Capítulo 30

Al día siguiente por la tarde, Stephen se plantó delante de la casa de los Albright con un paquete en cada mano. Miró fijamente la puerta principal; tenía el estómago revuelto y el corazón en un puño. Todo lo que quería estaba dentro de aquella casa, cosas que no sabía que quería hasta que las había experimentado y luego las había perdido. Tras la reprimenda que le había soltado Victoria, se había dado cuenta de que tenía que ir allí, aunque sólo fuera porque le debía a Hayley una explicación de por qué le había mentido y una disculpa por las cosas tan horribles que le había dicho en el jardín de Justin. Si ella le seguía odiando después de hablar con él, se lo tenía bien merecido. Pero, en su fuero interno, él esperaba y rogaba a Dios un desenlace diferente.

Recolocándose los paquetes envueltos con colores alegres, llamó a la puerta. Al cabo de un rato, la puerta se abrió de par en par. Grimsley estaba de pie en el umbral, con los ojos entornados.

– ¿Sí? ¿Quién es? -preguntó el anciano, tocándose nerviosamente la chaqueta y frunciendo el ceño-. ¡Rayos y centellas! ¿Dónde diablos he puesto las gafas?

– Las lleva en la cabeza, Grimsley -dijo Stephen, incapaz de contener una sonrisa. «Dios, cómo me gusta estar de vuelta.»

Grimsley se palpó la cabeza, encontró las gafas y se las puso sobre la nariz. Cuando vio a Stephen, su rostro arrugado se desencajó en una expresión que sólo podía describirse como de repugnancia. Abrió la boca para hablar, pero le acalló un vozarrón que retumbó en los oídos de Stephen.

– ¿Quién diablos es y qué diablos quiere? -Winston se asomó al umbral y sus ojos se achinaron hasta convertirse en meras ranuras en cuanto vio a Stephen-. ¡Que me saquen del nido del cuervo y me tiren como carnaza a los peces! ¿No es su asquerosa y santísima señoría?

Stephen notó que se estaba sonrojando ante las duras miradas de ambos sirvientes. Parecía como si todo el mundo con quien se topaba tuviera que darle un fuerte rapapolvo.

– ¿Cómo está, Grimsley? ¿Y usted, Winston?

– Estábamos bastante bien hasta que le hemos visto ahí de pie -dijo Grimsley con evidente desdén.

– ¿Por qué ha venido? -preguntó Winston-. ¿No le ha hecho ya suficiente daño a la pobre?

A pesar de que Stephen entendía su enfado, no tenía ninguna intención de hablar sobre sus errores allí fuera.

– ¿Puedo entrar?

Grimsley frunció los labios como si acabara de probar algo ácido.

– Lo cierto es que no puede. Estamos preparando una fiesta que está a punto de empezar y todo el mundo está muy ocupado. -Empezó a cerrar la puerta.

Stephen introdujo el pie en la abertura.

– Tengo muchas faltas que expiar y no creo que pueda hacerlo si me obligan a quedarme aquí fuera.

Grimsley resopló.

– ¿Ha dicho «expiar»?

Winston cruzó sus musculosos brazos llenos de tatuajes sobre el pecho.

– Me gustaría ver cómo lo intenta.

– A mí también me gustaría -dijo Stephen sin alterarse-. ¿Me dejan entrar? -Stephen estaba dispuesto a abrirse paso a empujones si era necesario, pero esperaba fervientemente que eso no fuera necesario. Dudaba mucho que pudiera esquivar a Winston, quien le miraba como si tuviera ganas de masticarlo vivo, escupirlo y enterrarlo en un profundo hoyo.

– No, no puede entrar -dijo Grimsley echando chispas por los ojos-. La señorita Hayley por fin ha dejado de llorar. Ella cree que nadie se ha enterado de lo mal que lo ha pasado, pero conozco a esa chiquilla desde que nació. Ella salvó su despreciable vida, no una, sino dos veces. Le ofreció todo cuanto tenía, pero a usted no le bastaba, ¿verdad? -Los labios de Grimsley se deformaron en una mueca de repugnancia-. Pues bien, ahora tiene un pretendiente como Dios manda. No permitiré que vuelva a hacerla sufrir.

– No tengo ninguna intención de hacerla sufrir -dijo Stephen intentando mantener la calma y haciendo un esfuerzo por ignorar la alusión a «un pretendiente como Dios manda»-. Sólo quiero hablar con ella.

