Libro primero. POETAS Y AMANTES

Dime ¿qué hombre no ha transgredido jamás tu Ley?

Dime ¿qué placer tiene una vida sin pecado?

Si castigas con el mal el mal que te he hecho,

Dime ¿cuál es la diferencia entre Tú y yo?

Omar Jayyám


I

A veces, en Samarcanda, al atardecer de un día lento y triste, los ciudadanos ociosos van a deambular por el callejón sin salida de las dos tabernas, cerca del mercado de las pimientas, no para degustar el vino almizclado de Sogdiàn, sino para espiar idas y venidas u hostigar a algún bebedor achispado, al que arrastrarán por el polvo, cubrirán de insultos y condenarán a un infierno cuyo fuego le recordará hasta el fin de los siglos el rojo reflejo del vino tentador.


De un incidente parecido nacerá el manuscrito de las Ruba'iyyát en el verano de 1072. Omar Jayyám tiene veinticuatro años y hace poco tiempo que llegó a Samarcanda. Esa tarde ¿se dirige a la taberna o es el azar del callejeo lo que le lleva hasta allí? Renovado placer el de recorrer una ciudad desconocida con los ojos abiertos a las mil sugerencias de un día que toca a su fin. Un chiquillo huye velozmente por la calle del Campo de Ruibarbo, descalzos los pies sobre los anchos adoquines y apretando contra su cuello una manzana robada en algún escaparate; en el bazar de los mercaderes de paño, en el interior de una tiendecilla situada a nivel más alto que la calle, se sigue disputando una partida de chaquete a la luz de una lámpara de aceite: dos dados que se lanzan, una palabrota, una risa ahogada; en el soportal de los cordeleros, un arriero se detiene cerca de una fuente, deja que el agua corra por el hueco las palmas de sus manos juntas y luego se inclina acercando los labios como para besar la frente de un niño dormido; saciada su sed, se pasa las palmas de manos mojadas por la cara, masculla unas palabras agradecimiento, recoge del suelo una cáscara de sandía, la llena de agua y se la lleva a su animal para que a vez pueda beber.


En la plaza de los mercaderes de ahumados una mujer encinta aborda a Jayyám. Apenas tiene quince años y lleva el velo levantado. Sin una palabra, sin sonrisa en sus labios ingenuos, le quita de las manos un puñado de almendras tostadas que acababa de comprar. El paseante no se asombra, es una antigua creencia en Samarcanda: cuando una futura madre encuentra en la calle a un forastero que le agrada, debe atreverse a compartir su alimento, así el niño será tan hermoso como él, tendrá su misma silueta esbelta y los mis rasgos nobles y regulares.


Omar mastica lentamente y lleno de orgullo las almendras restantes, mirando alejarse a la desconocida, cuando un clamor llega hasta él y le incita a apresurarse. Pronto se encuentra en medio de una muchedumbre desenfrenada. Un anciano de largos y esqueléticos miembros está ya en el suelo, con la cabeza descubierta y los cabellos blancos revueltos sobre un cráneo tostado por el sol. Sus gritos ya no son más que un prolongado sollozo de rabia y de miedo. Sus ojos suplican al recién llegado.


En torno al desgraciado, unos veinte individuos, barbas encrespadas, garrotes vengadores, y a cierta distancia un coro de espectadores regocijados. Uno de ellos, al comprobar el semblante escandalizado de Jayyám le lanza con el más tranquilizador de los tonos: «No es nada, no es más que Jaber el Largo!» Omar se sobresalta, un estremecimiento de vergüenza le recorre el cuerpo y murmura: «Jaber ¡el compañero de Abu Alí»


Un nombre de los más comunes, Abu Alí, pero cuando un letrado lo menciona así, con un tono de familiar deferencia, tanto en Bujara como en Córdoba, en Bali o en Bagdad, no cabe confusión alguna sobre el personaje: se trata de Abu Alí lbn-Sina, famoso en Occidente por el nombre de Avicena. Omar no llegó a conocerlo, ya que nació once años después de su muerte, pero lo venera como al maestro indiscutible de su generación, el poseedor de todas las ciencias, el apóstol de la Razón.


Jayyám murmura de nuevo: «¡Jaber, el discípulo preferido de Abu Alí!» Porque, aunque lo ve por primera vez, no ignora nada acerca de su patético y ejemplar destino. Avicena veía en él al continuador de su medicina y de su metafísica y admiraba la fuerza de sus argumentos; únicamente le reprochaba que profesara demasiado alto y demasiado brutalmente sus ideas. Este defecto le había valido a Jaber varias temporadas en la cárcel y tres flagelaciones públicas, la última en la Plaza Mayor de Samarcanda. Ciento cincuenta vergajazos en presencia de todos sus allegados. No se había repuesto jamás de esa humillación. ¿En qué momento pasó de la temeridad a la demencia? Sin duda a la muerte de su esposa. Desde ese momento se le vio errar en harapos, tambaleándose y voceando locuras impías. Pisándole los talones, manadas de chiquillos, riéndose a carcajadas, daban palmadas y le tiraban puntiagudas piedras que le herían hasta arrancarle lágrimas.


Mientras observa la escena, Omar no puede dejar de pensar: «Si no tengo cuidado, un día seré esta piltrafa.» No es la embriaguez lo que más teme, sabe que no se abandonará a ella; el vino y él han aprendido a respetarse y jamás se tirarán mutuamente por tierra. Lo que más le asusta es la multitud y que derribe en él el muro de la respetabilidad. Se siente amenazado por el espectáculo de ese hombre en decadencia, dominado; quisiera apartarse de él, alejarse. Pero sabe que no abandonará a la turba a un compañero de Avicena. Da tres pasos despacio y dignamente y finge la mayor indiferencia para decir con voz firme acompañada de un gesto soberano.

– ¡Dejad marchar a ese desgraciado!


El cabecilla del grupo se inclina entonces sobre Jaber, luego se incorpora y va a plantarse con firmeza ante el intruso. Una profunda cicatriz le cruza la barba desde la oreja derecha hasta la punta del mentón y es ese lado, ese lado hundido, el que muestra a su interlocutor, pronunciando como una sentencia:

– ¡Este hombre es un borracho, un impío, un filósofo!


Escupe esta última palabra como una imprecación.

– ¡Ya no queremos ningún filósofo en Samarcanda!


Murmullo de aprobación entre la multitud. Para esa gente, el término «filósofo» designa a toda persona que se interesa demasiado por las ciencias profanas de los griegos y más generalmente por todo lo que no es religión o literatura. A pesar de su juventud, Omar Jayyám es ya un eminente filósofo, un pez bastante más gordo que ese desgraciado de Jaber.


Seguramente el de la cicatriz no le ha reconocido, puesto que se aparta de él y vuelve a inclinarse sobre el anciano, que se ha quedado mudo; lo coge por los pelos, le sacude la cabeza tres, cuatro veces, hace como si quisiera estrellarla contra la pared más cercana y luego la suelta súbitamente. Aunque brutal, el gesto es contenido, como si el hombre, a la vez que muestra su determinación, dudara de llegar al homicidio. Jayyám escoge ese momento para intervenir de nuevo.

– Deja ya a ese anciano; es un viudo, un enfermo, un demente. ¿No ves que apenas puede mover los labios?


El cabecilla se levanta de un salto, avanza hacía Jayyám y le señala con un dedo hasta tocarle la barba:

– Tú que pareces conocerle tan bien, ¿quién eres? ¡No eres de Samarcanda! ¡Nadie te ha visto jamás en esta ciudad!


Omar separa la mano de su interlocutor con condescendencia pero sin brusquedad, para tenerlo a raya sin darle pretexto para una pelea.


El hombre retrocede un paso, pero insiste:

– ¿Cuál es tu nombre, forastero?


Jayyám duda en identificarse, busca un subterfugio, alza los ojos al cielo, donde una tenue nube acaba de ocultar la luna en cuarto creciente. Un silencio, un suspiro. ¡Olvidarse en la contemplación, nombrar una a una las estrellas, estar lejos, fuera del alcance de las multitudes!


El grupo lo rodea ya, algunas manos le rozan. Jayyám reacciona.

– Soy Omar, hijo de Ibrahim de Nisapur. ¿Y tú quién eres?


Pregunta de pura fórmula, ya que el hombre no tiene ninguna intención de presentarse. Está en su ciudad y es él el inquisidor. Más tarde Omar conocerá su apodo; le llaman el Estudiante de la Cicatriz. Con un garrote en la mano y una cita en la boca, mañana hará temblar a Samarcanda. Por el momento su influencia no se manifiesta más allá de esos jóvenes que lo rodean, atentos a la menor de sus palabras, a la menor señal.


En sus ojos, un súbito fulgor. Se vuelve hacia sus acólitos, luego, triunfalmente, hacia la muchedumbre y grita:

– ¡Por Dios! ¿Cómo he podido no reconocer a Omar, hijo de Ibrahim Jayyám de Nisapur? ¡Omar, la estrella de Jorasan, el genio de Persia y de los dos Iraqs, el príncipe de los filósofos!


Remeda una profunda zalema. Agita los dedos a ambos lados de su turbante, granjeándose indefectiblemente las risotadas de los mirones.

– ¿Cómo he podido no reconocer a aquel que ha compuesto esta cuarteta tan llena de piedad y de devoción?:

Acabas de romper mi cántaro de vino, Señor.

Me has cerrado el camino del placer, Señor.

Has derramado por el suelo mi vino granate.

Dios me perdone, ¿estarías borracho, Señor?

Jayyám escucha indignado, inquieto. Tal provocación es un llamamiento al asesinato, en el acto. Sin perder un segundo lanza su respuesta en voz alta y clara, a fin de que nadie entre el gentío se deje engañar.


– Desconocido, es la primera vez que oigo esa cuarteta que sale de tu boca. Pero escucha una que he compuesto realmente:

Nada, no saben nada, no quieren saber nada.

Ya ves, esos ignorantes dominan el mundo.

Si no eres de los suyos te llaman incrédulo.

Ignóralos, Jayyám, sigue tu propio camino.

Sin duda, Omar cometió un error al acompañar su «ya ves» con un gesto de desprecio en dirección a sus adversarios. Unas manos se tienden y le tiran del traje, que comienza a desgarrarse. Se tambalea. Su espalda choca contra una rodilla y luego contra una losa plana. Aplastado bajo la turba no se digna forcejear, está resignado a que destrocen su traje y despedacen su cuerpo, se abandona ya al lánguido embotamiento de la víctima inmolada, no siente nada, no oye nada, está encerrado en si mismo, amurallado, impenetrable.


Y contempla como a intrusos a los diez hombres armados que vienen a interrumpir el sacrificio. Sobre gorros de fieltro ostentan la insignia verde pálido los ahdat, la milicia urbana de Samarcanda. Nada más los agresores se alejan de Jayyám, pero para justificar su conducta empiezan a gritar tomando a la gente por testigo:

– ¡Alquimista! ¡Alquimista!


A los ojos de las autoridades ser filósofo no es un crimen, pero practicar la alquimia se castiga con la muerte.

– ¡Alquimista! ¡Este extranjero es un alquimista!


Pero el jefe de la patrulla no tiene la intención de argumentar.

– Si este hombre es realmente un alquimista -decide-, conviene conducirlo ante el gran juez Abu Taher.


Mientras Jaber el Largo, olvidado por todos, se arrastra hacia la taberna más cercana donde se cuela prometiéndose no aventurarse jamás al exterior, Omar consigue levantarse sin la ayuda de nadie. Camina erguido y en silencio; su mueca altiva cubre como un velo púdico sus ropas destrozadas y su rostro lleno de sangre. Ante él abren paso unos milicianos provistos de antorchas. Tras él van sus agresores y luego el cortejo de mirones.


Omar no los ve ni los oye. Para él las calles están desiertas, la Tierra no tiene ruidos, ni el cielo nubes y Samarcanda sigue siendo ese lugar de ensueño que descubríó algunos días antes.


Llegó a la ciudad después de tres semanas de camino y, sin descansar ni un momento, decidió seguir al pie de la letra los consejos de los viajeros de los tiempos pasados. Subid, invitan ellos, a la terraza de Kuhandiz, la antigua ciudadela, pasead ampliamente vuestra mirada y no encontraréis más que agua y verdor, bancales floridos y cipreses recortados por los más sutiles jardineros, en forma de bueyes, elefantes, camellos agachados y panteras que se hacen frente y parecen preparadas para saltar. En efecto, en el interior mismo del recinto, desde la puerta del Monasterio, al oeste, hasta la puerta de China, Omar no vio más que tupidos vergeles e impetuosos riachuelos. Luego, aquí y allá, un esbelto minarete de ladrillos, una cúpula cincelada de sombra, la blancura de la pared de un mirador. Y a la orilla de una charca, cobijada por los sauces llorones, una bañista desnuda que desplegaba sus cabellos al ardiente viento.


¿No es esta visión del paraíso la que quiso evocar el pintor anónimo que, mucho después, se propuso ilustrar el manuscrito de las Ruba'iyyat? ¿No es la que Omar conserva aún en su mente mientras le conducen hacia el barrio de Asfizar donde reside Abu Taher, el cadí de los cadíes de Samarcanda? No cesa de repetirse para sus adentros: «No odiaré esta ciudad. Aunque mi bañista sólo sea un espejismo. Aunque la realidad tenga el rostro del de la cicatriz. Aunque esta noche fuera para mi la última.»

II

En el gran divan del juez, los lejanos candelabros dan a Jayyám un color de marfil. En cuanto entró, dos guardias de cierta edad lo agarraron por los hombros como si fuera un loco peligroso. Y en esta postura espera cerca de la puerta.


Sentado al otro extremo de la habitación, el cadí no se ha dado cuenta de su presencia; está terminando de resolver un asunto y discute con los demandantes razonando a uno y reprendiendo al otro. Una antigua disputa entre vecinos, parece ser, rencores redundantes, argucias irrisorias. Abu Taher termina por manifestar ruidosamente su cansancio y ordena a los dos jefes de familia que se abracen, ahí, ante él, como si nada los hubiera separado jamás. Uno de ellos da un paso; el otro, un coloso de frente estrecha, se resiste. El cadí lo abofetea al vuelo, haciendo temblar a la concurrencia. El gigante contempla un momento a ese personaje rechoncho, colérico y vivaracho que ha tenido que empinarse para alcanzarle, luego baja la cabeza, se acaricia la mejilla y cumple lo que le ordenan.


Una vez despedida toda esa gente, Abu Taher indica a los milicianos que se acerquen. Éstos recitan su informe, responden a algunas preguntas y se esfuerzan por explicar por qué han dejado que se formara en las calles tal aglomeración. A continuación le llega el turno al de la cicatriz. Se inclina hacia el cadí, que parece conocerlo desde hace mucho tiempo, y se lanza a un animado monólogo. Abu Taher lo escucha atentamente sin dejar traslucir sus sentimientos. Después de concederse algunos instantes de reflexión, ordena:

– Decid a la gente que se disperse, que cada uno vuelva a su casa por el camino más corto y -dirigiéndose a los agresores- ¡todos vosotros os iréis también a casa! No decidiré nada hasta mañana. El acusado permanecerá aquí esta noche y mis guardias, y nadie más, lo vigilarán.


Sorprendido al verse tan rápidamente invitado a eclipsarse, el de la cicatriz esboza una protesta, pero cambia al momento de opinión. Prudente, se recoge los faldones de su vestido y se retira con una zalema.


Cuando Abu Taher se encuentra frente a Omar con sus propios hombres de confianza como únicos testigos, pronuncia esta enigmática frase de acogida.

– Es un honor recibir en este lugar al ilustre Omar Jayyám de Nisapur.


Ni irónico ni expresivo, el cadí. Ni la menor apariencia de emoción. Tono neutro, voz sin inflexiones, turbante en pico, cejas enmarañadas, barba gris sin bigote e interminable y escrutadora mirada.


El recibimiento es tanto más ambiguo cuanto que Omar estaba allí desde hacía una hora, de pie, andrajoso, expuesto a todas las miradas, las sonrisas y los murmullos.


Después de algunos segundos sabiamente destilados, Abu Taher añade:

– Omar, tú no eres un desconocido en Samarcanda. A pesar de tu juventud, tu ciencia es ya proverbial y tus proezas se relatan en las escuelas. ¿No es verdad que leíste siete veces en Ispahán una voluminosa obra de Ibn Sina y que de regreso a Nisapur la reprodujiste de memoría, palabra por palabra?


Jayyám se siente halagado de que su hazaña, auténtica, fuera conocida en Transoxiana, pero no por eso se disipan sus preocupaciones. La referencia a Avicena en loca de un cadí de rito chafeíta no resulta nada tranquilizadora; por otra parte, todavía no le han invitado a sentarse. Abu Taher prosigue:

– No son solamente tus hazañas las que se transmiten de boca en boca; se te atribuyen unas sorprendentes cuartetas.


La declaración es comedida, no acusa; tampoco exculpa, no interroga más que indirectamente. Omar estima que ha llegado el momento de romper el silencio:

– La cuarteta que repite el de la cicatriz no es mía.


Con un manotazo impaciente, el juez desestima la protesta. Por primera vez su tono es severo:

– Poco importa que hayas compuesto ese verso o cualquier otro. Me han transmitido unas palabras de una impiedad tan grande que si las citara me sentiría tan culpable como el que las ha proferido. No estoy tratando de hacerte confesar, no busco infligirte un castigo. Esas acusaciones de alquimista me entraron por un oído para salir por el otro. Estamos solos, somos dos hombres sabios y quiero únicamente saber la verdad.


Omar no se siente en modo alguno tranquilo, teme una trampa y duda de responder. Ya se ve entregado al verdugo para ser desfigurado, emasculado, crucificado. Abu Taher alza la voz, grita casi:

– Omar, hijo de Ibrahim, fabricante de tiendas de Nisapur, ¿sabes reconocer a un amigo?


Hay en esa frase un acento de sinceridad que fustiga a Jayyám. «¿Reconocer a un amigo?» Considera la pregunta con gravedad, contempla el rostro del cadí, examina sus rictus, los estremecimientos de su barba. Lentamente se deja ganar por la confianza. Sus rasgos se distienden, se relajan. Se libera de sus guardias, que a un gesto del cadí dejan de sujetarlo. Luego va a sentarse sin que le hayan invitado a ello. El juez sonríe con benevolencia, pero reanuda sin tregua su interrogatorio:

– ¿Eres el impío que algunos describen?


Más que una pregunta es un grito de angustia que Jayyám no desoye:

– Desconfío del celo de los devotos, pero nunca he dicho que el Uno fuera dos.

– ¿Lo has pensado alguna vez?

– Jamás, Dios es testigo.

