Capítulo 7

– Su amigo, el señor Mallory, es una persona muy agradable -comentó Hayley cuando Stephen volvió al patio. Él se percató de que Hayley tenía un libro abierto y una taza de té sobre la mesa delante de ella-. ¿Hace mucho que son amigos?

Stephen se sentó cautelosamente en la silla que había enfrente de Hayley y estiró las piernas.

– Hace más de una década que somos amigos.

Sin preguntárselo, Hayley sirvió una taza de té a Stephen, y él asintió en señal de agradecimiento. En el fondo, lo que de verdad le apetecía era una copa de oporto, o tal vez de brandy, pero dudaba que la señorita Hayley tuviera esa clase de bebidas en casa. No había bebido tanto té en toda su vida. Echó un vistazo al libro que había en la mesa.

– ¿Qué está leyendo?

Orgullo y prejuicio. ¿Lo ha leído?

– Me temo que no.

– ¿Le gusta la lectura?

– Mucho -contestó Stephen-, aunque leer por placer es algo para lo que no me suele sobrar mucho tiempo.

– Ya sé a qué se refiere. Yo no suelo tener muchos ratos libres para sentarme tranquilamente a leer.

De repente, Stephen cayó en la cuenta de que los dos estaban a solas y que era una bendición el silencio que reinaba.

– ¿Dónde se ha metido todo el mundo?

– Tía Olivia, Winston y Grimsley han llevado a los niños de excursión. Están en el pueblo, haciendo compras.

– ¿Y usted no ha querido ir con ellos?

– No. Prefiero leer a ir de tiendas.

– Y yo la he interrumpido -dijo Stephen mirándola por encima del borde de la taza de té.

– En absoluto -le aseguró ella con una sonrisa-. Es un placer hablar con otro adulto, créame. Sobre todo con una persona culta como usted. Tenemos una biblioteca bastante completa, señor Barrettson. Tal vez le gustaría verla.

– Por supuesto -dijo Stephen, asintiendo.

Hayley lo guió hacia el interior de la casa por una serie de pasillos.

– Ésta es mi habitación favorita -dijo ella, empujando una doble puerta de roble.

Stephen no estaba seguro de lo que esperaba ver, pero, desde luego, no una habitación tan enorme y luminosa como aquélla. La pared que tenían enfrente estaba compuesta por unos largos ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. Las recias cortinas de terciopelo verde oscuro estaban abiertas, y la luz del sol bañaba la estancia. Las tres paredes restantes estaban ocupadas de arriba abajo por estanterías. Volúmenes con cubiertas de piel llenaban ordenadamente todos y cada uno de los estantes, y había varios sofás de brocado que parecían muy cómodos y varias butacas desgastadas en torno al hogar.

Avanzando a paso lento por la habitación, Stephen leyó con atención algunos títulos. Se dio cuenta de que había libros sobre todas las materias, desde la arquitectura hasta la zoología.

– Realmente se trata de una biblioteca muy completa, señorita Albright -dijo Stephen, incapaz de ocultar su sorpresa-. De hecho, esta colección casi hace sombra a la mía.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde guarda semejante cantidad de libros?

– Sobre todo en la finca que tengo en el campo… -Stephen se calló de golpe y ahogó una blasfemia ante su metedura de pata. Forzando una tímida sonrisa, añadió-: Me refiero a la finca del caballero para quien trabajo. No puedo evitar pensar en ese lugar como en mi propia casa. Dígame, y usted… ¿cómo ha conseguido reunir una colección tan formidable?

– Muchos de estos libros pertenecían a mi abuelo, quien los había heredado de su padre, y él, a su vez, se los dejó a mi padre. Éste amplió considerablemente la colección con lo que recogía en sus viajes.

Stephen deslizó lentamente los dedos sobre un volumen de poesía elegantemente encuadernado con cubiertas de piel y comentó:

– Entiendo perfectamente por qué es ésta su habitación favorita.

– Por favor -dijo ella-, utilice la biblioteca con toda libertad durante su estancia aquí, señor Barrettson. Uno de los mayores placeres de tener libros es compartirlos con otras personas que los aman tanto como uno.

– Es usted muy generosa, señorita Albright y, por descontado, acepto su invitación. -Stephen siguió repasando los libros con la mirada durante unos minutos. Cuando se dio la vuelta para mirar de nuevo a Hayley, se percató de que ella lo estaba estudiando atentamente-. ¿Ocurre algo? -quiso saber.

– No -respondió Hayley, ruborizándose-. Sólo me preguntaba si querría usted afeitarse.

Stephen la miró fijamente, desconcertado ante aquella respuesta.

– ¿Qué ha dicho?

– Cuando le encontramos, estaba recién afeitado. Si quiere, puede utilizar la navaja de afeitar de mi padre.