Winston frunció todavía más el ceño.

– ¡Sobre mi cadáver! Si hace falta, le sacaré las tripas con mis propias manos. De hecho…

– Ella me quiere -le interrumpió Stephen, esperando que sus tripas no acabaran en las manos de Winston.

– Lo superará.

– Y yo la quiero a ella.

Grimsley contestó a aquella declaración con un elocuente resoplido.

– Tiene una forma de lo más extraña de demostrarlo, mi señoría.

– Espero poder remediarlo.

– ¿Cómo?

De algún modo, Stephen consiguió mantener la paciencia.

– Eso es privado, Grimsley.

– Usted lo ha querido. -La puerta empezó a cerrarse de nuevo.

– Está bien. Si deben saberlo, tengo pensado pedirle a Hayley que se case conmigo.

Grimsley parecía sorprendido, pero Winston se mostró aún más sorprendido.

– ¿Qué ha dicho?

– Que quiero casarme con ella.

Era evidente que ninguno de los dos hombres esperaba aquel giro de los acontecimientos.

Winston se rascó la cabeza y preguntó:

– ¿Porqué?

– Por que la quiero. Estoy enamorado de ella.

– La ha tratado como a un trapo sucio.

– Lo sé. -Cuando Stephen vio que los ojos de Winston se ensombrecían todavía más, añadió-: Pero estaba equivocado, terriblemente equivocado. Y lo siento mucho. -Miró a los dos sirvientes, que estaban de pie como dos centinelas vigilando la puerta-. Les admiro a ambos por su lealtad. Déjenme hablar con ella. Si Hayley me pide que me vaya, les prometo que lo haré sin tardanza.

Winston maldijo para sí y empujó a Grimsley a un lado. Estuvieron susurrando durante un rato y luego volvieron a dirigirse a Stephen. Grimsley carraspeó.

– Hemos decidido que, si realmente la quiere, y la señorita Hayley tiene un corazón tan grande que es capaz de perdonarle, no nos interpondremos en su camino. Ella debe tomar sus propias decisiones.

– Pero, si vuelve a hacerla sufrir -le avisó Winston-, ataré su noble culo al ancla y luego la tiraré al mar.

Dieron un paso atrás y le indicaron con un gesto que podía entrar.

– Gracias. Tienen mi palabra de que no se arrepentirán de haberme dejado entrar.

– Ella se merece lo mejor -dijo Winston en tono malhumorado.

– Tendrá todo cuanto esté en mi poder darle -prometió Stephen solemnemente-. Toda la familia lo tendrá, ustedes dos incluidos.

Los dos hombres parecieron sorprenderse ante aquellas palabras.

– Lo único que queremos es verla feliz -refunfuñó Winston.

Permanecieron un rato de pie en el vestíbulo, mirándose fijamente entre sí. Luego, en una muestra de camaradería que Stephen nunca antes habría considerado tener con un sirviente, tendió la mano primero a Grimsley y luego a Winston.

Tras estrecharles la mano, Stephen soltó un sonoro suspiro de alivio.

– ¿Dónde está Hayley?

– Todo el mundo está en el lago -contestó Grimsley-. Esperamos que estén de vuelta dentro de una hora.

Winston se disculpó, diciendo que tenía cosas que hacer, y Grimsley condujo a Stephen hasta la biblioteca.

– Usted puede esperarles aquí-dijo Grimsley-. Ya le avisaré cuando lleguen.

– Gracias. Dígame una cosa, Grimsley, ¿está el resto de la familia igual de enfadado conmigo?

Grimsley se rascó la barbilla.

– Los niños no lo están, pero ellos no saben que usted le partió el corazón a la señorita Hayley. No puedo hablar por tía Olivia, pero yo no esperaría una cálida bienvenida de la señorita Pamela y, a menos que tenga ganas de que le peguen una patada en sus nobles nalgas o con una cacerola en su cabeza de chorlito, le aconsejo que evite a Pierre.

Stephen disimuló su sorpresa ante las directas palabras del lacayo.

– Entiendo.

Grimsley se dio la vuelta para irse, pero se detuvo en el umbral de la puerta.

– Supongo que nuestras formas poco convencionales debían de ser un tanto violentas para un aristócrata de su nivel.

– Créame, Grimsley, toda la «violencia» que he recibido de manos de los Albright ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida.

La mirada gélida y reticente se esfumó del rostro de Grimsley.

