broadway (un poco más lejos y hubiera estado en Queens), mirando un ensayo desastroso de Runkleberg o de Dios sin lágrimas, y de pronto aparecería Oliver, incluso si eran las tres de la madrugada, trayéndole café solo y bollos dulces, diciéndole que era la Jonathan Swift del Lower East Side.

Apenas había lanzado los trocitos de papel a la Corriente de Portugal cuando el mismísimo Anthony Van Horne bajó al puesto de observación, vestido con su andrajosa chaqueta de béisbol de los Mets y su gorra con visera de John Deere. Le invadió un ataque de culpabilidad. Este hombre le había salvado la vida y ahí estaba ella conspirando para abortar su misión.

—Tienes suerte, marinero, voy a hacerme cargo de tu guardia —Van Horne le dijo a Ralph Mungo. Un gran cardenal violeta, bañado en grasa gloriosa, se extendía desde el ojo derecho del viejo marinero—. ¿No te importa?

—A la orden, capitán —saludando, sonriendo, Mungo lanzó la colilla por la borda y subió la escalera a toda prisa.

—¿Observando las estrellas? —le preguntó el capitán a Cassie.

—Algo parecido. —Se llevó el termo a los labios y tomó un gran trago de café. Era la quinta vez que se había topado con él allí. Sospechaba que la estaba persiguiendo, una idea halagadora, pero lo último que quería justo en ese momento era que su adversario empezara a enamorarse de ella—. Es hora de que haya una mitología totalmente americana, ¿no cree? Mire, ahí está el Mito de la Familia. Allí está Igualdad. Allí está Una Nación Bajo Dios con Libertad y Justicia para Todos.

—Odia a nuestro cargamento, ¿no?

Cassie asintió con la cabeza.

—Por eso estoy aquí, es lo máximo que puedo alejarme de Él sin acabar en el agua. ¿Y qué hay de usted, capitán? ¿Odia a nuestro cargamento?

—Nunca le conocí —el capitán bostezó; el reflejo le invadió, le onduló la cara y los hombros—. Sólo sé que es un placer estar embarcado otra vez.

—Está exhausto, capitán.

—Hemos estado tratando de transvasar su sangre a los tanques —una forma de hacer que vayamos más rápido—, pero el cuello no quiere aceptar las cánulas —otro bostezo intrincado—. Lo peor es… no estoy seguro de qué palabra usar… la anarquía, Cassie. ¿Se ha fijado en el ojo morado de ese marinero? Se lo hizo en una pelea. Ha sido una semana de peleas a puñetazos, de intentos de violación, puede que hasta de un asesinato. He tenido que meter a tres hombres en el calabozo.

Una extraña combinación de terror y fastidio se apoderó de Cassie.

—¿Asesinato? Por Dios. ¿Quién ha muerto?

—Un marinero llamado Zook, se asfixió con gas en un compartimiento de carga. Ockham dice que estamos sometidos al cadáver. No al cadáver en sí, sino a la Idea del Cadáver. Con Dios fuera de escena, la gente ha perdido la razón principal para ser moral. No pueden evitar experimentar con el pecado.

Como siempre hacía en presencia de argumentos intelectualmente insostenibles, Cassie se metió la mano izquierda en el bolsillo y se pellizcó el muslo interno a través de la tela.

—¿No pueden evitarlo? Déme un respiro, Anthony. Todo esto es una coartada. Una coartada ingeniosa, pero nada más. Estos marineros suyos… ¿quiere saber qué opino? Se aprovechan de la carcasa para racionalizar sus crímenes. La muerte de Dios les resulta muy conveniente.

—Creo que va más allá. —Anthony se metió la mano en la chaqueta de béisbol y sacó una hoja de papel beige cubierto de letras negras borrosas y, por un instante horrible, Cassie se imaginó que quería enfrentarla a una copia del comunicado de Oliver—. Hágame un favor, doctora. Lea esto. Es de mi padre.

La carta estaba escrita a mano en papel de Exxon Shipping: unos garabatos apretados y ligeros que le parecieron extrañamente femeninos.


Querido Anthony:

Dices que quieres venir a visitarme, pero no es muy buena idea. A Tiffany enseguida le ponen nerviosa los invitados y es probable que tengas intención de sacar a relucir un montón de cosas por las que estás resentido, como el…


—Esto parece muy personal.

—Léalo.


… asunto del loro. Mi idea de un retiro relajado ¿puedes creerlo?—, incluye que mi primogénito no se pase por aquí a gritarme.

No creas que no tuve una sorpresa agradable al recibir tu carta. Eres un buen marino, hijo. Nervioso, pero bueno. Te merecías recuperar el Val, aunque no me imagino para qué necesita el Vaticano un transportador de crudo ultra grande.

¿Estáis transportando agua bendita?


Un abrazo,

papá.


—Bueno, ¿qué le parece?

—¿Quién es Tiffany?

—Mi madrastra. Una cabeza de chorlito importante. ¿Qué me está diciendo?

Una sensación de humildad por su mentalidad provinciana se apoderó de Cassie. Hasta entonces, las peores cargas que había tenido que soportar en su vida eran reseñas asquerosas en el Voice y estudiantes pánfilos en sus clases, nada remotamente comparable a un padre hostil, un cuello imposible de traspasar o la tripulación de un superpetrolero que se había enviciado.

—Yo no soy psicóloga… pero cuando dice que está resentido con él, tal vez esté diciendo en realidad que él está resentido con usted.

—Claro que está resentido conmigo. Le deshonré en la Bahía de Matagorda. Arrastré el apellido por una marea negra.

—¿Qué es este «asunto del loro»?

Anthony resopló, hizo una mueca y se puso las gafas de espejo.

—Cuando cumplí diez años, papá trajo un guacamayo escarlata de Guatemala.

—De la orden de los Psittaciformes y de la familia de los Psittacidae.

—Sí. Un ave preciosa. Llegó hablando en español. «Vaya con Dios» «¿Qué pasa?» Intenté enseñarle «Hola, pajarito sin cola», pero no se le quedó. La llamé Arco iris. Entonces, cuatro meses después, ¿qué hace papá? Decide que Arco iris nos está costando demasiado en comida para loros y facturas de veterinario y que además es ruidosa y sucia, así que nos lleva a mí y al pájaro en coche al otro lado de la ciudad a una tienda de animales y va al mostrador y dice: «Si viene alguien que quiera esta bestia miserable, me repartiré lo que recaude con usted, mitad y mitad».

—Qué malo.

—De hecho aquí hay una pauta. Tenía once años, ¿vale?, y lo que más quería para Navidad era un kit de Revell del USS Constitution de plástico, uno a la escala cuarenta y dos, doscientas treinta piezas separadas, con lona auténtica para las velas. Papá me compra el kit, seguro, pero no me deja montarlo. Dice que lo joderé.

—¿Así que lo hace él?

—Sí, y ahora viene la parte rara. Hace que un soplador de vidrio de Wilmington selle mi barco dentro de una botella para el agua grande y azul. Así que no puedo tocarlo, ¿vale? No puedo coger el Constitution ni jugar con él. En realidad no es mío. —Anthony volvió a coger el fax, hizo un taco con él y se metió la bola en la chaqueta—. El problema es que necesito a ese cabrón.

—No, no le necesita.

—Es el que puede quitarme el petróleo.

—¿La Bahía de Matagorda?

—Sí. No estaré libre hasta que papá me mire a la cara y me diga: «Buen trabajo, Anthony. Enterraste sus restos».

—Venga ya.

—Lo supe directamente de boca de Rafael.

—Me da igual de qué boca lo supo. —Una teoría completamente irracional decidió Cassie mientras se bebía lo que quedaba del café—. No tiene sentido. —La brisa se volvió desagradable, arañándole la cara, mordiéndole los dedos. Se subió la lengüeta de la cremallera de la cazadora de Lianne lo más arriba posible—. Necesito un poco de chocolate caliente de Follingsbee.

El capitán ladeó la cabeza. Aries se reflejaba en las dos lentes de sus gafas de espejo.

—Por mis sueños vuelan pájaros.

—¿Pájaros? ¿Se refiere a loros?

—Garcetas, ibis, garzas… chorreando de petróleo. Me ducho, pero no sirve. Sólo mi padre… ¿Entiende?

—No. No lo entiendo. Pero aunque lo hiciera… bueno, ¿qué pasa si su padre considera la absolución como sólo un regalo más? ¿Qué pasa si le da una conciencia tranquila y luego, bang, también se la quita?

—No lo haría.

—El hombre que le envió ese fax —Cassie señaló el bulto de la chaqueta de Anthony— no es un hombre del que se pueda fiar. —Empezó a subir la escalera, retirándose no tanto del frío como de ese hombre confuso, aterrador, extrañamente seductor, ese capitán que soñaba con garcetas cubiertas de petróleo—. ¿Sabe una cosa, capitán? Cuando regresemos a Nueva York, le compraré un guacamayo escarlata.

—Eso me gustaría, doctora.

—¿Sabe otra cosa? —se detuvo en el travesaño más alto—. No hay absolutamente ningún problema en odiar a nuestro cargamento. De verdad, no hay ningún problema.


3 de agosto.

En el día de hoy en 1924, mi Compañero de bolsillo del navegante observa que: «Joseph Conrad, autor de Lord Jim, Tifón y otros clásicos del mar, murió en Bishopsbourne, Inglaterra».

Empezaré con las buenas noticias. Por motivos que sólo ellos conocen, los depredadores han tirado la toalla. En lo referente a los buitres y las serpientes, calculo que nos hemos alejado demasiado de sus territorios. Por lo que respecta a los tiburones, bueno, ¿quién sabe lo que pasa por esas mentes antiguas?

Esta mañana hice que Rafferty recogiera todo el material antidepredador, sacara los cartuchos y las cargas y pusiese a buen recaudo las armas vacías en la bodega del castillo de proa. Ya no necesitamos todo eso y dado el ambiente anárquico actual que reina en el barco no me cuesta nada imaginar a los marineros haciendo uso criminal de un cañón lanzaarpones o de una bazuka.

Una vez más intentamos atornillar cánulas en la arteria carótida derecha de Dios y una vez más fracasamos, pero ésa no es la peor noticia. Las peleas y los robos continúan, pero ésa tampoco es la peor noticia. La peor noticia es el tiempo.

El cálculo exacto nos sitúa a 80 kilómetros al sur de las Azores. Es difícil saberlo con seguridad, porque las señales del Marisat no llegan y no vemos nada a más de 20 metros en ninguna dirección. Con la niebla sé qué hacer, pero esto es otra cosa, un mejunje tan espeso que ha cegado los dos radares. Olvídate de los sextantes.

Hace una hora le expliqué nuestras opciones a Ockham. O bien rompemos el silencio radiofónico y les preguntamos a los guardacostas portugueses dónde demonios estamos o reducimos la velocidad hasta ir a paso de tortuga para evitar estrellarnos contra las Azores.

—¿Algo así como a cuatro nudos?

—Algo así como a tres nudos.

—A esa velocidad no superaremos el plazo previsto —observó el padre.

—Correcto.

—Sus neuronas morirán.

—Sí, si le queda alguna.

—¿Usted qué prefiere? —Ockham quería saber.

—Rafael nunca mencionó neuronas —respondí.

—Gabriel tampoco. ¿Quiere que reduzcamos la velocidad?

—No, quiero que le salvemos el cerebro.

—Yo también, Anthony. Yo también.

A las 1355 rompimos el silencio radiofónico. En el fondo del corazón ambos sabíamos que no funcionaría. La maldita niebla devoraba todo lo que transmitíamos: emisiones de onda corta, señales en la banda ciudadana, transmisiones de fax.

He de irme, Popeye. He de volver para reducir a 10 revoluciones. La migraña que tengo ahora es la peor que he tenido jamás, a pesar de las aplicaciones generosas de grasa gloriosa. Es como si se me estuviera muriendo el cerebro, célula a célula a célula, apagándose junto con el de Dios.


Otra vez la música de Strauss, esta vez Salomé, cien voces operísticas que llenaban la cabina del Jeep Wrangler mientras Thomas conducía hasta las profundidades empapadas del ombligo. La ruta era peligrosa, una rotación cada vez más estrecha envuelta en un manto de niebla pegajosa, pero el Wrangler se abría camino, llevando al jesuíta y a la carmelita a través del terreno del ombligo como un burro llevando a unos turistas al Gran Cañón.

Reconocería que el viaje era un acto desesperado, un ultimo esfuerzo para desacreditar el cuerpo en cuestión, puesto que sólo invalidando el cadáver en sí esperaba poder invalidar la idea del Cadáver y así, quizá, acabar con la plaga que ahora hacía estragos a bordo del Valparaíso. A primera vista, por supuesto, el ombligo de su cargamento no tenía más significado teológico que sus verrugas («Haya un ombligo» y hubo un ombligo), y sin embargo algo de este rasgo en particular, con sus claras implicaciones de una generación previa, había hecho que surgiera en Thomas un optimismo inusitado. ¿Acaso un ombligo no anunciaba un Creador del Creador? ¿Acaso no denotaba un Dios antes de Dios?

A los pocos minutos, estaban en el fondo, medio acre de carne moteada con trozos de coral, muestras de algas y algún que otro cangrejo muerto. Thomas giró la llave de contacto, y apagó el motor junto con Salomé. Aspiró. La niebla le llenó los pulmones como vapor alzándose de un pantano mesozoico. Haciendo un movimiento que al sacerdote le pareció desconcertante, la hermana Miriam se inclinó y, con agresividad, giró la llave de contacto, devolviendo a Salomé a la vida.

Thomas se quitó el cinturón de seguridad, salió de la cabina y cruzó la ensenada húmeda y salobre. Cayó de rodillas y pasó la mano por la epidermis, buscando alguna pista que indicara que un cordón umbilical se había elevado, como una secuoya, desde este lugar: evidencia de una protodivinidad, señal de un precreador, prueba de una placenta inimaginable que flotaba por la Vía Láctea como una nebulosa de emisión.

Nada. Cero. Ni un nudo.

Se lo había imaginado. Aun así, insistía, masajeando el terreno como si estuviera intentando una variedad escatológica de resurrección cardiopulmonar.

—¿Ha habido suerte?

Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de que Miriam estaba a su lado.

Desnuda.

Lo que le dejó atónito fue lo detallada que era, lo maravillosamente pormenorizada. Las venas azules le trazaban una telaraña por los pechos, las vueltas y los giros hirsutos de su vello púbico, la mirada ciclópea de su ombligo, el cordón del tampón colgando entre las piernas como un plomo. Sus granos. Sus pecas. Sus manchas de nacimiento, poros y costras. No era Miss Noviembre. Era una mujer.

De modo que Weisinger no se había equivocado. Cualquiera, incluso Miriam, podía encontrar la libertad que viaja en la estela de Dios.

—No —contestó Thomas, nervioso, levantando la mano del suelo de la cavidad. Un glups fuerte se le escapó de la garganta—. No s-siento nada.

—De lo que estamos hablando en realidad —dijo Miriam, respirando hondo—, es del gnosticismo, claro. —Su ropa, vaqueros, camisa de trabajo caqui, ropa interior, todo, estaba encharcada a sus pies. Al dar un paso vacilante hacia adelante, recordaba a la Venus de Botticelli emergiendo de su concha, una vieira humanoide e infinitamente deseable.

—Cierto. —El sudor le trazaba un círculo alrededor del cuello a Thomas. Se abrió el alzacuello empapado—. Rezamos para que nuestro cargamento r-resulte ser el D-Demiurgo —continuó, desabrochándose la camisa negra.

—Esperamos que no sea Dios.

—Pero el gnosticismo es una herejía —observó el sacerdote, saliendo de sus Levi’s—. No, peor que una herejía: es deprimente. Nos reduce a espíritus s-sofocados atrapados en carne de gran maldad.

El sonido frenético de un tambor salió de los altavoces del Wrangler.

—La Danza de los siete velos —explicó Miriam, nerviosa, contoneando las caderas épicas. Wendy y Wanda estaban en marcha, meneándose en oscilaciones hipnóticas—. Las trompetas y los trombones hablan después y luego se convierte en un vals. ¿Has bailado alguna vez en el ombligo de Dios, Tom?

El sacerdote se quitó la camisa y los calzoncillos.

—Nunca.

Las trompetas chillaron, los trombones balaron, una tuba solitaria atronó. Al principio, Thomas sólo miró, llevando únicamente los prismáticos puestos. Se imaginó que era Herodes Antipas, contemplando el baile increíblemente sensual que, en un paroxismo de pedofilia, le había encargado a su hijastra nubil, Salomé, sin adivinar jamás que su precio sería la cabeza de San Juan Bautista. Y los movimientos de Miriam eran realmente sensuales, no lujuriosos, no lascivos, sino sensuales, como la Canción de Salomón o las abluciones de Betsabé o Magdalena al lavarle los pies polvorientos al Señor.

Le cogió la mano a su amiga y le rodeó la cintura hermosa y abundante. Bailaron un vals: con torpeza al principio, como bufones, de hecho, pero entonces les invadió un engrama oculto, una sensibilidad latente para el ritmo y para la forma, y él la guió por el suelo gomoso con pasos atrevidos y rápidos. La extraña niebla flotaba por todas partes, mantas de bruma que envolvían los cuerpos que daban vueltas en un calor denso y delicioso. Algo se le despertó en las entrañas inactivas durante tanto tiempo. No siguió una erección. No le consumía la lujuria. Estaba contento. Este baile se adentró en algo más profundo que las entrañas, mucho más allá de la lujuria, le llevó de vuelta a una existencia antigua, presexual, que compartían con las esponjas y las amebas.

—Nadie mira —observó Miriam.

Los cuerpos se estrecharon con fuerza, como manos apretadas para rezar.

—Estamos solos —corroboró Thomas. Tan cierto, tan patéticamente cierto; eran huérfanos en el Anno Postdomini Uno, más allá del bien y del mal. Era como vivir dentro de un chiste picante. ¿Quién le cuida el conejo a la monja? El pastor. Se sentía sucio, perverso, condenado, extasiado.

Un temblor les acarició los pies descalzos.

—El Tribunal Supremo ha levantado la sesión —dijo Miriam.

Un segundo temblor, el doble de intenso que el primero.

—Al tribunal se lo han comido los gusanos.

Un estremecimiento aterrador sacudió el ombligo.

Se separaron, estirando los brazos hacia afuera para no perder el equilibrio. A Thomas le recorrió la confusión. ¿La resurrección? ¿Su baile era tan pecaminoso que había despertado a Dios del coma?

—¿Qué sucede? —dijo Miriam con la voz entrecortada. ¿Un tifón? ¿Un maremoto?

—No lo sé. Pero creo que en estos momentos estamos en el sitio equivocado.

Se vistieron apresuradamente y, sin terminar, Thomas hizo una pausa breve para observar un acto que nunca había visto, la extraña postura de yoga con la que una mujer se pone el sujetador. La carne bajo sus pies temblaba como un campo de aspic. El aire retumbaba por unas explosiones. El rocío salpicó en el desfiladero. Era como si el Corpus Dei entero se estremeciera, presa de un ataque de epilepsia póstumo.

Con los zapatos y los calcetines en la mano, volvieron corriendo al Wrangler, subieron y, tras acallar a Salomé, se fueron zumbando.

—¿Un remolino? —preguntó Miriam.

—Es posible.

—¿Una tromba?

—Podría ser.

Pisando a fondo, Thomas guió el Wrangler hasta la superficie de la barriga y, haciendo caso omiso de la niebla cegadora, empezó a seguir por el diafragma. Viró hacia el este y se detuvo. La Juan Fernández, gracias a Dios, estaba donde la habían dejado, atada al embarcadero de goma que Rafferty había amarrado al sobaco de estribor poco antes de que empezaran a remolcar el cuerpo. Abandonaron el Wrangler y bajaron por la escalera de Jacob, cruzaron a gatas el muelle que se balanceaba con violencia y saltaron a la lancha.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Thomas, colocándose detrás del volante.

—Culpable. —Miriam soltó amarras—. Pecamos, ¿no? Contemplamos nuestra desnudez.

—Pecamos —afirmó él, girando la llave de contacto. El motor se puso en marcha y se mantuvo encendido—. Eres hermosa, Miriam.

—Tú también.

Thomas viró la Juan Fernández y, acelerando al máximo, la pilotó por encima del codo sumergido. El paso a lo largo de la mejilla estaba picado y era traicionero y tardaron casi quince minutos en alcanzar el mar abierto. Justo delante estaba el superpetrolero, la camareta alta envuelta en niebla, el casco cabeceaba y se mecía como si estuviera haciendo el amor apasionadamente con el mar.

—¿Y cómo te sientes al ser culpable? —preguntó Thomas, gobernando la lancha por un rumbo definido por la cadena de remolque de estribor.

—Mal —respondió ella.

—Mal —corroboró él.

—No me siento tan mal al ser culpable —añadió, después de pensar un poco—, como bien al bailar.

En ese momento, desafiando la lógica, denegando la gravedad, desdeñando la física newtoniana, el Valparaíso empezó a alzarse. Bloqueando el volante con los codos, Thomas se arrancó los prismáticos y limpió el vaho con la manga. Se los volvió a poner. Sí, estaba sucediendo de verdad, un transportador de crudo ultra grande entero se movía hacia el cielo, cortinas enormes de agua del mar caían del casco y de la quilla. Gimió. En el universo nuevo y sin normas, ¿qué fuerza arcana estaba luchando por nacer? ¿Qué había traído la muerte de Dios?

Entonces llegó la respuesta. Una isla: una expansión de nueve kilómetros de calas recortadas y acantilados carmesíes que se liberaba del mar de Gibraltar como una ballena al surgir del agua, llevándose el petrolero consigo. Olas inmensas salían de la masa ascendiente arrojando espuma y restos flotantes cuando, al fluir hacia el sur, rompían contra el cráneo divino.

—Hostia —dijo Miriam—. Hostia bendita.

Un crack repentino resonó por la corriente de Portugal, como si se hubiera roto el cascarón de un huevo gigante: los huesos del oído de Dios al partirse, se dio cuenta Thomas, un sonido que ningún ser humano había oído jamás.

Cuando por fin la isla recién nacida se detuvo —dejando al Valparaíso embarrancado, el cuerpo a la deriva y todas las cartas de navegación del mar de Gibraltar obsoletas—, Miriam le cogió la mano nudosa y temblorosa al sacerdote.

—Jesús, Tom, le hemos perdido.

—Le hemos perdido —afirmó él.

—Le encontramos y ahora le hemos perdido. ¿Qué significa eso? ¿Es culpa nuestra?

—¿Nuestra? No lo creo.

—Pero pecamos —dijo la monja.

—No a esta escala —dijo él, señalando la masa de tierra errante.

Con lo cual, Thomas Wickliff Ockham, Sociedad de Jesús, con su Dios desaparecido y el amor propio destruido, se tiró contra el volante y lloró.

Isla

Anthony no podía parar de reír. Se daba cuenta de que, desde que habían salido a toda máquina del puerto de Nueva York, el universo había intentado gastarle una broma especialmente cruel y complicada y ahora, por fin, la había encontrado. Sacar una islita absurda del mar de Gibraltar. Embarrancar el barco de Van Horne. Robarle el cargamento.

Divertidísimo.

El puente era un hervidero de gente. Al deducir que el Val estaba encallado, casi todo el mundo que estaba por encima del rango de marinero preferente había ido, por instinto, a buscar a su capitán, a exigirle que explicara ese surgir insólito, a pesar de que el capitán del petrolero estaba tan perplejo como su tripulación. En aquel momento estaban todos entre las consolas de control y los radares —oficiales, maquinistas, jefe de cocina, operador de bombeo—, moviéndose inquietos como una congregación de milenaristas esperando el fin del mundo. Anthony notaba su hostilidad. Sentía su indignación. Sabía lo que estaban pensando. Nunca más, se prometía cada marinero. Nunca más navegaré con Anthony Van Horne.