Stephen se llevó una mano a la cara. La recia barba le resultaba extraña al tacto e incómoda. De hecho, los malditos pelos le picaban de una manera horrorosa. Un buen afeitado le iría de maravilla, pero no podía admitir que nunca se había afeitado él solo y no tenía ni idea de cómo hacerlo sin dejarse la cara llena de cicatrices de por vida. Los tutores, de hecho, no tenían ayudas de cámara que les afeitaran.

– Me gustaría afeitarme, en efecto -dijo con cautela-, pero me temo que la herida del hombro dificultaría un poco mis movimientos. Es obvio que ésta es una perfecta oportunidad para estrenarme en eso de llevar barba. -Volvió a dirigir la atención a los libros, convencido de que la cuestión había quedado zanjada.

– Tonterías. Si no es capaz de hacerlo usted mismo, a mí me encantará afeitarle.

– ¿Qué ha dicho?

– Me estoy ofreciendo a afeitarle, si lo desea. Solía afeitar a mi padre cuando estaba enfermo, y nunca le hice ninguna escabechina. Tengo bastante experiencia en el tema, se lo aseguro.

Stephen la miró, consciente de que en su rostro debía de estar escrita la sorpresa. «¿Afeitarme? ¿A mí? ¿Una mujer? ¡Dónde se ha visto nada igual!» Nadie, aparte de su ayuda de cámara, había utilizado nunca una navaja de afeitar en su rostro. Aquello era impensable. De repente, se rebeló su origen aristocrático. Un marqués nunca debería permitirlo. «Pero ahora soy tutor, y es mejor que me comporte en consonancia», se dijo para sus adentros.

Cuanto más pensaba en la idea de quitarse aquellos pelos que tanto le picaban, más le agradaba.

– ¿Está segura de que sabe…?

– Por supuesto. Venga conmigo y volverá a tener el cutis suave como la seda en un abrir y cerrar de ojos.

Hayley salió de la biblioteca y Stephen la siguió, no del todo convencido, pero intrigado por saber adónde se dirigía.

– Todos estos días ha estado en la habitación de mi padre -dijo ella mirando hacia atrás-. Sus útiles de afeitar están en el armario. Voy por un poco de agua y vuelvo enseguida.

Sin estar seguro de cómo había ocurrido exactamente, Stephen se encontró de repente sentado en una sólida butaca, con una sábana de lino en torno al cuello y sobre el pecho y Hayley de pie junto a él, moviendo con garbo una brocha de afeitar dentro de una jofaina de porcelana para obtener una espuma densa. Cuando la vio coger una afilada navaja de afeitar y restregar el filo contra un suavizador de cuero, no las tuvo todas consigo.

– ¿Está segura de que sabe hacerlo? -le preguntó, siguiendo con la vista la navaja con bastante más que un poco de aprensión.

Ella sonrió.

– Sí. Le prometo que no le haré daño.

– Pero…

– Señor Barrettson, me he complicado bastante la vida para salvarle la suya. No pienso rebanarle el cuello y echar a perder todo ese trabajo. Ahora, limítese a cerrar los ojos y relájese.

A regañadientes, Stephen hizo lo que le mandaban, decidiendo que probablemente sería mejor no mirar.

– ¿Qué diablos es eso? -gritó Stephen de repente, incorporándose.

– No es más que un paño empapado en agua caliente para dilatarle los poros -respondió ella, mofándose de la evidente inquietud de Stephen-. Ahora sólo le pido que se esté quieto, o me temo que podría cortarle el cuello. No sería más que un accidente, pero con consecuencias tan fatales como dolorosas.

Tragándose sus dudas, Stephen se retrepó en la butaca y dejó que Hayley le aplicara la toalla mojada en la cara. Repitió varias veces la operación y Stephen tuvo que reconocer, aunque a regañadientes, que lo que le estaba haciendo Hayley era agradable. Muy agradable, en verdad.

Stephen mantuvo los ojos cerrados mientras Hayley le extendía una gruesa capa de espuma sobre las mejillas, la mandíbula y el cuello, disfrutando de la caricia de la brocha en su piel y del agradable perfume del jabón.

– Estoy lista, señor Barrettson. ¿Promete permanecer completamente quieto?

– ¿Promete usted no rebanarme el cuello o cortarme una oreja, señorita Albright? -contraatacó él. Abrió los ojos y se sumergió en las profundidades de las luminosas aguamarinas de Hayley.

– Se lo prometo, si usted me lo promete -contestó ella con una sonrisa.

Stephen volvió a cerrar los ojos, sintiéndose extrañamente sosegado ante las dulces palabras de Hayley y la ternura que había visto reflejada en sus ojos.

Se lo prometo.

– Excelente.