– Bueno, va a tener que sudar la gota gorda para conseguir lo que desea. El doctor Wentbridge le propuso en matrimonio a la señorita Pamela y tienen pensado casarse dentro de dos meses. Creo que al señor Popplemore, que me parece que es del tipo impaciente, le gustaría celebrar una boda doble. -Grimsley tosió discretamente sobre la mano y dejó a Stephen solo en la biblioteca.

Stephen anduvo hasta la ventana y miró hacia fuera sin ver nada mientras las palabras de Grimsley resonaban en su cabeza. «O sea que Poppledink es un hombre del tipo impaciente, ¿eh? Va a convertirse en un hombre del tipo magullado y sin dientes si se ha atrevido a ponerle las manos encima a mi mujer.»

Una ráfaga de color captó la atención de Stephen, y enfocó la vista en el sendero que llevaba al lago. Andrew y Nathan salieron de la espesura del bosque, seguidos de la pequeña Callie. Winky, Pinky y Stinky, con un aspecto algo menos asqueroso que la última vez que los había visto, corrían a saltos detrás de los chicos. Luego aparecieron Pamela y el doctor Wentbridge, la mano de Pamela en el brazo de Marshall, quien la miraba con una radiante sonrisa. Incluso desde lejos, Stephen percibió lo felices que parecían. Una sonrisa arqueó sus labios.

Pero la sonrisa se esfumó de su rostro en cuanto vio a Hayley saliendo del bosque, su mano en el pliegue del codo de Jeremy Poppinheel [15].

A Stephen le empezó a hervir la sangre cuando vio cómo Jeremy estampaba un rápido beso en la sien de Hayley, y el consecuente rubor en las mejillas de ella. «Voy a arrancarle a ese canalla un miembro detrás de otro. Y sus asquerosos labios serán los primeros de la lista. En Halstead le conocerán como Jeremy el Sin Labios.» Stephen seguía mirando ferozmente por la ventana, pensando en formas dolorosas de darle su merecido castigo al hombre que había osado tocar lo que era suyo, cuando la puerta de la biblioteca se abrió de par en par.

– ¡Ha venido! ¡Ha venido!

Stephen se volvió y vio a Callie cruzar corriendo la habitación. La pequeña se arrojó a sus brazos y él la levantó y la hizo girar a su alrededor.

– ¿Cómo me iba a perder la fiesta de cumpleaños de la anfitriona más distinguida de todo Halstead? -le preguntó con absoluta seriedad-. No me perdería una fiesta con pastas y té organizada por ti en un millón de años.

– Volvió a dejar a la pequeña en el suelo y le tiró cariñosamente de un rizo.

– Les dije que usted vendría -susurró entusiasmada-, pero nadie me creyó. Todos decían que estaba demasiado lejos y demasiado ocupado, pero yo sabía que vendría. -Se abrazó a los muslos de Stephen.

– ¡Señor Barrettson! -Nathan corrió hasta Stephen con el rostro rojo a causa de la emoción-. Grimsley me ha dicho que estaba aquí. ¡Vaya sorpresa!

Stephen despeinó al chico con un gesto cariñoso y le devolvió la sonrisa.

– No se llama señor Barrettson, idiota -dijo Andrew en tono mordaz-. Se llama lord Glenfield. -Se volvió hacia Stephen-. Es un placer volverle a ver, milord.

– El placer es mío -dijo Stephen tendiéndole la mano. Andrew sonrió y se la estrechó.

Tía Olivia se unió al grupo, sonrojándose intensamente cuando Stephen le besó la mano con galantería.

– ¡Santo Dios! -exclamó con el rostro de un rosa subido-. No sólo es apuesto y encantador, sino encima marqués. Creo que necesito sentarme.

El doctor Wentbridge saludó a Stephen cordialmente, pero Pamela fue mucho más comedida en su saludo, limitándose a inclinar la cabeza ligeramente mientras decía:

– Lord Glenfield.

Jeremy fue igual de circunspecto.

– ¿Qué le trae de vuelta por Halstead?

– Callie me invitó a su cumpleaños -contestó Stephen, con los ojos fijos en Hayley, que todavía no le había dirigido la mirada ni la palabra. Su atención parecía centrarse en algo fascinante que había en la alfombra.

Jeremy enarcó las cejas.

– ¿Callie le invitó?

