TERCERA PARTE

Edén

El dos de septiembre, a las 0945 horas, el Carpco Valparaíso atravesó la niebla. La claridad vibrante y cortante del mundo —el destello del Atlántico Norte, el resplandor azur del cielo, las plumas blancas brillantes de los petreles que pasaban—, hizo llorar de alegría a Thomas Ockham. Así es cómo se debió de sentir el mendigo ciego cuando, después de que Jesucristo le dijera que visitara la piscina de Siloé y se quitara el lodo de los ojos, de repente descubrió que veía.

A las 1055 el fax de Lianne Bliss se puso en marcha, y arrojó lo que Thomas supuso que era la última de una serie de transmisiones histéricas desde Roma, de las que ésta se distinguía principalmente por ser la primera en llegar. ¿Por qué había cortado Ockham la comunicación?, quería saber el Vaticano. ¿Dónde estaba el barco? ¿Cómo estaba el Corpus Dei? Buenas preguntas, legítimas, pero que Thomas era reacio a responder. Aunque el resurgir súbito de una civilización pagana perdida era algo que no podía haber anticipado o prevenido, intuía que, de todos modos, Roma encontraría la manera de culparle, por la isla Van Horne, por el retraso intolerable, por la disolución de su cargamento, por todo.

Al principio, ni Thomas ni nadie más de a bordo se dio cuenta de lo mucho que se había agriado el cadáver. Su inocencia permaneció intacta aún el cuatro de septiembre, cuando el petrolero cruzó el paralelo cuarenta y dos, la latitud de Nápoles. Entonces el viento cambió. Era un hedor que iba más allá del simple olfato. Después de hurgar en los orificios nasales y los senos de todo el mundo, los gases buscaron los sentidos restantes: arrancaron lágrimas de los ojos de los marineros, les quemaron la lengua y restregaron la piel. Algunos marineros incluso afirmaron que oían el terrible olor, gimiendo desde el otro lado del mar como las voces de las sirenas tentando a la tripulación de Ulises para que encontraran la muerte. Cada vez que un grupo de cocineros iba en la Juan Fernández a buscar filetes comestibles de entre la putrefacción creciente, tenía que llevarse equipos Dragen consigo y respirar aire embotellado.

Irónicamente, el ablandamiento de la carne significó que Van Horne por fin pudo meter las cánulas en la arteria carótida: un gesto patético en ese momento, pero Thomas entendía la necesidad del capitán de hacerlo. El cinco de septiembre, a las 1415, Charlie Horrocks y su grupo de la sala de bombeo iniciaron la gran transfusión. Aunque nunca habían absorbido cargamento en marcha, en menos de seis horas los hombres de Horrocks habían logrado sacar trescientos veinte mil litros de agua salada de los tanques de lastre y echarlos al mar mientras canalizaban al mismo tiempo la misma cantidad de sangre a los compartimientos de carga del Valparaíso.

Y funcionó. Desde el primer instante, el barco empezó a navegar a una velocidad constante de nueve nudos, un tercio más rápido que en cualquier momento desde el principio del remolque.

Los oficiales cumplían con sus guardias religiosamente. Los marineros descascarillaban y pintaban a conciencia. Los cocineros recogían filetes con diligencia. Sin embargo, sólo cuando los marineros empezaron a responder a sus obligaciones con su malhumor de costumbre, sólo cuando las escaleras de cámara del Val empezaron a sonar con quejas profanas y maldiciones espeluznantes, estuvo seguro Thomas de que la normalidad había regresado al barco.

—Se ha acabado —le dijo a la hermana Miriam—. Por fin se ha acabado. Gracias a Dios por Immanuel Kant.

—Gracias a Dios por Dios —contestó ella, cortante, mientras mordía un Cuarto de Libra con Queso.

Al despuntar el Día del Trabajador[7], frío y nublado, el sacerdote vio que ya no podía negar, ni a sí mismo ni a Roma, el retraso lamentable que llevaba la Operación Jehová. En efecto, su cargamento era ya tan maloliente que se preguntó, medio en serio, si esta señal de su desventura podría haberse extendido hacia el este por el océano, hasta las mismas puertas del Vaticano. Su fax fue sincero y detallado. Estaban a tres mil kilómetros del círculo polar ártico. El barco se había encallado en una isla desconocida del mar de Gibraltar (37 al norte, 16 al oeste), y les había dejado atrapados en una montaña de óxido durante veintiséis días. Durante este intervalo, no sólo el relativismo ético sembrado por la Idea del Cadáver había florecido hasta llegar al caos total, sino que el mismo cuerpo había sufrido sin duda la putrefacción y la desorganización neurológica. Sí, el imperativo categórico kantiano ya tenía a todo el mundo a raya y sí, el plan de la transfusión del capitán había incrementado la velocidad de forma considerable, pero ninguno de esos hechos afortunados compensaba ni remotamente el paréntesis en la isla. Sólo en la cuestión de la hambruna se censuró Thomas, ya que se negó a especificar la fuente de su salvación. Le daba la sensación de que el Papa Inocente XIVaún no estaba preparado para la receta de Sam Follingsbee de Dieu Bourguignon.

El sínodo sólo tardó un día en absorber las noticias, debatirlas y actuar en consecuencia. El ocho de septiembre, a las 1315, salió la respuesta de Di Luca.


Estimado profesor Ockham:

¿Qué podemos decir? Van Horne ha fracasado, usted ha fracasado, la Operación Jehová ha fracasado. No hay palabras para describir el desconsuelo del Santo Padre. Según el OMNIVAC-2000, no sólo se ha perdido la mente divina, sino que la carne concomitante también se ha corrompido. Para cuando empiece el proceso de congelación, la degeneración será tan profunda que Le deshonrará, Cuyos restos nosotros debíamos salvar, por ser los elegidos. Está claro que en este momento se impone un cambio de estrategia.

Hemos decidido impregnar el Corpus Dei con un líquido conservante, un procedimiento que el OMNIVAC cree que se realizará sin complicaciones, puesto que Van Horne ya ha trasvasado el 18 por ciento de la sangre.

Con este fin, Roma ha fletado otro transportador de crudo ultra grande, el vapor Carpco Maracaibo, ha llenado la bodega de formaldehído en el puerto de Palermo y lo ha enviado hacia el oeste por el Mediterráneo. A los oficiales y a la tripulación del Maracaibo se les ha notificado que están en una misión para requisar un objeto de atrezzo de una película de contenido desmesuradamente pornográfico, para así impedir la producción. No necesitamos que su amigo Immanuel Kant nos diga que una treta así es de una moral ambigua, pero nos da la sensación de que la verdadera identidad del cuerpo ya la conocen demasiados individuos.

Al recibir este mensaje, ordenará a Van Horne que cambie de dirección y vuelva a visitar la isla a la que otorgó su apellido, para encontrarse allí con el Maracaibo. Yo estaré a bordo, dispuesto a vigilar las inyecciones de formaldehído y el transporte posterior del cuerpo a su última morada.


Atentamente,

Tullio Di Luca, Mons,

Secretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios


Salvo la acusación grosera y sin fundamento del primer párrafo, aquella carta incluso complació a Thomas. Milagrosamente, parecía que iba a tener una segunda oportunidad de discutir con Neil Weisinger para convencerle de que dejara su penitencia suicida, un asunto que le había estado preocupando desde que se fueron de la isla Van Horne. No le resultaba menos atractiva la idea de dejar todo el asunto sórdido y apestoso de la Operación Jehová en la falda de Di Luca. En aquel momento, lo único que quería Thomas era irse a casa, instalarse en su despacho húmedo de Fordham (cómo lo echaba de menos, su péndulo de Foucault en miniatura, las fotografías fractales enmarcadas, el busto de Aquino), y empezar a dar clases en un nuevo semestre de Caos 101.

—Tiene que ser una broma —dijo Van Horne tras leer el comunicado de Di Luca.

—Creo que no —dijo Thomas.

—¿Se da cuenta de lo que pide este hombre? —Levantando la pluma de Rafael de su mesa, Van Horne la hizo serpentear por el aire congestionado de Dios—. Me está pidiendo que renuncie al mando.

—Sí. Lo siento.

—Parece que a usted también le ponen de patitas a la calle.

—En mi caso, no me arrepiento. Nunca quise este trabajo.

Van Horne se colocó detrás de su mesa, abrió un cajón y sacó un sacacorchos, dos vasos de espuma de poliestireno y una botella de Borgoña.

—Es una lástima que le dijera a Di Luca que volamos el lastre. Lo tendrá en cuenta en sus cálculos cuando empiece a perseguirnos. —El capitán giró el sacacorchos con la misma autoridad con que había llevado el problema de introducir las cánulas en el cuello de su cargamento—. Por suerte, llevamos una buena ventaja. —Sacando el corcho de un tirón, Van Horne echó una cantidad generosa de Château de Dieu en cada vaso—. Tenga, Thomas… aleja la peste.

—¿He de entender que pretende desobedecer las órdenes de Di Luca?

—Nuestros ángeles nunca dijeron nada sobre un embalsamiento.

—Ni dijeron nada sobre atractrices extrañas, Eucaristías invertidas o lastrar el Val con sangre. Este viaje ha estado lleno de sorpresas, capitán, y ahora estamos obligados a virar el barco.

—¿Y no saber nunca por qué murió? Gabriel dijo que tenía que ir hasta el final, ¿recuerda?

—Ya no estoy interesado en saber por qué murió.

—Sí, lo está.

—Sólo quiero irme a casa.

—Lo esencial es esto: no me fío de sus amigos de Roma —Van Horne rompió el fax de Di Luca en dos mitades perfectas—, y, lo que es más, sospecho que usted tampoco se fía de ellos. Bébase el vino.

Thomas, haciendo una mueca, se llevó el vaso a la boca. Bebió un sorbo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo en espiral, de la cabeza a los pies. Se sentía como si estuviera experimentando el destino que Poe había ideado para el protagonista de El pozo y el péndulo, excepto que en este caso la bisección estaba ocurriendo a lo largo del eje del prisionero. Sólo después del tercer sorbo, la mitad de Thomas que estaba en deuda con la Santa Madre Iglesia venció a la mitad que compartía las sospechas del capitán.

—¿Sabía que el marinero preferente Weisinger se quedó en la isla? —preguntó Thomas.

—Me lo dijo Rafferty.

—El chico cree que va a tener una experiencia religiosa importante.

—Una experiencia de inanición importante.

—Exacto.

—No viraremos —dijo Van Horne.

—Cuando los cardenales se enteren de que se ha convertido en un renegado, se volverán irracionales, ¿se da cuenta, no? Le… sólo Dios sabe lo que harán. Enviarán a la fuerza aérea italiana tras usted con misiles crucero.

Van Horne se bebió el Borgoña de un trago.

—¿Qué le hace pensar que los cardenales se van a enterar de que me he convertido en un renegado?

—Usted tiene sus responsabilidades, yo tengo las mías.

—Por Dios, Thomas, ¿he de prohibirle la entrada al cuarto de radiotelegrafía?

—No tiene derecho.

—Hagamos que sea oficial. ¿Vale? A partir de este momento, el cuarto es zona prohibida para usted. Que sea todo el maldito puente. Si le cojo enviando a Di Luca tan siquiera un puto movimiento de ajedrez, le encerraré en el calabozo y tiraré la llave por la borda.

A Thomas se le coaguló un nudo helado en el estómago.

—Anthony, he de decirle algo. He de decirle que nunca en toda mi vida he tenido un enemigo, pero hoy, me temo que usted se ha convertido en mi enemigo. —Hizo una mueca—. Como cristiano, por supuesto, debo intentar amarle de todas formas.

Van Horne atravesó el culo de su vaso de espuma de poliestireno con el índice.

—Ahora deje que yo le diga algo. —Le lanzó al sacerdote una sonrisa enigmática—. Cuando los cardenales obtuvieron sus servicios, Thomas Ockham, consiguieron un hombre mucho mejor del que se merecían.


9 de septiembre.

Latitud: 60°15’N. Longitud: 8°5’E. Rumbo: 021. Velocidad: 9 nudos. Temperatura del mar: –2° Celsius. Temperatura del aire: –3° y bajando.

Gracias a Dios por los vientos del oeste que han llegado de Groenlandia, como cuando Grant tomó Richmond, y se han llevado el hedor. Puedo respirar otra vez, Popeye. Veo con claridad, oigo perfectamente, pienso claro.

Aunque mi decisión de amordazar a Ockham y secuestrar el cuerpo se hizo cuando la peste era más densa, estoy seguro de que hice lo correcto. Suponiendo que podamos mantener nueve nudos, habremos dejado la carga y empezado el viaje a Manhattan antes de que Di Luca haya cruzado el círculo siquiera. Si el hombre quiere jugar a taxidermistas después de eso, muy bien.

Ayer, Sam Follingsbee me lo dijo sin rodeos: o les damos vitaminas a la tripulación o empezamos a convertir la sala de oficiales en una enfermería. Así que cambié de rumbo, a mi pesar, como te imaginarás, y a las 1315 el Val estaba a tres kilómetros de la Bahía de Galway y sus tiendas de comestibles famosas en el mundo entero.

—¿Quieres que te dejemos aquí? —le pregunté a Cassie, esperando fervientemente que desperdiciara la oferta—. Es probable que puedas coger un avión que salga del aeropuerto de Shannon antes de la puesta de sol.

—No —respondió sin vacilar.

—¿No se cabrearán tus jefes?

—Este viaje es la cosa más interesante que me ha sucedido jamás —dijo, cogiéndome de la mano y dándome un apretón nada casto (o así me lo pareció)—, y tengo que acabarlo.

El jefe de la cocina dirigió la expedición. A las 1345 él y el jefe de pastelería, Willie Pindar, partieron en la Juan Fernández, con los bolsillos llenos de listas de la compra y cheques de viaje de American Express.

Unos minutos después de que Sam se marchara, apareció un bote de fibra de vidrio con un arpa dorada en el lado, husmeando nuestras cadenas de remolque como un perro lobo irlandés olfateándole los huevos a su compañero de camada. El patrón sacó el megáfono y exigió una reunión y no tuve elección. Con el Vaticano buscándonos en el Maracaibo, no iba a irritar también al resto de la cristiandad militante.

El comandante Donal Gallogherm de los guardacostas de la República de Irlanda resultó ser uno de esos hijos de la gran puta grandullones y ordinarios que Pat O’Brien solía interpretar en las películas. Subió al puente con su segundo comandante, el vivaz Ted Mulcanny, y entre los dos me hicieron sentir nostalgia, no por la ciudad de Nueva York actual, sino por la ciudad de Nueva York de la leyenda de Hollywood, la Nueva York de los policías irlandeses afectuosos que aporreaban con sus porras en el trasero a los Chicos del Callejón sin Salida. Y, básicamente, eso eran estos payasos: un par de polis irlandeses que hacían su ronda acuática desde el cabo Slyne hasta la Bahía de Shannon.

—Qué nave tan impresionante —dijo Gallogherm, dando zancadas por la timonera como si el lugar fuera suyo—. Invadió toda la pantalla del radar.

—Nos hemos desviado un poco del rumbo —apuntó Dolores Haycox, la oficial de guardia—. El maldito Marisat… siempre está fallando.

—Llevan una bandera de conveniencia muy rara —comentó Gallogherm.

—Ya la ha visto —le dije.

—¿Ah, sí? Pues, ¿sabe qué pensamos el Sr. Mulcanny y yo? Pensamos que este petrolero suyo sin ruta fija contraviene unas cuantas normas, así que tendremos que ver su derecho de tránsito de petróleo crudo.

—¿El derecho de tránsito de qué? —pregunté, deseando haber atropellado su bote cuando tuve ocasión—. Buf.

—¿No lo tienen? Es un requisito indispensable para cruzar aguas territoriales irlandesas con un superpetrolero cargado.

—Vamos lastrados —protestó Dolores Haycox.

—Y una mierda. Están en lo alto de la línea de carga, marinerita, y si no presentan un derecho de tránsito de petróleo crudo de inmediato, nos veremos obligados a retenerles en Galway.

—Oiga, Comandante —pregunté, entendiendo—, ¿no tendría usted por casualidad uno de esos «derechos de tránsito de petróleo crudo» en el bote?

—No estoy seguro. ¿Tú qué dices, Teddy?

—Precisamente esta mañana me fijé en que había un documento así revoloteando por mi mesa.

—¿Está… en venta? —pregunté.

Gallogherm me mostró la mayoría de sus dientes.

—Pues ahora que lo menciona…

—Dolores, creo que tenemos una pila de, ¿cómo se llaman?, cheques de viaje de American Express en la caja fuerte —dije.

—Cuesta ochocientos dólares americanos —dijo Gallogherm.

—Cuesta seiscientos dólares americanos —le corregí, mientras la oficial se iba a buscar los cheques.

—¿Querrá decir setecientos?

—No, quiero decir seiscientos.

—¿Querrá decir seiscientos cincuenta?

—Quiero decir seiscientos.

—Sí, claro que sí —dijo Gallogherm—. Entonces, por supuesto —se apretó la nariz—, está el asunto grande y fragante de los residuos que están remolcando.

—Huele igual que un inglés —dijo Mulcanny.

Sabía exactamente cómo enredarles.

—La verdad, comandante, es que se trata del cuerpo muerto y podrido de Dios Todopoderoso.

—¿La qué? —soltó Mulcanny.

—Tiene un sentido del humor escandaloso —dijo Gallogherm, más divertido que ofendido.

—¿El Dios católico o el protestante? —preguntó Mulcanny.

—Teddy, hijo, ¿no sabes reconocer cuándo te están haciendo una broma? —Gallogherm me hizo un guiño de complicidad—. En fin, que lo que tenemos aquí es un capitán ambicioso que resulta que ha convertido su superpetrolero en una chalana de basura freelance, ¿he acertado? ¿Y dónde tenía intención de verterla este capitán ambicioso?

—Allá por el norte. Svalbard.

Haycox regresó a tiempo para oír a Gallogherm decir:

—En cualquier caso, tendremos que ver su derecho de tránsito de residuos sólidos.

—Será mejor que no se le vaya la mano, comandante.

—Los derechos de tránsito de residuos sólidos normalmente van a seiscientos dólares americanos, pero esta semana están sólo a quinientos.

—No, esta semana están sólo a cuatrocientos. Es más, si ustedes dos, piratas, no dejan de jodernos, les garantizo que este chanchullo suyo no tardará en salir en la primera plana del Irish Times.

—No se atreva a juzgarme, capitán. No tiene ni idea de lo que he visto en mi vida. Irlanda es una nación en guerra. No tiene ni idea de lo que he visto.

Con expresión adusta, firmé y anoté cheques de viaje por valor de mil dólares.

—Aquí tiene su peaje asqueroso —gruñí, untando a Gallogherm.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted.

—Ahora lárguese de mi barco.

A las 1600, Follingsbee y Pindar aparecieron con las provisiones. Si se hace un cálculo del dinero que nos estafó Gallogherm, cada naranja nos costó cerca de un dólar veinticinco y el resto fue igual de abusivo. Al menos es material de calidad, Popeye, boniatos jugosos, coles crujientes, patatas irlandesas fuertes. Tendrías envidia de nuestras espinacas.

Ahora es medianoche. Un mar picado a ambos lados del barco. La Osa Menor está en lo alto. Ante nosotros están las Islas Feroe, a ciento treinta kilómetros por la forma en que vuela el petrel, y luego es mar abierto hasta Svalbard. Justo ahora hablaba Rafferty por el interfono y me decía que el reflector de proa ha distinguido «un iceberg con la forma del logo de Paramount Pictures».

Nos dirigimos hacia el gélido mar de Noruega, equilibrados con sangre, avante a toda máquina, y vuelvo a sentirme como un capitán.


Con la jarra de cerveza en la mano, Myron Kovitsky fue arrastrando los pies hasta el taburete del piano, se sentó y, tras ajustarse la nariz de Jimmy Durante, empezó a golpear las teclas. Se rascó la narizota y alzó su voz grave, cantando con la música de John Brown’s Body.

Volábamos en nuestros bombarderos a treinta putos metros.

Hacía un tiempo de mierda, puta lluvia y puta aguanieve.

La brújula oscilaba hacia el puto Sur y hacia el puto Norte.

Pero hicimos un puto aterrizaje en el Estuario del puto Forth.

Durante dejó de tocar y mostró a la muchedumbre una gran sonrisa de chiflado. Los hombres del Enterprise se revolvieron incómodos en los asientos. Nadie aplaudió. Oliver sintió vergüenza ajena. Impertérrito, Durante tomó un trago de Frydenlund y se puso a cantar el estribillo.

¿A que la Marina es una puta mierda?

¿A que la Marina es una puta mierda?

¿A que la Marina es una puta mierda?

Hicimos un puto aterrizaje en el Estuario del puto Forth.

Levantándose del taburete, Durante dijo:

—¡Buenas noches, Sra. Calabash, dondequiera que esté!

Eran tiempos difíciles en la Cantina del Sol de Medianoche. Muerta de aburrimiento y harta del frío, la Gran Máquina de la Nostalgia Americana había empezado a adulterar su repertorio con canciones subidas de tono que, a pesar de su autenticidad histórica, estaba claro que no eran nada que Jimmy Durante, Bing Crosby o las Andrews Sisters hubieran cantado en público. Las cabareteras estaban cansadas de fingir que estaban chifladas por los pilotos y los marineros, y los pilotos y los marineros estaban cansados de que las cabareteras estuvieran hartas de ellos. En cuanto a Sonny Orbach y sus Harmonicoots, habían desaparecido del mapa por completo, se habían ido a reencarnar a la orquesta de Glenn Miller en un bar mitzbah de Connecticut, un compromiso contraído hacía mucho tiempo que habían insistido en respetar a pesar de la oferta de Oliver de doblarles el sueldo. Aquellos soldados que aún tenían ganas de bailar se vieron obligados a conformarse con las flojas aptitudes al piano de Myron Kovitsky o con el fonógrafo Victrola de Sidney Pembroke que hacía chirriar los discos originales de 78 rpm de Albert Flume, de Tommy Dorsey, de Benny Goodman y del auténtico Glenn Miller.

Oliver tenía que reconocerlo: su gran cruzada estaba a punto de fracasar. A base de quedarse sentados sin hacer nada durante tres semanas, Pembroke y Flume habían acumulado lo suficiente en igualas para poner en escena un Día D de primera clase y, aunque la idea de hundir un golem japonés seguía atrayéndoles, estaban mucho más ansiosos por llegar a casa y localizar una maqueta a un precio razonable de Normandía. Además, incluso si Oliver lograba convencer de algún modo a todo el mundo para que se quedase en Point Luck hasta que un vuelo de reconocimiento de PBY divisara el Val, era bastante posible que, debido al terrible tiempo ártico, el almirante Spruance se negara a dar luz verde. Los alerones y los trenes de aterrizaje se pegaban durante los viajes rutinarios. Los cables de combustible se atascaban. La cubierta de vuelo se congelaba antes de que los hombres del capitán Murray pudieran despejarla: una placa de hielo intacta tan inmensa como el espejo del telescopio Hubble.

Oliver pasó esos días sombríos en el bar, garabateando al azar en su bloc de dibujo mientras intentaba pensar en razones por las que no importaba no destruir el Corpus Dei después de todo.

—Chicos, quiero haceros una pregunta —anunció, dando los últimos toques a una caricatura de Myron Kovitsky—. Esta campaña nuestra… ¿está justificada realmente?

—¿A qué te refieres? —preguntó Barclay, mezclando con destreza una baraja de cartas.

—Quizá habría que dejar el cuerpo en paz —dijo Oliver—. Quizá incluso habría que sacarlo a la luz, como insistía Sylvia Endicott el día que dimitió. —Giró sobre el taburete del bar y se colocó cara a cara frente a Winston—. Una revelación podría incluso desencadenar tu Verdadera Revolución, ¿no? Cuando todo el mundo sepa que Él la ha palmado, dejarán sus iglesias y empezarán a construir el paraíso de los trabajadores.

—No sabes mucho sobre el marxismo, ¿verdad? —Winston coloco dos docenas de tapones sueltos de Frydenlund formando un martillo y una hoz—. Hasta que les den algo mejor con qué sustituirla, las masas nunca abandonarán la religión, con cadáver o sin él. Por supuesto, una vez que la justicia social triunfe el mito de Dios desaparecerá —chasqueó los dedos—, así.

—Anda, no digas tonterías. —Barclay hizo que la reina de picas saltara del paquete como por arte de magia—. La religión siempre existirá, Winston.

—¿Por qué lo crees?

Al Jolson subió al escenario tambaleándose por la borrachera.

—Por una palabra —dijo Barclay—. Muerte. La religión la soluciona, la justicia social no. —Girándose hacia Oliver, hizo que la jota de corazones saltara a la falda de su amigo—. Pero qué más da, ¿no? Odio ser franco, Oliver, pero creo que es muy probable que el barco de Cassie se haya hundido.

Mientras Oliver se estremecía, Jolson empezó a cantar a capella:

Me encanta ver a Shirley hacer aguas menores,

sabe mear con un chorro tan chulo.

Sabe mear de todos los colores,

y el vapor no deja que le veas el culo.

Y en ese instante la voz cargada de interferencias del intérprete de Ray Spruance salió como una explosión de los altavoces.

—¡Atención, todo el mundo! ¡Les habla el almirante! ¡Buenas noticias, chicos! ¡Los primeros partes del mar del Coral indican que el Destacamento diecisiete ha dañado de gravedad los portaaviones japoneses Shohu y Shokaku, evitando así que el enemigo ocupara Port Moresby!

Un solo marinero aplaudió. Un piloto solitario dijo:

—Qué bien.

—Se está dejando unos cuantos detalles —dijo el intérprete de Wade McClusky, sentándose con los tres ateos en el bar—. Tiene miedo de mencionar que perdimos Lexington en esa batalla en concreto.

—La verdad: la primera víctima de la guerra —dijo Winston.

—¡Atención! —continuó Spruance—. ¡Atención! ¡Que todos los hombres adscritos al Destacamento diecisiete se presenten en el barco de inmediato! ¡Esto no es un ejercicio! ¡Todos los hombres de Bombardeo de Reconocimiento Seis, de Torpedo Seis y de Enterprise se presentarán de inmediato! —Spruance cambió de pronto a un tono jovial y campechano—. ¡Fresa Diez acaba de divisar al enemigo, muchachos! ¡Ese golem japonés está en aguas árticas y vamos a tenderle una emboscada a ese mamón!

—Eh, camaradas, ¿lo habéis oído? —chilló Winston.

—¡Lo conseguimos, tíos! —gritó Barclay—. ¡Tenemos a la irracionalidad cogida por los huevos!

Oliver abrazó el cuaderno de bocetos y besó la caricatura de Myron Kovitsky. ¡El Valparaíso se mantenía a flote! ¡Cassandra estaba viva! Se la imaginó de pie en una de las alas del puente del petrolero, escudriñando el cielo en busca de los escuadrones prometidos. «Voy para allá, cariño —pensó—. Aquí llega Oliver a salvar tu Weltanschauung».

McClusky se acercó resuelto al Victrola de Pembroke y, tras separar el enorme altavoz cónico, se lo llevó a la boca como un megáfono.

—¡Bueno, muchachos, ya habéis oído al almirante! ¡En marcha, a demostrar a esos japos que no tienen derecho a meterse con el orden natural de las cosas!

Así que ya había llegado, la coyuntura agridulce que cada hombre había esperado con paciencia suprema, el momento en que debía buscar a su cabaretera favorita y decirle au revoir. Conteniendo lágrimas medio de cocodrilo, medio verdaderas, el marinero que Oliver tenía más cerca le apretó la mano con fuerza a su mejor chica, una mujer regordeta con dos coletas y hoyuelos, y le juró solemnemente que le escribiría todos los días. La cabaretera, a su vez, permitió que el marinero le sacara jugo al dinero de Oliver, asegurándole que llevaría su breve encuentro en el corazón para siempre. Por toda la Cantina del Sol de Medianoche se intercambiaban números de teléfono, junto con besos fugaces y recuerdos sentimentales (broches y mechones de pelo por parte de las mujeres, prendedores de corbata e insignias de aviación por parte de los hombres). Incluso Arnold Kovitsky se dejó llevar por el ambiente, fue hasta el micrófono con decisión y se transformó en Marlene Dietrich cantando Lili Marlene.

Los soldados temblaron y lloraron, aturdidos por la belleza pura de todo aquello: la canción, las despedidas, la llamada a las armas.

Un aviador rubio de mejillas sonrosadas cuya insignia decía que se llamaba BEESON se giró hacia McClusky y alzó la mano.

—¿Sí, teniente Beeson?

—Comandante McClusky, ¿tenemos tiempo para un último foxtrot?

—Lo siento, marinero, el tío Sam nos necesita ahora mismo. ¡A sus puestos de combate, soldados!


14 de septiembre.

Latitud: 66°50’N. Longitud: 2°45’O. Rumbo: 044. Velocidad: 7 nudos. Temperatura del mar: –5° Celsius. Temperatura del aire: –11° y bajando.

A las 0745 ocurrieron dos acontecimientos trascendentales. El Valparaíso cruzó el círculo ártico y yo me afeité la barba. Una operación de importancia. Tuve que pedirle prestado un par de tijeras de carnicero a Follingsbee y, despues, gasté media docena de cuchillas de afeitar desechables de Ockham.

El hielo envuelve nuestro cargamento, una costra suave que va de la cabeza a los pies como la tripa que envuelve una salchicha. Cuando lleguemos a Kvitoya, su carne estará sólida como el mármol.

—Ve, la putrefacción se ha detenido, tal como predijeron nuestros ángeles —dije, acercándome a grandes pasos a Ockham—. No necesitamos el maldito formaldehído del Vaticano.

