Capítulo 20

Tras la cena, había baile en el salón. Mientras los invitados estaban comiendo, los sirvientes habían retirado los muebles y se había instalado una orquesta de tres músicos en una esquina del gran salón.

Jeremy tendió la mano a Hayley.

– ¿Me concedes el honor de este baile, Hayley?

A Hayley no le apetecía nada bailar. Quería irse a casa. Quería despojarse de aquel maldito vestido y lanzárselo a la cara al sinvergüenza que se lo había regalado.

Forzando una sonrisa, contestó:

– Por supuesto. -Tomó la mano de Jerermy y bailaron una cuadrilla. Hayley consiguió olvidar momentáneamente el enfado mientras se concentraba en los pasos del intrincado baile. Al acabar de bailar, Jeremy se separó de ella para ir a buscarle un ponche.

Los ojos de Hayley inspeccionaron el salón. Una sonrisa iluminó sus labios cuando divisó a Pamela y a Marshall riéndose juntos cerca de la orquesta. Pamela irradiaba felicidad, y Hayley se alegró sinceramente por ella.

La mirada de Hayley siguió vagando por el salón hasta que se detuvo, por casualidad, en las puertaventanas. La sonrisa se le petrificó cuando vio a Stephen saliendo sigilosamente por la puerta que conducía a los jardines. Segundos después, tras dirigir una rápida y disimulada mirada al salón, Lorelei se coló por la misma puerta.

– Ahí la tienes -murmuró Hayley en voz baja. Tan enfadada que apenas podía hablar y tan dolida que apenas podía respirar, se abrió paso por el salón hasta el rincón donde se encontraban Pamela y Marshall.

– ¿Marshall, sería tan amable de acompañar a Pamela a casa esta noche? Me siento indispuesta y preferiría retirarme.

Una mirada de preocupación se dibujó inmediatamente en el rostro de Marshall.

– Está un poco pálida -ratificó Marshall-. ¿Es el estómago? ¿Quiere que le traiga una infusión?

Hayley negó con la cabeza, desesperada por salir de allí cuanto antes.

– No, gracias. De hecho, es la cabeza. -«Mejor dicho, el corazón»-. Ya me prepararé una infusión al llegar a casa. Sólo necesito saber si usted se encargará de que Pamela llegue a casa sana y salva.

– Te acompaño -dijo Pamela enseguida, visiblemente preocupada.

Hayley se volvió hacia Pamela y le cogió las manos.

– Por favor -imploró-, quiero que disfrutes de la fiesta. Pero yo debo irme. -Su voz se convirtió en un angustiado susurro-. Debo irme. -«Ahora. Inmediatamente. Antes de que me ponga a llorar y haga el ridículo.»

– Te acompaño hasta la puerta -dijo Pamela, tomando a Hayley del brazo. Anduvieron hasta el vestíbulo, donde esperaron a que el lacayo les trajera la calesa.

– Sé lo que te molesta tanto, Hayley. Ya he visto cómo esa insoportable coquetea descaradamente con el señor Barrettson. Pero eso no significa que él…

– Están fuera, en el jardín, juntos -dijo Hayley con un susurro entrecortado.

– Oh, Hayley. -Pamela la rodeó con ambos brazos y le dio un fuerte abrazo. Hayley casi sonríe cuando oyó decir a su hermana una palabrota de la cosecha de Winston.

– Disfruta de la compañía de Marshall -dijo Hayley, separándose de Pamela-Quiero que mañana me lo cuentes todo con pelos y señales.

El lacayo anunció la llegada de la calesa, y Hayley se dirigió rápidamente hacia la puerta de salida. Se subió al asiento, cogió las riendas y partió como alma que lleva el diablo. No permitió que le cayeran las lágrimas hasta que estuvo lejos de la casa de Lorelei Smythe.

– ¿Dónde está Hayley? -preguntó Stephen a Pamela casi media hora más tarde.

