Libro tercero. EL FIN DEL MILENIO

¡Levántate, tenemos la eternidad para dormir!

Omar Jayyám


XXV

Hasta esta página he hablado poco de mí mismo, me interesaba exponer lo más fielmente posible lo que el Manuscrito de Samarcanda revela de Jayyám, de aquellos que conoció, de algunos acontecimientos que le tocó vivir. Queda por decir de qué manera esa obra, extraviada en el tiempo de los mogoles, reapareció en el corazón de nuestra época, en el transcurso de qué aventuras pude entrar en posesión de ella, y empecemos por ahí por qué cómica casualidad me enteré de su existencia.


Ya he mencionado mi nombre, Benjamin O. Lesage, A pesar de la consonancia francesa, herencia de un antepasado hugonote emigrado en el siglo de Luis XIV, soy ciudadano americano, natural de Annápolis, ciudad de Maryland, sobre la bahía de Chesapeake, modesto brazo del Atlántico. Sin embargo, mis relaciones con Francia no se limitan a esa lejana ascendencia; mi padre se esforzó por renovarlas. Siempre dio pruebas de una tranquila obsesión por sus orígenes; en su cuaderno de colegial había anotado: «¡Mi árbol genealógico sería, pues, derribado para construir una balsa de fugitivos!», y se había puesto a estudiar francés. Luego, solemne y emocionado, había cruzado el Atlántico en sentido inverso a las agujas del tiempo.


Su año de peregrinación fue demasiado mal o demasiado bien elegido. Salió de Nueva York el 9 de julio de 1870 a bordo del «Scotia», llegó a Cherburgo el 18 y a París el 19 por la noche. La guerra había sido declarada a mediodía.


Retirada, derrota, invasión, hambre, comuna, matanzas, jamás viviría mi padre un año más intenso, su más hermoso recuerdo. ¿Por qué negarlo? Hay un placer perverso en encontrarse en una ciudad sitiada, las barreras caen cuando se alzan las barricadas, hombres y mujeres vuelven a vivir las alegrías del clan primitivo. ¡Cuántas veces en Annápolis, en torno al inevitable pavo de las celebraciones, mi padre y mi madre evocaron con emoción el trozo de trompa de elefante que habían compartido la noche del Año Nuevo parisiense, comprado a cuarenta francos la libra en Roos, la carnicería inglesa del bulevar Haussmann!


Acababan de comprometerse y debían casarse un año más tarde. La guerra habla apadrinado su felicidad. «Desde mi llegada a París», recordaba mi padre, «tomé la costumbre de acudir por la mañana al Café Riche, en el bulevar Des Italiens. Me sentaba en una mesa con un montón de periódicos, Le Temps, Le Gaulois, Le Figaro, La Presse, y leía línea por línea, anotando discretamente en un cuadernillo las palabras que no lograba comprender, como “guëtre” o “moblot”*, para poder interrogar al erudito conserje a mi regreso al hotel.


* Guétre: polaina. Moblot: nombre que se les daba familiarmente a los soldados móviles de la Guardia Nacional. (N. de la T.)


»El tercer día, un hombre con bigote gris vino a sentarse en la mesa de al lado. Llevaba su propio montón de periódicos, que pronto dejó de lado para observarme; tenía una pregunta en la punta de la lengua y sin poder aguantarse me interpeló con voz ronca, sujetando con una mano la empuñadura de su bastón y tamborileando nervioso con la otra sobre el mármol mojado. Quería asegurarse de que ese hombre joven, aparentemente sano, tenía buenas razones para no encontrarse en el frente defendiendo a la patria. El tono era cortés, aunque no receloso y acompañado de miradas oblicuas en dirección al cuadernillo donde me había visto garabatear precipitadamente. No tuve necesidad de argumentar. Mi acento era mi elocuente defensa. El hombre se disculpó abiertamente, me invitó a su mesa, e invocó a La Fayette, Benjamin Franklin, Tocqueville y Pierre L'Enfant antes de explicarme con detalles lo que yo acababa de leer en la prensa, a saber: que esta guerra sólo sería para nuestras tropas un paseo hasta Berlín".»


Mi padre deseaba contradecirle. Aunque no sabía nada de la potencia comparada de los franceses y los prusianos, acababa de participar en la guerra de Secesión y lo habían herido en el asedio de Atlanta. «Yo podía dar testimonio de que ninguna guerra es un paseo», contaba, «pero las naciones son tan olvidadizas, la pólvora tan embriagadora, que me abstuve de polemizar. No era el momento de debates; aquel hombre no me estaba pidiendo mi opinión. De vez en cuando soltaba un “no es verdad” muy poco interrogativo; yo respondía con un movimiento de cabeza comprensivo.


»Era amable. Por lo demás, de ahí en adelante nos volvimos a encontrar cada mañana. Yo seguía sin hablar casi nada y él decía que se alegraba de que un americano pudiera compartir tan infaliblemente sus puntos de vista. Después del cuarto monólogo igualmente entusiasta, ese venerable caballero me invitó a acompañarle a su casa para almorzar; estaba tan seguro de obtener una vez más mi conformidad que llamó a un cochero antes incluso de que yo pudiera formular una respuesta. Tengo que confesar que nunca me arrepentí de ello. Se llamaba Charles-Hubert de Lugay y vivía en un hotel particular en el bulevar Poissonnière. Era viudo, sus dos hijos estaban en el ejército y su hija se convertiría en tu madre.»


Ella tenía dieciocho años y mi padre diez más. Durante largo tiempo se observaron, con un fondo de arengas patrióticas. A partir del 7 de agosto, cuando, después de tres derrotas sucesivas, estaba claro que la guerra estaba perdida y que el territorio nacional estaba amenazado, mi abuelo se hizo más lacónico. Su hija y su futuro yerno se esforzaban en aliviar su melancolía y una complicidad se estableció entre ellos. Desde entonces, una mirada bastaba para decidir quién debía intervenir y con la medicina de qué argumento.


«La primera vez que nos quedamos solos ella y yo en el inmenso salón, se produjo un silencio de muerte. Seguido de una carcajada. Acabábamos de descubrir que después de numerosas comidas en común, jamás nos habíamos dirigido la palabra directamente. Era una risa franca, cómplice, sin barreras, pero que hubiera sido de mal gusto prolongar. Se suponía que yo tenía que decir la primera palabra. Tu madre sostenía un libro apretado contra su pecho y yo le pregunté qué estaba leyendo.»


En ese preciso instante, Omar Jayyám entró en mi vida. Casi debería decir que me trajo al mundo. Mi madre acababa de comprar Les Quatrains de Khéyam, traduits du persan par J. B. Nicolas, ex-premier drogman de l'Ambassade francaise en Perse, publicado en 1867 por la Imprenta Imperial. Mi padre tenía en su equipaje The Rubáiyát of Omar Khayyám de Edward Fitzgerald, edición de 1868.


«Tu madre no pudo ocultar mejor que yo su satisfacción; ambos estábamos seguros de que las líneas de nuestras vidas acababan de unirse y ni por un momento se nos ocurrió pensar que podía tratarse de una trivial coincidencia en nuestras lecturas. Al instante, Omar se nos reveló como una contraseña del destino e ignorarlo hubiera sido casi un sacrilegio. Por supuesto, no dijimos nada de la conmoción que se había producido en nosotros; la conversación giró en torno a los poemas. Ella me contó que Napoleón III en persona había ordenado la publicación de la obra.»


Precisamente en aquel tiempo Europa acababa de descubrir a Omar. A decir verdad, a principios de siglo algunos especialistas habían hablado de él, su álgebra se había publicado en París en 1851 y habían aparecido unos cuantos artículos en revistas especializadas. Pero el público occidental aún no lo conocía, e incluso en Oriente ¿qué quedaba de Jayyám? Un nombre, dos o tres leyendas, unas cuartetas de factura incierta y una nebulosa reputación de astrólogo.


Y cuando en 1859 un oscuro poeta británico, Fitzgerald, decidió publicar la traducción de setenta y cinco cuartetas, el libro, del que se hizo una tirada de doscientos cincuenta ejemplares, fue recibido con indiferencia. El autor regaló algunos a sus amigos y el resto se eternizó en el librero Bernard Quaritch. «Poor old Omar», aparentemente el pobre Omar no interesaba a nadie, escribió Fitzgerald a su profesor de persa. Al cabo de dos años, el editor decidió liquidar las existencias: de un precio inicial de cinco chelines, The Rubaiyat pasó a un penique, sesenta veces menos. Incluso a ese precio se vendíó poco. Hasta el momento en que dos críticos literarios lo descubrieron. Lo leyeron. Se entusiasmaron. Volvieron al día siguiente. Compraron otros seis ejemplares para regalarlos entre sus amigos. Al darse cuenta del interés que se estaba despertando, el editor aumentó el precio, que pasó a ser de dos peniques.


¡Y pensar que en mi último viaje a Inglaterra tuve que pagar, en ese mismo Quaritch, ya lujosamente instalado en Picadilly, cuatrocientas libras esterlinas por un ejemplar que aún conservaba de aquella primera edición!


Pero en Londres el éxito no fue inmediato. Fue necesario recurrir a París, que Nicolás publicara su traducción, que Théophile Gautier lanzara desde las páginas del Moniteur Universel un rotundo «¿Han leído las cuartetas de Jayyám?», proclamando «esa libertad absoluta de espíritu que los más audaces pensadores modernos apenas pueden igualar», que Ernest Renan reconociera: «Jayyám es quizá el hombre que resulta más interesante estudiar para comprender en lo que se ha podido convertir el libre talento de Persia dentro de la opresión del dogmatismo musulmán», para que en el mundo anglosajón Fitzgerald y su «poor old Omar» salieran al fin del anonimato. El despertar fue entonces fulminante. De la noche a la mañana todas las imágenes del Oriente giraron únicamente en tomo al nombre de Jayyám, las traducciones se sucedieron, las ediciones se multiplicaron en Inglaterra y luego en varias ciudades americanas; se formaron sociedades «omarianas».


En 1870, repetimos, la moda Jayyám estaba en sus comienzos, el círculo de admiradores de Omar se ampliaba cada día, pero sin haber pasado aún los límites de la clase intelectual. Esa lectura común había acercado a mi padre y a mi madre y comenzaron a recitar las cuartetas de Omar y a discutir su significado: el vino y la taberna ¿eran en la pluma de Jayyám puros símbolos místicos, como afirmaba Nicolás? ¿O, por el contrario, eran la expresión de una vida de placeres, incluso de desenfreno, como sostenían Fitzgerald y Renan? En sus labios estos debates adquirían un nuevo sabor. Cuando mi padre evocaba a Omar acariciando los cabellos perfumados de su amada, mi madre enrojecía. Y fue entre dos cuartetas de amor cuando intercambiaron su primer beso. El día en que hablaron de boda se prometieron llamar a su primer hijo Omar.


En el transcurso de los años noventa, cientos de niños americanos se llamaron así; cuando yo nací, el 1 de marzo de 1873, era inusitado. Mis padres no quisieron que ese nombre exótico supusiera una carga demasiado pesada para mí y lo relegaron a segundo lugar, con el fin de que pudiera, si lo deseaba, reemplazarlo por una discreta O; en el colegio mis compañeros suponían que era Oliver, Oswald, Osborne y Orville y yo no desmentía a nadie.


La herencia que así me fue atribuida sólo podía despertar mi curiosidad con relación a ese lejano padrino. A los quince años comencé a leer todo lo que se refería a él. Había formado el proyecto de estudiar lengua y literatura persas y de visitar detenidamente ese país. Pero después de una fase de entusiasmo me entibié. Aunque en opinión de todos los críticos los versos de Fitzgerald constituían una obra maestra de la poesía inglesa, sólo tenían una muy lejana relación con lo que hubiera podido componer Jayyám. En cuanto a las cuartetas mismas, algunos autores citaban cerca de un millar, Nicolás había traducido más de cuatrocientas y ciertos especialistas rigurosos sólo reconocían cien como «probablemente auténticas». Eminentes orientalistas llegaban incluso a negar que hubiera una sola que pudiera atribuirse con certeza a Omar.