—Supongo que debería apagar los motores —sugirió Dolores Haycox, la oficial de guardia, inclinándose hacia las palancas de mando.

Hasta aquel momento, Anthony no se había dado cuenta de que las hélices seguían moviéndose, girando en el espacio ineficazmente.

—Apágalos —dijo él, con una risilla.

—Ya no hay necesidad de coger el timón, ¿verdad? —preguntó James Echohawk, el marinero que estaba al timón.

—Verdad —respondió el capitán, con una risita.

—¿Qué es lo que le hace tanta puta gracia? —preguntó Bud Ramsey.

—No lo cogerías.

—Póngame a prueba.

—El universo.

—¿Eh?

Ahogando la risa, Anthony agarró el micrófono de megafonía:

—¡Escuchad, escuchad bien! ¡Como veis, marineros, estamos en un buen aprieto! —Sus palabras amplificadas retumbaron por la cubierta de barlovento y desaparecieron en las dunas envueltas en brumas que había más allá—. Tardaremos al menos tres días, tal vez cuatro, en sacar el barco de aquí cavando, tras lo cual encontraremos el cuerpo, lo volveremos a conectar —hizo un gran esfuerzo para creérselo—, ¡y nos pondremos manos a la obra otra vez!

Se dio cuenta de que el problema urgente no era liberar el Val sino simplemente bajar e inspeccionar los daños. Eran prisioneros de su barco, estaban aislados como el Constitution de plástico que su padre había sellado en la botella para enfriar el agua. Por todos los lados, el casco varado del petrolero se hundía en las arenas mojadas, una caída que ninguna pasarela o escalera de Jacob alcanzaban ni remotamente a sondear.

—Eh, tíos, ¿alguno de vosotros había oído algo parecido? —gimió Charlie Horrocks—. Una isla que saliera así de ninguna parte, ¿alguien lo había oído?

—Yo no —aseguró Bud Ramsey.

—Es inaudito —dijo Big Joe Spicer—. Incluso en un viaje raro como éste, es totalmente inaudito.

—Quizá el padre Thomas podría darnos una explicación —soltó Lianne Bliss—. Es un genio, ¿no? ¿Dónde está el padre Thomas?

—Si pasan más gilipolladas en este viaje —dijo Sam Follingsbee—, me voy a volver loco.

—¿De verdad cree que seremos capaces de sacar el barco cavando? —preguntó Crock O’Connor, frotándose la quemadura de vapor antigua que le cubría la frente.

Buena pregunta, decidió Anthony.

—Claro que sí. —El capitán se pasó el dedo índice por el ápice de la nariz rota—. La fe mueve montañas y la Marina Mercante de los Estados Unidos también.

—¿Quiere saber qué opino? —preguntó Marbles Rafferty—. Nuestra única esperanza es que esta maldita cosa vuelva a escurrirse hasta el sitio de donde vino, así de repente, chorreando agua, exactamente del mismo modo en que llegó.

—¿Sí? Pues yo no contaría con ello —intervino Dolores Haycox—. Si queréis que os diga, ha venido para quedarse y nosotros también, atrapados en nuestro paraíso privado.

—Paraíso privado —repitió Anthony—. Entonces tenemos derecho a ponerle un nombre. —Le rodeó el brazo fornido a Echohawk con la mano—. La siguiente entrada en el diario del contramaestre dice así: «A las 1645 horas, el Valparaíso encalló en la isla Van Horne».

—Qué modesto por su parte —dijo Rafferty.

—No le estoy poniendo mi nombre. Mi padre se pasó toda la vida intentando encontrar una isla desconocida. Un gilipollas de cuidado, mi papá, pero se lo merece.

Anthony se sacó la pluma de ángel del bolsillo superior de su chaquetón y se rascó la frente, que le picaba, con el cañón. Cadenas, pensó. Sí. Cadenas. Las cadenas de remolque eran increíblemente gruesas, pero la de un ancla sería una escalera perfecta. Encendió el interfono y se puso en contacto con la sala de máquinas y ordenó a Lou Chickering que enviara a alguien hacia la proa con instrucciones para que soltaran el anclote de babor.

—Crock me ha dicho que estamos varados —protestó Chickering—. Hemos ido a parar a un atolón, ¿no?

—Algo parecido.

—¿Tiene miedo de que nos vayamos a la deriva?

—Tú baja la maldita ancla, Lou.

Rafferty se metió un Pall Mall entre los labios.

—Si quiere, capitán, estaría encantado de dirigir un grupo de exploración.

Era el siguiente paso lógico, pero Anthony sabía que él debía ser el primer hombre en calibrar el mundo de su padre.

—Gracias, Marbles, pero estoy reservando ese trabajo en concreto para un servidor. Es una cuestión personal. Esperadme a última hora de la noche.

—¿Mantenemos el curso actual? —preguntó el primer oficial, con cara de póquer.

—Mantenemos el curso actual —dijo Anthony sin parpadear.


Bajó en ascensor a la tercera planta, tras visitar primero su camarote y luego la cocina principal para abastecerse para la conquista de la isla Van Horne: comida, agua, brújula, linterna, botella de mescal Monte Alban con gusano encurtido de Oaxaca incluido. Descendió a la cubierta de barlovento, empujó la moto de trial de O’Connor por la pasarela, entró en el castillo de proa y se metió a cuatro patas en los tramos húmedos y llenos de residuos de la sala de molinetes del ancla.

El descenso por la cadena del ancla fue muy peligroso y doloroso —los eslabones estaban resbaladizos y el metal tosco le raspó las palmas de las manos—, pero a los quince minutos Anthony estaba en la superficie esponjosa de la isla.

Escamosa y arenosa, roja como el clarete, la materia de la que estaban compuestas las dunas de alrededor parecía más motas de herrumbre que la arena de azúcar moreno que uno solía encontrarse a lo largo del paralelo 35. La falta de vida del lugar le turbaba. No parecía tanto una isla del mar de Gibraltar como un meteoro extraído de la corteza de algún planeta singularmente inerte y estéril.

Las heridas del Val eran feas y profundas. La mitad inferior del timón estaba doblada unos diez grados. Tenía la quilla dentada como un cuchillo de trinchar. El árbol de la hélice de babor se había soltado y la misma hélice estaba vertical en las dunas como las aspas de un molino de viento medio enterrado. Daños graves, sin duda, pero no de tal gravedad que un patrón listo no pudiera compensar por medio de algunas maniobras astutas y unos cuantos trucos profesionales. Todo era cuestión del casco, el único órgano verdaderamente vital del barco. Anthony se quedó mirando las placas incrustadas de bálanos; los frotó con los dedos, los rozó con la pluma. Una juntura irregular se extendía sesenta metros a lo largo del lado de estribor como una cicatriz quirúrgica, prueba de su encuentro fatídico con el arrecife Bolívar, pero no parecía que la soldadura hubiera sufrido daños. En efecto, el casco entero parecía intacto. Suponiendo que lograran soltar el petrolero cavando, era casi seguro que flotaría.

Dio un paso atrás. Como el arca descansando en el Ararat, el petrolero estaba sobre una montaña de arena, barro, coral, piedras y conchas. La bandera del Vaticano colgaba sin vida de la driza. Las cadenas de remolque caían impotentes de la popa, tocaban las dunas y se perdían en el mar. Tras ponerse las gafas de espejo, Anthony escudriñó la cala, esperando que su cargamento hubiera flotado milagrosamente hasta los bajos, pero no vio más que rocas recortadas y grumos de niebla fibrosa.

Sacó la brújula de la mochila de lona, se orientó y se dirigió resueltamente hacia el norte.

Cuanto más se alejaba Anthony, más obvio era que la isla Van Horne había yacido bajo un importante vertedero de alta mar. Al ascender del fondo oceánico, la isla había traído consigo la basura de medio continente. Era el cubo de basura de Italia, la papelera de Inglaterra, el pozo séptico de Alemania, el orinal de Francia.

Tapándose la boca y la nariz con la mano, pasó a toda prisa junto a un montón enorme de residuos químicos, cientos de bidones de doscientos litros apilados en una especie de pirámide azteca postindustrial. Un kilómetro más allá estaban los restos de unos mil automóviles, los chasis arrancados, amontonados uno junto al otro como esqueletos flanqueando el paseo de un osario. Luego venían los electrodomésticos: batidoras, tostadoras, neveras, cocinas baratas, microondas, lavaplatos, todo tirado al azar aunque, en conjunto, formaban un escenario extrañamente coherente, un telón de fondo para una comedia posteísta protagonizada por una Donna Reed envejecida y demente rumiando sola en la cocina, conspirando para envenenar a su familia.

Cayó el anochecer, que le robó el calor a la isla y ennegreció las arenas rojas. Anthony se subió la cremallera del chaquetón, sacó la botella de Monte Alban de la mochila y, después de tomarse un trago largo y caliente, siguió adelante.

Una hora después, se encontró entre los dioses.

Cuatro, para ser exactos: cuatro ídolos de granito de unos cinco metros de alto, cada uno al mando de una esquina diferente de una plaza de losa embarrada. Anthony emitió un grito ahogado. Ya era extraño que la isla Van Horne siquiera existiera, pero mucho más que el lugar hubiera sido la sede de una comunidad humana, la respuesta atlántica, quizá, a aquella tribu triste que se había establecido en la isla de Pascua. Al norte se alzaba la estatua de un bebedor rechoncho que alzaba un odre por encima de la boca abierta y soltaba un torrente de vino. Al este, un glotón de mejillas gordas, con la barriga del tamaño de una bola de demolición, intentaba ingerir un jabalí vivo entero de un solo mordisco grandioso. Al sur, un comedor de opio de ojos saltones devoraba un ramo de amapolas. Al oeste, un aficionado a la sodomía, poseído por una erección tan enorme que parecía que estuviera montado en un balancín, se preparaba para copular con una manatí hembra. Deambulando entre los ídolos, Anthony se sintió como si le hubieran transportado al pasado, de vuelta a una época en la que los pecados principales se celebraban, no, no se celebraban exactamente: era más como si el pecado no se hubiera inventado todavía y la gente sencillamente actuara según se lo pedían sus impulsos, sin preocuparse demasiado por la opinión de un hipotético ser supremo sobre tales conductas. Los dioses de la isla Van Horne no hacían leyes, no dictaban sentencias, no pedían consuelo.

Cuando la noche cayó en el panteón, Anthony encendió la linterna. En el centro de la plaza una losa pesada de mármol descansaba encima de las patas delanteras incorpóreas de un león de piedra. El capitán roció la superficie del altar con el rayo de la linterna. Barro. Conchas aplastadas de ostras. El esqueleto de un mero. Alcantarillas de sangre.

Más allá, en una pared alta y solitaria aparecía una serie de escabrosos frisos con instrucciones. Anthony se dio cuenta de que era una especie de manual de uso para el altar, que incluía la mejor forma de colocar a la víctima, el ángulo adecuado en el que introducir el cuchillo y el método correcto para sacar el contenido de un abdomen humano.

Según los frisos, los dioses de la isla eran entendidos en entrañas. Al parecer, una vez extraídos de sus moradas viscosas, los duodenos, los yeyunos y los ileones se traspasaban a soperas de barro y se colocaban delante de los ídolos como boles humeantes de fideos. Un fragmento irregular con forma de estrella de una de esas soperas estaba a los pies de Anthony. Lo pisoteó con una mezcla de miedo e indignación, como si estuviera chafando una cucaracha. En lo que llevaba de viaje, no le había cogido mucho afecto a su cargamento, ese viejo sonriente avinagrado, ese juez de sonrisa burlona pero, de pronto, el monoteísmo judeocristiano le parecía un importante paso adelante.

El cansancio empezó a apoderarse de los huesos del capitán. Sacó el Monte Alban, tomó un buen trago, luego barrió la basura de la losa y subió. Otro trago. Se estiró, se echó. Otro. En el Anno Postdomini Uno, un hombre podía beber todo lo que le apeteciera.

Anthony bostezó. Se le cerraron los párpados. Lemuria, Pan, Mu, Dis, la Atlántida: ser un marino mercante significaba haber oído hablar de decenas de mundos perdidos. Basándose sólo en la posición del Val, al norte de Madeira, al este de las Azores, justo después de los Pilares de Hércules, la Atlántida era la candidata más probable, pero sabía que se necesitaría algo más que simple geografía para hacerle dar un nuevo nombre a la isla de su padre.

Se despertó con el sonido de un grito, un grito retumbante de «¡Anthony!», y por un instante creyó que el borracho, el glotón, el comedor de opio o el sodomita había cobrado vida y le estaba llamando. La luz del sol le bañó las sienes, los rayos calientes cortaban la niebla. Se desabrochó el chaquetón.

—¡Anthony! ¡Anthony!

Levantándose de la losa, se dio cuenta de que estaba oyendo la voz de catedrático de Ockham.

—¡Padre!

Vestido con la sudadera de Fermilab y un panamá, el sacerdote jadeaba a la sombra del sodomita. Se le veía aturdido, traumatizado, como lo estaría cualquier hombre de su vocación al contemplar los pormenores descarnados de la bestialidad.

—Estábamos encima del cadáver cuando se partieron los huesos del oído —dijo Ockham—. El ruido más terrible que he oído en mi vida, el crujido de la fatalidad. No sé cómo, logramos llegar a la Juan Fernández.

—Thomas, me alegro de verle —dijo Anthony, tocándole el brazo al sacerdote con la botella vacía de Monte Alban. Con la decadencia que proliferaba entre la tripulación y los dioses de piedra que surgían del fondo marino, era un placer estar con alguien que había oído hablar del Sermón de la Montaña—. Todo se está desmoronando y ahí está usted, un puerto en la tormenta.

—Ayer bailé desnudo en el ombligo de Dios.

Anthony se estremeció y tragó saliva.

—¿Ah, sí?

—Con la hermana Miriam. —El sacerdote se cogió el cuello de la sudadera y se separó el algodón pegajoso del pecho—. Un patinazo. La Idea del Cadáver. Ya he recuperado el control. De verdad.

—Padre, ¿qué está pasando? Esta isla no tiene sentido.

—Miriam y yo discutimos sobre el problema a la hora de la cena.

—¿Se les ha ocurrido algo?

—Sí, pero es bastante descabellado. ¿Está listo? Supongo que no está al corriente de la llamada teoría del caos…

—No.

—… pero uno de sus conceptos clave es la «atractriz extraña», el fenómeno que aparentemente hay debajo de la turbulencia y de otros acontecimientos en apariencia fortuitos. Como el Val y su cargamento viajaban hacia el norte, podrían haber generado una variedad única de turbulencia y el cuerpo, esto es sólo una suposición, el cuerpo se convirtió en una atractriz extraña. Pues bien, aquí está el quid de la cuestión. El orden viejo y pagano se vería especialmente vigorizado por una atractriz de este tipo. ¿Lo entiende? Cuando el Corpus Dei pasó por encima, este mundo se vio atraído por él de manera natural, ansioso de hacerse valer otra vez. ¿Me sigue?

—¿Está diciendo que su cuerpo actuó como un imán?

—Exactamente. Un imán metafísico, capaz de hacer descender brumas sobrenaturales del cielo al mismo tiempo que extraía a una civilización pagana del suelo oceánico.

—¿Por qué no pasó algo así en el golfo de Guinea?

—Me imagino que no hay civilizaciones paganas en el fondo del golfo de Guinea.

—He oído decir que la Atlántida estaba aquí por alguna parte.

—Yo, por el contrario, estoy bastante seguro de que la Atlántida nunca existió.

—Entonces seguiremos llamándola isla Van Horne.

Dirigiéndose hacia el glotón, Anthony reflexionaba sobre la combinación peculiar de terror y éxtasis esculpida en la cara del jabalí condenado a morir. La teoría del caos… atractrices extrañas… imanes metafísicos. Jesús.

—No dejaremos que este lugar nos derrote, ¿verdad? —dijo el capitán—. Quizá nuestro barco se haya encallado y hayamos perdido el cargamento, pero seguiremos oponiendo resistencia. Haremos que los marineros caven un canal.

—No —dijo Ockham—. No es posible. —Su tono era sombrío y solemne—. Han abandonado, Anthony.

—¿Quién ha abandonado?

—La tripulación.

—¿Qué?

—Pasó más o menos a medianoche. Sacaron a Wheatstone, a Jaworski y a Weisinger del calabozo, luego improvisaron un puente y descargaron un montón de cosas por la borda: utensilios de cocina, proyectores de vídeo, alguna maquinaria pesada, casi toda nuestra comida…

—No me creo lo que estoy oyendo.

—Además de quizá una docena de cajas de licor de contrabando y unos doscientos paquetes de seis cervezas.

—¿Y entonces?

—Se largaron. Se han ido, Anthony.

—¿Que se han ido? —En los pliegues calientes y ensangrentados del cerebro del capitán una migraña empezó a echar raíces—. ¿Adónde?

—Les vi por última vez cruzando las dunas hacia el norte.

—¿Los oficiales también? ¿Los maquinistas?

—Spicer, Haycox, Ramsey.

—¿Quién se quedó?

—Miriam, por supuesto, y además Rafferty, O’Connor, nuestra náufraga, la oficial de radiotelegrafía…

—¿Cassie se quedó? Bien.

—Su modo de correspondemos, supongo.

—¿Alguien más?

—Chickering. Follingsbee. Conmigo, tiene a ocho personas de su parte.

—Un motín —dijo Anthony. La palabra se convirtió en estiércol en su boca.

—Deserción más bien.

—No, un motín. —Agarrando la botella vacía de mescal por el cuello, la rompió contra la rodilla izquierda del glotón, lanzando el gusano encurtido al aire. Se iban a enterar. Una cosa era romper cada una de las leyes conocidas en tierra y otra muy diferente violar el primer precepto del mar. ¿Volverse contra su capitán? Ya puestos, se podría tomar lejía, disparar un rayo láser contra un espejo, hacerle al diablo un cheque sin fondos—. ¿Qué piensan que conseguirán con esta mierda?

—Es difícil saberlo.

—Vamos a darles caza, Thomas.

—Spicer mencionó un objetivo.

—¡Les daremos caza y les colgaremos de los pendolones! ¡Hasta el último amotinado! ¿Qué objetivo?

—Dijo que les iban a dar a sus prisioneros, palabras textuales, «el castigo que se merecen».


Cuando Cassie se enteró de que Big Joe Spicer, Dolores Haycox, Bud Ramsey y la mayor parte de la tripulación habían perdido el seso, saqueando el petrolero y huyendo por las arenas, le invadió una furia tal como no había sentido desde que el Village Voice había dicho de su obra sobre Jefté, «la clase de noche teatral que le da mala fama al humor petulante e inmaduro». Sin una tripulación, no había forma de liberar el barco; sin un barco, no se podía atrapar la carcasa y reanudar el remolque; sin el remolque, los mercenarios de Oliver no localizarían ni hundirían su objetivo. Mientras, la maldita cosa estaba cabeceando en el mar de Gibraltar, donde cualquier estúpido podía tropezar con ella. Quizá cualquier estúpido había tropezado con ella. Que Cassie supiera, una panda de fundamentalistas tejanos podía estar ocupada transportando el Corpus Dei hacia la bahía Galveston, con la intención de convertirlo en la pieza central de un parque temático cristiano.

Lo que más la frustraba era la debilidad del razonamiento de los desertores, el modo en que estaban explotando el cuerpo de Dios para justificar su decisión falaz de abrazar la anarquía.

—Lo están usando como excusa —se quejó al padre Thomas y a la hermana Miriam—. ¿Cómo es que no se dan cuenta?

—Sospecho que sí se dan cuenta —dijo el sacerdote—. Pero aman su libertad recién descubierta, ¿entiendes? No pueden dejar de seguirla, desde el principio hasta el límite.

—Es la lógica de Iván Karamazov, ¿no? —intervino Miriam—. Si Dios no existe, todo está permitido.

El sacerdote frunció el ceño.

—Uno también piensa en Schopenhauer. Sin un ser supremo, la vida se vuelve estéril y pierde el sentido. Espero que Kant tuviera razón, espero que la gente posea una especie de sentido ético innato. Creo recordar que en alguna parte habló entusiasmado sobre: «los cielos estrellados sobre mí y la ley moral dentro de mí».

Crítica de la razón práctica —dijo Miriam—. Estoy de acuerdo, Tom. Los desertores, todos nosotros, hemos de hacer el salto de la fe de Kant, su salto fuera de la fe, debería decir. Hemos de ponernos en contacto con nuestras conciencias congénitas. Si no, estamos perdidos.

Cassie decidió que Thomas y Miriam gozaban de, ya no una compenetración y un afecto, sino una pasión que muchas parejas casadas habrían envidiado.

—Yo hice ese salto hace años —dijo—. Échenle un vistazo realista a la segunda parte de Los diez mandamientos y verán que Dios no sabe nada sobre la bondad.

—Bueno, yo no iría tan lejos, desde luego —dijo Miriam.

—Yo sí —aseguró Cassie.

—Ya lo sé —dijo el padre Thomas, secamente.

—No es que Kant fuera ateo —añadió la monja, fijando los dientes exquisitos en una sonrisa adusta.

A medida que transcurría el día, Cassie se encontró pensando, inevitablemente, en Dios sin lágrimas, su deconstrucción en un acto de Los diez mandamientos. Dios no sabía nada sobre la bondad, la bondad no sabía nada sobre Dios, era tan desgarradoramente obvio y, sin embargo, unas tres cuartas partes de la compañía del barco había sucumbido ante la Idea del Cadáver. Era enloquecedor.

Aquella noche su sueño la llevó fuera de la isla, por el Atlántico y de vuelta a la ciudad de Nueva York, donde se encontró sentada en el centro de la primera fila de Horizons Playwrights, asistiendo al estreno de Dios sin lágrimas. Arriba, en el escenario, el resplandor de un foco alcanzó al profeta Moisés agachado en la base de una duna del mar Muerto, sorteando preguntas de un entre-vistador oculto que quería saberlo todo sobre «la legendaria versión íntegra de la obra maestra cinematográfica de DeMille».

El público estaba compuesto totalmente de los oficiales y la tripulación del Valparaíso. A la izquierda de Cassie estaba sentado Joe Spicer, acariciando a una criatura que oscilaba entre ser una rata de alcantarilla o un cangrejo bayoneta. A su derecha: Dolores Haycox, atando nudos metódicamente con una serpiente marina liberiana. Detrás de ella: Bud Ramsy, fumándose una amarra de dacrón.


Moisés sube la duna y acaricia las Tablas de la Ley, que sobresalen de la arena como las orejas de una gorra de Mickey Mouse.


ENTREVISTADOR: ¿Es cierto que el corte original de DeMille duraba unas siete horas?

MOISÉS: Ajá. Los exhibidores insistieron en que lo redujera a cuatro, (alza un montón de película cinematográfica.) Durante la última década, he logrado reunir pedazos de casi todas las escenas perdidas.

ENTREVISTADOR: ¿Por ejemplo?

MOISÉS: Las plagas de Egipto. Las copias del estreno incluían sangre, tinieblas y granizo, pero les faltaban todas las que eran realmente interesantes.


El foco pasa a dos mujeres egipcias mayores de clase trabajadora, Baketamon y Nellifer, alfareras de oficio, que están cogiendo barro de los bancos del Nilo.


ENTREVISTADOR: Habladme de las ranas.

BAKETAMON: Era difícil saber si teníamos que reír o llorar.