El padre estaba en la cubierta de popa, observando cómo el grupo de la sala de bombeo se deslizaba por el esternón de Dios. Últimamente, el patinaje sobre hielo se ha convertido en el entretenimiento principal de la tripulación, y ha llegado a eclipsar tanto al stud-poker como al ping-pong. Su equipo es una chapuza —cuchillos fijados a borceguíes— pero funciona bien. Para mayor protección contra el frío, se cubren las manos, los pies y la cara con grasa gloriosa. Ockham me miró a la cara y sonrió, obviamente, aliviado de que volviéramos a hablarnos.

—Alguien debería ponerse en contacto con Roma y decirle que Él por fin está estable —dijo, mientras Bud Ramsey se caía de culo—. Seguro que preferiría no tener a Di Luca persiguiéndonos en el Maracaibo.

No podía disputar la lógica del hombre e incluso le permití redactar el mensaje (lo hizo en su camarote. Venderán orejeras en el infierno antes de que vuelva a dejar que Ockham suba al puente). A las 1530 Chispas envió por fax las buenas noticias a Roma y a las 1538 salió un segundo comunicado, éste a la soleada España. Sólo tenía doce palabras. «Espérame en Valladolid el mes próximo tanto si quieres como si no», le dije a mi padre.

Nos estamos acercando mucho al final, Popeye. Después de la cena de esta noche, el mejor stroganoff de Follingsbee hasta ahora, el cocinero dijo que quería que viera los resultados de un «experimento científico» en el que había estado trabajando desde nuestra parada en Irlanda. Me llevó fuera —en qué país de las maravillas se ha convertido nuestra cubierta de barlovento, con hielo colgando de las pasarelas en grandes telarañas cristalinas, escarcha brillando en las tuberías y en las válvulas—, y hacia las profundidades del tanque de lastre número cuatro, charlando todo el camino sobre los placeres de la agronomía casera. No habíamos andado ni tres metros cuando mis orificios nasales vibraron de placer. Señor, qué aroma tan maravilloso: madurez total, pura fecundidad. Encendí la linterna.

Al fondo del tanque había un jardín de colores intensos, las verduras se habían hecho bulbosas más allá de las fantasías más descabelladas de El Bosco, las frutas eran tan gordas que casi gritaban para que las arrancasen. Arboles retorcidos surgían de repente de la oscuridad, las ramas dobladas por manzanas del tamaño de una pelota de voleibol. Se alzaban espárragos del suelo como una especie singular de cactus. Crecía brécol junto a la sobrequilla, cada troncho tan alto y grueso como una mimosa. Caían viñas de las escaleras, las uvas violeta oscuro apiñadas como los ganglios linfáticos de Godzilla.

—Sam, eres un genio.

El cocinero se quitó el sombrero en forma de pastelito de nata e hizo una reverencia modesta.

—Todas las semillas vinieron de las provisiones que compramos en Galway. La tierra es una mezcla de piel y plasma. Lo que no entiendo es lo rápido que ha crecido todo, aún a temperaturas bajo cero y sin un solo rayo de sol. Siembras una pepita de naranja y diez horas después… ¡bingo!

—Así que la mitad del mérito pertenece a…

—Más de la mitad. Es un gran abono, capitán.

Cuando este viaje por fin se haya acabado, Popeye, sólo hay una cosa que echaré de menos y es la comida.


La parka de Cassie, que había tomado prestada de Bud Ramsey, tenía un relleno de plumón de oca de la mejor calidad; los calcetines, de Juanita Torres, eran cien por cien lana virgen; los guantes, de la hermana Miriam, contenían piel de conejo pura. Aun así, el frío seguía penetrando, comiéndose cada capa protectora como una polilla ártica voraz. El termómetro del ala de estribor estaba a menos veintidós grados y eso no incluía la sensación térmica. Subiendo los prismáticos enfocó la nariz refulgente y coronada de nieve. Mucho más lejos, se derramaba un chorro constante de partículas solares cargadas, infinidad de electrones y neutrones que entraban en el campo magnético de la Tierra y chocaban con los gases atmosféricos enrarecidos. La aurora resultante llenaba todo el cielo del norte: una bandera luminosa azul y verde ondeando en un silencio inquietante sobre las olas que llegaban y las masas flotantes de hielo errantes.

Lo que más admiraba de Anthony Van Horne, el hecho que hacía que siempre estuviese allí esos días, que siempre estuviera revoloteando por su cabeza, era su obsesión. Por fin había conocido a alguien tan tozudo como ella. Instantáneas de una odisea en el mar: Anthony matando un tiburón tigre con una bazuka, sofocando un motín con comida rápida, convenciendo a sus marineros para que movieran una montaña. Igual que Cassie no se detendría ante nada para destruir a Dios, el capitán tampoco se detendría ante nada para protegerle. Era verdaderamente intenso, casi erótico, ese vínculo extraño y tácito que había entre ellos.

La cuestión, por supuesto, era si el admirable proyecto de Oliver existía todavía. La lógica pura decía que los finos hilos que unían los intereses de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste a los de la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial se habían cortado por completo durante el largo encarcelamiento del Valparaíso en la isla Van Horne. Sin embargo, Cassie conocía a Oliver. Comprendía su devoción absoluta, apasionada y tediosa por ella. Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que él habría encontrado un modo de mantener la alianza con vida. Cualquier día, a cualquier hora, la Edad de la Razón caería sobre el Corpus Dei.

En la sala de navegación del Valparaíso, sorprendentemente, no hacía más calor que en las alas del puente. Cuando Cassie entró, su aliento humeante pasó flotando sobre la mesa de formica y se quedó encima de un mapa de Cerdeña, creando una formación masiva de nubes sobre Cagliari. Por suerte, alguien se había encargado de compensar los conductos defectuosos de la calefacción trayendo una estufa Coleman. La encendió y se puso a trabajar, estudiando los cajones anchos y llanos hasta que se fijó en uno con la etiqueta de OCÉANO ÁRTICO. Lo abrió. El cajón contenía unos cien cuerpos de agua invadidos por el hielo —Scoresby Sound de Groenlandia, Vestfjorden de Noruega, el estrecho Hinlopen de Svalbard, el mar de Siberia Oriental de Rusia—, y sólo después de hojear hasta la mitad del montón se encontró con una carta de navegación que describía tanto el círculo polar ártico como la isla Jan Mayen.

Espera un ataque aéreo a 68°11’N, 2°35’O, había dicho el fax de Oliver, a 240 kilómetros al este del punto de lanzamiento…

Se volvió hacia la mesa de formica y desplegó el mapa. Estaba lleno de datos: sondeos, fondeaderos, naufragios, rocas sumergidas, el equivalente geográfico de un texto de anatomía, decidió, los detalles más íntimos de la Tierra al descubierto. Cogió un bolígrafo e hizo los cálculos en un pedazo suelto de papel de carta de Carpco. Hacía poco, receloso de los icebergs, Anthony había reducido la velocidad de nueve nudos a siete. Siete por veinticuatro: estaban cubriendo 168 millas náuticas por día. Graduó el compás de puntas fijas con la escala de franjas, diez millas de punta a punta, y lo llevó desde la posición del Val —67 al norte, 4 al oeste—, hasta el lugar que Oliver había especificado. Resultado: apenas 280 millas. Si su optimismo no la engañaba, el ataque estaba a menos de cuarenta y ocho horas a partir de entonces.

—¿Buscando el Paso del Noroeste?

No le había oído entrar, pero ahí estaba, vestido con un suéter verde de cuello vuelto y una gorra naranja de punto, deshilachada. Iba bien afeitado, terriblemente bien. Bajo el resplandor brillante del neón le quedaba la barbilla completamente al descubierto, con el hoyuelo que le hacía un guiño.

—Añoranza —respondió ella, tirando el compás al mar de Noruega—. Diría que estamos por lo menos a cuatro días de Kvitoya. —Se frotó cada brazo con la mano opuesta—. Ojalá esa maldita estufa funcionara mejor.

Anthony se quitó la gorra.

—Hay remedios.

—¿Para la añoranza?

—Para el frío.

Sus brazos se abrieron como las puertas de una taberna especialmente acogedora y agradable y, con una risa nerviosa, ella le abrazó, apretándose contra su pecho lanudo. Él le masajeó la espalda; con la mano le grababa espirales hondas y lentas en el espacio que tenía entre los omóplatos.

—Te has afeitado.

—Aja. ¿Tienes menos frío?

—Mm…

—¿Sabes guardar un secreto?

—Ya ha ocurrido otras veces.

—El Vaticano nos ha ordenado que viremos y que nos dirijamos hacia el sur.

—¿Al sur? —El pánico la atravesó. Apretó la mano con fuerza.

—Se supone que tenemos que encontrarnos con el vapor Carpco Maracaibo en el mar de Gibraltar. Lleva formaldehído en los compartimientos de carga.

—Los ángeles ordenaron que le congelaran, no que le embalsamaran —protestó ella.

—Por eso mantenemos el rumbo actual.

—Ah… —Cassie se relajó, riéndose para sí misma, retozando en su interior. Mantenemos el rumbo actual, maravilloso, perfecto, directos a las garras de la Ilustración.

Él le besó la mejilla, con suavidad, con ternura: un beso de hermano, nada carnal. Luego la frente, los ojos. Mandíbula, oreja, mejilla otra vez. Sus labios se encontraron. Ella se apartó.

—No es una buena idea.

—Sí, lo es —dijo él.

—Sí, lo es —repitió ella.

Y, de repente, estaban uniéndose otra vez, abrazándose furiosamente, se entrelazaban. Se besaron con voracidad, las bocas bien abiertas, como si quisieran engullirse el uno al otro. Cassie cerró los ojos, deleitándose con la liquidez de la lengua de Anthony: una forma de vida por sí misma, miembro de una especie de anguila asombrosamente sensual.

Soltándose, el capitán dijo:

—La estufa puede dar más calor, ¿sabes?…

—Más calor —repitió ella, recobrando el aliento.

Se agachó sobre la Coleman y ajustó el control del combustible, convirtiendo la llama en una masa roja enfurecida, una especie de aurora boreal interior. Él abrió el cajón del OCÉANO ÍNDICO, sacó rápidamente un mapa grande y laminado y lo extendió en el suelo como una manta de picnic.

—Madagascar es el mejor sitio para estas cosas —explicó, guiñándole un ojo. Despacio, con lascivia, la sala de navegación se calentó.

—Te equivocas —dijo Cassie, juguetona, quitándose la parka. Buscó en el cajón del Mar de Sulu y agarró un retrato de las Filipinas—. Palawan es mucho más erótico. —Sacó el mapa y lo hizo deslizar hasta el suelo como una alfombra mágica al aterrizar en el Bagdad del siglo XIII.

—No, doctora. —Recorriendo con la vista el cajón llamado POLINESIA FRANCESA, sacó el archipiélago Tuamotu—. En realidad es Puka-Puka.

—Éste —se rió ella, con el pulso latiendo aceleradamente mientras extraía Mallorca del cajón de las ISLAS BALEARES.

—No, éste de Java.

—Sulawesi.

—Sumatra.

—Nueva Guinea.

Cerraron la puerta con llave, apagaron las luces del techo y se echaron entre el mosaico de tierras esparcidas. Cassie le dejó el cuello al descubierto; los labios de Anthony deambularon por toda su yugular, plantando besos. Gimiendo suavemente, rodando hacia las islas Caimán, se desvistieron el uno al otro, a la deriva en las aguas cálidas del embalse de Bartlett. El flexo proyectaba sombras crudas por las piernas peludas y el gran pecho de simio de Anthony. Mientras se deslizaban hacia la Bahía de Alcudia, Cassie se puso a trabajar con la boca, dando forma a su pasión hasta desarrollar plenamente su potencial y parecer el mascarón de proa de una fragata priápica grandiosa.

Flotaron hacia el norte, entrando en el canal frío y agitado de Mozambique, justo al lado de Madagascar, y fue allí donde Anthony sacó un Supersensible Shostak de la cartera y se lo puso. Rodeándole la parte baja de la espalda con las piernas, ella dirigió el miembro envainado adonde quería ir. Sonriendo, él navegó por sus aguas saladas: Anthony Van Horne, un barco con una misión. Ella aspiró. Él emanaba una fragancia alucinante, una amalgama de almizcle y salmuera por la que discurrían todas las cosas gomosas o con ventosas que Dios y la selección natural habían traído del mar. Decidió que así era cómo las Islas Galápagos habrían olido, si hubiera llegado allá.

Cuando él se corrió, habían recorrido todo el camino desde el estrecho Mindoro hasta las playas luminosas y húmedas de la isla china de Hainan.

Retirándose, dijo:

—Supongo que me siento un poco culpable.

—¿Oliver?

Asintió.

—Hacerle el amor a una dama con el condón de su novio…

—El padre Thomas estaría orgulloso de ti.

—¿Por fornicar?

—Por sentirte culpable. Tienes una conciencia kantiana.

—No es una culpa dolorosa —se apresuró a añadir, deslizando los dedos índice y corazón dentro de ella—. No es igual que lo que se siente al dejar ciego a un manatí. Casi estoy disfrutando con ella.

—A la mierda la Bahía Matagorda —susurró Cassie, deleitándose con sus caricias. La Coleman silbaba y gruñía. De ella fluían todas las cosas buenas y rezumantes del planeta: salsa de chocolate y mantequilla clarificada, queso fundido y jarabe de arce, yogur de melocotón y barbotina de ceramista—. A la mierda la culpa, a la mierda Oliver, a la mierda Immanuel Kant. —Se sentía como una campana, un carillón extraordinariamente orgánico, y faltaba poco para que repicara, oh, sí, en cuanto ese carillonero talentoso, tan atento con su badajo…

—A la mierda todos —afirmó él.

Ella alcanzó el orgasmo en el Golfo de Tailandia.

Duró más de un minuto.

Cuando Anthony se quitó el condón, la bolsita goteó, añadiendo su contenido al revoltijo hermoso de sudor y jugos que ahora llegaba a las costas de Hainan.

—Lo que siempre me ha llamado mucho la atención de hacer el amor en China —dijo él, señalando el maremoto y sonriendo—, es que tienes ganas de volver a hacerlo una hora después.

—¿Una hora? ¿Tanto tiempo?

—Está bien, veinticinco minutos. —El capitán le rodeó el pecho izquierdo con la mano, sopesándolo como un ama de casa al comprobar un pomelo—. ¿Quieres saber la clave para entender a mi padre, doctora?

—La verdad es que no.

—Su obsesión con Cristóbal Colón.

—Olvidémonos de papá un rato, ¿vale?

Con cuidado, Anthony apretó la glándula.

—Así es como Colón creía que era el mundo.

—¿Mi pecho izquierdo?

—El pecho izquierdo de cualquiera. A medida que pasaron los años, quedó claro que ni siquiera había estado cerca de dar la vuelta al globo, la Tierra era obviamente cuatro veces mayor de lo que había supuesto, pero Colón seguía necesitando creer que había llegado a Oriente. No me preguntes por qué. Simplemente tenía una necesidad. Luego se supo que se había inventado una teoría disparatada de que el mundo en realidad tenía la forma de un pecho de mujer. Sí que había dado casi toda la vuelta, pero lo había hecho en el pezón —Anthony pasó el dedo por el borde de la areola de Cassie, haciéndole cosquillas—, mientras que todos los demás estaban midiendo la circunferencia mucho más al sur —sus dedos vagaron hacia abajo—. Así que mi padre, al final, tiene a un necio como ídolo.

—Caray, Anthony, algo bueno ha de tener. Todo el mundo tiene algo bueno, incluso Dios.

El capitán se encogió de hombros.

—Me enseñó mi oficio. Me dio el mar. —Una risita sardónica salió de sus labios—. Me dio el mar y yo lo convertí en un pozo séptico.

Cassie se puso tensa de repente. Una parte de ella, la parte irracional, quería conservar a este marino desesperado en su vida mucho después de que el Valparaíso llegase a puerto. Podía imaginarse fletando con él su propio carguero privado y saliendo juntos para las Galápagos. La otra parte sabía que él nunca jamás se liberaría de la Bahía Matagorda y que cualquier mujer que se liara con Anthony Van Horne acabaría pisando el mismo petróleo maligno en el que él se estaba ahogando.

Durante los siguientes quince minutos, el capitán le dio placer con la lengua, esta vez no era una anguila, sino un pincel húmedo y carnoso que pintaba la mansión de su cuerpo. Nada de esto me influirá, juró cuando él sacó un segundo Supersensible. Incluso si me enamoro de él, decía el juramento silencioso de Cassie, seguiré haciendo la guerra contra su cargamento.

Guerra

—Dame pantalones que valgan millones —cantaba Albert Flume mientras metía a Oliver, a Barclay y a Winston en el ascensor oxidado de pasajeros del Enterprise como si fueran ganado.

—Con hombros Gibraltar, brillantes como un altar. —Sidney Pembroke apretó el botón en el que ponía CUBIERTA DEL HANGAR.

—Una capa frenética —dijo Flume.

—De la clase estética —rimó Pembroke.

—Póntela.

—Suéltala.

—Ondéala.

—¡Ponte de gala!

—¿Código de la Marina? —preguntó Barclay mientras la cabina destartalada bajaba al casco.

—Argot de caballeros con trajes a rayas —respondió Pembroke—. Jolines, cómo echo de menos los años cuarenta.

—Ni siquiera estabas vivo en los años cuarenta —dijo Barclay.

—No. Jolines, cómo los echo de menos.

En la nave del hangar de proa hacía un calor asombroso, un fenómeno que evidentemente se debía a siete estufas de queroseno que rugían y resoplaban a lo largo del tabique de contención de en medio del barco. A Oliver se le llenó la frente de sudor, que le corrió hacia abajo y le picó en los ojos. Por instinto, se desvistió, se quitó la parka del Karakorum, la bufanda de cachemir, los guantes de piel de vaca y la gorra de punto de la Marina.

—Táctica. —Quitándose la cazadora de aviador del Memphis Belle, Pembroke recorrió la nave cavernosa con el brazo desnudo.

—Exacto. —Flume se sacó el suéter azul de cuello redondo—. La estrategia es el alma de la guerra, pero nunca menospreciéis el poder de la táctica.

La nave estaba atestada hasta las paredes, había montones de aviones, uno contra otro, las alas dobladas como los brazos de unos soldados de infantería derrotados y agachados para rendirse. En pantalones cortos y camiseta, la tripulación de mantenimiento iba de aquí para allá, bloqueando ruedas, sacando tableros de mandos, husmeando dentro de los motores. A unos cuantos metros dos marineros de aspecto nervioso corrieron la puerta de acero de la santabárbara, cogieron con cuidado una bomba destructora de doscientos kilos y la pusieron en un carrito sin motor.

—Los aviones de los portaaviones estadounidenses se guardan tradicionalmente en la cubierta de vuelo —dijo Pembroke.

—A diferencia de la convención japonesa de guardarlos en la cubierta del hangar —añadió Flume.

—Al llevar los dos escuadrones abajo, el almirante Spruance ha descongelado todos los timones, alerones y cables de combustible.

—En cuanto amanezca, pondrá todos los motores en marcha aquí abajo. Imaginaos: poner en marcha los motores en las naves del hangar, ¡qué táctica tan brillante!

Los manipuladores de la bomba transportaron la carga en el carrito de un lado a otro de la nave y, como si volvieran a poner a un bebé en la matriz, la metieron en el fuselaje de un Dauntless SBD-2.

—Oye, vosotros tenéis intención de venir, ¿no? —preguntó Flume.

—¿Venir? —dijo Oliver.

—A la batalla. El alférez Reid ha aceptado llevarnos en el avión Fresa Once.

—Este tipo de cosas no me va —dijo Barclay.

—Pero tenéis que venir —dijo Pembroke.

—A Marx nunca le han gustado las batallas —dijo Winston—. A mí tampoco me parecen nada especial.

El presidente de la Liga de la Ilustración se sacó el pañuelo de lino con monograma y se secó el sudor de la frente. Si se hubiera esforzado, le habría sido fácil desanimarse, pensando en fantasías del Fresa Once estrellándose contra un iceberg o volando en pedazos por una bomba destructora perdida. Sin embargo, la verdad era que quería poder decirle a Cassandra que estaba allí, allí mismo, cuando el Cadáver de todos los Cadáveres se hundió en la Dorsal de Mohns.

—No me lo perdería por nada del mundo.

A la mañana siguiente, a las 0600, los pilotos y artilleros de Spruance abarrotaron la sala de instrucciones del portaaviones, viciada y llena de humo. Oliver enseguida pensó en los oficios episcopalianos a los que sus padres le habían llevado periódicamente, y a su pesar, en su pueblo, Bala Cynwyd, Pensilvania; había el mismo silencio pesado, la misma veneración inquieta, el mismo ambiente de gente que se preparaba para que la pusieran al tanto de los asuntos de la vida y de la muerte. Los ciento treinta y dos recreadores de guerra estaban sentados rigurosamente firmes, con la mochila del paracaídas en equilibrio sobre la falda como un cantoral.

Muy erguido y con el pecho hinchado, el intérprete de Spruance se metió la pipa de brezo entre los dientes, subió al podio, cogió la cuerda de la persiana de guillotina y desplegó una vista aérea dibujada a mano del cuerpo en cuestión, con la sonrisa enigmática incluida.

—Nuestro objetivo, caballeros: el insidioso golem oriental. Nombre codificado: «Akagi». —El cadáver estaba dibujado con los brazos y las piernas extendidos, evocando el famoso Hombre según las proporciones de Vitrubio de Da Vinci—. La estrategia de Nimitz requiere una serie de ataques coordinados a dos blancos distintos. —Tras coger el puntero de la bandeja de la tiza, el almirante señaló la nuez con él—. Nuestro escuadrón torpedero se concentrará en esta zona de aquí, el Blanco A, bombardeando la región que hay entre la segunda y la tercera vértebra cervical y creando una ruptura que descienda desde la epidermis hasta el centro de la garganta. Si nuestros cálculos son correctos, Akagi empezará entonces a hacer agua, mucha de la cual fluirá por la tráquea hasta los pulmones. Mientras, el Bombardeo de Reconocimiento Seis lanzará sus cargas explosivas en el estómago, agrandando de forma sistemática esta depresión de aquí (el Blanco B, el ombligo) hasta que se haya abierto una brecha en la cavidad abdominal. —Sujetando el puntero bajo el brazo como una fusta, Spruance se volvió hacia el líder del grupo aéreo—. Atacaremos en oleadas alternas. Con este fin, usted, comandante McClusky, dividirá cada escuadrón en dos secciones. Mientras que una sección esté sobre el blanco que se le haya designado, la otra se reabastecerá de combustible y se rearmará aquí en Madre Oca. ¿Preguntas?

El teniente Lance Sharp, un hombre barrigón que se estaba quedando calvo y tenía una manchita diminuta de bigote castaño sobre el labio superior, alzó la mano.

—¿Qué clase de resistencia podemos esperar?

—Los PBY informan de que hay una ausencia total de aviones de combate y de artillería antiaérea tanto en el Valparaíso como en el golem. Sin embargo, no olvidemos quién construyó a ese mamotreto. Calculo que el enemigo lanzará una cobertura aérea de combate de entre unos veinte y treinta Ceros.

El capitán de corbeta E.E. Lindsey, un virginiano tenso que tenía un parecido extraordinario con Richard Widmark, fue el siguiente en hablar.

—¿Realmente lanzarán una cobertura aérea de combate?

—Es táctica básica de portaaviones, señor.

—Pero, ¿de verdad lo harán?

—Lanzaron una cobertura aérea de combate de padre y muy señor mío el 4 de junio de 1942, ¿no? —Spruance mordisqueó la pipa—. Bueno, no, en realidad no lanzarán una cobertura aérea de combate —añadió, más que un poco fastidiado.

—Una pregunta sobre técnica, almirante —inquirió Wade McClusky—. ¿Bombardeamos en picado o es mejor hacerlo planeando?

—Yo de usted, dada la falta de experiencia de los pilotos, optaría por bombardear planeando.

—Mis pilotos no son inexpertos. Son muy capaces de bombardear en picado.

—Eran inexpertos en el 42. —Spruance deslizó el puntero por el pecho izquierdo—. Y asegúrense de entrar por el este. De ese modo, los artilleros antiaéreos quedarán cegados por el sol.

—¿Qué artilleros antiaéreos? —preguntó Lindsey.

—Los artilleros antiaéreos japoneses —dijo Spruance.

—Esto es el ártico, almirante —dijo McClusky—. El sol sale por el sur, no por el este.

Por un momento, Spruance pareció confundido, luego esbozó una sonrisa de oreja a oreja que se equiparaba a la de Akagi.

—¡Eh, aprovechémonos de eso! ¡Ataquen por el sur y lancen un bombardeo en picado de mil demonios!

—¿Seguro que no quiere decir lancen un bombardeo planeando de mil demonios? —preguntó McClusky.

—¿Sus muchachos no saben bombardear en picado?

—No sabían en el 42, almirante. Hoy sí.

—Creo que deberían bombardear en picado, ¿usted no, comandante?

—Sí, almirante —dijo McClusky.

Spruance golpeó el costado derecho de Akagi con el puntero.

—¡Bien, muchachos, enseñémosles a combatir a esos cabrones de ojos rasgados!

A las 0720, el hombre guapo y dentudo que hacía de alférez Jack Reid condujo a Oliver, a Pembroke, a Flume y al actor corpulento que interpretaba al alférez Charles Eaton a la lancha y les transportó hasta el Fresa Once. Reid se sentó con cuidado en el asiento del piloto. Eaton asumió la posición del copiloto. Después de agacharse y meterse en las burbujas de las ametralladoras, Pembroke y Flume se cambiaron las parkas por chalecos antibalas malvas a juego, luego se pusieron los auriculares, abrieron un refrigerador de aluminio y empezaron a sacar la materia prima de un picnic: mantel a cuadros, servilletas de papel, tenedores de plástico, botellas de cerveza Rheingold añeja, recipientes Tupperware llenos de delicias de la cocina del Enterprise. A los pocos minutos, el hidroavión PBY se movía, subiendo hacia el diáfano sol de medianoche. Con los prismáticos en la mano, Oliver cruzó a gatas los compartimientos vacíos para acabar instalándose en el puesto del mecánico; era un espacio estrecho, manchado de óxido y de pintura desconchada («pobres Sidney y Albert —pensó—, nunca podrían recuperar los años cuarenta de verdad, sólo los restos, que se estaban desintegrando»), pero la ventana grande le ofrecía una vista amplia del mar y del cielo. Para bien o para mal, desde esa posición ventajosa también podía oír a los empresarios teatrales.

—Mira, el capitán Murray está situando a Enterprise contra el viento —le dijo Pembroke a Oliver mientras el portaaviones viraba poco a poco hacia el este.

—Es el procedimiento habitual para lanzar un escuadrón —explicó Flume—. Con una pista tan corta, tiene que haber mucho viento debajo de todas las alas.

El alférez Reid llevó el PBY a setecientos metros y luego lo enderezó y rizó un poco, dándoles a sus pasajeros una vista clara de la cubierta de vuelo. En anorak verde, el personal del mal tiempo corría de aquí para allá, partiendo el hielo con picos y tirando los fragmentos por la borda con palas para el carbón. Con traje amarillo, el personal encargado de la manguera acabó el trabajo, apuntando hacia la pista y soltando torrentes de descongelante líquido.

—Ya llega la sección Torpedo Seis —dijo Pembroke cuando, con las alas dobladas, dos Devastators subieron en sus respectivos ascensores a la cubierta de vuelo.

Procurando que la estela de las hélices no les lanzase por la borda, un cuarteto de manipuladores de aviones vestidos de azul corrieron al Devastator de proa, el 6-T-9, desbloquearon las ruedas y desplegaron las alas, con lo cual el piloto giró 180 grados y rodó por en medio del barco. Cuando el oficial encargado de las señales agitó los bastones, el piloto volvió a girar, aceleró el motor y recorrió la pista a toda velocidad, arrojando descongelante por las ruedas. Oliver casi esperaba que el avión se estrellase en el mar, pero en cambio, alguna ley creada por Dios se hizo cargo —el efecto Bernoulli, creía que se llamaba—, y alzó al 6-T-9 de la proa y lo elevó sobre las olas.

—Los Devastators necesitan que les den ventaja sobre los aviones de bombardeo en picado —explicó Pembroke cuando el 6-T-11 se unía a su gemelo, que ya había despegado. Los dos aviones volaron en círculos sobre el portaaviones, esperando al resto de la sección—. Son unos diablos lentos, esos Devastators. Ya estaban obsoletos incluso antes de que el primero saliera de la cadena de montaje.

Oliver espiró intensamente, empañando la ventana del mecánico.

—¿Obsoletos? ¿Ah, sí?

—Eh, no te preocupes, chico —dijo Pembroke.

—Tu golem está casi muerto —dijo Flume.

—Y en el peor de los casos, siempre tenemos el Plan de Operación 29-67.

—Exacto. El Plan de Operación 29-67.

—¿Qué es el Plan de Operación 29-67? —preguntó Oliver.

—Ya verás.

—Te encantará.

De dos en dos, los Devastators siguieron llegando, rodando, acelerando, despegando. A las 0815 toda la sección del primer ataque Torpedo Seis estaba en el aire, quince aviones que se agruparon en tres formaciones con forma de V. Una deliciosa sensación de inevitabilidad flotaba en el aire, una sensación de Rubicones cruzados y puentes quemados, como nada que Oliver hubiera experimentado desde que él y Sally Morgenthau se hubieron liberado mutuamente de sus respectivas virginidades después de un concierto de Grateful Dead en 1970. «Dios mío —había pensado entonces—, Dios mío, si lo estamos haciendo.»

—Pongámonos en marcha, alférez —gritó Flume por el micrófono del interfono—. No debemos llegar tarde al baile.

Girando la palanca de mando treinta grados, el intérprete de Jack Reid empujó la válvula de control. Oliver, con el pulso que le latía aceleradamente (lo estamos haciendo, lo estamos haciendo), se puso los auriculares. Pembroke hojeaba un ejemplar de Stars and Stripes de la época de la guerra. Flume abrió una fiambrera Tupperware y sacó un sandwich de fiambre de cerdo con cebolla. Por el interfono, el intérprete del alférez Eaton silbaba Embraceable You. El Fresa Once volaba junto al sol, planeando a setenta nudos sobre la cadena de icebergs colosales mientras perseguía al valiente escuadrón del capitán de corbeta Lindsey hacia el este por el Mar de Noruega.