Se suponía que había existido un libro original que habría permitido distinguir, de una vez por todas, lo auténtico de lo falso, pero nada hacía pensar que semejante manuscrito pudiera encontrarse.


Finalmente, me quité de la cabeza el personaje y la obra y aprendí a no ver en mi «O» central más que el indeleble residuo de una niñería de mis padres, hasta que un encuentro me devolvería a mis amores primeros y orientaría decididamente mi vida tras los pasos de Jayyám.

XXVI

Fue en 1895, al final del verano, cuando me embarqué para el viejo continente. Mi abuelo acababa de celebrar su setenta y seis cumpleaños y me había escrito, así como a mi madre, unas lacrimosas cartas. Quería verme, aunque sólo fuera una vez, antes de morir. Yo acudí, abandonando todos mis estudios, y en el barco me preparé para el papel que me incumbiría desempeñar: arrodillarme a su cabecera y sostener valerosamente su fría mano, escuchándole murmurar sus últimas recomendaciones.


Todo esto fue totalmente inútil. El abuelo me esperaba en Cherburgo. Aún lo estoy viendo en el muelle de Coligny, más tieso que su bastón, con el bigote perfumado y el paso alegre, mientras su chistera se levantaba sola al paso de las damas. Cuando estuvimos sentados a la mesa en el restaurante del Almirantazgo, me cogió con fuerza del brazo. «Amigo mío», me dijo deliberadamente teatral, «un hombre joven acaba de renacer en mí y necesita un compañero.»


Hice mal en tomar sus palabras a la ligera. Nuestras idas y venidas fueron un torbellino. Apenas habíamos terminado de cenar en Brebant, en el restaurante Foyot o en el de Pére Lathuile y ya teníamos que correr a «La Cigale», donde actuaba Eugénie Buffet, al Mirliton donde reinaba Aristide Bruant, o a la Scala donde Ivette Guilbert cantaba Les vierges, le foetus et le fiacre. Éramos dos hermanos, bigote blanco y bigote negro, la misma facha, el mismo sombrero y era a él a quien las mujeres miraban primero. A cada tapón de champán que saltaba yo espiaba sus gestos y su paso y ni una sola vez le vi desfallecer. Se levantaba de un salto, caminaba tan deprisa como yo, su bastón no era apenas más que un adorno. Quería cortar cada rosa de esa tardía primavera. Me alegro de poder decir que viviría hasta los noventa y tres años. Diecisiete años más, toda una nueva juventud.


Una noche me llevó a cenar a Durand, en la plaza de la Madeleine. En un ala del restaurante, en tomo a varias mesas unidas, había un grupo de actores y actrices, periodistas y políticos que el abuelo me nombró uno a uno con voz audible. En medio de esas celebridades había una silla vacía, pero pronto llegó un hombre y comprendí que el sitio estaba reservado para él. Inmediatamente lo rodearon halagándolo; cada una de sus palabras provocaba exclamaciones o risas. Mi abuelo se levantó, haciéndome un gesto para que le siguiera.

– ¡Ven, quiero presentarte a mi primo Henri!


Y diciendo esto me llevó hasta él. Los dos primos se dieron un abrazo antes de volverse hacia mí.

– Mi nieto americano. ¡Le gustaría tanto conocerte!


Disimulé mal mi sorpresa. El hombre me observó con aire escéptico antes de soltar:

– Que venga a verme el domingo por la mañana, después de mi paseo en triciclo.


Sólo cuando volvía a mi asiento caí en la cuenta de a quién había sido presentado. Mi abuelo quería absolutamente que yo lo conociera, había hablado de él con frecuencia y con un irritante orgullo de clan.


A decir verdad, el susodicho primo, poco conocido de mi lado del Atlántico, era en Francia más célebre que Sarah Bernhart, puesto que se trataba de Victor Henri de Rochefort-Luçay, democráticamente Henri Rochefort, marqués y comunero, antiguo diputado, antiguo ministro y expresidiario. Deportado a Nueva Caledonia por los «versaillais»* en 1874 había protagonizado una rocambolesca fuga que había excitado la imaginación de sus contemporáneos; hasta Edouard Manet había pintado La fuga de Rochefort. Sin embargo, en 1889 tuvo que volver al exilio por haber conspirado contra la República con el general Boulanger, y fue en Londres donde dirigió su influyente periódico L'Intransigeant. Volvió a su patria en febrero de 1895, siendo recibido por doscientos mil enfervorizados parisienses. «Blanquiste» y «boulangiste», revolucionario de izquierdas y de derechas, idealista y demagogo, se había convertido en el portavoz de cien causas contradictorias. Yo sabía todo esto, pero ignoraba aún lo esencial.


* Nombre dado por los parisienses a los soldados del ejército organizado por Thiers en Sátony bajo el mando de Mac-Mahon para combatir la Comuna. (N. de la T.)


En el día fijado, acudí, pues, a su hotel particular en la calle Pergolése, incapaz, entonces, de adivinar que esa visita al primo preferido de mi abuelo sería el primer paso de mi interminable periplo por el mundo oriental.

– ¿Así que es usted el hijo de la dulce Genoveva -me abordo- y a quien puso Omar de nombre?

– Sí, Benjamín Omar.

– ¿Sabes que te he llevado en mis brazos?


En esas circunstancias, el paso al tuteo se imponía, pero permaneció en sentido único.

– Efectivamente, mi madre me contó que después de su fuga desembarcó usted en San Francisco y tomó el tren para la costa este. Nosotros estábamos en la estación de Nueva York para recibirle. Yo tenía dos años.

– Lo recuerdo perfectamente. Hablamos de ti, de Jayyám, de Persia, incluso te predije un destino de gran orientalista.


Puse cara de confusión para confesarle que me había alejado de sus previsiones, que mis intereses iban ya en otra dirección, que me había orientado más bien hacia los estudios financieros, proyectando dirigir algún día la empresa de construcción marítima creada por mi padre. Mostrándose sinceramente decepcionado por la elección, Rochefort se lanzó a un farragoso alegato donde se mezclaban Les lettres persanes de Montesquieu y su célebre «¿Cómo se puede ser persa?», la aventura de la tahur Marie Petit, que había sido recibida por el Shah de Persia haciéndose pasar por la embajadora de Luis XIV, y la historia de ese primo de Jean-Jacques Rousseau que había terminado su vida como relojero en Ispahán. Yo le escuchaba sólo a medias. Sobre todo le observaba; su voluminosa y desmesurada cabeza, su frente protuberante coronada por un mechón de espesos y ondulados cabellos. Hablaba con fervor, pero sin énfasis, sin las gesticulaciones que se habrían podido esperar de su persona conociendo sus exaltados escritos.

– Me apasiona Persia, aunque nunca he puesto allí los pies -precisó Rochefort-. No tengo alma de viajero. Si no me hubieran desterrado o deportado algunas veces, jamás habría abandonado Francia. Pero los tiempos cambian, los acontecimientos que agitan la otra punta del planeta afectan ya a nuestras vidas. Si hoy tuviera veinte años en lugar de sesenta, me habría tentado mucho una aventura en Oriente. ¡Sobre todo si me llamara Omar!


Me sentí obligado a justificar por qué me había desinteresado de Jayyám. Y para hacerlo evoqué las dudas que rodeaban a las Ruba'iyyat, la ausencia de una obra que pudiera certificar de una vez por todas su autenticidad. Sin embargo, a medida que hablaba, iba apareciendo en sus ojos un fulgor, desbordante, incomprensible para mí. Se suponía que nada en mis palabras podía provocar semejante excitación. Intrigado y molesto, terminé por abreviar, y luego por callarme de una manera algo brusca. Rochefort me interrogó con entusiasmo.

– Y si estuvieras seguro de que ese Manuscrito existía, ¿Renacería tu interés por Omar Jayyám?

– Sin duda -confesé.

– ¿Y si yo te dijera que he, visto con mis propios ojos, aquí mismo en París, ese Manuscrito de Jayyám, y que lo he hojeado?

XXVII

Decir que esta revelación, de entrada, conmocionó mí vida, sería inexacto. Creo que no tuve la reacción que Rochefort esperaba. Sorprendido e intrigado, lo estaba y mucho, pero tanto como escéptico. Aquel hombre no me inspiraba una confianza ilimitada. ¿Cómo podía saber que el manuscrito que había hojeado era la obra auténtica de Jayyám? No sabía persa y podían haberle engañado. ¿Por qué incongruente razón estaba ese libro en París sin que ningún orientalista lo hubiera advertido? Me contenté, por lo tanto, con emitir un «¡Increíble!» cortés pero sincero, que tomaba en consideración el entusiasmo de mi interlocutor y, a la vez, mis propias dudas. Esperaba para creer.


Rochefort prosiguió:

– Tuve la suerte de conocer a un personaje extraordinario, uno de esos seres que atraviesan la Historia con la voluntad de dejar su huella en las generaciones venideras. El sultán de Turquía lo teme y lo reverencia, el shah de Persia tiembla con la sola mención de su nombre. Aunque es descendiente de Mahoma, fue expulsado de Constantinopla por haber dicho en una conferencia pública, en presencia de los más importantes dignatarios religiosos, que el oficio de filósofo era tan indispensable a la humanidad como el oficio de profeta. Se llama Yamaleddín. ¿Lo conoces?


Sólo pude confesar mi total ignorancia.

– Cuando Egipto se sublevó contra los ingleses -prosiguió Rochefort- fue por el llamamiento de este hombre. Todos los eruditos del valle del Nilo lo invocan, lo llaman «maestro» y veneran su nombre. Sin embargo, no es egipcio y sólo ha estado en ese país una breve temporada. Exiliado a las Indias, logró suscitar, allí también, un formidable movimiento de opinión. Bajo su influencia se crearon periódicos y se formaron asociaciones. El virrey se alarmó y ordenó expulsar a Yamaleddín que, entonces, decidió instalarse en Europa y, primero desde Londres y luego desde París, prosiguió su increíble actividad. Colaboraba regularmente con L'Intransigeant y nos veíamos con frecuencia. Me presentó a sus discípulos, musulmanes de las Indias, judíos de Egipto, maronitas de Siria. Creo que fui su más íntimo amigo francés, pero desde luego no el único. Ernest Renan y Georges Clemenceau lo conocieron bien, y en Inglaterra gente como Lord Salisbury, Randolph Churchill o Wilfrid Blunt. Victor Hugo, poco antes de morir, también lo conoció. Esta misma mañana he estado repasando algunas notas sobre él, que tengo intención de incluir en mis Memorias.


Rochefort sacó de un cajón algunas hojas escritas con letra minúscula y leyó: «Me presentaron a un proscrito, célebre en todo el Islam como reformador y revolucionario, el jeque Yamaleddín, un hombre con rostro de apóstol. Sus hermosos ojos negros, llenos de dulzura y de fuego y su barba de color rojizo que caía hasta su pecho le imprimían una majestad particular. Representaba el clásico tipo de dominador de multitudes. Comprendía escasamente el francés, que apenas hablaba, pero su inteligencia siempre alerta suplía con bastante facilidad su ignorancia de nuestra lengua. Bajo su apariencia reposada y serena, su actividad era devoradora. Trabamos amistad al instante, porque tengo el alma instintivamente revolucionaria y todo libertador me atrae…»


Enseguida guardó sus hojas antes de proseguir:

– Yamaleddín había alquilado una pequeña habitación en el último piso de un hotel de la calle Sèze, cerca de la Madeleine. Ese modesto lugar le bastaba para editar un periódico que partía en fardos enteros hacia las Indias o Arabia. Solamente entré una vez en su antro; tenía curiosidad por ver a qué podía parecerse. Había invitado a cenar a Yamaleddín en el restaurante Durand y prometí pasar a recogerlo. Subí directamente a su habitación, donde se amontonaban tantos libros y periódicos, incluso en la misma cama y hasta el techo, que difícilmente se podía entrar en ella. Se respiraba un sofocante olor a puro.