NELLIFER: Abrías el cajón de tus innombrables y, pum, una de esas cabronas te saltaba a la cara.

BAKETAMON: No dejes que nadie te diga que Dios no tiene sentido del humor.

ENTREVISTADOR: ¿Cuál fue la peor plaga?

BAKETAMON: Yo diría que las pústulas.

NELLIFER: ¿Las pústulas, es una broma? Las langostas fueron mucho peores que las pústulas.

BAKETAMON: Los mosquitos también fueron bastante malos.

NELLIFER: Y los tábanos.

BAKETAMON: Y la peste mortífera que cogió el ganado.

NELLIFER: Y la muerte de los primogénitos. Ésa la odió mucha gente.

BAKETAMON: Claro que a Nelli y a mí no nos tocó.

NELLIFER: Tuvimos suerte. Nuestros primogénitos ya estaban muertos.

BAKETAMON: El mío murió con el granizo.

NELLIFER: ¿Congelado?

BAKETAMON: A porrazos.

NELLIFER: El mío había estado sufriendo de diarrea crónica desde que tenía un mes, así que cuando las aguas se convirtieron en sangre, zas, de repente, el niño se deshidrató.

BAKETAMON: Nelli, estás perdiendo la cabeza. Fue tu segundo hijo el que murió cuando las aguas se convirtieron en sangre. Tu primogénito murió con las tinieblas, cuando se bebió aquel aguarrás sin querer.

NELLIFER: No, mi segundo hijo murió mucho después, ahogado cuando el mar Rojo volvió a reunir sus aguas. Mi tercer hijo se bebió el aguarrás. Una madre recuerda estas cosas.

ENTREVISTADOR: Estaba seguro de que estaríais más resentidas por vuestros suplicios.

NELLIFER: Al principio pensamos que las plagas eran injustas. Luego llegamos a comprender nuestra depravación innata y nuestra maldad intrínseca.

BAKETAMON: Sólo hay una persona buena en todo el universo y es el Señor Jehová.

ENTREVISTADOR: ¿Os habéis convertido al monoteísmo?

BAKETAMON: (asintiendo con la cabeza) Amamos a Dios con todo nuestro corazón.

NELLIFER: Toda nuestra alma.

BAKETAMON: Todas nuestras fuerzas.

NELLIFER: Además, nunca se sabe lo que nos hará la próxima vez.

BAKETAMON: Hormigas de fuego, puede.

NELLIFER: Abejas asesinas.

BAKETAMON: Meningitis.

NELLIFER: Me quedan dos hijos.

BAKETAMON: Yo todavía tengo una hija.

NELLIFER: El Señor da.

BAKETAMON: Y el Señor quita.

NELLIFER: Bendito sea el nombre del Señor.


Cassie estudió al público. Aureolas relucientes de razón pura flotaban sobre Joe Spicer, Dolores Haycox y Bud Ramsey, inflamándoles las caras con el brillo sagrado del escepticismo. Intuía que la ilustración estaba a punto de prevalecer. A medida que Dios sin lágrimas progresara, era inevitable que los desertores del Valparaíso acabaran por percibir y rechazar la falacia fatídica en la que estaban basando su rebelión.


El foco vuelve a dirigirse a Moisés, que está sobre la duna.


ENTREVISTADOR: Cuando subiste al Monte Sinaí, Jehová te ofreció mucho más que el Decálogo.

MOISÉS: DeMille lo filmó todo, Marty, las seiscientas doce leyes, cada una de ellas destinada al suelo de la sala de montaje.


Baja una pantalla de proyección trasera, en la que aparece un pasaje de Los diez mandamientos. El dedo índice de Dios en dibujos animados está grabando afanosamente el Decálogo en la pared del Sinaí. Al grabar la última regla, NO DESEARAS, el fotograma se congela de repente.


DIOS: (voz en off) Ahora vamos a por los detalles. (redoble) Cuando hagas la guerra a los pueblos enemigos y el Señor, tu Dios, te los dé en tus manos y hagas cautivos, si entre ellos vieres a una mujer hermosa y la deseas, la tomarás por mujer.

ENTREVISTADOR: He de admirar a DeMille por usar algo así. Deuteronomio 21:10, ¿verdad?

MOISÉS: Has acertado, Marty. Era un realizador cinematográfico con más agallas de lo que imaginan sus detractores.

DIOS: (voz en off) Si mientras riñen dos hombres, la mujer del uno, interviniendo para librar a su marido de las manos del que le golpea, agarrase a éste por las partes vergonzosas, le cortarás las manos sin piedad.

ENTREVISTADOR: ¿«Partes vergonzosas»? ¿DeMille usó eso?

MOISÉS: Deuteronomio 25,11.

DIOS: (voz en off) Cuando uno tenga un hijo indócil y rebelde, lo tomarán su padre y su madre y lo llevarán a los ancianos de su ciudad y le lapidarán todos los hombres de la ciudad.

MOISÉS: Deuteronomio 21:21.

ENTREVISTADOR: Y yo que siempre había creído que DeMille tenía miedo de la controversia.

MOISÉS: Era un magnate con huevos, Marty.

ENTREVISTADOR: Malditas cadenas de teatro.

MOISÉS: (asintiendo con la cabeza) Se creen que el mundo es suyo.


Joe Spicer se puso en pie de un salto, lanzó su cangrejo de herradura y dijo:

—¡Tíos, hemos estado cometiendo un grave error epistemológico!

—¡Schopenhauer confundía el culo con las témporas! —afirmó Dolores Haycox, tirando a un lado su serpiente marina liberiana—. ¡El significado de la vida no viene de Dios! ¡El significado de la vida viene de la vida!

—¡Capitán, tiene que perdonarnos! —suplicó Bud Ramsey.

En ese momento Cassie se despertó.


6 de agosto.

Ockham no bromeaba. Los cabrones nos desplumaron. Hasta que podamos formar un grupo de pesca, tendremos que comer cualquier cosa que les cayera o que no quisieron desde un principio.

Me estoy quemando, Popeye. Ardo con auras de migrañas y visiones relucientes de lo que les haré a los amotinados cuando les coja. Me veo pasando por la quilla a Ramsey, la parte inferior del Val cubierta de bálanos raspándole la piel como un pinche de cocina pelando una patata. Me veo cortando a Haycox en dados pequeños y perfectos y lanzándolos al mar de Gibraltar, un aperitivo para los tiburones. ¿Y Joe Spicer? A Joe Spicer le ataré a una placa Butterworth y le azotaré hasta que el sol se le refleje en la columna.

Bienvenido a Anno Postdomini Uno, Joe.

A las 1320 Sam Follingsbee me entregó un inventario: una penca de plátanos, dos docenas de perritos calientes, algo más de un kilo de Cheerios, cinco barras de pan, cuatro rodajas de queso americano Kraft… No puedo seguir, Popeye, es demasiado deprimente. Le dije al cocinero que elaborara un sistema de racionamiento, algo que nos permita seguir adelante lo que queda del mes.

—¿Y después? —preguntó.

—Rezaremos —respondí.

Aunque los amotinados entraron en la bodega del castillo de proa y se largaron con todas las armas antidepredadores, no pensaron en saquear el armario de la camareta alta, así que no tienen proyectiles para las bazukas ni arpones para los WP-17. En lo que respecta al armamento más potente, nos hemos desarmado eficazmente. Por desgracia, también arrancaron dos alfanjes de adorno de la sala de oficiales, seis o siete pistolas de bengalas y un puñado de detonadores. Dados este arsenal y su superioridad numérica, no veo forma alguna de atacar su campamento y ganar.

Así que nos sentamos. Y esperamos. Y sufrimos.

Chispas no deja de intentar ponerse en contacto con el mundo exterior. No hay suerte. Sé cómo ocuparme en caso de encallar, de que haya escasez de alimentos, y quizá incluso de un motín, pero esta niebla interminable me está sacando de quicio.

A las 1430 Ockham y la hermana Miriam llenaron sus mochilas y salieron para el norte, hacia el otro lado de las dunas, a buscar a esos cabrones.

—Suponemos que Immanuel Kant no se equivocaba —explicó el padre—. Hay una ley moral natural, un imperativo categórico, latente en el alma de todas las personas.

—Si podemos hacer que los desertores lo entiendan —dijo Miriam—, es muy posible que se recuperen.

¿Sabes que creo, Popeye? Creo que están a punto de hacer que les maten.


Encontraron a los desertores por su risa: chillidos de placer primitivo y gritos de alegría posteísta sonando desde el otro lado de las arenas mojadas. El corazón le latió más rápido a Thomas, que sacudió el crucifijo en miniatura que llevaba metido entre el pecho y la sudadera.

Frente a ellos, una cadena de dunas altas y húmedas crepitaban al sol. Uno junto a la otra, el jesuita y la carmelita subieron, haciendo una pausa a medio camino para beber de sus cantimploras y secarse el sudor de la frente.

—Da igual lo mucho que se hayan hundido, tenemos que ofrecerles amor —insistió Miriam.

—Nosotros también hemos estado allí, ¿no? —dijo Thomas—. Sabemos los estragos que puede hacer la Idea del Cadáver. —Al alcanzar la cima, se llevó los prismáticos a los ojos. Se estremeció, paralizado por una visión tan asombrosa que competía con la reciente Danza de los Siete Velos de Miriam—. Señor…

Un anfiteatro de mármol se extendía por el suelo del valle, la fachada rota por nichos en forma de arco en los que residían estatuas de dos metros y medio de hombres desnudos que llevaban cabezas de toros, de buitres y de cocodrilos, la puerta principal vigilada por un hermafrodita esculpido felizmente ocupado en un acto de autoplacer de una destreza excepcional. Construida para dar cabida a varios miles de espectadores, ahora contenía a apenas treinta y dos. Cada uno de los desertores se estaba poniendo ciego de comida mientras miraba el espectáculo chabacano y frenético que se desarrollaba abajo.

En el centro del campo rocoso, el montacargas de horquilla Toyota del Val iba a toda velocidad en círculos desenfrenados, los dientes de acero amenazando a un marinero aterrorizado que sólo llevaba puestos zapatillas de deporte y bañador negro. Sin poderlo evitar, Thomas pensó en la última vez que había visto el montacargas en acción, la noche en que él y Van Horne había visto cómo Miriam transportaba una caja de huevos frescos a la cocina. En aquel momento era como si el mismo montacargas, como la tripulación, se hubiera vuelto depravado, presa de una versión análoga y tecnológica del pecado.

Giró la rueda de enfoque. El marinero amenazado era Eddie Wheatstone, el contramaestre alcohólico que Van Horne había encarcelado por destruir la máquina del millón de la sala de juegos. El contramaestre tenía la cara cubierta de sudor. Sus ojos parecían a punto de reventar. Thomas recorrió el anfiteatro con los prismáticos y enfocó. Joe Spicer estaba sentado detrás del volante, llevaba puesta una camiseta de Michael Jackson y unos pantalones cortos caqui y tenía una lata de Coors en la mano: el sensible Joe Spicer, el oficial más civilizado de la Marina Mercante, el hombre que se traía libros al puente, estaba ahora cautivado por la Idea del Cadáver. Hizo otro recorrido con los prismáticos y enfocó. Cerca del rastrillo se encogía de miedo el fofo Karl Jaworski, el famoso libidinoso del barco, en calzoncillos de algodón y mocasines indios. Neil Weisinger, que sólo llevaba puesto un suspensorio, estaba acurrucado junto a la pared del norte como en estado catatónico.

La desigualdad entre Wheatstone y Spicer era indignante. Cierto, el contramaestre iba armado, llevaba un ancla sin cepo de la Juan Fernández en la mano derecha, pero se echara al lado que se echara, el montacargas le seguía, con los cuernos rajando el aire neblinoso como los colmillos de un elefante a la carga. Wheatstone se cansaba con cada minuto que pasaba; el sacerdote casi vio cómo el ácido láctico le contaminaba la sangre al pobre hombre, consecuencia del intento desesperado de sus músculos por quemar todo el azúcar.

—Es aún peor de lo que imaginábamos —comentó Thomas, dándole los prismáticos a su amiga—. Se han pasado a los dioses.

Miriam enfocó el campo y se estremeció.

—¿Esto es el futuro, Tom, venganza parapolicial, ejecuciones públicas? ¿Es ésta la forma de la era posteísta?

—Hemos de tener fe —dijo él, cogiendo los prismáticos otra vez.

Milagrosamente, en aquel momento Wheatstone tomó la iniciativa. Mientras un grito bestial le surgía de los labios —un aullido como el que Thomas había oído por última vez en un exorcismo—, el contramaestre hizo girar el ancla sobre la cabeza, al parecer con la intención de pinchar una rueda. Soltó el cabo. El ancla voló, alcanzó el cuerno derecho del montacargas y se clavó en el barro. Los paganos estallaron en aplausos, en reconocimiento por un gesto inútil bien hecho.

Segundos después, animaban a Spicer a que contraatacara.

—¡Cógele, Joe!

—¡Atropella a ese cabrón!

—¡Vamos!

—¡Dale!

—¡Vamos!

Riéndose como un maníaco, Spicer sacó una red de carga del compartimiento trasero del montacargas y la dejó caer hábilmente sobre el contramaestre aterrorizado. Wheatstone tropezó y se cayó boca abajo. Cuanto más luchaba, más se enredaba, pero no fue hasta que empezó a deslizarse hacia adelante, el cuerpo le rebotaba contra las rocas afiladas, la frente se abría camino por entre el barro como un arado haciendo un surco, que Thomas se fijó en la amarra de dacrón que iba desde la red de carga hasta el parachoques trasero.

—¡Tom, va a matar a ese hombre!

Spicer remolcaba a su presa dando vueltas y más vueltas, como si estuviera representado una parodia grotesca de la misión del Val. Wheatstone gritaba. Daba patadas y sacudía los brazos y las piernas. Empezó a deshacerse, sus órganos, líquidos, salían por los intersticios de la red de carga como tomates chafados empapando el fondo de una bolsa de la compra.

Cuando quedó claro que Wheatstone estaba muerto, dos marineros fornidos corrieron al campo, cortaron la amarra y lanzaron el cuerpo atado del contramaestre hacia el rastrillo.

Los paganos se pusieron en pie de un salto y vitorearon.

—¡Sí, Joe!

—¡Así se hace!

—¡Sí, Joe!

—¡Así se hace!

El sacerdote y la monja corrieron al valle, gimoteando consternados, la arena mojada se les pegaba a las botas. Juntos atravesaron la puerta principal y entraron en el mundo que había bajo las gradas, un laberinto de túneles viscosos y encenagados en los que el botín del Val —bazukas, neveras, cajas, generadores diesel, consolas de videojuegos—, estaba tirado como los restos de un barco arrojados sobre la playa. La luz del día les atrajo. Apareció una rampa. Se abalanzaron al aire libre.

Un río de vino bajaba fluyendo por las escaleras de mármol; salchichas abandonadas se pudrían bajo los asientos; trozos de pizza mordisqueados y manzanas medio comidas se estropeaban al calor. Mientras Karl Jaworski cruzaba la arena corriendo —como alma que lleva el diablo—, Thomas y Miriam ascendían unas cuantas hileras y se detenían, jadeando, entre Charlie Horrocks, sus rasgos enterrados en una rodaja enorme de sandía, y Bud Ramsey, con los labios sellados alrededor de una botella de Budweiser. Thomas tardó varios segundos en darse cuenta de que Dolores Haycox y James Echohawk, echados en los asientos que tenía justo en frente, estaban entablando relaciones sexuales con energía.

—¡Hola, padre Tom! —dijo Ramsey. Tenía la barbilla salpicada de espuma de cerveza—. Buenas, Miriam.

—Una fiesta genial, ¿eh? —dijo Horrocks, saliendo del trozo de sandía.

Haycox y Echohawk gimieron al unísono, avanzando a tientas hacia un orgasmo de una intensidad que, en una era previa, probablemente sólo podrían haber imaginado.

A la izquierda de Horrocks, las tres víctimas de Karl Jaworski, la robusta Isabel Bostwick, la esbelta An-mei Jong y la exótica Juanita Torres, se habían acurrucado juntas y enviaban besos hacia Spicer. Bostwick lamía un caramelo turco. Jong chupaba de una botella de champán Cook’s. Llevando sólo el sujetador y las bragas, Torres agitaba un par de pompones que había improvisado rasgando su camiseta de Menudo y atando las tiras a unas pistolas de aguja.

A pesar del intenso frenesí del campo, a pesar del espantoso hecho de que Spicer había logrado de algún modo poner a Jaworski contra la pared sur y en aquel momento iba derecho hacia él, a Thomas le pareció que lo que ese anfiteatro albergaba en realidad era una especie de Nichtige de Barth: una nada ontológica donde antes había estado la gracia de Dios, la gravedad ciega de la nada devorando toda la bondad y la piedad como un agujero negro dándose un festín de luz. Jaworski cayó de rodillas. En consecuencia, Spicer bajó la horquilla del montacargas. En una exhibición coral de pura felicidad, Bostwick, Jong y Torres se alzaron a una y gritaron juntas:

—¡Mata!

Thomas veía lo que estaba a punto de suceder. Le rogó a Dios que no pasara.

—¡Mata!

—¡Mata!

En el mismo momento en que la súplica tomaba forma en los labios del sacerdote, el cuerno izquierdo del montacargas golpeó de lleno a Jaworski, se le hincó en el abdomen con la suavidad de la lanza de Longinos al clavarse en el Salvador crucificado.

—¡Diana! —chilló Jong cuando Jaworski, empalado, ascendió.

—¡No! —bramó Thomas—. ¡No! ¡No!

—Calma, tío —dijo Ramsey—. No te pongas histérico.

Spicer dio marcha atrás. Jaworski, gritando de agonía, colgaba en la horquilla, retorciéndose como un escarabajo en un alfiler de sombrero.

—¡No! —gimió Miriam.

—¡Así! —chilló Torres.

—¡De puta madre! —gritó Bostwick.

Con el ceño fruncido pensativamente, Spicer manejaba los controles del montacargas, hundiendo el diente aún más a medida que subía y bajaba al hombre ensartado una y otra vez. Jaworski se agarraba a la vara de acero mojado, bañando las manos en su propia sangre al intentar, con valentía pero en vano, liberarse.

—¡Spicer, Spicer, Spicer es cojonudo! —gritó Bostwick—. ¡Como Spicer no hay ninguno!

A Thomas le entraron unas ganas terribles de vomitar que le desgarraron el estómago y le quemaron la tráquea, cuando los mismos marineros que antes se habían deshecho de Wheatstone sacaron, deslizándolo, el cadáver de Jaworski de la horquilla y lo tiraron con indiferencia al barro. Miriam, llorando, le cogió la mano a su amigo y le hundió la uña del pulgar en la palma con tanta fuerza que le hizo sangre. Él ahogó las náuseas gracias a la fuerza de voluntad.

—¡Vamos, vamos, Joe, Joe! —gritó Torres, agitando los pompones—. ¡Vamos, vamos, Joe, Joe! ¡Vamos, vamos, Joe, Joe!

Con el ancla lista, Neil Weisinger se dirigió hacia el centro del campo a trompicones. Spicer, aminorando la marcha, salió en su persecución.

—¡Deteneos! —gritó Miriam. Thomas tuvo que admitir que sonaba mas como una profesora disciplinando a una guardería que como la voz de la razón evocando el espíritu de Immanuel Kant—. ¡Deteneos ahora mismo!

Spicer lanzó la red.

Falló.

El chico se retiró, el ancla se balanceaba junto a él, los pies desnudos chapoteaban en el barro. Arrojando gases negros por el tubo de escape, el montacargas se le vino encima a diez, quince, veinticinco kilómetros por hora. Spicer elevó la horquilla a la altura del vientre de Weisinger.

—¡Vamos!

—¡Vamos!

El chico se detuvo, se giró, esperó.

—¡Mata!

—¡Mata!

De pronto el ancla despegó, volando derecha al asiento del conductor.

—¡Vamos!

—¡Vamos!

Actuando por instinto, Spicer viró bruscamente, el mismo impulso patético, supuso Thomas, con el que un soldado que se mete en un granizo de metralla alza los brazos para intentar detener las balas.

—¡Mata!

—¡Mata!

El ancla aterrizó entre las piernas del segundo oficial. Chillando de dolor, soltó el volante y se buscó la entrepierna a tientas.

—¡Vamos!

—¡Vamos!

El montacargas chocó contra la pared a unos cincuenta kilómetros por hora, una colisión de tal fuerza que lanzó a Spicer de la cabina y le envió dando vueltas por el aire. El hombre de ciento cuatro kilos cayó de pie. Todos pudieron oír el ruido que hicieron los fémures cuando se le partieron. Se desplomó, apuñalado por sus propios huesos, y empezó a dar patadas en la arena.

—¡Weisinger, Weisinger, Weisinger es cojonudo! ¡Como Weisinger no hay ninguno!

El chico no perdió el tiempo. Después de recuperar el ancla del asiento del montacargas, cruzó la arena como una exhalación y se inclinó sobre Spicer. Estudió a la multitud. Al principio Thomas supuso que Weisinger simplemente quería saborear el momento, ¿dónde, cuándo y en qué otras circunstancias se pondría alguien de pie para ovacionar a un marinero preferente?, pero luego se dio cuenta de que el chico estaba esperando una señal.

En un gesto extrañamente sincrónico, treinta y dos manos salieron disparadas hacia adelante con los pulgares en alto.

Con una coordinación igualmente asombrosa, treinta y dos muñecas se giraron.

Los pulgares bajaron.

—¡Neil, no! —chilló Thomas, poniéndose en pie—. ¡Soy yo, Neil! ¡Soy el padre Thomas!

—¡No lo hagas! —gritó Miriam.

Weisinger se puso a trabajar, golpeando implacable con el ancla, amarrándose a Spicer.

Un hombre enorme con el pecho descubierto se giró hacia Thomas, rezumando la dulzura enfermiza del whisky. La barba negra, el cutis malo, una cara como la del glotón de granito del otro extremo de la isla. Thomas le reconoció como el marinero llamado Stubby Barnes. El hombre había venido a misa dos veces.

—Eh, tendría que tranquilizarse, padre. Usted también, hermana. —Con la mano derecha sostenía una botella vacía de Cutty Sark contra el pecho—. ¡No quiero faltarles al respeto, pero ésta no es su fiesta!

—¡No, tranquilízate tú! —gritó Thomas.

—Cálmese. —Stubby Barnes levantó la botella por encima de la cabeza.

—¡No, cálmate tú!

—Podemos hacer lo que nos dé la gana, tío —insistió Barnes, dejando que el Cutty Sark saliera volando.

—¡Escuchad a vuestra conciencia congénita!

La botella le dio de lleno a Thomas, medio kilo de cristal que se estrelló en su sien. Sintió la sangre caliente que le corría por la cara, haciéndole cosquillas en las mejillas y luego no sintió nada en absoluto.


7 de agosto.

Va de mal en peor. Ayer a las 0915 Ockham y la hermana Miriam regresaron tambaleándose al barco, el padre sangrando por una herida fea en la cabeza. Sus noticias me dejaron de piedra. Los amotinados han ejecutado a Wheatstone y a Jaworski en una especie de rodeo de locos. Joe Spicer también está muerto, asesinado cuando el marinero preferente Weisinger le dio la vuelta a la tortilla.

Si quieres saber qué opino, Spicer se llevó su merecido.

¿Has probado el mescal, Popeye? Pega tan fuerte como las espinacas, te lo prometo, y alivia el dolor. No sé cómo, pero los cabrones no vieron mi suministro. Le he puesto nombre a los bichos de las botellas que quedan. Gaspar, Melchor, Baltasar, los Tres Gusanos Magos.