En su corta pero ajetreada carrera de marinero preferente, Neil Weisinger había gobernado todo tipo de barco mercante imaginable, desde buques frigoríficos hasta cargueros de los Grandes Lagos, desde bulkcarriers hasta ro-ros, pero nunca había tomado el timón de algo tan raro como el vapor Carpco Maracaibo.

—A la derecha, cero-dos-cero —ordenó el oficial de guardia, Mick Katsakos, un cretense moreno con pantalones acampanados blancos, una parka manchada de aceite y una gorra griega de pescador.

—Derecha, cero-dos-cero —repitió Neil, girando el timón.

Desde luego, había oído hablar de barcos como ése, petroleros del Golfo Pérsico equipados teniendo en cuenta las realidades políticas del Oriente Medio. Cuando estaba lleno hasta la línea de carga, un petrolero del Golfo sólo llevaba la mitad de la carga de un transportador de crudo ultra grande convencional y, sin embargo, desplazaba un tercio más de agua. Una sola mirada a la silueta del Maracaibo bastaba para explicar esa disparidad. Había tres cañones Phalanx de 20 mm sobre el castillo de proa; seis cañones Meroka de 12 tubos sobresalían de popa; cincuenta cargas de profundidad Westland Lynx Mk-15 estaban pegadas a las amuradas. En cuanto a misiles, el Maracaibo conseguía el ideal elusivo del multiculturalismo: Crotales de Francia, Aspides de Italia, Sea Darts de Gran Bretaña, Homing Hawks de Israel. Desde que añadiera doce petroleros del Golfo Pérsico a su flota de navegación, las acciones de Carpco habían subido once puntos.

—Rumbo franco —dijo Katsakos.

—Rumbo franco —repitió Neil.

Era la hostia de peligroso, este asunto de maniobrar a alta velocidad a través de los icebergs y de los témpanos de hielo del Mar de Noruega. A pesar de su categoría de segundo oficial, Katsakos no parecía un marino especialmente listo o experimentado (el día anterior les había desviado seis leguas antes de darse cuenta de su error), y la verdad era que Neil no se fiaba de que pudiera guiar el petrolero sin peligro. El deseo ferviente de Neil era que el capitán mismo del Maracaibo apareciera en el puente y le relevara.

—Diez grados del timón izquierdo.

—Diez del izquierdo.

Sin embargo, el capitán nunca aparecía en el puente —o en ningún otro sitio, en realidad—. Era tan distante e inaccesible como el Dios inmaterial al que Neil no había encontrado durante su exilio voluntario en la isla Van Horne. A veces se preguntaba si el Maracaibo siquiera tenía un patrón.

Durante los primeros tres días, la penitencia de Neil había ido bien. El sol había sido caluroso, como correspondía, el hambre le había dolido de la forma apropiada, la sed había sido intensa como era debido (no se había permitido más de medio litro de rocío cada cuatro horas). Posado en su higuera petrificada como un buitre enloquecido, marginado y hambriento espiritualmente, Neil había luchado por ganarse la atención del universo. «¡Te le apareciste a Moisés! ¡Te le apareciste a Job! —había gritado a la niebla, una y otra vez, hasta que la lengua se le secó tanto que las palabras se le pegaban a ella como abrojos—. ¡Ahora aparece ante mí!»

Mirando al mar, Neil se había quedado atónito al contemplar un petrolero del Golfo Pérsico, grávido de carga y fondeado en la misma cala de la que el Valparaíso había partido hacía poco. Una hora después, un hombre falstaffiano con el cutis mal cuidado apareció junto al pie de su árbol, envuelto en la bruma eterna de la isla.

—¿Y quién es usted? —preguntó el intruso con un acento italiano musical. Llevaba arena color terracota pegada a la sotana de vinilo que apagaba la seda rojo brillante.

—Marinero preferente Weisinger de la Marina Mercante de los Estados Unidos —masculló, seguro de que estaba a punto de desmayarse.

—Cardenal Tullio Di Luca del Vaticano. Puede llamarme Eminencia. ¿Está con el Carpco Valparaíso?

—Ya no. —Una ola de vértigo. Neil temió caerse del árbol—. Estoy abandonado, Eminencia. La última vez que vi el Val, se dirigía al Ártico.

—Qué raro. A su capitán se le ordenó que regresara a esta isla. Según parece, está siguiendo su propia estrella.

—Eso parece.

—¿Fue Van Horne quien le abandonó?

—Me abandoné yo solo.

—¿Ah, sí?

—Para encontrar a Dios —explicó Neil. Los hoyos que tenía el cardenal Di Luca en la cara sugerían uno de esos dibujos para niños en que había que unir los puntos. ¿Qué constelación aparecería si trazabas una línea de pústula a pústula? Ophiuchus, supuso Neil. Serpentario—. El Dios más allá de Dios. El Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada. En Sof.

—¿Espera encontrar a Dios en un árbol?

—Moisés lo hizo, Eminencia.

—¿Quiere un trabajo, marinero preferente Weisinger?

—Quiero encontrar a Dios.

—Sí, ¿pero quiere un trabajo? El Maracaibo partió antes de que pudiéramos reunir una tripulación adecuada. Le puedo ofrecer el puesto de cabo de maniobra.

El hambre le arañaba el estómago a Neil. La garganta le pedía agua a gritos. Que él supiera, unas cuantas horas más de un sufrimiento así bastarían para encender aquellas ramas con En Sof.

Y sin embargo…

—Para la compañía del Maracaibo —continuó Di Luca—, el cargamento de Van Horne es un elemento de atrezzo para una película. La Santa Sede se propone evitar que se realice la película. Venga con nosotros, Sr. Weisinger. El cincuenta por ciento más por las horas extras.

El Señor, decidió Neil, trabajaba a través de muchos medios, no sólo quemando zarzas y árboles de piedra. YHWH enviaba ángeles, escribía en las paredes, vertía sueños en la cabeza de los profetas. Quizá incluso usaba a la Iglesia Católica de vez en cuando. Enviando a Tullio Di Luca a ese lugar, comprendió Neil invadido por el júbilo, casi seguro que el Dios de las cuatro de la madrugada le estaba diciendo que siguiera con su vida…

—Diez grados a la derecha.

—Diez a la derecha —repitió Neil.

—Rumbo franco.

—Rumbo franco.

Detrás de Neil, se abrió una puerta con un chirrido. Una fragancia acre pasó flotando por el puente, la acidez del sudor humano mezclado con el aroma a bosque de un puro encendido.

—¿Qué rumbo lleva, Katsakos? —una voz masculina, resonante y ronca.

El segundo oficial se puso tenso.

—Cero-uno-cuatro.

Neil se giró. Con sus hombros anchos, columna recta y cabeza leonina saliendo de la capucha de una parka de violeta brillante, el capitán del Maracaibo tenía un aspecto aristocrático, cuando no regio. A pesar de estar surcado por la edad, su rostro era increíblemente bello, con unos ojos marrón oscuro que le brillaban debajo de una frente alta y con pómulos fuertes que flanqueaban una nariz aguileña.

—¿Velocidad?

—Quince nudos —dijo Katsakos.

—Auméntala a diecisiete.

—¿No es peligroso, capitán Van Horne?

—Cuando yo estoy en el puente, no lo es.

—Le ha llamado Van Horne —soltó Neil mientras Katsakos empujaba los reguladores hacia adelante.

—Así es. —El patrón del Maracaibo le dio una calada al puro—. Christopher Van Horne.

—El último capitán con el que navegué también se llamaba Van Horne. Anthony Van Horne.

—Lo sé —dijo el anciano—. Me lo dijo Di Luca. Mi hijo es un buen marino, pero le falta… ¿cómo lo diría?… sentido común.

—Anthony Van Horne… —se preguntó el segundo oficial—. ¿No estaba al mando cuando el Valparaíso vertió el pastel en el Golfo de México?

—Oí que fue sobre todo culpa de Carpco —dijo Neil—. Una tripulación agotada por el trabajo, un barco con personal insuficiente…

—No defienda al hombre. ¿Sabe qué transporta ahora? Un maldito objeto de atrezzo para una película porno, eso es lo que lleva. —El capitán apagó el puro en el radar de doce millas—. Dígame, Sr. Weisinger, ¿es usted un marinero del que puedo depender?

—Creo que sí.

—¿Ha llevado el timón en una tormenta?

—El último Cuatro de Julio, goberné el Val a través del ojo del huracán Beatrice.

—¿A través del ojo?

—Su hijo quería ir de la Bahía Raritan al Golfo de Guinea en doce días.

—Eso es una locura —dijo el capitán. A Neil le pareció que su indignación estaba atenuada por cierto orgullo de padre—. ¿Cumplieron con el plazo previsto?

—Nos detuvimos para rescatar a una náufraga.

—¿Pero lo habrían conseguido?

—Es bastante probable.

—¿En sólo doce días?

—Sí.

Christopher Van Horne sonrió, la carne arrugada se deslizó por su espléndido cráneo.

—Escuche, marinero Weisinger, cuando por fin atrapemos al Val, quiero que sea usted quien esté al timón —su voz bajó a casi un susurro—. A menos que me equivoque, haremos unos cuantos virajes bastante peliagudos.


El dieciséis de septiembre, a las 0915, cuando el Valparaíso alcanzó el paralelo 71, Cassie Fowler se dio cuenta de que estaba enamorada. Su descubrimiento llegó durante un momento de tranquilidad, mientras ella y Anthony estaban mirando cómo la proa con aspecto de hacha del petrolero se abría paso por un pasaje formado por dos icebergs colosales. Si hubiera ocurrido en pleno acto sexual (y había habido mucho de eso últimamente, una orgía itinerante llevada a cabo dondequiera que sus impulsos les llevaran, desde el camarote de Anthony, al armario del castillo de proa, al jardín insólito que Sam Follingsbee estaba cultivando abajo), lo habría descartado calificándolo de ilusorio, afín al fenómeno que inducía a los moribundos a confundir la falta de oxígeno con el resplandor del cielo. Pero de esta emoción se podía fiar. Le parecía real. Joder, confundía mucho amar al mismísimo hombre al que habían encomendado la protección del artefacto contrafeminista más malévolo desde la carta de San Pablo a los Efesios.

—Hoy en día el Ártico es una cantidad conocida —dijo Anthony—, pero no te imaginas el dolor y la sangre que se necesitaron para trazar los mapas de esta parte del globo.

Si bien la curiosidad de Cassie le instaba a confesar su pasión en ese mismo momento —¿se reiría él? ¿sería presa del pánico? ¿se quedaría mudo? ¿diría que estaba tan loco por ella como ella por él?—, sus convicciones políticas le dijeron que esperara. Esa mañana, suponiendo que lo hubiera calculado correctamente, Oliver atacaría su cargamento. Sería una estupidez dividir sus lealtades, considerando declaraciones románticas de Anthony en una hora así. Si él le expresaba su amor, Cassie podría incluso perder el valor. En su guión del peor de los casos, ella se ponía a la radio del Val, contactaba con el Enterprise y le decía a Oliver que cancelase la misión.

—El siglo pasado, los geógrafos de sillón creían que había un mar abierto y sin hielo en el Polo Norte.

—¿De dónde sacaron esa idea? —preguntó Cassie.

—Aquí en el Atlántico tenemos la corriente del Golfo, ¿no? Y, mientras, los japoneses tienen Kuroshio, su gran Marea Negra. Los geógrafos imaginaban que ambas corrientes fluían hasta el norte, derritiendo los icebergs y los témpanos de hielo para unirse después y formar un inmenso océano caliente.

—No hay nada tan pernicioso como pensar que las cosas son como uno querría.

—Sí, pero era una idea tan hermosa. ¿Qué capitán no se enamoraría de una fantasía así? Gobernar tu barco hasta el estrecho de Bering, encontrar una puerta secreta en el hielo, cruzar navegando la parte de arriba del mundo…

Un repentino estallido de interferencias desvió la atención de Anthony hacia el walkie-talkie que llevaba sujeto al cinturón multiusos.

—¡Capitán al puente! —gritó Marbles Rafferty—. ¡Le necesitamos aquí arriba, capitán!

Anthony cogió la radio, apretó ENVIAR.

—¿Cuál es el problema?

—¡Aviones!

—¿Aviones?

—¡Aviones, capitán, de la maldita Segunda Guerra Mundial!

—¿De qué demonios estás hablando?

—¡Suba aquí y lo verá!

«Aviones», pensó Cassie, siguiendo a Anthony cuando abandonó el puesto de observación y empezó a bajar por la pasarela helada. Bendito fuera el Señor, el bueno de Oliver lo había llevado a cabo. Antes de que se acabara el día, si todo iba bien, la Nueva Edad de las Tinieblas ya no estaría agazapada al borde de la historia de la humanidad, preparada para reclamar el primer plano.

—Aviones —refunfuñó Anthony, abalanzándose hacia la cabina del ascensor—. En estos momentos no necesito ningún puto avión en mi vida.

—Puede que su misión sea más benévola de lo que supones —dijo Cassie. Mientras subían a la séptima planta, un pensamiento peculiar se apoderó de ella. ¿Sería posible ponerle de su lado? Si lograba reunir sus mejores argumentos, ¿podría ser que él llegara a ver que dejar a ese cadáver fuera de la historia para simpre era mucho más importante que meterlo en una tumba?—. Y que tu misión lo sea menos.

Desembarcaron, atravesaron la timonera, con An-mei Jong al timón, y se dirigieron rápidamente al ala de estribor, donde Marbles Rafferty, perpetuamente taciturno, miraba hacia popa por los prismáticos del puente, resoplando de consternación.

Cassie miró hacia el sur. Tres grupos separados de aviones torpederos zigzagueaban zumbando entre los icebergs, pasando una y otra vez por el cuello cubierto de hielo del cadáver, mientras que, a varios kilómetros sobre el nivel del mar, un enjambre de ruidosos aviones de bombardeo en picado se preparaba para zambullirse hacia el ombligo helado. Vibraciones maravillosas la invadieron, himnos de una batalla inminente, gratas por sí mismas y gratas por lo que significaban: a pesar de su amor por Anthony, a pesar de las diversas ambigüedades morales y psicológicas inherentes en esta cruzada, no tenía la más mínima intención de doblegarse.

Rafferty le puso los prismáticos en el pecho a Anthony.

—¿Ve a qué me refiero? —gimió el primer oficial, señalando hacia el sur mientras Anthony alzaba los Bushnells y enfocaba—. Creo que los que están cerca del estómago son los clásicos Dauntless SBD-2 y, mientras, tenemos un escuadrón de Devastators TBD-1 zumbando alrededor de la garganta, todos ellos construidos, se lo juro, capitán, todos ellos construidos a finales de los años treinta. ¡Es como un episodio de La dimensión desconocida, joder!

—¿Mantenemos el rumbo actual, capitán? —preguntó An-mei Jong desde la timonera.

—¡No, vira! —bramó Anthony, con las mejillas encendidas y recorriéndolo todo con la mirada—. ¡Todo a babor! ¡Hay que maniobrar para eludir el ataque!

—No puedes eludir esto —insistió Cassie.

—¡Marbles, ponte a las palancas! ¡Velocidad de flanco!

—¡A la orden!

Mientras el oficial corría hacia la timonera, Anthony agarró a Cassie por el antebrazo, apretando tan fuerte que sintió la presión a través del relleno de plumón de oca.

—¿Qué quieres decir que no puedo eludirlo?

—Me haces daño.

—¿Sabes de dónde vienen estos aviones?

—Sí.

—¿De dónde?

—Suéltame el brazo —insistió Cassie. Él lo soltó—. De la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial de Pembroke y Flume.

—¿Pembroke y quién? ¿Qué?

—Están trabajando con contrato.

—¿Quién les contrató?

—Unos amigos míos.

—¿Amigos tuyos? ¿Te refieres a Oliver?

—Intenta entenderlo, Anthony, vivo o muerto, este cuerpo es una amenaza. Si algún día se hace público, la razón y la igualdad para las mujeres saldrán por la ventana. No basta con sepultarlo, hay que tirarlo a la Dorsal de Mohns y dejarlo allí para que se pudra. Dime que lo entiendes.

Él la miró directamente a los ojos, con los labios torcidos y apretando los dientes.

—¿Entender? ¡¿Entender?!

—No creo que sea pedir mucho.

—¿Cómo has podido traicionarme así?

—El patriarcado ha traicionado a mi género durante los últimos cuatro mil años.

—¿Cómo has podido, Cassie? ¿Cómo has podido?

Ella le miró a los ojos y dijo:

—Una mujer debe hacer lo que debe hacer.

Por un momento el amante de Cassie se quedó helado en el ala del puente, inmovilizado por la furia.

«Jaque mate», pensó ella.

Se volvió a la timonera.

—¡Vamos a eludir el ataque! —le chilló a Jong—. ¡Todo a babor!

—¡Ya ha dado esa orden, capitán!

Fundidos en una V apretada, cinco Devastators dieron la vuelta desde el oeste y volaron directamente hacia el cuello; soltaron sus cargas explosivas al acercarse a trescientos metros del blanco. Veloces, con suavidad, los torpedos siguieron su recorrido; una espuma blanca y burbujeante les salía de las hélices. Una a una, las cabezas alcanzaron la carne y explotaron, lanzando al aire fuentes de linfa hirviente y géiseres de tejido pulverizado. Cassie se rió: un grito largo y bajo de placer. Por fin lo entendía. Ésa era la razón por la cual los hombres se tomaban tantas molestias en encargarse de que hubiera fuego y caos en sus vidas: el ímpetu de la destrucción, la majestuosidad de la falta de aburrimiento de la guerra, la grasa embriagadora de la historia. Era probable que hubiera colocones del mismo calibre en la Tierra, desde luego los había menos violentos, pero, oh, qué teatro tan hermoso se conseguía, qué noche de estreno tan sensacional.

Al final, el petrolero empezó a virar, tallando una gran media luna de espuma en el Mar de Noruega, con Dios siguiéndolo inexorable.

—¡Atención! —gritó Anthony, cogiendo el micrófono de megafonía—. ¡Escuchadme bien, dos escuadrones de aviones de combate hostiles están hostigando a nuestro cargamento en estos momentos! ¡El Val no está en peligro y vamos a hacer maniobras para eludir el ataque! ¡Repito: el Val no está en peligro!

Cassie soltó un resoplido desdeñoso. Podía decir que iban a eludirlo, pero a nueve pésimos nudos el fiambre era un blanco seguro.

—¡Te saqué del mar! —Anthony blandió los prismáticos, sosteniéndolos delante de Cassie como si pretendiera golpearle la cara—. ¡Te di mis gusanos de mescal para comer!

No podía decidir si estaba más furiosa con Anthony o consigo misma. Qué ingenuo, qué pasmosamente ingenuo haberse imaginado que él podría aprobar su programa.

—Hostia, sabía que no lo entenderías, lo sabía. —Arrancándole los prismáticos de las manos, los apuntó al hidroavión PBY que en esos momentos giraba alrededor de la frente de su cargamento. Por un breve instante Oliver se materializó ante sus ojos, Oliver, tan dulce y tan débil, sentado junto a una ventana de estribor y con aspecto de estar en la montaña rusa a punto de vomitar—. Sabes, Anthony, te estás tomando este ataque como algo demasiado personal. Está fuera de tu control. Relájate.

—¡No hay nada fuera de mi control!

A las 0935 atacó un escalón de seis aviones de bombardeo en picado. Los motores rugían al salirse de la formación y precipitarse hacia abajo, lanzando sus cargas explosivas contra el estómago, como una bandada de alcatraces patiazules defecando en las Rocas de San Pablo. Con cada impacto directo, una columna irregular de hielo derretido y de piel vaporizada salía disparada hacia el cielo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó un perplejo padre Thomas, al llegar a toda prisa al ala de estribor en compañía de Dolores Haycox, igualmente desconcertada.

—La batalla de Midway —respondió Cassie.

—Dios bendito —murmuró Haycox.

—¿El Vaticano está detrás de esto? —preguntó el padre Thomas.

—¡Usted no puede estar aquí! —gritó Anthony.

—Le advertí que no se metiera con Roma —dijo el sacerdote.

—¡Fuera!

—No es obra de la Iglesia —intervino Cassie.

—¿Entonces, de quién? —preguntó el padre Thomas.

—De la Ilustración.

—¡He dicho fuera! —Anthony, farfullando de rabia, se acercó tambaleándose hacia el tercer oficial—. Quiero ver a Chispas, ¡inmediatamente!

—Dios bendito —repitió Haycox, saliendo.

Los dos ataques siguientes ocurrieron simultáneamente, una V de aviones torpederos que expandieron metódicamente la brecha del cuello de Dios mientras otro escalón de aviones de bombardeo en picado aumentaba con obstinacion la herida del estómago.

—Nunca he presumido de tener unos conocimientos particularmente sofisticados de política —confesó el padre Thomas.

—Esto no es política —gruñó Anthony—. ¡Es paranoia feminista! —Le apretó el brazo a Cassie—. ¿Se te ha ocurrido que, si este amiguito tuyo lo consigue, el cuerpo nos arrastrará a todos con él?

—No te preocupes, pronto bombardearán las cadenas. Si no te importa, quítame las zarpas de encima.

Lianne entró en el ala, la cara iluminada por una sonrisa ancha y serpenteante.

—¿Me ha llamado, capitán?

—Esos aviones están destruyendo nuestro cargamento —se lamentó Anthony.

—Ya lo veo.

—Quiero que te pongas en contacto con los líderes del escuadrón.

—A la orden.

—Hola, Lianne —dijo Cassie.

—Buenos días, cielo.

—Mierda, ¿tú tuviste algo que ver con esto, Chispas? —preguntó Anthony.

Lianne hizo una mueca de dolor.

—Confesaré que siento cierta solidaridad con lo que están intentando hacer esos aviones, capitán —respondió ella, esquivando la pregunta—. Ese cuerpo son malas noticias para las mujeres de todo el mundo.

—Mira el lado bueno —le dijo Cassie a Anthony—. Normalmente tendrías que pagar sesenta dólares para ver un gran espectáculo de Pembroke y Flume.

—¡Ponte en contacto con esos líderes, Chispas!


Oliver odiaba la batalla de Midway. Era ruidosa, confusa y manifiestamente peligrosa.

—¿Tenemos que estar tan cerca? —preguntó al alférez Reid por el interfono. El tercer ataque de los Devastators acababa de empezar y cinco aviones zumbaban sobre la camareta alta del superpetrolero, que no dejaba de dar vueltas, y tiraban los torpedos directamente al cuello de Dios. Con la explosión de cada carga, el Fresa Once respondía con una onda expansiva, girando y agitándose como una oca alcanzada por un tiro—. ¿Por qué no miramos —Oliver extendió un dedo índice tembloroso— desde allá? ¡Junto a aquel iceberg grande!

—No le escuche, alférez —respondió Pembroke, mientras se lanzaba sobre un recipiente con medio kilo de ensalada de macarrones.

—Oliver, tienes que entrar en ambiente —dijo Flume, metiéndose en la boca un huevo duro con salsa picante.

—Menudo golem, ¿eh? —dijo Pembroke.

—Apuesto a que se podría llevar un tanque Pershing por la uretra sin rascar siquiera los quitapiedras —soltó Flume.

—Dios, vaya sonrisa —dijo Pembroke.

Mientras el último Devastator cumplía su misión, una cháchara alegre salía por el transmisor receptor del Fresa Once, cinco recreadores de guerra que se sentían realizados a nivel creativo y que se elogiaban a sí mismos.

—¡Un río de pólvora!

—¡Caray, esto es fenomenal!

—¡Ese mamón las está pasando canutas!

—¡Cha, cha, cha!

—¡Yo pago las cervezas, chicos!

En aquel momento, el tercer escalón de Dauntless ocupó su puesto, subiendo velozmente a cinco mil metros. A causa del aturdimiento del miedo, a Oliver le daba la sensación de que el ataque aéreo iba bien. Estaba especialmente impresionado por el arte olvidado del bombardeo en picado, la forma hábil y temeraria en que los pilotos de los SBD convertían sus aviones en balas tripuladas: descendían en picado desde las nubes, se zambullían de cabeza hacia el estómago y, en el instante de soltar las cargas explosivas, se retiraban justo a tiempo para evitar caerse; una actuación realmente magnífica, que casi valía los diecisiete millones de dólares que le estaba costando.

Los Dauntless se salieron de la formación y atacaron, lanzando sus bombas destructoras al ombligo. Un tornado hirviente de color naranja que arrojaba llamas y humo cruzó el abdomen de Dios girando.

—¡Es tan hermoso! —exclamó Pembroke.

—¡Lo hemos logrado, Sid, ésta es nuestra obra maestra! —chilló Flume.

—¡Nunca lo superaremos, nunca, ni siquiera si hacemos un Día D!

—¡Estoy tan emocionado!

Una voz ronca de mujer salió el transmisor receptor del Fresa Once.

—¡Valparaíso a líderes de escuadrón! ¡Adelante, líderes de escuadrón!

El jefe de Torpedo Seis respondió al instante.

—Al habla el capitán de corbeta Lindsey de la Marina de los Estados Unidos —dijo en un tono a la vez curioso y hostil—. Adelante, Valparaíso.

—El capitán Van Horne desea hablar con usted…

La voz que llenó entonces la cabina del PBY estaba tan enfurecida que Oliver se imaginó los tubos del transmisor receptor explotando y salpicando la cabina de mando de cristales.

—¡¿Qué demonios se cree que hace, Lindsey?!

—Deber patriótico. Corto.

—¡Que le jodan!

—¡Que le jodan a usted! Corto.

—¡No tiene ningún derecho a destruir mi cargamento!

—¡Y usted no tiene ningún derecho a destruir la economía americana! ¡Me da igual lo bien que hable inglés! ¿Es que ustedes los japoneses nunca pueden jugar limpio? ¡Corto!

—¿Japoneses? ¿A qué se refiere?

—¡Sabe perfectamente a qué me refiero! —dijo Lindsey—. ¡América primero! ¡Fuera!

—¡Vuelve a transmitir, capullo!

Mientras los dos escuadrones giraban hacia el oeste y se dirigían a Point Luck, el Fresa Once volaba alrededor del cadáver, haciendo un rizo lento y pausado desde la nariz hasta las rodillas. Oliver se fijó en que el ombligo ya era bastante mayor, un cráter de cuatrocientos metros de ancho en el que el Mar de Noruega fluía como agua yéndose en espiral por el desagüe de una bañera. El cuello lucía una cueva enorme, cuyo portal era una masa de hielo hecho añicos y de carne hecha trizas. El único problema era que, a su juicio, que reconocía que era inexperto, Dios no se estaba hundiendo.

—Han hecho un gran trabajo con el estómago —dijo Pembroke.

—Una operación naval —afirmó Flume, con cara de póquer.

—Eh, ése ha estado bien, Alby.

—¿Por qué no hay más sangre? —preguntó Oliver.

—Ni idea —respondió Pembroke, devorando la ensalada de macarrones.

—¿Está congelada?

—Las bombas la habrían descongelado.

—Entonces, ¿dónde está?

—Es probable que nunca tuviera —dijo Flume—. La sangre es una cosa tan complicada… apuesto a que ni Mitsubishi puede hacerla.

Cuando el PBY planeaba sobre el pezón izquierdo del cuerpo, el transmisor receptor volvió a transmitir.

—Líder de Zorro Rojo a Madre Oca —dijo Lindsey—. Líder de Zorro Rojo a Madre Oca.

—Al habla Madre Oca —dijo el intérprete del almirante Spruance a bordo del Enterprise.

—Lanzamos nuestra última bomba hace diez minutos. Corto.

—¿Qué hay de Bombardeo de Reconocimiento Seis?

—También están desarmados. Nos dirigimos todos a la base para otra tanda. Corto.

—¿Qué tal va?

—Almirante, los japos podrían estar escuchando.

—No hay naves protectoras, ¿recuerda? —dijo Spruance—. No tienen cañones Bofors.

—Los blancos A y B han sufrido daños graves, almirante —informó Lindsey—. Muy graves. Corto.

—¿Akagi estaba haciendo agua cuando lo dejaron?

—No, almirante.

—Entonces cambiamos al Plan de Operación 29-67 —ordenó Spruance.

—Plan de Operación 29-67 —repitió Lindsey—. Una idea excelente.

—El segundo ataque está despegando ahora, con McClusky al mando de su escuadrón de Dauntless. Podemos empezar a recuperar sus aviones a partir de las 0945. Corto.

—Roger, Madre Oca. Fuera.

—¿Ahora me hablarán del Plan de Operación 29-67? —preguntó Oliver.

—Una estrategia de emergencia —explicó Pembroke.

—¿Qué estrategia de emergencia?

—La más sensacional que se haya hecho jamás —dijo Flume.

A las 1120 una oleada nueva apareció por el horizonte occidental, tres formaciones en V de aviones torpederos que se acercaban casi a nivel del mar mientras tres escalones de aviones de bombardeo en picado se reunían con ellos a varios kilómetros de altura.

—Comandante McClusky, Grupo Aéreo Seis, a capitán Van Horne de Valparaíso —llegó la voz aflautada del actor desde el transmisor receptor del PBY—. ¿Está ahí, Van Horne? Corto.

—Al habla Van Horne, gilipollas.

—Una pregunta, capitán. ¿Valparaíso lleva una provisión completa de botes salvavidas?

—¿Y a usted qué le importa?

—Supondré que eso significa que sí. Corto.

—¡No le ponga las patas encima a mi cargamento!

—Capitán, le informamos que a las 1150 horas ejecutaremos el Plan de Operación 29-67, según el cual Valparaíso será atacado por una sección de Devastators armados con torpedos Mk-XIII. Repito: a las 1150 su barco será atacado por una sección de…

Oliver salió del puesto del mecánico dando bandazos y se dirigió como pudo hacia las burbujas de las ametralladoras.