A pesar de su admiración por ese hombre, pronunció esta última frase con una mueca de disgusto, incitándome a apagar inmediatamente mi propio puro, un elegante habano que acababa de encender en ese instante. Rochefort me lo agradeció con una sonrisa y prosiguió:

– Después de disculparse por el desorden con que me recibía y que, según dijo, no era digno de mi rango, Yamaleddín me enseñó, ese día, algunos libros que le interesaban. El de Jayyám en particular, salpicado de sublimes miniaturas. Me explicó que a esa obra se la llamaba el Manuscrito de Samarcanda, que contenía las cuartetas escritas por el poeta de su puño y letra, a las que se había añadido una crónica en el margen. Sobre todo me contó por qué rodeos había llegado a sus manos el Manuscrito.

– ¡Good Lord!


Mi piadosa interjección inglesa provocó una risa triunfal en el primo Henri; era la prueba de que mi frío escepticismo se había desvanecido y que desde ese momento yo estaría irremediablemente pendiente de sus labios. Se apresuró a aprovecharse de ello.

– A decir verdad, no recuerdo gran cosa de lo que pudo decirme Yamaleddín -añadió cruelmente.-Esa noche hablamos sobre todo de Sudán. Después no volví a ver ese Manuscrito. Por lo tanto, puedo atestiguar que ha existido, pero mucho me temo que hoy se encuentre perdido. Todo lo que mi amigo poseía fue quemado, destruido o dispersado.

– ¿Incluso el Manuscrito de Jayyám?


Por toda respuesta, Rochefórt me obsequió con una mueca poco alentadora antes de lanzarse a una explicación apasionada remitiéndose casi totalmente a sus notas:

– Cuando el shah vino a Europa para asistir a la Exposición Universal de 1889, propuso a Yamaleddín que volviera a Persia «en lugar de pasar el resto de su vida entre infieles», dándole a entender que le nombraría para una relevante función. El exiliado puso condiciones: que se promulgara una Constitución, que se organizaran elecciones, que se reconociera ante la ley la igualdad de todos «como en los países civilizados» y, en fin, que fueran abolidas las desmedidas concesiones otorgadas a las potencias extranjeras. Hay que decir que en ese campo la situación de Persia hacía las delicias, desde hacía años, de nuestros caricaturistas: los rusos, que ya tenían el monopolio de la construcción de las carreteras, acababan de tomar a su cargo la formación militar. Habían creado una brigada de cosacos, la mejor equipada del ejército persa, mandada directamente por los oficiales del zar; en compensación, los ingleses habían obtenido, por un pedazo de pan, el derecho a explotar todos los recursos mineros y forestales del país, así como a administrar el sistema bancario; en cuanto a los austríacos, llevaban la voz cantante en Correos. Al exigir del monarca que pusiera fin al absolutismo real y a las concesiones extranjeras, Yamaleddín estaba persuadido de que recibiría una negativa. Ahora bien, para su gran sorpresa, el shah aceptó todas sus condiciones y prometió trabajar en favor de la modernización del país.

Yamaleddín fue, pues, a instalarse en Persia, en el círculo del soberano, quien en los primeros tiempos le mostró la mayor consideración, llegando incluso a presentarlo con gran pompa a las mujeres de su harén. Pero las reformas permanecían en suspenso. ¿Una Constitución? Los jefes religiosos persuadieron al shah de que sería contraria a la Ley de Dios. ¿Elecciones? Los cortesanos le previnieron de que si aceptaba que se pusiera en tela de juicio su autoridad absoluta, terminaría como Luis XVI. ¿Las concesiones extranjeras? En lugar de abolir las que existían, el monarca, constantemente escaso de dinero, contrató otras nuevas; por la módica suma de quince mil libras esterlinas entregó a una compañía inglesa el monopolio del tabaco persa. No solamente la exportación, sino también el consumo interno. En un país donde cada hombre, cada mujer y un buen número de niños se entrega al placer del cigarrillo o de la pipa de agua, ese comercio era de los más fructíferos.


Antes de que la noticia de esta última cesión fuera anunciada en Teherán, se habían distribuido en secreto unos panfletos aconsejando al shah que se retractara de su decisión. Incluso fue depositado un ejemplar en el dormitorio del monarca, quien sospechó que Yamaleddín fuera su autor. Inquieto, el reformador decidió ponerse en estado de rebelión pasiva. Es una costumbre practicada en Persia: cuando un personaje teme por su libertad o por su vida, se retira a un viejo santuario de los alrededores de Teherán y allí se encierra y recibe a sus visitantes, a los que expone sus quejas. Se supone que nadie puede cruzar la verja para atacarle. Eso fue lo que hizo Yamaleddín, que provocó un gigantesco movimiento de masas. Miles de hombres afluyeron de todos los rincones de Persia para oírle.


Harto, el shah ordenó que lo desalojaran. Se dice que dudó mucho antes de cometer esa felonía, pero su visir, aunque se había educado en Europa, le convenció de que Yamaleddín no tenía derecho a la inmunidad del santuario puesto que no era más que un filósofo notoriamente impío. Los soldados penetraron, pues, armados en ese lugar de culto, se abrieron paso entre los numerosos visitantes y se apoderaron de Yamaleddín, al que despojaron de todo lo que poseía antes de arrastrarlo, medio desnudo, hasta la frontera.


Ese día, en el santuario, el Manuscrito de Samarcanda desapareció bajo las botas de los soldados del shah.


Sin interrumpirse, Rochefort se levantó, se apoyó en la pared y cruzó los brazos en una postura muy propia de él.

– Yamaleddín estaba vivo pero enfermo y sobre todo escandalizado de que tantos visitantes que parecían escucharle con entusiasmo hubieran asistido sin inmutarse a su pública humillación. Sacó de ello sorprendentes conclusiones: él, que se había pasado la vida fustigando el oscurantismo de ciertos religiosos; él, que había frecuentado las logias masónicas de Egipto y Turquía, tomó la decisión de utilizar la última arma que le quedaba para doblegar al shah, cualesquiera que fueran las consecuencias. Escribió, pues, una larga carta al jefe supremo de los religiosos persas pidiéndole que empleara su autoridad para impedir al monarca vender a los infieles, a precio de saldo, los bienes de los musulmanes. Habrás podido leer el resultado en los periódicos.


Efectivamente, me acordaba de que la prensa americana había informado de que el gran pontífice de los chiíes había hecho circular una sorprendente proclama: «Toda persona que consuma tabaco se pondrá en estado de rebelión contra el imán del Tiempo, ¡que Dios apresure su venida!» De la noche a la mañana ni un solo persa volvió a encender un cigarrillo. Se guardaron o rompieron las pipas de agua, los famosos ka1yan, y los comerciantes de tabaco tuvieron que cerrar. Incluso entre las esposas del shah fue estrictamente observada la prohibición. El monarca perdió la cabeza y en una carta acusó al jefe religioso de irresponsabilidad «puesto que no le importaban las graves consecuencias que podría suponer la privación del tabaco para la salud de los musulmanes». Pero el boicot se endureció, acompañándose de ruidosas manifestaciones en Teherán, Tabríz e Ispahán. Y la concesión tuvo que ser anulada.

– Mientras tanto -reanudó Rochefort-, Yamaleddín se había embarcado para Inglaterra, donde volví a verle y discutí largo y tendido con él; me parecía desamparado y no hacía más que repetir: «Hay que derrocar al shah.» Era un hombre herido y humillado y sólo pensaba en vengarse. Tanto más cuanto que el monarca lo perseguía con su odio y había escrito a Lord Salisbury una irritada carta: «Hemos expulsado a ese hombre porque actuaba contra los intereses de Inglaterra, ¿y a dónde va a refugiarse? A Londres.» Oficialmente se le había respondido al shah que Gran Bretaña era un país libre y que no podía invocarse ninguna ley para impedir a un hombre que se expresara. En privado, se había prometido buscar los medios legales para restringir las actividades de Yamaleddín, a quien se rogó que abreviara su estancia, lo que le decidió a partir para Constantinopla con la muerte en el alma.

– ¿Es ahí donde se encuentra ahora?

– Sí. Me han dicho que está muy melancólico. El sultán le ha asignado una hermosa mansión donde puede recibir a sus amigos y discípulos, pero le está prohibido abandonar el país y vive sometido constantemente a estrecha vigilancia.

XXVIII

Suntuosa prisión con las puertas abiertas de par en par; un palacio de madera y mármol en lo alto de la colina de Yildiz, cerca de la residencia del gran visir; las comidas llegaban calientes de las cocinas del sultán; los visitantes se sucedían, cruzaban la verja y luego caminaban a lo largo de la alameda antes de quitarse los zuecos en el umbral. En el primer piso, la voz del maestro retumbaba, sílabas duras y vocales cerradas; se le oía fustigar a Persia, al shah y anunciar las desgracias venideras.


Yo me iba empequeñeciendo, yo, el extranjero de América, con mi sombrerillo de extranjero, mis pasitos de extranjero, mis preocupaciones de extranjero, yo, que había hecho el trayecto de París a Constantinopla, setenta horas de tren a través de tres imperios, para indagar sobre un manuscrito, un viejo libro de poesía, irrisoria insignificancia de papel en el tumultuoso Oriente.


Un servidor me abordó. Una zalema otomana, dos palabras de recibimiento en francés, pero ni la menor pregunta. Allí todo el mundo iba por la misma razón; ver al maestro, escuchar al maestro, espiar al maestro. Fui invitado a esperar en un espacioso salón.


Desde mi entrada advertí la presencia de una silueta femenina. Eso me incitó a bajar los ojos; se me había hablado de las costumbres del país para que avanzara extendiendo la mano, con el semblante satisfecho y la mirada risueña. Solamente un balbuceo y un sombrerazo. Ya había divisado, al lado opuesto de donde ella estaba sentada, un sillón muy inglés en el que hundirme. Aun así, mi mirada roza la alfombra, tropieza con los escarpines de la visitante, sube a lo largo de su vestido azul y oro, hasta su rodilla, su busto, su cuello, su velo. Sin embargo, sorprendentemente, no es con la barrera del velo con la que tropieza, sino con un rostro descubierto y unos ojos que se cruzan con los míos. Y una sonrisa. Mi mirada huye hasta el suelo, flota de nuevo sobre la alfombra, barre un pedazo del enlosado y luego sube otra vez hacia ella, inexorablemente, como un tapón de corcho hacia la superficie del agua. Lleva en la cabeza un mindil de seda fina, preparado para bajarlo sobre el rostro cuando apareciera el extranjero. Pero precisamente ahí estaba el extranjero y el velo seguía levantado.


Esta vez miraba hacia lo lejos, ofreciendo a mi contemplación su perfil, su piel morena tan tersa y pura. Si la delicadeza tuviera una tonalidad, sería la suya; si el misterio tuviera un fulgor, sería el suyo. Yo tenía las mejillas sudorosas, las manos frías. La dicha hacía latir mis sienes. ¡Dios, qué bella era mi primera imagen de Oriente! Una mujer como sólo los poetas del desierto hubieran sabido cantar; su rostro es el sol, habrían dicho, sus cabellos la sombra protectora, sus ojos fuentes de agua fresca, su cuerpo la más esbelta de las palmeras, su sonrisa un espejismo.


¿Hablarle? ¿Así? ¿De una punta a otra de la habitación, con las manos en forma de bocina? ¿Levantarme? ¿Ir hacia ella? ¿Sentarme en un sillón más cercano, arriesgarme a ver cómo se desvanece su sonrisa y cae su velo como una cuchilla? De nuevo se cruzaron nuestras miradas como por casualidad y luego huyeron como en un juego que el sirviente vino a interrumpir; una primera vez para ofrecerme té y cigarrillos y un instante después inclinado hasta el suelo, para dirigirse a ella en turco. Entonces la vi levantarse, cubrirse el rostro y darle al sirviente una bolsa de piel para que se la llevara. Éste se apresuraba ya hacia la salida. Ella lo siguió.


Sin embargo, al llegar a la puerta del salón, aminoró el paso dejando que el hombre se alejara, se volvió hacia mí y pronunció en voz alta y en un francés más puro que el mío:

– ¡Nunca se sabe! ¡Nuestros caminos podrían cruzarse!