No debería beber, por supuesto. Soy vulnerable. Es probable que papá sea un alcohólico y en algún momento tuve una tía borrachina que incendio su propia casa, además de un primo que le daba al ron y que disparó al cartero por traerle el cheque de la prestación social del tamaño equivocado. Pero qué demonios, estamos en el Anno Postdomini Uno, ¿no? Es la era en que todo vale.

Tenemos exactamente diez días para llevar a Dios al Ártico.

Anoche me pulí la primera botella, dejando a Gaspar varado como el Val, después de lo cual enloquecí un poco. Me clavé un Marlboro encendido en la palma de la mano, casi echo el estómago vomitando, bajé por la cadena del ancla y me revolqué en la arena. Me desperté junto a la quilla, sobrio pero atontado, apretando contra el pecho un cucharón de aluminio para la sopa.

Cassie fue quien me encontró. Qué criatura tan triste debo de haberle parecido, con óxido pegado a la barba y la ropa empapada de mescal. Me guió para que volviera a subir por la cadena, me llevó a la cocina principal y se puso a darme aspirinas y café.

—Yo no choqué contra esta isla —insistí, como si ella hubiera dicho que lo había hecho.

—Esta isla chocó contra ti.

—¿Soy repugnante, doctora? ¿Soy total y absolutamente asqueroso? ¿Huelo como el suspensorio de Davy Jones?

—No, pero deberías afeitarte esa barba.

—Me lo pensaré.

—Siempre he odiado las barbas.

—¿Ah, sí?

—Es como besar a un estropajo metálico.

La palabra besar se quedó flotando en el aire. Los dos nos dimos cuenta.

—Creo que me estoy volviendo loco —le confesé—. Traté de sacarnos cavando con una cuchara sopera.

—Eso no es una locura.

—¿Ah, no?

—Habría sido una locura si hubieras usado una cucharita de postre.

Entonces, echando la cabeza hacia atrás de manera insinuante, o eso pareció, me dejó solo con mi resaca.


Cuando Thomas entró en la arena vacía, surgieron espejismos nacidos del calor del final de la tarde que se retorcieron y titilaron sobre la arena ensangrentada. El montacargas estaba inerte en la esquina sudeste, con el cuerno derecho limpio y el izquierdo deslustrado con Karl Jaworski.

Tanto a Van Horne como a Miriam les había aterrorizado la idea de una segunda misión para ver a los desertores. «Señor, Tom —había dicho la monja—, la próxima vez te ejecutarán a ti», pero el sentido del deber de Thomas exigía no sólo que enterrara a los muertos sino que intentara una vez más ayudar a los vivos a encontrar la ley moral kantiana que tenían dentro.

Como un conquistador plantando la bandera española en el Nuevo Mundo, clavó la pala de acero en el suelo. A diez metros de allí, el cuerpo perforado de Jaworski yacía pudriéndose a la sombra del hermafrodita esculpido. Más allá, los restos de Eddie Wheatstone (dentro de la red) estaban tirados sobre el cadáver de Joe Spicer, que tenía todas las vísceras esparcidas por fuera. Apenas habían transcurrido veinticuatro horas desde sus ejecuciones, pero el proceso de descomposición estaba totalmente en marcha, y llenaba la nariz al sacerdote con su fetidez ácida.

Lamiéndose el sudor de los labios, cogió la pala de nuevo y se puso manos a la obra. La arena, aunque pesada, se cavaba con la misma facilidad que la nieve recién caída y el trabajo proseguía sin esfuerzo, tanto que decidió que si la racionalidad llegaba alguna vez a caer sobre la isla Van Horne entonces excavar al varado Valparaíso podría resultar ser más factible de lo que había supuesto. Una hora después, una tumba colectiva estaba abierta en el centro del campo.

Tiró los cadáveres dentro, rezó por sus almas y volvió a tirar la arena con la pala.

Seguir el rastro de los desertores fuera del anfiteatro no supuso ningún problema. Colillas, lengüetas de latas de cerveza, corchos de botellas de vino, cáscaras de cacahuetes, cortezas de naranja y pieles de plátano marcaban el camino. Inevitablemente, Thomas pensó en Hansel y Gretel, que dejaron caer piedrecitas para poder reunirse con su dócil padre y su maliciosa madrastra. Al parecer, incluso una familia disfuncional era mejor que ninguna.

La ruta le llevó a través de terreno típico —por delante de electrodomésticos en evidente deterioro y de bidones de doscientos litros tirados, junto a montículos de ruedas de automóvil amontonadas como rosquillas carbonizadas gigantes— y entonces, de repente, apareció: la muralla.

Era inmensa, veinte metros desde los cimientos hasta las almenas, construida del mármol más puro, cada bloque blanqueado como un hueso. Caracteres de trazos delgados decoraban el portalón; los fonemas olvidados de una lengua que hacía mucho tiempo que no se hablaba. Entró.

La música retronaba en el corazón de la ciudad, guitarras amplificadas, teclados de alta tecnología. A Thomas le pareció más una advertencia que una canción, el tipo de sonido con el que una ciudad podría alertar a sus ciudadanos sobre la llegada de cabezas nucleares. Había barro por todas partes, mazacotes gruesos y marrones del fondo del mar que caían de las cornisas y rezumaban de los balcones. Envueltos en el manto de las brumas omnipresentes, los templos, las tiendas y las casas estaban en un estado penoso, los tejados aplastados por el peso del mar de Gibraltar, las fachadas borradas por las corrientes submarinas. Pero ¿podían explicar los procesos naturales por sí solos aquella destrucción o Dios, también, había tenido parte en ella? ¿Era ésa otra de aquellas ciudades perversas que el Todopoderoso había elegido erradicar personalmente, hermana de Babilonia, emparentada con Gomorra?

Rodeado de columnas estriadas, un edificio público enorme se alzaba imponente sobre el sacerdote, sus puertas de bronce abiertas grabadas con bajorrelieves de imágenes de las cuatro divinidades reinantes de la isla. Subió las escaleras, entró en el vestíbulo abovedado y se dirigió hacia el pasillo alfombrado de barro que había más adelante. La música, ahora más fuerte, le asaltó el cerebro. Al pasar junto a las habitaciones, se imaginó que estaba deambulando por uno de esos museos prácticos a los que a los padres de clase alta les gustaba llevar a los niños, aunque aquí las piezas expuestas eran estrictamente para adultos. Un espacio, a juzgar por los mosaicos, había sido un antro de opio. Otro, una cabina de masturbación, tenía frescos decorados con lo que parecían pósters centrales de alguna revista erótica antediluvianos. Había un cubículo para la pederastia. Para la bestialidad. Sadomasoquismo. Necrofilia. Incesto. Una obsesión tras otra perversión tras otra, un Museo de Historia Antinatural.

El pasillo dio la vuelta a una esquina y se abrió a un patio enlosado, bordeado de soportales espaciosos y aireados y abarrotado de desertores del Valparaíso, la mayoría de ellos desnudos. «Una variedad tan increíble de tonos de piel —pensó Thomas—: marfil, rosa, bronce, azafrán, beige, dorado, pardo, cacao, alazán, sombra, ocre, azúcar de arce.» Era como contemplar un tarro de frutos secos surtidos o un muestrario de Whitman’s. Muchos de los marineros se habían pintado, se habían dibujado flechas sinuosas y serpientes enroscadas en el cuerpo con uvas chafadas, los jugos aún les corrían por los brazos y las piernas como sudor violeta. De pared a pared, el patio vibraba con una combinación de comilona, bacanal, orgía, pelea y torneo de discoteca con muchos juerguistas que participaban en las cinco posibilidades —bebiendo, comiendo, fornicando, peleando, bailando—, simultáneamente. El humo de la marihuana se mezclaba con la niebla. Luces estroboscópicas iluminaban el anochecer. A lo largo del soportal sur, Ralph Mungo y James Echohawk se batían en duelo con los alfanjes de adorno que habían robado de la sala de oficiales, mientras que a unos metros de allí, ocho hombres formaban un círculo, cada uno enchufado en otro, un carrusel de sodomía. Había latas de cerveza aplastadas y botellas de licor vacías desparramadas por el suelo. Había montones de condones usados tirados por todas partes como una plaga de planarias gigantes, un hecho que dio a Thomas un atisbo de esperanza: si los juerguistas estaban lo bastante cuerdos como para preocuparse por el embarazo y el sida, podrían estar lo bastante cuerdos para reflexionar sobre el imperativo categórico. Los brazos ondulaban, las caderas bailaban el shimmy, los pechos se bamboleaban, los penes se balanceaban, era el aeróbic sibarita del Anno Postdomini Uno.

—¡Hola, Tommy! —Neil Weisinger se acercó con aire resuelto, un cigarrillo sin encender en la boca, rompiendo alegremente un pollo a la parrilla en dos—. ¡No esperaba verte aquí! —dijo, arrastrando las palabras.

—Esa música…

—Scorched Earth, de Suecia. El álbum se llama Chemotherapy. Tendrías que ver lo que hacen en el escenario. Leen entrañas.

Dominando el patio había una mesa de banquetes de obsidiana pulida, cuya superficie sostenía no sólo cuatro jamones enormes y dos medias reses sino también un generador diésel, un reproductor de compact disc y un proyector de video RCA Colortrak-5000 que rociaba de imágenes concupiscentes una sábana blanca que colgaba espectral en el interior del soportal del norte. Thomas no había visto la célebre Calígula de Bob Guccione, pero adivinó que ésa era la película. La cámara hacía un travelling a lo largo de la cubierta principal de un trirreme romano en el que casi todo el mundo estaba en celo.

—Una fiesta cojonuda, ¿eh? —dijo Weisinger, agitando la mitad del pollo bisecado delante de la cara de Thomas. El aire apestaba a semen, tabaco, alcohol, vómito y hierba—. ¿Quieres cenar?

—No.

—Vamos, come.

—He dicho que no.

El chico exhibió una botella de Löwenbrau.

—¿Cerveza?

—Neil, te vi en el anfiteatro el martes.

—Trinqué bien a Spicer, ¿verdad? Le cogí como un valiente vaquero gentil enlazando a un novillo.

—Un acto inmoral, Neil. Dime que lo entiendes.

—Esto no parece más que otra botella de Löwenbrau —dijo Weisinger—, pero es mucho, mucho más que eso. La corriente la trajo a la playa ayer. Dentro había un mensaje. Pregúntame qué mensaje.

—Neil…

—Vamos, pregunta.

—¿Qué mensaje?

—«Tendrás cualquier otro dios que te apetezca», decía. «Desearás a la mujer de tu prójimo». ¿Seguro que no quieres cerveza?

—No.

—«Le darás por el culo a tu prójimo.»

A dondequiera que Thomas mirase, se despilfarraba comida a gran escala. Había enormes calderos desatendidos sobre fuegos de madera que el mar había arrastrado hasta la playa, que reducían rápidamente ruedas enteras de queso cheddar, muenster y suizo a un alquitrán incomible. Cinco marineros de la tripulación de máquinas y cinco de la tripulación de cubierta mantenían una batalla encarnizada con lo que parecía la reserva entera de huevos frescos del Valparaíso. Charlie Horrocks, Isabel Bostwick, Bud Ramsey y Juanita Torres arrancaron las tapas de latas envasadas al vacío y se ducharon alegremente con crema de almejas, sopa de verduras, judías en salsa de tomate, salsa de chocolate y caramelo líquido. Se lamían unos a otros como unas gatas limpiando a sus crías. Los restos se derramaban por su carne y desaparecían entre las losas.

Zigzagueando entre el embrollo de cuerpos, Thomas se abrió camino hasta la mesa de banquetes. Estudió la placa metálica del generador: 7500 VATIOS, 120/240 VOLTIOS, UNA FASE, CUATRO TIEMPOS, REFRIGERADO POR AGUA, 1800 RPM, 13.2 HP, la única pieza de discurso racional de todo el museo. La música sonaba en un tono enfebrecido, sierras de cinta que morían de cáncer. Apagó el compact disc.

—¿Por qué coño has hecho eso? —se lamentó Dolores Haycox.

—¡Vuelve a ponerlo! —gritó Stubby Barnes.

—¡Tenéis que escucharme! —Thomas se inclinó hacia el Colortrak-5000, que en esos momentos proyectaba a Malcolm McDowell metiéndole el puño lubricado en el ano a un hombre que se estremecía de dolor, y apretó EJECT.

—¡Vuelve a poner la película!

—¡Pon la música!

—¡Que te jodan!

¡Calígula!

—¡Escuchadme! —insistió Thomas.

—¡Scorched Earth!

¡Calígula!

—¡Scorched Earth!

¡Calígula!

—¡Estáis usando el cadáver como excusa! —gritó el sacerdote—. ¡Schopenhauer estaba equivocado! ¡Un mundo sin Dios no pierde sentido ipsofacto!

La comida llegaba de todos los puntos de la brújula: aluviones de patatas hervidas, salvas de pan italiano, cañonazos de pomelos. Un coco grande y áspero le rasguñó la mejilla izquierda a Thomas. Una granada se le hizo añicos en el hombro. Huevos y tomates le explotaron contra el pecho.

—¡Tenéis una ley moral kantiana dentro!

Alguien volvió a poner Calígula. Bajo la persuasión de la lengua de la mujer de un senador romano, un gran pene erecto que no pertenecía al senador soltó su contenido lechoso como un volcán arrojando lava. Thomas se frotó los ojos. El órgano en erupción se le quedó grabado, flotando en su mente como la imagen posterior de una bombilla de flash mientras huía del Museo de Historia Antinatural.

—¡Immanuel Kant! —gritaba el sacerdote desesperado, corriendo por las calles de la ciudad. Se metió la mano debajo de la sudadera de Fermilab y apretó el crucifijo, como si quisiera chafar el Cristo y la Cruz hasta formar un solo objeto—. ¿Immanuel, Immanuel, dónde estás?

Hambruna

Vista a través de la ventana helada del Cessna bimotor, la isla Jan Mayen le pareció a Oliver Shostak uno de sus objetos favoritos del mundo, el sujetador francés de encaje blanco que le había regalado a Cassie cuando cumplió treinta años. Había dos manchas simétricas correspondientes a las copas, la Baja Mayen y la Alta Mayen, masas de terrenos montañosos unidas por un puente de granito natural. Alzó los binoculares y recorrió la costa con la mirada hasta llegar al fiordo Eylandt, una hendidura tan cruda y recortada que parecía la secuela de un intento fracasado de extracción de un diente.

—¡Ahí está! —afirmó Oliver por encima del rugido de los motores—. ¡Ahí está Point Luck! —gritó, llamando a la bahía por el nombre con que Pembroke y Flume insistían en que se la llamara.

—¿Dónde? —preguntaron Barclay Cabot y Winston Hawke al unísono.

—¡Allá… al este!

—¡No, aquello es el fiordo Eylandt! —le corrigió el piloto del Cessna, un nombre curtido, oriundo de Trondheim, que se llamaba Oswald Jorsalafar.

No, pensó Oliver, Point Luck: ese pedazo sagrado del noroeste pacífico de la isla Midway donde, el 4 de junio de 1942, tres portaaviones americanos habían estado al acecho para tenderle una emboscada a la Marina Imperial japonesa.

Recorrió el horizonte con los binoculares una y otra vez. No había ni rastro del Enterprise, pero no le sorprendía. Sólo en el mejor de los casos, Pembroke y Flume habrían hecho ya la travesía desde Cape Cod hasta el océano Ártico. Lo más probable era que todavía estuvieran al sur de Groenlandia.

La única pista de aterrizaje de Jan Mayen se extendía a lo largo del extremo oriental de su única población, una estación de investigación científica con el nombre altisonante de ciudad de Ibsen. Cuando el Cessna aterrizó, la estela de la hélice provocó un tornado de nieve, hielo, ceniza volcánica y botellas vacías de cerveza Frydenlund. Oliver pagó a Jorsalafar, le dio una propina generosa y, llevándose la mochila al hombro, se unió al mago y al marxista en la fría marcha hacia el oeste.

A la luz pálida de los rayos del sol de medianoche, la ciudad de Ibsen se mostraba como una colección de barracones Quonset oxidados y de casas ruinosas de madera, cada una colocada sobre cimientos de grava para que no se hundiera en el suelo ilusorio llamado permafrost. Al llegar a la plaza central Oliver, Barclay y Winston se dirigieron al hostal Hedda Gabler, un motel en dos niveles injertado en una taberna creada en un hangar de aluminio corrugado para aviones. Un letrero de neón que decía BAR SUNDOG se encendía y se apagaba en la ventana de la taberna; un faro en la tundra.

El gerente del hostal, Vladimir Panshin, un expatriado ruso con el aspecto rudo y desenfadado de un campesino de Brueghel, no se tragó el cuento de los ateos de que eran miembros desafectos de la jet set en busca de aquellos lugares exóticos y emocionantes que las agencias de viajes no conocían. («Quienquiera que les dijera que Jan Mayen es emocionante —dijo Panshin—, debe de tener un orgasmo cuando se limpia los dientes con hilo dental») Pero, en última instancia, sus sospechas no importaban. Estuvo encantado de registrar a los ateos en el Gabler y de venderles la media libra de queso Gouda (cinco dólares americanos), los cuatro litros de leche de reno (seis dólares) y la docena de barritas de cecina de caribú (un dólar cada una) que necesitaban para la excursión del día siguiente.

Oliver durmió mal aquella noche —los ronquidos ciclónicos de Winston combinados con el reto de digerir un carísimo estofado de perdiz blanca—, y a la mañana siguiente sólo se despertó con la ayuda del café más fuerte del Gabler. A las ocho, hora de Jan Mayen, los ateos pasaron caminando penosamente junto a los límites de la ciudad y entraron en la tundra inexplorada que había más allá.

Después de una hora de caminata hicieron una pausa para comer y extendieron el picnic sobre el istmo estrecho de una roca que marcaba el camino hacia la Alta Mayen. El queso estaba mohoso, la leche agria, la cecina dura y llena de arena. Inevitablemente, Oliver se imaginó al cargamento de Anthony Van Horne creando aquel istmo en concreto: las manos gigantescas bajando del cielo, pellizcando la isla por el medio. La visión le alarmó y le deprimió. ¿Qué harían los científicos de la ciudad de Ibsen si algún día descubrían que sus teorías intrincadas del uniformismo y de la tectónica de placas no tenían ningún sentido? ¿Cómo reaccionarían al enterarse de que la respuesta verdadera al enigma geomórfico era, quién lo hubiera dicho, la intervención divina?

Al cruzar a la Alta Mayen, los tres hombres siguieron un sendero cubierto de piedra pómez que atravesaba las estribaciones de las montañas Carolus, un viaje muy entretenido gracias a una actuación particularmente deslumbrante de la aurora boreal. Si Oliver se hubiera traído su material de dibujo, habría intentado pintar el fenómeno, esforzándose en captar en el lienzo los arcos diáfanos, los remolinos etéreos y los fantasmagóricos titileos carmesíes. Por fin, el fiordo Eylandt estaba ante ellos, una extensión tranquila de agua azul acero salpicada irregularmente con pedazos gigantes de masas flotantes de hielo. El gran temor de Oliver era que el Enterprise se retrasara y tuvieran que acampar en la tundra, de modo que se alegró bastante cuando lo vio anclado, con cuatro hidroaviones PBY amarrados a popa. Su felicidad no duró. El portaaviones se veía viejo, débil, pequeño. Era pequeño, lo sabía: la mitad que el Valparaíso, veinte veces más pequeño que Dios. Las seis decenas de aviones de combate amarrados a la cubierta de vuelo no parecían ni remotamente capaces de cumplir con su cometido.

Barclay accionó su código de señales portátil, enviando ráfagas de luz eléctrica al otro lado del fiordo. D-I-V-I-N-I-D-A-D, el nombre en clave de su campaña.

El Enterprise respondió: A-H-O-R-A-V-E-N-I-M-O-S.

Los ateos bajaron gateando por la pared del acantilado, un descenso peligroso a través de musgo resbaladizo, trozos recortados de piedra pómez y una planta espinosa de espíritu mezquino que les rasgó las botas de piel de foca y les hizo sangrar los tobillos. Llegaron a la playa al mismo tiempo que la lancha del portaaviones: una lancha a motor con el interior de madera que lucía una cubierta de lona sobre el timón y llevaba una bandera de 48 estrellas, históricamente exacta. Vestido con una cazadora de aviador del Memphis Belle, Sidney Pembroke estaba sentado en la cubierta de proa, saludando con la mano enmitonada.

—¡Bienvenidos a Point Luck! —Un chorro de aliento condensado salió de la boca de Pembroke. Incluso con el aire del Ártico, que le ponía las mejillas coloradas, seguía pareciendo anémico—. ¡Saltad a bordo, chicos!

—¡Hay mucha sopa de tomate calentita Campbell’s en Enterprise! —gritó Albert Flume, también sin sangre en las venas, desde detrás del timón—. ¡Mmm, mmm, bien! —Se había cambiado el traje a rayas por la imagen del saboteador: chaleco de vicuña, jersey azul de cuello redondo, gorra negra de punto, como Anthony Quinn en Los cañones de Navarone.

Tras rodear el regulador con un guante de piel de becerro de bombardero, Flume puso el motor en punto muerto. Junto a él había un hombre de mandíbula de granito y barriga abultada que llevaba el sencillo uniforme caqui de un oficial naval americano en el momento de ganar la Segunda Guerra Mundial. Tenía los hombros decorados con estrellas de almirante.

Oliver se adentró en los bajos, y se estremeció cuando el agua helada entró a borbotones por los rasgones de sus botas de piel de foca, y subió por encima del espejo de popa, con Barclay y Winston justo detrás. El hombre de la Marina salió agachándose de la cubierta de lona y sonrió, con una pipa de madera de brezo apagada sujeta entre los dientes.

—Usted debe de ser el Sr. Shostak —dijo el almirante, sometiendo a Oliver a un apretón de manos enérgico—. Yo soy Spruance, Ray Spruance. Siempre uso la marca de condones de su padre. Caray, apuesto a que eso del sida le ha sido de gran ayuda a su familia, ¿verdad? No hay mal que por bien no venga.

Oliver hizo una mueca y dijo:

—Éstos son mis colegas: Barclay Cabot, Winston Hawke.

—El placer es todo mío, muchachos.

—¿Cómo se llama en realidad? —preguntó Winston, aguantándose una sonrisita de complicidad.

—Da igual, Sr. Hawke. Durante las próximas dos semanas, seré Raymond A. Spruance, contraalmirante, Marina de los Estados Unidos, al que se le ha encomendado el aspecto táctico de esta operación.

—¿En contraposición al estratégico? —preguntó Oliver. Empezaba a entender cómo pensaban esos idiotas.

—Sí. La estrategia está a cargo del almirante Nimitz, que está en Pearl Harbor.

—¿Dónde está Nimitz en realidad?

—En Nueva York —dijo Flume.

—A él no le estamos pagando, ¿no? —preguntó Oliver.

—Claro que le estamos pagando. —Tras poner el motor en marcha, Flume condujo la lancha fuera de la playa.

—¿Por qué le estamos pagando si no hace nada?

—Sí que hace algo.

—¿Qué?

—Ray se lo acaba de decir. Estrategia.

—Pero ya conocemos la estrategia.

—Mirad, chicos —les espetó el intérprete de Spruance, sacándose rápidamente la pipa de madera de brezo de la boca—, si no pudiera imaginarme el viejo Chesty Nimitz en Pearl, planeando nuestra estrategia, no tendría valor para hacer esto.