—¡McClusky ha dicho que va a atacar el Valparaíso!

—Lo sé —dijo Pembroke, sonriendo.

—El Plan de Operación 29-67 —dijo Flume, guiñándole un ojo.

—¡No puede atacar el Valparaíso! —gimió Oliver.

Valparaíso, no «el» Valparaíso.

—¡No puede!

—Shhh —dijo Pembroke.

—Tiene treinta minutos para abandonar el barco —ordenó McClusky desde el transmisor receptor—. Le recomendamos con insistencia que mantenga a sus oficiales y a su tripulación fuera del agua, que calculamos que debe de estar a unos seis grados bajo cero. El portaaviones fuera de servicio Enterprise les rescatará a las dos horas. Corto.

—¡Y una mierda voy a abandonar el barco! —dijo Van Horne.

—Haga lo que quiera, capitán. Fuera.

—¡Métase los torpedos por el culo, McClusky!

Pembroke se comió un rábano.

—Una estrategia desesperada —explicó—, pero inevitable dadas las circunstancias.

—Cuando el petrolero se hunda —detalló Flume, masticando un muslo de pollo—, arrastrará el golem con él, hasta la profundidad suficiente para inundar esas heridas.

—Después de lo cual, los pulmones y el estómago se empezarán a llenar, por fin.

—Y entonces…

—¡Tachan, misión cumplida!

Oliver cogió a Flume por los hombros y zarandeó al recreador de guerra como si intentara despertarle de un sueño profundo.

—¡Mi novia está en el Valparaíso!

—Sí, seguro —dijo Pembroke.

—Suéltame ahora mismo —dijo Flume.

—¡Hablo en serio! —chilló Oliver, soltando a Flume y balanceándose hacia atrás sobre la parte anterior de las plantas del pie—. ¡Pregúntale a Van Horne! ¡Pregúntale si no lleva a alguien llamada Cassie Fowler!

—Eh, tranquilo. —Flume abrió una Rheingold con un abridor de Fred Astaire de hierro colado—. Nadie saldrá herido. Vamos a darle a los japos cantidad de tiempo para que se salven. ¿Quieres una cerveza? ¿Un sandwich de fiambre de cerdo con cebolla?

—¡Ya has oído al capitán! ¡No abandonará el barco!

—Cuando haya recibido uno o dos impactos, estoy seguro de que recapacitará —dijo Pembroke—. Un barco grande como el Valparaíso tarda horas en hundirse, horas.

—¡Estáis locos! ¡Estáis como unas putas cabras!

—Eh, no te cabrees con nosotros —dijo Flume.

—Sólo estamos haciendo lo que nos encargaste que hiciéramos —añadió Pembroke.

—¡Poneos en contacto con el almirante Spruance! ¡Decidle que suspenda el ataque!

—Nunca suspendemos un ataque —dijo Flume, agitando el dedo índice de un lado a otro—. Tómate una Rheingold fría y deliciosa, ¿vale? Te sentirás mucho mejor. —El empresario teatral agarró el micrófono del interfono—. Alférez Reid, creo que sería una mala idea que el Sr. Shostak pusiera las manos en nuestro transmisor receptor.

—Escuchad, os he estado mintiendo —dijo Oliver con voz quejumbrosa—. Ese cuerpo de allá abajo no es un golem japonés.

—¿Ah, no? —dijo Pembroke.

—Es Dios Todopoderoso.

—Ya —dijo Flume con una sonrisa maliciosa.

—Es Dios mismo. Lo juro. Vosotros no querríais hacerle daño a Dios, ¿verdad?

Flume tomó un sorbo de su cerveza.

—Buf, Oliver, esa excusa es bastante mala.

A las 1150 exactamente, tal y como había prometido McClusky, una V de aviones torpederos volaron en círculos alrededor del petrolero e, ignorando las protestas frenéticas de Oliver, fueron a por él, lanzaron sus Mk-XIII y volaron sobre la camareta alta, cortando al mismo tiempo la bandera del Vaticano en jirones. Como tiburones tras un rastro de sangre, los cinco torpedos cruzaron la estela del Val, pasaron por debajo de la cadena de remolque de estribor, rozaron la popa y siguieron su camino. Un minuto después, alcanzaron un iceberg y detonaron, llenando el aire de un aluvión relumbrante de bolas de hielo.

—¡Ja! ¡Habéis fallado! —se oyó la voz de Anthony Van Horne por el transmisor receptor—. ¡No le daríais ni a un gato muerto con un matamoscas, payasos!

—Jopé, pensé que nuestros muchachos estaban mejor entrenados —dijo Pembroke.

—No están acostumbrados a estas temperaturas tan bajas —dijo Flume.

Dando un suspiro de alivio, Oliver miró al mar, más allá del Valparaíso, más allá de su cargamento. Un barco inmenso, recubierto de cohetes y cañones, se acercaba a toda marcha al campo de batalla desde el sur.

—Eh, Oliver, ¿qué es esa cosa? —preguntó Flume.

—A mí no me preguntes —respondió el presidente de la Liga de la Ilustración, poniéndose los auriculares.

—¡Dijiste que no habría naves de protección! —se quejó Pembroke—. ¡Lo dijiste bien claro!

—No tengo ni la más remota idea de qué hace ese barco aquí.

—Parece uno de esos petroleros del Golfo Pérsico, Sr. Flume —dijo Reid por el interfono.

—Sí, eso es lo que es —confirmó Eaton—. Un maldito petrolero del Golfo Pérsico.

—Típico de los noventa. —Reid ladeó al Fresa Once, pilotándolo hacia el oeste por encima de las cadenas de remolque—, presentarse cuando menos te los esperas.


—¡Habéis fallado! —gritó Anthony, recorriendo la timonera como un vendaval, rodeando con fuerza el micrófono del transmisor receptor con el guante, el cable colgando detrás de él como un cordón umbilical—. ¡Habéis fallado, mamones! ¡No le daríais ni al culo de un elefante con una pala de canoa! ¡No le darías a una puerta de granero con un globo de agua!

No se lo creía. Sabía que era sólo por un accidente afortunado que la primera formación de Devastators hubiera lanzado sus cinco peces sin marcar ni un gol. Ya había una segunda V girando hacia el oeste, preparándose para atacar.

—Capitán, ¿ordenamos a la tripulación que se ponga los chalecos salvavidas? —preguntó Marbles Rafferty.

—Parece buena idea —dijo Ockham.

—Largo del puente —le dijo Anthony bruscamente al sacerdote.

Rafferty se dio con el puño en la palma de la mano.

—Chalecos salvavidas, capitán. Chalecos salvavidas…

—Chalecos salvavidas —repitió Lianne Bliss.

—No —murmuró Anthony, colocando el micrófono encima de la terminal Marisat—. ¿Os acordáis de la Bahía Matagorda? Un tajo de sesenta metros en el casco y aun así no se hundió. Podemos recibir fácilmente un par de torpedos obsoletos… sé que podemos.

—Les quedan diez —señaló Rafferty.

—Entonces recibiremos diez.

—Anthony, tienes que creerme —dijo Cassie—. Nunca pensé que irían a por tu barco.

—La guerra es infernal, doctora.

—Lo siento de verdad.

—No lo dudo. Que te jodan.

Sorprendentemente, no podía odiarla. Cierto, su falsedad era flagrante, una traición a la altura del momento ignominioso en Accio cuando Marco Antonio había abandonado a su propia flota en plena batalla para salir tras Cleopatra. Aun así, de un modo extraño e incomprensible, admiraba el plan de Cassie. Su audacia le excitaba. No había nadie tan estimulante, decidió, como un contrincante digno.

La puerta del ala de estribor se abrió y Dolores Haycox se abalanzó al puente, con un walkie-talkie en la mano.

—El puesto de observación de popa informa sobre un barco que se acerca, capitán, un transportador de crudo ultra grande, lastrado, demora tres-dos-nueve.

Anthony resopló. Un transportador de crudo ultra grande. Maldita sea a pesar de la transfusión de sangre, a pesar de sus maniobras rápidas y hábiles entre los icebergs, no había logrado dejar atrás al Carpco Maracaibo. Cogió los prismáticos del puente y, mirando a través del parabrisas helado, enfocó. Dio un grito ahogado. No sólo era el Carpco Maracaibo un transportador de crudo ultra grande, sino que era un petrolero del Golfo Pérsico, cargado de formaldehído pero acercándose rápidamente. Su perfil espinoso viró hacia el este y pasó echando vapor junto a un iceberg con la forma de una muela gigantesca, en un rumbo directo hacia la oreja izquierda de Dios.

—¿Qué es eso, un acorazado? —preguntó Ockham.

—No exactamente —dijo Anthony, bajando los prismáticos—. Es evidente que sus amiguetes de Roma van en serio sobre lo de hacerme entregar la mercancía. —Se giró hacia el primer oficial—. Marbles, si nos desengancháramos de nuestro cargamento, esos Devastators ya no tendrían razón alguna para apuntarnos, ¿verdad?

—Así es.

—Entonces, propongo que llamemos al Maracaibo y le pidamos que nos separen las cadenas de un tiro.

Rafferty sonrió, un suceso tan poco frecuente que Anthony supo que el plan era sensato.

—En el peor de los casos, el capitán no aceptará —observó el primer oficial—. En el mejor…

—Dirá que sí, seguro —insistió Ockham—. Sea lo que sea lo que Roma ambiciona en última instancia, no desea que este barco se hunda.

—Chispas, ponte en contacto con el Maracaibo —ordenó Anthony, poniéndole el micrófono del transmisor receptor en la mano a Lianne Bliss—. Que se ponga el capitán.

—No deberían atacar su barco así —dijo ella—. No está bien.

Anthony no se sorprendió cuando, apenas treinta segundos después de que Bliss se metiera en el cuarto de radiotelegrafía, el Maracaibo atacó, disparando un misil guiado Sea Dart hacia la segunda formación de Devastators. «Si la teoría de Cassie era cierta —pensó—, entonces las fuerzas representadas por la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial y aquellas representadas por el petrolero del Golfo no habían tenido conocimiento de las maquinaciones de unos y otros. Pero, de repente, ahí estaban, llegando simultáneamente al mismo mar insólito, compitiendo por el mismo premio insólito.»

—¡Eh, el Maracaibo no puede hacer eso! —gritó Cassie—. ¡Mataran a alguien!

—Eso parece —dijo Anthony, seco.

—¡Es un asesinato!

En el instante en que los Devastators iniciaron su retirada caótica, la V se dividió en cinco aviones separados, Bliss pasó el intercambio radiofónico al puente.

—¡Dispersaos, chicos! —gritaba el líder de la formación—. ¡Dispersaos! ¡Dispersaos!

—¡Dios, lo tiene en la cola, comandante Waldron! —gritó un aviador.

—¡Madre santísima!

—¡Tírese en paracaídas, comandante!

Anthony alzó la mano y saludó aproximadamente en dirección del petrolero del Golfo.

—¡Dile al Maracaibo que esto no es más que una recreación! —gritó Cassie—. ¡Se supone que nadie debe salir herido!

Mientras Anthony seguía su trayectoria con los prismáticos, el avión torpedero de plomo pasó disparado por la cubierta de barlovento del Val, perseguido obstinadamente por el Sea Dart.

—¿Por qué es tan lento el misil? —preguntó Anthony.

—Está termodirigido, diseñado para captar el gas de escape de aviones con motor a reacción —explicó Rafferty—. Tardará un rato en darse cuenta de que está siguiendo la trayectoria de un motor en estrella antiguo.

Con una mezcla extraña de horror puro y de fascinación inexcusable, Anthony vio cómo el misil ubicaba el objetivo y se dirigía a él. Una explosión iluminó el cielo de acero, vaporizó a los dos tripulantes del Devastator y desintegró su fuselaje, los mil fragmentos en llamas destellaban en el aire como el aura de una migraña.

Desde el altavoz del puente un aviador gritó:

—¡Le han dado al comandante Waldron! ¡A Waldron y a su artillero!

—¡Dios!

—¡Igual que en el 42!

—¡Cabrones de mierda!

—¡Desgraciados japoneses!

—El Maracaibo no contesta —dijo Bliss, saliendo a toda prisa del cuarto de radiotelegrafía.

—Sigue tratando de ponerte en contacto con él.

—Nos está bloqueando, capitán.

—¡He dicho que sigas intentándolo!

Cuando Bliss regreso a su puesto, dos misiles más saltaron del Maracaibo, un esbelto Crotale francés y un delicado Aspide italiano, que se dirigieron a toda velocidad hacia la tercera formación de Devastators. Segundos después llegó el resplandor bermellón y estruendoso del Crotale al explotar, que eclipsó el sol de medianoche e hizo estallar en mil pedazos el avión de plomo, seguido del plumaje rojo y violeta del Aspide, que, arremolinándose y chillando, incendió su objetivo. Cuatro paracaídas blancos se abrieron sobre el Mar de Noruega, bajando suavemente a los aviadores hacia una muerte por hipotermia.

—Hostia puta, las tripulaciones se han tirado en paracaídas —dijo Rafferty.

—Que Dios les ayude —dijo Ockham.

—No, nosotros les ayudaremos —soltó Anthony, cogiendo el micrófono del interfono y sintonizando con el puesto del contramaestre—. Van Horne a Mungo.

—Al habla Mungo.

—Hay cuatro hombres en el agua, demora dos-nueve-cinco. Baja un bote salvavidas, recógelos, dúchalos con agua caliente y estate preparado para rescatar a cualquier otro que salte.

—A la orden, capitán.

Una vez más Dolores Haycox apareció desde el ala.

—El puesto de observación de estribor informa que se acerca la estela de un torpedo, capitán, demora dos-uno-cero.

Anthony alzó los prismáticos. La estela de un torpedo. En efecto. Mientras le daban caza al comandante Waldron, era obvio que uno de sus colegas había disparado.

—¡Todo a estribor!

—¡Todo a estribor! —repitió An-mei Jong, girando el timón bruscamente cuarenta grados.

Entonces sucedió. Antes de que el petrolero pudiera responder al timón, un chirrido horroroso y como de una dentellada llegó al puente, el crujido a cámara lenta de metal devorando metal, seguido de un ruido sordo profundo y que no presagiaba nada bueno. De pared a pared, la timonera tembló.

—Una espoleta de acción retardada —explicó Rafferty—. El pez penetró nuestras placas antes de estallar.

—¿Eso es bueno o malo? —preguntó Ockham.

—Malo. Esos chismes de mierda causan el doble de daño así, como balas dum-dum.

Agarrando el micrófono de megafonía, Anthony le dio al interruptor.

—¡Atención! ¡Acabamos de recibir un torpedo Mk-XIII por la aleta de estribor! ¡Repito: impacto de torpedo por la aleta de estribor! ¡Recordad, marineros, debajo de las cubiertas el Val está dividido en veinticuatro tanques estancos, no estamos en peligro de naufragar! ¡Estad preparados para recoger a los supervivientes del grupo del Sr. Mungo!

—¡El Maracaibo sigue sin querer hablar! —informó Bliss desde el cuarto de radiotelegrafía.

—¡Sigue intentándolo!

—¿Y ahora qué? —preguntó Rafferty.

—Ahora voy a ver si lo que acabo de decirle a la tripulación es verdad.

Anthony apenas había entrado en la cabina del ascensor y empezado a bajar cuando un segundo Mk-XIII perforó el Valparaíso y explotó. La onda expansiva volvió a subir la cabina hasta la séptima planta. Se cayó de rodillas. La cabina cayó en picado, los cables de acero detuvieron la caída como las correas elásticas al salvar a un saltador de puenting.

Cuando Anthony salía corriendo, un tercer pez encontró su objetivo y provocó un estremecimiento metálico por todo el casco del Val. Corrió por la pasarela. Dos Devastators culpables pasaron rugiendo por la cubierta de barlovento, huyendo de la escena de su crimen. Una fragancia acre llenaba el aire, una mezcla de metal caliente y goma quemada teñida de un leve olor, como el de freír carne. El capitán bajó por la escalera de en medio del barco, corrió hasta la amurada de estribor y se inclinó por la barandilla.

Déjà vu. «¡No!» Estaba ocurriendo otra vez, todo el vertido imposible. «¡No! ¡No!» El Valparaíso perdía, sangraba, se desangraba el lastre, que iba a parar al Mar de Noruega. Sangre, sangre espesa, litro tras litro de sangre chisporroteante, humeante y acre que se esparcía hacia fuera desde el casco herido como la primera plaga de Egipto, manchando las aguas de rojo. «¡No! ¡No!»

Anthony miró hacia el oeste. A cuatrocientos metros de allá, Mungo y su equipo del bote salvavidas remaban hacia las tripulaciones torpedeadas: cuatro recreadores de guerra entumecidos, flotando entre las cubiertas de sus aviones y las cuerdas enredadas de sus paracaídas.

Se sacó el walkie-talkie de la cintura y gritó:

—¡Van Horne a Rafferty! ¡Adelante, Marbles!

Miró hacia abajo. Era evidente que un torpedo se había topado con el jardín de Follingsbee, ya que en la corriente de Groenlandia florecían tronchos enormes de brécol, naranjas de veinticuatro kilos y zanahorias del tamaño de tablas de surf, toda la comida nutritiva flotando en la marea carmesí como picatostes en un gazpacho.

—Jesús, dos impactos más, ¿no? —se lamentó Rafferty desde el walkie-talkie—. ¿Cómo está el panorama allá abajo?

—Sangriento.

—¿Nos hundimos?

—Estamos bien —insistió Anthony. Su evaluación fue honesta, pero también una especie de oración—. Llama a O’Connor y asegúrate de que las calderas están bien. Y que todos se pongan los chalecos salvavidas.

—¡A la orden!

El capitán se giró hacia el norte. Una aurora de un azul enfermizo brillaba con luz trémula en el cielo. Debajo de las olas, un cuarto torpedo seguía su camino, derecho hacia la proa.

—¡Deténte! —le chilló al pez espantoso—. ¡Tú, deténte!

El torpedo dio en el blanco y, al abrirse el compartimiento de carga por la explosión, soltando sus provisiones sagradas, una pregunta inquietante le entró en el cerebro.

—¡Deténte! ¡No! ¡Deténte!

Si el Val se hundía, ¿se suponía que él tenía que hundirse con él?


—¡Dadles a esos cabrones! —gritó Christopher Van Horne por el micrófono del interfono—. ¡Disparadles y sacadles del cielo! —le ordenó al primer oficial, un corso enjuto y nervudo llamado Orso Peche, que en ese momento estaba situado en el búnker de control de lanzamiento de en medio del barco. El patrón del Maracaibo se giró hacia Neil Weisinger—. ¡Vira a la derecha a cero-seis-cero! ¡Están intentando matar a mi hijo!

Neil nunca había visto una furia tan explosiva como ésa en un capitán marino… en ningún hombre.

—A la derecha a cero-seis-cero —repitió, girando el timón.

La miseria del capitán era comprensible. De todo el escuadrón llamado Torpedo Seis, sólo quedaban tres aviones armados en la lucha, pero si tan siquiera uno de ellos le metía su carga en el sangrante Val, seguro que éste moriría.

—¡Avante a toda máquina!

—Avante a toda máquina —repitió Mick Katsakos en la consola de control—. ¿Qué es esa cosa roja?

—Lastre —explicó Neil.

—Ojalá llevara mi cámara.

Un Aspide pequeño y elegante salió disparado de su lanzador. Ubicó y destrozó su blanco justo cuando la tripulación se tiraba en paracaídas.

—Ha caído uno, quedan dos —informó Peche por el interfono.

—Eso es todo un cuerpo —dijo Katsakos—. Mm, mm.

—Nunca ha habido otro igual —dijo Neil.

Entonces, de repente, apareció otro hombre en el puente. Con un alba impermeable, temblando de una furia que sólo palidecía al compararla con la del capitán, el cardenal Tullio Di Luca fue hacia la consola caminando como un pato.

—¡Capitán, ha de dejar de disparar a esos aviones! ¡Ha de parar ahora mismo!

—¡Están intentando matar a mi hijo!

—¡Sabía que había contratado al hombre equivocado!

Por décima vez desde que el Maracaibo llegara al paralelo 71, el español viejo y de facciones duras llamado Gonzalo Cornejo se asomó desde el cuarto de radiotelegrafía para anunciar que la oficial de comunicaciones del Valparaíso estaba tratando de ponerse en contacto.

—Me está… ¿cómo se dice?… me está volviendo majara.

—Te gustaría contestarle, ¿no? —preguntó el capitán.

—Sí, capitán.

—Dile al Valparaíso que Christopher Van Horne no negocia con chulos de la industria del cine porno. ¿Lo has entendido, Gonzo? No hablo con chulos. —Mientras Cornejo daba una media vuelta seca, el capitán le dio una segunda orden—. Pasa el intercambio al puente, ¿vale? —Luego se volvió hacia Neil y dijo—: diez grados de timón izquierdo.

—Diez a babor —dijo Neil, preguntándose qué clase de hombre cometería un asesinato a sangre fría por su hijo pero se negaría a cruzar dos palabras con él por la radio.

—Escúcheme bien, capitán, si no puede resistir la tentación de disparar sus misiles, entonces simplemente tendremos que irnos —masculló Di Luca, con la cara roja—. ¿Entiende lo que le digo? Le estoy ordenando que le dé la vuelta a este barco.

—¿Quiere decir que me bata en retirada? Y una mierda, Eminencia.

—El cardinale tiene razón —intervino Katsakos—. Quizá ya se ha fijado, pero esos idiotas aún tienen seis aviones de bombardeo en picado armados junto al vientre.

Al mismo tiempo en que el oficial hablaba, el tono nervioso del piloto de un Devastator salió a todo volumen del altavoz del puente.

—Teniente Sharp a comandante McClusky. Adelante, comandante.

—Al habla McClusky —respondió el líder del Grupo Aéreo Seis desde su posición sobre el ombligo.

—Comandante, ¿le queda algún torpedo?

—Los de un escalón. Estamos a punto de descargarlos. Corto.

—Hay un petrolero del Golfo Pérsico en el campo —dijo Sharp—. ¿Hay posibilidades de que nos pueda echar una mano?

—¿Un petrolero del Golfo? ¡Uauh! Spruance dijo que no habría ningún barco de protección. Corto.

—Supongo que nos soltó una trola.

—Nunca hemos hecho un guión con un petrolero del Golfo, Sharp, nada tan moderno. Corto.

—¡Nos está jodiendo vivos! ¡Sólo quedamos Beeson y yo!

—Dios. Está bien, veré qué podemos hacer…

La piel dorada mediterránea de Katsakos adquirió un tinte decididamente verdoso.

—Capitán, ¿me permite que le recuerde que llevamos la bodega llena? Si una sola de las bombas de McClusky hace contacto, estallaremos como Hiroshima.

Un picor se apoderó de Neil, un cosquilleo como el que no experimentaba desde que se asfixió con gas en el Val. Los aviones de bombardeo en picado se acercaban, llevando sus cerillas mortales.

—Debería haberme quedado en la ciudad de Jersey —le dijo a Di Luca—. Debería haber esperado a que llegara otro barco.

—Siempre podemos regresar después y asegurarnos de que el Enterprise ha recogido a su hijo y a su tripulación de los botes salvavidas —dijo Katsakos—. En cuanto a ahora…

—Anthony Van Horne no se arrastrará a ningún bote salvavidas —afirmó el capitán—. Se hundirá con su barco.

—Eso ya no lo hace nadie.

—Los Van Horne sí.

Mirando por los prismáticos del puente, Neil vio cómo el escalón de Dauntless de McClusky abandonaba el vientre e iniciaba un ascenso constante, con la intención evidente de dar una vuelta y atacar al Maracaibo por detrás.

—Sr. Peche —dijo el capitán por el micrófono del interfono—, tenga la bondad de apuntar con Crotales a los aviones de bombardeo en picado que se acercan. —Agarró el chaquetón del segundo oficial y lo retorció como un torniquete—. ¿Quién hay a bordo que sepa utilizar un cañón Phalanx?

—Nadie —dijo Katsakos.

—¿Tú no?

—No, capitán.

—¿Peche no?

—No.

—Entonces lo dispararé yo.

—¡Insisto en que demos la vuelta! —gritó Di Luca, furioso.

—Sr. Katsakos, le dejo al mando —dijo el capitán, marchándose—. Cambie el rumbo según lo requiera la situación, que me permita disparar bien a las cadenas de remolque, ¡sólo le dan al Val para que el cuerpo se hunda con él!

Neil miró hacia el sur. Dos Crotales cruzaban volando sobre la nariz de Dios hacia los aviones de bombardeo en picado que estaban maniobrando. Las cabezas explotaron al mismo tiempo y alcanzaron al líder del escalón y al avión que le seguía tan sólo un instante después de que los pilotos y los artilleros se hubiesen tirado en paracaídas. Dejando un rastro de combustible negro, el primer Dauntless se estrelló contra la barbilla, hizo añicos la costra de hielo e incendió la barba. Sin alas, el segundo avión se convirtió en una esfera en llamas, que rugió por el cielo y cayó en el ojo izquierdo de Dios como carbonilla.

Neil enfocó la barba: cada pelo estaba envuelto en una llama alta y delgada enroscada alrededor del tallo. Bajó la mirada. Christopher Van Horne estaba en la cubierta del castillo de proa, inclinado sobre el Phalanx de estribor, su parka violeta ondeando al viento ártico.

—Rumbo franco —dijo Katsakos desde la consola de control.

—Rumbo franco —repitió Neil.

Cuando la sangre chocó contra la proa del Maracaibo, su capitán hizo virar bruscamente el cañón y apuntó. Una bocanada súbita de humo apareció, formando un halo alrededor de la boca. A cincuenta metros del Valparaíso una fuente de agua del mar salió disparada al aire, del centro exacto entre las cadenas.

—Diez a la izquierda —murmuró Katsakos.

—Diez a la izquierda.

Van Horne volvió a disparar. Esta vez el proyectil dio en el blanco, y convirtió el eslabón central en un destello plateado de metal pulverizado. Al partirse la cadena, el segmento más cercano al cráneo se deslizó hasta el océano mientras que su pareja, corta y gruesa, salía disparada hacia la popa y chocaba contra el casco con gran estrépito.

—¡Buen tiro, capitán! —gritó el oficial emocionado—. ¡Rumbo franco!

—Rumbo franco —dijo Neil.

—¡Aviones de bombardeo en picado a las doce! —gritó Katsakos.

Otro proyectil voló desde el Phalanx de estribor, desintegró un eslabón y separó limpiamente el Val de su cargamento. No estaba claro si Christopher Van Horne vio o no el fruto de su puntería, ya que en el instante en que la cadena se rompía, un Dauntless lanzó su carga explosiva a apenas dieciséis metros del capitán. La bomba detonó. Cañón, escotillas, carámbanos de hielo y trozos de la amurada salieron volando hacia el cielo empujados por una columna de fuego. Pocos segundos después, el castillo de proa entero estaba ardiendo, con gotas de humo negro que se arremolinaban sobre la cubierta agrietada, como nubes de lluvia listas para soltar tinta china.

—¡No! —chilló Katsakos.

—¡Me cago en la hostia! —gimió Neil.

—¡Le dije que diera la vuelta! —farfulló Di Luca.

El sistema contra incendios se puso en marcha, impecable. Mientras se oía el estruendo de la bocina, apareció una docena de mangueras mecánicas que se alzaron desde las amuradas como morenas deslizándose desde sus guaridas. Unos chorros de espuma blanca salieron disparados de las bocas.

—¡Jesús! —gritó Katsakos mientras las llamas agonizaban y morían—. ¡Señor! —gimoteó. La espuma bajó como una marea al salir, dejando una masa de tuberías fundidas y el cuerpo caído de Christopher Van Horne—. ¡Dios santo, han volado al capitán!


Cuando el Maracaibo entró en guerra con el Grupo Aéreo Seis e incineró sus aviones torpederos y sus aviones de bombardeo en picado con misiles teledirigidos mortíferos, el foco del terror de Oliver pasó de Cassie a él. No le daba vergüenza. De hecho, era a Cassandra a quien le gustaba descartar el llamado heroísmo diciendo que estaba a un solo paso del autoengaño teísta y, además en aquel momento el peligro por sí mismo superaba claramente al de Cassie, ya que era probable que el Maracaibo tomara al Fresa Once como otro avión hostil más y lo atacara en consecuencia.

Cierto, el petrolero del Golfo acababa de sufrir un impacto directo de una bomba de destrucción de doscientos kilos. Sin embargo, en vez de hacer estallar el cargamento de petróleo de la nave o el combustible de la carbonera, la explosión sólo había incendiado la cubierta del castillo de proa —una conflagración localizada que los lanzadores automáticos de espuma controlaron rápidamente—, y no tardó en apuntar con entusiasmo a los dos Devastators y a los tres Dauntless armados que quedaban en el aire.

—¡No puedo soportarlo! —gritó Oliver.

—¿Estás asustado? —preguntó Flume, quien tampoco parecía muy feliz.

—¡Pues claro que lo estoy!

—No te sientas avergonzado si te cagas encima —dijo Pembroke, igual de consternado que él—. Durante la Segunda Guerra Mundial, casi un cuarto de los soldados de infantería perdió esa clase de control durante la batalla.

—Al menos, ésos fueron los que lo reconocieron —añadió Flume, que se enrolló la muñeca nerviosamente con el cable de los auriculares—. Es probable que el porcentaje real fuera más alto.

Con las cadenas de remolque cortadas, el Valparaíso escoraba muchísimo hacia estribor. La sangre formaba un charco a lo largo del casco. «Incluso si empezase a zozobrar —pensó Oliver—, Cassie y sus camaradas de barco tendrían tiempo de sobra para escaparse en los botes salvavidas, mientras que si el Maracaibo abría fuego sobre el Fresa Once, lo más probable era que su tripulación y sus pasajeros murieran.»

—Van Horne lo debe de haber equilibrado con sangre —dijo Reid por el interfono—. Buena forma de aligerar la carga, ¿verdad, Sr. Flume?