Stephen miró puntualmente el rostro de aquel hombre y luego su posesiva mano reposando sobre el codo de Hayley. Si Popplepuss no le quitaba la mano de encima a Hayley pronto, iba a aplastar a aquel indeseable.

– Sí. Callie me invitó. -Se volvió hacia Hayley-. Hola, Hayley.

Hayley seguía mirando fijamente la alfombra.

– Buenas tardes, lord Glenfield.

Callie tomó a Stephen de la mano.

– Venga conmigo. La fiesta está a punto de empezar.

Stephen se dejó guiar por Callie y el resto del grupo los siguió hasta el patio, donde habían preparado una merienda por todo lo alto. Callie presidió la ceremonia, pasando a los invitados bandejas y fuentes de pastas recién salidas del horno y pasteles mientras Hayley servía el té. Stephen le dio a Callie el regalo que le había traído y Callie gritó de alegría cuando abrió el paquete y vio la muñeca que había dentro.

– ¡Oh! -exclamó Callie entusiasmada-. ¡Es preciosa! -Abrazó a la muñeca contra su pecho y dio a Stephen un fuerte abrazo-. Gracias, lord Glenfield. La señorita Josephine y yo la querremos siempre. -Acercó los labios a la oreja de Stephen-. Y yo también le quiero a usted.

A Stephen se le hizo un nudo en la garganta.

– De nada, Callie. -Inclinándose hacia la niña, le susurró al oído-: Yo también te quiero, Callie. -La abrazó con fuerza y le invadió una reconfortante alegría. «Dios mío. ¡Qué sensación tan increíble oír esas palabras, decir esas palabras!»

Se reanudó la conversación, desaparecieron las pastas y el té, y Stephen tuvo la impresión de que todo el mundo estaba hablando al mismo tiempo.

Todo el mundo excepto Hayley.

Ella se limitó a quedarse allí sentada, sin dignarse dirigirle ni siquiera la mirada.

Stephen se unió a la conversación e hizo de tripas corazón para no ponerle mala cara a Poppledard, que parecía no poder quitarle las manos de encima a Hayley.

– Dígame, lord Glenfield-intervino Nathan, mirando a Stephen con admiración-. ¿Cómo es la vida de un marqués?

Stephen meditó sobre la pregunta.

– De hecho, es una vida muy solitaria. -Stephen se recostó en el respaldo de la silla y fijó la mirada en Hayley, que seguía sin mirarle-. Tengo seis feudos y soy responsable del bienestar de cientos de agricultores. Paso gran parte del tiempo visitando mis distintas propiedades. Mis obligaciones me dejan muy poco tiempo para hacer amistades.

– El señor Mallory, quiero decir, el duque de Blackmoor, es amigo suyo -dijo Andrew tras dar un mordisco a una pasta.

– Uno de los escasísimos amigos que tengo. Ahora soy muy afortunado, espero, por poder contar con tu familia entre mis amigos.

Callie, que estaba sentada a la derecha de Stephen, deslizó su manita en la de él.

– Nunca había tenido un «parqués» como amigo -le confió con una sonrisa.

Nathan puso los ojos en blanco en señal de disgusto por el imperdonable error que había cometido su hermana.

– Es un marqués, no un «parqués», Callie.

Stephen apartó puntualmente la mirada de Hayley y sonrió a la encantadora carita de Callie.

– Y yo nunca había tenido una damita tan dulce como amiga. -Luego centró la atención en Pamela y en el doctor Wembridge, que estaban sentados delante de él-. Me he enterado de que van a contraer matrimonio. Mis felicitaciones a ambos. -El rubor tiñó las mejillas de Pamela.

Volvió a dirigir la mirada a Hayley. Estaba contemplando fijamente su plato, y el rostro se le había puesto pálido como la nieve. Stephen deseaba tanto acercarse a ella, tomarla en brazos y sacarla de allí que tuvo que hacer un gran esfuerzo para quedarse sentado. Sin apartar la mirada de Hayley, dijo:

– Hablando de matrimonio, he estado pensando bastante en ese tema últimamente.

– ¿Y qué ha estado pensando, si puede saberse, lord Glenfield? -preguntó Callie.

Con los ojos clavados en Hayley, dijo con dulzura:

– He decidido casarme.

Hayley palideció y cerró los ojos. Acto seguido se puso en pie bruscamente, murmuró algo sobre un terrible dolor de cabeza y salió corriendo de la terraza.

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