—Pero no está en Pearl —dijo Oliver—. Está en Nueva York.

—Podríamos enviarle a Pearl Harbor si quisieras —dijo Flume—, pero te costaría un dineral.

Oliver se mordió la lengua y no dijo nada.

—Sabe, nunca había oído mencionar el capitalismo vigilante hasta que Sidney y Albert me hablaron de ello —Spruance ofreció a los ateos un guiño malicioso de complicidad—, pero debo decir que estoy impresionado.

—Hay gente que cree que estamos fuera de lugar —dijo Winston—, pero eso no nos impedirá que cumplamos con nuestro deber patriótico.

—Eh, que a mí no tienen que convencerme —replicó Spruance—. Llevo años diciendo que los japos son una amenaza mucho mayor para los Estados Unidos ahora que en 1942.

Mientras Flume pilotaba a través del fiordo, Pembroke bajó de la cubierta de proa, se limpió un mancha de guano de éider de la cazadora de aviador y se acercó a Winston.

—Bueno, ¿qué te parece el destacamento dieciséis? —preguntó Pembroke, señalando hacia el Enterprise.

—Sólo veo un barco —dijo Winston.

—Bueno, para nosotros es un destacamento —soltó Pembroke en un tono ofendido—. El destacamento dieciséis. Tenemos a Enterprise, su lancha, cuatro PBY…

—Ya.

—Un destacamento, ¿no?

—Y que lo digas.

—¿Fueron bien las cosas en Martha’s Vineyard? —preguntó Barclay.

—De maravilla —respondió Pembroke—. Se agotaron las localidades.

—Lo vimos todo desde el yate de motor de mi padre —dijo Flume—. Una verdadera butaca de primera fila.

—Alby trajo un picnic alucinante.

—Todo es mejor con la encarnizada Batalla de Midway desarrollándose a tu alrededor.

—La ensalada de patata es mejor y también lo es el pastel de chocolate.

—Excepto Soryu, ¿te lo puedes creer? No se hundió —afirmó Flume, maniobrando la lancha con cuidado a lo largo del portaaviones.

—¿Ah, no? —preguntó Oliver.

—No, siguió flotando incluso después de que McClusky descargara una de sus bombas directamente por la chimenea de popa —le respondió Spruance—. Eh, no se preocupe, hijo. Lanzaremos cincuenta veces más de TNT sobre su golem del que lanzamos sobre Soryu. —El almirante saltó atléticamente desde la lancha a la pasarela—. Los mejores torpedos y las mejores bombas destructoras de toda la maldita marina. Artillería de vanguardia.

Al desembarcar, Oliver subió las escaleras tambaleantes tras Spruance, una ruta que les llevó directamente por delante de una nave del hangar. Un marinero de mediana edad con uniforme de alférez estaba encorvado sobre el fuselaje de un Devastator TBD-1, haciéndole pequeños ajustes al motor.

—Por lo que calculamos —dijo Oliver, hablando por encima del bramido de las masas flotantes de hielo—, el Valparaíso no cruzará el círculo hasta dentro de unos cinco o seis días.

—Vale, pero será mejor que empecemos a enviar patrullas enseguida, sólo para asegurarnos —dijo Spruance—. Nuestros PBY harán el trabajo. Reconocimiento de vanguardia.

—¿Hay algún peligro de que el Val pase sin que lo veamos?

Spruance miró a Oliver a la cara. El viento del Ártico le despeinó el pelo de tordillo al almirante.

—El PBY es el mejor avión de reconocimiento de su época, Sr. Shostak. ¿Entiende? El mejor de su época.

—¿Qué época?

—Mil novecientos cuarenta y dos.

—Pero estamos en mil novecientos noventa y dos.

—Eso es una cuestión de opinión. De todos modos, tenemos un equipo de radar totalmente nuevo en el puente de Enterprise.

—¿Un radar de vanguardia? —Oliver ya se sentía mejor. El Devastator era una máquina de aspecto realmente aterrador. Irradiaba una especie de altivez tecnológica, el desprecio del metal por la carne.

—Un radar de vanguardia —repitió el intérprete de Ray Spruance con una señal de aprobación enfática—. Todo Panasonic.


Un gruñido bajo y constante. Un dolor agudo en lo más hondo de las tripas. «¿Hambre?», se preguntó Neil Weisinger, empezando a recuperar el conocimiento. Sí, ésa era la palabra, hambre.

Liberándose de la maraña de cuerpos que dormían y roncaban, el joven marinero echó un vistazo a su reloj digital. 10 de agosto. Miércoles. Nueve de la mañana. Maldita sea, había estado durmiendo dos días enteros. Le picaban los ojos. Tenía espasmos en la vejiga. Caminó lentamente y con mucho cuidado entre los escombros —las latas de Miller Lite y las botellas de champán Cook’s, los huesos de pollo y las cáscaras de huevo, los CD subidos de tono y las cintas de vídeo clasificadas X— y, después de caminar completamente desnudo por el soportal del sur, meó abundantemente sobre un fresco bucólico precioso que representaba a un rebaño de carneros violando en masa a una pastora pechugona.

—Menudo fiestón —gruñó Charlie Horrocks, acompañando a Neil en el urinario improvisado.

—El acontecimiento social de la temporada —masculló Neil. Señor, era maravilloso ser pagano. Las opciones eran tan sencillas. ¿Vodka, ron o cerveza? ¿Oral, anal o vaginal?

—Alguien ha estado jugando al fútbol con mi cabeza —dijo el operador de bombeo.

—Alguien ha estado jugando al billar con mis huevos —dijo Neil. Era evidente que sus juergas habían acabado, aunque si eso se debía a que incluso los paganos se cansan del placer o porque la fiesta se había quedado sin combustible (no había más cerveza en los barriles ni sopa en los cazos ni pan en las cestas ni potencia en los testes), el marinero no lo sabía—. ¿Qué hay para desayunar?

—Ni idea.

En el soportal oeste, un estómago grande y resonante gruñó. Otro retomó el grito. Un tercero se unió a ellos. Un gorgoteo coral llenó el aire, como si el museo fuera un laberinto de tuberías de desagüe defectuosas. Tambaleándose sin rumbo hacia la mesa de banquetes, Neil se dio cuenta de pronto de lo encostrado que estaba, de lo amplia que era la variedad de sustancias secas que se le pegaban a la piel y le enmarañaban el pelo. Se sintió como una extensión de la isla misma, un depósito de desechos.

—Me comería una vaca —dijo Juanita Torres, poniéndose una camiseta de seda.

—Un rebaño de vacas —añadió Ralph Mungo—. Una generación de vacas.

Pero no había vacas en la isla Van Horne.

—Eh, tenemos un problema —apuntó Dolores Haycox, el oficial de grado más alto entre los desertores, ahora que a Joe Spicer le habían destripado con un ancla sin cepo. Hablaba con vacilación, como si no estuviera segura de si debía asumir el mando o no. Si optaba por hacerlo, decidió Neil, sería mejor que se pusiera algo de ropa—. Creo que deberíamos, ya sabéis, hablar —dijo la tercera oficial.

El agua potable, afirmaron todos, no era un problema: la niebla omnipresente depositaba continuamente litros de rocío en los diversos canalones y cisternas de la ciudad. La comida era otra cuestión. Incluso con un racionamiento estricto, era probable que no quedaran bastantes provisiones para satisfacer el apetito durante más de un día.

—Jopé… me siento tan estúpido —admitió Mungo.

—Estúpida, estúpida, estúpida —dijo Torres.

—Estúpido como un buey —puntualizó Ramsey.

—Si pensamos demasiado en el pasado —dijo Haycox, colgándose un petate de lona hecho jirones alrededor de la cintura—, acabaremos volviéndonos locos.

Ramsey quería que se pusieran a recorrer la isla de inmediato. A pesar de su aparente esterilidad, alegaba, el lugar podría muy bien esconder unos cuantos crustáceos o una especie comestible de alga. Sin embargo, los juerguistas habían visto demasiados acres de barro sin vida y de arena yerma como para entusiasmarse demasiado con esa idea.

Horrocks sugirió que regresaran al Valparaíso y suplicaran por una porción de las sobras que pudieran haber pasado por alto cuando estaban saqueando el barco. Este panorama parecía prometedor hasta que James Echohawk señaló que, si existían esas provisiones, los leales al capitán no tenían razón alguna para ser generosos con ellos.

Fue Haycox la que ofreció una esperanza auténtica. Argumentó que debían fabricar una balsa con la mesa de banquetes y enviarla hacia el este. Después de llegar a la civilización —lo más probable era que fuera Portugal, aunque tal vez Marruecos estaba más cerca—, la tripulación buscaría a las autoridades y se encargaría de que enviaran un barco de rescate. Si la balsa no podía llevar a cabo un viaje así, la tripulación regresaría de inmediato a la isla Van Horne, cargada de los peces de alta mar que sin duda pescarían durante la travesía.

Siguiendo las órdenes de Haycox, los desertores se vistieron y pasaron la mañana hurgando en busca de comida. Cortaron la grasa de los huesos de jamón, sacaron la pulpa de los huesos de albaricoque, arañaron trocitos de huevo de los fragmentos de las cáscaras, sacaron pegotes de raviolis Chef Boyarde de las latas de acero y extrajeron con cincel trozos de pizza de las losas. Cuando habían dejado el museo limpio, los marineros volvieron sobre sus pasos hasta el anfiteatro, siguiendo el camino de su despilfarro, recogiendo todas las cortezas de naranja y pieles de plátano como si fueran piedras preciosas.

Al entrar en la arena, Neil se quedó perplejo por un momento al darse cuenta de que los cadáveres de Wheatstone, Jaworski y Spicer no se veían por ninguna parte, pero entonces se fijó en un montículo de barro en el centro del campo, prueba de que alguien —el padre Thomas, lo más probable—, los había enterrado. Un olor de mil demonios subía de la tumba, tan intenso, que mató al instante cualquier idea de resolver la hambruna incipiente por medio de la ingestión de los antiguos camaradas de a bordo.

A las 1530 los paganos estaban de vuelta en la ciudad, revisando la cosecha del día. Ascendía a poco más de doce kilos, que Haycox dividió en dos reservas iguales, guardando la primera en el petate —cebo, explicó— y repartiendo la segunda al momento. Con glotonería, Neil agarró su parte, un conglomerado de corazones de manzana, uvas Concord y cachos de salchichas de Frankfurt amalgamadas con caramelos turcos y queso cheddar fundido. Tras divisar un lugar sombreado debajo de la mesa de banquetes, se sentó, encendió un Marlboro y le dio una calada.

Se quedó mirando su comida. Le salió un gemido agudo de la laringe. Eso no era comida. Era comida travestida, una imitación cruel de comida, que le atormentaba del mismo modo en que la voz de un niño muerto atormenta a sus padres.

Devoró la ración en cuatro mordiscos grandes.

—Tengo un trabajo para ti.

Neil levantó la vista. Dolores Haycox estaba de pie ante él, su forma baja y fornida envuelta ahora en un mono beige de Exxon.

—Necesitamos pontones —dijo ella, entregándole a Neil un juego de pistolas de aguja que funcionaban con pilas—. Cuatro.

—A la orden.

—Llévate a Mungo, a Jong y a Echohawk. Encuentra algunos bidones de doscientos litros. Que estén bien. Vacíalos.

Le dio una calada a su Marlboro.

—Entendido.

—Vamos a salir de este lío, Weisinger.

—Y que lo digas, capitana Haycox.

Después de media hora de excursión a través de una marisma plagada de aerosoles y pañales desechables, Neil y sus tres camaradas de barco llegaron al vertedero de sustancias químicas más cercano, un pantano oscuro y viscoso en el que había montones de bidones de doscientos litros tirados como trozos de piña suspendidos en gelatina. La mayoría de los bidones estaban agrietados y goteaban, pero Mungo no tardó en descubrir un grupo que, al parecer, habían sido sellados contra la corrosión del agua salada por los que los habían tirado, haciendo un esfuerzo por aplacar sus conciencias o para cubrirse las espaldas. Los marineros encendieron las pistolas de aguja y se pusieron a trabajar, quitando el óxido de las tapas con el cuidado extremo que ponen los neurocirujanos al cortar lóbulos frontales: había que soltar las tapas pero sin que sufrieras ningún daño en el proceso.

Mientras Neil soltaba su tapa, le llegaron dos imágenes turbadoras.

Leo Zook, asfixiándose.

Joe Spicer, sangrando.

Reuniendo todos sus poderes paganos, toda la fuerza del Anno Postdomini Uno, se arrancó sus rostros lívidos de la mente.

Destapó el bidón, lo puso de lado y miró con una fascinación aterrorizada como algo que parecía una mucosidad negra y olía a azufre quemado fluía hacia el norte. Enroscó la tapa con fuerza. A los pocos minutos, Mungo, Jong y Echohawk estaban vaciando sus bidones respectivos: un torrente súbito de porquería amarilla apestosa, un chorro constante de sirope marrón hediondo, un hilo lento de pus violeta y acre.

Como Sísifo haciendo rodar su piedra, Neil empezó a empujar el bidón por la marisma, seguido por sus compañeros, y al atardecer los cuatro pontones estaban a salvo dentro de las murallas de la ciudad.

Los desertores se levantaron al amanecer, llevaron la mesa de banquetes a la playa y amarraron los bidones con alambres y correas de ventiladores, gorroneadas del cementerio de coches más cercano. A las 0800 la nave, bautizada Cornucopia, estaba lista para hacerse a la mar. La capitana Haycox asumió una posición de mando en la proa, justo al lado de los barriles de agua fresca. Echohawk, nombrado primer oficial, llevaba el timón. Ramsey y Horrocks se sentaron en medio de la balsa, asiendo fuertemente con los puños dos cables de arranque cuyas abrazaderas habían retorcido para formar anzuelos. Mungo y Jong cogieron un par de parachoques corroídos de Datsun y se pusieron a remar.

En la playa, Neil miró cómo la Cornucopia chocaba contra las olas y desaparecía en las lejanas aguas oscuras. Cuando la niebla envolvió la balsa, dio la vuelta y se unió a la marcha pequeña y solemne que regresaba a la ciudad.

Durante los dos días siguientes, Neil y sus compañeros se quedaron en el museo, holgazaneando en el patio embarrado como londinenses del siglo catorce sometidos a la Peste Negra. Hablaban en gruñidos. Soñaban con comida. No sólo con las delicadezas acuáticas que la misión de la capitana Haycox les había prometido (crema de langosta, sopa de abadejo, pastel de pez aguja), no sólo con la comida de imitación de franquicias de la cocina de Follingsbee, sino con los platos marineros como los de antes: galletas, picadillo de galletas saladas, bollos del guardiamarina, arroz con melaza. La niebla se hizo más densa. Las oraciones flotaron hacia el cielo. Cayeron lágrimas. Neil se imaginó que el razonamiento de cada marino no era diferente al suyo. Sí, Haycox y su tripulación podrían romper el pacto, pescar alegremente hasta llegar a Portugal y no preocuparse jamás de salvar a sus compañeros abandonados, pero eso constituiría una traición a escala cósmica. Hay honor entre los hambrientos, intuyó el marinero preferente. Una fraternidad incomprensible une a aquellos que piensan seriamente en cortarse sus propios dedos del pie y masticar la carne de los huesos.

—Os odio —murmuró Isabel Bostwick—. Os odio a todos. A vosotros… hombres, a vosotros y vuestras canalladas. Hay una línea muy delgada entre una orgía consensual y una violación, eso es algo que he aprendido en este viaje, una línea muy fina.

—Yo no vi que te preocuparas por ninguna línea fina durante la fiesta —dijo Stubby Barnes.

—Será mejor que no esté embarazada —se quejó Juanita Torres.

—Si no paramos de hablar —intervino Neil—, perderemos las fuerzas.

A la mañana del tercer día, la pequeña compañía de la Cornucopia entro tambaleándose en el museo. Tenían las caras desinfladas y surcadas de arrugas, como si estuvieran pintadas en globos de helio que estuvieran expeliendo el aire. Las noticias eran malas por partida doble. No sólo había una barricada infranqueable de trombas y vorágines rodeando la isla Van Horne, sino que sus bahías y ensenadas estaban tan desprovistas de peces como los mares polvorientos de la luna.

—Sólo nos comimos lo que nos correspondía —dijo Haycox, dejando labolsa del cebo en las losas.

Uno a uno, los marineros que se habían quedado avanzaron y cada uno de ellos metió la mano en la bolsa y sacó la cantidad que le tocaba. La porción de Neil consistía en media barrita de Three Musketeers en la que había siete pasas, un caramelo LifeSaver de cereza y seis cereales Alpha-Bits cubiertos de azúcar, C, T, I, S, B, E. No pudo evitar darse cuenta de que las letras, reordenadas, decían BISTEC.


17 de agosto.

Rumbo: a ninguna parte. Velocidad: 0 nudos.

Regresaron hace veinticuatro horas, débiles, mareados y asustados, saliendo a trompicones de la niebla como, en palabras de Ockham, «una panda de extras de La noche de los muertos vivientes». Nunca había visto una pandilla de marineros tan desaseados en mi vida. Conducidos por su falsa capitana, Dolores Haycox, tiraron las armas, bazukas, cañones lanzaarpones, pistolas de bengalas, detonadores y alfanjes de adorno, y se reunieron a la sombra del casco.

Su llegada no sorprendió a Ockham. Al regresar de la ciudad, me dijo que sus provisiones se habrían terminado antes del día 9, tan frenética era su bacanal. Suponiendo que el padre lo hubiera calculado correctamente, los amotinados habían aguantado durante más de una semana después de comerse el último bocado.

Impresionante.

Al momento en que les vi, ordené que subieran el ancla, dejando a los cabrones encerrados afuera. Es como una locura de sitio a la inversa, los defensores atrapados comiendo, el ejército exterior muriéndose de hambre. No soy un hombre cruel. No soy el capitán Bligh. Sin embargo, si no les doy a Rafferty y a los otros que me son leales lo que nos queda de nuestras reservas, no tendrán la energía para seguir llevando a la Juan Fernández en las expediciones de pesca que son nuestra última, mejor y única esperanza. Hasta ahora, nadie ha llegado a más de tres kilómetros de la costa antes de toparse con un muro de turbulencias de seis metros, imposible de penetrar para una embarcación pequeña. No obstante, dentro de la zona navegable seguro que encontraremos peces.

Anoche le ordené a Follingsbee que hiciera un inventario nuevo, esta vez añadiendo todo lo que se pueda considerar remotamente como comida.


1,3 kilos de cereales Cheerios

1 kilo de pasas Sun Maid

3 tubos de pasta de dientes Colgate de 350 ml

2 barras de pan de trigo entero Pepperidge Farm

1 lata de judías verdes Libby’s de 1 kilo

1 tarro de mayonesa Hellman’s de 1,5 kilos

1 tarro de grasa gloriosa de 350 gr.

4 botellas de jarabe para la tos de Vick’s de 350 ml

1 kilo de palomitas de maíz (recogidas del suelo de nuestro cine)

2 latas de zumo de tomate Campbell’s de 4 litros

6 zanahorias

1 manojo de brécol

6 perritos calientes Oscar Mayer (será mejor que los guardemos casi todos para cebo)

607 hostias para comulgar

311 bálanos sacados del timón y del casco raspando (fue una suerte que los cosecháramos antes de que llegaran los amotinados)

76 percebes de la madera (ídem)

1 plátano

1 rodaja de queso americano Kraft (la guardaremos para una emergencia)


Sam ha calculado nuestras raciones para la semana que viene. ¿Tienes curiosidad por saber el menú a bordo del transatlántico de lujo Valparaíso? Desayuno: 10 Cheerios, 120 ml de zumo de tomate. Comida: 7 judías verdes, 2 hostias para comulgar. Cena: 2 bálanos, 30 gr de pan, 1 dado de zanahoria, 8 pasas. El capitán, de vez en cuando, se tomará un trago de mescal.

Un viento de fuerza doce ha pasado por la isla Van Horne esta mañana, y ha traído consigo grandes chubascos. ¿Me imaginé que la acumulación sería suficiente como para alzarnos y liberarnos? Claro que sí. ¿Soñé con que los vientos se llevaban la niebla? Sólo soy humano, Popeye.

Los amotinados han decidido protegerse de las futuras tormentas. Sus hogares son chabolas grotescas y retorcidas improvisadas con puertas de Toyotas y capós de Volvo, que sobresalen de la arena como iglúes de acero.

—Por favor, dadnos de comer —dice con voz entrecortada su emisario de turno, un marinero llamado Barnes, que lleva sólo un pequeño bañador rosa. Al parecer, había sido un verdadero cerdo de matanza antes de la hambruna. Su piel fláccida le cuelga del torso como gotas de cera que se deslizan por el cilindro de una vela.

—No nos sobra nada —le respondo.

—Yo tenía una vida —gime el marinero—. Hice cosas. Fui camarero, estuve en Borneo, tuve cuatro chicos, organicé picnics para la iglesia. Tenía una vida, capitán Van Horne.

Da la casualidad de que mañana acaba el plazo del OMNIVAC para llevar a Dios al círculo polar ártico. Veo su cerebro desintegrándose, Popeye, cada neurona entrando en el olvido con una explosión repentina y brillante, como cinco mil millones de flashes que se disparan en una rueda de prensa apocalíptica.



Durante los tres primeros días a bordo del Enterprise, el entretenimiento favorito de Oliver fue estar en el puesto de observación de proa y dibujar los PBY cuando se marchaban en sus patrullas de reconocimiento diarias. Saliendo a toda prisa sobre sus panzas planas, zigzagueando entre las masas flotantes de hielo, los cuatro hidroaviones replegaban de pronto los flotadores estabilizadores y empezaban su ascenso torpe, luchando por subir al cielo como una bandada de garzas artríticas alzándose de una marisma.

Al final de la semana, los PBY habían hecho setenta y tres misiones distintas, sin divisar nada que se pareciera a un superpetrolero arrastrando un golem.

—¿Crees que un huracán lo ha desviado? —preguntó Winston.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? —respondió Oliver.

—Si el cuerpo ha empezado a pudrirse, podría estar empapándose de agua salada —dijo Barclay—, unos cuantos miles de toneladas de más podrían reducir la velocidad de Van Horne a la mitad.

—Quizá el problema sea mecánico —dijo Winston—. Los barcos mercantes están construidos para irse a pique. Así es como funciona el capitalismo.

Para Oliver, ninguna de esas teorías explicaba en absoluto el hecho de que el Valparaíso llevara un retraso tan deplorable. La mañana del veintidós de agosto fue al camarote del intérprete de Ray Spruance y le preguntó si el Enterprise tenía un fax.

Enterprise, no «el» Enterprise —dijo el almirante, mordisqueando la boquilla de su pipa de madera de brezo—. Claro que tenemos uno, un Mitsubishi-7000.

—Quiero enviar un mensaje a nuestra agente del petrolero.

—¿Desde cuándo tenemos una agente en el petrolero?

—Es una larga historia. Es mi novia, Cassie Fowler. Es evidente que ha pasado algo.

—En este momento, Sr. Shostak, cualquier comunicación con Valparaíso sería mala idea. El silencio radiotelegráfico absoluto ocupó un lugar crucial en la victoria americana en Midway.

—Midway me importa una mierda. Estoy preocupado por mi novia.

—Si Midway le importa una mierda, no debería estar en este barco.

—Dios… ¿es que ustedes siempre tienen que vivir en el pasado?

El almirante frunció el ceño, manifiestamente desconcertado. Chupó su pipa.