Cortesía o promesa, sus palabras se acompañaban de una sonrisa traviesa en la que vi tanto un desafío, como un dulce reproche. A continuación, mientras yo emergía de mi sillón con una insuperable torpeza y me enredaba y desenredaba intentando recobrar el equilibrio pero también cierto aplomo, ella permaneció inmóvil, envolviéndome en una mirada de benevolencia divertida. Ni una palabra consiguió salir de mis labios y ella desapareció.


Estaba aún de pie ante la ventana, intentando distinguir entre los árboles el carruaje que se la llevaba, cuando una voz me arrancó de mis sueños.

– Disculpe que le haya hecho esperar.


Era Yamaleddín. En la mano izquierda sostenía un puro apagado y me tendió la derecha que, aunque regordeta, estrechó la mía con un apretón franco y vigoroso.

– Mi nombre es Benjamín Lesage y vengo de parte de Henri Rochefórt.


Le presenté mi carta de introducción pero la deslizó en su bolsillo sin mirarla, me dio un abrazo y un beso en la frente.

– Los amigos de Rochefort son mis amigos y les hablo con el corazón en la mano.


Tomándome por los hombros me llevó hacia una escalera de madera que llevaba al piso de arriba.

– Espero que mi amigo Henri siga bien. Supe que su regreso del exilio fue un verdadero triunfo. ¡Qué felicidad tuvo que sentir con todos esos parisienses coreando su nombre! Leí la reseña en L'Intransigeant. Me lo envía regularmente, pero yo lo recibo con retraso. Su lectura trae de nuevo a mis oídos los ruidos de París.


Yamaleddín hablaba trabajosamente un francés correcto y a veces yo le soplaba la palabra que parecía buscar. Cuando acertaba me daba las gracias, sí no, continuaba rebuscando en su memoria con una ligera contorsión de los labios y del mentón.

– En París viví en una habitación oscura, pero se abría sobre el vasto mundo. Era cien veces más pequeña que esta casa, pero yo me sentía a mis anchas. Estaba a miles de kilómetros de mi pueblo, pero trabajaba para el progreso de los míos más eficazmente que pueda hacerlo aquí o en Persia. Mi voz se oía desde Argel a Kabul; hoy sólo pueden oírme los que me honran con su visita. Por supuesto, siempre serán bienvenidos, y sobre todo si vienen de París.

– Yo no vivo en París. Mi madre es francesa y mi nombre suena a francés, pero soy americano y vivo en Maryland.


Eso pareció divertirle.

– Cuando me expulsaron de las Indias, en 1882, pasé por los Estados Unidos. Figúrese que casi me planteé pedir la nacionalidad americana. ¿Sonríe? ¡Muchos de mis correligionarios se escandalizarían! ¿El sayyid Yamaleddín, apóstol del renacimiento islámico, descendiente del Profeta, adoptar la nacionalidad de un país cristiano? Pues no me avergüenzo ni un ápice de ello; por otra parte se lo conté a mi amigo Wilfrid Blunt autorizándole a citarlo en sus memorias. Mi justificación es simple: no existe un sólo rincón en las tierras del Islam donde yo pueda vivir fuera del alcance de la tiranía. En Persia quise refugiarme en un santuario que tradicionalmente goza de una total inmunidad, pero los soldados del monarca entraron en él y me arrancaron de los cientos de visitantes que me escuchaban y, salvo alguna miserable excepción, nadie se movió ni se atrevió a protestar. ¡Ni un lugar de culto, ni una universidad, ni una cabaña donde poder protegerse de la arbitrariedad!


Acarició con mano febril un globo terráqueo de madera pintada colocado sobre una mesa baja, antes de añadir:

– En Turquía es peor. ¿No soy el invitado oficial de Abdel-Hamid sultán y califa? ¿No me envió carta tras carta reprochándome, como lo había hecho el shah, que pasara mi vida entre los infieles? Debería haberme contentado con responderle: ¡si no hubierais transformado nuestros hermosos países en prisiones, no necesitaríamos buscar refugio entre los europeos! Pero cedí y me dejé engañar. Vine a Constantinopla y ya ve usted el resultado. Despreciando las reglas de la hospitalidad, este medio loco me tiene prisionero. Últimamente le he hecho llegar un mensaje que decía: «¿Soy vuestro invitado? ¡Dadme permiso para partir! ¿Soy vuestro prisionero? ¡Ponedme cadenas en los pies y tiradme a un calabozo!» Pero no se ha dignado responderme. Si yo tuviera la nacionalidad americana, francesa, austro-húngara, por no decir la rusa o la inglesa, mi cónsul habría entrado sin llamar en el despacho del gran visir y habría obtenido mi libertad en media hora, Le digo que nosotros, los musulmanes de este siglo, somos unos huérfanos.


Estaba sin aliento e hizo un esfuerzo para añadir:

– Puede usted escribir todo lo que acabo de decir, salvo que he llamado medio loco al sultán Abdel-Hamid. No quiero perder toda posibilidad de alzar el vuelo de esta jaula algún día. Por otra parte sería una mentira, porque ese individuo está totalmente loco y es un peligroso criminal, enfermizamente receloso y completamente sometido a la influencia de su astrólogo de Alepo.

– No tema, no escribiré nada de todo esto. -Aproveché su petición para disipar un malentendido. -Debo decirle que no soy periodista. El señor Rochefort, que es primo de mi abuelo, me ha recomendado que viniera a verle, pero el objeto de mi visita no es escribir un artículo sobre Persia ni sobre usted.


Le revelé mi interés por el Manuscrito de Jayyám, mi deseo intenso de hojearlo un día, de estudiar detenidamente su contenido. Me escuchó con gran atención y una alegría evidente.

– Le agradezco mucho que me arrancara por unos instantes de mis graves preocupaciones. El tema que ha evocado me ha apasionado siempre. ¿Ha leído usted, en la introducción de Nicolás a las Ruba'iyyat la historia de los tres amigos, Nizam el-Molk, Hassan Sabbah y Omar Jayyám? Son unos personajes muy diferentes, pero cada uno representa un aspecto eterno del alma persa. A veces tengo la impresión de ser los tres a la vez. Como Nizam el-Molk aspiro a crear un gran Estado musulmán, aunque sea gobernado por un insoportable sultán turco. Como Hassan Sabbah siembro la subversión en todas las tierras del Islam y tengo discípulos que me seguirán hasta la muerte…


Se interrumpió preocupado, luego cambió de idea, sonrió y prosiguió:

– Como Jayyám, estoy al acecho de las escasas alegrías del momento presente y compongo versos sobre el vino, el escanciador, la taberna, la amada; como él, desconfío de los falsos devotos. Cuando en algunas cuartetas Omar habla de sí mismo, llego a creerme que es a mí a quien describe: «Sobre la abigarrada tierra camina un hombre ni rico ni pobre, ni creyente ni infiel, no glorifica ninguna verdad, no venera ninguna ley… sobre la abigarrada tierra. ¿Quién es ese hombre valiente y triste?»


Al decir esto, encendió de nuevo su puro, pensativo. Una minúscula brasa fue a parar a su barba. Se la quitó con un gesto habitual y reanudó:

– Desde la infancia he sentido una profunda admiración por Jayyám el poeta, pero sobre todo por el filósofo, por el librepensador. Me asombra su tardía conquista de Europa y de América. Puede imaginar mi felicidad cuando tuve entre las manos el libro original de las Ruba'iyyat escrito por Jayyám de su puño y letra.

– ¿En qué momento lo tuvo usted?

– Me lo regaló hace catorce años en las Indias un joven persa que había hecho el viaje con el único objeto de conocerme. Se presentó en estos términos: «Mirza Reza, natural de Kirman, antiguo comerciante en el bazar de Teherán, vuestro obediente servidor.» Sonreí y le pregunté qué quería decir «antiguo comerciante» y qué le había inducido a contarme su historia. Acababa de abrir una tienda de trajes usados cuando uno de los hijos del shah llegó a comprarle mercancía, chales y pieles por una suma de mil cien tumanes -alrededor de mil dólares-. Pero cuando al día siguiente Mirza Reza se presentó en casa del príncipe para que le pagaran, le insultaron y golpearon e incluso le amenazaron de muerte si se le ocurría reclamar la deuda. Fue entonces cuando decidió venir a verme. Yo enseñaba en Calcuta. «Acabo de comprender», me dijo, «que uno no puede ganarse honradamente la vida en un país sometido a la arbitrariedad. ¿No eres tú quien escribe que Persia necesita una Constitución y un Parlamento? A partir de hoy, considérame como el más adicto de tus discípulos. He cerrado mi tienda, he dejado a mi mujer para seguirte. ¡Ordéname y te obedeceré!»


Al evocar a este hombre, Yamaleddín parecía sufrir.

– Yo estaba emocionado, pero apenado. Soy un filósofo errante, no tengo casa ni patria, no me he casado para no tener a nadie a mi cargo. No quería que ese hombre me siguiera como si yo fuera el Mesías y el Redentor, el imán del Tiempo. Para disuadirle, le dije: «¿Realmente vale la pena abandonarlo todo, tu tienda, tu familia, por una vil cuestión de dinero?» Entonces su rostro se volvió impenetrable, no me respondió y salió. No volvió hasta seis meses después. De un bolsillo interior sacó un cofrecillo de oro con incrustaciones de piedras preciosas, que me presentó abierto. «Mira este manuscrito ¿cuánto crees que puede valer?» Lo hojeé y, temblando de emoción, descubrí el contenido. «¡El texto auténtico de Jayyám! Esas pinturas, esos adornos ¡es inestimable!» «¿Más de mil cien tumanes?» «¡Infinitamente más!» «Te lo regalo, consérvalo. Te recordaré que Mirza Reza no vino a ti para recuperar su dinero, sino para recobrar su orgullo.» Fue así -prosiguió Yamaleddín-, como entré en posesión del Manuscrito y ya no me separé de él. Me acompañó a los Estados Unidos, a Francia, a Inglaterra, a Alemania, a Rusia y luego a Persia. Lo llevaba conmigo cuando me retiré al santuario de Shah-Abdol-Azim. Fue allí donde lo perdí.

– ¿No sabe dónde puede estar ahora?

– Ya se lo he dicho. Cuando me apresaron, sólo un hombre se atrevió a enfrentarse con los soldados del shah. Era Mirza Reza. Se levantó, gritó, lloró, llamó cobardes a los soldados y a la asistencia. Lo detuvieron, lo torturaron y pasó más de cuatro años en los calabozos. Cuando lo dejaron en libertad, vino a Constantinopla para verme y estaba en tan mal estado que lo interné en el hospital francés de la ciudad, donde permaneció hasta noviembre último. Intenté retenerle más tiempo, por miedo a que a su regreso lo apresaran de nuevo. Pero se negó. Quería, dijo, recuperar el Manuscrito de Jayyám, no le interesaba nada más. Hay personas que van así, errantes de obsesión en obsesión.

– ¿Cuál es su impresión? ¿Existirá aún el Manuscrito?

– Únicamente Mirza Reza podría informarle. Pretende que puede encontrar el soldado que lo birló cuando me detuvieron y esperaba quitárselo. En todo caso, estaba decidido a ir a verlo y hablaba de comprárselo, Dios sabe con qué dinero.

– ¡Tratándose de recuperar el Manuscrito, el dinero no planteará ningún problema!


Yo había hablado con entusiasmo. Yamaleddín me miró de hito en hito, frunció las cejas y se inclinó hacia mí como para auscultarme.

– Tengo la impresión de que no está usted menos obsesionado por el Manuscrito que ese pobre Mirza. En ese caso, no tiene usted otro camino. ¡Vaya a Teherán! No le garantizo que descubra allí ese libro, pero si sabe mirar, quizá encuentre otras huellas de Jayyám.


Mi respuesta, espontánea, pareció confirmar su diagnóstico.

– Si obtengo un visado, estoy dispuesto a partir mañana.

– Eso no es un obstáculo. Voy a darle unas líneas para el cónsul de Persia en Bakú. El se encargará de las formalidades necesarias e incluso asegurará su transporte hasta Enzeli.