Flume no respondió. Su compañero permaneció igualmente callado. Mientras el Maracaibo recogía lo que quedaba del Grupo Aéreo Seis, los recreadores de guerra estaban sentados con rigidez en las burbujas de las ametralladoras y escuchaban las emisiones del transmisor receptor, un programa radiofónico de terror que ponía en evidencia a su amado Inner Sanctum.

—¡Misil a las seis!

—¡Auxilio! ¡Auxilio!

—¡Tiraos todos en paracaídas!

—¡Ayudadme!

—¡Salta!

—¡Mierda!

—¡Mamá! ¡Mamá!

—¡Esto no está en mi contrato!

Oliver tenía ganas de rezar, pero era imposible reunir la energía necesaria cuando los restos descompuestos, helados y violados del Dios en el que no creía se extendían tan descarnadamente ante sus ojos.

—¿Alby?

—¿Sí, Sid?

—Alby, no me estoy divirtiendo.

—Sé a qué te refieres.

—Alby, me quiero ir a casa.

—Alférez Reid —dijo Flume por su micrófono del interfono—, tenga la bondad de ascender a tres mil metros y salir para Point Luck.

—¿Quiere decir que nos retiramos?

—Nos retiramos.

—¿Habían abandonado alguno de sus espectáculos alguna vez? —preguntó Reid.

—Vamonos, Jack.

—Roger —dijo el piloto, tirando de la válvula de control.

—¿Alby?

—¿Sí, Sid?

—Dos de nuestros actores han muerto.

—La mayoría se tiró en paracaídas.

—Dos han muerto.

—Lo sé.

—Waldron ha muerto —dijo Pembroke—. Su artillero también, el alférez Collins.

—Caray Otis, ¿no? —dijo Flume—. Le vi en el Helen Hayes una vez. Yago.

—Alby, creo que hemos hecho algo malo.

—¡Atención, Torpedo Seis! —se oyó la voz del intérprete de Ray Spruance por el transmisor receptor—. ¡Atención Bombardero de Reconocimiento Seis! ¡Escuchad, soldados, sea como sea, no nos pagan para que nos metamos con un petrolero del Golfo! ¡Interrumpid el ataque y regresad a Enterprise! ¡Repito: interrumpid el ataque y regresad! ¡Levamos anclas a las 1530 horas!

Un avión de bombardeo en picado inutilizado apareció de la nada, con unas cortinas de fuego que le envolvían las alas. El avión pasó zumbando tan cerca que Oliver le vio la cara al piloto, o más bien, se la habría visto si no hubiera estado quemada hasta el hueso.

—¡Es el alférez Gay! —gritó Pembroke—. ¡Le han dado al alférez Gay!

—¡Dios, no, por favor! —chilló Flume.

El Dauntless fuera de control iba derecho hacia la cola del hidroavión, despidiendo chispas y teas. Pembroke chilló como un loco, moviendo las manos de un lado a otro como si intentara imitar en el aire el juego de hacer cunas frenéticamente. Entonces, cuando Fresa Once alcanzaba los tres mil pies, el bombardero chocó con él, partió el timón del PBY, le cortó el estabilizador de estribor, le perforó el fuselaje y vertió gasolina ardiendo en el compartimiento de artillero del túnel. Cada uno de los desastres se desarrolló con tanta rapidez que el único grito de Oliver bastó para cubrirlos todos. Una bola de fuego se propagó por el suelo de popa y entró en la burbuja de babor. Un calor abrasador llenó la cabina. En pocos segundos, los pantalones de algodón de Albert Flume, su pañuelo de aviador y el chaleco antibalas estaban en llamas.

—¡Aaayyyy!

—¡Alby!

—¡Apágame!

—¡Apágale!

—¡Dios, apágame!

—¡Tenga! —El intérprete de Charles Eaton le puso un cilindro rojo brillante en la falda a Oliver.

—¿Qué es esto? —Oliver no sabía si las lágrimas que le inundaban los ojos le brotaban por el terror, por la piedad o por la bocanada de humo negro que pasaba por el puesto del mecánico—. ¿Qué? ¿Qué?

—¡Lea las instrucciones!

—¡Dios mío! —gritó Flume—. ¡Dios bendito!

—¡Creo que hemos perdido la cola! —gritó Reid por el interfono.

Oliver se secó los ojos. MANTENER DERECHO. Lo hizo. TIRAR DE LA CLAVIJA. ¿Clavija? ¿Qué clavija? Trató desesperadamente de agarrar varias cosas —por favor, Dios, por favor, la clavija—, y de pronto estaba sujetando algo que parecía una clavija.

—¡Apágame!

—¡Apágale! ¡Oh, Alby, colega!

ALEJARSE TRES METROS Y APUNTAR A LA BASE DEL FUEGO. Oliver cogió la manguera de descarga y la apuntó hacia Flume.

—¡Hemos perdido la cola!

—¡Apágame!

APRETAR LA PALANCA Y MOVER DE UN LADO A OTRO. Una vaporización gris y densa salió a chorros de la bocina y cubrió al recreador de guerra con productos químicos nauseabundos que sofocaron las llamas al instante.

—¡Me va a doler! —se quejaba Flume mientras el PBY se inclinaba peligrosamente, cayéndose hacia el océano—. ¡Me va a doler mucho!

—¡No tenemos cola!

—¡Dame pantalones que valgan millones! ¡Empieza a doler!

Tras arrancarse los auriculares, Oliver pasó arrastrándose junto a la silueta de Flume, que humeaba y se retorcía, entró tambaleándose en el compartimiento del artillero del túnel y empezó a atacar las llamas.

—¿Por qué Dios permite esto? —le preguntó Pembroke a nadie en particular.

—¡Con hombros Gibraltar, brillantes como un altar! —gritaba Flume, retorciéndose de agonía—. ¡Oh, Dios, cómo duele! ¡Duele tanto!

Todos trataban de ser educados.

Todos se esforzaban por evitar el tema.

No obstante, al final, la situación de Albert Flume no se podía negar y justo antes de que Fresa Once se desplomara en el Mar de Noruega y se partiera en un montón de trozos, Pembroke se giró hacia su mejor amigo y dijo, en una voz baja y triste:

—Alby, colega, no tienes brazos.

Padre

Por uno de esos milagros que en una época anterior podría haber obrado el mismísimo Jehová, el Valparaíso se mantuvo a flote aquella tarde, lo que permitió que los oficiales, la tripulación y los recreadores de guerra rescatados lo abandonaran de forma ordenada. Incluso hubo tiempo para salvar algunos artículos cruciales: armarios, instrumentos musicales, filetes de Corpus Dei, unos cuantos tarros de grasa gloriosa, algunas superverduras del jardín de Follingsbee, la copia de Los diez mandamientos. El Valparaíso estaba en fase terminal, por supuesto. Anthony lo sabía. Un capitán siempre lo sabía. Ningún remiendo ingenioso o esfuerzo heroico de bombeo lo podía salvar. «Pero vaya un luchador —pensó—, vaya un caballero duro, cediendo menos de tres metros por hora al ensangrentado Mar de Noruega». Al mediodía, la cubierta de barlovento estaba completamente hundida, pero la superestructura todavía se veía, surgía entre las olas como un hotel encaramado sobre unos pilones.

A las 1420, Anthony empezó a transportar al último grupo por el océano rojo al Carpco Maracaibo, un grupito lúgubre compuesto por Cassie, Rafferty, O’Connor, el padre Ockham y la hermana Miriam, cada uno con un petate en la mano. Nadie decía ni una palabra. Cassie se negaba a mirarle a la cara. Él sabía que ella tenía mucho que rumiar, varias razones por las que estar triste: el fracaso de su conspiración, el aterrizaje forzoso del avión de su novio, las muertes de John Waldron y de otros dos mercenarios. Si él mismo no estuviera embotado y abatido, podría incluso haber sentido lástima por ella.

Aparcó la Juan Fernández junto a un muelle de caucho vulcanizado atado al casco del Maracaibo, esperó a que todos desembarcaran y luego soltó amarras.

—¿Adonde va? —le dijo Rafferty.

—Me he olvidado el sextante.

—¡Jesús, Anthony, ya le compraré yo un sextante en Nueva York!

—¡Me lo regaló mi hermana! —gritó hacia las figuras que iban desapareciendo en el muelle.

A las 1445 Anthony estaba de vuelta en el lugar del naufragio, maniobrando la Juan Fernández a lo largo de la ventana de la primera planta. Rompió el cristal con el ancla sin cepo de la lancha y trepó por encima del alféizar. El ascensor había sufrido un cortocircuito, así que usó la escalera de cámara. Al llegar a la séptima planta, entró en la sala de navegación, cerró la puerta con llave y esperó.

El cerebro perdido.

El cuerpo perdido.

El Val perdido.

En realidad no tenía elección. Había echado a perder la misión. Su segunda oportunidad había desaparecido.

Se quedó mirando la mesa de formica. El revoltijo de mapas le atormentaba. Sulawesi, con olor al vientre de Cassie. Pago Pago, tan evocador de sus pechos. Alzó la mirada. En la pared de proa, el Mediterráneo; en la pared de popa, el océano Índico; en la pared de babor, el Pacífico Sur; en la pared de estribor, el Atlántico Norte. Estaba renunciando a tanto, todas esas extensiones de mar y zonas costeras maravillosas, la mayoría saqueadas y arrasadas por la especie reinante y aun así dolorosamente hermosas en su esencia. Que ningún hombre dijera que Anthony Van Horne no sabía lo que perdía.

Su migraña despertó. En un rincón del aura, una garceta cubierta de petróleo subió del mapa de la Bahía Matagorda y batió las alas apelmazadas. Segundos después, una ballena piloto, brillante por el crudo de Texas, salió retorciéndose del mismo mar envenenado, dio un coletazo en el suelo y murió. ¿Cómo llegaría el final? ¿Entraría el océano en la sala de navegación y le ahogaría? ¿O era la puerta lo bastante estanca para que pudiera sobrevivir al descenso a la Dorsal de Mohns, para morir cuando las presiones imposibles golpearan la superestructura, y la aplastaran como a un huevo?

Llamaron con fuerza a la puerta. Luego llamaron cuatro veces, toc, toc, toc, toc. Anthony no hizo caso. Su visita insistió.

—¿Sí?

—Soy Thomas. Abra.

—¡Fuera!

—El suicidio es un pecado, Anthony.

—¿A los ojos de quién? ¿De Dios? Se convirtieron en gelatina hace dos semanas.

Recordaba que al menos uno de los almirantes perdedores de Midway había hecho lo que correspondía. Anthony estaba sediento de detalles. ¿Se había encadenado al timón el pobre japonés derrotado? ¿Había cambiado de idea en el último minuto pero había muerto de todos modos porque no había nadie cerca que le abriera las esposas?

Entonces oyó una voz nueva.

—Anthony, abre la puerta. Ha pasado algo increíble.

—¡Cassie, vete! ¡Estás en un barco que se está hundiendo!

—Acabo de hablar con el segundo oficial del Maracaibo y dice que su capitán se llama Christopher Van Horne.

La migraña de Anthony ardió más que nunca.

—¡Vete!

—Christopher Van Horne —repitió ella—. ¡Tu padre!

—Mi padre está en España.

—Tu padre está a mil metros a babor. Abre la puerta.

Una risa oscura subió desde el fondo del pecho de Anthony. ¿Él? ¿Su querido papá? Pero, claro, naturalmente, ¿a quién, si no, habría escogido el Vaticano para ir a la caza del Val y robarle el cargamento? Se preguntó cómo le habían hecho dejar la jubilación. Dinero, lo más probable (Colón también había sido avaricioso). ¿O al viejo le había seducido la oportunidad de volver a humillar a su hijo?

—Quiere verte, dice Katsakos —Cassie sonaba como si estuviera a punto de ponerse a llorar.

—Quiere robarme el cargamento.

—No está en condiciones de robar nada —insistió Ockham—. Estaba al aire libre cuando la bomba alcanzó el Maracaibo.

—¿Está herido?

—Suena bastante grave.

—¿Y supone que iré?

—Supone que se hundirá con su barco —dijo el sacerdote—. «Los Van Horne se hunden con sus barcos», le dijo a Katsakos.

—Entonces no debo decepcionarle.

—Me imagino que le conoce bastante bien.

—No me conoce en absoluto. Volved al Maracaibo, los dos.

—Intentó salvar el Val —protestó Cassie.

—Lo dudo —dijo Anthony.

—Abre la puerta. ¿Por qué crees que cortó las cadenas?

—Para llevarse mi cargamento.

—Para detener el ataque de los torpedos. ¿Por qué crees que disparó a los aviones?

—Para que no hundieran nuestro cargamento.

—Para que no te hundieran a ti. Pregúntale a Katsakos. Abre la puerta.

Anthony se quedó mirando fijamente la pared de estribor. Se imaginó a Dios amasando el continente primigenio, separando Sudamérica de África; vio el océano nuevo, el Atlántico, fluyendo en el hueco como el líquido amniótico derramándose de un saco amniótico roto. ¿Decía Cassie la verdad? ¿Había utilizado el viejo las tácticas de Midway realmente con la intención de salvar el Val?

—Perdí a Dios.

—Sólo de momento —dijo Ockham—. Aún podrá acabar este trabajo.

—Tu padre te quiere —intervino Cassie—. Yo también, en realidad. Abre la puerta.

—El Val está sentenciado —dijo Anthony.

—Entonces tendrás que engancharlo al Maracaibo, ¿no?

—El Maracaibo no es mío.

—Eso no tiene por qué detenerte.

Anthony abrió la puerta.

Allí estaba ella, con los ojos húmedos y hundidos, los labios agrietados y una franja de escarcha que se le extendía por la frente como una diadema de diamantes. Señor, qué pareja tan perfecta formaban: dos personas tenaces preocupadas por siete millones de toneladas de carroña, aunque por razones muy diferentes.

—¿Me amas, Cassie?

—Aun sabiendo que es un error.

Anthony se sacó las gafas de espejo del bolsillo de la parka, se las puso y, dándose la vuelta, se enfrentó a Ockham con un reflejo doble de sí mismo.

—¿De verdad cree que podemos reanudar el remolque?

—Le he visto sacar conejos más grandes de sombreros más pequeños —dijo el sacerdote.

—De acuerdo, pero primero he de ir a mi camarote. Necesito algunas cosas. Un cuaderno de Popeye el marino…

Ockham se encogió.

—Capitán, el Val está a punto de partirse.

—Un sextante de latón —dijo Anthony—. Una botella de Borgoña.

—Date prisa.

—La pluma de un ángel.


—Desde luego veo el parecido —dijo el joven nervioso con el estetoscopio helado colgado del cuello y la tablilla de aluminio con sujetapapeles apretada contra el pecho—. La frente alta, la mandíbula fuerte… No hay duda de que es digno hijo de su padre.

—Y de mi madre… —Anthony subió pasando por delante de un soporte de lanzadores de misiles Crotale vacíos y puso el pie en la pasarela que iba de lado a lado del Maracaibo.

—Giuseppe Carminad —dijo el médico. Su conjunto incluía un gorra de oficial con una cruz roja bordada sobre el ala y un abrigo ceremonial que lucía botones de oro y charreteras, como si acabara de hacer una aparición en una opereta de Gilbert y Sullivan sobre cirujanos de a bordo—. Su padre está vivo, pero no se le puede mover. Nuestro cabo de maniobra le está atendiendo junto al tanque de lastre número tres. Tengo entendido que le conocen. Le recogimos en el mar de Gibraltar.

—¿Neil Weisinger? —preguntó Ockham, ansioso.

Envolviendo la trompetilla escarchada de su estetoscopio con el guante, Carminati se volvió hacia el sacerdote.

—Correcto. Weisinger. —El médico sonrió con el lado izquierdo de la boca—. ¿Quizá me recuerda?

—¿Nos conocemos?

—Hace tres meses, en la sala de proyección del Vaticano, yo era el médico que atendía a Gabriel. —Carminati se abrazó a sí mismo—. En este momento debería estar en Roma, escuchando el corazón del Santo Padre. No funciono bien en el frío.

—¿Ha habido muchas bajas? —preguntó Anthony.

—Comparado con la Midway original, no. Veintiún casos de hipotermia aguda, la mayoría complicados por desgarros y huesos rotos, más un observador no combatiente que sufrió quemaduras graves cuando su PBY se incendió.

—¿Oliver Shostak? —preguntó Cassie en una voz temerosa y arrepentida.

—Albert Flume —dijo Carminati, consultando la tablilla—. Parece ser que Shostak tiene un hombro dislocado. ¿Le conoce?

—Un antiguo novio. Un hombro dislocado, ¿nada más?

—Cortes superficiales, quemaduras de poca importancia, hipotermia que se puede tratar.

—Y algunos dicen Dios no existe —murmuró Anthony.

—¿Espera perder a alguien? —preguntó Ockham.

—No, aunque el actor que interpretaba al capitán de corbeta John Waldron, un hombre llamado —Carminati le echó una mirada a la lista— Brad Keating, se desintegró cuando un misil alcanzó su avión torpedero. Ídem de su artillero, Carny Otis, en el papel de alférez Collins. Hace cuarenta minutos sacamos un cadáver del mar: David Pasquali haciendo de alférez George Gay. Si no fuera por el hecho de que pronto estará muerto, capitán, probablemente su padre tendría que hacer frente a una acusación de homicidio sin premeditación.

—¿Muerto? —Anthony recuperó el equilibrio apoyándose en el soporte de Crotales. No, Dios, por favor, ese cabrón no podía marcharse todavía, no sin antes confesar a su hijo.

—Perdone mi brusquedad —dijo Carminati—. Ha sido una mala mañana. Le prometo que no siente ningún dolor. El Maracaibo lleva más morfina que combustible en la carbonera.

—Anthony… lo siento tanto —dijo Cassie—. Estos tíos que Oliver contrató, es obvio que están desquiciados. Nunca imaginé… —se quedó sin saber qué decir.

El capitán se volvió hacia la proa, se llevó la mochila al hombro y bajó por la pasarela central del Maracaibo, pasando por encima de una maraña enorme de válvulas y tubos que se extendían en todas direcciones como entrañas al descubierto. Al llegar al castillo de proa, se abrió paso entre las secuelas de la bomba de destrucción —escotillas torcidas, amuradas destrozadas, el cañón Phalanx fundido—, y, tras bajar la escalera, se dirigió hacia el tanque de lastre número tres.

Desde que el butano se había metido en la salsa, Anthony se había preguntado exactamente cómo se comportaría cuando su padre por fin abandonase el mundo. ¿Se reiría por lo bajo durante la visita? ¿Repartiría globos en el funeral? ¿Dejaría un escupitajo en la tumba? No tenía por qué haberse preocupado. En el instante en que vio el penoso estado en que se encontraba Christopher Van Horne, le inundó una ola de piedad espontánea.

Al parecer, la onda expansiva había alzado al viejo por detrás del Phalanx, le había arrojado fuera del castillo de proa y le había dejado caer junto al tanque. Estaba allí tumbado, con la parka hecha jirones, los ojos cerrados, el cuerpo aprisionado por un ensamblado de válvulas Hoffritz errante, la barra de tres metros de largo clavada por la placa Butterworth, la llave circular enorme —más grande que la rueda de un carro— apretada firmemente contra el pecho, inmovilizándole contra el puntal de estribor; parecía todo una parodia espantosa que pretendía simular como si estuviera sentado. El fuego le había hecho estragos en la cara, ya que había dejado a la vista los hermosos pómulos. La pierna izquierda, doblada de forma grotesca, podría haber pertenecido a una marioneta vieja, un títere cuyo dueño había muerto por razones que ni siquiera los ángeles sabían.

Neil Weisinger estaba sobre la placa, le castañeteaban los dientes mientras pasaba agua fresca de una jarra aislada de cuatro litros a un termo blanco cilíndrico que anunciaba Indiana Jones y la última cruzada.

—Buenas tardes, capitán —dijo el marinero preferente, haciendo el saludo—. En estos momentos tenemos a un equipo de soldadores autorizados debajo de la cubierta cortando la barra.

—Has desertado dos veces, Weisinger. —Anthony se quitó la mochila.

—No exactamente, capitán —dijo el marinero, tapando el termo. De la tapa salía una paja ondulada doblada—. No me escapé del calabozo, Joe Spicer me secuestró.

—Si alguien es un desertor —farfulló Christopher Van Horne—, habría que sacarle…

Después de abrir la cremallera de la mochila, Anthony sacó un litro de Borgoña y le hizo un gesto a Neil para que le diera el termo de La última cruzada.

—… sacarle y pegarle un tiro.

Anthony tiró el agua y, en una recapitulación a pequeña escala de los chicos de la sala de bombeo lastrando al Val con sangre, llenó el termo hasta el borde.

—Hola, papá —susurró.

—¿Hijo? —El viejo parpadeó y abrió los ojos—. ¿Eres tú? ¿Has venido?

—Soy yo. Espero que no sientas dolor.

—Ojalá lo sintiera.

—¿Cómo?

—Una vez conocí a un tipo, un marinero del Amoco Cádiz, que se estaba muriendo de cáncer de huesos. ¿Sabes qué me dijo? «Cuando te dan morfina como si no hubiera un mañana es que no lo hay.» —En el rostro lívido de Christopher Van Horne apareció una sonrisa extrañamente angelical—. Dile a Tiffany que la quiero. ¿Entendido? Su Ranita la quiere.

—Se lo diré.

—Crees que es un bomboncito tonto, ¿no?

—No, no. —Como el capitán de un pelotón de fusilamiento al proporcionarle el último cigarrillo a su prisionero, Anthony le metió la paja ondulada entre los labios a su padre—. Bebe un poco de vino.

El viejo tomó un sorbo.

—Es del bueno.

—El mejor.

—Se acabó la barba, ¿eh?

—Se acabó la barba.

—No te hundiste con tu barco. —El tono era más curioso que acusador.

—He encontrado a la mujer con la que quiero casarme. Te gustaría.

—Le di duro a esos escuadrones, ¿verdad?

—Tiene la energía de mamá, las agallas de Susan.

—Embadurné todo el cielo con ellos.

Anthony apartó la pajita.

—Hay otra cosa que deberías saber. Aquella isla desconocida del mar de Gibraltar… le puse tu nombre. La isla Van Horne.

—Se las hice pasar canutas a cada uno de esos malditos Dauntless. Más vino, ¿vale?

—La isla Van Horne —repitió Anthony, volviendo a insertar la paja—. Por fin tienes tu paraíso particular. ¿Entiendes?

—Morirse es una putada. No tiene nada bueno. Ojalá Tiff estuviera aquí.

Anthony sacó la pluma de Rafael de la mochila y la sostuvo ante el anciano, con la barba agitándose al viento.

—Escucha, papá. ¿Sabes qué clase de pluma es ésta?

—Es una pluma.

—¿Qué clase?

—No me importa una mierda. De albatros.

—De ángel, papá.

—Parece de albatros.

—Un ángel me contrató. Con alas, con aureola, con todo. Este cargamento que he estado transportando no es un accesorio para una película, es el cuerpo muerto de Dios.

—No, yo soy el que tiene el cuerpo, soy yo, y ahora está hecho polvo. Abandonaste el puente. Tiff está de puta madre, ¿verdad? Me pregunto qué ve en mí. La mitad de las veces la polla ni siquiera me funciona.

—Voy a acabar el trabajo. Voy a transportar a nuestro Creador a su tumba.

—Lo que dices no tiene mucho sentido, hijo. Es tan raro estar aplastado así y no sentir nada. ¿Ángel? ¿Creador? ¿Qué?

—Todas las cosas malas que me hiciste, el Día de Acción de Gracias, sellar el Constitution, estoy dispuesto a olvidarlas. —Anthony se sacó los guantes y puso las manos desnudas delante de su padre—. Sólo dime que estás orgulloso de que recibiera esta misión. Dime que estás orgulloso y que sabes que puedo terminarla y que debería quitarme el vertido de la cabeza.

—¿El Constitution?

Como se le formaba hielo debajo de las uñas, Anthony se volvió a poner los guantes.

—Mírame y di: «Quítate el vertido de la cabeza.»

—¿Qué clase de muerte estúpida es ésta? —Como si fuera petróleo crudo filtrándose de una reserva subterránea, la sangre subió y le llenó la boca al anciano, se mezcló con el vino; sus palabras salieron burbujeando del charco—. ¿No basta que te partiese las cadenas de remolque de un disparo? ¿No es suficiente? —Le saltaron las lágrimas, que le corrieron por los pómulos blancos y desnudos—. No sé qué quieres, hijo. ¿El Constitution? ¿Un ángel? ¿No bastan las cadenas rotas? —Las lágrimas le llegaron a la mandíbula y se helaron. Tembló violentamente, un espasmo tras otro de dolor que no sentía—. Hazte cargo de él, Anthony. —Agarró el borde de la llave de la válvula e intentó girarla, como si volviera a estar en 1954, otra vez un encargado de bombeo, trabajando en la cubierta de barlovento del Texaco Star—. Hazte cargo del barco.

Lo desesperado de la situación, lo morbosamente cómico de todo ello, trajo una sonrisa sardónica a los labios de Anthony, una sonrisa comparable a la de su Creador. Por primera vez en su vida, su padre le estaba ofreciendo algo que no se llevaría, que no podía llevarse… sólo que había una pequeña pega.

—No es tuyo, no me lo puedes dar —dijo Anthony.

—Cielo rojo al anochecer, del marinero es placer. —El anciano cerró los ojos—. Cielo rojo de madrugada, ten la mar bien vigilada…

—Dime que la Bahía Matagorda ya no importa. Que las garcetas me perdonan. Dilo.

—Cuando el cielo está aborregado y con celaje… los barcos altos llevan bajo el velaje… cielo rojo al anochecer… del marinero es placer… placer… placer…

Y entonces, con una sensación de insatisfacción profunda, Anthony vio cómo su padre aspiraba, sonreía, escupía sangre y moría.

—Descanse en paz —dijo Weisinger.

Con la pluma en la mano, Anthony se puso en pie.

—No le conocía bien —continuó el marinero—, pero me di cuenta de que era un gran hombre. Tendría que haberle visto cuando aquellos aviones fueron a por el Val. No dejaba de gritar: «¡Están intentando matar a mi hijo!»

—No, no era un gran hombre. —Anthony se metió la pluma de Rafael en el bolsillo superior de la parka, disfrutando de la sensación de su calor suave contra el pecho—. Era un gran marino, pero no era un gran hombre.

—El mundo los necesita a ambos, supongo.

—El mundo los necesita a ambos.


Mientras Oliver Shostak se metía con cuidado en la bañera de recalentamiento de acero inoxidable y se instalaba en el agua a cuarenta y tres grados, pensó inevitablemente en un avatar anterior de la ilustración secular, Jean-Paul Marat, sentado en su baño día tras día, soportando su piel enferma y soñando con la muerte de la aristocracia. Tenía un dolor punzante en los hombros, le dolían las costillas, pero el dolor más agudo lo tenía en el alma. Como la revolución de Marat, la cruzada de Oliver había tenido un final horrible y humillante. En aquel momento, albergaba sólo una ambición de gran importancia, un deseo que eclipsaba tanto su afán de dejar de temblar como sus ansias de ver a Cassie, y esa ambición era estar muerto.

—Su pronóstico es excelente —dijo el Dr. Carminati, agachándose junto a Oliver—. Pero quédese quieto, ¿de acuerdo? Si se mueve demasiado, la sangre le correrá hasta las extremidades, se enfriará y le bajará la temperatura, y eso podría provocarle una arritmia cardíaca letal.

—Arritmia cardíaca letal —repitió Oliver, sin ánimo, con los dientes castañeteando como unas castañuelas. Una idea de lo más atractiva.

—Su déficit de kilocalorías está probablemente cerca de las mil ahora mismo, pero predigo que normalizaremos su temperatura básica en menos de una hora. Después, un helicóptero de rescate aeronaval de Islandia le llevará al hospital general de Reykiavik para ponerle en observación.

—¿De verdad era el cuerpo de Dios lo que el Valparaíso remolcaba?

—Creo que sí.

—¿De Dios?

—Sí.

—Cuesta aceptarlo.

—Hace tres meses, el ángel Gabriel murió en mis brazos —dijo el joven médico, marchándose—. Desde aquel momento, he estado abierto a todo tipo de posibilidades.

Subía vapor de todos los lados de la bañera, ocultando a las víctimas de hipotermia que estaban en fila a la izquierda y a la derecha de Oliver. El servicio de asistencia médica a bordo del Maracaibo era tan eficiente que, una vez llevados a la enfermería, todos habían sido tratados sin demora: hombros encajados, costillas vendadas, huesos escayolados, quemaduras calmadas, cortes desinfectados, pulmones llenados con aire caliente y húmedo de un tanque Dragen calentado. Sin embargo, por mucha eficiencia que hubiera, nada podría revivir el cuerpo sin rostro que había pasado por allí en un carrito poco antes de su llegada. Oliver sabía que él y el hombre muerto habían hablado varias veces en la Cantina del Sol de Medianoche, pero no recordaba nada en particular de ninguno de sus intercambios de palabras. Para Oliver sólo era otro recreador de guerra anónimo con un sueldo excesivo, que actualmente trabajaba en su última actuación, interpretando al cadáver del alférez George Gay.

A los veinte minutos, se sintió más caliente, pero su humor siguió tan sombrío como siempre. Apareció la figura de una mujer, envuelta en vapor. «Charlotte Corday —pensó—, allí para apuñalar a Marat». Siempre había adorado el cuadro de Jacques-Louis David, pero en vez de un puñal sólo blandía un termómetro digital.

—Hola, Oliver. Qué alegría verte.

—¿Cassandra?

—Quieren que te tome la temperatura —dijo, perforando el velo de neblina.

—Escucha, cariño, hice todo lo que pude. Te lo juro que lo hice.

Se inclinó junto a la bañera y le depositó un beso rápido y evasivo en la mejilla.