– Para mí es suficiente y pienso que para el Creador también, pero no para la multitud. Acecha tus palabras, tus menores gestos, y los míos también, así como los de los príncipes. Te han oído decir: «A veces acudo a las mezquitas, donde la oscuridad es propicia al sueño…»

– Únicamente un hombre en paz con su Creador podría conciliar el sueño en un lugar de culto.


A pesar de la mueca dubitativa de Abu Taher, Omar se excita e insiste:

– No soy de aquellos cuya fe sólo es terror al juicio, cuya oración sólo es prosternación. ¿Mi forma de rezar? Contemplo una rosa, cuento las estrellas, me deslumbra la belleza de la creación, la perfección de su orden, el hombre, la obra más bella del Creador, su cerebro sediento de sabiduría, su corazón sediento de amor, sus sentidos, todos sus sentidos, despiertos o satisfechos.


Con los ojos pensativos, el cadí se levanta, va a sentarse al lado de Jayyám y apoya sobre su hombro una mano paternal. Los guardias intercambian miradas de asombro.

– Escucha, joven amigo, el Altísimo te ha dado lo más valioso que un hijo de Adán puede obtener, la inteligencia, el arte de la palabra, la salud, la belleza, el deseo de saber, de gozar de la existencia, la admiración de los hombres y, lo sospecho, los suspiros de las mujeres. Espero que no te haya privado de la prudencia, la prudencia del silencio, sin la cual nada de todo eso puede apreciarse ni conservarse.

– ¿Tendré que esperar a ser viejo para expresar lo que pienso?

– El día en que puedas expresar todo lo que piensas, los descendientes de tus descendientes habrán tenido tiempo de envejecer. Estamos en la edad del secreto y del miedo, debes tener dos caras y mostrar una de ellas a la multitud y la otra a ti mismo y a tu Creador. Si quieres conservar tus ojos, tus oídos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oídos y lengua.


El cadí se calla, su silencio es hosco. No es de esos silencios que llaman a las palabras del otro, sino de los que retumban y llenan el espacio. Omar espera con la mirada baja, dejando escoger al cadí entre las palabras que se atropellan en su mente.


Pero Abu Taher respira profundamente y da a sus hombres una orden tajante. Se alejan. En cuanto cierran la puerta se dirige hacia un rincón del divan, levanta un paño del tapiz y luego la tapa de un cofre de madera damasquinada. Saca de él un libro que ofrece a Omar con un gesto ceremonioso, verdad es que suavizado por una sonrisa protectora.


Ahora bien, ese libro es el mismo que yo, Benjamín O. Lesage, iba un día a sostener en mis propias manos. Supongo que al tacto fue siempre igual. Un grueso, áspero, repujado con dibujos en forma de semicírculo, bordes de las hojas irregulares, mellados. Pero cuando Jayyám lo abre, en esa inolvidable noche de verano, sólo contempla doscientas cincuenta y seis páginas en blanco, sin poemas aún, ni pinturas, ni comentarios en el margen, ni iluminaciones.


Para ocultar su emoción, Abu Taher adopta un tono de charlatán.

– Es kagez chino, el mejor papel que se ha obtenido jamás en los talleres de Samarcanda. Un judío del barrio de Maturid lo fabricó para mí según una antigua receta enteramente a base de morera blanca. Tócalo, es de la misma savia que la seda.


Se aclara la garganta antes de explayarse:

– Yo tenía un hermano diez años mayor que yo; tenía tu edad cuando murió, descuartizado, en la ciudad de Balj, por haber compuesto un poema que desagradó al soberano del momento. Se le acusó de incubar una herejía, no sé si sería verdad, pero yo le reprocho que se jugara la vida por un poema, un miserable poema apenas más largo que una cuarteta.


Se le rompe la voz, que de nuevo se alza ahogada:

– Guarda ese libro. Cada vez que un verso tome forma en tu mente y se acerque a tus labios intentando salir, reprímelo sin consideraciones, pero escríbelo en estas hojas que permanecerán en secreto. Y mientras escribas piensa en Abu Taher.


¿Sabía el cadí que con ese gesto, con esas palabras, daba origen a uno de los secretos mejor guardados de la historia de las letras? ¿Que pasarían ocho siglos antes de que el mundo descubriera la sublime poesía de Omar Jayyám, antes de que sus Ruba'iyyat fueran veneradas como una de las obras más originales de todos los tiempos, antes de que fuera al fin conocido el extraño destino del manuscrito de Samarcanda?

III

Esa noche, Omar intenta inútilmente conciliar el sueño en un mirador o pabellón de madera que se encuentra sobre una pelada colina en medio del gran jardín de Abu Taher. Cerca de él, en una mesa baja, cálamo y tintero, una lámpara apagada y su libro, abierto por la primera página, que sigue en blanco.


Al amanecer, una visión: una bella esclava le trae una bandeja con rajas de melón, un traje nuevo y una banda de turbante de seda de Zandán. Y un mensaje susurrado:

– El amo te espera después de la oración del alba.


El salón ya está lleno: demandantes, pedigüeños, cortesanos, allegados, visitantes de toda condición y entre ellos el estudiante de la cicatriz, que sin duda ha venido para saber noticias. Cuando Omar cruza la puerta, la voz del cadí le convierte en blanco de miradas y murmullos:

– Bienvenido sea el imán Omar Jayyám, el hombre al que nadie iguala en el conocimiento de la tradición del Profeta, la referencia que nadie discute, la voz que nadie contradice.


Uno después de otro los visitantes se levantan, esbozan una zalema y mascullan alguna fórmula antes de volver a sentarse. Con una furtiva mirada, Omar observa al de la cicatriz, que parece ahogarse en su rincón, refugiado sin embargo en una mueca tímidamente burlona.


Con la mayor ceremonia del mundo, Abu Taher ruega a Omar que tome asiento a su derecha, obligando a sus vecinos a apartarse solícitamente. Luego continúa.

– Nuestro eminente visitante tuvo ayer tarde un contratiempo. Él, a quien se honra en Jorasan, Fars y Mazandarán, a quien todas las ciudades desean acoger entre sus muros, a quien todos los príncipes desean atraer hacia su corte, fue importunado ayer en las calles de Samarcanda.


Exclamaciones indignadas se elevan, seguidas de una algarabía que el cadí deja aumentar un tanto, antes de apaciguarla con un gesto y proseguir:

– Y lo que es más grave, un alboroto estuvo a punto de estallar en el bazar. ¡Un alboroto, la víspera de la visita de nuestro venerado soberano Nasr Kan, Sol de la Realeza, que debe llegar esta misma mañana de Bujara, si Dios lo permite! No me atrevo a imaginar en qué aflicción nos encontraríamos hoy si no hubiéramos podido contener y dispersar a la multitud. Os lo digo: ¡muchas cabezas estarían vacilando sobre sus hombros!


Se interrumpe para tomar aliento, para causar impresión, sobre todo, y dejar que el miedo se insinúe en los corazones.

– Felizmente, uno de mis antiguos alumnos, aquí presente, reconoció a nuestro eminente visitante y vino a advertirme.


Señala con el dedo al estudiante de la cicatriz y le invita a levantarse:

– ¿Cómo reconociste al imán Omar?


A modo de respuesta, algunas sílabas balbuceadas.

– ¡Más alto! ¡Aquí nuestro anciano tío no te oye! -vocifera el cadí señalando a una venerable barba blanca que está a su izquierda.

– Reconocí al eminente visitante gracias a su elocuencia -enuncia con dificultad el de la cicatriz-, y lo interrogué sobre su identidad antes de traerlo ante nuestro cadí.

– Has actuado bien. Si hubiera continuado el tumulto, habría corrido la sangre. Ven a sentarte cerca de nuestro invitado, te lo has merecido.


Mientras el de la cicatriz se acerca con un aire falsamente humilde, Abu Taher murmura al oído de Omar:

– Aunque no se haya hecho amigo tuyo, al menos no podrá ya atacarte en público.


Prosigue en voz alta:

– ¿Puedo esperar que a pesar de todo lo que ha soportado, jawayé Omar no guarde demasiado mal recuerdo de Samarcanda?

– Lo que pasó ayer tarde -responde Jayyám- lo he olvidado ya y cuando más tarde piense en esta ciudad será otra imagen la que conserve en mi mente, la imagen de un hombre maravilloso. No estoy hablando de Abu Taher. El más bello elogio que se puede hacer a un cadí no es alabar sus cualidades, sino la nobleza de aquellos que tiene a su cargo. Ahora bien, el día de mi llegada, mi mula había subido penosamente la última pendiente que lleva a la puerta de Kix y yo apenas había puesto un pie en tierra cuando me abordó un hombre: «Bienvenido a esta ciudad» me dijo, «¿tienes aquí parientes o amigos?» Respondí que no sin detenerme, temiendo habérmelas con algún timador o, por lo menos, con un pedigüeño o un importuno. Pero el hombre prosiguió: «No desconfíes de mi insistencia, noble visitante. Es mi señor quien me ha ordenado apostarme en este lugar al acecho de todo viajero que se presente para ofrecerle hospitalidad.»

El hombre parecía de condición modesta, pero iba vestido con ropa limpia y no ignoraba los modales de las personas de respeto. Le seguí. A algunos pasos de allí, me hizo entrar por una pesada puerta, atravesé un pasillo abovedado y me encontré en el patio de un caravasar, con un pozo en el medio y personas y bestias atareadas, y, rodeando el patio, una construcción de dos pisos con habitaciones para viajeros. El hombre dijo: «Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras, una noche o una temporada. Encontrarás cama y comida y forraje para tu mula.» Cuando le pregunté el precio que debla pagar se ofendió: «Eres el invitado de mi señor.» «¿Y dónde está ese anfitrión tan generoso para que pueda expresarle mi agradecimiento?» «Mi señor murió hace ya siete años, dejándome una suma de dinero que debía gastar en su totalidad para honrar a los visitantes de Samarcanda.» «¿Y cómo se llamaba ese señor, para que al menos pueda contar sus favores?» «Únicamente el Altísimo merece tu gratitud, dale las gracias a Él, que sabrá quién es el hombre por cuyas buenas acciones se le dan.» Y fue así como durante varios días permanecí en casa de ese hombre. Salía y entraba y siempre encontraba allí platos compuestos de deliciosos manjares y mi cabalgadura estaba mejor cuidada que si me ocupara de ella yo mismo.


Omar mira a la asistencia buscando alguna reacción. Pero su relato no ha provocado ninguna chispa en los labios, ninguna pregunta en los ojos. Adivinando su perplejidad, el cadí le explica:

– Muchas ciudades pretenden ser las más hospitalarias de todas las tierras del Islam, pero sólo los habitantes de Samarcanda merecen semejante título. Que yo sepa, jamás ningún viajero ha tenido que pagar para alojarse o alimentarse, y conozco a familias enteras que se han arruinado para honrar a los visitantes o a los necesitados. Sin embargo, nunca las oirás enorgullecerse y vanagloriarse por ello. Como has podido observar, en esta ciudad hay más de dos mil fuentes colocadas en cada esquina de una calle, hechas de barro cocido, cobre o porcelana y constantemente llenas de agua fresca para apagar la sed de los transeúntes. Todas ellas han sido regaladas por los habitantes de Samarcanda. ¿Crees que algún hombre grabaría allí su nombre para granjearse el agradecimiento de alguien?

– Lo reconozco, en ningún sitio he encontrado semejante generosidad. Sin embargo, ¿me permitiríais formular una pregunta que me obsesiona?


El cadí le quita la palabra:

– Ya sé lo que vas a preguntarme. ¿Cómo una gente que aprecia tanto las virtudes de la hospitalidad puede ser culpable de violencias contra un forastero como tú?

– O contra un infortunado anciano como Jaber el Largo.

– Voy a darte la respuesta. Se resume en una sola palabra: miedo. Aquí toda violencia es hija del miedo. Nuestra fe se ve acosada por todas partes: por los karmates de Bahrein, los imaníes de Qom, que esperan la hora del desquite, las setenta y dos sectas, los rum de Constantinopla, los infieles de todas denominaciones y, sobre todo, los ismaelíes de Egipto, cuyos adeptos son una multitud hasta en el pleno corazón de Bagdad e incluso aquí en Samarcanda. No olvides jamás lo que son nuestras ciudades del Islam. La Meca, Medina, Ispahán, Bagdad, Damasco, Bujara, Merv, El Cairo, Samarcanda: nada más que oasis que un momento de abandono devolvería al desierto. ¡Constantemente a merced de un vendaval de arena!


Por una ventana a su izquierda, el cadí, con una mirada experta, evalúa la trayectoria del sol y se levanta.

– Es hora de ir al encuentro de nuestro soberano -dice.


Da unas palmadas.

– ¡Que nos traigan algo para el viaje!


Porque suele llevar uvas pasas que va comiscando por el camino, costumbre que sus allegados y visitantes imitan. De ahí la inmensa bandeja de cobre que le traen, rematada por una pequeña montaña de esas golosinas color miel, de la cual cada uno se abastece hasta atiborrarse los bolsillos.


Cuando llega su turno, el estudiante de la cicatriz coge algunas, que tiende a Jayyám con estas palabras:

– Seguramente habrías preferido que te ofrecieran uva bajo la forma de vino.


No ha hablado en voz muy alta pero, como por encanto, toda la asistencia se ha callado, conteniendo la respiración, aguzando el oído y observando los labios de Omar, que deja caer:

– Cuando se quiere beber vino, se escoge con cuidado al escanciador y al compañero de placer.


La voz del de la cicatriz se eleva un poco:

– Por mi parte no beberé ni una gota. Quiero tener un sitio en el paraíso. No pareces deseoso de unirte a mí allí.

– ¿La eternidad entera en compañía de ulemas sentenciosos? No, gracias. Dios nos ha prometido otra cosa.


El intercambio de palabras se detiene ahí. Omar apresura el paso para unirse al cadí que le está llamando.

– Es necesario que la gente de la ciudad te vea cabalgar a mi lado. Eso barrerá las impresiones de ayer tarde.


Entre el gentío apelotonado en las inmediaciones de la resistencia, Omar cree reconocer a la ladrona de almendras disimulada a la sombra de un peral. Aminora el paso y la busca con los ojos, pero Abu Taher le hostiga:

– Más deprisa. ¡Ay de tus huesos si el kan llega antes que nosotros!

IV

Los astrólogos lo han proclamado desde el alba de los tiempos y no han mentido: cuatro ciudades han nacido bajo el signo de la rebelión, Samarcanda, La Meca, Damasco y Palermo. Nunca se sometieron a sus gobernantes si no fue por la fuerza; nunca siguen el camino recto si no está trazado por la espada, y fue por la espada como el Profeta redujo la arrogancia de los habitantes de La Meca. ¡Y por la espada reduciré la arrogancia de la gente de Samarcanda!


Nasr Kan, Señor de Transoxiana, gesticula de pie ante su trono, gigante cobrizo cubierto de bordados; su voz hace temblar a allegados y visitantes, sus ojos buscan una víctima entre la asistencia, unos labios que osen estremecerse, una mirada insuficientemente contrita, el recuerdo de alguna traición. Pero, por instinto, cada cual se escurre detrás de su vecino, inclina su espalda, su cuello, sus hombros y espera a que pase la tormenta.


Al no encontrar una presa para sus garras. Nasr Kan toma a manos llenas sus ropajes de gala, se los quita uno tras otro, los tira al suelo furioso y los patea vociferando una sarta de improperios sonoros en su dialecto turco-mogol de Kaxgar. Según la costumbre, los soberanos llevan superpuestos tres, cuatro y a veces siete vestidos bordados de los que se van despojando a lo largo del día, depositándolos con solemnidad sobre la espalda de aquellos que desean honrar. Actuando como lo acaba de hacer, Nasr Kan ha manifestado su intención de no recompensar ese día a ninguno de sus numerosos visitantes.


Sin embargo, debería ser un día de festividades, como en cada visita del soberano a Samarcanda, pero la alegría se esfumó desde los primeros minutos. Después de haber remontado la carretera enlosada que sube desde el río Siab, el kan efectuó su entrada solemne por la puerta de Bujara, situada al norte de la ciudad. Por su amplia sonrisa, sus ojillos parecían más hundidos, más oblicuos que nunca y sus pómulos brillaban por los reflejos ámbar del sol. Y luego, súbitamente, su humor cambió. Se acercó a unos doscientos notables reunidos en torno al cadí Abu Taher y dirigió al grupo con el que se había mezclado Omar Jayyám una inquieta y aguda mirada, como recelosa. Al no haber visto, al parecer, a aquellos a quienes buscaba, encabritó bruscamente su cabalgadura con un seco tirón de las riendas y se alejó mascullando inaudibles palabras. Rígido sobre su yegua negra, no volvió a sonreír ni esbozó la menor respuesta a las repetidas ovaciones de los miles de ciudadanos congregados desde el alba para saludarle a su paso; algunos agitaban al viento el texto de una petición redactada por algún memorialista. En vano. Nadie osó presentarlo al soberano y se dirigían antes bien al chambelán, que se inclinaba cada vez para recoger las hojas sin dejar de murmurar vagas promesas de darles curso.


Precedido de cuatro jinetes que llevaban en alto los oscuros estandartes de la dinastía y seguido a pie por un esclavo con el torso desnudo que sostenía un inmenso quitasol, el kan atravesó sin detenerse las grandes arterias bordeadas de tortuosas moreras, evitó los bazares, cabalgó a lo largo de los principales canales de irrigación llamados ariks hasta el barrio de Asfizar, donde se había hecho acondicionar un palacio provisional a dos pasos de la residencia de Abu Taher. En el pasado, los soberanos residían en el interior de la ciudadela, pero los recientes combates la habían dejado en un estado de ruina extrema y hubo que abandonarla. Desde entonces sólo la guarnición turca levantaba allí a veces sus tiendas.


Al comprobar el mal humor del soberano, Omar había dudado de ir a palacio para presentarle sus respetos, pero el cadí le había obligado a ello, sin duda con la esperanza de que la presencia de su eminente amigo proporcionara una saludable diversión. Abu Taher se había creído en la obligación de aclarar a Jayyán lo que había sucedido: los dignatarios religiosos de la ciudad habían decidido no asistir a la ceremonia del recibimiento porque reprochaban al kan el haber ordenado incendiar hasta los cimientos la Gran Mezquita de Bujara, donde se había encerrado, armado, un grupo de la oposición.