Mi semblante debía de revelar preocupación. Yamaleddín pareció divertirse.

– Sin duda se estará preguntando: ¿Cómo un proscrito puede recomendarme ante un representante del gobierno persa? Sepa que tengo discípulos en todas partes, en todas las ciudades, en todos los medios, incluso en el círculo íntimo del monarca. Hace cuatro años, cuando estaba en Londres, publiqué con un amigo armenio un periódico que salía para Persia en pequeños y discretos paquetes. El shah se alarmó y convocó al ministro de Correos ordenándole que pusiera fin, costase lo que costase, a la circulación de ese periódico. El ministro pidió a los aduaneros que interceptaran en las fronteras todos los paquetes subversivos y los enviaran a su domicilio.


Aspiró su puro y una carcajada dispersó la bocanada de humo.

– Lo que el shah ignoraba -prosiguió Yamnaleddín es que su ministro de Correos era uno de mis más fieles discípulos ¡y que precisamente yo le había encargado la buena difusión del periódico!


La risa de Yamaleddín resonaba aún cuando llegaron tres visitantes luciendo cada uno un fez de fieltro color rojo sangre. Se levantó, los saludó, los abrazó y los invitó a sentarse, intercambiando con ellos algunas palabras en árabe. Adiviné que les estaba explicando quién era yo, pidiéndoles que le esperaran un momento.


Se volvió hacia mí.

– Si está decidido a partir para Teherán, voy a darle algunas cartas de presentación. Venga mañana: estarán preparadas. Y sobre todo, no tema nada. A nadie se le ocurrirá registrar a un americano.


Al día siguiente me esperaban tres sobres oscuros. Me los dio en propia mano, abiertos. El primero era para el cónsul de Bakú, el segundo para Mirza Reza. Al tenderme este último, hizo este comentario:

– Debo prevenirle que este hombre es un desequilibrado y un obseso, no lo trate más de lo necesario. Le tengo mucho afecto. Es más sincero, más fiel y sin duda también más puro que todos mis discípulos, pero es capaz de las peores locuras.


Suspiró, metió la mano en el bolsillo del amplio pantalón grisáceo que vestía bajo su túnica blanca:

– Aquí hay diez libras de oro, déselas de mi parte; ya no posee nada, quizá incluso tenga hambre, pero es demasiado orgulloso para mendigar.

– ¿Dónde podría encontrarlo?

– No tengo ni la menor idea. Ya no tiene casa ni familia, va errante de un lugar a otro. Por eso le entrego esta tercera carta dirigida a otro joven, éste muy diferente. Es el hijo del más rico comerciante de Teherán y aunque sólo tiene veinte años y arde en el mismo fuego que todos nosotros, es muy igual de carácter, dispuesto a soltar las ideas más revolucionarias con una sonrisa de niño ahíto. A veces le reprocho no tener gran cosa de oriental. Ya lo verá, bajo sus ropas persas tiene la frialdad inglesa, las ideas francesas y un espíritu más anticlerical que el señor Clemenceau. Se llama Fazel. Él le conducirá hasta Mirza Reza. Le encargué que lo vigilara lo más posible. No creo que haya podido impedirle cometer sus locuras, pero sabrá dónde encontrarlo.


Me levanté para marcharme. Me saludó calurosamente y retuvo mi mano en la suya.

– Rochefort me dice en su carta que se llama usted Benjamin Omar. En Persia utilice sólo Benjamín, no pronuncie jamás el nombre de Omar.

– ¡Sin embargo, es el de Jayyám!

– Desde el siglo XVI, desde que Persia se convirtió al chiísmo, ese nombre está desterrado. Podría causarle los peores problemas. Uno cree identificarse con Oriente y se encuentra preso en sus disputas.


Una mueca de pena, de consuelo, un gesto de impotencia. Le di las gracias por su consejo y me volví para salir, pero me alcanzó:

– Una última cosa. Ayer se cruzó usted con una joven cuando ella se disponía a marcharse. ¿Le habló usted?

– No, no tuve la ocasión.

– Es la nieta del shah, la princesa Xirín. Si por cualquier razón todas las puertas se cerraran ante usted, envíele un mensaje, recuérdele que la vio usted en mi casa. Una palabra de ella y muchos obstáculos se allanarían.

XXIX

Hasta Trebisonda, en velero, el mar Negro es tranquilo, demasiado tranquilo, el viento sopla poco, durante horas se contempla el mismo punto de la costa, el mismo peñasco, el mismo bosquecillo de Anatolia. Hubiera sido un error quejarme porque necesitaba ese tiempo de sosiego, dada la ardua tarea que debía realizar: memorizar un libro entero de diálogos persas-franceses escrito por Nicolás, el traductor de Jayyám, ya que me había prometido dirigirme a mis anfitriones en su propia lengua. No ignoraba que en Persia, como en Turquía, muchos letrados, comerciantes o altos responsables hablan francés. Algunos incluso hablan inglés, pero si se quiere pasar del círculo restringido de los palacios y las legaciones, si se quiere viajar fuera de las grandes ciudades o por sus bajos fondos, hay que estudiar el persa.


El desafío me estimulaba y me divertía, me deleitaba descubrir las afinidades con mi propia lengua, como con diversas lenguas latinas. Padre, madre, hermano, hija, «father», «mother», «brother», «daughther», se dice «pedar», «madar», «baradar», «dojtar»; el parentesco indoeuropeo difícilmente puede ilustrarse mejor. Incluso para nombrar a Dios, los musulmanes de Persía dicen «Joda», término mucho más cercano del inglés God o del alemán Gott que de Alá. A pesar de este ejemplo, la influencia predominante sigue siendo la del árabe, que se ejerce de forma curiosa: muchas palabras persas pueden sustituirse arbitrariamente por su equivalente en árabe, y es incluso una forma de esnobismo cultural, muy apreciado por los letrados, llenar sus conversaciones de términos o de frases enteras en árabe. Yamaleddín, en particular, se complacía en esta práctica.


Me prometí estudiar árabe más tarde. Por el momento estaba muy ocupado en recordar los textos de Nicolás que me procuraban, además del conocimiento del persa, informaciones útiles sobre el país. Se podían encontrar este tipo de diálogos:

«-¿Cuáles son los productos que se podría exportar de Persia?

– Los chales de Kirman, las perlas finas, las turquesas, las alfombras, el tabaco de Shiraz, las sedas de Mazanderán, las sanguijuelas y los tubos de pipa de madera de cerezo.

– Cuando se viaja ¿se debe llevar un cocinero?

– Sí. En Persia no se puede dar un paso sin el cocinero, la cama, las alfombras y los criados propios.

– ¿Cuáles son las monedas extranjeras que circulan en Persia?

– Los imperiales rusos, los carbovanes y los ducados de Holanda. Las monedas francesas e inglesas son muy escasas.

– ¿Cómo se llama el rey actual?

– Nassereddín Shah.

– Se dice que es un excelente rey.

– Sí, es excesivamente benevolente con los extranjeros y muy generoso. Es muy instruido, sabe mucho de historia, de geografía, de dibujo; habla francés y domina las lenguas orientales: el árabe, el turco y el persa.»


Una vez llegado a Trebisonda, me instalé en el Hotel de Italia, el único de la ciudad, confortable si se podían olvidar las nubes de moscas que transformaban cada comida en una exasperante gesticulación ininterrumpida. Me resigné, pues, a imitar a los otros visitantes y contraté por un poco de calderilla a un joven adolescente que se ocupara de abanicarme y espantar a los insectos. Lo más difícil fue convencerle de que los alejara de mi mesa sin intentar aplastarlos ante mis ojos entre dolmas y kebabs. Durante un rato me obedecía, pero en el momento en que venía una mosca al alcance de su temible instrumento, la tentación era demasiado fuerte y golpeaba.


El cuarto día encontré sitio a bordo de un buque del Servicio de Transporte Marítimo que hacía la ruta Marsella-Constantinopla-Trebisonda hasta Batumi, el puerto ruso situado al este del mar Negro, donde tomé el ferrocarril transcaucásico para Bakú, en el Caspio. El recibimiento del cónsul de Persia fue tan amable que dudé en enseñarle la carta de Yamaleddín. ¿No valdría más seguir siendo un viajero anónimo para no despertar sospechas? Pero sentí algunos escrúpulos. Quizá hubiera en la carta un mensaje distinto del que se refería a mí y no tenía derecho a no entregarlo. Bruscamente, me decidí a decir con un enigmático tono:

– Quizá tengamos un amigo común. Y saqué el sobre. Inmediatamente y con mucho cuidado, el cónsul lo abrió; había cogido de su escritorio unas gafas con montura de plata y estaba leyendo cuando, súbitamente, vi que sus dedos temblaban. Se levantó, fue a cerrar con llave la puerta de la habitación, posó los labios sobre el papel y permanecíó así algunos segundos, como recogido. Luego vino hacia mí y me estrechó entre sus brazos como si fuera un hermano superviviente de un naufragio.


Sin embargo, cuando consiguió que en su rostro no se traslucieran sus emociones, llamó a sus sirvientes, les ordenó que llevaran mi maleta a su casa, que me instalaran en la mejor habitación y que prepararan un festín para esa noche. Así me retuvo en su casa dos días, descuidando cualquier trabajo para permanecer conmigo e interrogarme sin descanso sobre el maestro, su salud, su humor y, sobre todo, sobre lo que decía de la situación de Persia. Cuando llegó el momento de partir, alquiló para mí un camarote en un buque ruso de las Líneas Cáucaso y Mercurio. Luego me confió a su cochero, a quien encargó la misión de acompañarme hasta Qazvin y permanecer a mi lado mientras yo necesitara sus servicios.


El cochero se reveló inmediatamente como un hombre desenvuelto, a menudo incluso insustituible. Yo no habría sabido deslizar algunas monedas en la mano de ese aduanero de altivo bigote para que se dignara soltar un instante la boquilla de su ka1yan y viniera a poner el visado sobre mi voluminosa Welseley. Y fue él también quien negoció en la Administración del muelle la obtención inmediata de un carruaje de cuatro caballos, a pesar de que el funcionario nos invitaba con tono imperioso a volver al día siguiente y de que un sórdido tabernero, visiblemente su cómplice, nos proponía ya sus servicios.


Me consolé de todas esas dificultades del trayecto pensando en el calvario de los viajeros que me habían precedido. Trece años antes sólo se podía llegar a Persia por la ruta de los camelleros que desde Trebisonda llevaba a Tabriz por Erzurum, unas cuarenta etapas, seis agotadoras y costosas semanas, a veces incluso peligrosas a causa de las incesantes guerras tribales. El transcaucásico revolucionó este orden de cosas y abrió Persia al mundo; desde entonces se puede llegar a ese Imperio sin grandes riesgos ni molestias, en barco desde Bakú al puerto de Enzelí y luego, en una semana, por una carretera abierta al tránsito rodado, hasta Teherán.


En Occidente, el cañón es un instrumento de guerra o de desfile militar; en Persia es también instrumento de suplicio. Lo digo porque al llegar a la muralla circular de Teherán, me vi confrontado con el espectáculo de esa pieza de artillería que servía para el más atroz de los usos: en el ancho cañón habían metido a un hombre atado del que sólo sobresalía la cabeza rapada. Debía permanecer ahí, bajo el sol, sin alimentos ni agua, hasta que le sobreviniera la muerte; e incluso después, me explicaron, se acostumbraba a dejar el cuerpo expuesto durante largo tiempo, de manera que el castigo fuera ejemplar e inspirara silencio y terror a todos aquellos que cruzaran las puertas de la ciudad.


¿Fue a causa de esa primera imagen por lo que la capital de Persia ejerció tan poca magia sobre mí? En las ciudades de Oriente se buscan los colores del presente y las sombras del pasado. En Teherán yo no encontré nada de eso. ¿Qué fue lo que vi allí? Unas avenidas demasiado anchas para unir a los ricos de los barrios del norte con los pobres de los barrios del sur; un bazar que, ciertamente, rebosaba de camellos, mulas y telas abigarradas, pero que no tenía comparación con los zocos de El Cairo, de Constantinopla, de Ispahán o de Tabriz. Y por donde se posara la mirada, innumerables construcciones grises.