—Sí, amigo —dijo al final—, la verdad es que sí tenemos que vivir siempre en el pasado y si usted se lo pensara un minuto también querría vivir allí. —Con los ojos centelleando, Spruance daba vueltas compulsivamente por su camarote, como un lobo enjaulado—. ¿Se da cuenta de que hubo un tiempo en que los Estados Unidos de América tenían sentido? ¿Un tiempo en que mirabas un cuadro de Norman Rockwell de un soldado pelando patatas para mamá y te emocionabas y nadie se reía de ti? ¿Un tiempo en que los Dodgers estaban en Brooklyn como se suponía que debían estar y no había ningún negrata pegando tiros por nuestras ciudades y cada día escolar empezaba con el Padrenuestro? Todo es historia, Shostak. La gente tiene miedo de su propia comida, por el amor de Dios. En los años cuarenta nadie comía yogur ni huevos sin colesterol ni malditas salchichas de Frankfurt de pavo.

—Sabe, almirante, si no deja que me ponga en contacto con Cassie Fowler puede que salga y contrate a otro grupo de mercenarios y ya está.

—No me engañe. Usted me gusta, amigo, pero no dejaré que me engañen.

—Hablo en serio, Spruance, o como diablos se llame —le espetó Oliver bruscamente, complacido de descubrir que tenía reservas inesperadas de impertinencia—. Mientras yo pague, yo mando.

Oliver tardó más de una hora en escribir un fax que cumpliera con las normas del almirante. El mensaje debía transmitir curiosidad por la posición del Valparaíso y, aun así, ser lo bastante ambiguo para que, si caía en lo que Spruance insistía en llamar «manos enemigas» y si ese enemigo lograba descifrar el código (estaba en Herejía), nadie sospechara que el cargamento del petrolero había sido elegido como objetivo.

—Eres la ocupante más apreciada de mi corazón, queridísima Cassandra —escribió Oliver—, aunque en qué cámara resides ahora es algo que no sé.

A las 1115 horas, el oficial de radio del Enterprise, un actor latino escuálido llamado Henry Ramírez, introdujo la carta de Oliver en el Mitsubishi-7000. A las 1116, un mensaje apareció en la pantalla del ordenador concomitante.

TRANSMISIÓN INTERRUMPIDA — PERTURBACIONES ATMOSFÉRICAS EN EL PUNTO DE RECEPCIÓN.

—¿Mal tiempo? —preguntó el intérprete de Spruance.

—Hoy no hay tormentas en ninguna parte del Atlántico Norte —respondió Ramírez.

Una hora después, el oficial de radio volvió a intentarlo. TRANSMISION INTERRUMPIDA — PERTURBACIONES ATMOSFÉRICAS EN EL PUNTO DE RECEPCIÓN. Después hizo un tercer intento. TRANSMISIÓN INTERRUMPIDA — PERTURBACIONES ATMOSFÉRICAS EN EL PUNTO DE RECEPCIÓN.

Sin embargo, no era una «perturbación atmosférica» de verdad, decidió Oliver; era algo mucho más siniestro. Era la Nueva Edad de las Tinieblas, que se extendía por el planeta y esparcía su ignorancia impenetrable por todas partes, como el petróleo que salía a borbotones del casco roto del Valparaíso y no había nada, absolutamente nada, que un simple ateo rico pudiera hacer al respecto.


Cassie agarró la bitácora de la brújula y la abrazó con la desesperación de una vagabunda borrachina que recupera el equilibrio con la ayuda de una farola. Ya no lograba imaginarse cómo era tener la cabeza clara, no recordaba un tiempo en el que moverse, respirar o pensar hubiera sido algo sencillo. Cogiéndose el vientre inflamado, se quedó mirando el radar de doce millas. Niebla, siempre niebla, como la emisión de un canal de televisión por cable demente, dedicado a la anomia y al miedo existencial, el canal Malestar.

De pronto, ahí estaba el padre Thomas, ofreciéndole una mano en forma de cuenco. Tenía un montón de Cheerios (sin duda, de los que le correspondían del racionamiento), en la palma de la mano. Su generosidad no la sorprendió. El día anterior, le había visto inclinarse por encima de la barandilla de estribor del Val y, en un acto benevolente y prohibido, tirar un puñado de percebes para los pobres desgraciados que gemían en la ciudad de las chabolas.

—No me los merezco.

—Come —ordenó el sacerdote.

—Ni siquiera se supone que debería estar en este viaje.

—Come —repitió.

Cassie comió.

—Es usted una buena persona, padre.

Pasó la mirada nublada por el radar de doce millas, por el radar de quince millas y por el terminal Marisat, y se concentró en la playa. Marbles Rafferty y Lou Chickering estaban saliendo de la Juan Fernández, tras acabar de regresar de otra búsqueda marina evidentemente desastrosa. Saltaron a las olas y, después de recoger el equipo de pesca, caminaron hasta la costa.

—Ni siquiera una cámara de neumático vieja —suspiró Sam Follingsbee, desplomado sobre la consola de control—. Qué lástima, tengo una receta fantástica para hacer caucho vulcanizado con salsa de crema.

—Cállate —dijo Crock O’Connor.

—Si al menos hubieran encontrado una o dos botas. Probaríais mi cuir tartare.

—He dicho que te calles.

Cogiendo el ejemplar de Historia del tiempo del difunto Joe Spicer que había sobre el Marisat, Cassie se lo metió debajo del cinturón de cuero que Lou Chickering le había prestado. Como por arte de magia, pareció que el libro le aliviaba los dolores de estómago. Cojeó hasta el cuarto de radiotelegrafía.

Lianne Bliss estaba sentada fielmente en su puesto. El puño sudoroso sujetaba el micrófono de onda corta.

—… el vapor Carpco Valparaíso —murmuraba—, treinta y siete grados, quince minutos, al norte…

—¿Hay suerte?

La oficial de radio se arrancó los auriculares. Tenía las mejillas hundidas, los ojos inyectados de sangre; parecía una fotografía antigua de sí misma, un daguerrotipo o un grabado a media tinta, gris, descolorido y arrugado.

—A veces oigo algo, parte de programas deportivos de los Estados Unidos, informes meteorológicos de Europa, pero no logro comunicar. Es una pena que los marineros no estén aquí. Hay grandes noticias. Los Yankees van los primeros. —Lianne se volvió a poner los auriculares y se inclinó hacia el micrófono—. Treinta y siete grados, quince minutos, al norte. Dieciséis grados, cuarenta y siete minutos, al oeste. —Se quitó los auriculares otra vez—. Lo peor son los gemidos, ¿no crees? Esos pobres desgraciados. Al menos a nosotros nos dan las hostias para comulgar.

—Y los bálanos.

—Los bálanos me cuestan mucho. Los como, pero me cuesta.

—Lo entiendo —Cassie rozó la diosa del mar de los bíceps de Lianne—. La última vez que estuve en un aprieto así…

—¿Las rocas de Saint Paul?

—Así es. Me comporté de manera vergonzosa, Lianne. Recé para que Dios me librara.

—No te preocupes, cielo. Yo en tu lugar habría hecho lo mismo.

—En las trincheras no hay ateos, dicen, y es tan cierto, tan jodidamente cierto. —Cassie tragó saliva, saboreando el regusto de los Cheerios—. No… no, estoy siendo demasiado dura conmigo. Esa máxima no es un argumento contra el ateísmo, sino contra las trincheras.

—Exacto.

Un marea fría y gris le inundó la mente a Cassie.

—Lianne, hay algo que deberías saber.

—¿Sí?

—Creo que estoy a punto de desmayarme.

La oficial de radio se levantó de la silla. Movió la boca, pero Cassie no oyó ninguna palabra.

—Ayúdame… —murmuró Cassie.

La marea formó una cresta y se estrelló contra su cráneo. Se deslizó hacia abajo lentamente, a través del suelo del cuarto de radiotelegrafía… a través de la superestructura… de la cubierta de barlovento… del casco… de la isla… del mar.

Se hundió en la profundidad verde.

En el silencio denso.

—Esto es para ti.

Una voz profunda, más profunda incluso que la de Lianne.

—Es para ti —repitió Anthony, pasándole una rodaja de queso americano rancio, con las esquinas arrugadas y el centro habitado por una mancha de moho verde.

Ella parpadeó.

—¿He estado… inconsciente?

—Sí.

—¿Mucho tiempo?

—Una hora. —El tigre de Exxon sonreía desde la camiseta de Anthony—. Sam y yo acordamos que a la primera persona que se desmayara le tocaría la ración de emergencia. No es mucho, doctora, pero es tuya.

Cassie dobló la rodaja en cuatro partes, se metió el montón irregular en la boca y lo engulló, agradecida.

—G-gracias…

Se levantó de la litera. El camarote de Anthony era el doble de grande que el suyo, pero estaba tan abarrotado de cosas que parecía estrecho. Había libros y revistas esparcidos por todas partes, un tomo de Las obras completas de Shakespeare de Pelican en el escritorio, una pila de Diarios meteorológicos del marino en el lavabo, un Manual de Carpco y un Chicas de Penthouse en el suelo. Había un cuaderno de espiral en la mesa, cuya portada mostraba un retrato pintado con aerógrafo de Popeye el marino.

—Tomarás un poco, ¿no? —preguntó Anthony, enseñándole una botella medio vacía de Monte Alban. MEZCAL CON GUSANO, decía la etiqueta. Sin esperar una respuesta, echó un poco en dos tazas de cerámica de Arco.

—Es un calvario ser bióloga. Sé demasiado. —Como los dolores empezaban otra vez, Cassie apretó la mano contra el Historia del tiempo que llevaba sujeto con el cinturón—. Las grasas fueron las primeras en desaparecer y ahora son las proteínas. Casi siento cómo los músculos se me están deshaciendo, crujiendo, partiendo. El nitrógeno flota sin trabas, se desparrama por nuestra sangre, por los riñones…

El capitán tomó un sorbo largo de mescal.

—¿Por eso la orina me huele a amoníaco?

Ella asintió con la cabeza.

—El aliento también me apesta —dijo, pasándole una taza de Arco.

—Cetosis. El olor de la santidad, solían llamarlo, en la época en que la gente ayunaba por Dios.

—¿Cuánto falta para que…?

—Depende un poco de cada uno. Los tipos grandes como Follingsbee podrían durar otro mes. Rafferty y Lianne, cuatro o cinco días, quizás.

El capitán apuró el mescal.

—Este viaje empezó tan bien. Mierda, incluso pensé que le salvaríamos el cerebro. Ya debe de ser picadillo, ¿no crees?

—Es muy probable.

Anthony se sentó detrás de la mesa, volvió a llenarse la taza y sacó un sextante dorado de entre las cartas de navegación y las tazas de café de espuma de poliestireno.

—¿Sabes, doctora? Voy lo bastante contento como para decirte que creo que eres una mujer increíblemente atractiva y absolutamente maravillosa.

El comentario despertó en Cassie una extraña conjunción de placer y aprensión. Se acababa de abrir una puerta al caos y ahora sería mejor que la cerrara de un golpe.

—Me siento halagada —respondió, tomándose un trago caliente de Monte Alban—. No olvidemos que estoy casi comprometida.

—Yo estuve casi comprometido una vez.

—¿Ah, sí?

—Sí. Janet Yost, una contramaestre de Embarcaciones Chevron. —El capitán divisó a Cassie a través del sextante; una sonrisa lasciva le torció los labios, como si, de algún modo, el instrumento le hubiera vuelto la blusa transparente—. Nos acostamos durante casi dos años, transportando cargas desde Alaska. Una o dos veces hablamos de boda. Por lo que a mí respecta, era mi novia. Luego se quedó embarazada.

—¿De ti?

—Aja.

—¿Y…?

—Y me acojoné. Un bebé no es el mejor modo de empezar un matrimonio.

—¿Le pediste que abortara?

—No con tantas palabras, pero ella sabía cuál era mi opinión. Yo no estoy hecho para la paternidad, Cassie. Mira a quién tengo por modelo. Es como un cirujano que aprende el oficio de Jack el Destripador.

—Quizá podrías haber… buscado por ahí, ¿no? Conseguido un poco de orientación.

—Lo intenté, doctora. Hablé con marinos que tenían hijos, caminé hasta esa tienda de juguetes tan grande del norte de la ciudad, F.A.O. Schwarz, y compré uno de esos muñecos tan realistas, para llevármelo a casa y sostenerlo mucho en brazos. Me dio bastante vergüenza comprarlo, te lo aseguro, como si fuera una especie de accesorio sexual. Y, bueno, no nos olvidemos de los viajes que hice al hospital Saint Vincent’s con el propósito de estudiar a los recién nacidos y ver qué tipo de criaturas eran. ¿Te das cuenta de lo fácil que es entrar a hurtadillas en la sala de maternidad? Actúa como un tío y ya está. Ninguna de estas gilipolleces funcionó. Hasta el día de hoy, los bebés me asustan.

—Estoy segura de que podrías superarlo. Alexander pudo.

—¿Quién?

—Una rata de Noruega. Cuando le obligué a que viviera con sus crías, empezó a cuidarlas. Los caballitos de mar también son buenos padres. Y los lumpos. ¿Janet abortó?

—No fue necesario. La madre Naturaleza intervino. Cuando me di cuenta, también habíamos perdido nuestra relación. Una época espantosa, peleas terribles. Una vez me tiró un sextante, así es como me rompí la nariz. Después de aquello, procuramos estar en barcos separados. Quizá sólo estábamos bien de noche. No tuve noticias suyas durante tres años enteros, pero entonces, cuando el Val chocó contra el arrecife Bolívar, me escribió para decirme que sabía que no era culpa mía.

—¿Fue culpa tuya?

—Abandoné el puente.

Apretando los dientes, Cassie apoyó ambas manos contra Historia del tiempo y preguntó:

—¿Encontraremos comida ahí fuera?

—Y tanto, doctora. Te lo garantizo. ¿Estás bien?

—Grogui. Dolores abdominales. Supongo que no tienes más queso.

—Lo siento.

Cassie se estiró sobre la alfombra. El cerebro se le había convertido en una esponja, una Polymastia mamillaris que chorreaba Monte Alban. Había una nube de mescal entre su psique y el mundo, flotando en el espacio como una gasa de teatro, iluminada por detrás, con estrellas titilantes impresas. Un guacamayo escarlata volaba por las constelaciones, el mismo pájaro que había prometido comprarle a Anthony cuando estuvieran en casa, y de pronto estaba mudando de plumas, una por una, hasta que sólo quedó la piel desnuda y viva, huesuda, blanda y comestible.

Pasaron los minutos. Cassie se durmió, se despertó, se durmió…

—¿Me estoy muriendo? —preguntó.

Ahora Anthony estaba sentado junto a ella, con la espalda apoyada contra la mesa, acunándola en sus brazos desnudos y sudorosos. Su sirena tatuada parecía anoréxica. Despacio, extendió la palma de la mano, la línea de la vida bisecada por tres objetos que parecían galletas saladas con forma de palotes gruesos y pequeños.

—No morirás —dijo él—. No dejaré que nadie muera.

—¿Galletas saladas?

—Gusanos encurtidos de mescal. Gaspar, Melchor, Baltasar.

—¿G-gusanos?

—Todo carne —insistió, llevándole lánguidamente a Gaspar, o quizá era Melchor o tal vez Baltasar, a la boca. La criatura era rubísima y estaba segmentada: se dio cuenta de que no era un gusano auténtico, sino la larva de alguna polilla mexicana—. Frescos de Oaxaca.

—Sí. Sí. Bien.

Con cuidado, Anthony introdujo a Gaspar. Ella sorbió, el reflejo de supervivencia más viejo, mojándole los dedos al capitán, empapando su larva. Sonrió lleno de satisfacción, una complacencia similar a la que una madre experimenta al amamantar —nada mal, decidió ella, para un hombre que había sido presa del pánico ante el embarazo de su novia—. Hizo trabajar la mandíbula. Gaspar se desintegró. Tenía un sabor sin refinar, agudo, medicinal, una mezcla de mescal crudo y entrañas de Lepidoptera.

—Dime lo que me has dicho antes —dijo Cassie—. Eso de que yo era… ¿cómo lo dijiste?… «una mujer maravillosamente atractiva…»

Le dio a Melchor.

—Una mujer increíblemente atractiva…

—Sí —ella devoró la larva—. Eso.

Entonces le tocó a Baltasar.

—Creo que eres una mujer increíblemente atractiva y absolutamente maravillosa —Anthony le informó por segunda vez aquel día.

Mientras Cassie masticaba, una ligera sensación de bienestar se apoderó de ella, fugaz pero real. El trigo de General Mills, el queso de Kraft, los gusanos de Oaxaca. Se lamió los labios y se dejó llevar por el sueño. La fe no existía a bordo del Carpco Valparaíso, ni la esperanza tampoco, pero de momento, al menos, había caridad.


Fuera cual fuese la causa de que el Valparaíso no apareciese en las aguas árticas, Oliver no pudo evitar darse cuenta de que la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial se estaba beneficiando mucho del retraso. Según el contrato que la Liga de la Ilustración había firmado con Pembroke y Flume, cada marinero, piloto y artillero tenía que recibir «sueldo de combate» por cada día que sirviera a bordo del portaaviones. No era que los hombres no se lo ganaran. Sus comandantes les hacían trabajar día y noche, como si estuvieran en guerra. Sin embargo, Oliver se sentía resentido. Su dinero, decidió, era como los pechos grandes de Cassie. Durante todo el instituto, ella nunca supo con certeza por qué la invitaban a salir constantemente, o, mejor dicho, lo había sabido y no le gustaba. A una persona se la debería valorar por lo que daba, creía Oliver, no por lo que poseía.

El hombre bajo y feo que interpretaba al capitán de corbeta Wade McClusky, el oficial al mando del Grupo Aéreo Seis, exigía que sus dos escuadrones realizaran dos misiones de práctica al día, lanzando bombas de madera y torpedos de espuma de poliestireno a los icebergs del fiordo Tromso. Mientras, el tipo que hacía de capitán del portaaviones, un irlandés fornido con un bigote de puntas retorcidas, hacía que sus hombres mantuvieran la cubierta de vuelo completamente despejada de hielo y de nieve, incluso durante aquellas horas en las que los aviones de combate no efectuaban sus vuelos rutinarios. Para los marineros atribulados del capitán George Murray, la guardia de combate a bordo del Enterprise era como vivir en un infierno de un barrio residencial, un mundo en el que el camino de entrada de tu casa medía trescientos metros y había que espalarlo incluso en pleno verano.

Una hora después de que la nonagésima misión consecutiva de PBY no encontrara al Valparaíso, Pembroke y Flume llamaron a Oliver a su camarote. Durante la Segunda Guerra Mundial, esas dependencias espaciosas habían hecho las veces de sala de oficiales, pero los empresarios teatrales las habían convertido en una suite de dos dormitorios con un salón amueblado con miras a una ostentación de la época victoriana tardía.

—La tripulación se está irritando —empezó Albert Flume, guiando a Oliver hacia un diván lujoso que recordaba al sofá del Odalisque de Delacroix.

—Nuestros pilotos y artilleros se están volviendo locos. —Sidney Pembroke desenvolvió una imitación de barra de caramelo Baby Ruth de alrededor del año 1944—. Si no pasa algo pronto que mejore la moral, pedirán que les enviemos a casa.

—Es decir, querríamos empezar a conceder permisos para bajar a tierra a los muchachos.

—Con sueldo de combate.

Oliver les lanzó una mirada furiosa y apretó los puños.

—¿Permiso para bajar a tierra? ¿Adónde? ¿A Oslo?

Flume negó con la cabeza.

—No hay modo de llevarles allá. Los PBY están ocupados con el reconocimiento y no podemos contratar pilotos de avionetas sin llamar la atención.

—Anoche nos dimos una vuelta por la ciudad de Ibsen —dijo Pembroke—. Un sitio aburrido en general, pero aquel Bar Sundog tiene posibilidades.

Oliver frunció el ceño.

—No es más que un hangar viejo para aviones.

—Te lo diremos sin rodeos —dijo Pembroke, devorando alegremente su barra de caramelo—. Suponiendo que estés dispuesto a financiarnos, Alby y yo tenemos intención de convertir el Sundog en un clásico Club de la Organización de los Servicios Unidos. Ya sabes, un segundo hogar, un lugar donde los chicos puedan conseguir un sandwich gratis, bailar con una cabaretera guapa y oír a Kate Smith cantar God Bless America.

—Si lo que vuestra gente quiere es entretenimiento —dijo Oliver—, Barclay hace un número de mago de puta madre. El año pasado salió en el programa Tonight, y dejó en ridículo a curanderos que usaban la oración y la fe.

—¿Dejó en ridículo la oración y la fe? —Flume abrió la nevera, sacó una Rheingold y la abrió—. ¿Qué es, un ateo?

—No, en absoluto.

—No pretendemos menospreciar las aptitudes de tu amigo —dijo Pembroke—, pero nos imaginábamos algo más del estilo de Jimmy Durante, Al Jolson, las Andrews Sisters, Bing Crosby…

—¿Esa gente no está muerta?

—Sí, pero no es tan difícil encontrar a imitadores.

—También importaremos a un grupo de mujeres jóvenes y atractivas para trabajar en la sala —dijo Flume—. Ya sabes, el tipo de chica agradable, sencilla y normal que reparte cigarrillos, se ofrece a bailar y quizá deja que le des un beso furtivo o dos.

—Nada de jovencitas tontas, por supuesto —dijo Pembroke—. Chicas sanas, que aspiren a ser reconocidas como actrices y que sepan que hay algo más en la vida que bares de topless y concursos de camisetas mojadas.

—Ahora mismo son las tres de la madrugada en Manhattan —dijo Flume—, pero si empezamos a llamar hacia la hora de la cena podremos ponernos en contacto con las agencias de talentos pertinentes.

—¿De verdad creéis que el actor medio de Nueva York dejará lo que este haciendo para coger el primer avión a Oslo? —preguntó Oliver.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque para el actor medio de Nueva York —dijo Flume, tragando Rheingold—, que le paguen un sueldo de la escala salarial para imitar a Bing Crosby en una isla recóndita del océano Ártico es lo más cerca que ha estado de un trabajo en muchos años.


27 de agosto.

En la entrada que hice el 14 de julio, te expliqué lo que oí, vi y sentí la primera vez que puse los ojos en nuestro cargamento. Para mi regocijo más absoluto, Popeye, no fue nada comparado con mi segunda epifanía.

A las 0900 estaba fuera de la timonera, con los prismáticos alzados, viendo a los amotinados echados por las calles de su ciudad de chabolas. Hasta aquel momento, no me había dado cuenta de lo mucho que importan nuestras débiles raciones. Nosotros, al menos, nos podemos mover.

Una fragancia fuerte pasó flotando por el ala del puente. Entonces: un tamborileo bajo y profundo. Me giré hacia la playa.

Y ahí estaba, el promontorio glorioso de la nariz de Dios, alzándose a lo lejos como el mismo Monte del Sinaí. Mi migraña se desvaneció. El corazón me dio un vuelco. El tamborileo continuaba, el bum-bum-bum constante de las olas chocando contra Las axilas.

Si este cambio asombroso se debe básicamente a rachas de vientos aislados, a corrientes poco convencionales, a la teoría del caos o a una forma póstuma de intervención divina es algo que, la verdad, no sé.

Sólo sé que Él ha vuelto.


Después de un examen de conciencia considerable y de mucha agonía mental, Thomas decidió empezar por el pecho. Dada su inmensidad, argumentó, mutilar este rasgo constituiría una violación menor que un asalto igual en la frente o en las mejillas. Incluso así, no estaba en paz consigo mismo. La ética situacional siempre le había dado que pensar. Si el Valparaíso no se hubiera quedado sin comunicación con el mundo exterior, no había duda de que Thomas habría enviado un fax a Roma, solicitando las opiniones oficiales de los cardenales sobre la deofagia.