– Entre el soberano y los hombres de religión – explica el cadí-, la guerra es ininterrumpida, de vez en cuando abierta, sangrienta, la mayoría de las veces sorda e insidiosa. Se contaba incluso que los ulemas habrían mantenido contactos con numerosos oficiales exasperados por el comportamiento del príncipe. Sus antepasados, se decía, comían con la tropa y no perdían ninguna ocasión de recordar que su poder reposaba en la bravura de los guerreros de su pueblo. Pero de una generación a otra los kanes turcos habían adquirido las desagradables manías de los monarcas persas. Se consideraban semidioses y se rodeaban de un ceremonial cada vez más complejo, incomprensible e incluso humillante para sus oficiales, con lo que muchos de éstos estaban en tratos con los jefes religiosos. No sin placer, les escuchaban vilipendiar a Nasr, acusarle de haberse alejado de los caminos del Islam. Para intimidar a los militares, el soberano reaccionaba con extrema dureza contra los ulemas. Su padre, un hombre piadoso sin embargo, ¿no había inaugurado su reino cortando una cabeza tocada con un gran turbante?


En este año de 1072, Abu Taher es uno de los escasos dignatarios religiosos que mantiene una estrecha relación con el príncipe, lo visita a menudo en la ciudadela de Bujara, su residencia principal, y lo recibe con solemnidad cada vez que se detiene en Samarcanda. Algunos ulemas ven con malos ojos su actitud conciliadora, pero la mayoría aprecia la presencia de ese intermediario entre ellos y el monarca.


Una vez más, el cadí va a desempeñar hábilmente ese papel de conciliador, evitando contradecir a Nasr y aprovechando la mínima mejoría de su humor para inducirle a sentimientos más bondadosos. Espera, deja que transcurran los minutos difíciles y cuando el soberano se ha sentado en el trono, cuando al fin lo ve con los riñones bien arrellanados en un mullido almohadón, comienza sutil e imperceptiblemente a enderezar la situación, observado con alivio por Omar. A una señal del cadí, el chambelán hace venir a una joven esclava que recoge los vestidos tirados por el suelo como cadáveres después de la batalla. De entrada, el aire se hace menos irrespirable, los presentes se desentumecen discretamente piernas y brazos y algunos se arriesgan a susurrar algunas palabras al oído del más próximo.


Entonces, adelantándose hacia el espacio despejado en el centro de la habitación, el cadí se coloca frente al monarca y baja la cabeza sin pronunciar una sola palabra. Tanto es así que al cabo de un largo minuto de silencio, cuando Nasr termina por lanzar, con un vigor teñido de hastío: «Ve a decir a todos los ulemas de esta ciudad que vengan al alba a prosternarse a mis pies; la cabeza que no se incline será cercenada; y que nadie trate de huir, porque no existe tierra fuera del alcance de mi cólera», todos comprenden que la tempestad ha pasado, que una solución está a la vista y que basta con que los religiosos se enmienden para que el monarca renuncie a castigar con rigor.


Por eso, al día siguiente, cuando Omar acompaña de nuevo al cadí a la corte, la atmósfera es irreconocible. Nasr está sentado en el trono, una especie de cama-diván, en alto, cubierto con un tapiz oscuro, cerca del cual un esclavo sostiene una bandeja con pétalos de rosa confitados. El soberano escoge uno, se lo pone sobre la lengua y lo deja deshacerse contra el paladar antes de tender la mano indolentemente hacia otro esclavo que le rocía los dedos con agua perfumada y se los seca con diligencia. El ritual se repite veinte, treinta veces mientras las delegaciones desfilan. Representan a los barrios de la ciudad, principalmente Asfizan, Panijin, Zagrimax, Maturid, las corporaciones de los bazares y las de los oficios, caldereros, comerciantes de papel, sericultores o aguadores, así como las comunidades protegidas, judíos, guebros y cristianos nestorianos.


Todos comienzan por besar el suelo, luego se levantan, saludan de nuevo con una prolongada zalema hasta que el monarca les da la señal de incorporarse. Entonces su portavoz pronuncia algunas frases y se retiran todos andando hacia atrás; en efecto, está prohibido volver la espalda al soberano antes de haber salido de la habitación. Una curiosa práctica. ¿La habría introducido un monarca demasiado cuidadoso de su respetabilidad? ¿Algún visitante particularmente desconfiado?


A continuación se acercan los dignatarios religiosos, esperados con curiosidad y también con recelo. Son más de veinte. Abu Taher no ha tenido dificultad en convencerlos de que vinieran. Desde el momento en que han manifestado ampliamente su resentimiento, perseverar por ese camino sería buscar el martirio, lo que ninguno de ellos desea.


Allí están, presentándose ante el trono e inclinándose lo más profundamente posible, cada uno según su edad y sus articulaciones, esperando una señal del príncipe para incorporarse. Pero la señal no llega. Pasan diez minutos. Luego veinte. Ni siquiera los más jóvenes pueden permanecer indefinidamente en una postura tan incómoda. Sin embargo, ¿qué hacer? Incorporarse sin haber sido autorizado a ello sería designarse para la venganza del monarca. Uno después de otro caen de rodillas, actitud igualmente respetuosa y menos agotadora. Sólo cuando la última rótula ha tocado tierra, el soberano hace la señal de levantarse y retirarse sin discurso. Nadie se asombra del cariz que han tomado los acontecimientos; es el precio que hay que pagar, está en el orden de las cosas del reino.


A continuación se acercan unos oficiales turcos y grupos de notables, así como algunos dihkans, hidalgüelos de los pueblos vecinos; besan el pie del soberano, su mano o su hombro, cada uno según su rango. Luego se adelanta un poeta y recita una pomposa elegía a gloria del monarca, quien pronto se muestra ostensiblemente aburrido. Le interrumpe con un gesto, hace una señal al chambelán para que se incline y le da la orden que debe transmitir.

– Nuestro señor hace saber a los poetas aquí presentes que está harto de oír repetir siempre los mismos temas y no quiere que se le siga comparando con un león, ni con un águila y aún menos con el sol. Que los que no tengan otra cosa que decir, se vayan.

V

A las palabras del chambelán siguen murmullos, risas contenidas: todo un tumulto se produce entre los veinte poetas aproximadamente que esperaban su turno y algunos incluso dan dos pasos hacia atrás antes de eclipsarse discretamente. Sólo una mujer sale de la fila y se acerca con paso firme. Interrogado con la mirada por Omar, el cadí cuchichea:

– Una poetisa de Bujara; la llaman Yahán. Yahán, como el vasto mundo. Es una joven viuda con amores tumultuosos.


El tono es reprobador, pero el interés de Omar se agudiza aún más por ello y no puede apartar su mirada de Yahán. Ésta se ha levantado ya el velo dejando al descubierto unos labios sin afeites; declama un poema agradablemente compuesto en el que, cosa extraña, no se menciona ni una sola vez el nombre del kan. No, se elogia sutilmente el río Sogd que dispensa sus beneficios a Samarcanda tanto como a Bujara y va a perderse el desierto, ya que ningún mar es digno de recibir su agua.

– Has hablado bien. Que tu boca se llene de oro -dice Nasr, repitiendo la fórmula que le es habitual.


La poetisa se inclina sobre una gran bandeja de dinares de oro y comienza a introducirse las monedas en la boca una a una, mientras los asistentes las van contando en voz alta. Cuando Yahán reprime un hipo a punto de atragantarse, la corte entera, con el monarca a la cabeza, suelta la carcajada. El chambelán hace una seña a la poetisa para que vuelva a su sitio; se han contado cuarenta y seis dinares.


Sólo Jayyám no ríe. Con los ojos fijos en Yahán intenta comprender sus sentimientos hacia ella; su poesía es tan pura, su elocuencia tan digna, su intervención tan valiente… y sin embargo ahí está, atiborrada de metal amarillento, entregándose a esa humillante recompensa. Antes de bajarse el velo, lo levanta algo más, liberando una mirada que Omar recoge, aspira y quisiera retener. Instante inapreciable para la multitud y eternidad para el amante. El tiempo tiene dos caras, se dice Jayyám, tiene dos dimensiones; la longitud va al ritmo del sol, la densidad al ritmo de las pasiones.


El cadí interrumpe ese momento bendito entre todos; da unos golpecitos en el brazo de Jayyám, que se vuelve. Demasiado tarde, la mujer ha desaparecido, ya no es más que velos.


Abu Taher quiere presentar a su amigo al kan y guarda las formas:

– Vuestro augusto techo ampara en este día al sabio más grande de Jorasan, Omar Jayyám. Para él las plantas no tienen secretos, las estrellas no tienen misterio.


No es una casualidad que el cadí haya distinguido la medicina y la astrología entre las numerosas disciplinas en las que Omar destaca; siempre han gozado del favor de los príncipes, la primera por esforzarse en preservar su salud y su vida, la segunda por querer conservar su fortuna.


El príncipe se muestra complacido, dice que se siente honrado, pero no está de humor para entablar una conversación erudita y, equivocándose aparentemente sobre las intenciones del visitante, juzga oportuno reiterar su fórmula preferida.

– ¡Que su boca se llene de oro!


Omar está desconcertado y reprime un respingo. Abu Taher se da cuenta y se inquieta. Temiendo que una negativa ofenda al soberano, mira a su amigo grave e insistentemente y le empuja por los hombros. En vano, Jayyám ha tomado su decisión:

– Que Su Grandeza se digne excusarme, estoy en período de ayuno y no puedo llevarme nada a la boca.

– ¡Sin embargo, el mes de ayuno se terminó hace tres semanas, si no me equivoco!

– En la época del ramadán yo estaba de viaje de Nisapur a Samarcanda, por lo tanto tuve que suspender el ayuno, haciendo la promesa de recuperar más tarde los días perdidos.


El cadí se asusta, la asistencia se agita, el rostro del soberano es ilegible. Se decide por interrogar a Abu Taher:

– Tú que estás enterado de todas las minuciosidades de la fe, ¿puedes decirme si jawayé Omar rompería el ayuno por introducirse unas monedas de oro en la boca escupiéndolas enseguida?


El cadí adopta el más neutro de los tonos:

– Estrictamente hablando, lo que entra por la boca puede constituir una ruptura del ayuno. Y ha sucedido que se traguen una moneda por error.


Nasr admite el argumento, pero no se queda satisfecho e interroga a Omar:

– ¿Me has dado la verdadera razón de tu negativa?


Jayyám duda un momento y luego dice:

– No es la única razón.

– Habla -dice el kan-, no tienes nada que temer de mí.


Entonces Omar pronuncia estos versos:


¿Es la pobreza lo que me ha conducido hasta ti?

Nadie es pobre si sabe conservar sus deseos sencillos.

No espero nada de ti, sino que me honres,

si sabes honrar a un hombre recto y libre.


– ¡Que Dios ensombrezca tus días, Jayyám! -murmura Abu Taher para sí mismo.


No piensa lo que dice, pero su miedo es real. Aún resuena en sus oídos el eco de una demasiado reciente cólera y no está seguro de poder domar a la fiera una vez más. El kan permanece silencioso, inmóvil, como petrificado por una insondable deliberación; sus allegados esperan su primera palabra como un veredicto, algunos cortesanos prefieren marcharse antes de la tormenta.


Omar aprovecha el desconcierto general para buscar con los ojos a Yahán; está apoyada en una columna con el rostro oculto entre las manos.

– ¿Será por él por quien ella también tiembla?


Al fin el kan se levanta. Camina resueltamente hacia Omar, le da un fuerte abrazo, le toma la mano y se lo lleva con él.

«El señor de Transoxiana», cuentan las crónicas, «tenía tal estima por Omar Jayyám que lo invitaba a sentarse cerca de él en el trono.»

– Ahora ya eres amigo del kan -lanza Abu Taher en cuanto abandonan el palacio.


Su jovialidad está a la medida de la angustia que ha secado su garganta, pero Jayyám responde fríamente:

– ¿Has olvidado el proverbio que reza así: «El mar no tiene vecinos, el príncipe no tiene amigos»?

– No desprecies la puerta que se abre. ¡Tu carrera me parece trazada en la corte!

– La vida de la corte no es para mí; mi único sueño, mi única ambición es tener algún día un observatorio, con un jardín de rosas y contemplar el cielo hasta perderme en él, con una copa en la mano y una hermosa mujer a mi lado.

– ¿Hermosa como esa poetisa? -ríe burlonamente Abu Taher.


Omar no tiene otra cosa en la mente, pero se calla. Teme traicionarse a la menor palabra que se le escape. Sintiéndose un poco frívolo, el cadí cambia de tono y de tema:

– Tengo que pedirte un favor.

– Eres tú quien me colma de favores.

– ¡Lo admito! -concede rápidamente Abu Taher-. Digamos que quisiera algo a cambio.


Han llegado ante el pórtico de su residencia y le invita a proseguir su conversación en torno a una mesa bien surtida.

– He concebido un proyecto para ti, un proyecto de libro. Olvidemos un momento tus ruba'iyyat. Para mí eso sólo son los inevitables caprichos del talento. Los campos donde verdaderamente destacas son la medicina, la astrología, las matemáticas, la física, la metafísica. ¿Estoy en un error si digo que desde la muerte de lbn Sina nadie los conoce mejor que tú?


Jayyám no dice ni una palabra. Abu Taher prosigue:

– Es en esos campos del conocimiento donde espero de ti el libro último y ese libro quiero que me lo dediques.

– No pienso que haya un libro último en esos campos y precisamente por eso hasta el presente me he contentado con leer y aprender, sin escribir nada yo mismo.

– ¡Explícate!

– Consideremos a los antiguos, los griegos, los indios y los musulmanes que me han precedido. Ellos han escrito profusamente sobre todas esas disciplinas. Si repito lo que han dicho, mi trabajo es superfluo; si les contradigo, como constantemente estoy tentado de hacer, otros vendrán después de mí para contradecirme. ¿Qué quedará mañana de los escritos de los sabios? Solamente las críticas hacia aquellos que les han precedido. Se recuerda lo que destruyeron de la teoría de los otros, pero lo que desarrollan ellos mismos será indefectiblemente destruido, ridiculizado incluso, por aquellos que vengan después. Ésta es la ley de la ciencia; la poesía no conoce semejante ley, no niega jamás aquello que la ha precedido y lo que la sigue jamás la niega, atraviesa los siglos con toda tranquilidad. Por eso escribo mis ruba'iyyat. ¿Sabes lo que me fascina de las ciencias? Que encuentro en ellas la suprema poesía: con las matemáticas, el vértigo embriagador de los números; con la astronomía, el enigmático susurro del universo. Pero ¡por favor, que no me hablen de verdad!


Se calla un instante, pero prosigue inmediatamente.

– Me he paseado por los alrededores de Samarcanda y he visto ruinas con inscripciones que nadie sabe ya descifrar, y me he preguntado: ¿Qué queda de la ciudad que antaño se elevaba aquí? No hablemos de los hombres, son las más efímeras de las criaturas, pero ¿qué queda de su civilización? ¿Qué reino ha subsistido, qué ciencia, qué ley, qué verdad? Nada. Por más que he rebuscado en esas ruinas, no he podido descubrir más que un rostro grabado en un cascote de cerámica y un fragmento de pintura en una pared. Eso es lo que serán mis miserables poemas dentro de mil años, cascotes, fragmentos, ruinas de un mundo enterrado para siempre. Lo que queda de una ciudad es la mirada indiferente que habrá posado sobre ella un poeta medio borracho.

– Comprendo tus palabras -balbucea Abu Taher un poco desconcertado-. Sin embargo, ¡no querrás dedicar a un cadí chafeíta unos poemas que huelan a vino!


De hecho, Omar sabrá mostrarse conciliador y, lleno de gratitud, aguará su vino, por decirlo así. Durante los meses siguientes comienza la redacción de un libro muy importante consagrado a las ecuaciones cúbicas. Para presentar la incógnita en ese tratado de álgebra, Jayyám utiliza el término árabe shay, que significa «cosa»; esta palabra, escrita xay en las obras científicas españolas, ha sido reemplazada progresivamente por su primera letra, «x», que se ha convertido en el símbolo universal de la incógnita.


Terminado en Samarcanda, el libro de Jayyám está dedicado a su protector: «Somos víctimas de una época en la que los hombres de ciencia están desacreditados y muy pocos entre ellos tienen la posibilidad de consagrarse a una verdadera investigación… Los escasos conocimientos que tienen los sabios de hoy están dedicados a la persecución de fines materiales… Por lo tanto había perdido la esperanza de encontrar en este mundo a un hombre que estuviera interesado tanto por la ciencia como por las cosas del mundo y que se preocupara sinceramente por el destino del género humano, hasta que Dios me concedió la gracia de conocer al gran cadí, el imán Abu Taher. Sus favores me han permitido consagrarme a estos trabajos.»


Cuando esa noche vuelve al pabellón que le servirá de ahí en adelante de casa, Jayyám renuncia a llevarse una lámpara, pensando que es demasiado tarde para leer o escribir. Sin embargo, su camino está apenas iluminado por la luna, mortecina luz de cuarto creciente en ese fin del mes de xawwal. En cuanto se aleja de la villa del cadí, avanza a tientas, tropieza más de una vez, se agarra a los arbustos y recibe en plena cara la áspera caricia de un sauce llorón.


Apenas llega a su habitación, una voz, un dulce reproche:

– Te esperaba más temprano.


¿Es por haber pensado tanto en esa mujer por lo que ahora cree oírla? De pie, ante la puerta que cierra lentamente, busca con los ojos una silueta. En vano. Sólo la voz le llega de nuevo, audible pero como entre brumas:

– Guardas silencio, te niegas a creer que una mujer haya osado violar así tu habitación. En palacio nuestras miradas se cruzaron, un fulgor las unió, pero el kan estaba allí, y el cadí y toda la corte, y tu mirada huyó. Como tantos hombres, escogiste no detenerte. ¿Para qué desafiar al destino, para qué granjearte la ira del príncipe por una simple mujer, una viuda que sólo te aportaría como dote una lengua acerada y una dudosa reputación?


Omar se siente encadenado por alguna fuerza misteriosa y no consigue moverse ni despegar los labios.

– No dices nada -comprueba Yahán, irónica pero enternecida-. Mala suerte, continuaré hablando sola; por otra parte he sido yo la que hasta ahora ha hecho todo. Cuando abandonaste la corte hice algunas preguntas con respecto a ti, me enteré de donde vivías y dije que iba a alojarme en casa de una prima casada con un rico negociante de Samarcanda. Por lo general, cuando me desplazo con la corte suelo dormir con el harén; tengo allí algunas amigas que aprecian mi compañía y están ávidas de las historias que les cuento. No ven en mí a una rival, saben que no aspiro a convertirme en la mujer del kan. Habría podido seducirlo, pero he tratado demasiado a las esposas de los reyes para que me tiente semejante destino. ¡Para mí la vida es tanto más importante que los hombres! Ahora bien, mientras sea la mujer de otro o de nadie, el soberano consiente en que me exhiba en su divan con mis versos y mis risas. Si alguna vez pensara en casarse conmigo, empezaría por encerrarme.