¡Demasiado nueva Teherán, demasiado poca historia! Durante mucho tiempo no fue más que una oscura dependencia de Rayy, la prestigiosa ciudad de los sabios destruida en la época de los mogoles. Hasta que a finales del siglo XVIII, una tribu turcomana, la de los Kayar, se apoderó de aquella localidad. Después de haber logrado someter por la espada a toda Persia, la dinastía elevó su modesta guarida al rango de capital. Hasta entonces, el centro político del país se encontraba más al sur, en Ispahán, Kirman o Shiraz. Ni que decir tiene que los habitantes de esas ciudades echan pestes de los «zafios norteños» que los gobiernan y que ignoran hasta su lengua. El shah reinante, en el momento de su ascensión al poder, necesitó un traductor para dirigirse a sus súbditos. Sin embargo, parecía que desde entonces había adquirido mayor conocimiento del persa.


Hay que reconocer que tiempo no le habla faltado. A mi llegada a Teherán, en abril de 1896, ese monarca se disponía a celebrar su jubileo, su quincuagésimo año en el poder. Con ese motivo, la ciudad estaba engalanada con el emblema nacional que lleva el signo del león y del sol; los notables habían venido de todas las provincias, numerosas delegaciones extranjeras se habían desplazado hasta allí y aunque la mayoría de los invitados oficiales estaban alojados en villas, los dos hoteles para europeos, el Albert y el Prevost, estaban desusadamente llenos. Fue en este último donde finalmente encontré una habitación.


Había pensado ir directamente a casa de Fazel, entregarle la carta y preguntarle cómo podría reunirme con Mitza Reza, pero supe reprimir mi impaciencia. No ignoraba las costumbres de los orientales y sabía que el discípulo de Yamaleddín me invitaría a alojarme en su casa; no quería ofenderle con una negativa ni arriesgarme a verme mezclado en su actividad política, y aún menos en la de su maestro.


Por lo tanto, me instalé en el Hotel Prevost, dirigido por un ginebrino. Por la mañana alquilé una vieja yegua para ir, útil cortesía, a la Legación americana, situada en el bulevar de los embajadores, y luego a casa del discípulo preferido de Yamaleddín. Bigotillo fino, larga túnica blanca, porte majestuoso, una pizca de frialdad, Fazel correspondía, en conjunto, a la imagen que me había descrito el exiliado de Constantinopla.


Íbamos a convertirnos en los mejores amigos del mundo, pero el primer contacto fue distante, su lenguaje directo me molestó y me inquietó. Como cuando hablamos de Mirza Reza.

– Haré lo que pueda por ayudarle, pero no quiero tener nada que ver con ese loco. Es un mártir viviente, me dijo el Maestro y yo respondí: ¡Más le hubiera valido morir! No me mire usted así, no soy un monstruo, pero ese hombre ha sufrido tanto que tiene la mente completamente trastornada: cada vez que abre la boca perjudica a nuestra causa.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

– Desde hace semanas vive en el mausoleo de Shah Abdol-Azim, vagando por los jardines y los pasillos, entre los edificios, hablando con las personas del arresto de Yamaleddín, exhortándolas a derrocar al monarca, contando sus propios sufrimientos, gritando y gesticulando. No cesa de repetir que Sayyid Yamaleddín es el imán del Tiempo, aunque el interesado le haya prohibido ya proferir tan insensatas palabras. Realmente, no me interesa que me vean en su compañía.

– Es la única persona que podría informarme sobre el Manuscrito.

– Lo sé y le conduciré hasta él, pero no me quedaré ni un instante con usted.


Esa noche, el padre de Fazel, uno de los hombres más ricos de Teherán, ofreció una cena en mi honor. Amigo íntimo de Yamaleddín, aunque apartado de toda acción política, quería honrar al Maestro por mi mediación; había invitado a cerca de cien personas. La conversación giró en torno a Jayyám. Cuartetas y anécdotas llovían de todas las bocas y las discusiones se animaban derivando a menudo hacia la política; todos parecían manejar hábilmente el persa, el árabe y el francés y la mayoría de ellos tenían algunas nociones de turco, ruso e inglés. Yo me sentía tanto más ignorante cuanto que todos me consideraban como un gran orientalista y un especialista de las Ruba'ivyat, apreciación muy exagerada, diría incluso que desmedida, pero que pronto tuve que renunciar a desmentir, puesto que mis protestas parecían una manifestación de humildad, que es, todos lo sabemos, el sello de los verdaderos sabios.


La velada comenzó con la puesta de sol, pero mi anfitrión había insistido para que yo fuera más temprano; deseaba mostrarme los colores de su jardín. Un persa, aunque posea un palacio, como era el caso del padre de Fazel, rara vez invita a visitarlo: lo relega en favor del jardín, su único motivo de orgullo.


A medida que iban llegando, los invitados cogían sus copas e iban a instalarse cerca de los riachuelos, naturales o artificiales, que serpenteaban entre los álamos. A veces, según prefirieran sentarse en una alfombra o en un almohadón, los sirvientes se apresuraban a tirarlos en el lugar elegido, pero algunos escogían una roca o simplemente la tierra; los jardines de Persia no conocen el césped, lo que a ojos de un americano les da un aspecto algo árido.


Esa noche se bebió razonablemente. Los más piadosos se limitaban al té. Con este fin, circulaba un gigantesco samovar, escoltado por tres sirvientes, dos para sostenerlo y un tercero para servir. Muchos preferían el arak, el vodka o el vino, pero no observé ninguna actitud desagradable; los más achispados se contentaban con acompañar en sordina a los músicos contratados por el señor de la casa; uno que tocaba el pandero, un virtuoso del «zarb» y un flautista. Más tarde llegaron los bailarines, la mayoría muchachos jóvenes. En el transcurso de la recepción no apareció ninguna mujer.


La cena no se sirvió hasta la medianoche aproximadamente. A lo largo de la velada nos contentamos con pistachos, almendras, granos salados y golosinas, y la comida sólo fue el punto final del ceremonial. El anfitrión tenía el deber de retrasarla lo más posible, ya que en cuanto llega el plato principal, que esa noche era un «yavaher polow», un «arroz alhajado», cada invitado se lo traga en diez minutos, se lava las manos y se va. Cocheros y sirvientes con linternas se apelotonaban en la puerta cuando salimos, para recoger a su señor.


Al alba del día siguiente, Fazel me acompañó en un coche de punto hasta la puerta del santuario de Shah Abdol-Azim. Entró solo, para volver con un hombre de aspecto inquietante: alto, delgado de manera enfermiza, con la barba hirsuta y las manos temblándole sin cesar. Iba vestido con una larga túnica blanca, estrecha y remendada y llevaba un bolsón descolorido y sin forma que contenía todo lo que poseía en este mundo. En sus ojos podía leerse todo el infortunio de Oriente.


Cuando se enteró de que yo acababa de visitar a Yamaleddín, cayó de rodillas, me agarró la mano y la cubrió de besos. Fazel, incómodo, balbuceó una excusa y se alejó.


Tendí a Mirza Reza la carta del Maestro. Casi me la arrancó de las manos y, aunque constaba de varias páginas, la leyó entera, sin apresurarse, olvidando totalmente mi presencia.


Esperé a que hubiera terminado para hablarle de lo que me interesaba. Pero entonces me dijo, en una mezcla de persa y francés que me costó bastante comprender:

– El libro lo tiene un soldado originario de Kirman, que es también mi ciudad. Me ha prometido venir a verme aquí pasado mañana viernes. Habrá que darle algo de dinero, no para comprar el libro, sino para agradecerle el haberlo restituido. Desgraciadamente, ya no me queda ni una moneda.


Sin dudarlo, saqué del bolsillo el oro que Yamaleddín le enviaba y añadí una suma equivalente; pareció satisfecho.

– Vuelve el sábado. Si Dios lo quiere tendré el Manuscrito, te lo entregaré y tú se lo llevarás al Maestro a Constantinopla.

XXX

De la adormilada ciudad subían ruidos perezosos, el polvo era caliente y brillaba el sol; era un día persa, todo languidez, una comida compuesta de pollo al albaricoque, un vino fresco de Shiraz, una siesta insuperable en el balcón de mi habitación del hotel bajo un quitasol descolorido, con la cara tapada con una toalla mojada.


Pero en el crepúsculo de ese 1 de mayo de 1896, una vida acabaría y otra comenzaría más allá.


Insistentes y furiosos golpes en mi puerta. Por fin los oigo, me estiro, me sobresalto y corro descalzo con el pelo pegado y el bigote lacio, vestido con una túnica flotante comprada la víspera. Mis dedos fláccidos tienen dificultades para abrir el pestillo. Fazel empuja la puerta, me arrolla para cerrarla y me sacude por los hombros.

– ¡Despierta, dentro de un cuarto de hora eres hombre muerto!


Lo que Fazel me dijo con algunas frases entrecortadas el mundo entero iba a saberlo al día siguiente por la magia del telégrafo.


Al mediodía, el monarca había acudido al santuario de Shah-Abdol-Azim para la oración del viernes. Llevaba el traje de gala confeccionado para su jubileo, hilos de oro, remates de turquesas y esmeraldas, gorro de plumas. En la gran sala del santuario elige su espacio para la oración y extienden una alfombra a sus pies. Antes de arrodillarse, busca con los ojos a sus mujeres y les indica que se coloquen detrás de él, alisa sus largos bigotes afilados, blancos con reflejos azulados, mientras la multitud, fieles y mollahs que los guardias se afanan por contener, se apiña a su alrededor. Del patio exterior llegan aún las aclamaciones. Las esposas reales avanzan.


Entre ellas se escurre un hombre vestido de lana, a la manera de los derviches. Sujeta un papel que tiende con la punta de los dedos. El shah se pone sus binóculos para leerlo. De pronto, un tiro alcanza al soberano en pleno corazón. Pero antes de desplomarse, puede murmurar: «¡Sostenedme!» La pistola estaba oculta por la hoja de papel.


En el tumulto general, el gran visir es el primero que se recobra y grita: «¡No es nada, la herida es leve!» Ordena evacuar la sala y llevar al shah al carruaje real. Y hasta Teherán, va abanicando el cadáver sentado en el asiento de atrás, como si aún respirara. Mientras tanto, hace venir al príncipe heredero de Tabriz, de donde es gobernador.


En el santuario, las esposas del shah atacan al asesino, lo insultan y lo muelen a palos; la muchedumbre le arranca la ropa y se dispone a despedazarlo cuando el coronel Kasakovsky, jefe de la brigada cosaca, interviene para salvarlo, o más bien para someterlo a un primer interrogatorio. Sorprendentemente, el arma del crimen ha desaparecido. Se dice que una mujer la recogió y la ocultó bajo su velo. No la encontrarán jamás. Por el contrario, recuperan la hoja de papel que sirvió para camuflar la pistola.


Por supuesto, Fazel me ahorró todos esos detalles, su síntesis fue lapidaria:


– Ese loco de Mitza Reza ha matado al shah. Le han encontrado encima la carta de Yamaleddín donde se menciona tu nombre. Conserva tu traje persa, coge tu dinero y tu pasaporte. Nada más. Y corre a refugiarte en la Legación americana.


Mi primer pensamiento fue para el Manuscrito. ¿Lo habría recuperado Mirza Reza esa mañana? Verdad es que yo no evaluaba aún la gravedad de n-ú situación: complicidad en el asesinato de un jefe de Estado, ¡yo, que había venido al Oriente de los poetas! Sin embargo, las apariencias estaban contra mí, engañosas, falsas, absurdas, pero abrumadoras. ¿Qué juez, qué comisario no sospecharía de mí?


Fazel espiaba desde el balcón; de pronto se agachó y gritó con voz ronca:

– ¡Ya están aquí los cosacos! ¡Están acordonando el hotel!