—Lo sé —dijo ella en un tono con una condescendencia gratuita. Tenía la cara demacrada, el porte encogido, se la notaba insegura y, sin duda, le parecería que él estaba igualmente derrotado. Sin embargo, al verla allí de pie junto a él, apretando el botón verde diminuto del termómetro, pensó que nunca había estado más hermosa.

—Hice todo lo que pude —repitió—. Tienes que entenderlo, no tenía ni idea de que Spruance planeaba torpedear vuestro petrolero.

—Seré franca —dijo Cassie, metiéndole el aparato con cuidado entre los labios—: la verdad es que nunca creí que hubieras contratado a la gente adecuada. —El comentario hirió a Oliver, tan gravemente que casi mordió la cubeta del termómetro. (Jesús, ¿qué esperaba con un plazo tan corto, la Séptima Flota de los Estados Unidos?) Le llegó un timbre débil a los oídos, como el sonido del despertador de un ratón. Cassie sacó el termómetro y miró los numeritos entrecerrando los ojos—. Treinta y seis coma siete. Ya casi está. Ahora te dejaremos pasear un poco.

—Hice lo que pude. De verdad.

—No tienes por qué seguir repitiéndolo.

—¿Dónde está Dios?

—A la deriva —respondió ella, entregándole un albornoz blanco de felpa y una toalla de playa estampada con el estegosaurio de Carpco—. Se ha ido hacia el este, creo. Es muy probable que no se pueda hundir. Oliver, tenemos que hablar. Reúnete conmigo en la cafetería.

—Te quiero, Cassandra.

—Lo sé —dijo ella sin alterarse, en un tono inquietante, luego se giró y se desvaneció en la neblina.

Al salir de la bañera de recalentamiento, una depresión mareante se apoderó de Oliver. Se sintió cercado de tierra, aislado en la Edad de la Razón y, mientras, en el mar abierto, rondando el horizonte, estaba su Cassandra, navegando hacia el futuro postilustrado, poscristiano, posteísta, alejándose más y más de él a cada minuto que pasaba.

Se secó, tiró el albornoz y pasó cojeando entre las filas de recreadores de guerra aturdidos, la mitad sentados en las bañeras de recalentamiento, el resto echados en la cama. Una hilera irregular de puntos le recorría la mejilla izquierda a McClusky. El teniente Beeson llevaba un turbante de vendas sobre la cabeza. Lance Sharp tenía el pecho salpicado de quemaduras como si fueran tatuajes abstractoexpresionistas. Sentía lástima por los huesos rotos y la carne desgarrada de esos dieciocho hombres, pero también se sentía traicionado por ellos. Deberían haber hecho agujeros más grandes en Dios. Francamente, deberían haberlos hecho.

Cuando Oliver se encontró por primera vez con el triste espectáculo de Albert Flume, entendió como nunca lo que significaba para un hombre perder los brazos. La pérdida de piernas era diferente. La pérdida de piernas era el capitán Acab, Long John Silver, una galería entera de héroes románticos. Pero un hombre sin brazos sólo parecía un error.

Pembroke estaba junto a la cama, la frente un montón de morados, un parche de gasa sobre el ojo derecho.

—Todo esto es culpa tuya —le dijo a Oliver, haciendo una seña hacia su socio mutilado.

La arrogancia del empresario teatral dejó atónito a Oliver.

—¿Culpa mía?

Flume miraba el techo y hacía muecas de dolor. Tenía los muñones cubiertos de espirales de ropa blanca que le daban a las extremidades crudamente truncadas el aspecto de unos bates de béisbol cuyas empuñaduras se habían envuelto con cinta adhesiva.

—Dijiste que no habría ningún barco de protección —gimió Pembroke.

—¿Quieres al malo de la obra, Sidney? —preguntó Oliver, aguantándose las ganas de gritar—. Prueba con tu colega Spruance. Él y su Plan de Operación 29-67. Prueba con ese imbécil de McClusky, debería haber dado la señal de retirada en cuanto apareció el Maracaibo. Prueba contigo.

Maracaibo, no «el» Maracaibo.

—Por aquí la gente farfulla sobre pleitos, extradición, acusaciones de asesinato sin premeditación —dijo Oliver—. Creo que estamos en un buen lío, todos nosotros.

—No seas ridículo. No hubo ningún pleito después de Midway —Pembroke se sacó un peine de plástico del albornoz y le arregló el pelo rubio y abundante a su amigo—. Caray, ojalá pudiera ayudarte, Alby. Ojalá pudiera hacer que apareciera Frances Langford ahora mismo para que te animara.

—¿Qué me pasará? —se quejó Flume.

—Sólo la mejor terapia para ti, colega. Te pondrán unos brazos mecánicos maravillosos, ya sabes, como los que tenía Harold Russell.

—¿Harold Russell? —dijo Oliver.

—Aquel hombre con dos brazos amputados que hizo cine —dijo Pembroke—. ¿Has visto Los mejores años de nuestra vida?

—No.

—Una película genial. A Russell le dieron un Oscar.

—Pagaré las facturas —dijo Oliver, rozando ligeramente el muñón izquierdo de Flume—. Cuesten lo que cuesten esos brazos mecánicos maravillosos, los pagaré.

—No quiero brazos mecánicos maravillosos —murmuró Flume—. Russell tuvo que venderse el Oscar.

—Cierto —suspiró Pembroke.

—Brazos auténticos.

—Eh, colega, vamos a poner en escena una Guadalcanal sensacional, ¿no?

—No quiero una Guadalcanal.

—¿No? —dijo Pembroke.

—No quiero una Guadalcanal, ni una Ardenas, ni siquiera un Día D.

—Lo entiendo.

—Brazos.

—Claro.

—No dejo de intentar mover las manos.

—Es natural.

—No las puedo mover.

—Lo sé, Alby.

—Quiero tocar el piano.

—Ya.

—Lanzar monedas.

—Por supuesto.

«Hora de irse», pensó el presidente de la Liga de la Ilustración mientras Albert Flume expresaba su deseo de chasquear los dedos y menear los pulgares. «Hora de encontrar a Cassandra», decidió Oliver mientras el empresario sin brazos manifestaba su deseo de llevar un reloj de pulsera, de tejer dechados, de jugar con un yo-yo, de izar la bandera del Hudson High y de masturbarse. Hora de seguir con el resto de lo que Oliver sospechaba iba a ser una vida de un aburrimiento apabullante y sin ningún significado en absoluto.


Una cuña cargada, concluyó Thomas Ockham, era un artículo imposible. Ninguna fantasía podía redimirla. Cada vez que llevaba una por la enfermería del Maracaibo, empezaba fingiendo que era un cáliz, un copón o el mismo Santo Grial, pero cuando llegaba al cuarto de baño llevaba un cuenco de zurullos. Así pues resultó que, cuando Tullio Di Luca exigió una reunión de emergencia para discutir el destino del Corpus Dei, el sacerdote estuvo más que contento de abandonar sus obligaciones y dirigirse al ascensor.

El grupo del Valparaíso —Van Horne, Rafferty, Haycox, O’Connor, Bliss— ya estaba en la sala de oficiales cuando llegó Thomas formando una fila a lo largo del extremo opuesto de la mesa. Rafferty encendió un Marlboro. O’Connor se metió una pastilla para la tos en la boca. El capitán tenía las mejillas surcadas por círculos oscuros y concéntricos, como si sus ojos fueran guijarros tirados al agua. Poco a poco, el personal del Maracaibo entró en fila —con Di Luca a la cabeza, luego el primer oficial Orso Peche, el jefe de máquinas Vince Mangione, el oficial de comunicaciones Gonzalo Cornejo y el médico del Vaticano Giuseppe Carminati—, cada uno de ellos con un aspecto más abatido y nostálgico que el anterior. Thomas se figuró que Mick Katsakos estaba arriba en el puente, manteniendo al petrolero del Golfo a una distancia segura del Valparaíso, que se estaba yendo a pique.

—Durante mi breve relación con su padre llegué a admirar su arte de la navegación y su valor —dijo Di Luca, asumiendo la cabecera de la mesa—. Su dolor debe de ser inconsolable.

—Aún no —gruñó Van Horne—. Le mantendré al corriente.

Haciendo una mueca por la franqueza del capitán, Thomas se sentó junto a Lianne Bliss y miró por el ojo de buey más cercano. La superestructura de la cubierta del Val aún se alzaba sobre el picado Mar de Noruega: el Rasputín de los superpetroleros, decidió. Le habían disparado, envenenado y aporreado y seguía aferrándose a la vida.

¿Por qué había muerto Dios?

¿Por qué?

—El Vaticano tiene una proposición que hacerle —le dijo Di Luca a Van Horne—. No estamos seguros de por qué se fugó la semana pasada, pero el Santo Padre, un hombre muy generoso, está dispuesto a ignorar su insubordinación si se hace cargo del Maracaibo y posteriormente hace lo que Roma desea.

—La historia se le ha adelantado, Eminencia —contestó el capitán—. Antes de morir, papá me legó este barco.

—No tenía ese derecho.

—No puedo aceptar cumplir las órdenes de Roma hasta que sepa cuáles son.

—Primer paso: asuma el mando. En beneficio de la eficiencia —Di Luca recorrió con el brazo la fila del personal del Maracaibo—, todos estos hombres han aceptado deferir a sus oficiales. Segundo paso: diríjanos hasta el accesorio de la película. Sr. Peche, ¿aún lo tiene en la pantalla del radar?

—Sí.

—Tercer paso: unja al accesorio de popa a proa.

—¿Que lo unja? —dijo Van Horne.

—Con petróleo crudo árabe —explicó Di Luca—. Cuarto paso: préndale fuego al accesorio. Quinto paso: llévenos de vuelta a Palermo.

—¿Fuego? —gimió Rafferty.

—¿Qué coño? —se quejó O’Connor.

—Ni lo sueñe —silbó Haycox.

—¡Ah, así se habla! —gritó Bliss, señalando a Van Horne con su colgante de cristal—. ¿Lo ha oído, capitán? ¡Se supone que debe quemar esa cosa!

—Dijo que transportaba formaldehído, no crudo árabe —protestó Thomas.

Di Luca sonrió débilmente.

—Transportamos petróleo —reconoció.

—Tiene sus órdenes, capitán —dijo Bliss—. Ahora cúmplalas.

—Sabe perfectamente bien que había que sepultar el cuerpo en Kvitoya —le recordó Thomas al cardenal—. Usted oyó los deseos de Gabriel en persona.

Di Luca se apretó el pecho con las manos y se alisó la sotana impermeable.

—Profesor Ockham, ¿he de hacer la observación penosamente obvia de que el enlace de Roma en esta misión ya no es usted sino yo?

De pronto, Thomas se volvió consciente de su propia sangre. Sintió cómo se le calentaba el plasma.

—No subestime a su hombre, Eminencia. No espere que este jesuíta se quede sentado esperando la muerte.

Inclinándose hacia Van Horne, Di Luca cogió un cenicero de cristal y lo alargó como Jesucristo ofreciendo la primera piedra a la muchedumbre.

—El problema, capitán, es que Kvitoya no provee ningún elemento de disuasión para los intrusos. Sólo una cremación puede garantizar que en los años venideros el cadáver no será exhumado y profanado.

—¿Y qué más da que un accesorio de cine sea profanado? —preguntó Peche.

—Parece que los ángeles pensaban que Kvitoya sería perfecto —dijo Thomas—. Y yo también.

—Por favor, cállese —dijo Di Luca.

—¿Angeles? —dijo Mangione.

—No me callaré —dijo Thomas.

Di Luca hizo girar el cenicero de repente, haciendo que diera vueltas como la aguja de una brújula enloquecida.

—Capitán, ¿no es cierto que, una vez que todo el mundo a bordo del Valparaíso se enteró de la muerte de nuestro Creador, ocurrió una grave crisis ética?

—¿La muerte de quién? —dijo Peche.

—Sí, pero gracias a la carne, eso es algo que ya hemos superado —dijo Van Horne.

—¿Carne? —dijo Di Luca.

—Cuando le dimos a la tripulación Cuartos de Libra con Queso, recobraron su comportamiento moral.

—¿Cuartos de Libra?

—Mejor que no lo sepa —dijo Rafferty.

—Según el fax del padre Ockham del veintiocho de julio, hubo robos, intentos de violación, vandalismo, posiblemente un asesinato. —El cardenal detuvo el cenicero—. Ahora, capitán, proyecte una anarquía así al planeta en general y tendrá un caos incomprensible.

—Hay otro modo de mirarlo —dijo Van Horne—. Considere lo siguiente: nuestro viaje al mar de Gibraltar fue increíblemente intenso. Veíamos el cadáver todo el tiempo, lo olíamos a todas horas, matábamos a sus depredadores en cada guardia. Es natural que se apoderara de nosotros. El mundo entero nunca entrará en una relación tan estrecha con Dios.

—¿Dios? —preguntó Mangione.

—Hay que eliminar el cuerpo —ordenó Di Luca.

Thomas golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Vamos, Tullio. Seamos honestos, ¿vale? A usted nunca le entusiasmó este proyecto. Si su OMNIVAC no hubiera pronosticado unas cuantas neuronas supervivientes, habría querido una cremación de inmediato. Pero ahora el cerebro ya no puede salvarse, lo que significa que tal vez todas sus carreras tampoco puedan salvarse, si la noticia llega a saberse. A lo que yo digo: «Mala suerte, caballeros. Tendrán que tragárselo. La Silla de Pedro nunca fue un puesto permanente.»

—Padre Thomas, quiero que abandone esta reunión —gruñó Di Luca—. Ahora mismo.

—Vayase a freír espárragos —le respondió el sacerdote—. ¡Desde la perspectiva de la Iglesia puede que este cadáver sea un elefante blanco, pero para el capitán Van Horne y para mí es un deber sagrado!

—¡Fuera!

—¡No!

El cardenal se quedó mudo de repente, absorto en golpetear la mesa con el cenicero, un tonc-tonc-tonc constante y frustrado.

—No es un accesorio para una película, ¿verdad? —dijo Peche.

—Ni remotamente —dijo O’Connor.

—Santo Dios.

—Exacto —dijo Haycox.

Van Horne dirigió una sonrisa ancha y hostil hacia Di Luca.

—Primer paso: vamos a toda velocidad hasta nuestro cargamento. Segundo paso: le amarramos a nuestra popa. Tercer paso: volvemos a empezar el remolque. —Miró a Peche—. Suponiendo que no haya objeciones.

Una felicidad súbita se apoderó de Thomas. Qué maravilloso estar luchando, por una vez, en el mismo lado que Van Horne.

—Tengo la mente confundida —declaró Peche—, pero mi corazón sabe lo imperdonable que sería quemar este cuerpo.

Cornejo murmuró:

—Si de verdad es lo que dicen que es… si de verdad es «eso»…

—¿Quiénes somos nosotros para ir contra los ángeles? —dijo Mangione.

El capitán se metió la mano en el bolsillo de la camisa para sacar la pluma de ángel de Rafael y señalar con ella hacia el primer oficial.

—Marbles, quiero que pongas nuestro cuarto de radiotelegrafía bajo vigilancia armada. Se deberá resistir cualquier intento de Monsignor Di Luca de entrar. Ya que estamos en ello, excluyamos también a Chispas y a su colega, la Dra. Fowler.

—A la orden —dijo Rafferty.

Bliss asió su colgante de cristal y adoptó un aire despectivo.

—Supongo que comprenden que, a partir de este momento, todos ustedes se han metido en un buen lío con el Vaticano —dijo Di Luca—. Roma recibe partes míos con regularidad. Cuando deje de informar, enviarán otro petrolero del Golfo a por ustedes. Enviarán dos, tres, toda una armada.

—Así nunca nos aburriremos —dijo Van Horne.

—Está cometiendo un error trágico, capitán. Peor que la Bahía Matagorda.

—Sobreviví a eso. Esto también lo superaré. —Van Horne apuntó con la pluma directamente al Dr. Carminati—. ¿Cuánto falta para que se lleve a los supervivientes de aquí?

—Esperamos a los helicópteros dentro de unos veinte minutos. Después, dénos una hora. Confío en que se dé cuenta de que no tengo la más mínima intención de unirme a este escandaloso motín suyo.

—Motín es la palabra indicada —dijo Di Luca.

Van Horne le pasó la pluma del médico al cardenal.

—Si me he rebelado contra el Vaticano, Eminencia, entonces el Vaticano se ha rebelado contra el cielo. —El capitán cerró los ojos—. Le dejaré que decida cuál es el pecado más grave.


La media docena de máquinas expendedoras de la cafetería del Maracaibo ofrecía una gran variedad de productos grotescos: Hostess Twinkies, Li’l Debbie Snack Cakes, Ring Dings, y cada artículo recalcaba la creciente convicción de Oliver de que, con o sin un Corpus Dei, la civilización occidental estaba al borde del fracaso. Cassie ocupaba una silla de plástico moldeada, junto a una mesa pequeña de formica, con una naranjada Mountain Dew en la mano bajo el resplandor del Lucite de la máquina de BEBIDAS FRÍAS, una imagen que a Oliver le recordaba el magistral Vaso de absenta de Degas. A su derecha, PASTAS Y REFRIGERIOS, a su izquierda, GOLOSINAS Y DULCES. Se acercó a BEBIDAS CALIENTES, obtuvo un café solo en una taza de papel decorada inexplicablemente con naipes y se sentó con ella.

—Tengo entendido que la Sociedad de Recreación va a cerrar —dijo él—. Midway acabó con ella.

—El pasado tarda en desaparecer.

—Supongo. Seguro. Siempre has sido una pensadora de más profundidad que yo.

—Patalea y grita, pero con el tiempo muere.

Oliver metió el pulgar en el café hirviendo, saboreando el dolor penitencial.

—Eh, Cassandra, nos lo hemos pasado fenomenal juntos, ¿verdad? ¿Te acuerdas de Denver? —En algunos sentidos aquella escapada en particular de la Liga de la Ilustración (una protesta vistosa contra los Diez Mandamientos gigantes de contrachapado que la Orden Fraternal de las Águilas había erigido en el césped del capitolio), había sido el punto álgido de su relación. En el parque que había al otro lado de la calle, él y Cassie habían alzado un letrero igualmente imponente con una etiqueta que decía LO QUE DIOS DIJO EN REALIDAD y que mostraba un decálogo nuevo que habían escrito juntos dos días antes, entre episodios de relaciones sexuales extasiadas (estaban probando el Supremo Shostak sobre el terreno) en el apartamento de ella—. Apuesto a que si nos esforzamos, lo recordaremos todo. «No te harás un ídolo, excepto los católicos si no lo hacen en plan hortera.»

—No quiero hablar de Denver —dijo Cassie.

—«No desearás al criado de tu vecino, ni a su criada, ni te preguntarás por qué tu vecino tiene criados para empezar.»

—Oliver, estoy enamorada de Anthony Van Horne.

De pronto, la hipotermia volvió, le recorrió el cuerpo sigilosamente de un órgano a otro, y los convirtió en trozos congelados de carne.

—Mierda. —Charlotte Corday después de todo, le apuñalaba y asesinaba—. ¿Van Horne? Van Horne es el enemigo, por el amor de Dios. —Cerró los ojos y tragó saliva—. ¿Te has… acostado con él?

—Sí.

—¿Más de una vez?

—Sí.

—¿Qué marca de condón?

—Cualquier respuesta a esa pregunta sería la equivocada.

Oliver se chupó el pulgar dolorido.

—¿Te ha pedido que te cases con él?

—No.

—Bien.

—Tengo intención de pedírselo yo —dijo ella.

—¿Qué ves en un hombre como ése? ¡No es ningún racionalista, no es uno de los nuestros!

En un gesto que Oliver encontró a la vez de un placer intenso y de una condescendencia cruel, Cassie le acarició el antebrazo.

—Lo siento. Lo siento muchísimo…

—¿Sabes lo que creo? Creo que te ha seducido la mística del mar. Eh, mira, si ésta es la vida que ansias, bien, te compraré una barca. ¿Quieres un balandro, Cassandra? ¿Un yate de motor? Navegaremos a Tahití, nos tumbaremos en la playa, pintaremos cuadros de los indígenas, todo el rollo de Gauguin.

—Oliver, se ha acabado.

—No.

—Sí.

Durante el siguiente minuto ninguno de los dos habló, su silencio fue roto sólo por el gruñido mecánico ocasional de una máquina expendedora. Oliver fijó la mirada en CUIDADO PERSONAL, deseoso de sus mercancías, el Tylenol para que se le aliviara el dolor de cabeza, el Alka-Seltzer para que se le arreglara el estómago, la lima Wilcox para cortarse las venas, los Supersensibles Shostak para facilitar su deseo incontenible de hacer el amor con Cassie por última vez.

—«No matarás» —dijo él—. ¿Te acuerdas de lo que hicimos con «No matarás»?

—No.

—Yo tampoco.

—Oliver…

—Tengo la mente en blanco. —Un latido apagado y metálico llenó el aire. Los helicópteros de Islandia, comprendió Oliver, aterrizando en la pista de aterrizaje para helicópteros del Maracaibo—. ¿Estás segura de que no te acuerdas?

—Supongo que he… he… No estoy muy segura de lo que quiero decir. La blasfemia ya no me conmueve como antes.

—Ven conmigo a Reykiavik, ¿vale? Puedes coger un avión a Halifax esta noche, un vuelo de conexión a Nueva York por la mañana. Con suerte estarás dando clases otra vez el miércoles.

—Oliver, te estás agarrando a un clavo ardiendo.

—Ven conmigo.

—No puedo.

—Sí puedes.

—No.

Oliver chasqueó los dedos.

—«No matarás —dijo, conteniendo las lágrimas—, excepto a los comunistas, a los que matarás impunemente».


16 de septiembre.

Supongo que estás agradecido porque te rescaté, Popeye. Si te digo la verdad, yo también me alegro de estar aquí. Con el tiempo, muchos capitanes se han hundido con sus barcos y no envidio a ni uno solo de ellos.

A Rafferty le preocupa que tal vez el objetivo del radar de doce millas sea sólo otro iceberg, pero yo reconocería esos contornos sagrados en cualquier sitio. Suponiendo que las cadenas sigan en su sitio, es probable que el mejor procedimiento sea colgar los extremos alrededor de la superestructura de la cubierta del Maracaibo y atar los eslabones de plomo con alambre. Por supuesto que, si la carga es excesiva, arrancará la superestructura y la tirará por la borda, y nos lanzará a todos al mar.

Para ganarse la vida, algunos hombres sólo tienen que transportar petróleo.

A las 2015 el último de los helicópteros de Reykiavik despegó, llevándose a Pembroke, a Flume y a Oliver Shostak, junto con aquellos dos alféreces falsos que pilotaban el PBY. Tenía ganas de ir a buscar al viejo Oliver antes de que se fuera, identificarme y presentarle la boca de su estómago a sus dientes de delante, pero entonces decidí que robarle la novia ya era bastante venganza. Aun así, nunca entenderé del todo qué tienen él y Cassie contra nuestro cargamento. A mí me parece que una persona debería estarle agradecida a su Creador. Sin embargo, por ahora, no importa ninguna de mis opiniones filosóficas. He venido a enterrar a Dios, no a alabarle.

Le daré al Val hasta el amanecer. Si para entonces no ha desaparecido, dispararé un Aspide para que no sufra más. Después, me veré muy tentado de darle caza al portaaviones de Spruance y enviarlo también al fondo. Pero me resistiré, Popeye. Un afán de venganza así estaría mal. «Una vez cautivada por la Idea del Cadáver —me dice Ockham—, una persona debe permanecer siempre alerta, buscando constantemente la ley moral que tiene dentro.»


Bajo el sol de medianoche, la desesperación adquiere la intensidad del sexo, el insomnio la vehemencia del arte. Al marino que está desvelado en el Ártico, el viento nunca le ha parecido más cortante, el aire salado más acre, el grito de un alcatraz más desgarrador. Al pasear por la pasarela central del Carpco Maracaibo, con carámbanos de hielo colgando de todas partes e icebergs bramando desde todos los rincones, Anthony Van Horne se sentía como si se hubiera convertido en el héroe de un mito vivido escandinavo. Casi esperaba ver la serpiente de Midgard navegando por el mar rosado, nadando en círculos alrededor del Valparaíso moribundo, con los dientes brillantes, los ojos en llamas, esperando el Ragnarok.

El anciano yacía en la cubierta del castillo de proa, envuelto en un petate de lona como la estatua de un general de la guerra de Secesión a punto de que la develaran.

—Si tienes en cuenta la cantidad de dinamita y de testosterona que había aquí esta mañana —dijo Cassie, dándole golpecitos a la cabeza del cadáver con la bota—, es increíble que sólo murieran cuatro personas —sonrió débilmente—. ¿Cómo estás?

—Cansado —dijo él, desenganchándose los prismáticos del cuello—. Frío.

—Yo también.

—Nos hemos estado evitando.

—Cierto —afirmó ella—. ¿Desaparecerá mi sentimiento de culpa algún día?

—Se lo estás preguntando al hombre equivocado.

—Mierda de petrolero del Golfo. Pero, ¿quién se habría imaginado que aparecería un petrolero del Golfo?

Voluminosos por las parkas de plumón, desgarbados por las botas forradas de piel, se apretujaron como dos osos pardos unidos por un vínculo afectivo que se encontraran después de una larga hibernación.

—Espero que no estés demasiado triste —dijo Cassie, alargando el mitón de piel de foca y señalando el petate.

—Me recuerda a una vez en que me disparó un pirata en Guayaquil —contestó Anthony—. El dolor no vino todo de golpe. Aún estoy esperando que me llegue algo.

—¿Pena?

—Algo. Pasamos unos minutos juntos al final.

—¿Hablasteis de la Bahía Matagorda?

—Él estaba lleno de morfina, fue inútil. Pero incluso si me hubiera entendido, no habría podido ayudarme. El trabajo no está acabado aún. La tumba sigue vacía.

—Lianne me ha dicho que el Vaticano quiere quemar el cuerpo.

—¿También te ha dicho que mañana seguiremos adelante?

—¿A Kvitoya?

—Sí.

—Ojalá recapacitaras —dijo Cassie sin alterarse. Una ira de un atractivo extraño y de una sensualidad especial le crispó la cara—. Los ángeles están muertos. Tu padre está muerto. Dios está muerto. Ya no queda nadie a quien impresionar.

—Quedo yo.

—Mierda.

—Cassie, amiga, ¿no crees que las cosas han dado un giro bastante raro cuando la Santa Iglesia Católica y la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste quieren exactamente lo mismo?

—Puedo vivir con eso. Quema a ese mamón, cariño. Las mujeres del mundo te lo agradecerán.

—Le di mi palabra a Rafael.

—Por lo que he oído —dijo Cassie—, Roma enviará más petroleros del Golfo si no colaboras. No querrás que te vuelvan a torpedear, ¿verdad?

—No, doctora, no quiero. —Girándose de repente hacia el naufragio, Anthony alzó los prismáticos y enfocó—. Claro que siempre puedo enviarle un fax al Papa diciéndole que le hemos prendido fuego al cuerpo.

—Podrías…

—Pero no lo haré —dijo Anthony, resueltamente—. Ya ha habido bastantes engaños en este viaje. —Olas negras bañaban la cubierta de barlovento del Valparaíso, arrojando pedazos de hielo flotante contra la superestructura—. Doctora, haré un pacto contigo. Si una armada del Vaticano nos intercepta entre este lugar y Svalbard, entregaré el cargamento sin luchar.

—¿Nada de enfrentamientos?

—Nada de enfrentamientos.

Cassie movió la boca, haciendo que los músculos helados formaran una sonrisa.

—Me lo creeré cuando lo vea.

Con un borboteo profundo y un crujido sobrenatural, el Valparaíso empezó a girar, de norte a este a sur a oeste, una y otra vuelta, mientras la proa se hundía bruscamente, convirtiendo la corriente de Groenlandia en un remolino espumoso al tiempo que el timón de diez toneladas, las hélices grandes como norias y la quilla colosal salían al aire. De nivel en nivel, de una escalera de cámara a otra, la superestructura descendió —camarotes, cocina, sala de oficiales, timonera, chimenea, árbol, bandera del Vaticano—, deslizándose en la vorágine como si entraran en la boca de un mero inimaginable, los ojos de buey brillando intensamente incluso después de que hubieran descendido bajo las olas.

—Adiós, viejo amigo. —Anthony se llevó la mano a la frente y disparó un saludo contundente—. Te echaré de menos —gritó al otro lado del mar invadido por el hielo. Los alcatraces chillaron, el viento aulló, las mandíbulas acuosas se cerraron con un rugido—. Fuiste el mejor —le dijo el capitán a su barco cuando éste empezó su último viaje, una caída lenta e inexorable desde la superficie espumosa del Mar de Noruega hasta la negrura impenetrable de la Dorsal de Mohns, a cinco mil brazas de profundidad.

Hijo

El rostro divino seguía ardiendo cuando el Maracaibo llegó, con zarcillos de humo negro y denso que le salían de las mejillas y flotaban hacia la isla de Jan Mayen, al noroeste. Miles de pelillos del bigote le moteaban la carne carbonizada y expuesta de la mandíbula larga, rodeando los labios cubiertos de escarcha y la sonrisa helada, apuntando hacia arriba como los restos esqueléticos de un fuego forestal. Anthony vio que Dios se había quedado sin barba como él.

A pesar de los oficiales y marineros de sobra, a la compañía del Maracaibo le llevó todo el día sacar las cadenas cortadas, atarlas alrededor de la superestructura y empalmar los extremos toscos.

—Avante, despacio —ordenó Anthony.

Las cadenas se tensaron, rechinando contra las paredes de la camareta alta, pero la base resistió y el Corpus Dei avanzó. A las 1830 horas el capitán dio el avante a toda máquina, se tragó la taza de café número cuatrocientos veintiséis desde Nueva York y puso rumbo al Polo.

A Anthony no le gustaba el Carpco Maracaibo. Apenas podía sacarle cinco nudos; incluso si el petróleo oneroso de la bodega desapareciera por arte de magia, dudaba que le diera más de seis nudos. No tenía alma, este petrolero. Los arcángeles habían sabido verdaderamente lo que hacían cuando eligieron el Valparaíso.