Emergiendo con dificultad de su torpor, Omar no capta nada del discurso de Yahán y cuando se decide a pronunciar sus primeras palabras se dirige menos a ella que a sí mismo o a una sombra:

– Cuántas veces, adolescente, y más tarde, después de la adolescencia, me he cruzado con una mirada, con una sonrisa; por la noche soñaba que esa mirada se convertía en presencia, se hacía carne, mujer, deslumbramiento en la oscuridad. Y de pronto, entre las sombras de esta noche, en este pabellón irreal, en esta ciudad irreal, están aquí, mujer, bella, poetisa por añadidura, ofreciéndote a mí.


Ella ríe.

– ¿Ofreciéndome? ¡Tú qué sabes! No me has rozado, no me has visto y sin duda no me verás, puesto que partiré mucho antes de que el sol me expulse.


En la densa oscuridad un largo y confuso frufrú de seda, un perfume. Omar contiene la respiración, su piel está alerta; no puede contener una pregunta con la ingenuidad de un colegial:

– ¿Llevas aún tu velo?

– No llevo más velo que la noche.

VI

Una mujer, un hombre, el pintor anónimo los ha imaginado de perfil, tendidos, abrazados; ha borrado las paredes del pabellón para prepararles un lecho de hierbas bordeado de rosas y que a sus pies corriera un riachuelo plateado. A Yahán la ha representado con los senos bien perfilados de una divinidad hindú. Omar le acaricia el cabello y con la otra mano sostiene una copa.


Todos los días, en palacio, se cruzan y evitan mirarse por temor a traicionarse. Cada noche Jayyám se apresura hacia el pabellón para esperar a su amada. ¿Cuántas noches les otorgará el destino? Todo depende del soberano. Cuando se marche, Yahán lo seguirá. Pero el príncipe no anuncia nada de antemano. Una mañana saltará sobre su caballo de batalla, nómada e hijo de nómada, y tomará el camino de Bujara, de Kix o de Penyikent; la corte perderá la cabeza por alcanzarlo. Omar y Yahán temen ese momento, cada beso tiene el sabor del adiós, cada abrazo es una huida sin aliento.


Una noche entre otras, aunque una de las más sofocantes del verano, Jayyám sale a la terraza del pabellón a esperar a Yahán; muy cerca de él le parece oír las risas de los guardias del cadí y se preocupa, aunque sin motivo, puesto que Yahán llega y le tranquiliza; nadie se ha dado cuenta de su presencia. Se besan primero furtivamente, luego con más insistencia, es su manera de terminar el día de los demás y de comenzar su noche.

– ¿Cuántos amantes crees que habrá en esta ciudad que en este instante se encuentran como nosotros?


Es Yahán la que cuchichea con picardía. Omar se ajusta con aire docto su gorro de noche, hincha las mejillas y ahueca la voz:

– Veamos el asunto detenidamente: si excluimos a las esposas que se aburren, a las esclavas que obedecen, a las prostitutas que se venden o se alquilan, a las vírgenes que suspiran, ¿cuántas mujeres quedan, cuántas amantes irán esta noche al encuentro del hombre que han elegido? Igualmente ¿cuántos hombres duermen junto a la mujer que aman, una mujer sobre todo que se entregue a ellos por otra razón que no sea la de no poder evitarlo? Quién sabe… quizá no haya esta noche en Samarcanda más que una amante, quizá sólo haya un amante. Dirás, ¿por qué tú?, ¿por qué yo? Porque Dios nos ha hecho amantes como ha hecho venenosas a algunas flores.


El ríe, y ella deja correr las lágrimas.

– Entremos y cerremos la puerta, podrían oír nuestra felicidad.


Muchas caricias después, Yahán se incorpora, se cubre a medias y separa dulcemente a su amante.

– Tengo que confesarte un secreto. Me lo ha dicho la esposa de mayor edad del kan. ¿Sabes por qué está en Samarcanda?


Omar la interrumpe. Piensa que es algún cotilleo de harén.

– Los secretos de los príncipes no me interesan, queman los oídos de los que los oyen.

– Escúchame primero, ese secreto también nos pertenece puesto que puede cambiar completamente nuestra vida. Nasr Kan ha venido a inspeccionar las fortificaciones. Al final del verano, cuando la canícula haya pasado, espera un ataque del ejército selyuquí.


Jayyám conoce a los selyuquíes, pueblan sus primeros recuerdos de la infancia. Mucho antes de convertirse en los amos del Asia musulmana se habían adueñado de su ciudad natal, dejando por generaciones el recuerdo de un Gran Miedo.


Esto sucedía diez años antes de su nacimiento. Los habitantes de Nisapur se habían despertado una mañana con su ciudad totalmente rodeada por los guerreros turcos. A la cabeza de ellos dos hermanos, Togrul Beg «el Halcón» y Xagri Beg «el Gavilán», hijos de Mikael, hijo de Selyuq, por aquel entonces oscuros jefes de clan, nómadas recientemente convertidos al Islam. Los dignatarios de la ciudad recibieron este mensaje. «Se dice que vuestros hombres son altivos y que el agua fresca corre en vuestra ciudad por canales subterráneos. Si intentáis resistiros, vuestros canales pronto estarán a cielo abierto y vuestros hombres estarán bajo tierra.»


Fanfarronadas, frecuentes en el momento de los asedios. Sin embargo, los dignatarios de Nisapur se apresuraron a capitular a cambio de la promesa de que los habitantes salvarían la vida, sus bienes, sus casas y sus huertos, y sus canales serían respetados. Pero ¿qué valen las promesas de un vencedor? En cuanto la tropa entró en la ciudad, Xagri quiso soltar a sus hombres por las calles y en el bazar. Togrul se opuso alegando que estaban en el mes del ramadán y no se podía saquear una ciudad del Islam durante el período de ayuno. El argumento surtió efecto, pero Xagri no depuso las armas. Únicamente se resignó a esperar que la población no estuviera ya en estado de gracia.


Cuando el conflicto que separaba a los dos hermanos llegó a oídos de los ciudadanos, cuando comprendieron que al comienzo del siguiente mes serían abandonados al pillaje, a la violación y a la matanza, vino el Gran Miedo. Peor que la violación es la violación anunciada, la espera pasiva, humillante, el monstruo ineluctable. Las tiendas se vaciaban, los hombres se escondían, sus mujeres y sus hijas los veían llorar de impotencia. ¿Qué hacer? ¿Cómo huir? ¿Por qué camino? El invasor estaba en todas partes, sus soldados de cabellos trenzados merodeaban por el bazar del Gran Cuadrado, por los barrios y los arrabales, por las inmediaciones de la Puerta Quemada, constantemente borrachos, al acecho de un rehén, de un botín, sus hordas incontroladas infestaban los campos vecinos.


¿No se desea de ordinario que el ayuno termine y llegue el día de la fiesta? Ese año se hubiera deseado que el ayuno se prolongara hasta lo infinito, que la fiesta de la Ruptura no llegara jamás. Cuando apareció el creciente del nuevo mes, nadie pensó en regocijos, nadie pensó en matar el cordero, la ciudad entera tenía la impresión de ser un gigantesco cordero cebado para el sacrificio.


Miles de familias pasaron la noche que precede a la fiesta, esa noche del Decreto en la que conceden todos los deseos, en las mezquitas y los mausoleos de los santos, refugios precarios; noche de agonía, de lágrimas y de oraciones.


Mientras tanto, en la ciudadela estallaba una tormentosa discusión entre los hermanos selyuquíes. Xagri gritaba que a sus hombres no se les había pagado desde hacía meses, que sólo habían aceptado luchar porque se les había prometido dejarles las manos libres en esa opulenta ciudad, que estaban al borde de la rebelión y que él, Xagri, no podría contenerlos por más tiempo.


Togrul hablaba otro lenguaje:

– Sólo estamos en la frontera de nuestras conquistas. ¡Quedan aún tantas ciudades que conquistar! Ispahán, Shiraz, Rayy, Tabriz ¡y otras mucho más allá! Si saqueamos Nisapur después de su rendición, después de todas nuestras promesas, ninguna puerta se abrirá ya ante nosotros, ninguna guarnición flaqueará.

– ¿Cómo podríamos conquistar todas esas ciudades con las que sueñas si perdemos nuestro ejército, si nuestros hombres nos abandonan? Los más fieles ya se quejan y amenazan con hacerlo.


Los dos hermanos estaban rodeados de sus lugartenientes y de los ancianos del clan, y todos al unísono confirmaban las palabras de Xagri. Éste, envalentonado, se levantó decidido a terminar:

– Hemos hablado demasiado, voy a decir a mis hombres que se lucren con la ciudad. Si tú quieres retener a los tuyos, hazlo; cada uno con sus tropas.


Togrul no respondía, no se movía, atormentado por un penoso dilema. De pronto, saltó lejos de todos y se apoderó e un puñal.


A su vez Xagri había desenvainado. Nadie sabía si había que intervenir o, como de costumbre, dejar a los dos hermanos selyuquíes arreglar sus diferencias con la sangre, cuando Togrul gritó:

– Hermano, no puedo obligarte a obedecerme, no puedo contener a tus hombres, pero si los sueltas sobre la ciudad me clavaré este puñal en el corazón.


Y diciendo esto, apunto el arma, cuya empuñadura sostenía con las dos manos, hacia su propio pecho. El hermano dudó poco; avanzó hacia él con los brazos abiertos y, después de un largo abrazo, prometió no contrariar más su voluntad. Nisapur se había salvado, pero nunca olvidaría el Gran Miedo del ramadán.

VII

Así son los selyuquíes -observa Jayyám-, saqueadores incultos y soberanos perspicaces, capaces de mezquindades y de gestos sublimes. Togrul Beg, sobre todo, tenía el temple de un fundador de imperios. Yo tenía tres años cuando tomó Ispahán y diez cuando conquistó Bagdad, imponiéndose como protector del califa y obteniendo de él el título de «sultán, rey del Oriente y del Occidente», casándose incluso a los setenta años con la propia hija del Príncipe de los Creyentes.


Al decir esto, Omar se muestra admirativo, algo solemne quizá, pero Yahán suelta una carcajada muy irrespetuosa. Él la mira severo, ofendido, sin comprender esa súbita hilaridad; ella se disculpa y se explica:

– Cuando hablaste de esa boda me acordé de lo que me habían contado en el harén.


Omar recuerda vagamente el episodio, del que Yahán ha memorizado con avidez cada detalle.


En efecto, al recibir el mensaje de Togrul pidiéndole la mano de su hija Sayyeda, el califa se había puesto lívido. Apenas se retiró el emisario del sultán, explotó:

– ¡Ese turco recién salido de su tienda! ¡Ese turco cuyos padres, ayer aún, se prosternaban ante no sé qué ídolo y pintaban en sus estandartes un hocico de cerdo! ¿Cómo se atreve a pedir en matrimonio a la hija del Príncipe de los Creyentes, nacida del más alto linaje?


Si temblaba así, con todos sus augustos miembros, era porque sabía que no podría esquivar la petición. Después de meses de dudas y dos mensajes de recuerdo, terminó por formular una respuesta. Uno de sus ancianos consejeros fue el encargado de transmitirla; partió para la ciudad de Rayy, cuyas ruinas son aún visibles en los alrededores de Teherán. La corte de Togrul estaba allí.


El emisario del califa fue recibido en primer lugar por el visir, que lo abordó con estas palabras:

– El sultán se impacienta y me atosiga; me alegro de que al fin hayas venido con la respuesta.

– Te alegrarás menos cuando la hayas oído: el Príncipe de los Creyentes os ruega que le disculpéis, pero no puede acceder a la petición que ha sido elevada hasta él.


El visir no se mostró muy afectado y continuó pasando las cuentas de su pasatiempo de jade.

– Así que -dijo-, vas a atravesar ese pasillo, vas a cruzar esa gran puerta, y anunciar al señor de Iraq, de Fars, de Jorasan y de Azerbeiyán, al conquistador de Asia, a la espada que defiende la verdadera religión, al protector del trono abasí: «¡No, el califa no te dará a su hija!» Muy bien, ese guardia te conducirá.


Dicho guardia se presentó y el emisario se levantaba para seguirle, cuando el visir prosiguió con voz anodina:

– Supongo que como hombre sagaz habrás pagado tus deudas, repartido tu fortuna entre tus hijos y casado a todas tus hijas.


El emisario volvió a sentarse súbitamente agotado.

– ¿Qué me aconsejas?

– ¿El califa no te ha dado ninguna otra directriz, ninguna posibilidad de arreglo?

– Me ha dicho que si verdaderamente no había ningún medio de escapar de ese matrimonio, querría en compensación trescientos mil dinares de oro.

– Eso ya es una forma mejor de proceder, pero no creo que sea razonable que después de todo lo que el sultán ha hecho por el califa, después de haberle traído de nuevo a su ciudad, de donde lo habían expulsado los chiíes, después de haberle restituido sus bienes y sus territorios, se le exija una compensación. Podríamos llegar al mismo resultado sin ofender a Togrul Beg. Le diréis que el califa le concede la mano de su hija y por mi parte aprovecharé ese momento de intensa satisfacción para sugerirle un regalo en dinares digno de tal partido.


Y así se hizo. El sultán, muy excitado, formó un importante cortejo que comprendía al visir, a varios príncipes, a decenas de oficiales y dignatarios, a mujeres de edad de su parentela con cientos de guardias y esclavos que llevaron a Bagdad regalos de gran valor, alcanfor, mirra, brocado, arcones llenos de pedrerías, así como cien mil monedas de oro.


El califa concedió audiencia a los principales miembros de la delegación, intercambió con ellos frases corteses, aunque vagas, y luego, una vez a solas con el visir del sultán, le dijo sin rodeos que ese matrimonio no tenía su consentimiento y que si intentaba obligarle a ello abandonaría Bagdad.

– Si ésa es la postura del Príncipe de los Creyentes, ¿por qué propuso un arreglo en dinares?

– No podía responder que no con una sola palabra. Esperaba que con mi actitud el sultán comprendiera que no podía obtener de mí semejante sacrificio. A ti te lo puedo decir; los otros sultanes, ya fueran turcos o persas, jamás exigieron semejante cosa de un califa. ¡Debo defender mi honor!

– Hace algunos meses, cuando presentí que la respuesta podría ser negativa, traté de preparar al sultán para este rechazo y le expliqué que nadie antes que él había osado formular tal petición, que eso no era conforme a las tradiciones y que la gente iba a sorprenderse. Jamás me atreveré a repetir lo que me respondió.

– ¡Habla, no temas nada!

– Que el Príncipe de los Creyentes me dispense, esas palabras no podrán traspasar mis labios jamás.


El califa se impacientaba.

– ¡Habla, te lo ordeno, no me ocultes nada!

– El sultán comenzó por insultarme, acusándome de declararme a favor del Príncipe de los Creyentes contra él… Me amenazó con cargarme de cadenas…


El visir balbuceaba a propósito.

– Ve derecho al grano, habla, ¿qué dijo Togrul?

– El sultán gritó: «¡Extraño clan el de esos abasíes! Sus antepasados conquistaron la mejor mitad de la tierra, construyeron las ciudades más florecientes y ¡míralos hoy! Les arrebato su imperio y se conforman; les quito su capital y se felicitan; me cubren de regalos y el Príncipe de los Creyentes me dice: "Te doy todos los países que Dios me ha dado, pongo en tus manos a todos los creyentes cuyo destino me ha confiado.” Me suplica que ponga bajo el ala de mi protección a su palacio, su persona y su harén, pero si le pido a su hija se rebela y quiere defender su honor. ¡Los muslos de una virgen! ¿Es ése el único territorio por el que aún está dispuesto a luchar?»


Al califa se le cortó la respiración, no le salían las palabras y el visir aprovechó para concluir el mensaje.

– El sultán añadió: «¡Ve a decirles que tomaré a esa hija como tomé este imperio, como tomé Bagdad!»

VIII

Yahán relata detalladamente y con una culpable delectación los sinsabores matrimoniales de los grandes de este mundo; renunciando a censurarla, Omar se asocia ahora de buen grado a todas sus mímicas. Y cuando, con picardía, ella amenaza con callarse, él le suplica que continúe, ayudándose con caricias, aunque sabe muy bien cómo termina la historia.


Por lo tanto, el Príncipe de los Creyentes se resignó a decir «sí» con la muerte en el alma. En cuanto recibió la respuesta, Togrul emprendió el camino a Bagdad y antes incluso de llegar a la ciudad envió a su visir como explorador, impaciente por saber qué disposiciones se habían previsto ya para la boda.


Al llegar al palacio califal el emisario tuvo que oír, en términos muy detallados, que el contrato de matrimonio podía firmarse, pero que la reunión de los dos esposos estaba fuera de toda discusión «visto que lo importante es el honor de la alianza y no el encuentro».


El visir estaba exasperado, pero se dominó:

– Como conozco a Togrul Beg -explicó-, puedo aseguraros, sin ningún riesgo de equivocarme, que la importancia que concede al encuentro no es en modo alguno secundaria.


De hecho, para insistir en la vehemencia de su deseo, el sultán no dudó en poner sus tropas en estado de alerta, en dividir y controlar Bagdad y en cercar el palacio del califa; este último hubo de rendirse y el «encuentro» tuvo lugar. La princesa se sentó sobre un lecho tapizado de oro, Togrul Beg entró en la habitación, besó el suelo ante ella «y luego la honró», confirman los cronistas, «sin que ella apartara el velo de su rostro, sin que le dijera nada, sin ocuparse de su presencia». Desde entonces él venía a verla todos los días con ricos presentes y todos los días la honraba, pero ella no le dejó ver su rostro ni una sola vez. A la salida, después de cada «encuentro», le esperaban numerosas personas, porque estaba de tan buen humor que concedía todas las peticiones y ofrecía innumerables regalos.


De este matrimonio entre la decadencia y la arrogancia no nació ningún hijo. Togrul murió seis meses después. Notoriamente estéril, había repudiado a sus dos primeras esposas acusándolas del mal que le aquejaba a él. Sin embargo, a lo largo de tantas mujeres, esposas o esclavas, tenía que haberse rendido ante la evidencia: si culpa había, era él el culpable. Había consultado a astrólogos y a curanderos chamanes que le prescribieron que en cada luna llena se tragara el prepucio de un niño recién circunciso. Sin resultado. No tuvo más remedio que resignarse, pero para evitar que esa dolencia redujera su prestigio ante los suyos se había forjado una sólida reputación de amante insaciable, arrastrando tras él para el más corto de los desplazamientos un harén exageradamente abastecido. Sus hazañas eran un tema obligado entre sus allegados y no era raro que sus oficiales, e incluso los visitantes extranjeros, le preguntaran por sus proezas, alabaran su energía nocturna y le pidieran recetas y elixires.