Bajamos corriendo la escalera. Una vez llegados al vestíbulo de entrada, recobramos un paso más digno, menos sospechoso. Un oficial, barba rubia, gorro encasquetado, acababa de entrar barriendo con los ojos los rincones de la estancia. Fazel tuvo justo el tiempo de susurrarme: «¡A la Legación!» Luego se separó de mí, se dirigió hacia el oficial, le oí pronunciar «¡Palkovnik!» -¡Coronel!- y les vi estrecharse la mano ceremoniosamente e intercambiar algunas palabras de condolencia. Kasakovsky había cenado con frecuencia en casa del padre de mi amigo y eso me valió algunos segundos de respiro. Los aproveché para apresurar el paso hacia la salida, envuelto en mi aba, e internarme en el jardín, qúe los cosacos se aplicaban en transformar en un campo atrincherado. No me molestaron. Como venía del interior debieron de suponer que su jefe me había dejado pasar. Crucé, pues, la verja y me dirigí hacia la callejuela de la derecha que llevaba al bulevar de los embajadores y, en diez minutos, a mi Legación.


Tres soldados estaban apostados a la entrada de mi callejuela. ¿Pasaría ante ellos? A la izquierda divisé otra calleja. Pensé que sería mejor tomarla, aunque tuviera luego que torcer a la derecha. -Avancé, por lo tanto, evitando mirar en dirección a los soldados. Algunos pasos más y ya no los vería, ni ellos a mí:

– ¡Alto!

¿Qué hacer? ¿Detenerme? A la primera pregunta que me hicieran descubrirían que apenas hablaba persa, me pedirían mis papeles y me detendrían. ¿Huir? No les costaría alcanzarme, yo habría actuado como un culpable y ni siquiera podría invocar mi buena fe. Sólo tenía una fracción de segundo para elegir.


Decido seguir mi camino sin apresurarme, como si no hubiera oído. Pero resuena un nuevo grito, carabinas que se cargan, pasos. No lo pienso más y corro a través de las callejuelas sin mirar hacia atrás; me lanzo por los pasajes más estrechos, más sombríos; el sol se ha puesto ya, dentro de media hora será de noche.


Buscaba con mi mente una oración para poder rezar y sólo conseguía repetir «¡Dios!, ¡Dios!, ¡Dios!», insistente imploración, como si ya estuviera muerto y tamborileara a la puerta del paraíso.


Y la puerta se abrió. La puerta del paraíso. Una puertecilla disimulada en una tapia manchada de barro, en la esquina de una calle. Una mano tocó la mía, me agarré a ella, me atrajo hacia sí y cerró detrás de mí. Yo no podía abrir los ojos de miedo, de sofoco, de incredulidad, de felicidad. Fuera seguía la galopada.


Tres miradas risueñas me contemplaban, tres mujeres con la cabeza tapada con un velo, pero con el rostro descubierto y que me comían con los ojos como a un recién nacido. La de más edad, unos cuarenta años, me indicó que la siguiera. Al fondo del jardín a donde fui a parar había una pequeña cabaña donde me instaló en una silla de mimbre, prometiéndome con un gesto que vendría a liberarme. Me tranquilizó con una mueca y una palabra mágica: andarun, «casa interior». ¡Los soldados no vendrían a registrar donde vivían mujeres!


De hecho, los ruidos de soldados sólo se habían acercado para alejarse de nuevo antes de apagarse. ¿Cómo podían saber en cuál de las callejuelas me había volatilizado? El barrio era un laberinto de decenas de pasajes y cientos de casas y jardines y era casi de noche.


Al cabo de una hora me trajeron té negro, me liaron cigarrillos y se entabló una conversación. Con algunas frases lentas en persa y unas cuantas palabras en francés, se me explicó a qué debía mi salvación. En el barrio había corrido el rumor de que un cómplice del asesino del shah estaba en el hotel de los extranjeros. Al verme huir, ellas habían comprendido que era yo el heroico culpable y habían querido protegerme. ¿Las razones de su actitud? Su marido y padre había sido ejecutado quince años antes, injustamente acusado de pertenecer a una secta disidente, los babis, que preconizaban la abolición de la poligamia, la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el establecimiento de un régimen democrático. Dirigida por el shah y por el clero, la represión fue sangrienta y, además de las decenas de miles de babis, muchos inocentes fueron exterminados por la simple denuncia de un vecino. Mi benefactora se quedó sola con dos hijas de tierna edad y desde entonces sólo esperaba la hora de la revancha. Las tres mujeres se consideraban honradas de que el heroico vengador hubiera ido a parar a su humilde jardín.


Cuando uno se ve en los ojos de las mujeres corno un héroe ¿se tienen realmente deseos de desengañarlas? Yo me persuadí de que sería inoportuno, incluso imprudente, decepcionarlas. En mí difícil combate por la supervivencia necesitaba a esas aliadas, su entusiasmo y su valor, su injustificada admiración. Por lo tanto, me refugié en un enigmático silencio que hizo desaparecer sus últimas dudas.


Tres mujeres, un jardín, un saludable error; podría contar infinitamente los cuarenta irreales días de esa tórrida primavera persa.


Difícilmente se puede ser allí más extranjero y, por si fuera poco, en el universo de las mujeres de Oriente, donde no había el menor lugar para mí. Mi benefactora no ignoraba ninguna de las dificultades en las que se había metido. Estoy seguro de que durante la primera noche, mientras yo dormía en la cabaña del fondo del jardín, tendido sobre tres esteras superpuestas, sufrió el más tenaz de los insomnios, ya que al alba me mandó llamar, me hizo sentarme con las piernas cruzadas a su derecha, instaló a sus dos hijas a su izquierda y nos soltó un discurso laboriosamente preparado.


Empezó por alabar mi valor y me reiteró su alegría por haberme acogido. Luego, tras guardar silencio unos instantes, se puso de pronto a desabrocharse la parte de arriba de su vestido bajo mis atónitos ojos. Enrojecí y miré para otro lado, pero ella me atrajo hacia sí. Sus hombros estaban desnudos, así como sus pechos. Con palabras y con gestos me invitó a mamar. Las dos muchachas reventaban de risa para sus adentros, pero la madre se comportaba con la seriedad de los sacrificios rituales. Posando mis labios, lo más púdicamente del mundo, sobre un pezón y luego sobre el otro, cumplí lo que me ordenaba. Entonces ella se tapó, sin prisa, diciendo con el tono más solemne:

– Por este gesto te has convertido en mi hijo, como si hubieras nacido de mi carne.


Luego, volviéndose hacia sus hijas, que habían dejado de reírse, les anunció que de ahí en adelante debían actuar conmigo como si yo fuera su propio hermano.


En aquel momento la ceremonia me pareció conmovedora, pero grotesca. Sin embargo, al pensar en ella de nuevo, descubrí toda la sutileza del Oriente. En efecto, para esa mujer mi situación era embarazosa. No había dudado en echarme una mano caritativa, con peligro de su vida, y me había ofrecido la hospitalidad más incondicional. Al mismo tiempo, la presencia de un extranjero, un hombre joven, codeándose con sus hijas noche y día, sólo podía provocar, un día u otro, cualquier incidente. ¿Qué mejor que soslayar la dificultad por el gesto ritual de la adopción simbólica? Desde ese momento yo podía circular a mi antojo por la casa, acostarme en la misma habitación, dar a mis «hermanas» un beso en la frente; estábamos todos protegidos y fuertemente sostenidos por la ficción de la adopción.


Otros se hubieran sentido cogidos en una trampa por esa escenificación. Yo, por el contrario, me sentía reconfortado. Aterrizar en un planeta de mujeres y por ociosidad, por promiscuidad, encontrarse entablando una relación apresurada con una de las tres anfitrionas; ingeniárselas poco a poco para evitar a las otras dos, para esquivar su vigilancia, para excluirlas; granjearse, indefectiblemente, su hostilidad, encontrarse uno mismo excluido, avergonzado, contrito por haber turbado, entristecido o decepcionado a unas mujeres que habían sido poco menos que providenciales, era una sucesión de hechos que habrían correspondido muy poco con mi temperamento. Ni que decir tiene que yo jamás habría sabido urdir, con mí mente de occidental, lo que esa mujer supo encontrar en el inagotable arsenal de las prescripciones de su fe.


Como por milagro, todo se volvió simple, límpido y puro. Decir que el deseo había muerto sería mentir; todo en nuestras relaciones era eminentemente carnal y sin embargo, lo repito, eminentemente puro. De este modo viví momentos de paz indolente en la intimidad de esas mujeres, sin velos ni excesivos pudores, en el corazón de una ciudad donde probablemente yo era el hombre más buscado.


Con el paso del tiempo, veo mi estancia entre ellas como un momento privilegiado, sin el cual mi adhesión a Oriente se habría truncado o seguiría siendo superficial. A ellas les debo los inmensos progresos que hice entonces en la comprensión y utilización del persa usual. Aunque el primer día mis anfitrionas hicieron el loable esfuerzo de juntar algunas palabras de francés, de ahí en adelante todas nuestras conversaciones se desarrollaron en la lengua del país. Conversaciones animadas o indolentes, sutiles o crudas, a veces incluso escabrosas, puesto que en mi calidad de hermano mayor, y siempre que permaneciera fuera de los límites del incesto, podía permitirme todo. Lo que era jocoso era lícito, incluidas las demostraciones de afecto más teatrales.


¿Habría conservado su encanto la experiencia si se hubiera prolongado? No lo sabré jamás, ni me interesa saberlo. Un acontecimiento, por desgracia demasiado previsible, vino a ponerle fin, una visita normal y corriente, la de los abuelos.


De ordinario yo permanecía lejos de las puertas de entrada, la del biruni que lleva al alojamiento de los hombres y que es la puerta principal, y la del jardín, por la que había entrado. A la primera alerta me eclipsaba. Esta vez, por inconsciencia, por exceso de confianza, no oí llegar a la anciana pareja. Estaba sentado con las piernas cruzadas en la habitación de las mujeres fumando tranquilamente desde hacía dos largas horas un kalyan preparado por mis «hermanas» y me había adormilado allí mismo, con la pipa en la boca y la cabeza apoyada contra la pared, cuando un carraspeo de hombre me despertó sobresaltado.

XXXI

Para mi madre adoptiva, que llegó algunos segundos demasiado tarde, la presencia de un varón europeo en el corazón de sus apartamentos tenía que explicarse rápidamente. Antes que empañar su reputación o la de sus hijas, eligió decir la verdad, en un tono que quiso fuera de lo más patriótico y triunfante. ¿Quién era ese extranjero? ¡Nada menos que el farangui que toda la policía buscaba, el cómplice de aquel que había matado al tirano y vengado así a su mártir marido!


Un momento de vacilación y luego cayó el veredicto. Se me felicitaba, se alababa mi valor, así como el de mi protectora. Es verdad que, frente a una situación tan incongruente, su explicación era la única plausible. Aunque mi lánguida postura, en pleno corazón del andarun, fuera algo comprometedora, podía explicarse fácilmente por la necesidad de sustraerme a las miradas.


El honor se había salvado, pues, pero estaba claro que debía irme ya. Dos caminos se me ofrecían. El más evidente era salir disfrazado de mujer y caminar hasta la Legación americana; en resumen, proseguir el camino interrumpido algunas semanas antes. Pero «mi madre» me disuadió de ello. Había hecho una ronda exploratoria y se había percatado de que todas las callejuelas que llevaban a la Legación estaban controladas. Además, al ser de bastante estatura, un metro ochenta y tres, mi disfraz de mujer persa no engañaría a ningún soldado por poco observador que fuera.


La otra solución era, siguiendo los consejos de Yamaleddín, enviar un mensaje de socorro a la princesa Xirin. Hablé de ella a mi «madre», que lo aprobó; había oído hablar de la nieta del shah asesinado. Se la consideraba sensible a los sufrimientos de los pobres; me propuso llevarle una carta. El problema era encontrar las palabras que podría dirigirle, palabras que fueran suficientemente explícitas pero que no me traicionaran si caían en otras manos. No podía mencionar mi nombre ni el del Maestro. Me contenté, pues, con escribir en una hoja de papel la única frase que me dijo una vez: «Nunca se sabe, nuestros caminos podrían cruzarse.»


