Capítulo 22

Varias horas después, mientras Hayley dormía, Stephen yacía en la misma cama, con los ojos como platos, mirando el techo. Se sentía más vivo de lo que se había sentido en toda su vida, pero su estado de euforia enseguida dio paso a un profundo sentimiento de aborrecimiento y odio contra sí mismo.

Hacer el amor con Hayley había sido algo imperdonable, estúpido, aparte de absolutamente egoísta, pero no le sabía mal haberlo hecho. Intentó sentir remordimientos, pero le resultaba imposible. La noche había sido demasiado hermosa, demasiado mágica para estropearla con auto reproches.

En cierto modo, había sido inevitable. Había deseado a Hayley desde el primer momento en que la vio dormida en el sofá, agotada de tanto cuidarle. Había algo en ella que le había atraído desde el principio.

Las emociones que Hayley era capaz de despertar en él le aturdían sobremanera. El nunca había sentido nada más que deseo carnal por cualquiera de sus ex amantes, mujeres que se le acercaban porque sabían que era marqués. Ninguna de aquellas mujeres superficiales le había conmovido o provocado ninguna emoción. ¿Se le habrían acercado si no hubieran sabido que era un marqués? Tal vez, pero seguro que sólo en busca de placer sexual.

Pero Hayley no sabía quién era él. Y le había hecho sentir cosas que él habría jurado que era incapaz de sentir.

Como los celos. Stephen había experimentado su primer ataque de celos la primera vez que Hayley mencionó el nombre de Poppledart. La mera idea de que otro hombre, cualquier hombre, pudiera tocarla le ponía furioso, llenándole de una rabia gélida y malsana.

Y luego estaba aquel repentino e inaudito encariñamiento con los niños, las ancianas y los sirvientes irreverentes. ¿De dónde diablos había salido todo aquello?

Y luego estaba aquella maldita palabra.

Callie le quería. Y Hayley le quería. Un nudo del tamaño de una taza de té se le alojó en la garganta. «¡Dios! ¡Tengo casi treinta años y nadie me había dicho nunca esas palabras hasta que llegué aquí!» Su propia familia, exceptuando a Victoria, apenas le soportaban y, sin embargo, los Albright, a quienes hacía sólo unas semanas que conocía, le querían.

Stephen negó repetidamente con la cabeza. La mujer que tenía entre sus brazos le importaba mucho. ¿Cómo no iba a importarle? No tenía ni un ápice de maldad o mentira. Pero, ¿la quería? Stephen dudaba de su capacidad de querer realmente a alguien. La vida entre miembros de la alta sociedad que intentaban ascender cada vez más en la escala social y que, si te descuidabas, te asestaban una puñalada por la espalda le había vuelto demasiado cínico, demasiado hastiado y demasiado descreído. Estaba demasiado corrompido desde el punto de vista moral para creer en ese cuento de hadas al que cantan universalmente los poetas: el amor.

Hayley se agitó en sueños y los brazos de Stephen se apretaron con más fuerza alrededor de su cuerpo. El sabía que ella sufriría mucho cuando se enterara de su marcha, pero tenía que irse. Tenía un asesino que desenmascarar, un detalle que parecía olvidar con pasmosa facilidad. Tenía que concentrar todas sus energías en descubrir la identidad de su enemigo, o sería hombre muerto. Una vez que apresaran a la persona que quería verlo muerto, él podría reanudar su vida.

Y Hayley reanudaría la suya. Ella creía estar enamorada de Stephen Barrettson, tutor, pero Stephen sabía que aborrecería a Stephen Barrett, marqués de Glenfield. «Tal vez encuentre la felicidad al lado de Poppledink.»

Aquella idea llenó a Stephen de una rabia incandescente, pero luchó contra ella con todas sus fuerzas. Ella se merecía ser feliz. Él no podía quedarse allí, y sabía que su estilo de vida superficial y disoluto entre la gente de la ciudad horrorizaría a Hayley.

Ella no aguantaría ni cinco minutos entre las mujeres libertinas e inmorales de Londres. La ciudad la despojaría de todas aquellas cosas maravillosas y fascinantes que la hacían única. Sí, ella merecía a alguien mejor que él. Fuera quien fuese el hombre que acabara con ella, iba a ser un canalla con suerte.

«Siempre y cuando yo no le vea ponerle las manos encima. O se convertirá en un canalla muerto.»