Sayyeda se quedó, pues, viuda. Vacío estaba su lecho de oro, pero no se le ocurrió quejarse por ello. Más grave parecía el vacío de poder; el Imperio acababa de nacer y aunque llevara el nombre del oscuro antepasado Selyuq, su verdadero fundador era Togrul. Su desaparición sin hijos ¿no hundiría en la anarquía al Oriente musulmán? Los hermanos, sobrinos y primos eran una legión. Los turcos no tenían en cuenta el derecho de primogenitura ni la regla de sucesión.


Muy pronto, sin embargo, un hombre consiguió imponerse: Alp Arslan, hijo de Xagri. En algunos meses consiguió tener ascendiente sobre los miembros del clan, exterminando a unos, comprando el vasallaje de otros. Pronto aparecería a los ojos de sus súbditos como un gran soberano, firme y justo. Pero un rumor alimentado por sus rivales iba a perseguirle: mientras que se atribuía al estéril Togrul una desbordante virilidad, Alp Arslan, padre de nueve hijos, tenía, azar de las costumbres y de los rumores, la imagen de un hombre a quien el sexo opuesto atraía poco. Sus enemigos le apodaban «el afeminado» y sus cortesanos evitaban que sus conversaciones se desviaran hacia un tema tan embarazoso. Y fue esa reputación, merecida o no, la que iba a causar su perdición, interrumpiendo prematuramente una carrera que se anunciaba fulgurante.


Eso, Yahán y Omar no lo saben aún. En el momento en que conversan en el pabellón del jardín de Abu Taher, Alp Arslan, a los treinta y ocho años, es el hombre más poderoso de la tierra. Su Imperio se extiende desde Kabul hasta el Mediterráneo, no comparte con nadie su poder, su ejército le es fiel y tiene por visir al hombre de Estado más hábil de su tiempo, Nizam el-Molk. Sobre todo, Alp Arslan acaba de lograr, en el pequeño pueblo de Malazgerd, en Anatolia, una clamorosa victoria sobre el Imperio Bizantino, cuyo ejército fue diezmado a la vez que era capturado el emperador. En todas las mezquitas los predicadores alaban sus hazañas y cuentan cómo, a la hora de la batalla, se revistió con su sudario blanco y se perfumó con las plantas aromáticas de los embalsamadores, cómo trenzó con su propia mano la cola de su caballo, cómo pudo sorprender en las inmediaciones de su campo a los exploradores rusos enviados por los bizantinos, cómo ordenó que les cortaran la nariz, pero también cómo devolvió la libertad al emperador prisionero.


Un gran momento para el Islam, sin duda, pero un motivo de grave preocupación para Samarcanda. Alp Arslan la ha ambicionado siempre e incluso en el pasado intentó apoderarse de ella. Únicamente su conflicto con los bizantinos le obligó a pactar una tregua, sellada por alianzas matrimoniales entre las dos dinastías: Malikxah, el hijo primogénito del sultán, obtuvo la mano de Terken Jatun, la hermana de Nasr, y el kan mismo se casó con la hija de Alp Arslan.


Pero nadie se engaña con esos arreglos. Desde que se enteró de la victoria de su suegro sobre los cristianos, el señor de Samarcanda teme lo peor para su ciudad. No se equivoca; los acontecimientos se precipitan.


Doscientos mil jinetes selyuquíes se disponen a cruzar «el río», aquel que en ese momento llaman el Yayhún, que los antiguos llamaban el Oxus y que se convertiría en el Amu-Daria. Se necesitarán veinte días para que el último soldado lo cruce por el bamboleante puente de barcas amarradas.


En Samarcanda, la sala del trono está casi siempre llena, aunque silenciosa como la casa de un difunto. El mismo kan parece apaciguado por la adversidad; ni cólera ni gritos, y eso a los cortesanos les abruma. Su soberbia les daba seguridad, aunque fueran sus víctimas. Su calma les preocupa, lo sienten resignado, lo juzgan vencido y piensan en su salvación. ¿Huir?, ¿traicionar ya?, ¿esperar aún?, ¿rezar?


Dos veces al día el kan se levanta, seguido en cortejo por sus allegados, e inspecciona un lienzo de muralla, aclamado por los soldados y el populacho. Durante una de esas rondas, unos jóvenes ciudadanos tratan de acercarse al monarca. Mantenidos a distancia por los guardias, gritan que están dispuestos a luchar junto a los soldados, a morir por defender la ciudad, al kan y la dinastía. En vez de alegrarse por su iniciativa, el soberano se irrita, interrumpe su visita y vuelve sobre sus pasos, ordenando a los soldados que los dispersen sin consideraciones.


De regreso al palacio, sermonea a sus oficiales:

– Cuando mi abuelo, Dios guarde en nosotros el recuerdo de su sabiduría, quiso apoderarse de la ciudad de Balj, los habitantes tomaron las armas en ausencia de su soberano y mataron a un gran número de nuestros soldados, obligando a nuestro ejército a retirarse. Mi abuelo escribió entonces una carta de reproche a Mahmud, el señor de Balj: «Estoy de acuerdo con que nuestras tropas se enfrenten, que Dios dé la victoria a quien Él quiera, pero ¿adónde iremos si el vulgo comienza a mezclarse en nuestras disputas?» Mahmud le dio la razón, castigó a sus súbditos, les prohibió llevar armas y les obligó a pagar en oro la destrucción causada por el combate. Lo que es válido para los habitantes de Balj lo es aún más para los de Samarcanda, de naturaleza indómita, y prefiero ir solo, sin armas, ante Alp Arslan, antes que deber mi salvación a los ciudadanos.


Los oficiales son de su misma opinión, prometen reprimir todo celo popular, renuevan su juramento de fidelidad y afirman que lucharán como fieras heridas. No son sólo palabras. Las tropas de Transoxiana no son menos valerosas que las de los selyuquíes. Alp Arslan sólo tiene la ventaja del número y de la edad. No la suya, se entiende, sino la de su dinastía. Pertenece a la segunda generación, animada aún por la ambición fundadora. Nasr es el quinto de su linaje, mucho más interesado por gozar de lo obtenido que por ampliarlo.


A lo largo de esos días de efervescencia, Jayyám quiere permanecer alejado de la ciudad. Desde luego no puede abstenerse de hacer de vez en cuando una breve aparición en la corte o en casa del cadí sin que parezca que los abandona en un momento de adversidad. Pero la mayoría de las veces permanece encerrado en su pabellón, ensimismado en sus trabajos o en su libro secreto, cuyas páginas emborrona con empeño, como si la guerra no existiera para él más que por la indiferente prudencia que le inspira.


Sólo Yahán le une a las realidades del drama ambiente. Cada noche le cuenta las noticias del frente y los rumores del palacio, que él escucha sin pasión manifiesta.


Sobre el terreno, el avance de Alp Arslan es lento. Torpeza de una tropa pletórica, dudosa disciplina, enfermedades, ciénagas. Resistencia también, a veces encarnizada. Un hombre en particular le hace la vida imposible al sultán; es el comandante de una fortaleza que no está lejos del río. El ejército podría rodearla y proseguir su camino, pero su retaguardia estaría poco segura, los hostigamientos aumentarían y en caso de dificultad la retirada se revelaría peligrosa. Por lo tanto, hay que acabar con ella; Alp Arslan dio la orden hace diez días y los asaltos se multiplican.


Desde Samarcanda se sigue de cerca la batalla. Cada tres días llega una paloma soltada por los defensores. El mensaje no es nunca una llamada de socorro, no describe el agotamiento de los víveres y de los hombres, sólo habla de las pérdidas del adversario, de los rumores de epidemias extendidas entre los asaltantes. De la noche a la mañana el comandante de la plaza, un tal Yussef, originario de Jwarizín, se convierte en el héroe de Transoxiana.


Sin embargo, llega la hora en que el puñado de defensores es arrollado, los cimientos de la fortaleza son socavados y las murallas escaladas. Yussef lucha hasta el último suspiro antes de que lo hieran, lo capturen y lo conduzcan ante el sultán, que siente curiosidad por ver de cerca la causa de sus problemas. Le presentan a un hombrecillo reseco, hirsuto, polvoriento. Está de pie, con la cabeza erguida, entre dos colosos que le sujetan fuertemente por los brazos. Por su parte, Alp Arslan está sentado, con las piernas cruzadas, sobre un estrado de madera cubierto de almohadones. Los dos hombres se miran con desafío durante un largo rato y luego el vencedor ordena:

– ¡Que claven cuatro estacas en el suelo, que lo aten a ellas y que lo descuarticen!


Yussef mira al otro de arriba abajo con desprecio y grita:

– ¿Ese es el tratamiento que se le inflige al que ha luchado como un hombre?


Alp Arslan no responde y vuelve la cara. El prisionero lo increpa:

– ¡Tú, el Afeminado!


¡Es a ti a quien hablo! El sultán se sobresalta como picado por un escorpión. Coge su arco, que está a su lado, coloca una flecha y antes de tirar ordena a los guardias que suelten al prisionero. No puede tirar sobre un hombre sujeto sin riesgo de herir a sus propios soldados. De todos modos no teme nada, nunca ha errado el blanco.


¿Es el nerviosismo extremo, la precipitación, la dificultad de tirar a una distancia tan corta? Lo cierto es que Yussef no ha sido herido, que el sultán no tiene tiempo de disparar una segunda flecha y que el prisionero se precipita sobre él. Y Alp Arslan, que no puede defenderse si permanece encaramado en su pedestal, intenta bajarse, se engancha los pies con un almohadón, tropieza y cae al suelo. Yussef está ya sobre él, sosteniendo en la mano el cuchillo que guardaba escondido entre sus ropas. Tiene tiempo de atravesarle el costado antes de morir él mismo de un mazazo. Los soldados se encarnizan sobre el cuerpo inerte, despedazado. Pero conserva en sus labios una sonrisa socarrona que la muerte petrifica. Se ha vengado; el sultán apenas le sobrevivirá.


En efecto, Alp Arslan morirá al cabo de cuatro noches de agonía. De agonía lenta y de amarga meditación. Los cronistas de la época recogieron sus palabras: «El otro día pasaba revista a mis tropas desde lo alto de un promontorio cuando sentí la tierra temblar bajo mis pasos y me dije: ¡Soy el amo del mundo! ¿Quién podría compararse conmigo? Por mi arrogancia, por mi vanidad, Dios me ha enviado al más miserable de los humanos, un vencido, un prisionero, un condenado camino del suplicio; se ha revelado más poderoso que yo, me ha herido, me ha derribado de mi trono, me ha quitado la vida.»


Al día siguiente de ese drama, Omar Jayyám habría escrito en su libro:

De vez en cuando, un hombre se yergue en este mundo

despliega su fortuna y proclama: ¡Soy yo!

Su gloria vive el espacio de un sueño agrietado,

ya la muerte se yergue y proclama: ¡Soy yo!

IX

En Samarcanda en fiestas, una mujer se atreve a llorar: esposa del kan que triunfa, es también y sobre todo hija del sultán apuñalado. Ciertamente, su marido ha ido a darle el pésame, ha ordenado que todo el harén lleve luto y ha mandado azotar ante ella a un eunuco que demostraba demasiada alegría. Pero de regreso a su divan no duda en repetir a sus allegados que «Dios ha oído las oraciones de la gente de Samarcanda».


Se puede pensar que en esa época los habitantes de una ciudad no tenían ninguna razón para preferir un soberano turco a otro. Sin embargo, rezaban porque lo que temían era el cambio de amo, con su cortejo de matanzas y sufrimientos y sus inevitables saqueos y depredaciones. Tenía el monarca que superar todo límite, someter a la población a unos impuestos excesivos, a perpetuas vejaciones, para que llegaran a desear que otro los conquistara. No era ése el caso con Nasr. Si no era el mejor de los príncipes, desde luego no era el peor. Se las arreglaban con él e invocaban al Altísimo para que limitara sus excesos.


Por lo tanto, se celebra en Samarcanda el haber evitado la guerra. La inmensa plaza de Ras el-Tak rebosa de gritos y entusiasmo. En cada pared se apoya la mercancía de un vendedor ambulante. En cada farola se improvisa una canción, unos rasgueos de laúd. Mil corros de curiosos se hacen y deshacen en torno a los narradores, los quirománticos, los encantadores de serpientes. En el centro de la plaza, sobre un estrado provisional y bamboleante tiene lugar la tradicional justa de poetas populares que celebran a Samarcanda la incomparable, a Samarcanda la inconquistable. El juicio del público es instantáneo. Unas estrellas suben, otras declinan. Por todas partes arden fogatas. Estamos en diciembre y las noches son ya rigurosas. En el palacio las jarras de vino se vacían, se rompen, el kan tiene el vino alegre, ruidoso, conquistador.


Al día siguiente ordena que recen en la gran mezquita la oración del ausente y luego recibe el pésame por la muerte de su suegro. Los mismos que la víspera habían acudido para felicitarle por su victoria, vuelven con rostro apesadumbrado para expresarle su aflicción. El cadí, que ha recitado algunos versículos de circunstancias e invitado a Omar a hacer lo mismo, cuchichea al oído de este último.

– No te asombres de nada, la realidad tiene dos caras, los hombres también.


Esa misma noche, Nars Kan convoca a Abu Taher y le pide que se una a la delegación encargada de ir a presentar los respetos de Samarcanda al sultán difunto. Omar forma parte del cortejo, verdad es que junto a otras ciento veinte personas.


El lugar de las condolencias es un antiguo campamento del ejército selyuquí, situado justo al norte del río. Miles de tiendas y de barracas se alzan alrededor, verdadera ciudad improvisada donde los dignos representantes de Transoxiana se codean con desconfianza con los guerreros nómadas de largos cabellos trenzados que han venido a renovar el vasallaje de su clan. Malikxah, diecisiete años, coloso con rostro de niño, cubierto con un amplio abrigo de caracul, se pavonea sobre un pedestal, el mismo que vio caer a su padre Alp Arslan. De pie a algunos pasos de él se encuentra el gran visir, el hombre fuerte del Imperio, de cincuenta y cinco años, a quien Malikxah llama «padre», signo de extrema deferencia, y a quien los demás nombran por su titulo, Nizam el-Molk, Orden del Reino. Jamás un apodo ha sido tan merecido. Cada vez que un visitante de importancia se acerca, el joven sultán consulta con la mirada a su visir, que le indica con una imperceptible seña si debe mostrarse amable o reservado, sereno o desconfiado, solícito o ausente.


La delegación de Samarcanda al completo se prosterna a los pies de Malikxah, que se da por enterado con un movimiento de cabeza condescendiente; luego cierto número de notables se separa del grupo para dirigirse hacia Nizam. El visir, impasible, los mira y los escucha sin reaccionar, mientras sus colaboradores se agitan a su alrededor. No hay que imaginárselo como señor vociferante del palacio. Si es omnipresente lo es más bien como el que mueve unas marionetas y con discretos toques imprime a los otros los movimientos que él desea. Sus silencios son proverbiales. No es raro que un visitante pase una hora en su presencia sin intercambiar otras palabras que las fórmulas de saludo y de despedida. Porque no se le visita necesariamente para conversar con él, se le visita para renovar el vasallaje, para disipar sospechas, para evitar el olvido.


Así, doce personas de la delegación de Samarcanda han obtenido el privilegio de estrechar la mano que sujeta el timón del Imperio. Omar va pisándole los talones al cadí, Abu Taher balbucea una fórmula. Nizam mueve la cabeza y retiene su mano en la suya algunos segundos. El cadí se siente honrado. Cuando llega el turno de Omar, el visir se inclina hasta su oído y murmura:

– En este día del próximo año ven a Ispahán. Hablaremos.


Jayyám no está seguro de haber oído bien, siente como una confusión en su mente. El personaje le intimida, el ceremonial le impresiona, la algarabía le marca, los gritos de las plañideras le aturden; ya no se fía de sus sentidos, querría una confirmación, una precisión, pero ya la multitud le empuja, el visir mira hacia otra parte, comienza de nuevo a mover la cabeza en silencio.


Durante el camino de regreso, Jayyám no cesa de rumiar el incidente. ¿Es el único a quien el visir ha susurrado unas palabras? ¿No lo habrá confundido con otro? ¿Y por qué una cita tan lejana en el tiempo y en el espacio?


Se decide a hablar de ello al cadí. Puesto que éste se encontraba justo delante de él, ha podido oír, sentir, incluso adivinar algo. Abu Taher le deja contar la escena antes de reconocer malicioso:

– Me di cuenta de que el visir te cuchicheaba algunas palabras, no las oí, pero puedo asegurarte que no te confundió con otro. ¿Viste todos esos colaboradores que le rodeaban? Tienen por misión informarse de la composición de cada delegación, de soplarle el nombre y la calidad de aquellos que van hacia él. Me preguntaron tu nombre, se aseguraron de que eras realmente el Jayyám de Nisapur, el sabio, el astrólogo, no hubo ninguna confusión sobre su identidad. Por otra parte, con Nizam el-Molk no hay nunca otra confusión que la que él juzga oportuno crear.


El camino es llano, pedregoso. A la derecha, muy lejos, una línea de altas montañas, las estribaciones de Pamir. Jayyám y Abu Taher cabalgan uno al lado del otro, sus monturas se rozan sin cesar.

– ¿Y qué puede querer de mí?

– Para saberlo tendrás que esperar un año. Hasta entonces te aconsejo que no te pierdas en conjeturas, la espera es demasiado larga, te agotarías. ¡Y sobre todo no se lo cuentes a nadie!

– ¿Tengo la costumbre de ser indiscreto?

El tono es de reproche. El cadí no se altera:

– Quiero ser claro. ¡No se lo cuentes a esa mujer!

Omar hubiera debido figurárselo; las visitas de Yahán no podían repetirse tanto sin que nadie lo notara. Abu Taher prosigue:

– Desde vuestro primer encuentro, los guardias vinieron a advertirme. Inventé una historia complicada para justificar sus visitas, ordené que no se la viera pasar y prohibí que fueran a despertarte por las mañanas. No lo dudes ni un momento, ese pabellón es tu casa, quiero que lo sepas hoy y mañana, pero tengo que hablarte de esa mujer.


Omar se siente molesto. No le gusta nada la manera que tiene su amigo de decir «esa mujer» y no tiene ningún deseo de discutir sus amores. Aunque calle ante su compañero de más edad, su rostro se cierra ostensiblemente.

– Sé que mis palabras te disgustan, pero te diré hasta el final lo que tengo que decirte, y si nuestra amistad demasiado reciente no me da ese derecho, mi edad y mi función lo justifican. Cuando viste a esa mujer por primera vez en el palacio la miraste con deseo. Es joven y bella, su poesía te gustó y su audacia hizo que te ardiese la sangre. Sin embargo, frente al oro vuestras actitudes fueron diferentes. Ella se atiborró de lo que a ti te repugnaba. Ella actuó como una poetisa de la corte, tú como un hombre sabio. ¿Hablaste con ella de esto después?