El capitán y las ocho personas que le eran leales hicieron la travesía en la Juan Fernández y, tras maniobrar junto a las costillas de estribor, desembarcaron en el muelle inflable. Se echaron las mochilas y petates diversos al hombro, subieron como pudieron la escalera de Jacob y, con Van Horne a la cabeza, empezaron la caminata mareante hacia el este, a través de la clavícula, y hacia el sur, a lo largo del esternón. De los cinturones de los leales colgaban cacharros como si fueran llaves gigantes de calabozo; su sonido metálico hacía de contrapunto al estruendo que salía retumbando de las axilas.

Al fin llegaron al borde de la areola, un prado rojo y carnoso sobre el que predominaba la forma alta y como un pilar del pezón. Thomas se detuvo, se giro, se quitó el panamá. Le pidió a los fieles que se sentaran. Todos obedecieron, incluso Van Horne, aunque el capitán guardó las distancias, y se recluyó a la sombra de un lunar.

Thomas abrió su mochila y sacó el equipo sagrado: candelabros, cáliz, copón, bandeja de plata, frontal (la joya de su colección, de seda pura, impreso con el Vía Crucis). Los fieles esperaban el sacramento ansiosa pero respetuosamente, todos excepto Van Horne y Cassie Fowler, a quienes se les veía muy fastidiados. «Ocho comulgantes», pensó Thomas con una sonrisa irónica, lo máximo que había tenido en una misa en el Valparaíso, tanto antes como después de que la muerte de Dios se conociera a bordo del petrolero.

La hermana Miriam metió la mano en su petate y sacó el altar: un altar de ética situacional, tuvo que admitir Thomas, ya que en realidad era una cocina Coleman que funcionaba con gas propano. Mientras Miriam desdoblaba las patas de aluminio y las clavaba en la epidermis blanda, Thomas extendió el frontal como una manta para un picnic y sujetó las esquinas con candelabros.

—¿No puede ir más deprisa? —rezongó Fowler.

—Hace lo que puede —dijo Miriam bruscamente.

Cuando Sam Follingsbee le pasó a la monja un cuchillo de trinchar eléctrico, Crock O’Connor le dio una de las motosierras sumergibles que había usado para abrirle los tímpanos a Dios y ella, a su vez, le pasó estos instrumentos a Thomas. Con el fin de ir más rápido, eligió prescindir de los preliminares normales —la incensación de los fieles, el Lavabo, el Orate Fratres, la lectura de los dípticos—, e ir directamente al asunto de la Deconsagración. Pero aquí se quedó encallado. No había ningún antídoto para la transubstanciación en el misal, ningún procedimiento reconocido para volver a convertir el cuerpo divino en pan diario. Quizá bastaría simplemente con invertir las famosas palabras de la Ultima Cena: Accipite et manducate ex hoc omnes, hoc est enim corpus Meum. «Tomad y comed, éste es mi cuerpo». «Muy bien —pensó—. Seguro. ¿Por qué no?»

Thomas se agachó. Tiró de la cuerda de arranque. La motosierra se encendió al instante, zumbando como un avispón de una película de terror. Salían nubes de humo negro de la caja protectora del motor. Gimiendo en voz baja, el sacerdote bajó la sierra, la cogió con más fuerza y la clavó en su Creador.

Apartó la sierra bruscamente.

—¿Qué pasa? —dijo Miriam con la voz entrecortada.

Sencillamente, no estaba bien. ¿Cómo podía estarlo?

—Es mejor morirse de hambre —murmuró.

—Tom, tienes que hacerlo.

—No.

—Tom.

Bajó la sierra otra vez. Los dientes, girando, mordieron la carne, soltaron un chorro de plasma rosado.

Alzó la sierra.

—Deprisa —bramó Lou Chickering.

—Por favor —gimió Marbles Rafferty.

Volvió a meter con cuidado la máquina humeante en la herida. Lánguido, renuente, arrastró la hoja a lo largo de una trayectoria horizontal. Entonces hizo un segundo corte, en ángulo recto con el primero. Un tercer corte. Un cuarto. Pelando la zona de la epidermis, insertó la sierra hasta la caja protectora y empezó la búsqueda de carne de verdad.

Pleni sunt caeli et terra gloria Tita —recitaba Miriam mientras preparaba el altar. «El cielo y la tierra están llenos de tu gloria». Abrió una caja de cerillas de cocina Diamond, encendió una, protegió con las manos la llama vulnerable y encendió el quemador de la izquierda—. Hosanna in excelsis. —Thomas se dio cuenta de que, por instinto, estaban optando por el modo solemne: una Eucaristía del viejo estilo, en latín y todo.

La niebla silbó al tocar el fuego. Miriam cogió la sartén de hierro de cuarenta y cinco centímetros de Follingsbee y la puso encima del quemador.

Meum corpus enim est hoc —murmuró Thomas, cortando y haciendo tajadas mientras desacralizaba los tejidos—, omnes hoc ex manducate et acci pite. —Cuando la sangre densa y magenta manó a borbotones hasta la superficie, Miriam cogió el cáliz, se arrodilló y recogió varios litros—. Omnes eo ex bibite et accipite —dijo el sacerdote, filtrando la santidad de la sangre. Siguió trabajando con la sierra, soltando al fin una muestra de carne de tres libras. Tenía que ser así. No existía otra opción. Si no lo hacía él, lo haría Van Horne.

Apagó la hoja vibrante, llevó el filete al altar y lo dejó caer en la sartén. La carne chisporroteó; los jugos rosados salían de lo más profundo de su interior. Surgió una fragancia maravillosa, el aroma dulce de la divinidad dorada a fuego vivo, que hizo que a Thomas se le hiciera la boca agua.

—Ya está hecha —dijo Cassie Fowler, furiosa—. Ya está hecha, joder.

—Paciencia —gruñó Miriam.

—Me cago en la hostia marina…

Pasaron sesenta segundos. Thomas cogió la espátula y le dio la vuelta al filete. Una cuestión de equilibrio: debía cocerlo el tiempo suficiente para matar los agentes patógenos, pero no tanto como para destruir las proteínas valiosísimas que sus cuerpos pedían a gritos.

—¿Qué toca ahora? —preguntó Van Horne con un bufido.

—El fragmento de la Hostia —respondió Miriam.

—A la mierda —le espetó él.

—A la mierda tú —le contestó ella.

Thomas deslizó la espátula por debajo de la carne y la pasó a la bandeja de plata. Respiró y, encendiendo el cuchillo de trinchar, dividió el gran bistec en nueve porciones iguales, cada una del tamaño de un pastelillo.

Haec commixtio —dijo, cortando un pedacito de su parte— corporis et sanguinis Dei. —Hizo la Señal de la Cruz con la partícula encima del cáliz y la dejo caer dentro—. Fiat accipientibus nobis. —«Esta conmixtión del Cuerpo y de la sangre de Dios sea para los que vamos a recibirla»—. Amén.

—Deje de alargarlo —balbuceó Fowler, con la voz entrecortada.

—Esto es sádico —gimió Van Horne.

—Si no os gusta —dijo Miriam—, encontrad otra iglesia.

Apretando su porción entre el pulgar y el índice, sintiendo como el calor pegajoso le corría por la palma de la mano, Thomas se la llevó a los labios. Abrió la boca.

Perceptio corporis Tui, Domine, quod ego indignus sumere praesumo, non mihi proveniat in condemnationen.

«La participación de vuestro Cuerpo, oh Señor, que yo indigno me atrevo a recibir, no sea para mí motivo de condenación». Hundió los dientes en la carne. Masticó despacio y engulló. El sabor le dejó estupefacto. Esperaba algo manifiestamente elegante y valioso —carne asada al estilo de Londres, quizá, o ternera alimentada con leche—, pero en cambio evocaba la versión de Follingsbee del Big Mac.

Entonces el sacerdote pensó: claro. Dios había existido para todos, ¿no? Había pertenecido a las multitudes de la comida rápida, a todas aquellas madres obesas que Thomas siempre veía en el McDonald’s de la avenida Bronxdale, pidiendo Happy Meals para su prole gordinflona.

Corpus Tuum, Domine, quod sumpsit, adhaereat visceribus meis —dijo. «Vuestro Cuerpo, Señor, que he recibido, permanezca estrechamente unido a mis entrañas». Sintió un arranque súbito y eléctrico, aunque no sabía si se debía a la carne en sí o a la Idea de la Carne—. Amén.

Una miríada de sensaciones retozaron entre sus papilas gustativas cuando, con la bandeja de plata en la mano, se acercó a Follingsbee. Más allá del gusto de hamburguesa había algo que no era distinto al Pollo Frito de Kentucky y más allá había indicios de una Triple de Wendy’s.

—Padre, esto me sabe mal.

—Estoy seguro de que podrías haberlo cocinado mejor. No se lo digas al sindicato de cocineros.

Follingsbee se estremeció.

—Yo fui monaguillo, ¿recuerda?

—No hay ningún problema, Sam.

—¿Lo promete? Parece pecaminoso.

—Lo prometo.

—¿Está bien? ¿Seguro?

—Abre la boca.

El chef separó los labios.

Corpus Dei custodiat corpus tuum —dijo Thomas, introduciendo la porción de Follingsbee. «El Cuerpo de Dios guarde tu cuerpo»—. Come despacio —le advirtió— o te pondrás enfermo.

Mientras Follingsbee masticaba, Thomas siguió por la cola, Rafferty, O’Connor, Chickering, Bliss, Fowler, Van Horne, la hermana Miriam, colocando una porción en cada lengua.

Corpus Dei custodiat corpus tuum —les decía—. No demasiado rápido —advertía.

Los comulgantes hacían trabajar las mandíbulas y tragaban.

Domine, non sum dignus —recitó Miriam, lamiéndose los labios. «Señor, yo no soy digno».

Domine, non sum dignus —dijo Follingsbee, con los ojos cerrados, saboreando su salvación.

Domine… non… sum… dignus —murmuró Bliss con voz quejumbrosa, temblando de asco hacia sí misma. Para una vegetariana comprometida como Lianne Bliss, aquello era obviamente un suplicio terrible.

Domine, non sum dignus —dijeron Rafferty, O’Connor y Chickering al unísono. Sólo Van Horne y Fowler permanecieron callados.

Dominus vobiscum —Thomas le dijo a los fieles, pisando la areola.

Bajo la dirección del capitán los leales sacaron sus machetes, estiletes y navajas suizas y se pusieron manos a la obra, agrandando de forma sistemática la hendidura original a medida que trinchaban más filetes para sus camaradas de la ciudad de las chabolas y, una hora después, habían desollado el cuerpo lo bastante para llenar todas las cazuelas y sartenes.

—Huele a maduro —comentó Van Horne, apretándose la nariz al unirse a Thomas en la areola.

—Cuando no a podrido —reconoció el sacerdote, viendo cómo Miriam embutía un filete sangriento en el copón.

—Sabe, es probable que crea en Él más fervientemente ahora mismo que cuando estaba vivo. —El capitán dejó caer la mano y abrió los orificios nasales—. Es un puro milagro, ¿no cree?

—No sé qué es. —Abanicándose con el panamá, Thomas se volvió hacia los comulgantes.

—Eso o su cuerpo quedó atrapado en la cresta de la corriente de las Canarias, entró en la corriente del Atlántico Norte…

Ite —Thomas anunció en una voz fuerte y clara.

—… y luego volvió al punto de partida.

—Missa est.

—¿Y usted qué cree, padre? ¿Un milagro o la corriente del Atlántico Norte?

—Creo que todo es la misma cosa —dijo el sacerdote aturdido, exhausto y saciado.

Festín

Aplausos frenéticos y vítores delirantes le dieron la bienvenida a Bob Hope cuando éste, vestido con un uniforme verde y ancho de faena y una gorra blanca de golf, salió al escenario de la Cantina del Sol de Medianoche. El foco le alcanzó la nariz famosa y compleja, pintando su contorno adorado.

—Os aseguro que me lo estoy pasando de fábula aquí en la isla de Jan Mayen —empezó el humorista, saludando con la mano a su público: ciento treinta y dos pilotos y artilleros de la Marina, la mayoría de ellos con cazadoras de aviador marrón oscuro con cuellos de piel negra, más doscientos diez marineros con lepantos blancos y pañuelos azules atados al cuello—. Todos sabéis qué es Jan Mayen. —Dio unos golpecitos al micrófono de la pista, produciendo un toc amplificado—. ¡El paraíso terrenal con carámbanos!

Los militares aullaron para mostrar su acuerdo. Risotadas de alegría.

Oliver, sentado solo, no se rió. Se pulió su segunda cerveza Frydenlund de la noche, eructó y se arrellanó aún más en la silla. Una tragedia terrible, estaba seguro, les había ocurrido a Cassandra y al Valparaíso. Un tifón, una vorágine, un tsunami, o quizá la fuerza era humana, ya que sin duda había otras instituciones además de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste que deseaban quitar de en medio a la carcasa de Dios; instituciones que no vacilarían en hundir un superpetrolero o dos para conseguirlo.

Albert Flume y su compañero se acercaron tranquilamente a la mesa de Oliver.

—¿Te importa si nos sentamos aquí?

—Adelante.

—¿Otra cerveza? —preguntó Sidney Pembroke, señalando el par de botellas vacías.

—Sí, ¿por qué no?

—Anoche dormí en el cuartel con los muchachos —dijo Bob Hope. Con las manos en los bolsillos, se inclinó hacia el micrófono—. Ya sabéis qué es el cuartel. Dos mil catres separados por juegos de dados individuales.

Un clásico de Hope. Los pilotos, los artilleros y los marineros casi se caían de las sillas.

—Alby, lo hemos hecho bien —dijo Pembroke.

—No hay duda de que es una de nuestras mejores producciones —aseguró Flume—. ¡Eh, chica de mis sueños! —llamó a una cabaretera guapa, con el pelo rubio miel, cuando ésta, meneando las caderas, llevaba una fuente de sandwiches de jamón al otro lado de la sala—. ¡Tráele a nuestro amigo Oliver una Frydenlund!

En realidad, el orgullo de los empresarios teatrales estaba justificado. En apenas tres días se las habían arreglado para convertir el Bar Sundog en un club de la Organización de los Servicios Unidos de los años cuarenta. A excepción de que se podía conseguir cerveza, la Cantina del Sol de Medianoche era del todo auténtica, hasta los altavoces ondulados en las vigas, el letrero de SÓLO MILITARES que había sobre la puerta principal y los pósters LOS LABIOS INDISCRETOS HUNDEN BARCOS Y NIMITZ NO TIENE LÍMITES de las paredes. Al principio, Vladimir Panshin se había opuesto a la transformación, pensando que su clientela habitual estaría furiosa, pero entonces se dio cuenta de que por cada científico de la ciudad de Ibsen que no acudiera al menos dos miembros de la Sociedad de Recreación ocuparían su lugar.

El acondicionamiento le había costado a Oliver casi ochenta y cinco mil dólares, casi todo en los carpinteros y en los electricistas que habían traído de Trondheim, pero esa suma no era nada comparada con el porcentaje considerable de su cuenta bancaria que Pembroke y Flume habían consumido para conseguir a la gente con talento. La oficina del sindicato de actores de Nueva York había enviado a unas veinte ingenuas y coristas, todas más que dispuestas a ponerse delantales de cóctel y flirtear con una panda de esquizofrénicos de mediana edad que creían que estaban combatiendo en la Segunda Guerra Mundial. De la Agencia William Morris habían venido Sonny Orbach y sus Harmonicoots, dieciséis músicos septuagenarios que, cuando estaban lo bastante borrachos de Frydenlund, se convertían en una auténtica reencarnación de la orquesta de Glenn Miller. No obstante, el verdadero golpe maestro de los empresarios teatrales fue localizar a los increíblemente talentosos y desconocidos crónicos Hermanos Kovitsky: Myron, Arnold y Jake, alias la Gran Máquina de la Nostalgia Americana (imitadores del circuito del borscht cuyo repertorio se extendía más allá de opciones obvias como Bob Hope y Al Jolson llegando al mundo enrarecido de la imitación femenina). Myron hacía una Kate Smith de primera clase, Arnold una Marlene Dietrich creíble, Jake una Ethel Merman pasable y una Frances Langford decididamente extraña. Fusionando sus falsetes en una armonía tensa de tres partes, los Hermanos Kovitsky podían hacerle jurar a uno que estaba oyendo a las Andrews Sisters cantando Don’t Sit Under the Apple Tree (with Anyone Else but Me).

Oliver se miró el reloj. Las cinco de la tarde. Maldita sea. El intérprete del comandante Wade McClusky debería haberse presentado hacía más de una hora.

—Sabéis, hace unos días comprendí que en realidad el general Tojo pide poco —bromeó Hope—. Un poco de China, un poco de Australia, un poco de Filipinas…

Según él mismo, Wade McClusky era un as divisando objetivos. Cuando aún era alférez, se le conocía como el hombre que podía reconocer una fábrica de aviones camuflada, a tres millas de altura, aunque Oliver no tenía muy claro si era el auténtico Wade McClusky, el auténtico intérprete de Wade McClusky o la versión llevada a la ficción del auténtico intérprete de Wade McClusky que se vanagloriaba de ese talento. En cualquier caso, diez horas antes, el robusto líder del Grupo Aéreo Seis se había encargado personalmente de la operación de reconocimiento, asumiendo el mando del hidroavión PBY de nombre codificado «Fresa Ocho». A Oliver le pareció que era un desarrollo prometedor. Así que, ¿por qué McClusky no había regresado todavía? ¿Llevaba el Valparaíso cañones Bofors después de todo? ¿Había sacado Van Horne a Fresa Ocho del cielo de un disparo?

Hope le hizo una señal a la preciosa y curvilínea Dorothy Lamour —Myron Kovitsky con peluca, maquillaje, traje de noche y pechos de látex—, para que viniera al escenario. Sonriendo, tirando besos, Lamour se deslizó desde el otro lado de la cantina, acompañada de coros de silbidos de admiración.

—Sólo quería que vierais por lo que estáis luchando, muchachos —otro clásico de Hope—. Ayer, Crosby y yo estábamos…

—¡Atención, todos! ¡Atención! —una voz sin aliento salió de los altavoces, saltando y silbando como una cerveza Moxie al encontrarse con un cubito de hielo—. ¡Les habla el almirante Spruance desde Enterprise! ¡Grandes noticias, soldados! ¡Hace apenas cuatro horas, dieciséis B-25 del ejército despegaron del portaaviones Hornet bajo el mando del teniente coronel James H. Doolittle y lanzaron unas cincuenta bombas destructoras en el centro industrial de Tokio!

Resonaron gritos y aplausos por toda la Cantina del Sol de Medianoche.

—¡No se conoce el alcance de los daños —continuó el intérprete de Spruance—, pero el presidente Roosevelt ha calificado el bombardeo aéreo de Doolittle como «un golpe importante a la moral del enemigo»!

Los recreadores de la guerra patearon el suelo. Desconcertadas pero buscando la aprobación de los soldados, las cabareteras dejaron sus bandejas de sandwiches y vitorearon.

—¡Eso es todo, soldados!

Cuando el tumulto se apagó, el foco giró hacia la esquina nororiental, justo cuando Sonny Orbach y sus Harmonicoots, de traje de etiqueta, se pusieron a interpretar con brío una imitación de Pistol Packin’ Mama de Glenn Miller. Levantándose de un salto, los clientes de la Cantina del Sol de Medianoche empezaron a bailar el jitterbug, juntos, con sus cabareteras y, en el caso de un artillero de cola increíblemente afortunado, con la misma Dorothy Lamour.

En la mesa de al lado, una cabaretera pelirroja alegre estaba ocupada en ganarse su sueldo compartiendo una Coca-Cola con un marinero macizo de cuarenta y pocos años.

—… no tendría que preguntarte adónde vas —estaba diciendo la cabaretera cuando Oliver sintonizó con su conversación.

—Así es —respondió el marinero—. Los japos tienen espías por todas partes.

—Pero sí puedo preguntarte de dónde eres.

—Georgia, señora. Un pueblecito llamado Peach Landing.

—¿De verdad?

—Newark, en realidad.

—Jolines, nunca había conocido a nadie de Georgia. —La cabaretera le hizo ojitos—. ¿Tienes novia, marinero?

—Y tanto, señora.

—¿Llevas su foto contigo, por casualidad?

—Sí, señora. —Con una sonrisa tímida, el marinero se sacó la cartera de sus pantalones acampanados, extrajo una fotografía pequeña y se la pasó a la cabaretera—. Se llama Mindy Sue.

—Parece un encanto, marinero. ¿Te la chupa?

—¿Qué?

A las 1815 horas, el rugido inconfundible de los motores Pratt y Whitney de un hidroavión PBY pasó sobre la Cantina del Sol de Medianoche, haciendo vibrar las botellas de Frydenlund. Una expectativa deliciosa inundó a Oliver. Seguro que era Wade McClusky, dirigiéndose hacia el fiordo más cercano en el Fresa Ocho. Seguro que el Valparaíso había sido divisado.

Después de Pistol Packin’ Mama, Glenn Miller siguió con Chattanooga Choo-Choo, entonces los focos volvieron a iluminar el escenario para las Andrew Sisters, que cantaron The Boogie-Woogie Bugle Boy of Company B (en algún momento, Myron se había escabullido y se había cambiado de traje). Luego vino Bing Crosby cantando suavemente Pack Up Your Troubles in Your Old Kit Bag, tras lo cual Hope se acercó con aire despreocupado a su colega. Meciéndose para atrás y para adelante, los dos ofrecieron su famosa interpretación de Mairzy Doats.

—Hablando de yeguas —dijo Flume cuando Hope y Crosby le dieron la bienvenida a Frances Langford al escenario—, ¿sabías que nuestros submarinos solían llevar cubos de entrañas de caballo en sus misiones?

Oliver no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Cubos de…?

—Entrañas de caballo. A veces entrañas de oveja. De ese modo, siempre que los nazis lanzaban sus cargas de profundidad, el comandante del submarino mandaba las cosas ésas a la superficie ¡y el enemigo creía que había dado en el blanco!

—Qué guerra tan alucinante —dijo Pembroke, suspirando de admiración.

I’m in the mood for love —cantaba Frances Langford.

—¡Has venido al sitio adecuado, nena! —gritó un marinero cachondo.

Simply because you’re near me…

La puerta de la entrada se abrió de golpe y un pequeño vendaval atravesó la Cantina del Sol de Medianoche. Amoratado de frío, el curtido intérprete de Wade McClusky entró dando grandes zancadas y se dirigió a la mesa de Oliver. Cristales de hielo relucían en su cazadora de aviador. Tenía nieve en los hombros como si fuera un caso prodigioso de caspa.

—¡Qué contento estoy de verte! —gritó Oliver, dándole una palmada en la espalda al líder del grupo—. ¿Ha habido suerte?

Sonriendo, tirando besos, Frances Langford se puso a cantar la melodía que la identificaba, Embraceable You.

—Dame un minuto, joder. —McClusky se sacó un paquete de caramelos de menta verde Wrigley de la cazadora, luego se metió una barrita en la boca como un médico introduciendo un depresor—. ¡Eh, monada! —llamó a la cabaretera pelirroja, que seguía bebiendo Coca-Cola con el marinero macizo—. ¡Tráenos una cerveza Frydenlund!

Embrace me, my sweet embraceable you —cantaba Frances Langford—. Embrace me, my irreplaceable you…[5]

—¿Sabes?, existe una historia maravillosa relacionada con ese número —dijo Pembroke—. La señorita Langford estaba visitando un hospital de campaña en el desierto africano. Había habido una gran batalla de tanques unos días antes esa semana y a algunos de los chicos les habían disparado y estaban bastante mal.