A la mañana siguiente, Hayley se despertó lentamente. La cálida luz del sol se colaba entre las cortinas de su alcoba. Se desperezó y sus músculos protestaron por un dolor sumamente placentero. Le inundaron los recuerdos de la noche anterior, y un ardiente rubor la bañó de pies a cabeza. Volvió la cabeza, esperando ver a Stephen estirado a su lado, pero la cama estaba vacía. Se dio la vuelta, apoyando la cabeza en la impronta que había dejado Stephen en la almohada junto a la suya y respiró hondo.

El lino blanco de la almohada olía exactamente como él. A limpio, con toques de madera y almizcle. Colocándose la almohada sobre la cara, la abrazó y suspiró de pura felicidad.

La noche anterior Stephen la había hecho mujer. Y se sentía mujer. Una sonrisa de complicidad curvó los labios de Hayley, al evocar el tacto de las manos de Stephen, el sabor de su piel, la sensación de tenerlo en su interior, clavado en sus entrañas. Un placentero escalofrío atravesó todo su cuerpo. ¿Cómo iba a impedir que el resto de la familia se enterara? Seguro que su rostro la delataba.

Se levantó de un salto y corrió hasta el tocador. Se miró fijamente en el espejo en busca de signos visibles de su recién estrenada condición de mujer. Extrañamente, tenía el mismo aspecto de siempre, con la salvedad de los labios hinchados y aquel brillo de felicidad en los ojos.

Sintiéndose como si estuviera flotando en una nube, Hayley se vistió a toda prisa. No estaba segura de lo que iba a decirle a Stephen aquella mañana; lo único que sabía era que se moría de ganas de verle. Seguro que, después de la maravillosa noche que habían pasado juntos, podría convencerle para que se quedara en Halstead. Era imposible que siguiera pensando en marcharse después de lo que habían compartido.

Él le había dicho que no tenía nada que ofrecerle, pero ella sólo lo quería a él. Se abrazó a sí misma y empezó a dar vueltas por la habitación, girando como una peonza, ¡Nada era imposible aquella mañana! Tenían que encontrar un trabajo para Stephen como tutor cerca de Halstead; él tenía que escribir una carta renunciando al trabajo que tenía programado. ¿Y hasta se atrevería a soñar con posibles planes de boda? Un hormigueante escalofrío la atravesó de pies a cabeza ante la mera idea. ¡Había tantas cosas maravillosas que hacer!

Acababa de abrocharse el último botón del vestido cuando oyó que alguien llamaba a la puerta.

– Adelante -dijo.

Pamela entró en la alcoba, con una mirada extraña e inquietante en el rostro.

– ¡Pamela! -Hayley corrió hacia ella y le dio un abrazo-. ¿Qué tal fue el resto de la fiesta con Marshall? ¿Te lo pasaste bien?

Pamela sonrió.

– Fue maravilloso. Hayley…

– Me muero de ganas de oírlo -la interrumpió-. Quiero que me lo cuentes todo con pelos y señales. Venga, vamos abajo para hablar sobre ello delante de una humeante taza de té.

– Luego, Hayley. Ahora tengo algo que contarte.

Por primera vez desde que Pamela había entrado en la habitación, Hayley se percató de su expresión preocupada.

– ¿Va algo mal, Pamela?

Pamela entregó a Hayley un sobre lacrado.

– ¿Qué es esto? -preguntó Hayley, visiblemente desconcertada mientras le daba la vuelta al sobre. Iba dirigido a ella.

– Se ha ido, Hayley.

– ¿Quién?

– El señor Barrettson.

Hayley se quedó de piedra.

– ¿A qué te refieres con que se ha ido?

– Su caballo ya no está en el establo…

– Tal vez alguno de los chicos o el mismo Stephen lo ha sacado a dar una vuelta -la interrumpió Hayley mientras una punzada de miedo empezaba a tensarle los omóplatos.

Pamela negó con la cabeza.

– Fueron precisamente Andrew y Nathan quienes se dieron cuenta de la ausencia de Pericles. Yo fui a la alcoba del señor Barrettson para ver si había salido a cabalgar. La puerta estaba abierta, de modo que entré. -Pamela respiró hondo, entrelazó los dedos de las manos y los apretó fuertemente entre sí-. La habitación estaba vacía, la cama sin deshacer. Esta carta, dirigida a ti, estaba en la repisa de la chimenea.

– Eso no significa que se haya ido.

– Se ha llevado toda su ropa, Hayley.