La respuesta es no y, aunque Omar no ha dicho nada, Abu Taher la ha oído perfectamente. Prosigue:

– Con frecuencia, al principio de una relación se evitan los temas delicados, se teme destruir ese frágil edificio que se acaba de elevar con mil precauciones, pero para mí lo que te separa de esa mujer es grave, esencial. No miráis la vida de la misma manera.

– Es una mujer y además es viuda. Se esfuerza por subsistir sin depender de un amo, no puedo por menos de admirar su valor. ¿Y cómo reprocharle coger el oro que sus versos merecen?

– Lo comprendo -dice el cadí, satisfecho de haber conseguido arrastrar a su amigo a esa discusión-. Pero ¿admites al menos que esa mujer sería incapaz de llevar otra vida que la de la corte?

– ¿Quizá?

– ¿Admites que para ti la vida de la corte es odiosa, insoportable y que no vivirías así ni un instante más de lo necesario?


Se produce un silencio embarazoso. Abu Taher termina por declarar preciso, firme:

– Te he dicho lo que debías oír de un verdadero amigo. Desde ahora no tocaré más este tema, a menos que seas tú el primero en hacerlo.

X

Cuando llegan a Samarcanda están agotados por el frío, el traqueteo de sus cabalgaduras y el malestar que se ha instalado entre ellos. Inmediatamente Omar se retira a su pabellón sin detenerse a cenar. Durante el viaje ha compuesto tres cuartetas que se pone a recitar en alta voz diez veces, veinte veces, sustituyendo una palabra, modificando un giro, antes de consignarlas en el secreto de su manuscrito.


Yahán llega de improviso antes que de costumbre y se desliza por la puerta entreabierta desprendiéndose sin ruido de su chal de lana. Avanza de puntillas por detrás. Omar está ensimismado y ella le rodea súbitamente el cuello con sus brazos. Pega su rostro al suyo y deja que caigan sobre sus ojos sus cabellos perfumados.


Jayyám debería sentirse colmado. ¿Puede un amante esperar más tierna agresión? ¿No debería, a su vez, pasado el instante de sorpresa, rodear con sus brazos la cintura de su amada, abrazarla, estrechar contra su cuerpo todo el sufrimiento de la separación, todo el calor del encuentro? Pero Omar se siente perturbado por esa intrusión. Su libro está aún abierto ante él, hubiera querido esconderlo. Su primer reflejo es de soltarse y aunque se arrepiente inmediatamente, aunque su vacilación sólo ha durado un instante, Yahán, que ha notado esa duda y esa forma de frialdad, no tarda en comprender la razón. Mira el libro con desconfianza, como si se tratara de una rival.

– ¡Perdóname! Estaba tan impaciente por verte que no pensé que mi llegada podría molestarte.


Un pesado silencio los separa, pero Jayyám se apresura a romperlo.

– Es este libro ¿sabes? Es verdad que no había previsto enseñártelo. Siempre lo he ocultado en tu presencia, pero la persona que me lo regaló me hizo prometer que lo conservaría secreto.


Se lo tiende. Ella lo hojea algunos instantes aparentando la mayor indiferencia a la vista de esas escasas páginas emborronadas, diseminadas entre las decenas de páginas en blanco. Se lo devuelve con una expresiva mueca.

– ¿Por qué me lo enseñas? Yo no te he pedido nada. Por otra parte, nunca aprendí a leer; todo lo que sé lo aprendí escuchando a los demás.


Omar no puede sorprenderse. En esa época no era raro que un poeta de calidad fuera analfabeto, lo mismo, por supuesto, que casi la totalidad de las mujeres.

– ¿Y qué hay tan secreto en ese libro? ¿Fórmulas de alquimia?

– Son poemas que a veces escribo.

– ¿Poemas prohibidos y heréticos? ¿Subversivos?


Le mira con recelo, pero Omar se defiende riéndose:

– No, ¿qué te estás imaginando? ¿Tengo acaso alma acaso de conspirador? Sólo son ruba'iyyat sobre el vino, sobre la belleza de la vida y su vanidad.

– ¿Tú, ruba'iyyat?


Se le escapa un grito de incredulidad, casi de desprecio. Las ruba'iyyat pertenecen a un género menor, ligero e incluso vulgar, apenas digno de los poetas de los barrios bajos. Que un erudito como Omar Jayyám se permita componer de vez en cuando cuartetas, puede considerarse una diversión, un pecadillo, eventualmente una coquetería; pero que se tome la molestia de consignar sus versos lo más seriamente del mundo en un libro rodeado de misterio, resulta sorprendente e inquietante para una poetisa sometida a las normas de la elocuencia. Omar parece avergonzado; Yahán está intrigada.

– ¿Podrías leerme algunos versos?


Jayyám no quiere comprometerse más.

– Podré leértelos todos un día, cuando los juzgue dignos de ser leídos.


Ella no insiste, renuncia a seguir interrogándole, pero le lanza sin acentuar demasiado la ironía:

– Cuando hayas completado ese libro, evita ofrecérselo a Nasr Kan; no tiene mucha consideración para los autores de ruba'iyvat. No te volvería a invitar jamás a sentarte junto a él en el trono.

– No tengo intención de ofrecer ese libro a nadie, ni espero sacar ningún provecho de él; no tengo las ambiciones de un poeta de la corte.


Ella lo ha herido, él la ha herido. En el silencio que los envuelve, ambos se preguntan si no habrán ido demasiado lejos, si no será tiempo de rectificar para salvar lo que pueda aún salvarse. En ese instante no es por Yahán por quien Jayyám siente rencor, sino por el cadí. Se arrepiente de haberle dejado hablar y se pregunta si sus palabras no han turbado irremediablemente la mirada que dirige a su amante. Hasta ese momento si vivían en el candor y la despreocupación, con el deseo común de no evocar jamás lo que podría separarles. ¿Me ha abierto el cadí los ojos a la verdad o solamente ha velado mi felicidad?, piensa Jayyám.

– Has cambiado, Omar; no sabría decir en qué, pero hay en tu forma de mirarme y de hablarme un tono que no podría definir. Como si sospecharas que he cometido una mala acción, como si me guardaras rencor por alguna razón. No te comprendo, pero de pronto me siento profundamente triste.


El trata de atraerla hacia sí, pero ella se separa vivamente.

– ¡No es así como puedes tranquilizarme! Nuestros cuerpos pueden prolongar nuestras palabras, pero no pueden sustituirlas ni desmentirlas. ¡Dime qué pasa!

– ¡Yahán! ¡Si decidiéramos no hablar de nada hasta mañana…!

– Mañana ya no estaré aquí. El kan abandona Samarcanda al amanecer.

– ¿A dónde va?

– A Kix, a Bujara, a Termez, no sé. Toda la corte le seguirá y yo con ella.

– ¿No podrías quedarte en Samarcanda en casa de tu prima?

– ¡Si sólo se tratara de buscar excusas! Tengo mi sitio en la corte. Para ganarlo tuve que luchar como diez hombres. No lo abandonaré hoy para retozar en el pabellón del jardín de Abu Taher.


Entonces, sin reflexionar verdaderamente, Omar dice:

– No se trata de retozar. ¿No querrías compartir mi vida?

– ¿Compartir tu vida? ¡No hay nada que compartir!


Lo ha dicho sin ninguna acritud. Era sólo una comprobación, por otra parte no desprovista de ternura. Pero al ver el rostro horrorizado de Omar, le suplica que la perdone y solloza.

– Sabía que esta noche lloraría, pero no con estas lágrimas amargas; sabía que íbamos a separarnos por mucho tiempo, quizá para siempre, pero no con estas palabras ni con estas miradas. No quiero llevarme del más bello amor que he vivido el recuerdo de estos ojos de un extraño. ¡Mírame, Omar, una última vez! Recuerda, soy tu amante, tú me has amado, yo te he amado. ¿Me reconoces aún?


Jayyám la rodea con un abrazo lleno de ternura. Suspira.

– Si al menos tuviéramos la oportunidad de explicarnos, sé que esta estúpida disputa se desvanecería, pero el tiempo nos acosa, nos conmina a jugarnos nuestro porvenir en estos minutos llenos de confusión.


A su vez, siente sobre su rostro la huida de una lágrima. Una lágrima que desearía ocultar, pero Yahán lo abraza salvajemente pegando su rostro al suyo.

– Puedes ocultarme tus escritos, no tus lágrimas. Quiero verlas, tocarlas, mezclarlas con las mías, quiero conservar sus huellas sobre mis mejillas, quiero conservar su sabor salado sobre mi lengua.


Se diría que intentan desgarrarse, ahogarse, aniquilarse. Sus manos enloquecen, sus ropas se esparcen. Incomparable noche de amor la de dos cuerpos incendiados por lágrimas ardientes. El fuego se propaga, los envuelve, se enrosca a ellos, los embriaga, los abrasa, los fusiona piel contra piel hasta el límite del placer. Sobre la mesa, un reloj de arena fluye gota a gota, el fuego amaina, vacila, se apaga, una sonrisa jadeante permanece rezagada. Durante largo rato se respiran. Omar murmura, a ella o al destino que acaban de desafiar:

– Nuestro enfrentamiento no ha hecho más que empezar.


Yahán lo abraza con los ojos cerrados:

– No me dejes dormir hasta el alba…


Al día siguiente, dos nuevas líneas en el manuscrito. La caligrafía es débil, vacilante y torturada:

¡Qué solo estabas, Jayyám, junto a tu amada!

Ahora que se ha ido, podrás refugiarte en ella.

XI

Qaxan, oasis de casas bajas en la ruta de la seda en el lindero del desierto de Sal. Allí las caravanas se acurrucan y recobran el aliento antes de bordear Karkas Kuh, el siniestro monte de los Buitres, guarida de bandoleros que asolan las inmediaciones de Ispahán.


Qaxan, construida con arcilla y barro. El visitante busca en vano alguna pared vistosa, alguna fachada decorada. Sin embargo, es allí donde se hacen los más prestigiosos vidriados que van a embellecer de verde y oro las mil mezquitas, palacios o medersas desde Samarcanda a Bagdad. En todo el Oriente musulmán, la cerámica se llama simplemente qaxi o qaxani, un poco como la porcelana lleva el nombre de China, tanto en persa como en inglés.


Fuera de la ciudad, un caravasar a la sombra de las palmeras. Una muralla rectangular, unas garitas de vigilancia, un patio exterior para las bestias y las mercancías y un patio interior bordeado de pequeñas habitaciones.


Omar desearía alquilar una, pero el posadero se excusa desolado: no hay ninguna libre para la noche, acaban de llegar unos ricos mercaderes de Ispahán, con hijos y criados. Para verificar sus palabras no hace falta consultar ningún registro. El lugar es un hervidero de empleados gritones y de venerables monturas. A pesar del invierno que empieza, Omar habría dormido bajo las estrellas, pero los escorpiones de Qaxan son apenas menos famosos que su cerámica.

– ¿De verdad no queda ni un rincón para extender mi estera hasta el alba?


El encargado se rasca la cabeza. Está oscuro, no puede negar alojamiento a un musulmán.

– Tengo una pequeña habitación de esquina ocupada por un estudiante. Pídele que te haga un sitio.


Se dirigen hacia allí, la puerta está cerrada. El posadero la entreabre sin llamar, una vela titila, un libro se cierra apresuradamente.

– Este noble viajero partió de Samarcanda hace ya tres largos meses. He pensado que podría compartir tu habitación.


Si el joven se siente contrariado evita manifestarlo y se muestra cortés, aunque no solícito.


Jayyám entra, saluda y declara una prudente identidad:

– Omar de Nisapur.


Un breve pero intenso fulgor de interés en los ojos de su compañero, quien a su vez se presenta:

– Hassan, hijo de Alí Sabbah, nativo de Qom, estudiante en Rayy, en camino hacia Ispahán.


Esta enumeración detallada incomoda a Jayyám. Es una invitación a decir más sobre sí mismo, su actividad, el objeto de su viaje. No comprende la razón y desconfía del procedimiento. Por lo tanto, guarda silencio y sin prisa se sienta apoyándose contra la pared y mira con insistencia a ese hombrecillo de tez oscura, tan endeble y demacrado y de rasgos tan angulosos. Su barba de siete días, su turbante negro apretado y sus ojos desorbitados le desconciertan.


El estudiante le acosa con la sonrisa:

– Cuando uno se llama Omar es imprudente aventurarse en las proximidades de Qaxan.


Jayyám finge la mayor de las sorpresas. Sin embargo, ha comprendido bien la alusión. Su nombre es el del segundo sucesor del Profeta, el califa Omar, odiado por los chiíes, ya que fue un tenaz rival de su padre fundador, Alí. Aunque por ahora la población de Persia es en su gran mayoría sunní, existen ya algunos islotes de chiísmo, principalmente en las ciudades oasis de Qom y de Qaxan, donde se perpetúan extrañas tradiciones. Todos los años se celebra con un carnaval burlesco el aniversario del califa Omar. Con este fin, las mujeres se pintan, preparan golosinas y pistachos tostados y los niños se apostan en las terrazas y vierten trombas de agua sobre los transeúntes gritando alegremente: «¡Dios maldiga a Omar!» Fabrican un muñeco con la efigie del califa llevando en la mano un rosario de cagarrutas ensartadas y lo pasean por algunos barrios cantando: «¡Por ser tu nombre Omar, tienes tu sitio en el infierno, tú, el jefe de los malvados, tú, el infame usurpador!» Los zapateros de Qom y de Qaxan se acostumbraron a escribir «Omar» en las suelas que fabrican, los muleros ponen ese nombre a sus bestias, complaciéndose en pronunciarlo en cada tunda de palos, y los cazadores, cuando no les queda más que una flecha, murmuran al dispararla: «¡Ésta para el corazón de Oman»


Hassan evoca esas prácticas con vagas palabras, evitando entrar crudamente en los detalles, pero Omar lo mira sin simpatía y deja caer en un tono hastiado y definitivo:

– No cambiaré de ruta a causa de mi nombre y no cambiaré mi nombre a causa de mi ruta.


Se produce un largo y frío silencio, los ojos se huyen. Omar se descalza y se tiende para tratar de conciliar el sueño. Es Hassan quien habla de nuevo:

– Quizá te haya ofendido recordándote esas costumbres, pero sólo quería que fueras prudente cuando mencionaras tu nombre en este lugar. No te equivoques sobre mis intenciones. Desde luego durante mi infancia en Qom participé en esas actividades, pero desde la adolescencia las miré con otros ojos y comprendí que semejantes excesos no son dignos de un hombre culto, ni se atienen a las enseñanzas del Profeta. Y para decirlo todo, cuando te extasías, en Samarcanda o en otra parte, ante una mezquita admirablemente recubierta de ladrillos vidriados por los artesanos chiíes de Qaxan y el predicador de esa misma mezquita lanza invectivas e imprecaciones desde lo alto de su púlpito contra «los malditos herejes sectarios de Alí», tampoco eso se atiene a las enseñanzas del Profeta.


Omar se incorpora ligeramente.

– Estas son palabras de un hombre sensato.

– Puedo ser sensato como puedo ser loco. Puedo ser amable o execrable. Pero ¿cómo mostrarse con aquel que viene a compartir tu habitación si ni siquiera se digna presentarse?

– Ha bastado con que te diga mi nombre para que me asaltes con palabras desagradables, ¿qué no me habrías dicho si te hubiera dado a conocer mi identidad completa?

– Quizá no te habría dicho nada de todo eso. Se puede detestar a Omar el califa y no sentir más que estima y admiración por Omar el geómetra, Omar el algebrista, Omar el astrónomo o incluso Omar el filósofo.


Jayyám se incorpora. Hassan triunfa:

– ¿Crees que sólo se identifica a las personas por su nombre? Se las reconoce por su mirada, por su forma de andar, su aspecto y el tono que emplean. Desde que entraste supe que eras un hombre sabio que acostumbra a recibir honores y al mismo tiempo los desprecia, un hombre que llega sin tener que preguntar su camino. Desde que pronunciaste el comienzo de tu nombre lo comprendí: mis oídos sólo conocen a un Omar de Nisapur.

– Si has intentado impresionarme, tengo que admitir que lo has conseguido. ¿Quién eres?

– Te he dicho mi nombre, pero no significa nada para ti. Soy Hassan Sabbah de Qom. No me enorgullezco de nada salvo de haber acabado a los diecisiete años la lectura de todo lo que concierne a las ciencias de la religión, la filosofía, la historia y los astros.

– Nunca se lee todo. ¡Hay tantos conocimientos que se pueden adquirir cada día!

– Ponme a prueba.


Por juego, Omar comienza a formular a su interlocutor algunas preguntas sobre Platón, Euclides, Porfirio, Tolomeo, sobre la medicina de Dioscórides, de Galeno, de Razés y de Avicena, y luego sobre las interpretaciones de la ley coránica. Y siempre llega precisa, rigurosa, irreprochable la respuesta de su compañero. Cuando apunta el alba, ninguno de ellos ha dormido, no han notado el paso del tiempo. Hassan siente un placer real. Omar está subyugado y no tiene más remedio que confesar:

– Jamás he conocido a un hombre que hubiera aprendido tantas cosas. ¿Qué piensas hacer con todos esos conocimientos acumulados?


Hassan lo mira con desconfianza, como si hubieran violado alguna parte secreta de su alma, pero se serena y baja los ojos:

– Quisiera introducirme en el círculo de Nizam el Molk; quizá tenga un trabajo para mí.


Jayyám, está tan hechizado por su compañero que está a punto de revelarle que él mismo se dirige a ver al gran visir. Sin embargo, en el último momento, cambia de opinión. Queda en él un resto de desconfianza que, no por haberse atenuado, ha desaparecido.


Dos días más tarde, al unirse ambos a una caravana de mercaderes, caminan uno al lado del otro, citando profusamente de memoria, en persa o en árabe, las más bellas páginas de los autores que admiran. A veces se entabla una discusión, pero enseguida decae. Cuando Hassan habla de certidumbre alza el tono, proclama «verdades indiscutibles» y conmina a su compañero a admitirlas. Omar permanece escéptico, juzga detenidamente diversas opiniones, rara vez escoge, muestra de buen grado su ignorancia. A sus labios vuelven incansablemente estas palabras: «Qué quieres que te diga, esas cosas están veladas, tú y yo estamos en el mismo lado del velo y cuando caiga ya no estaremos aquí.»


Una semana de camino y llegan a Ispahán.