Había salido a fumarse un puro y casi inmediatamente se encontró en compañía de Lorelei. Stephen reprimió una palabrota. Aquella mujer no sólo era molesta y aburrida, sino que encima era tenaz. Le recordaba a las mujeres de la ciudad a quienes tanto detestaba. Había tolerado su compañía durante la mayor parte de la velada, pero ya había tenido suficiente. Siguió fumando, ignorando su vacua conversación, y se deshizo de ella con brusquedad, antes de haberse fumado siquiera medio puro.

En cuanto entró en el salón, sus ojos inquisidores buscaron a Hayley, pero no la pudo encontrar. Divisó a Jeremy en la otra punta del sajón, pero no había ni rastro de Hayley. Finalmente, se acercó a Pamela, que estaba sola junto a una ventana.

– Me sorprende que se atreva a preguntarme por el paradero de Hayley, señor Barrettson -contestó Pamela con voz gélida.

Stephen la miró fijamente, sin poder ocultar su sorpresa ante aquel gélido tono.

– ¿Y por qué le extraña tanto?

Pamela le dirigió una mirada inequívocamente reprobatoria.

– Quizá porque, hasta ahora, llevaba toda la noche ignorándola completamente y parecía encontrarse bastante a gusto haciéndolo.

– Estaba bien acompañada -dijo Stephen con la boca pequeña.

– La ha humillado delante de esa odiosa mujer -dijo Pamela echando fuego por los ojos-. Hayley sólo le ha dado bondad. ¿Cómo ha podido ser tan cruel con ella?

A Stephen le embargó un intenso sentimiento de culpa. No había sido su intención hacerla sufrir. Sólo había intentado hacer lo que él creía que era mejor para ella. Mantenerse alejado y dejar que otro hombre -un hombre que no la iba a abandonar- se fijara en ella.

– Le aseguro que no era mi intención hacerla sufrir.

– Pero lo ha hecho. Le ha hecho mucho daño.

– Dígame dónde esta. Quiero pedirle disculpas.

– Se ha ido.

Stephen miró a Pamela fijamente.

– ¿Qué?

– Se ha ido. Supongo que no se dio cuenta de su marcha porque estaba demasiado ocupado en el jardín con la señora Smythe. -Miró a Stephen de arriba abajo con evidente deprecio-. Sinceramente, señor Barrettson, me ha sorprendido. Hasta esta noche, le tenía por un hombre bueno, considerado, un hombre digno de la admiración de Hayley. Es obvio que estaba equivocada. -Se volvió para alejarse, pero Stephen la retuvo cogiéndola del brazo.

Lo cierto es que le había sorprendido mucho el breve discurso de Pamela. Al parecer, estaba destinado a recibir duras reprimendas de las hermanas Albright. Pero su sorpresa quedó eclipsada por la profunda y dolorosa sensación de pérdida que le invadió inmediatamente. Le molestaba tremendamente que Pamela le estuviera mirando como si fuera un perro abandonado. Debía de estar realmente enfadada para hacer semejante exhibición de genio.

Y la mera idea de que Hayley estuviera sufriendo por su culpa, de que ya no le tuviera en tan alta estima, le oprimía el pecho y le llenaba de remordimientos. Le dolía muchísimo que cualquiera de aquellas dos mujeres pudiera pensar mal de él, especialmente Hayley.

– No estaba equivocada -contestó él dulcemente-. Le aseguro que tengo a su hermana en la más alta estima y que jamás le haría daño a propósito.

La mirada de Pamela no se suavizó ni un ápice.

– Entonces, ¿porqué…?

– No lo sé. -Una sonrisa de arrepentimiento apareció en el rostro de él-. Soy un imbécil.

Pamela lo miró sin parpadear, con expresión implacable.

– No pienso llevarle la contraria -dijo con brutal sinceridad-, pero se lo está explicando a la señorita Albright equivocada. -Se liberó de los dedos de Stephen con un ademán brusco-. Ahora, por favor, discúlpeme.