La noche en que empezó el remolque, Cassie se estableció en el camarote de Anthony, un ambiente que se había vuelto de una tropicalidad muy erótica gracias al aire de veintiséis grados que Crock O’Connor tenía la amabilidad de bombear desde la sala de máquinas.

—He de saber algo —dijo ella, conduciendo el cuerpo desnudo de Anthony hacia la litera—. Si nuestro plan de Midway hubiera funcionado y Dios se hubiera hundido, ¿me habrías perdonado?

—Esa pregunta no es justa.

—Es verdad. —Empezó a engalanarle con un Supersensible decorado, el diseño superventas del poste de barbería, superado en popularidad sólo por la serpiente cascabel—. ¿Cuál es la respuesta?

—Es probable que nunca te hubiese perdonado —respondió Anthony, gozando del modo en que el sudor le llenaba el escote como un río fluyendo por una garganta—. Sé que ésa no es la respuesta que querías oír, pero…

—Pero es la que esperaba —confesó ella.

—Ahora yo he de saber algo. —Le tapó la oreja con la lengua y la movió en el interior—. Supongamos que se te presentara otra oportunidad para destruir mi cargamento. ¿La aprovecharías?

—Y que lo digas.

—No tienes por qué contestar en seguida.

Riéndose, Cassie desplegó el condón.

—¿Te sorprende?

—La verdad es que no —suspiró. Se deslizó sobre ella y le tomó los pechos con las manos como Jehová moldeando los Andes—. Eres una mujer con una misión, doctora. Es lo que me encanta de ti.

A la mañana siguiente, mientras Cassie ayudaba a sacar hielo de la pasarela central con el pico y Anthony yacía en su litera escribiendo sobre la muerte del Valparaíso, llenando el cuaderno de Popeye con una página tras otra de lamentaciones furiosas, un golpe en la puerta resonó por el camarote. Bajó del colchón y abrió la puerta. Crock O’Connor entró, acompañado del pequeño y larguirucho Vince Mangione, el último con una jaula dorada en la mano que mantenía a la altura de la cara como si estuviera utilizando un farol contra una noche sin luna.

Dentro de la jaula había un loro sobre un trapecio que daba picotazos rápidos con la esperanza de matar los ácaros que tenía debajo de las alas. El pájaro giró la cabeza escarlata y se quedó mirando fijamente a Anthony. Sus ojos eran como cojinetes diminutos y engrasados. Al principio creyó que había ocurrido una especie de resurrección, ya que la similitud entre este guacamayo y la mascota de su infancia, Arco Iris, era asombroso pero, tras inspeccionarlo un poco más, se dio cuenta de que al loro actual le faltaban las marcas distintivas de Arco Iris: la forma peculiar de guitarra del pico, la cicatriz pequeña e irregular de la garra derecha.

—Su padre lo compró en Palermo, justo antes de que nos embarcáramos —explicó Mangione, poniendo la jaula sobre la litera.

—La sala de máquinas era un hogar excelente, con todo ese vapor —dijo O’Connor—. Pero estoy seguro de que le irá muy bien en su camarote.

—Sácalo de aquí —dijo Anthony.

—¿Qué?

—No quiero nada que perteneciera a mi padre.

—No lo entiende —replicó Mangione—. Me dijo que era un regalo.

—¿Un regalo?

A pesar de la humillación del Día de Acción de Gracias, del Constitution embotellado, del abandono maligno, a pesar de todo, Anthony se emocionó. Por fin el viejo intentaba desagraviarle, devolviéndole a su hijo el regalo que le había quitado cuarenta años antes.

—No sabemos si su padre le puso un nombre o no —dijo O’Connor.

—¿Cómo lo llamáis vosotros?

—Pirata Jenny.

—Dejadlo aquí —dijo Anthony, devolviéndole la mirada impasible a Pirata Jenny. Sintió un mareo repentino. En cierto modo esperaba que el loro dijera algo sardónico e hiriente, como Anthony abandonó el puente o Anthony la jodió.

Cuando O’Connor se marchaba del camarote, Pirata Jenny graznó pero no emitió ningún vocablo.

—Me aburro —dijo el maquinista, deteniéndose en la jamba. Se volvió hacia Anthony y frunció el ceño, arrugando la quemadura de vapor de la frente—. Las calderas de aquí funcionan todas con ordenadores. No tengo nada que hacer.

—El Val era una monstruosidad, difícil de gobernar…

—Lo sé. Quiero recuperarlo.

—Yo también, Crock. Yo también quiero recuperarlo. Gracias por el pájaro.

El 21 de septiembre, una variedad nueva de isla de hielo apareció en el horizonte, flotando hacia el sudeste con la corriente de Groenlandia: fragmentos de un glaciar tan enormes que hacían que los icebergs de Jan Mayen parecieran toperas. Según el Marisat, el Maracaibo estaba a apenas un día de su destino, pero la perspectiva del final del viaje no le daba ningún placer a Anthony. Habían muerto ocho hombres; el Val estaba en la Dorsal de Mohns; el cerebro divino era basura; su padre nunca le absolvería. Además, que Anthony supiera, igual había una armada del Vaticano fondeada dentro de la tumba en aquel momento, lista para usurparle el cargamento.

—Ranita quiere a Tiffany.

Le estaba haciendo un masaje en la espalda a Cassie, apretando las palmas contra su hermosa carne, una vértebra tras otra alineadas como badenes, y por un instante pensó que había sido ella la que había hecho la declaración ronca.

—¿Qué?

—Ranita quiere a Tiffany —repitió el guacamayo escarlata—. Ranita quiere a Tiffany.

Una vez más, el universo le gastaba otra de sus bromas atroces. Ranita quería a Tiffany.

Anthony reprimió una risita.

—Es demasiado perfecto, ¿no crees?

—Perfecto —respondió Cassie—. ¿Qué?

—Absolutamente perfecto. Una obra de arte. El cabrón está muerto y aún me está quitando las cosas que me dio.

—Oh, vamos, tu padre no está haciendo nada. Mangione no entendió que el loro era para Tiffany y ya está. Aquí no hay ninguna malicia.

—¿Tú crees?

—Por Dios.

—He de reconocer que en realidad estoy bastante impresionado —dijo Anthony, conmovido por la imagen mental del viejo sentado una hora tras otra en la sala de máquinas, inculcándole las nueve sílabas al loro—. Imagínate cuántas veces tuvo que decirlo, una y otra vez…

—Quizá contrató a un marinero.

—No, lo hizo papá, estoy seguro. Amaba a aquella mujer. Una y otra vez.

—Ranita quiere a Tiffany —dijo Pirata Jenny.

—Cassie quiere a Anthony —dijo Cassie Fowler.

—Anthony quiere a Cassie —dijo Anthony Van Horne.


22 de septiembre.

El equinoccio de otoño. Este día en 1789, mi Compañero de bolsillo del navegante me informa de que, cinco meses después de un motín en el HMS Bounty, «Fletcher Christian y su tripulación zarparon por última vez de Tahití en busca de una isla desierta en la que establecerse.»

El Sr. Christian podría haber acabado en un sitio mucho peor que en el que acabó, la isla Pitcairn’s. Podría haber venido aquí, por ejemplo, a Kvitoya, sin duda el lugar más inhóspito y frío al sur del excusado exterior de Papá Noel.

A las 0920 nos acercamos a las coordenadas que me dio Rafael en los Claustros de Manhattan —80°6’N, 34°3’E— y, en efecto, allí estaba, la Gran Tumba, una montaña marítima cuyo pie medía casi veinticinco kilómetros de ancho y que se elevaba unos ocho mil quinientos metros (la altura aproximada del Everest, observó Dolores Haycox), inmovilizada entre la isla desierta y el principio de lo que los mapas llaman «hielo polar no navegable». A medida que nos aproximábamos, zigzagueando a cinco nudos entre los icebergs menores, la compañía entera se reunió de forma espontánea en la cubierta de barlovento. La mayoría de los marineros se puso de rodillas. Más o menos la mitad se hizo la señal de la cruz. La sombra de la tumba se extendía por el agua como una marea negra, oscureciendo nuestro camino. Justo encima, un anillo dorado reluciente rodeaba el sol, un fenómeno que indujo a Ockham a conectar el sistema de megafonía y explicar que estábamos viendo «ondas luminosas que se doblaban al pasar a través de cristales de hielo transportados por el aire». Luego aparecieron los parhelios: reflejos verdosos y vítreos a ambos lados del anillo, donde los cristales «actuaban como millones de espejos diminutos». Los marineros no querían saber nada de la racionalidad del padre y yo tampoco. Esta mañana, Popeye, el sol tenía un halo. Durante una hora navegamos por la pared occidental de la montaña, investigando, husmeando, buscando una entrada y, a las 1105, divisamos un portal trapezoidal. Viramos 15 grados a la izquierda, redujimos la velocidad a 3 nudos y cruzamos el umbral. Aquellos ángeles estaban bien de matemáticas, Popeye; sus cálculos dieron en el blanco. Nuestro cargamento pasó por el portal con un margen de quizá 6 metros por cada mano flotante y no mucho más por encima del pecho.

El Maracaibo avanzó echando humo, los focos lo recorrían todo hacia atrás y hacia adelante a medida que se acercaba en espiral al centro. A lo largo de 32 kilómetros seguimos el pasaje liso y resbaladizo, que describía una curva interminable. Era como navegar en el interior de una caracola gigante. Entonces, por fin: la cripta central, sus paredes plateadas se alzaban para unirse a una cúpula cuyo vértice estaba mucho más allá del alcance de nuestros rayos. No esperaba ninguna armada. Roma aún podía encontrarnos, claro; sus barcos podrían estar reuniéndose fuera en el mismo momento en que escribo estas palabras, barricando la salida. Sin embargo, ahora mismo somos libres de llevar a cabo nuestros asuntos en paz. Justo delante, olas oscuras lamían el banco de hielo de un kilómetro y medio de largo, la superficie casi al mismo nivel que nuestras amuradas, y en cuanto vi los norays esculpidos y refulgentes supe que los ángeles habían querido que fuera un muelle.

A las 1450 envié a seis marineros en una lancha al muelle. No tuvieron ningún problema en coger las amarras y en atarlas, pero, aun así, atracar el Maracaibo fue una operación de lo más arriesgada: sombras engañosas, ecos locos, trozos de hielo flotante por todas partes. A las 1535 el cabrón estaba amarrado, ambos motores apagados por vez primera desde que dejó Palermo.

Ordené un entierro inmediato en el mar. Cassie, Ockham y yo bajamos por la pasarela a la cubierta del castillo de proa, levantamos el petate con garfios y, después de rescatar un ancla del bote salvavidas más cercano, llevamos a mi pobre padre a la amurada de estribor.

—No estoy seguro de cómo lo hacen los presbiterianos holandeses —dijo Ockham, sacándose una Biblia del rey Jaime de la parka—, pero sé que les gusta esta traducción.

Aflojé el cordón y saqué el cadáver pálido y aplastado de mi padre. Estaba congelado por completo.

—Un helado de papá —murmuré, y Cassie me lanzó una mirada tanto sorprendida como divertida.

Ockham abrió por la primera carta a los Corintios y recitó unas palabras que yo había oído en mil escenas funerarias de Hollywood.

—«Ved aquí un misterio que voy a declararos: no todos dormiremos, pero todos seremos transformados. En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la trompeta; porque sonará la trompeta y los muertos resucitarán en un estado incorruptible…»

Cassie y yo rodeamos la cintura de papá con el ancla del bote salvavidas y levantamos su cuerpo duro como el hierro hasta la barandilla. El ancla le colgaba entre las piernas como una escarcela. Empujamos. Cayó y se estrelló contra el lago negro. Incluso con el peso de más, permaneció en la superficie alrededor de un minuto, flotando lentamente hacia la frente de Dios.

—Adiós, marino —dije, pensando en el placer que me daría volver a entrar y saborear una taza del café de Follingsbee.

—«Entonces se cumplirá la palabra escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria» —entonó Ockham mientras papá desaparecía de nuestra vista, primero las piernas, luego el torso, la cabeza y el pelo—. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» —dijo el sacerdote y yo me encontré preguntándome si en la despensa principal del Maracaibo había donuts—. «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?»

Y la verdad es que sí que había.

De gelatina, glaseados y de azúcar.


Sujetándose a la barandilla con los guantes, Neil Weisinger se unió a la marcha pequeña y solemne que bajaba por la pasarela. Cruzó el muelle resbaladizo apenas atreviéndose a pisar, paso a paso, con mucha cautela. A las 1715 la compañía entera estaba en el hielo, tanto los oficiales como la tripulación, moviéndose de un lado a otro a la luz cruda, bocanadas de aliento saliendo de las bocas como bocadillos de diálogo.

Cuando Neil vio cómo habían preparado la cripta los ángeles, un escalofrío de reconocimiento le recorrió el cuerpo; pensó enseguida en la barbacoa del Día del Trabajador a la que había asistido dos años antes en casa de su vecino, Dwight Gorka, una celebración falta de alegría que había alcanzado su punto más bajo cuando al gato de Dwight, Calabaza, lo atropelló un camión de Federal Express. Respondiendo al instante al dolor de su hija de edad preescolar, Dwight había clavado unas tablas de contrachapado para hacer un ataúd, había cavado un agujero en la dura tierra de Teaneck y había enterrado al pobre gato. Antes de que su padre volviera a poner la tierra con la pala, la pequeña Emily llenó la tumba con todas las cosas que Calabaza necesitaría en su viaje al cielo de los gatos: su plato del agua (lleno), una lata de Friskies Fancy Feast (abierta) y, lo más importante, su juguete favorito, un tapón de plástico de botella con el que se había pasado horas tontas felinas dándole golpes por la casa.

En la pared del norte de la cripta aparecían seis nichos inmensos, cada uno de ellos protegiendo un producto que, al parecer, Dios había tenido en gran estima. El foco de popa dio en la carcasa colosal de una ballena azul, una forma a la vez pesada y de líneas elegantes. El faro de en medio del barco recorrió la mole altísima de una secuoya, pintó los restos arrugados de un elefante africano macho, centelleó en un pez aguja disecado, encendió una familia de osos pardos embalsamados y, por último, se detuvo en un hipopótamo helado (que era muy probable que hubiera descendido, pensó Neil, de los hipopótamos que su abuelo había ayudado a transportar de África a Francia). Justo delante, una vitrina construida totalmente de hielo se alzaba casi siete metros. Extendió la manga y limpió la escarcha y el vaho de las puertas transparentes. Miró dentro. Cada una de las estanterías estaba atestada de artículos del portafolios divino, un frasco tras otro. La mariposa monarca… un trozo de jade… un terrón en el que crecía hierba para forraje de Kentucky… orquídea… mantis religiosa… langosta de Maine… cerebro humano… cobra real… grillo… gorrión… pepitas de roca ígnea.

Espontáneamente, la Kaddish[8] de los dolientes se formó en los labios de Neil.

—Yitgadal veyitkadash shemei raba bealma divera chireutei… —recitó. «Ensalzada sea la gloria de Dios, santificado sea Su gran nombre, en el mundo cuya creación Él dispuso…»

Acercándose a Neil, Cassie Fowler señaló bruscamente con el pulgar la vitrina de los trofeos.

—Los grandes éxitos de Dios.

—No es usted muy religiosa, ¿verdad?

—Puede que fuera nuestro Creador —dijo ella—, pero también fue una especie de lunático malicioso.

—Puede que fuera una especie de lunático malicioso —dijo él—, pero también fue nuestro Creador.

En el instante en que Neil vio el altar, una mesa larga y baja de hielo que se extendía bajo la ballena azul, sintió un deseo incontenible de usarlo. No fue el único que lo deseó. Con gravedad, los oficiales y la tripulación volvieron a subir en fila por la pasarela y regresaron veinte minutos después, ofrendas en mano. Uno a uno, los marineros se acercaron al altar y pronto hubo un montón enorme de oblaciones encima: una guitarra de acero National, un reloj con cadena de oro de un encargado del ferrocarril, un walkman Sony, una calculadora Texas Instruments, un paquete de condones de primerísima calidad (los carísimos Supremos Shostak), una petaca de plata de whisky, un banjo de cinco cuerdas, una jabonera estampada con una escena de patinaje de Currier e Ives, tres botellas de cerveza Moosehead, una hebilla de cinturón que estaba esculpida con la figura de un clíper.

Una verdad inquietante invadió a Neil mientras observaba cómo James Echohawk ofrecía su Nikon de 35 mm. Dentro de unos cuantos años, al representar su amor por el Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada, Neil podría incluso empezar a sentirse bien consigo mismo. Al comprarle a la hermana de Big Joe Spicer un vestido para el baile del último curso o financiar una operación de cadera para el padre de Leo Zook, era muy posible que encontrara la paz interior. Y en el instante en que eso ocurriera, en el momento en que sintiera satisfacción, sabría que no estaba haciendo bastante.

Anthony Van Horne se presentó y, con un estremecimiento de renuencia, dejó una réplica de un sextante Bowditch que debería haber valido quinientos dólares. Sam Follingsbee entregó una caja de nogal barnizado llena de cuchillos de acero inoxidable Ginsu. El padre Thomas fue el siguiente y sacrificó un cáliz con piedras preciosas y un copón de plata, seguido de la hermana Miriam que se levantó de la parka un rosario de cuentas de oro y lo dejó en el montón. Marbles Rafferty añadió un par de prismáticos Minolta de gran potencia, Crock O’Connor un juego de llaves de tubo Sears Craftsman, Lianne Bliss su colgante de cristal.

—He estado pensando —dijo Cassie Fowler.

Tras meter la mano en sus mallas de lana, Neil sacó su regalo.

—Veimeru: amein —murmuró. «Y digamos: Amén»—. ¿Sí, señorita Fowler?

—Tiene razón, a pesar de todo, seguimos estando en deuda con Él. Ojalá tuviera una ofrenda. Vine a bordo con sólo una taza de Elvis y una toalla de Betty Boop.

Neil puso la medalla de Ben-Gurion de su abuelo en el altar y dijo:

—¿Por qué no le da su gratitud?


Cassie Fowler pronto comprendió que en la tumba privada de Dios el tiempo no existía. Ninguna marea predecía el anochecer; ninguna estrella anunciaba la noche; ningún pájaro declaraba el despuntar del día. Sólo mirando el reloj del puente sabía que eran las doce del mediodía, dieciocho horas después de que hubiera visto cómo Neil Weisinger ofrecía su medalla de bronce.

Cuando salió de la timonera y se unió al grupito triste del ala de estribor, Cassie se sintió apesadumbrada al darse cuenta de que todos los demás llevaban una ropa más respetuosa que ella. Anthony tenía un aspecto magnífico con su traje de gala blanco. El padre Thomas se había puesto una vestidura de seda roja encima de una chaqueta negra de frac. El cardenal Di Luca lucía una lujosa estola de piel envuelta alrededor de un alba de un morado intenso. Con su parka naranja ajada (gentileza de Lianne), mitones verdes raídos (donados por An-mei Jong) y botas de montar de piel gastadas (de James Echohawk), Cassie se sentía de lo más irreverente. No le importaba desairar al cargamento —que, después de todo, era el Dios del Patriarcado Occidental—, pero sí le importaba avivar el tópico de que los racionalistas no tienen ningún sentido de lo sagrado.

El padre Thomas se llevó el micrófono de megafonía a los labios agrietados y se dirigió a la compañía que estaba abajo, la mitad congregada en la cubierta de barlovento, el resto pululando por el muelle.

—Bienvenidos, amigos, y que la paz sea con vosotros. —La cripta grande y tenebrosa repitió sus palabras, «sea con vosotros, con vosotros, con vosotros»—. Ahora que nuestro Creador se ha marchado, que se sepa que le encomendamos a sí mismo y que entregamos su cuerpo a su última morada, polvo eres y en polvo te convertirás…

Anthony cogió el walkie-talkie de la camareta alta, apretó ENVIAR y, con aire de gravedad, se puso en contacto con la sala de bombeo.

—Sr. Horrocks, las mangueras…

Con la misma eficiencia espectacular que había demostrado durante la batalla de Midway, el sistema contra incendios del Maracaibo se puso en acción. Una docena de mangueras se alzaron a lo largo de la cubierta de popa y arrojaron litros y litros de espuma blanca y espesa. Cassie sabía que cada burbuja era bendita, ya que el padre Thomas y Monsignor Di Luca se habían pasado la mañana realizando una consagración febril. La espuma purificada formó un arco en el aire y chocó contra el hombro izquierdo de Dios, congelándose completamente en el instante del ungimiento.

—Dios Todopoderoso, te rogamos que descanses en paz aquí hasta que te despiertes en tu gloria —dijo el padre Thomas. Cassie admiraba la habilidad con la que el sacerdote había adaptado el ritual clásico, el equilibrio sutil que había hallado entre el optimismo cristiano tradicional y la realidad brutal del cadáver—. Entonces te verás cara a cara y conocerás tu poder y tu majestad…

Al oír que le daba el pie, Cassie avanzó con la Biblia de Jerusalén del padre Thomas metida bajo el brazo.

—Nuestra náufraga, Cassie Fowler, ha pedido permiso para dirigirse a vosotros —les dijo el sacerdote a los marineros—. No sé exactamente qué quiere decir —una mirada admonitoria—, pero estoy seguro de que será considerado.

Al coger el micrófono a Cassie le preocupó que tal vez estuviera a punto de hacer el ridículo. Una cosa era dar una lección sobre las cadenas alimenticias y los nichos ecológicos delante de una clase de estudiantes de segundo curso de Tarrytown y otra muy diferente era criticar el cosmos ante una muchedumbre de marineros mercantes endurecidos y deprimidos.

—De todas las Escrituras —empezó—, quizás sea la dura prueba de Job la que mejor me permita expresar lo que los racionalistas como yo pensamos sobre nuestro cargamento. —Tragando una bocanada de aire glacial, bajó la mirada hacia el muelle. Lianne Bliss, de pie debajo de la ballena azul, le sonrió para darle ánimos. Dolores Haycox, apoyada contra la secuoya, le ofreció un guiño tranquilizador—. Job, recordaréis, quiso saber el motivo de sus pérdidas terribles —posesiones, familia, salud—, con lo cual apareció el Torbellino y explicó que no se trataba de hacer justicia por un solo individuo. —Apoyó el lomo de la Biblia contra la barandilla y la abrió cerca del medio—. «¿Dónde estabas al fundar yo la tierra? —pregunta Dios, retóricamente—. ¿Sobre qué descansan sus cimientos? ¿Quién cerró con puertas el mar cuando, impetuoso, salía del seno? —Extendió el mitón derecho, señalando el hipopótamo helado—. He ahí al hipopótamo —dijo ella, todavía citando a Dios—. Su fuerza está en sus lomos, y su vigor en los músculos de su vientre. Endereza su cola como un cedro; los nervios de sus muslos se entrelazan; sus huesos son como tubos de bronce; sus costillas son como palancas de hierro…» —Haciendo un giro de noventa grados, Cassie le habló al Corpus Dei—. ¿Qué puedo decir, Señor? Soy racionalista. No creo que el esplendor de los hipopótamos sea ninguna respuesta al sufrimiento de los humanos. ¿Por dónde empiezo? ¿Por el terremoto de Lisboa? ¿Por la peste de Londres? ¿Por el melanoma maligno? —Suspiró con una mezcla de resignación y de exasperación—. Y aun así, desde el principio hasta el fin, Tú seguiste siendo Tú, ¿verdad? Tú, Creador: una función que desempeñaste sorprendentemente bien, poniendo esos cimientos y asegurando aquellos pilares que los sostenían. No fuiste un hombre muy bueno, Dios, pero fuiste un mago excelente y por eso yo, incluso yo, Te doy mi gratitud.

Después de aceptar tanto el micrófono como la Biblia de Jerusalén de Cassie, el padre Thomas siguió con el resto de la liturgia modificada.

—Antes de que sigamos por nuestros caminos, despidámonos de nuestro Creador. Que nuestra despedida exprese nuestro amor por Él. Que alivie nuestra tristeza y fortalezca nuestra esperanza. Ahora por favor unios a mí para recitar las palabras que Jesucristo nos enseñó en aquella célebre Montaña de Judea: «Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre. Venga a nosotros Tu reino…»

Mientras la compañía del Maracaibo rezaba, Cassie estudió a su cargamento sonriente, reflexionando sobre sus mil desgracias. El viaje no había tratado bien a Dios. Le habían saqueado casi una sexta parte del pecho derecho para hacer filetes. Cráteres de bombas de destrucción le marcaban el estómago. Los torpedos le habían llenado el cuello de hoyos. Parecía que le hubieran afeitado la barbilla con un soplete. De la cabeza a los pies, los mordiscos de los depredadores y los estragos del hielo se alternaban con las extensiones inmensas y cenagosas de la descomposición. Si un marciano se hubiera topado con aquella escena, nunca habría adivinado que esa cosa que los dolientes estaban sepultando había sido antes su divinidad principal.

—«… Mas líbranos del mal. Amén.»

Cuando Lou Chickering se separó de la multitud y cruzó el muelle con aire resuelto y con las lágrimas brillándole en los ojos, Cassie recordó las muchas veces que había oído su voz dulce de barítono subiendo desde la sala de máquinas, recitando un soliloquio o cantando un aria a grito pelado. Al llegar a la costa de la bahía encerrada, el guapísimo marinero echó la cabeza hacia atrás y cantó.

Swing low, sweet chariot,

Comin’ for to carry me home,

Swing low, sweet chariot,

Comin’ for to carry me home[9]

Entonces toda la compañía se unió, unas cien voces fusionándose en una endecha atronadora que retumbó contra la gran cúpula helada.

I looked over Jordan, an’ what did I see,

Comin’ for to carry me home?

A band of angels comin’ after me,

Comin’ for to carry me home.

—Está bien, profesor Ockham, usted gana —dijo Di Luca, acariciándose la estola—. Esto tenía que ser así, ¿verdad?

—Creo que sí.

Swing low, sweet chariot,

Comin’ for to carry me home…

—Esta noche redactaré una carta. —El cardenal se apoyó en la barandilla del puente para recobrar el equilibrio—. Le diré a Roma que se incineró el cuerpo de acuerdo con los deseos del consistorio y, luego, con el permiso de Van Horne, la enviaré.

—No se moleste —dijo el padre Thomas—. Hace tres horas que le envió un fax al Santo Padre con ese mensaje preciso.

—¿Qué?

—No me gusta la ética situacional más que a usted, Tullio, pero éstos son tiempos difíciles. No cuesta mucho falsificar su firma. Es cuidadosa y clara. Las monjas le enseñaron bien.

If you get there befare I do,

Comin’ for to carry me home,

Jes’ tell my friends that I’m a-comin’ too,

Comin’ for to carry me home.

Cassie no estaba segura de qué aspecto de ese intercambio de palabras la inquietaba más: el descenso del padre Thomas a la conveniencia o comprender que Roma no tenía ninguna intención de acabar el trabajo que Oliver había hecho tan mal.

Swing low, sweet chariot,

Comin’ for to carry me home…

El cardenal frunció el ceño pero no dijo nada. Thomas besó su Biblia. Cassie cerró los ojos, dejando que el espiritual se le enroscara por el alma intranquila y, cuando el último eco de la última sílaba se había apagado, supo que ningún ser, supremo o no, había recibido jamás una despedida más sonora a las puertas oscuras y heladas del olvido.


El Maracaibo navegó hacia el sudeste, chocando contra el océano Ártico a una velocidad rápida de dieciséis nudos mientras se dirigía hacia la costa de Rusia. Para Thomas Ockham, el ambiente a bordo del petrolero era difícil de descifrar. Naturalmente, los marineros estaban encantados de irse a casa, pero debajo de esa felicidad intuía una melancolía profunda y un dolor incomprensible. La noche en que partieron de Kvitoya, unos diez o doce marineros que no estaban de guardia se reunieron en la sala de juegos para una especie de encuentro musical espontáneo y pronto la superestructura entera estaba resonando con canciones como Rock of Ages, Kum-Ba-Yah, Go Down Moses, Amazing Grace, A Mighty Fortress Is Our God y He’s Got the Whole World in His Hands[10]. Al día siguiente al mediodía, Thomas celebró la misa, como de costumbre, y por primera vez se presentó la friolera del noventa por ciento de los cristianos que estaban libres.

Resultó que el puerto de Murmansk contaba con un atracadero de aguas profundas, el tipo de plataforma que permitía que un petrolero descargara directamente en las tuberías del fondo del mar sin entrar en el puerto. Van Horne organizó la operación por la radio de barco a tierra y, a las cuatro horas de engancharse, habían dejado seco al Maracaibo. Aunque los rusos no entendían por qué la Iglesia Católica les daba treinta y seis millones de litros de petróleo crudo árabe gratis, pronto dejaron de mirarle el dentado al caballo regalado. El invierno se acercaba.

La mañana del 25 de septiembre, cuando el Maracaibo se acercaba a las Hébridas, a Thomas le entraron unas ganas enormes de pensar. Sabía exactamente lo que debía hacer. Al principio del viaje había descubierto que la pasarela central de la superestructura era el lugar perfecto para la meditación, tan propicio para la quietud como la arcada de un monasterio. Una marcha lenta de ida y vuelta a lo largo de la pasarela y había penetrado un gran misterio con eficacia —por qué las ecuaciones existentes de la TDT no contemplaban la gravedad, por qué el universo contenía más materia que antimateria, por qué había muerto Dios—. Una segunda marcha igual, y había generado despiadadamente mil razones para invalidar su respuesta.

Olas altas y picadas rodeaban el Maracaibo. Caminando hacia popa, Thomas se imaginó como Moisés conduciendo a los hebreos fugitivos por la cuenca del Mar Rojo, guiándoles junto a las rocas resbaladizas y a los peces perplejos, un acantilado de agua suspendida elevándose a cada lado. Sin embargo, Thomas no se sentía como Moisés en ese momento. No se sentía como ningún tipo de profeta. Se sentía como el bufón del universo, un hombre que apenas sabía resolver una adivinanza de una caja de comida rápida y mucho menos sacar una Teoría del Todo o descifrar el acertijo del fallecimiento de su Creador.