XII

¡ Esfahán, nesflé Yahán!, dicen hoy, los persas. «¡Ispahán, la mitad del mundo!» La expresión nació mucho después de la época de Jayyám, pero ya en 1074, ¡cuántas palabras para alabar a esa ciudad!: «sus piedras son de galena; sus moscas son abejas; su hierba es azafrán; su aire es tan puro, tan sano que sus graneros no conocen al gorgojo y la carne no se descompone». Verdad es que está situada a cinco mil pies de altitud. Pero en Ispahán existen también sesenta caravasares, doscientos banqueros y cambistas, interminables bazares cubiertos. En sus talleres se hila la seda y el algodón. Sus tapices, sus tejidos, sus cofres se exportan a las más alejadas regiones. Florecen mil variedades de rosas. Su opulencia es proverbial. Esta ciudad, la más poblada del mundo persa, atrae a todos aquellos que buscan el poder, la fortuna o la sabiduría.


Digo «esta ciudad», pero no se trata, propiamente hablando, de una ciudad. Por otra parte, se cuenta aún la historia de un joven viajero de Rayy tan ansioso por ver las maravillas de Ispahán que el último día se separó de su caravana para galopar solo a rienda suelta. Al cabo de algunas horas se encontró al borde del Zayandé Rud, «el río que da la vida», siguió su curso y se encontró ante una muralla de tierra. El poblado le pareció de respetable tamaño, pero mucho más pequeño que su propia ciudad de Rayy. Al llegar a la puerta preguntó a unos guardias.

– Esto es la ciudad de Yay -le respondieron.


Ni siquiera se dignó entrar, la rodeó y prosiguió su ruta hacia el oeste. Su cabalgadura estaba agotada, pero él seguía fustigándola. Pronto se encontró jadeante a las puertas de otra ciudad, más imponente que la primera pero apenas más extensa que Rayy, e interrogó a un anciano que pasaba.

– Esto es Yahudiyé, la Ciudad judía.

– ¿Tantos judíos hay en este país?

– Hay algunos, pero la mayoría de los habitantes son musulmanes como tú y como yo. La llaman Yahudiyé porque dicen que el rey Nabucodonosor instaló aquí a los judíos que había deportado de Jerusalén; otros pretenden que la esposa judía de un sha de Persia había hecho venir a este lugar, antes de la época, a gente de su comunidad. ¡Sólo Dios sabe la verdad!


Nuestro joven viajero dio la vuelta, pues, resignado a proseguir su camino aunque su caballo se desplomara bajo sus piernas, cuando el anciano lo llamó:

– ¿A dónde piensas ir ahora, hijo?

– A Ispahán.


El anciano se echó a reír.

– ¿No te han dicho nunca que Ispahán no existe?

– ¿Córno? ¿No es la más grande, la más hermosa de las ciudades de Persia? ¿No era ya en tiempos remotos la altiva capital de Artabán, rey de los partos? ¿No han alabado sus maravillas en los libros?

– No sé lo que dicen los libros, pero yo nací aquí hace setenta años y sólo los extranjeros me hablan de la ciudad de Ispahán. Yo nunca la he visto.


No exageraba. El nombre de Ispahán designó durante largo tiempo, no a una ciudad, sino a un oasis donde se elevaban dos ciudades muy distintas, separadas una de otra por una hora de camino, Yay y Yahudiyé. Habría que esperar al siglo XVI para que esas ciudades y los pueblos de alrededor se fundieran en una verdadera ciudad. En tiempos de Jayyám no existía aún, pero se había construido una muralla de tres parasangas de largo, o sea, una docena de millas, destinada a proteger el conjunto del oasis.


Omar y Hassan han llegado por la noche, tarde. Han encontrado alojamiento en Yay, en un caravasar cercano a la puerta de Tirah. Allí se tienden y, sin tiempo para intercambiar ni una sola palabra, comienzan a roncar al unísono.


Al día siguiente Jayyám acude a visitar al gran visir. En la Plaza de los Cambistas, viajeros y mercaderes de todos los orígenes, andaluces, griegos o chinos se afanan en torno a los expertos en monedas que, dignamente provistos de su balanza reglamentaria, raspan un dinar de Kirman, de Nisapur o de Sevilla, olisquean un tanka de Delhi, sopesan un dirham de Bujara o tuercen el gesto ante un pobre nomisma de Constantinopla recientemente devaluado.


El pórtico del divan, sede del gobierno y residencia oficial de Nizam el-Molk, no está lejos. Los pifanos de la nawba están encargados de tocar sus trompetas tres veces al día en honor del gran visir. A pesar de esos signos de pompa, todo el mundo puede entrar y hasta las más humildes viudas están autorizadas a aventurarse en el divan, la enorme sala de audiencia, para acercarse al hombre fuerte del Imperio y exponerle lágrimas y quejas. Es ahí solamente donde guardias y chambelanes rodean a Nizam, interrogan a los visitantes y alejan a los importunos.


Omar se detiene en el marco de la puerta. Escruta el recinto, sus paredes desnudas, su alfombra de triple espesor. Con un gesto vacilante saluda a la asistencia, una multitud abigarrada pero en actitud recogida, que rodea al visir, quien en este momento conversa con un oficial turco. Con el rabillo del ojo Nizam descubre al recién llegado; le saluda amistosamente y le indica que se siente. Cinco minutos más tarde se acerca a él, lo besa en las dos mejillas y luego en la frente.

– Te esperaba, sabía que llegarías a tiempo, tengo muchas cosas que decirte.


Entonces lo lleva de la mano a una pequeña habitación contigua donde podrán aislarse. Se sientan uno al lado del otro sobre un enorme almohadón de piel.

– Algunas de mis palabras te van a sorprender, pero espero que después de todo no lamentes haber respondido a mí invitación.

– ¿Alguien ha lamentado jamás el haber cruzado la puerta de Nizam el-Molk?

– Ha sucedido -murmura el visir con una feroz sonrisa-. He elevado a hombres hasta las nubes y he hundido a otros. Cada día dispenso la vida y la muerte; Dios me juzgará según mis intenciones, es Él la fuente de todo poder. Él ha confiado la autoridad suprema al califa árabe, quien la ha cedido al sultán turco, que la ha colocado entre las manos del visir persa, tu servidor. De los otros exijo que respeten esta autoridad; a ti, jawayé Omar, te pido que respetes mi sueño. Sí, sobre esta inmensa comarca que me ha tocado en suerte, sueño con construir el Estado más poderoso, el más próspero, el más estable, el más civilizado del universo. Sueño con un Imperio donde cada provincia, cada ciudad sea administrada por un hombre justo temeroso de Dios, atento a las quejas del más débil de sus súbditos. Sueño con un Estado donde el lobo y el cordero beban juntos, con toda tranquilidad, el agua del mismo arroyo. Pero no me contento con sonar, construyo. Paséate mañana por los barrios de Ispahán, verás a regimientos de trabajadores que cavan y edifican, artesanos que se afanan. Por todas partes surgen hospicios, mezquitas, caravasares, ciudadelas, palacios del gobierno. Pronto cada ciudad importante tendrá una gran escuela que llevará mi nombre: «Medersa Nizamiyya.» La de Bagdad funciona ya; dibujé con mi propia mano el plano del lugar, establecí el programa de estudios, escogí los mejores maestros y concedí una beca a cada estudiante. Este Imperio, como puede ver, es una inmensa obra; se eleva, se desarrolla, prospera, es una época bendita la que el cielo nos concede vivir.


Entra un sirviente de cabellos claros. Se inclina sosteniendo sobre una bandeja de plata cincelada dos copas de jarabe de rosas helado. Omar toma una que despide vaho fresco; moja sus labios decidido a saborearla despacio. Nizam se toma la suya de un trago antes de proseguir:

– ¡Tu presencia en este lugar me agrada y me honra!


Jayyám quiere responder a este asalto de amabilidad. Nizam se lo impide con un gesto:

– No creas que intento halagarte. Soy lo bastante poderoso como para tener que ensalzar solamente al Creador. Pero ya ves, jawayé Omar, por muy extenso que sea un imperio, por muy poblado, por muy opulento que sea, siempre hay penuria de hombres. En apariencia ¡cuántas criaturas, cuántas plazas hormigueantes, cuántas densas multitudes! Y sin embargo, a veces, cuando contemplo mi ejército desplegado, una mezquita a la hora de la oración, un bazar o incluso mi divan, me pregunto: si yo exigiera de estos hombres prudencia, sabiduría, lealtad, integridad, ¿no vería por cada cualidad que enumero dispersarse la masa y luego disolverse y desaparecer? Me siento solo, jawayé Omar, desesperadamente solo. Mi divan está desierto, mi palacio también. Esta ciudad y este Imperio están desiertos. Tengo siempre la impresión de tener que aplaudir con una mano en la espalda. No me contentaría con hacer venir a hombres como tú desde Samarcanda; estaría dispuesto a ir yo mismo a pie hasta Samarcanda para traerlos.


Omar murmura un «¡No lo quiera Dios!» confuso, pero el visir no se detiene.

– Estos son mis sueños y mis preocupaciones. Podría hablarte de ellos durante días y noches, pero quisiera oírte. Tengo prisa por saber si este sueño te conmueve de alguna manera, si estás dispuesto a ocupar a mi lado el sitio que te corresponde.

– ¡Tus proyectos me exaltan y tu confianza me honra!

– ¿Qué exiges por colaborar conmigo? Dilo sin disimulos, como yo mismo te he hablado. Todo lo que desees lo obtendrás. No te muestres timorato, ¡no dejes pasar mi momento de loca prodigalidad!


Se ríe. Jayyám, consigue esbozar una pálida sonrisa en medio de su gran confusión.

– No deseo otra cosa que continuar mis modestos trabajos sin pasar necesidades. Tener lo suficiente para beber, comer, alojarme y vestirme. Mi codicia no va más allá.

– Para vivir te ofrezco una de las más hermosas casas de Ispahán. Yo mismo residí allí durante la construcción de este palacio. Será tuya con sus jardines, huertos, tapices, sirvientes y sirvientas. Para tus gastos te asigno una pensión de diez mil dinares sultaníes; mientras yo viva se te abonará al comienzo de cada año. ¿Es suficiente?

– Es más de lo que necesito, no sabría qué hacer con semejante suma.


Jayyám es sincero, pero Nizam se muestra irritado.

– ¡Cuando hayas comprado todos los libros, llenado todas las jarras de vino y cubierto de joyas a todas tus amantes, distribuirás limosnas entre los menesterosos, financiarás la caravana de La Meca y construirás una mezquita con tu nombre!


Al comprender que su indiferencia y la modestia de sus exigencias han disgustado a su anfitrión, Omar se envalentona:

– Siempre he querido construir un observatorio con un gran sextante de piedra, un astrolabio y diversos instrumentos. Desearía medir la duración exacta del año solar.

– ¡Concedido! Desde la semana próxima asignaré fondos a ese fin, elegirás el emplazamiento y tu observatorio se alzará dentro de pocos meses. Pero dime ¿no hay nada más que pudiera agradarte?

– Por Dios que ya no quiero nada más; tu generosidad me colma y me abruma.

– Entonces, quizá pueda yo a mi vez formular una petición.

– ¡Después de lo que acabas de concederme, me sentiré feliz de demostrarte una ínfima parte de mi inmensa gratitud!


Nizam no se hace de rogar.

– Sé que eres discreto, poco inclinado a la palabra, prudente, justo, equitativo, capaz de discernir lo verdadero de lo falso en cualquier caso y digno de toda confianza. Querría poner entre tus manos el cargo más delicado de todos.


Omar espera lo peor y es efectivamente lo peor lo que le espera.

– Te nombro Sahib-Jabar.

– ¿Sahib-Jabar, yo? ¿Jefe de los espías?

– Jefe de información del Imperio. No te apresures a responder; no se trata de espiar a las buenas personas, de introducirse en las casas de los creyentes, sino de velar por la tranquilidad de todos. En un Estado, el soberano debe conocer la menor exacción, la menor injusticia y reprimirla de manera ejemplar, sea quien fuere el culpable. ¿Cómo saber si ese cadí o ese gobernador de provincia se aprovecha de su función para enriquecerse a expensas de los humildes? ¡Por nuestros espías, puesto que las víctimas no siempre se atreven a quejarse!

– ¡Si es que esos espías no se dejan comprar por los cadíes, los gobernantes o los emires! ¡Si no se convierten en sus cómplices!

– Tu cometido, el cometido del Sabih-jabar es, precisamente, encontrar hombres incorruptibles para encargarlos de esas misiones.

– Si esos hombres incorruptibles existen, ¿no sería más sencillo nombrarlos a ellos gobernadores o cadíes?


Observación ingenua, pero que para los oídos de Nizam parece una burla. Se impacienta y se levanta:

– No deseo argumentar. Ya te he dicho lo que te ofrezco y lo que espero de ti. Vete, reflexiona sobre mi proposición, sopesa con calma los pros y los contras y vuelve mañana con una respuesta.

XIII

Reflexionar, sopesar, evaluar, Jayyám se siente incapaz de ello ese día. Al salir del divan se interna en la callejuela más estrecha del bazar, serpentea a través de hombres y animales, avanza bajo las bóvedas de estuco, entre los montículos de especias. A cada paso la callejuela es un poco más oscura, la gente parece moverse cada vez más despacio, vociferar en murmullos; comerciantes y parroquianos son como actores disfrazados, bailarines sonámbulos. Omar va a ciegas, tan pronto hacia la izquierda como hacia la derecha, tiene miedo de caerse, de desmayarse. Súbitamente desemboca en una placita inundada de luz, verdadero calvero en la jungla. La crudeza del sol lo azota, se yergue y respira. ¿Qué le ocurre? Le han propuesto el paraíso encadenado al infierno. ¿Cómo decir sí? ¿Cómo decir no? ¿Con qué rostro volverá a presentarse ante el gran visir? ¿Con qué rostro abandona la ciudad?


A su derecha, la puerta de una taberna está entreabierta; la empuja, desciende algunos escalones enarenados y va a parar a una sala de techo bajo, mal iluminada. El suelo es de tierra húmeda, los bancos inestables, las mesas descoloridas. Pide un vino seco de Qom. Se lo traen en una jarra desportillada. Lo sorbe despacio, con los ojos cerrados.


Pasa el tiempo bendito de mi juventud,

para olvidar me escancio vino.

¿Es amargo? Es así como me agrada.

Esta amargura es el sabor de mi vida.


Pero de pronto surge una idea. Sin duda necesitaba bajar hasta el fondo de esa sórdida taberna para encontrarla; le esperaba ahí, en esa mesa, al tercer trago de la cuarta copa. Paga la cuenta, deja una generosa propina y sale de nuevo a la superficie. La noche ha caído, la plaza está ya desierta, cada callejuela del bazar está cerrada por un pesado portón protector. Omar tiene que dar un rodeo para llegar a su caravasar.


Cuando entra de puntillas en su habitación, Hassan duerme ya, su rostro es serio y torturado. Omar lo mira durante largo rato. Mil preguntas recorren su mente, pero las aparta sin intentar responderlas. Su decisión está tomada irrevocablemente.


Una leyenda corre por los libros. Habla de tres amigos, tres persas que marcaron, cada uno a su manera, los comienzos de nuestro milenio: Omar Jayyám que observó el mundo, Nizam el-MoIk que lo gobernó y Hassan Sabbah que lo aterrorizó. Dicen que los tres estudiaron juntos en Nisapur, lo que no puede ser verdad porque Nizam tenía treinta años más que Omar y Hassan hizo sus estudios en Rayy, quizá un poco también en su ciudad natal de Qom, pero desde luego no en Nisapur.


¿Está la verdad en el Manuscrito de Samarcanda? La crónica escrita en los márgenes afirma que los tres hombres se encontraron por primera vez en Ispahán, en el divan del gran visir, por iniciativa de Jayyám, ciego aprendiz del destino.


Nizam se había aislado en la salita del palacio rodeado de algunos papeles. Desde el momento en que vio el rostro de Omar en el marco de la puerta, comprendíó que la respuesta sería negativa.

– Así pues, mis proyectos te dejan indiferente.


Jayyám contesta, contrito pero firme:

– Tus sueños son grandiosos y deseo que se realicen, pero mi contribución no puede ser la que me has propuesto. Entre los secretos y aquellos que los desvelan, estoy del lado de los secretos. La primera vez que un agente venga a contarme una conversación, le impondré silencio declarándole que esos asuntos no nos conciernen ni a él ni a mí y le prohibiré entrar en mi casa. Mi curiosidad por la gente y las cosas se expresa de otra manera.

– Respeto tu decisión; no creo inútil para el Imperio que unos hombres se consagren totalmente a la ciencia. Por supuesto, todo lo que te he prometido, el oro anual, la casa, el observatorio, te son debidos, nunca quito lo que he dado por propia voluntad… Hubiera querido asociarte más íntimamente a mi acción, pero me consuelo diciéndome que los cronistas escribirán para la posteridad: En el tiempo de Nízam el-Molk vivió Omar Jayyám. Se le honraba, estaba protegido de las inclemencias y podía decir no al gran visir sin arriesgarse a la desgracia.

– No sé si podré algún día manifestar toda la gratitud que merece tu magnanimidad.


Omar se interrumpe y duda antes de continuar:

– Quizá pueda hacer olvidar mí negativa presentándote a un hombre que acabo de conocer. Tiene una gran inteligencia, su sabiduría es inmensa y su habilidad desarma. Me parece totalmente indicado para la función de Sabih-jabar y estoy seguro de que tu proposición le encantará. Me ha confesado que había venido de Rayy a Ispahán con el firme propósito de que lo contrataras para trabajar a tu lado.

– Un ambicioso -murmura Nizam entre dientes-. Ese es mi destino. Cuando encuentro un hombre digno de confianza, le falta ambición y desconfía de las cosas del poder; y cuando un hombre me parece dispuesto a saltar sobre la primera función que le ofrezco, su celo me inquieta.


Parece cansado y resignado.

– ¿Por qué nombre se conoce a ese hombre?

– Hassan, hijo de Alí Sabbah. Sin embargo, tengo la obligación de prevenirte: ha nacido en Qom.

– ¿Un chií imaní? Eso no me molesta, aunque yo sea hostil a todas las herejías y a todas las desviaciones. Algunos de mis mejores colaboradores pertenecen a la secta de Alí, mis mejores soldados son armenios, mis tesoreros son judíos y no les niego por ello mi confianza y mi protección. Los únicos de los que desconfío son los ismaelíes. ¡Supongo que tu amigo no pertenecerá a esa secta!

– Lo ignoro. Pero Hassan me ha acompañado hasta aquí y espera afuera. Con tu permiso voy a llamarle y podrás interrogarle.


Omar desaparece algunos segundos y vuelve acompañado de su amigo, que no parece en modo alguno intimidado. Sin embargo, Jayyám adivina, bajo la barba, dos músculos que se tensan y tiemblan.