Hayley tuvo una náusea y se apretó el vientre con las manos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Los cajones de la cómoda están vacíos, y también lo está el armario. -Pamela tocó el brazo de Hayley-. Lo lamento.

– Debo… debo leer la carta -dijo Hayley, que estaba hecha un mar de dudas-. Seguro que hay una explicación razonable. ¿Me disculpas un momento, por favor, Pamela?

– Por supuesto. ¿Quieres que te prepare un té?

– Sí-dijo Hayley forzando una sonrisa-. Una taza de té me irá de maravilla.

Pamela salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad tras de sí. Hayley rompió inmediatamente el precinto lacrado, le temblaban tanto los dedos que estuvo a punto de rasgar el papel. Sentía las rodillas demasiado débiles para sostenerse en pie, de modo que se derrumbó sobre una silla y extrajo dos cuartillas.


Mi queridísima Hayley,

Cuando leas estas líneas, yo ya estaré lejos de Halstead, una decisión que sé que no entenderás, pero que ruego a Dios llegues a perdonarme algún día.

Déjame empezar diciéndote que la noche pasada fue la noche más hermosa de toda mi vida. Debido a mi repentina partida, soy consciente de que probablemente no me creerás, pero te aseguro que es verdad. Sé que mi marcha te dolerá, como me duele a mí. Por favor, quiero que sepas que odio tener que hacerte daño, pero no tengo forma posible de evitarlo. Mi marcha no es bajo ningún concepto culpa tuya ni podrías haber hecho nada para impedirla. Yo sabía, los dos sabíamos, que me iría algún día. Ese día, simplemente, ha llegado antes de lo esperado.

O quizás haya llegado demasiado tarde. Si me hubiera marchado antes, lo que ocurrió ayer por la noche nunca habría sucedido. Siempre acariciaré con gran estima los recuerdos de la increíble noche que compartimos. Soy un canalla egoísta por haber permitido que ocurriera, pero, de todos modos, no puedo arrepentirme ni tener remordimientos. Es evidente que no soy tan maravilloso como creías, aunque, de hecho, yo nunca dije que lo fuera.

Eres una mujer sorprendente y con una inmensa capacidad para amar -la única persona que he conocido en toda mi vida que es realmente buena-. Por favor, busca a otra persona a quien amar, alguien que te merezca de verdad.

Si las circunstancias fueran diferentes-si mi vida no fuera tan complicada-, tal vez las cosas podrían haber sido distintas, pero hay cosas sobre mí, sobre mi vida, que no conoces, cosas que hacen imposible mi permanencia en Halstead.

Por favor, perdóname por marcharme de este modo, por despedirme con una carta, pero quería que mi última imagen de ti fuera la que ahora tengo, un ángel dormido entre mis brazos. No podría soportar ver el dolor y la pena reflejados en tus ojos.

Te agradezco a ti y también a tu familia toda la amabilidad y el cariño que me habéis dado. Siempre te estaré agradecido por haberme salvado la vida. Me has llegado muy hondo, Hayley, más hondo de lo que nadie me había llegado nunca. Y, por si quieres saberlo, nunca te olvidaré.

Con todo mi afecto,

STEPHEN


Hayley se quedó un buen rato mirando fijamente la carta, con los ojos secos, aparentemente vacía e insensible. Hizo un esfuerzo por seguir respirando regularmente, resistiéndose a dejarse llevar por aquel dolor desgarrador que amenazaba con partirla en dos. «Si consigo no sentir nada, sobreviviré. Si empiezo a llorar, no pararé jamás.»

Todavía podía oír la voz de Stephen preguntándole con ternura desde la noche anterior: «¿Te ha dolido? ¿Te he hecho daño?» Lágrimas de puro dolor se apretaban fuertemente contra el fondo de sus globos oculares mientras ella luchaba por contener el llanto.

«Sí, Stephen. Me has hecho daño. Y mucho.»

De todos modos, sólo podía culparse a sí misma. Él nunca le había prometido nada y sólo le había dado lo que ella deseaba: la oportunidad de convertirse en mujer. Con un supremo esfuerzo, dobló las dos cuartillas con serenidad y se dispuso a introducirlas en el sobre.

Tuvo dificultades al intentar cerrar el sobre, de modo que miró en el interior para ver cuál era el impedimento. Había algo en el fondo. Invirtió el sobre y su contenido cayó revoloteando sobre su palma.

El fondo del sobre estaba lleno de pensamientos marchitos.

Y Hayley no pudo contenerse más las lágrimas.

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