¿Un asesinato cósmico?

¿Un virus sobrenatural inimaginable?

¿Un corazón roto?

Miró hacia babor.

El barco abandonado llevaba el nombre de Regina Maris: un carguero a la antigua con cabinas de cubierta tanto en medio del barco como en la popa, silencioso en el agua y moviéndose sin rumbo empujado por la corriente a través de la bruma escocesa como una fragata fantasmal de La balada del viejo marinero. A las 1400 Thomas subía por su pasarela, con Marbles Rafferty justo detrás. La niebla fría les envolvía como un manto, convirtiendo su aliento en vapor y poniéndoles la piel de gallina.

Al subir a la cubierta principal, Thomas vio que los mismísimos restos del cielo habían estado incluidos en el viaje desventurado del Regina. Al parecer, lo habían tripulado querubines. Sus cadáveres grises e hinchados estaban por todas partes, decenas de miniángeles regordetes pudriéndose encima del castillo de proa, descomponiéndose junto a los pendolones, supurando en el alcázar. Plumas diminutas bailaban en la brisa del Mar del Norte como copos de nieve.

—Capitán, aquí hay una escena bastante rara —dijo Rafferty por el walkie-talkie—. Unos cuarenta niños con alas en la espalda muertos.

La voz de Van Horne farfulló por el altavoz.

—¿Niños? Dios…

—Déjame hablar con él —insistió Thomas, adueñándose del walkie-talkie—. Niños no, Anthony. Querubines.

—¿Querubines?

—Aja.

—¿No hay supervivientes?

—Creo que no. Es increíble que llegaran tan al norte.

—¿Está pensando lo mismo que yo? —preguntó Van Horne.

—Cuando vienen querubines —dijo Thomas—, los ángeles no pueden estar muy lejos.

Marcado por el óxido, agujereado por la corrosión, el Regina no estaba en mejor condición que su tripulación. Era como si Dios mismo lo hubiera recogido, lo hubiera chupado —haciéndolo chocar contra los colmillos, quemándolo con la saliva—, y luego lo hubiera vuelto a escupir al mar. Thomas se dirigió a la camareta alta de en medio del barco, siguiendo un olor acre y afrutado de tal intensidad que dominaba el hedor de los querubines. La yugular le latía con fuerza. La sangre le palpitaba en los oídos. Siguiendo el aroma bajó por un pasillo húmedo, subió una escalera de cámara estrecha y entró en un camarote lúgubre.

En el mamparo del fondo colgaba la magistral Anunciación de Robert Campin, una copia o el original de los Claustros de Manhattan, el sacerdote no lo sabía con seguridad. Un resplandor de luz tenue emanaba de la litera. Thomas se acercó con el mismo paso respetuoso que había usado tres meses antes al saludar al Papa Inocente XIV.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el ángel, apoyándose sobre los codos. Una aureola negra y caída le colgaba del cuello como una correa de ventilador desechada de la isla Van Horne.

—Thomas Ockham, Sociedad de Jesús.

—He oído hablar de ti. —La sábana se deslizó hasta el suelo, dejando ver el cuerpo consumido de la criatura. La carne, a pesar de estar agrietada y arenosa, era exquisita a su modo, como papel de lija fabricado para una tarea santa: pulir la Cruz, sacarle brillo al Arca. Un arpa pequeña salvaba el hueco que tenía entre las rodillas nudosas. Las alas, desnudas como las de un murciélago, descansaban sobre montones de plumas mudadas—. Llámame Miguel.

—Es un honor, Miguel. —Thomas apretó ENVIAR—. ¿Anthony?

—¿Sí?

—Teníamos razón. Un ángel.

—El último ángel —dijo con voz áspera Miguel. Su voz tenía un timbre seco y crispado, como si la laringe se le hubiera oxidado junto con el barco.

—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó Thomas, mientras se guardaba el walkie-talkie en el bolsillo de la parka—. ¿Tienes sed?

—Sed. Sí, mucha. Por favor, en la cómoda…

Thomas cruzó el camarote y encontró una botella de cristal de cuatro cámaras con la forma de un corazón humano y llena de agua.

—¿He llegado demasiado tarde? —El ángel levantó el arpa que tenía sobre las rodillas—. ¿Me he perdido su funeral?

—Te lo has perdido, sí. —Apretando la botella contra los labios secos de Miguel, Thomas se dio cuenta de que el ángel estaba ciego. Sus ojos, lechosos e inmóviles, se hallaban en la cabeza como perlas hechas por una ostra en fase terminal—. Lo siento.

—¿Pero ya está a salvo?

—Completamente.

—¿No se descompuso demasiado?

—No demasiado.

—¿Seguía sonriendo?

—Seguía sonriendo.

Miguel puso la mano derecha en el arpa y empezó a tocar de oído el famoso tema para cítara de El tercer hombre.

—¿D-dónde estamos?

—En las Hébridas.

—¿Está cerca de Kvitoya?

—Kvitoya está a tres mil kilómetros de aquí —admitió el sacerdote.

—Entonces ni siquiera conseguiré visitar el cuerpo.

—Es cierto. —La fiebre del ángel era tan intensa que Thomas sentía el calor en las mejillas—. Le construísteis una tumba muy hermosa.

—Así es, ¿verdad? Fue idea mía sepultarle con sus obras maestras. La ballena, la orquídea, el gorrión, la cobra. Nos costó mucho decidir qué incluir. Adabiel hizo todo un discurso a favor de los inventos humanos… argumentaba que eran de Dios por extensión. La rueda, el arado, el vídeo, el clavicémbalo, el béisbol —somos todos seguidores de los Yankees—, pero entonces Zafiel dijo: «Vale, pongamos una Magnum .356» y eso liquidó la cuestión.

Un camarote crepuscular en un carguero abandonado en medio del deprimente Mar del Norte: no era un entorno probable para una revelación, sin embargo eso fue lo que en aquel momento le vino a Thomas Wickliff Ockham, S. J., una revelación, una verdad luminosa que resplandeció por su alma mortal.

—Hay algo que tengo que saber —dijo—. ¿Fue Dios quien solicitó la tumba de Kvitoya? ¿Vino a veros y dijo: «Enterradme en el Ártico»?

Miguel tosió de forma explosiva, salpicando la Anunciación de Campin de gotitas de sangre.

—Atisbamos por encima del borde del cielo. Vimos su cuerpo a la deriva junto a Gabón. Dijimos: «Hay que hacer algo».

—A ver si lo he entendido bien. ¿Él nunca pidió que le enterraran?

—Parecía que era lo correcto —dijo el ángel.

—Pero Él nunca lo pidió.

—No.

—De manera que al enviar su cadáver a la Tierra, ¿podría haber estado pensando en otra cosa en vez de un funeral?

—Es posible.

Era posible. Era probable. Era seguro.

—¿Quieres la extremaunción? —preguntó Thomas—. No tengo crisma, pero hay una tonelada de espuma contra incendios consagrada en el Maracaibo.

Miguel cerró sus ojos sin vida.

—Eso me recuerda un chiste viejo. «¿Sabes hacer agua bendita?» ¿Lo has oído, padre?

—No lo sé.

—«Coges agua estancada y la hierves para que no huela a mil demonios.» ¿Extremaunción? No. Gracias, pero no. Los sacramentos ya no importan. Ya hay muy poco que importe. Ni siquiera me importa si los Yankees están los primeros. ¿Lo están?

Thomas nunca sabría si Miguel oyó la buena noticia, ya que en el instante en que ofreció su respuesta, «Sí, los Yankees aún van los primeros», los ojos del arcángel se licuaron, sus manos se derritieron y su torso se desintegró como la Torre de Babel desmoronándose bajo el aliento debilitado de Dios.

Thomas se quedó mirando la litera, contemplando los restos cenizos de Miguel con una mezcla de incredulidad y sobrecogimiento. Sacó el walkie-talkie. «¿Estás ahí, Anthony?»

—¿Qué está pasando? —preguntó Van Horne.

—Le hemos perdido.

—No me sorprende.

El sacerdote pasó los dedos por las cosas efímeras, suaves y grises del colchón.

—Capitán, creo que tengo la respuesta.

—¿Ha descubierto una TDT?

—Sé por qué murió Dios. No sólo eso, he decidido cuál debería ser nuestro siguiente paso.

—¿Por qué murió?

—Es complicado. Escuche, la cena de esta noche será privada. Sólo invitaré a cuatro personas: usted, Miriam, Di Luca, su novia.

—Sea cual sea su teoría, dudo que mi novia la acepte.

—Por eso exactamente la quiero allí. Si puedo convencer a Cassie Fowler de que hay que desenterrar el cadáver, podré convencer a cualquiera.

—¿Desenterrarlo?

Thomas lió el polvo divino y las plumas santas con la sábana y amarró las esquinas con un nudo retorcido.

—Contésteme, Thomas. ¿Qué quiere decir con «desenterrarlo»?


Por razones que sólo él sabía, Sam Follingsbee prescindió de las provisiones normales del Maracaibo aquella noche y cocinó un abundante buffet chino con lo que quedaba de la carne que habían salvado del Valparaíso antes de que se hundiera. Después de que Thomas bendijera la mesa, él y sus invitados atacaron. Comieron despacio, con reverencia de hecho, incluso la habitualmente sacrilega Cassie Fowler. También Di Luca parecía abordar su comida con piedad, como si de algún modo intuyera la fuente.

Después de tragarse un bocado de mu gu gai pan artificial, Thomas dijo:

—Tengo una teoría que contarles.

—Ha resuelto la gran adivinanza —explicó Van Horne, devorando un won-ton de imitación.

—Empezaré con una pregunta —dijo Thomas—. ¿Cuál es la metáfora más exacta de Dios?

—Amor —dijo la hermana Miriam.

—Inténtenlo otra vez.

—Juez —intervino Di Luca.

—¿Además de eso?

—Creador —propuso Fowler.

—Casi.

—Padre —dijo Van Horne.

Thomas se comió un trozo de buey Szcheuan falso.

—Exacto. Padre. ¿Y cuál dirían que es la obligación primordial de todos los padres?

—Respetar a sus hijos —añadió Van Horne.

—Proporcionarles un amor incondicional —dijo Miriam.

—Una base moral fuerte —propuso Di Luca.

—Darles de comer, vestirles, darles una casa —dijo Fowler.

—Perdónenme, pero creo que están todos equivocados —soltó Thomas—. La obligación primordial es dejar de ser un padre. ¿Me siguen? En algún momento, debe hacerse a un lado para permitir que sus hijos e hijas se hagan adultos. Y eso es precisamente lo que creo que hizo Dios. Se dio cuenta de que nuestra fe constante en Él nos estaba constriñendo, conteniendo, infantilizando, si quieren.

—Ah, ese viejo razonamiento —dijo Di Luca con sorna—. Debo decir que me entristece oírlo de boca del autor de La mecánica de la gracia de Dios.

—Creo que quizá Tom ha dado con algo —dijo Miriam.

—Cómo no —dijo Di Luca.

—Un padre está obligado a hacerse a un lado —continuó Van Horne—. No está obligado a morirse.

—Sí lo está si Él es ya-sabe-quién —dijo Thomas—. Piénselo. Siempre y cuando Dios se mantuviera distante, su decisión de entrar en el olvido seguiría siendo un secreto. Pero si se encarnaba, venía a la Tierra…

—Perdone —le interrumpió Di Luca—, pero al menos uno de los que estamos sentados a esta mesa cree que ese acontecimiento preciso sucedió hace unos dos mil años.

—Yo también creo que sucedió —siguió Thomas—. Pero la historia sigue adelante, Eminencia. No podemos vivir en el pasado.

Fowler tomó un sorbo de té oolong.

—¿Qué está diciendo exactamente, padre? ¿Está diciendo que se suicidó?

—Sí.

—Caray.

—¿Sabiendo perfectamente que sus ángeles morirían de empatia? —preguntó Van Horne.

—Eso demuestra lo mucho que amaba el mundo —dijo Thomas—. Deseó con todas sus fuerzas dejar de existir y, al mismo tiempo, nos dio una prueba pesada del hecho.

—¿Y dónde está la carta de despedida? —preguntó Fowler.

—Quizá nunca la escribió. Quizá está inscrita en su cuerpo de un modo críptico. —Thomas llenó el tenedor con una imitación de calamares bañados en salsa de judías negras—. No sé ustedes, pero a mí, por lo pronto, me conmueve mucho el desinterés de nuestro Creador.

—Y, yo, por lo pronto, creo que se ha aventurado en exceso —replicó Di Luca, entrecerrando los ojos—. ¿Podría decirnos cómo llegó exactamente a esta curiosa conclusión?

—Deducción jesuítica —respondió Thomas—, combinada con un hecho crucial que me dijo Miguel esta tarde.

—¿Qué hecho?

—Dios nunca pidió que le enterrasen. Los arcángeles actuaron completamente por su cuenta. Miraron hacia abajo, vieron su cuerpo y con las últimas fuerzas que les quedaban le construyeron una tumba.

—Son unos datos bastante exiguos —dijo Di Luca—, para una hipótesis tan arrogante.

Van Horne se lanzó sobre su sucedáneo de pollo Hunan.

—Cuando me llamó por radio desde el Regina, dijo que sabía cuál debía ser nuestro próximo paso.

—Nuestro deber está claro, al menos, eso creo yo —dijo Thomas—, después de cenar, debemos darle la vuelta al Maracaibo y regresar a Svalbard. Volveremos a entrar en la tumba, nos engancharemos al cuerpo otra vez y lo llevaremos a dar un viaje de recorrido por el mundo.

—¿Un qué? —dijo Di Luca.

—Un viaje de recorrido por el mundo.

—Y una mierda —le espetó Fowler.

—¿Ha perdido el juicio? —exclamó Di Luca.

—Visitaremos todos los puertos occidentales importantes, con el cadáver a remolque —insistió Thomas, levantándose de la mesa—. Si el Maracaibo no puede con la carga, presionaremos para que haya un servicio de petroleros por el camino. La noticia llegará antes que nosotros. Podemos contar con la CNN. Sí, seguro, al principio el público reaccionará con rechazo, terror, pena, todo lo que observamos en el Val cuando les explicamos la situación a los marineros, y, sí, a medida que la Idea del Cadáver ejerza su dominio tal vez haya una epidemia de anomia como la que ocurrió en la isla Van Horne, aunque, por supuesto, como el capitán le explicó a Tullio en la sala de oficiales, eso fue principalmente un efecto del contacto prolongado e íntimo con el cuerpo, pero en cualquier caso el imperativo categórico pronto hará efecto y, después, seguirá la euforia. ¿Se dan cuenta? ¿Se imaginan a la muchedumbre emocionada cruzando en estampida las calles de Lisboa, Marsella, Atenas, Napóles y Nueva York, entrando en tropel en el puerto, ansiosa por echar una miradita? La raza humana ha estado esperando una hora así. Puede que no lo sepan, pero han estado esperando. Tocarán orquestas. Ondearán banderas. Vendedores ambulantes pregonarán perritos calientes, palomitas de maíz, camisetas, banderines, adhesivos gigantes, programas de recuerdo. «¡Somos libres!», gritará todo el mundo. «Hoy somos hombres hechos y derechos, hoy somos mujeres hechas y derechas, ¡el universo es nuestro!»

Thomas se sentó y rellenó en silencio una crêpe hojaldrada con pseudo cerdo mu shu.

Fowler dio un resoplido.

Van Horne suspiró.

—Debo decir, profesor —dijo Di Luca—, que ésa es la proposición más ridicula que he oído en mi vida.

A pesar de la profunda falta de respeto de Thomas por Di Luca, el rechazo del cardenal le dolió, cortándole como la reseña negativa que The Christian Century había hecho de La mecánica de la gracia de Dios.

«¿He razonado correctamente?», se preguntó.

—Quiero saber lo que piensan. Me prometí que no continuaría con este plan si no lo apoyaba una mayoría de los que están a la mesa esta noche.

—Le diré lo que opino yo —dijo Fowler—. Si el género humano se entera en masa alguna vez de que Dios Todopoderoso ya no puede empañar un espejo, no tendrá ganas de salir a toda prisa a escalar montañas, tendrá ganas de arrastrarse hasta un agujero y morir.

—Bien dicho, Dra. Fowler —intervino Di Luca.

—Y también creo, como he dicho siempre, también creo que, cuando regrese a la luz del día, instituirá una teocracia tan asfixiante y misógina que hará que la España medieval parezca el show de Phil Donahue.

Thomas mordió un rollito de primavera y señaló con el cabo hacia la hermana Miriam.

—Eso son dos votos contra mi proposición y uno, el mío, a favor.

La monja se dio unos toques en los labios con una servilleta blanca de lino.

—Dios mío, Tom, nos costó tantísimo enterrarle. La idea de deshacer nuestros esfuerzos… es un poco abrumadora. —Se enrolló la mano firmemente con la servilleta, como si estuviera vendando una palma herida—. Pero cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que es probable que tengamos la responsabilidad de compartir el Corpus Dei con el resto de la humanidad. Es lo que Él quería, ¿no?

—Eso hace dos a favor, dos en contra —dijo Thomas—. Depende de usted, capitán.

—Si votas que sí —dijo Fowler—, no te volveré a hablar jamás.

Durante un minuto entero, Van Horne no dijo nada. Se quedó sentando en silencio delante de sus fideos de huevo, peinando distraídamente las hebras amarillo pálido con el tenedor. Thomas se imaginó que veía el funcionamiento del cerebro del capitán, el latido y el brillo de sus cinco mil millones de neuronas.

—Creo…

—¿Sí?

—… que lo consultaré con la almohada.


30 de septiembre.

Noche. Un cielo sin estrellas. Un viento de diez nudos del este.

Así que los ángeles nos mintieron. No, no nos mintieron, exactamente. Se aventuraron más allá de la verdad; permitieron que su dolor oscureciera la voluntad de Dios. Y si Rafael exageraba el caso por una sepultura, quizá también exageraba otras ideas, como que mi padre era el hombre que debía absolverme.

¿Cuando los ángeles fingen, Popeye, en quién puedes confiar?

Navegamos echando humo alrededor de las Hébridas una y otra vez y mi mente tampoco deja de dar vueltas. Veo ambas partes y me está volviendo loco. Si le doy al padre su viaje de recorrido, no será por un beneficio personal. «Exhúmale —me dice Cassie— y me iré de tu vida para siempre».

Aun así, me preguntó si Ockham y la hermana Miriam no tienen razón.

Me pregunto si no le debemos la verdad a nuestra especie.

Me pregunto si oír la mala noticia no sería lo mejor que le haya pasado jamás al Homo sapiens sapiens.


Durante los primeros cuatro años vivieron como campesinos en una casita estrecha que Cassie había estado alquilando en Irvington, pero después de que hicieran fortuna decidieron darse el gusto y se mudaron a la ciudad. A pesar de su nueva riqueza, Cassie conservó su trabajo, explicando obstinadamente la selección natural y otras ideas inquietantes a los estudiantes temerosos de Dios del colegio universitario de Tarrytown mientras Anthony se quedaba en casa y se ocupaba del pequeño Stevie. Mejor no arriesgarse, decidieron. Su dinero podía acabarse antes de lo esperado.

Ser un padre en Manhattan era una empresa aleccionadora y vagamente absurda. Las sirenas de la policía saboteaban las siestas. La contaminación del aire agravaba los resfriados. Para estar seguros de que Stevie llegaba a casa sin problemas desde Montessori cada tarde, Anthony y Cassie tuvieron que contratar a un instructor de artes marciales coreano como escolta. Sin embargo, aquello era lo único que habrían aceptado. El apartamento espacioso del cuarto piso del edificio sin ascensor que habían comprado en el Upper East Side incluía pleno derecho a la azotea y, después de que Stevie se hubiera dormido, se acurrucaban juntos en las tumbonas playeras, se quedaban mirando el cielo sucio y se imaginaban que estaban echados en la cubierta del castillo de proa del difunto Valparaíso.

Su fortuna provenía de una fuente insólita. Poco después de desembarcar en Manhattan, Anthony tuvo la idea de enseñarle sus documentos privados al padre Ockham, quien a su vez se los entregó a Joanne Margolis, la excéntrica agente literaria que se encargaba de los libros de cosmología del sacerdote. Margolis manifestó de inmediato que el diario de Anthony era «la mejor aventura marina surrealista jamás escrita», se lo enseñó a un editor del Naval Institute Press y obtuvo un adelanto modesto de tres mil dólares. Nadie se habría imaginado que un libro tan extraño se convertiría en un best-seller del New York Times, pero a los seis meses de su publicación El Evangelio según Popeye había superado milagrosamente todas las expectativas.

Al principio, Anthony y Cassie temieron que el grueso de los derechos de autor serviría para pagar los honorarios de los abogados y los costes de los juicios, pero luego se hizo evidente que ni el Fiscal General de los Estados Unidos ni el gobierno noruego tenían el menor interés en llevar a juicio lo que parecía menos un caso criminal que un ejemplo de psicodrama fantástico que había fracasado rotundamente. Las familias de los tres actores muertos se enfurecieron por esa inercia (la viuda de Carny Otis incluso viajó hasta Oslo haciendo un esfuerzo por mover las ruedas de la justicia), y su furia persistió hasta que intervino el Secretario de Estado del Vaticano. Ya que para empezar había contratado al impetuoso Christopher Van Horne, lógicamente, el cardenal Eugenio Orselli consideró que era su deber moral recompensar a las familias de los difuntos. Cada uno de los familiares más cercanos recibió un regalo libre de impuestos de tres millones y medio de dólares. Cuando llegó el verano del noventa y nueve, todo el asunto turbio de la Reproducción de Midway había dejado de perseguir el hogar de los Van Horne-Fowler.

Anthony no sabía decir si al decidir dejar el cadáver en su sitio había sido valiente o había escurrido el bulto. Al menos una vez a la semana viajaba al norte de la ciudad y se encontraba con Thomas Ockham para hacer un picnic de vino blanco y sandwiches de queso brie en el parque Fort Tryon, después del cual paseaban por los Claustros, buscando la solución de sus obligaciones para con el Homo sapiens sapiens. Una vez Anthony creyó haber visto un ángel con una túnica abatirse por la capilla Fuentidueña, pero sólo era una hermosa estudiante de posgrado con un vestido largo blanco, solicitando un trabajo de docente.

El trato al que habían llegado con Di Luca y Orselli era un modelo de simetría. Anthony y Ockham no revelarían que El Evangelio según Popeye se atenía a los hechos y Roma no se apropiaría del cadáver ni lo quemaría. Si bien la idea siguió intrigando tanto al capitán como al sacerdote, empezaban a comprender que un espectáculo así muy bien podría llevar a algo mucho más triste y sangriento que el mundo feliz que Ockham había previsto el día que exploró el Regina Maris abandonado. Luego estaba, también, el atrevimiento espantoso de todo aquello. A Anthony le parecía que nadie tenía derecho a quitar la ilusión de Dios, ni siquiera Dios tenía ese derecho, a pesar de que, según parecía, había intentado hacerlo.

La fiesta que montaron Anthony y Cassie cuando Stevie cumplió seis años sirvió para un doble propósito. Celebraba el cumpleaños del niño y reunía a siete alumnos del último viaje del Valparaíso. Vinieron con regalos: ballena de peluche, puzzle, revólver con seis cámaras y funda, tren eléctrico, guante de jugador de primera base, remolcador de juguete, juego de homúnculos de Fisher-Price. Sam Follingsbee hizo el pastel, el favorito de Stevie, chocolate suizo con glaseado de cereza.

Al salir la luna empezaron las confesiones, con el reconocimiento de cada marino de padecer un terror personal intenso a que su conocimiento de lo que estaba sepultado en Svalbard pudiera privarle del juicio algún día. Marbles Rafferty reveló que el suicidio se encontraba entre sus fantasías mucho más a menudo que antes de su viaje al Ártico. Crock O’Connor discutió con franqueza sobre su impulso de llamar al programa Larry King Live y contarle al mundo que sus oraciones caían en tímpanos rotos. Sin embargo, hasta entonces, todos habían logrado convertirse en ciudadanos funcionales e incluso prósperos del Anno Postdomini Siete.

Rafferty era ahora el patrón del Exxon Bangor. O’Connor, que había dejado el mar, actualmente pasaba los días y las noches intentando inventar un tatuaje holográfico. Follingsbee dirigía el Octopus’ Garden en Bayonne, un restaurante frente al mar y con mucho ambiente cuyo menú no incluía ni un solo producto de mar. Lou Chickering interpretaba el papel de un neurocirujano adúltero crónico en Las arenas del tiempo y acababa de aparecer como el Ídolo de la Semana en la revista Suds and Studs. Lianne Bliss era la directora técnica de una emisora de radio feminista radical que transmitía desde Queens. Hacía poco que Ockham y la hermana Miriam habían escrito juntos De muchos, uno, una historia exhaustiva de las imágenes en constante cambio que la humanidad tenía de Dios, desde el monoteísmo radical del faraón Akenatón hasta el Jesucristo cósmico de Teilhard de Chardin. La introducción era de Neil Weisinger, que actualmente era un rabino al servicio de una congregación de judíos reformistas de Brooklyn.

Después de la fiesta, mientras los adultos se quedaban un rato en el piso de abajo, permitiéndose una segunda porción de pastel y admirando las caracolas y los nidos de pájaros que Cassie había recogido durante el crucero de luna de miel a las Galápagos, padre e hijo se fueron a la azotea. El viento era frío y vigorizante, la noche milagrosamente clara. Era como si la misma isla hubiera zarpado, volando debajo de un cielo despejado.

—¿Quién las hizo? —preguntó Stevie, señalando las estrellas.

Anthony quería decir «un viejo que está en el Polo Norte», pero sabía que eso sólo confundiría al niño.

—Dios.

—¿Quién es Dios?

—Nadie lo sabe.

—¿Cuándo lo hizo?

—Hace mucho tiempo.

—¿Todavía está vivo?

El capitán aspiró una bocanada de aire arenoso de Manhattan.

—Claro que está vivo todavía.

—Bien.

Eligieron juntos sus favoritas: Sirio, Proción, Betelgeuse, Rigel, Aldebarán, el cinturón de Orión. Stevie Van Horne era el hijo de un marino. Se conocía la Vía Láctea como la palma de la mano. Mientras se le cerraban los ojos al niño, Anthony salmodiaba los nombres diversos de la mejor amiga del marino:

—Estrella del Norte, Estrella polar, Polaris —cantaba, una y otra vez—, Estrella del Norte, Estrella polar, Polaris —y con este método consiguió que su hijo estuviera a punto de dormirse.

—Feliz cumpleaños, Stevie —le dijo Anthony al niño somnoliento, bajándole por la escalera—. Te quiero —le dijo, arropándole bien en la cama.

—Papá quiere a Stevie —graznó Pirata Jenny—. Ranita quiere a Tiffany. Papá quiere a Stevie.

Al final, Tiffany no había querido el pájaro. No le gustaban los animales y sabía que Jenny no sería tanto un dulce recuerdo de su difunto marido sino más bien un recuerdo despiadado de su muerte. Anthony se había pasado unas veinte horas enseñando al guacamayo su nueva gracia, pero había valido la pena. Le daba la sensación de que todos los niños del mundo deberían quedarse dormidos oyendo a una criatura cariñosa y con plumas —un loro, una miná, un ángel—, que les susurrase al oído.

Se quedó un rato mirando a Stevie, sólo mirando. El niño tenía la nariz de su madre, la barbilla de su padre, la boca de su abuela paterna. La luz de la luna entró en la habitación, bañando un modelo de plástico de la nave espacial Enterprise en una neblina luminosa. Desde la jaula llegó el tic constante y como de un reloj de Pirata Jenny picoteando su espejo.

En ocasiones —esa noche no, pero en ocasiones—, un manto oscuro de crudo acre de Tejas se materializaría sobre el loro, corriéndole por el lomo y por las alas, fluyendo por el suelo de la jaula y cayendo gota a gota a la alfombra.

Cuando eso sucedía, la respuesta de Anthony era siempre la misma. Se apretaba la pluma de Rafael contra el pecho y respiraba profundamente hasta que el petróleo se iba.

—Ranita quiere a Tiffany. Papá quiere a Stevie.

«Anthony quiere a Cassie», pensó.

El capitán apagó la luz del dormitorio, cubrió la jaula de Jenny con el dosel de seda azul y salió al pasillo oscuro. El alma se le llenó de la fiebre del mar. La luna le tiró de la sangre. El Atlántico dijo: Ven aquí. Estrella del Norte, Estrella polar, Polaris…

¿Cuánto tiempo sería capaz de aguantar? ¿Hasta que a Cassie le dieran su próximo año sabático? ¿Hasta que Stevie fuera lo bastante alto para coger el timón y gobernar un barco? No, el viaje tenía que llegar antes. En aquel momento Anthony lo veía todo. Al cabo de un año más o menos cogería el teléfono y se encargaría de los preparativos. Cargamento, tripulación, barco: un superpetrolero no, algo más romántico: un bulkcarrier, un carguero. Un mes después toda la familia se levantaría al amanecer e iría en coche a Bayonne. Se tomarían un desayuno fantástico en el restaurante de Follingsbee de la calle Canal. Huevos revueltos bañados en ketchup, tiras crujientes de beicon de verdad, rodajas húmedas de melón dulce, bollos partidos por la mitad y pegados con queso para untar Philadelphia. Con los estómagos llenos y todos los sentidos al máximo, Anthony y Stevie le darían un beso de despedida a Cassie. Subirían a bordo. Encenderían las calderas. Escogerían un puerto. Planearían un rumbo. Y entonces, como aquellos comerciantes astutos holandeses que habitaban en su sangre, se pondrían en camino hacia el sol, manteniendo el rumbo: el capitán y su grumete, partiendo con la marea matutina.

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