Colocándole dos dedos en el mentón, Hayley ejerció una suave presión. Stephen colaboró estirando el cuello y girando levemente la cabeza hacia un lado.

Ella obró en silencio, un silencio sólo roto por las instrucciones que iba dando a Stephen con delicadeza para que fuera moviendo la cabeza y el suave sonido que hacía la navaja al restregarla contra el paño después de cada pasada.

Stephen fue relajándose. Tras las primeras pasadas, no tenía ninguna duda de que la señorita Hayley Albright sabía muy bien cómo afeitar a un hombre, un hecho que Stephen encontraba extrañamente perturbador. Hasta aquel preciso momento, nunca se había percatado de lo personal e íntimo que era el acto de afeitar a alguien. Cada vez que Hayley se inclinaba sobre Stephen, él olía la suave fragancia a flores que ella desprendía. Su ayuda de cámara, Sigfried, desde luego, no olía a flores. La dulzura de su voz, la suavidad de sus manos, la precisión de sus movimientos, lo dejaron completamente relajado y casi traspuesto.

Hasta que abrió los ojos.

El rostro de Hayley se encontraba sólo a unos centímetros del suyo, con el entrecejo fruncido en señal de concentración mientras le rasuraba el labio superior. Ella, por su parte, se mordía el labio inferior, otro signo evidente de la atención que estaba poniendo en la tarea. Su cálido aliento acariciaba el rostro de Stephen, y el olor a canela lo inundaba todo.

Hayley se inclinó hacia delante para alcanzar una toalla limpia y sus senos se apretaron contra la parte superior del brazo de Stephen, lo que provocó que las partes íntimas de éste despertaran de inmediato.

Stephen hizo un esfuerzo por mantener los ojos cerrados, pero le fue imposible. Estaba completamente anonadado ante la visión de Hayley, su olor, su tacto.

Cuando ella hubo acabado de limpiarle toda la espuma de la cara, sus miradas se cruzaron. Ella lo miró largamente con tal fijeza que él tuvo la sensación de que, de repente, la piel se le había encogido.

Stephen carraspeó y luego le preguntó:

– ¿Ha acabado?

Ella asintió y él no pudo evitar que su mirada se deslizara hasta la boca de Hayley. Realmente tenía la boca más apetitosa que había visto nunca. Aquellos labios carnosos y prominentes parecían hacerle señas, pidiéndole a gritos que los besara, y se imaginó a sí mismo inclinándose hacia delante, cubriendo aquella boca y acariciando la lengua de Hayley con la suya. Sus pensamientos se interrumpieron súbitamente cuando notó que Hayley le tocaba la mejilla, ahora suave, con la palma de la mano.

– Le encuentro extremadamente atractivo -le susurró ella. Sus dedos se deslizaron delicadamente por el rostro de Stephen, como los de un ciego intentando memorizar cada rasgo.

Stephen la observó, extasiado. Muchas mujeres habían alabado su aspecto físico en el pasado, pero él siempre había desestimado sus piropos, consciente de que no eran más que una forma de intentar atraparlo. O de obtener algo a cambio. Toda caricia que había recibido de una mujer había sido siempre premeditada y calculada.

Hasta entonces.

Sabía a ciencia cierta que Hayley no estaba flirteando con él. Su mirada casi transmitía reverencia, algo que a él le confundía. La forma en que lo tocaba era tierna, espontánea e inexperta. Él ya se había percatado de lo dada que era a prodigar caricias. El modo cariñoso con que despeinaba a sus hermanos dándoles un golpecito en la cabeza incluso cuando les regañaba. La delicadeza con que le apartaba a Callie los rizos de la frente. Él sabía cómo reaccionar ante una caricia de índole sexual, pero encontraba aquella forma tan inocente de tocarlo absolutamente inquietante. Ella no podía imaginar lo que le estaba haciendo.

¿O tal vez sí?

Stephen entornó los ojos. Tal vez la señorita Hayley Albright no fuera tan inocente como parecía. ¿Acaso existía una sola mujer en el mundo que no tuviese doblez? La experiencia le decía que aquello era, por lo menos, dudoso.

Él rompió el encanto enderezándose en la butaca y pasándose las manos por el rostro.

– ¿Le parezco atractivo?

– Ya lo creo, señor Barrettson. Creo que es el hombre más apuesto que he visto en mi vida. -Se ruborizó mientras una sonrisa arqueaba las comisuras de sus labios-. Pero seguro que ya se lo han dicho muchas personas.

Los ojos de Stephen se clavaron en los de ella, en busca de los consabidos signos del engaño femenino. No encontró ninguno.

– Algunas, supongo, pero nunca las creí.

– Yo siempre intento decir la verdad.

– Entonces, usted es la primera persona que conozco que lo intenta.

– Me sabe muy mal por usted, señor Barrettson. Mis padres nos enseñaron que la sinceridad es sumamente importante… tal vez la cualidad más importante que puede poseer una persona.