—Hope sugirió que les cantara algo —dijo Flume—, así que, por supuesto, Frances salió con Embraceable You. Y cuando miró hacia la cama más cercana… nunca adivinarías lo que vio.

—¿Encontraste al Valparaíso? —inquirió Oliver—. ¿Encontraste el golem?

—No encontré ni una puta cosa —dijo McClusky, aceptando la cerveza que le daba la cabaretera.

—Vio a un soldado sin brazos —dijo Pembroke—. Se le habían quemado los dos. ¿No es una historia maravillosa?


La brisa del final de la tarde levantaba motas de óxido de las dunas, las lanzaba sobre las amuradas de estribor y las esparcía por la cubierta de barlovento como perdigones. Anthony se puso las gafas de espejo y, mirando con dificultad a través de la tormenta de arena, estudió la procesión que se acercaba. Su estómago, lleno, ronroneaba de satisfacción. Como portadores de un féretro transportando un ataúd pequeño pero de una gran carga emocional —el ataúd de una mascota, de un niño, de un enano querido—, Ockham y la hermana Miriam llevaban un cajón de aluminio por la pasarela. Al bajar a cubierta, colocaron la caja a los pies de Anthony. La abrieron.

Empaquetados en papel de cera, había sesenta sandwiches en categorías, filas y capas ordenadas. Cerrando los ojos, Anthony inhaló la fuerte fragancia. El gran avance de Follingsbee había ocurrido poco menos de una hora después de la Eucaristía invertida, cuando había descubierto que la epidermis de su cargamento se podía chafar hasta obtener una pasta que poseía todas las cualidades positivas de la masa del pan. Mientras Rafferty y Chickering habían freído las hamburguesas, Follingsbee había hecho los panecillos. Según la opinión de Anthony, el hecho de que le iba a dar a su tripulación no sólo carne sino una imitación de su cocina favorita casi garantizaba el final del motín.

El capitán se inclinó sobre la barandilla. El emisario de aquel día de la ciudad de las chabolas era un hombre mayor, con cara de bacalao, desnudo hasta la cintura y que llevaba pantalones de ciclista negros. Estaba sentado inmóvil entre las brumas densas y el remolino de óxido, con los brazos abiertos en un gesto de súplica; las costillas sobresalían de su torso arrugado como las placas de una marimba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Anthony al hombre hambriento.

—Mungo, señor. —El marinero se puso en pie, y tropezó hacia atrás, y se desplomó contra la hélice tirada del petrolero como un duende crucificado en un trébol gigante—. Marinero preferente Ralph Mungo.

—Encuentra a tus camaradas de barco, Mungo. Diles que se presenten aquí de inmediato.

—A la orden.

—Dales un mensaje.

—¿Qué mensaje?

—Van Horne es el pan de la vida. ¿Lo has entendido?

—Sí.

—Procuremos no exaltarnos —dijo Ockham, rodeándole el hombro a Anthony con la palma de la mano.

—Repítelo —ordenó Anthony al marinero.

—Van Horne es el pan de la vida. —Mungo se apartó del tornillo de ajuste. Respirando con dificultad, se marchó tambaleándose—. Van Horne es el pan…

Veinte minutos después aparecieron los amotinados, cayéndose y arrastrándose por las dunas neblinosas y pronto todos ellos estaban apiñados alrededor de la hélice. La alegoría le gustó a Anthony. Arriba: él, el capitán Van Horne, patrón del Valparaíso, espléndido en su traje azul de gala y su gorra trenzada. Abajo: ellos, mortales abyectos, prosternados en la mierda. No había salido a atormentarles. No deseaba robarles la voluntad o reclamarles el alma. Sin embargo, aquel era el momento de hacer entrar en vereda de una vez por todas a esos traidores, aquel era el momento de enterrar la Idea del Cadáver en el agujero más profundo y oscuro a este lado de la fosa de las Marianas.

Anthony sacó un paquete del cajón.

—Esta olla es como cualquier otra, marineros. Primero el sermón, después el bocadillo —carraspeó—. «Llegada la tarde, se le acercaron los discípulos, diciéndole: despide, pues, a la muchedumbre para que vayan a las aldeas y se compren alimentos». —Había pasado la guardia de doce a cuatro de la tarde hojeando la Biblia de Jerusalén de Ockham, estudiando los grandes precedentes: el maná del cielo, el agua de la roca, la alimentación de los cinco mil—. «Jesús les dijo: dadles vosotros de comer. Pero ellos le respondieron: no tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.»

Quitándose el panamá, Ockham le apretó la muñeca a Anthony.

—Corta el rollo, ¿vale?

Hasta entonces Follingsbee había sacado cuatro variedades bien diferenciadas. La favorita del cocinero era la hamburguesa básica, mientras que Rafferty encontraba que el Filete de Pescado era inmejorable (el sabor a pescado provenía del tejido de la areola) y Chickering prefería el Cuarto de Libra con Queso (la cuajada cultivada a partir de la linfa divina). A nadie le gustaban demasiado los McNuggets.

—«Partió los panes y se los dio a los discípulos» —insistió Anthony—, «y éstos a la muchedumbre.» —Lanzó el bocadillo por la borda—. «Y comieron todos y se saciaron…»

El Filete de Pescado formó un arco hacia los amotinados. Alargando la mano, el marinero preferente Weisinger lo atrapó. Incrédulo, desenvolvió el papel de cera y se quedó mirando el regalo. Frotó el panecillo. Olió la carne. Lágrimas de gratitud le corrieron por la cara en surcos paralelos. Hizo una bola estrujando el papel, la lanzó a un lado, se llevó el bocadillo a la boca y pasó los labios por las fibras empanadas y jugosas.

—Come —ordenó Anthony.

Poniendo un dedo índice bajo la nariz, Weisinger enganchó el otro por encima de los dientes inferiores y se abrió la mandíbula haciendo palanca. Introdujo el Filete de Pescado, mordió un trozo grande. Tragó. Engulló. Se estremeció. Un sonido de arcadas le salió de la garganta, como un barco rascando el fondo. Segundos después vomitó la ofrenda, y se manchó la falda con una mezcla pegajosa de grasa ámbar y bilis verde mar.

—¡Mastícalo! —gritó Anthony—. ¡No te estás zampando cacahuetes en el puto antro de un muelle! ¡Mastícalo!

Weisinger rompió un bocado pequeño y volvió a intentarlo. Su mandíbula se movía despacio, con parsimonia.

—¡Está bueno! —exclamó el marinero con voz áspera—. ¡Está muy bueno!

—¡Claro que está bueno! —gritó Anthony.

—¿De dónde lo han sacado? —preguntó Ralph Mungo.

—¡Todas las cosas buenas vienen de Dios! —chilló la hermana Miriam.

Anthony sacó un Cuarto de Libra con Queso del cajón.

—¿Quién es vuestro capitán? —gritó al viento.

—¡Tú! —chilló Dolores Haycox.

—¡Tú! —insistió Charlie Horrocks.

—¡Tú! —intervinieron Ralph Mungo, Bud Ramsey, James Echohawk, Stubby Barnes, Juanita Torres, Isabel Bostwick, An-mei Jong y unos cuantos más.

Con el Cuarto de Libra en la mano, Anthony sacó el brazo por encima de la barandilla.

—¿Quién es el pan de la vida?

—¡Tú! —gritó un coro de amotinados.

Agitó el bocadillo.

—¿Quién os puede perdonar vuestros pecados contra el barco?

—¡Tú!

Saltando a un lado, la hermana Miriam le cogió el Cuarto de Libra a Anthony y lo lanzó al aire. Como un receptor atrapando un pase, Haycox enganchó el paquete y al instante arrancó el papel transparente.

—No tenía ningún derecho a hacer eso —Anthony informó a la monja—. Sólo es una pasajera, por el amor de Dios.

—Sólo soy una pasajera —afirmó ella—. Por el amor de Dios —repitió, torciendo el gesto.

Ockham hurgó en el cajón y sacó cuatro hamburguesas y cuatro cajas de McNuggets.

—¡Os tocan dos por persona! —gritó, tirando los paquetes por encima de la barandilla—. ¡Comed despacio!

—Muy despacio —dijo Miriam, lanzando seis Filetes de Pescado. Llovían bendiciones del cielo. La mitad de los paquetes los cogieron en el aire, la mitad chocó contra la arena. A Anthony le impresionó no sólo el orden con que los amotinados recuperaron la carne que se había caído, sino el hecho de que ningún marinero cogió más de lo que le tocaba.

—Me temen —observó.

—¿Se siente orgulloso de eso? —preguntó Ockham.

—Sí. No. Quiero recuperar mi barco, Thomas.

—¿Cómo se siente al ser temido? ¿Sube a la cabeza?

—Sí que sube.

—¿Nada más?

—Está bien, seré sincero… seguro, estoy tentado de que me besen el culo. Estoy tentado de convertirme en su dios. —Anthony miró fijamente a Ockham—. Si usted tuviera mi poder —dijo el capitán, con un tono que rezumaba sarcasmo—, no hay duda de que lo usaría sólo para el bien.

—Si yo tuviera su poder —dijo el sacerdote, cerrando el cajón—, intentaría no usarlo para nada.


28 de agosto.

Les he salvado, Popeye, y de momento soy su dios. En realidad, no me adoran a mí, por supuesto, es la Idea del Cuarto de Libra. Da igual. Siguen haciendo lo que yo diga.

Su sed es tremenda, pero no paran de excavar. El sol brilla sin piedad, les quema a través de la bruma y les fríe la espalda y los hombros, pero siguen dándole, sólo se detienen el tiempo necesario para devorar bocadillos o aplicarse capas protectoras de grasa gloriosa en la piel.

—Han descubierto el imperativo categórico —me dice Ockham.

—Han descubierto el vientre lleno —le corrijo.

Yo soy su dios, pero la hermana Miriam es su salvadora. Cantimplora en mano, va de un excavador a otro. Inevitablemente, evoca a Debra Paget trabajando en las canteras de ladrillos en Los diez mandamientos, dando agua a los esclavos hebreos.

Puede que Cassie sea una cínica y un cerebro, pero desde luego está haciendo la parte que le toca para sacarnos de aquí, repartiendo agua junto a Miriam y a veces incluso excavando. Miro a hurtadillas. Hasta el día que muera, retendré la imagen de una mujer bella, de cabello negro como el azabache, con unos tejanos cortados y una camiseta de Harley-Davidson, sacando al Carpco Valparaíso con una pala.

Cuando empezamos a seguir esta dieta, todos supusimos que nos cambiaría de algún modo. ¿Lo ha hecho? Es difícil saberlo. Hasta ahora no he visto nada verdaderamente asombroso, ningún gran salto en la velocidad de lectura de nadie o en la destreza para hacer nudos. Aunque nuestras evacuaciones han sido increíblemente pálidas y coherentes —es como cagar jabón— eso no es precisamente un milagro (Chispas señala que se puede obtener el mismo resultado con comida macrobiótica). Cierto, los marineros tienen toneladas de energía, una cantidad fenomenal, pero Cassie insiste en que no está ocurriendo nada sobrenatural. «Su carne actúa como la pluma mágica de Dumbo —dice—, nos permite aprovechar nuestros poderes latentes».

Con Spicer y Wheatstone muertos, hemos tenido que redistribuir nuestras funciones. Dolores Haycox parece estar completamente rehabilitada, así que la hemos convertido en nuestra segunda oficial, y hemos ascendido a James Echohawk a tercer oficial. El contramaestre nuevo es Ralph Mungo. Me siento inclinado a volver a meter a Weisinger en el calabozo, pero Ockham está convencido de que Zook murió antes de que el chico le cortara la manguera y ahora mismo necesitamos todas las manos disponibles.

Mientras la gente de Rafferty desmonta la montaña, los hombres de O’Connor reparan los daños, pulen la quilla con pedazos de chatarra y ponen recto el árbol de la hélice de babor a base de golpes de mazo. Resulta que la hélice tirada tiene una fisura de dos metros en una hoja, pero parece que el tornillo de refuerzo está bien y ése es el que montaremos.

Esta mañana Rafferty y Ockham hicieron inmersiones de exploración. Su informe fue alentador. Tal como sospechábamos, los huesos del yunque se partieron en las dos orejas, pero el padre dice que casi seguro que podremos agarrarnos bien a los estribos.

Esta bien, lo reconozco: seguro que su cerebro ya es papilla. No dejo de repetirme que no importa. Los ángeles querían un entierro decente, nada mas. Sólo un entierro decente.

Durante las últimas veinticuatro horas, Sam Follingsbee ha ido mucho mas allá de McDonald’s, y ha encontrado formas increíblemente creativas para preparar los filetes. Le frustra que se engulleran tantas especies y tantos condimentos durante la hambruna, pero es un hacha para arreglárselas. La arena loca, por ejemplo, tiene un sabor decididamente a pimienta. El cuerpo mismo suministra otros productos esenciales: fragmentos de verruga como champiñones, peladuras de lunar como dientes de ajo, trozos de conducto lacrimal como cebollas. Lo más sorprendente de todo es que, combinando un condensador de agua fresca y un horno microondas para formar un artilugio que causa una fermentación rápida, nuestro chef puede destilar la sangre de Dios en algo que sabe exactamente a un Borgoña de primera clase.

Los nombres que Sam le da a sus platos —Dieu Bourguignon, Caldo Domine, Pater Stroganoff, Sopa de falsa Tortuga—, no expresan ni remotamente lo mucho que llenan y lo deliciosos que son. Créeme, Popeye, ningún paladar humano ha conocido jamás maravillas como éstas.


Dieu Bourguignon

8 kg de carne, en dados

7 tazas de caldo

42 cebollas pequeñas, en rodajas

1,2 kg de champiñones, en rodajas

14 tazas de Borgoña

7 dientes de ajo


Marinar la carne en el vino y el caldo durante 4 horas. Sacar la carne y reservar la marinada. Dorar las cebollas en 3 sartenes gruesas y reservar. Dorar la carne en las mismas sartenes. Añadir la marinada, llevar a ebullición, tapar y hervir a fuego lento 2 horas. Volver a echar las cebollas a las sartenes, añadir los champiñones y los dientes de ajo y hervir a fuego lento, tapado, 1 hora más. Para 35 personas.


A pesar de todo, el pobre cocinero se preocupa por nuestra nutrición. Ha estado probando todo lo que se le ocurre, extrayendo selenio, yodo y otros minerales del mar de Gibraltar y mezclándolos en las recetas, pero no basta.

—Lo único que en realidad recibimos son grasas y proteínas —me dice—. Alguien que se esté recuperando de una hambruna necesita vitamina C, capitán. Necesita vitamina A, el complejo vitamínico B, calcio, potasio…

—Tal vez podríamos hacerle explotar el hígado —sugiero.

—Ya lo había pensado. Para llegar allá, habría que atravesar ochenta y cinco metros de la carne más dura del planeta, una excavación que podría durar al menos tres semanas.

No ha habido ningún brote de escorbuto en un barco mercante americano desde 1903, Popeye, pero puede que ese dato feliz esté a punto de cambiar.


Cuando la campana de la cena sonó por fin, un toque bajo de la sirena de niebla del Valparaíso, como un shofar[6] anunciando el Rosh Hashanah, Neil Weisinger se miró las manos. Apenas las reconocía. Tenía las palmas llenas de ampollas como nidadas de huevos diminutos rojos. Un callo blanco le cubría la raíz de cada dedo.

Clavó la pala en la arena mojada, cogió su fiambrera de Bugs Bunny y se sentó. Le dolía la espalda. Tenía un dolor punzante en los brazos. A su alrededor, marineros sudorosos abrían sus fiambreras y cubos diversos y sacaban sus McNuggets, Cuartos de Libra y Filetes de Pescado, para devorarlos con fervor glotón. Estaban orgullosos de sí mismos. Se lo merecían. En apenas cuatro días y medio habían desmontado una montaña de trescientas mil toneladas y habían bajado el petrolero más grande del mundo al nivel del mar.

Neil dirigió la mirada hacia la cala. El sol poniente brillaba en el ojo de estribor de su cargamento. La bruma envolvía como un manto el archipiélago de los dedos de los pies. La marea llegó lánguidamente, susurrando debajo del casco del Valparaíso y salpicando la quilla. Se imaginó la luna como una especie de madre cariñosa que tapara con cuidado la costa sur de la isla con una manta de olas y siguió imaginándose esa tierna escena cuando, tras recoger la fiambrera, empezó su marcha pequeña y audaz alejándose del barco.

Se metió una mano en el bolsillo del pantalón y pasó el dedo por el borde estriado de la medalla de Ben-Gurion de su abuelo. Sabía que en cualquier momento su valor podía abandonarle. Con los nervios a flor de piel, se uniría a sus compañeros en la huida de aquel maldito lugar. Sin embargo, siguió caminando, pasando junto a las dunas carmesíes y los bidones de doscientos litros, los Volvos oxidados y los neumáticos Goodyear podridos, siguiendo la costa envuelta en brumas.

Más adelante, había una higuera mediterránea clásica, encaramada en una loma de arena y en cuanto Neil vio las ramas llenas de frutos, decidió no aventurarse más lejos. Ahí estaba: su Zarza Ardiendo privada, el sitio donde por fin se encontraría con la esencia incognoscible de YHWH, el mirador desde el que finalmente contemplaría al Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada. Ascendió la loma y acarició el tronco. Frío, basto, duro. Una roca. Siguió explorando con las puntas de los dedos. Ramas, corteza, hojas, frutos: roca, todo, un árbol convertido en piedra, como la mujer de Lot se convirtió en sal. Daba igual. La cosa serviría.

Un hombre dijo:

—Asombroso.

Neil se dio la vuelta. El padre Thomas estaba a su lado, con unos tejanos negros y una cazadora amarilla y el sudor que le goteaba por debajo del panamá.

—¿Qué le pasó? —preguntó Neil.

—El mar de Gibraltar está lleno de minerales, así es como Follingsbee ha estado condimentando nuestras comidas. Sospecho que petrificaron las fibras.

Neil se sacó la camiseta de malla y, secándose la frente, miró hacia el sur. La luna estaba realizando su milagro hidráulico, inundando la cala con la marea y haciendo levitar al petrolero centímetro a centímetro.

—¿Sabe guardar un secreto, padre? Cuando el Val se marche esta noche, yo estaré junto a esta higuera.

—¿No vienes con nosotros? —el padre Thomas frunció el ceño, enredando sus cejas tupidas.

—Es lo que un cristiano llamaría un acto de contrición.

—Leo Zook estaba muerto antes de que sacaras la navaja —protestó el sacerdote—. Y en cuanto a Joe Spicer… fue en defensa propia, ¿no?

—Tengo una imagen en la cabeza, padre, una escena que se repite una y otra vez. Estoy en el tanque central número dos y lo único que tengo que hacer es alargar la mano y abrir la válvula de oxígeno de Zook. Un simple giro de la muñeca, nada más. —Neil abrazó el tronco inmortal—. Si pudiera volver atrás y hacerlo…

—Tenías el cerebro lleno de gas de hidrocarburo. Te estaba destrozando el juicio.

—Quizá.

—No podías pensar con claridad.

—Murió un hombre.

—Si te quedas aquí, tú morirás.

Neil arrancó un higo de piedra.

—Quizá sí, quizá no.

—Claro que morirás. No te puedes comer eso y nos vamos a llevar a Dios con nosotros.

—¿De verdad cree que nuestro cargamento es Dios?

—Es una pregunta difícil. Discutámoslo en el barco.

—Desde que tengo memoria, mi tía Sarah me ha estado diciendo que estoy atrapado dentro de mí, «Neil, el ermitaño, llevando a rastras su cueva privada adonde quiera que vaya», y ahora me voy a convertir en uno de verdad, un ermitaño igual que…

—No.

—… que Rabbi Shimon.

—¿Quién?

—Shimon bar Yochai. A finales del siglo II, Rabbi Shimon se metió en un agujero en el suelo y se quedó allí, y ¿sabe qué le ocurrió al final?

—Se murió de hambre.

—Compartió la esencia incognoscible del Creador. Encontró al En Sof.

—¿Quieres decir que vio a Dios?

—Vio a Dios. El Dios verdadero, sin forma y sin nombre, el Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada, no ese King Kong de ahí.

—Que sepamos, esta isla loca podría volver a hundirse de pronto y regresar al sitio de donde vino. —El padre Thomas se quitó el panamá y se pasó una mano atrofiada por el pelo—. El caos es… caótico. Te ahogarás como una rata.

Neil pasó los dedos por la corteza de piedra.

—Si Él me perdona, me librará.

—Una acción así… es irresponsable, Neil. Hay gente en casa que se preocupa por ti.

—Mis padres han muerto.

—¿Y qué hay de tus amigos? ¿De tus parientes?

—No tengo amigos. Mis tías no me soportan. Adoraba a mi abuelo, pero murió hace… ¿cuánto?… seis años.

El sacerdote cogió una roca. La lanzó al aire, la cogió, la lanzó, la cogió.

—Seré sincero —dijo al final—. A este En Sof tuyo, yo también quiero conocerlo, en serio. —Se volvió a poner el sombrero, se lo caló hasta las mismas cejas—. A veces creo que mi iglesia cometió un error fatal al convertir a Dios en hombre. Amo a Jesucristo, de verdad, pero es demasiado fácil imaginarle.

—Entonces, ¿tengo su bendición?

—No, mi bendición no. Pero…

—¿Qué?

—Si esto es lo que te pide la conciencia…

Suspirando, el padre Thomas extendió el brazo derecho. Neil alargó la mano. Los dedos magullados se entrelazaron. Las palmas maltratadas se unieron.

—Adiós, marinero preferente Weisinger. Adiós y buena suerte.

Neil se sentó junto al tronco inmortal.

—Vaya con Dios, padre Thomas.

El sacerdote se dio la vuelta, bajó la loma y regresó hacia el oleaje susurrante.

Dos horas después, Neil no se había movido. El viento nocturno le refrescó la cara. Las estrellas se asomaban a través de la niebla como velas brillando detrás de ventanas cubiertas de escarcha. La luz de la luna se derramaba y glaseaba los rompientes, transformaba las dunas en montículos de gemas centelleantes.

Con la fiambrera en la mano, Neil trepó al árbol, avanzando rama a rama, como si estuviera escalando un palo mayor. Cuando se colocó en un recodo, los dos motores del Valparaíso se encendieron, sus silbidos y resoplidos provocaron un eco que fue de un lado a otro de la isla Van Horne y, al cabo de pocos minutos, el barco salía del puerto. Las cadenas de remolque se tensaron, los eslabones chirriaron unos contra otros como las muelas del juicio de un inmenso dragón insomne. El barco siguió moviéndose, avante a toda máquina. El marinero fue presa del pánico. No era demasiado tarde. Aún podía concederse un indulto, abalanzándose hasta la playa y pidiendo a gritos que el petrolero se detuviese. En el peor de los casos, podía incluso tratar de perseguirlo a nado.

Los músculos del estómago se le contrajeron espasmódicamente. Los jugos digestivos borbotearon. Sacó su medalla de Ben-Gurion y frotó el perfil del anciano con el pulgar. Así, ya estaba mejor, sí, sí. A partir de entonces, cualquier día, a cualquier hora, el árbol se volvería cálido, más cálido, caliente, empezaría a echar humo, ardería. Y no se consumiría.

Neil Weisinger abrió la fiambrera de Bugs Bunny, sacó un Cuarto de Libra con Queso y se la comió muy, muy despacio.

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