Stephen observó cómo Pamela se reunía con Marshall. La orquesta empezó a tocar una nueva melodía, y los dos se dirigieron hacia la pista de baile. Stephen entró a pasos largos en el vestíbulo y salió del edificio a toda prisa.

La caminata de tres cuartos de hora hasta la casa de los Albright ofreció a Stephen la oportunidad que tanto necesitaba para pensar.

Sabía que aquella noche había hecho lo mejor que podía hacer por el bien de Hayley, pero, de todos modos, se sentía como un canalla. Estaba tan hermosa, con el rostro ruborizado e irradiando felicidad, tan increíblemente encantadora con su nuevo vestido. Había deseado tanto tocarla, besarla, cogerla en brazos y llevársela a un lugar íntimo donde pudieran estar los dos solos…

Pero ¿cómo iba a hacerlo yéndose a la mañana siguiente? Era un canalla, pero no tan canalla como para eso.

La idea de su inminente marcha le llenó de una profunda sensación de vacío, y sintió una fuerte opresión en el pecho. Se había encariñado mucho con los Albrigth en aquella breve estancia en su casa. Con todos ellos. Sobre todo con Hayley.

«¡Maldita sea!», pensó. Encariñarse era un eufemismo rayano con el ridículo. La admiraba. La respetaba. Le gustaba tremendamente.

Le importaba. Muchísimo.

Entró en la casa de los Albright. Grimsley no estaba en la puerta, de modo que Stephen asumió que se había retirado a su alcoba. Buscó a Hayley en la biblioteca y en el despacho, pero los dos estaban vacíos, de modo que supuso que se había acostado. Decidió esperar. Ya hablaría con ella a la mañana siguiente antes de partir. Así tendría toda la noche para pensar en las palabras adecuadas, aunque dudaba que existieran.

Mientras subía las escaleras, se aflojó el cuello de la camisa. Cuando entró en su alcoba, se quitó rápidamente la chaqueta y la dejó caer, junto con la corbata, sobre la butaca que había junto a la chimenea. Estaba desabrochándose la camisa cuando vio la cama por el rabillo del ojo. Sus dedos se detuvieron súbitamente y miró fijamente en aquella dirección.

El vestido que le había regalado a Hayley estaba desparramado sobre la cubierta.

Como si estuviera hipnotizado, se acercó a la cama. El precioso vestido estaba cuidadosamente extendido sobre la cama, con una nota encima del suave tejido. Al lado del vestido, perfectamente apilados, Hayley había dejado la combinación, las medias y los zapatos. Stephen alargó el brazo y cogió la nota.


Señor Barrettson,

Quiero darle las gracias por este precioso vestido y sus complementos, pero tras reconsiderarlo, opino que sería impropio aceptar un regalo tan elaborado y personal.

Mañana debo ir a un pueblo vecino para visitar a una amiga de la familia que está enferma y pasaré allí la noche. Puesto que sus heridas parecen estar bastante curadas, creo que sería mejor que usted se hubiera ido para cuando yo esté de vuelta pasado mañana.

Cuidarle ha sido un placer para mí y para toda mi familia y estamos muy contentos por su pronta recuperación. Por favor, acepte mis felicitaciones por su buena salud y mis más sinceros deseos de que siga así.

Cordialmente,

Hayley Albright


Stephen volvió a leer la nota, mientras su opresión en el pecho iba en aumento hasta que sintió como si un piano le estuviera aplastando los pulmones. Le estaba echando. Le había devuelto su regalo y le pedía que se marchara antes de que ella volviera a casa.

La cabeza le decía que Hayley estaba haciendo lo correcto. Era mejor así. Cuando ella regresara, él se habría marchado. Sin tristes despedidas. Sin tener que admitir sus mentiras.

Pero su corazón sabía que no podía marcharse de ese modo.

Sin saber lo que iba a decirle, Stephen cogió precipitadamente el vestido y los complementos, salió de la alcoba y cerró la puerta tras él.

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