– ¿Ah, sí? Pues mis padres, mi padre en concreto, me enseñaron que no debo confiar en nadie. -Su voz traslucía un deje de amargura-. No recuerdo haber oído nunca la palabra sinceridad en su boca o en boca de mi madre.

La mirada de Hayley, visiblemente conmovida, se enterneció. Se apoyó en el borde de la butaca y acarició la mano de Stephen.

– No sabe cuánto lo siento. Pero es evidente que usted sí confía en la gente. Las malas enseñanzas de sus padres no consiguieron ensombrecer su bondad natural.

Stephen intentó ocultar la expresión sarcástica de su rostro.

– Y dígame, ¿cómo diablos ha llegado a esa conclusión?

– Usted confía en su amigo Justin. Y confía en mí.

– ¿Ah, sí?

– Por supuesto. -Un brillo malicioso iluminó los ojos de Hayley-. Si no hubiera confiado en mí, ¿habría permitido que le pusiera una navaja en la garganta?

«¿Cómo ha conseguido convertir una conversación seria en una charla desenfadada?», se preguntó Stephen.

– Eso no ha sido por confianza, sino por desesperación. Esa dichosa barba me picaba como un diablo. -Stephen intentó fruncir el entrecejo mientras hablaba, pero le costó enormemente mantener una expresión seria.

Ella puso los brazos en jarras y levantó las cejas.

– ¿O sea que está diciendo que no confía en mí?

Stephen pensó en picarla, pero, de repente, se dio cuenta de que, a pesar del tono chistoso que había empleado Hayley, había cierto deje de seriedad en su voz. ¿Que si confiaba en ella? Por supuesto que no. Él no confiaba en nadie. Bueno, salvo tal vez en Justin. Y en Victoria. Pero… ¿en Hayley? ¿Por qué iba a confiar en ella? ¡Apenas la conocía!

Abrió la boca, pero la volvió a cerrar inmediatamente. Hayley le había salvado la vida. No tenía ni idea de quién era él -creía que era un mero tutor sin pena ni gloria-. No tenía ninguna otra razón para ayudarle que la bondad de su corazón. Era obvio que no pretendía obtener nada a cambio. ¿Cuál era la palabra que definía a una persona así? Stephen rebuscó en su cerebro y al fin dio con la palabra que buscaba y que estaba tan poco acostumbrado a utilizar.

Generosa.

Hayley era generosa. Y leal. Una persona digna de confianza.

Por primera vez en su vida, alguien distinto de Justin o Victoria -y además del sexo femenino- le estaba tratando con sinceridad, ternura y amabilidad, y sin esperar nada a cambio. Era algo que nunca le había ocurrido a Stephen Alexander Barrett, octavo marqués de Glenfield. Pero le estaba ocurriendo a Stephen Barrettson, tutor. Aquella súbita revelación sacudió a Stephen como si acabara de caerle un rayo encima, dejándole sin habla. Era extraordinario que un plebeyo pudiera tener algo que no tenía un marqués.

– Por favor, discúlpeme, señor Barrettson. -El suave susurro de la voz de Hayley sacó a Stephen de su ensimismamiento-. Sólo estaba bromeando, pero es evidente que le he hecho sentir incómodo con mi pregunta. -Le miró con ojos serios y redondos y añadió-: Lo siento.

– Al contrario, señorita Albright. Soy yo quien debe disculparse. Usted sólo me ha mostrado una suprema bondad. Es obvio que usted es una persona digna de mi confianza.

Stephen no pudo evitar percatarse del placer con que recibió aquellas palabras Hayley, que volvió a ruborizarse.

– Bueno, ahora que hemos acabado con su barba -dijo con una risita nerviosa-, debo dejarle. Tengo unas cuantas tareas que completar antes de que vuelvan los niños.

– Por supuesto. Gracias otra vez por afeitarme. Me siento casi humano. -Se pasó las palmas por las mejillas, ahora suaves-. Y parece ser que no estoy sangrando, y mis orejas siguen en su sitio.

Ella esbozó una breve sonrisa.

– Lo prometido es deuda. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Señorita Albright?

Hayley se detuvo en el umbral y se volvió.

– ¿Sí?

Stephen no estaba seguro de por qué la había llamado.

– Eh, bueno… La veré a la hora de cenar -dijo, sintiéndose ridículo.

Una sonrisa iluminó el rostro de Hayley y se le formaron dos encantadores hoyuelos en las mejillas.

– Sí, señor Barrettson. A las seis en punto. Le sugiero que descanse hasta entonces. -Luego salió de la habitación, cerrando suavemente la puerta tras de sí.

«¡Maldita sea! -pensó Stephen- ¡No podré esperar tanto!»

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