– Te presento a Hassan Sabbah. Nunca han cabido tantos conocimientos en un turbante tan apretado.


Nizam sonríe.

– ¡Así que estoy doctamente rodeado! ¿No dicen que el príncipe que frecuenta a los sabios es el mejor de los príncipes?


Es Hassan quien contesta:

– También dicen que el sabio que frecuenta a los príncipes es el peor de los sabios.


Una gran carcajada franca pero breve, les une. Ya Nizam frunce las cejas; desea dejar de lado lo más rápidamente posible el inevitable proverbio que introduce cualquier palabreo persa para exponer a Hassan lo que espera de él. Ahora bien, curiosamente, desde las primeras palabras se reconocen cómplices y Omar no tiene más que eclipsarse.


De este modo Hassan Sabbah se convierte muy pronto en el indispensable colaborador del gran visir. Consigue establecer una tupida red de agentes, falsos mercaderes, falsos derviches, falsos peregrinos que recorren el Imperio selyuquí, con lo que ningún palacio, ninguna casa, ni lo más profundo de cualquier bazar están fuera del alcance de sus oídos. Conspiraciones, rumores, maledicencias, de todo se informa, todo sale a la luz y se desbarata de una manera discreta o ejemplar.


En los primeros tiempos Nizam está plenamente satisfecho, la temible máquina está en sus manos. Se siente orgulloso ante el sultán Malikxah, que se muestra reticente. ¿No le había recomendado su padre, Alp Arslan, que se opusiera a esa forma de política? «Cuando hayas colocado espías en todas partes» le había prevenido, «tus verdaderos amigos no desconfiarán de ellos, puesto que se saben fieles, mientras que los traidores estarán sobre aviso. Querrán sobornar a los informadores. Poco a poco empezarás a recibir informes desfavorables para tus verdaderos amigos y favorables para tus enemigos. Ahora bien, las palabras, buenas o malas, son como flechas; cuando se disparan varias siempre hay alguna que alcanza el blanco. Entonces tu corazón se cerrará a tus amigos, los traidores ocuparán su sitio a tu lado y ¿qué quedará de tu poder?


Habrá que esperar a que una envenenadora sea desenmascarada en su propio harén para que el sultán deje de dudar de la utilidad del jefe de los espías; de la noche a la mañana lo convierte en uno de sus íntimos, pero entonces Nizam se siente celoso de la amistad que se establece entre Hassan y Malikxah. Los dos hombres son jóvenes y bromean juntos a expensas del viejo visir, sobre todo los viernes, día del xolen, el banquete tradicional que el sultán ofrece a sus allegados.


La primera parte de la fiesta es muy oficial, muy, comedida. Nizam se sienta a la derecha de Malikxah. Sabios y eruditos los rodean, se entablan discusiones sobre los temas más variados, desde comparar los méritos de las espadas indias o yemeníes hasta diversas lecturas de Aristóteles. El sultán se apasiona un momento por ese género de debates, luego se distrae, su mirada ya no se fija. El visir comprende que es hora de marcharse y los dignos invitados lo siguen. Al instante los músicos y bailarines los reemplazan, los cántaros de vino se balancean y la borrachera, tranquila o enloquecida, según el humor del príncipe, se prolonga hasta la mañana. Entre dos acordes de rabel o de laúd, o al son del pandero, los cantores improvisan sobre su tema favorito: Nizam el-Molk. Incapaz de prescindir de su poderoso visir, el sultán se venga con la risa. Basta ver con qué frenesí aplaude, para adivinar que un día llegará a pegar a su «padre».


Hassan sabe alimentar en el soberano cualquier signo de resentimiento contra su visir. ¿De qué se vanagloria? ¿De su prudencia, de su sabiduría? Hassan, hábilmente, hace alarde tanto de una como de otra. ¿De su capacidad para defender el trono y el Imperio? Hassan ha dado pruebas en poco tiempo de una competencia equivalente. ¿De su fidelidad? ¿Hay algo más sencillo que fingir lealtad? Nunca parece tan verdadera como en las bocas mentirosas.


Más que nada, Hassan sabe cultivar en Malikxali su proverbial avaricia. Le habla constantemente de los gastos del visir, le señala sus nuevos vestidos y los de sus parientes. Nizam ama el poder y la pompa; Hassan sólo ama el poder. En eso sabe ser un asceta de la dominación.


Cuando siente a Malikxah totalmente entregado, preparado para dar la estocada a su eminencia gris, Hassan crea el incidente. La escena tiene lugar en la sala del trono, un sábado. El sultán se ha despertado a mediodía con un molesto dolor de cabeza. Está de un humor insoportable y el hecho de enterarse de que se han distribuido sesenta mil dinares de oro entre los soldados de la guardia armenia del visir le exaspera. Nadie duda de que la información ha llegado por el conducto de Hassan y su organización. Nizam explica pacientemente que para prevenir cualquier veleidad de rebeldía hay que alimentar a las tropas, incluso engordarlas, que para dominar cualquier sublevación se verían obligados a gastar diez veces más. Pero a fuerza de tirar el oro a espuertas, replica Malikxah, terminaremos por no poder pagar la soldada y entonces empezarán las verdaderas rebeliones. Un buen gobierno ¿no debe guardar su oro para los momentos difíciles?


Uno de los doce hijos de Nizam, que asiste a la escena, cree oportuno intervenir:

– En los primeros tiempos del Islam, cuando acusaban al califa Omar de gastar todo el oro acumulado durante las conquistas, éste preguntó a sus detractores: «Ese oro ¿no es la bondad del Altísimo la que nos lo ha prodigado? Si pensáis que Dios es incapaz de prodigar más, no gastéis nada. En cuanto a mí, tengo fe en la infinita generosidad del Creador y no conservaré en mi cofre ni una sola moneda que pueda gastar para el bien de los musulmanes.»


Pero Malikxah no tiene intención de seguir ese ejemplo; abriga una idea de la que Hassan le ha convencido y ordena:

– Exijo que se me presente una relación detallada de todo lo que entra en mi tesoro y de la manera precisa de cómo se gasta. ¿Cuándo podré tenerla?


Nizam parece agobiado.

– Puedo proporcionar esa relación, pero necesitaré tiempo.

– ¿Cuánto tiempo, jawaye?


No ha dicho ata, sino jawayé, apelativo muy respetuoso tan distante en ese contexto que se parece mucho a la desaprobación, preludio de la desgracia.


Desamparado, Nizam explica:

– Hay que enviar un emisario a cada provincia, efectuar largos cálculos. Por la gracia de Dios el Imperio es inmenso y será difícil acabar ese informe en menos de dos años.


Pero Hassan se acerca con aire solemne.

– Yo prometo a nuestro señor que si me proporciona los medios, si ordena que todos los papeles del divan me sean entregados, le presentaré un informe completo de aquí a cuarenta días.


El visir quiere responder, pero ya Malikxah se levanta. Se dirige a grandes zancadas hacia la salida y lanza:

– Muy bien, Hassan se instalará en el divan. Todo el secretariado estará a sus órdenes y nadie entrará sin mi autorización. Y dentro de cuarenta días decidiré.

XIV

Inmediatamente, todo el Imperio se sobresalta, la administración se paraliza, se informa de movimientos de tropas, se habla de guerra civil. Nizam, dicen, ha distribuido armas por ciertos barrios de Ispahán. En el bazar, se esconde la mercancía. Los portones de los principales zocos, principalmente los de los joyeros, se cierran al comienzo de la tarde. En los alrededores del divan la tensión es extrema. El gran visir ha tenido que dejar sus despachos a Hassan, pero su residencia linda con ellos, sólo un jardincillo la separa de lo que se ha convertido en el cuartel general de su rival. Ahora bien, ese jardín se ha transformado en un verdadero acantonamiento donde la guardia personal de Nizam patrulla con nerviosismo, armada hasta los dientes.


Ningún hombre se siente tan contrariado como Omar. Desearía intervenir para calmar los ánimos, encontrar un arreglo entre los dos adversarios. Pero aunque Nizam lo sigue recibiendo, no pierde ni una ocasión de reprocharle «el regalo envenenado» que le hizo. En cuanto a Hassan, vive constantemente encerrado con sus papeles, ocupado en preparar el informe que debe presentar al sultán. Sólo por la noche consiente en tenderse sobre la gran alfombra del divan, rodeado por un puñado de fieles.


Sin embargo, tres días antes de la fecha fatídica, Jayyám quiere intentar una última mediación. Acude ante Hassan e insiste en verle, pero le piden que vuelva una hora más tarde, ya que el sahibjabar está en una reunión con sus tesoreros. Omar decide, pues, dar un pequeño paseo. Acaba de cruzar el pórtico cuando un eunuco del sultán vestido totalmente de rojo se dirige a él:

– ¡Si jawayé Omar se digna seguirme, le esperan!


Después de que el hombre le condujera a través de un laberinto de túneles y escaleras, Jayyám llega a un jardín cuya existencia no sospechaba, donde se pavonean en libertad los pavos reales, los albaricoques florecen y corre una fuente cantarina. Detrás de la fuente hay una puerta baja con incrustaciones de nácar que el eunuco abre invitando a Omar a entrar.


Es una gran habitación con las paredes tapizadas de brocado, en cuyo extremo hay una especie de nicho abovedado protegido por una colgadura que se mueve indicando una presencia. En cuanto Jayyám entra, la puerta se cierra con un ruido amortiguado. Un minuto de espera aún, de perplejidad, y luego se oye una voz de mujer. Omar no la reconoce, aunque cree identificar algún dialecto turco. Pero la voz es baja, la elocución impetuosa, sólo algunas palabras emergen como las rocas de un torrente. El sentido del discurso se le escapa; desearía interrumpirlo, pedirle que hable en persa, en árabe, o si no más despacio, pero no resulta fácil dirigirse a una mujer a través de una colgadura y se resigna a esperar a que acabe. Súbitamente otra voz sucede a la anterior.

– Mi señora Terken Jatún, esposa del sultán, te agradece que hayas venido a esta cita.


Esta vez la lengua es persa y Jayyám reconocería la voz en un bazar a la hora del juicio. Va a gritar, pero su grito se convierte súbitamente en un murmullo alegre y lastimero:

– ¡Yahán! Ésta separa el borde de la colgadura, se levanta el velo y sonríe, pero con un gesto le impide acercarse.

– La sultana -dice-, está preocupada por la lucha que se ha entablado en el seno del divan. El malestar se propaga y se derramará sangre. El sultán mismo está muy afectado, se ha vuelto irritable, sus gritos de cólera resuenan en el harén. Esta situación no puede prolongarse. La sultana sabe que estás haciendo lo imposible por reconciliar a los dos protagonistas, desea que lo consigas, pero eso le parece lejano.


Jayyám asiente con un movimiento de cabeza resignado. Yahán prosigue:

– Terken Jatún estima que, al punto al que han llegado las cosas, sería preferible alejar a los dos adversarios y confiar el visirato a un hombre de bien, capaz de calmar los ánimos. A su esposo nuestro señor no le convienen, según ella, esos intrigantes que le rodean; sólo necesita un hombre prudente, desprovisto de bajas ambiciones, un hombre de buen juicio y excelente consejo. El sultán te tiene en alta estima y ella querría sugerirle que te nombre gran visir. Tu nombramiento aliviaría a toda la corte. Sin embargo, antes de exponer semejante sugestión quiere asegurarse de tu aprobación.


Omar tarda en comprender lo que se le pide, pero luego exclama:

– ¡Por Dios, Yahán! ¿Buscas mi perdición? ¿Me ves mandando los ejércitos del Imperio, decapitando a un emir, reprimiendo una rebelión de esclavos? ¡Déjame con mis estrellas!

– Escucha, Omar. Sé que no deseas dirigir los asuntos, tu cometido será, simplemente, estar ahí. ¡Otros tomarán las decisiones y las ejecutarán!

– Dicho de otro modo, tú serás el verdadero visir y tu señora el verdadero sultán. Es eso lo que buscas, ¿no?

– ¿Y en qué te molestaría? Tendrías los honores sin tener las preocupaciones. ¿Qué mejor cosa podrías desear?


Terken Jatún interviene para matizar las palabras. Yahán traduce:

– Mi señora dice: el hecho de que hombres como tú se aparten de la política es la causa de que estemos tan mal gobernados. Ella estima que tú tienes todas las cualidades necesarias para ser un excelente visir.

– Dile que las cualidades que se necesitan para gobernar no son las que se necesitan para acceder al poder. Para dirigir bien los asuntos hay que olvidarse de uno mismo, no interesarse más que por los demás, sobre todo por los más desgraciados; para llegar al poder hay que ser el más ambicioso de los hombres, no pensar más que en uno mismo, estar dispuesto a aplastar a los amigos más íntimos, ¡y yo no aplastaré a nadie!


Por el momento, los proyectos de las dos mujeres no pasarán de ahí. Omar se negará a doblegarse a sus exigencias. Por otra parte, no habría servido de nada ya que el enfrentamiento entre Nizam y Hassan se había vuelto ineluctable.


Ese día la sala de audiencia es una arena en calma; las quince personas que allí se encuentran se contentan con observar en silencio. El mismo Malikxah, de ordinario tan exuberante, conversa a media voz con su chambelán, retorciéndose, es su manía, la punta del bigote. De vez en cuando lanza una mirada furtiva hacia los dos gladiadores. Hassan está de pie, vestido negro arrugado, turbante negro, barba más larga que de costumbre, rostro demacrado, ojos ardientes dispuestos a cruzarse con los de Nizam, pero rojos por el cansancio y la vigilia. Detrás de él un secretario sostiene un fajo de papeles sujetos con una ancha banda de cordobán.


Privilegio de los años, el gran visir está sentado, incluso desplomado. Su vestido es gris, su barba cana, su frente apergaminada; sólo su mirada parece joven y alerta, incluso chispeante. Dos de sus hijos lo acompañan, lanzando a su alrededor miradas de odio o de reto.


Muy cerca del sultán está Omar, tan sombrío como abrumado. Formula en su mente palabras conciliadoras que sin duda no tendrá jamás la ocasión de pronunciar.

– Nos prometieron para hoy un informe detallado sobre el estado de nuestro tesoro, ¿está preparado? -pregunta Mahkxah.


Hassan se inclina.

– He cumplido mi promesa. El informe está aquí.


Se vuelve hacia su secretario, que se le acerca solícito, deshace el nudo del cordón de cuero y le tiende el legajo. Sabbah comienza su lectura. Según la costumbre, las primeras páginas sólo son agradecimientos, piadosos ruegos, citas cultas, páginas elocuentes bien construidas, pero el auditorio espera más. Y llega:

– He podido calcular con precisión -declara-, el beneficio que ha producido al tesoro del sultán la percepción de cada provincia, de cada ciudad importante. Igualmente he evaluado el botín ganado al enemigo y ahora sé de qué manera se ha gastado ese oro…


Carraspea ceremoniosamente, tiende a su secretario la página que acaba de leer y se acerca la siguiente a los ojos. Sus labios se entreabren y luego se cierran. Se produce un silencio. Aparta la hoja, mira la siguiente y la aparta también con un gesto de rabia. El silencio se prolonga.


El sultán se agita, se impacienta.

– ¿Qué pasa? Te escuchamos.

– Señor, no encuentro la continuación. Había arreglado mis papeles por orden, pero la hoja que busco ha debido de caerse, ya la encontraré.


Lastimosamente sigue rebuscando. Nizam aprovecha para intervenir, con un tono que quiere ser magnánimo:

– A todos nos puede suceder perder un papel, no se le puede reprochar a nuestro joven amigo. En lugar de esperar así, propongo pasar a la continuación del informe.

– Tienes razón, ata, continuemos.


Todos han observado que el sultán ha llamado de nuevo a su visir «padre». ¿Es señal de un nuevo período de favor? Mientras Hassan nada en la más lamentable confusión, el visir aprovecha su ventaja:

– Olvidemos esa página perdida. En lugar de hacer esperar al sultán, sugiero que nuestro hermano Hassan nos presente las cifras relativas a algunas ciudades o provincias importantes.


El sultán se apresura a asentir. Nizam prosigue:

– Tomemos, por ejemplo, la ciudad de Nisapur, patria de Omar Jayyám aquí presente. ¿Podríamos saber cuánto ha producido al tesoro esa ciudad y su provincia?

– Enseguida -responde Hassan, que trata de salir airoso de la situación.


Con mano experta busca en el legajo y quiere extraer de él la página treinta y cuatro, donde sabe que ha inscrito todo lo referente a Nisapur. Inútilmente.

– La página no está aquí -dice-, ha desaparecido… me la han robado… han revuelto mis papeles…


Nizam se levanta, se acerca a Malikxah y le cuchichea al oído:

– Si nuestro señor no tiene confianza en sus servidores más competentes, aquellos que saben la dificultad de las cosas y disciernen lo posible de lo imposible, no dejará de verse insultado y engañado así, colgado de los labios de un loco, de un charlatán o de un ignorante.


Malikxah no duda un instante de que acaba de ser la víctima de una genial maquinación. Como cuentan los cronistas, Nizam el-Molk había conseguido sobornar al secretario de Hassan, ordenándole que escamoteara algunas páginas y que cambiara de sitio otras, reduciendo a la nada el paciente trabajo efectuado por su rival. Por más que este último denuncie una conspiración, el tumulto ahoga su voz y el sultán, decepcionado por el engaño, pero más aún por comprobar que su tentativa de sacudirse la tutela del visir ha fracasado, echa toda la culpa a Hassan. Después de ordenar a los guardias que lo prendan, pronuncia acto seguido su sentencia de muerte.


Por primera vez, Omar toma la palabra:

– Que nuestro señor sea clemente. Quizá Hassan Sabbah haya cometido errores, quizá haya pecado por exceso de celo o exceso de entusiasmo y por esos extravíos hay que despedirle, pero no ha sido culpable de ninguna falta grave contra tu persona.

– ¡Entonces que lo dejen ciego! Traed la galena, avivad el fuego.


Hassan permanece mudo y es Omar el que interviene de nuevo. No puede permitir que maten o dejen ciego a un hombre que él mismo ha recomendado.

– Señor, suplica, no inflijas semejante castigo a un hombre joven que sólo podría consolarse de su desgracia con la lectura y la escritura.


Entonces Malikxah dice:

– Por ti, jawayé Omar, el más sabio, el más puro de los hombres, acepto cambiar una vez más mi decisión. Por lo tanto, condeno a Hassan Sabbah al destierro. Se exiliará en una lejana región hasta el fin de su vida. Jamás podrá pisar de nuevo la tierra del Imperio.


Pero el hombre de Qom volverá para ejecutar una venganza ejemplar.

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