Mi «madre» había decidido acercarse a la princesa durante las solemnidades del cuadragésimo día del anciano shah, última fase de las ceremonias mortuorias. En la inevitable confusión general de los curiosos y las plañideras embadurnadas con hollín, no tuvo ninguna dificultad en hacer pasar el papel de mano en mano; la princesa lo leyó y buscó con los ojos, con temor, al hombre que lo había escrito; la mensajera susurró: «¡Está en mi casa!» Al instante, Xirín abandonó la ceremonia, llamó a su cochero e instaló a mi «madre» a su lado. Para no despertar sospechas, el carruaje con las insignias reales se detuvo ante el Hotel Prevost, desde donde las dos mujeres, cubiertas por tupidos velos, anónimas, prosiguieron a pie su camino.


Nuestro segundo encuentro se reveló apenas más locuaz que el primero. La princesa me evaluaba con la mirada, con una sonrisa en la comisura de los labios. De pronto, ordenó:

– Mañana, al alba, mi cochero vendrá a recogeros, estad preparado, cubríos con un velo y caminad con la cabeza baja.


Yo estaba convencido de que me llevaría a mi Legación, pero en el momento en que su carruaje cruzaba la puerta de la ciudad comprobé mi error. Ella me explicó:

– Efectivamente, habría podido conduciros a casa del ministro americano, allí habríais encontrado refugio, pero no hubiera sido difícil que se supiera cómo habíais llegado. Aunque tengo alguna influencia por pertenecer a la familia Kayar, no puedo aprovecharme de ella para proteger al presunto cómplice del asesino del shah. Me habría resultado embarazoso y por mí se habrían remontado hasta las valientes mujeres que os acogieron. A vuestra Legación no le habría agradado en modo alguno tener que proteger a un hombre acusado de semejante crimen. Creedme, es mejor para todo el mundo que os vayáis de Persia. Voy a conduciros junto a uno de mis tíos maternos, uno de los jefes de los bajtiaris. Ha venido con los guerreros de su tribu para las ceremonias del cuadragésimo día. Le he revelado vuestra identidad y demostrado vuestra inocencia, pero sus hombres no deben saber nada. Se ha comprometido a escoltaros hasta la frontera otomana por unos caminos que las caravanas ignoran. Nos espera en el pueblo de Shah-Abdol-Azim. ¿Tenéis dinero?

– Sí. Les he dado doscientos tumanes a mis salvadoras, pero aún me quedan cerca de cuatrocientos.

– No es suficiente. Tendréis que distribuir la mitad de vuestro haber entre vuestros compañeros y guardar una buena suma para el resto del viaje. Tomad algunas monedas turcas, no estarán de más. Tomad también un escrito que quisiera hacer llegar al Maestro. Pasaréis por Constantinopla ¿no?


Resultaba difícil decir que no. Ella prosiguió, deslizando los papeles doblados por la abertura de mi túnica:

– Es el atestado del primer interrogatorio de Mirza Reza, me he pasado la noche copiándolo. Podéis leerlo, debéis incluso leerlo, os informará de muchas cosas. Además, os tendrá ocupado durante vuestra larga travesía. Pero que nadie más lo vea.


Estábamos ya en las inmediaciones del pueblo, la policía estaba por todas partes y registraba hasta los cargamentos de las mulas, pero ¿quién se hubiera atrevido a obstaculizar a un tiro real? Proseguimos nuestro camino hasta el patio de un gran caserón color azafrán. En el centro, dominando la escena, un inmenso roble centenario en torno al cual se agitaban unos guerreros con el cuerpo ceñido por dos cartucheras cruzadas. La princesa sólo tuvo una mirada de desprecio para esos viriles ornamentos que hacían juego con los tupidos bigotes.

– Como podéis ver, os dejo en buenas manos; ellos os protegerán mejor que las débiles mujeres que os tomaron a su cargo hasta hoy.

– Lo dudo. Mis ojos seguían con inquietud los cañones de fusil que apuntaban en todas las direcciones.

– Yo también lo dudo -se rió ella-. Pero por lo menos os llevarán hasta Turquia.


Cuando ya nos habíamos despedido, me volví:

– Sé que el momento es poco propicio para hablar de ello, pero, ¿sabríais por casualidad si entre las pertenencias de Mitza Reza encontraron un viejo manuscrito?


Sus ojos me huyeron y su tono se volvió agresivo.

– Efectivamente, el momento está mal escogido. ¡No volváis a pronunciar el nombre de ese loco antes de haber llegado a Constantinopla!

– ¡Es un manuscrito de Jayyám!


Tenía razón en insistir. Después de todo, era a causa de ese libro por lo que me había dejado arrastrar a mi aventura persa. Pero Xirín dio un suspiro de impaciencia.

– No sé nada, pero me informaré. Dejadme vuestras señas y os escribiré. Pero, ¡por favor!, no me respondáis.


Mientras garrapateaba «Annápolis, Maryland», tuve la impresión de estar ya lejos e inmediatamente sentí pesar de que mi incursión en Persia hubiera sido tan corta y desde el principio tan mal planeada. Tendí el papel a la princesa y cuando intentó cogerlo retuve su mano, estrechándola con fuerza un breve instante. Ella, a su vez, apretó la mía, clavándome la uña en la palma sin herirme, pero dejando en ella una marca bien trazada que perduró unos minutos. Dos sonrisas asomaron a nuestros labios, la misma frase fue pronunciada al unísono:

– ¡Nunca se sabe… nuestros caminos podrían cruzarse!


Durante dos meses no vi nada que se pareciera a lo que acostumbro a llamar carretera. Al salir de Shah Abdol-Azim nos dirigimos al sudoeste, en dirección al territorio tribal de los baitiaris. Después de rodear el lago salado de Qom, caminamos a lo largo del río del mismo nombre, pero sin penetrar en la ciudad. Mis acompañantes, con los fusiles constantemente preparados como para una batida, se esforzaban por evitar cualquier aglomeración y aunque el tío de Xirín se tomó con frecuencia la molestia de informarme «Estamos en Amuk, en Vertxa, en Jomeín», era sólo una forma de hablar, que significaba simplemente que estábamos a la altura de esas localidades, cuyos minaretes divisábamos a lo lejos y cuyos contornos me contentaba con adivinar.


En las montañas de Suristan, más allá del nacimiento del río Qom, mis acompañantes aflojaron la vigilancia: estábamos en territorio bajtiari. Se organizó un festín en mi honor, me dieron a fumar una pipa de opio y me adormilé en el acto, en medio de la hilaridad general. Tuve que esperar dos días antes de reanudar el camino, que sería aún largo: Shustar, Ahwaz y al fin la peligrosa travesía de las ciénagas hasta Basora, ciudad del Iraq otomano sobre el Shatt al-Arab.


¡Al fin fuera de Persia y a salvo! Quedaba un largo mes en el mar para ir en velero desde Fao a Bahrein, bordear la costa de los Piratas hasta Aden, remontar el Mar Rojo y el canal de Suez hasta Alejandría, para finalmente cruzar el Mediterráneo en un viejo buque turco hasta Constantinopla.


A lo largo de aquella interminable huida, fatigosa pero sin dificultad, no tuve otro entretenimiento que leer y releer las diez páginas manuscritas que constituían el interrogatorio de Mirza Reza. Sin duda me habría cansado de hacerlo si hubiera tenido otras distracciones, pero ese mano a mano forzado con un condenado a muerte ejercía sobre mí una innegable fascinación, tanto más cuanto que podía imaginármelo fácilmente, con sus miembros esqueléticos, sus ojos de atormentado y sus ropas de improbable devoto. A veces incluso creía oír, su voz torturada.

– ¿Qué razones han podido impulsarte a matar a nuestro muy amado shah?

– Aquellos que tengan ojos para observar no tendrán ninguna dificultad en darse cuenta de que el shah caído en el mismo lugar donde Sayyid Yamaleddín fue… maltratado. ¿Qué había hecho ese hombre santo, verdadero descendiente del Profeta, para que se le arrastrara así fuera del santuario?

– ¿Quién te incitó a matar al shah, quiénes son tus cómplices?

– Juro por dios, el Altísimo, el Todopoderoso, el creó a Sayyid Yamaleddín y a todos los demás humanos, que nadie, salvo el sayyid y yo, estaba al corriente de mí proyecto de matar al shah. El sayyid está en Constantinopla ¡tratad de atraparlo!

– ¿Qué directrices te dio Yamaleddin?

– Cuando fui a Constantinopla le conté las torturas que el hijo del shah me había hecho padecer. El sayyid me impuso silencio diciéndome: «¡Deja de lamentarte como si fueras el animador de una ceremonia fúnebre! ¿No sabes hacer otra cosa que llorar? ¡Si el hijo del shah te torturó, mátalo!»

– ¿Por qué mataste al shah en vez de a su hijo, puesto que fue éste el que te perjudicó y puesto que fue del hijo de quien Yamaleddín te aconsejó que te vengaras?

– Me dije a mí mismo: «Si mato al hijo, el shah, con su formidable poder, va a matar a miles de personas en represalia.» En vez de cortar una rama, he preferido arrancar de cuajo el árbol de la tiranía, esperando que otro árbol pueda crecer en su lugar. Por otra parte, el sultán de Turquía le dijo a Sayyid Yamaleddín en privado que habría que quitar de en medio a ese shah para realizar la unión de todos los musulmanes.

– ¿Cómo sabes lo que el sultán pudo decir en privado a Yamaleddín?

– Porque fue el mismo Sayyid Yamaleddín quien me lo contó. Confía en mí, no me oculta nada. Cuando estaba en Constantinopla me trataba como a su propio hijo.

– Si te trataban tan bien allí ¿por qué volviste a Persia donde temías que te detuvieran y torturaran?

– Soy de los que creen que ninguna hoja cae del árbol sin que haya estado escrito desde siempre en el Libro del Destino. Estaba escrito que yo vendría a Persia y sería el instrumento del acto que acaba de ser realizado.

XXXII

Si esos hombres que deambulaban por la colina de Yildiz, en tomo a la casa de Yamaleddín, hubieran escrito sobre su fez «espía del sultán», no hubieran revelado algo más de lo que el más ingenuo de los visitantes comprobaba a la primera ojeada. Pero quizá fuera ésa la verdadera razón de su presencia: desanimar a los visitantes. De hecho, esa casa, que en otro tiempo era un hervidero de discípulos, de corresponsales extranjeros, de personalidades de paso, estaba en ese caluroso día de septiembre totalmente desierta. Sólo el sirviente estaba ahí, siempre tan discreto. Me condujo al primer piso, donde encontré al Maestro pensativo, lejano, hundido en un sillón de cretona y veludillo.


Al verme llegar, su rostro se iluminó. Vino hacía mí a grandes zancadas, me estrechó contra él disculpándose del daño que me había causado y proclamándose feliz de que hubiera podido salir de aquello. Le conté detalladamente mi huida y la intervención de la princesa, antes de volver sobre mi demasiado breve estancia y mi encuentro con Fazel y luego con Mirza Reza. La sola mención de su nombre irritó a Yamaleddín.

– Me acaban de informar de que lo ahorcaron el mes pasado. ¡Que Dios le perdone! Por supuesto, conocía su suerte, sólo resulta sorprendente lo que han tardado en ejecutarlo. ¡Más de cien días después de la muerte del shah! Sin duda lo torturaron para arrancarle su confesión.


Yamaleddín hablaba lentamente. Me pareció más débil, más delgado; de vez en cuando, los tics desfiguraban su rostro, de ordinario tan sereno, aunque sin despojarlo de su magnetismo. Daba la impresión de que sufría, sobre todo cuando evocaba a Mirza Reza.

– Aún no puedo creer que ese pobre muchacho, que cuidé aquí mismo en Constantinopla, al que le temblaban las manos constantemente y parecía incapaz de levantar una taza de té, haya podido sostener una pistola, disparar contra el shah y matarlo de un solo tiro. ¿No crees que han podido aprovecharse de su locura para endosarle el crimen de otro?


Por toda respuesta le presenté el atestado copiado por la princesa. Poniéndose sus finos binóculos lo leyó, lo releyó con fervor, o terror, a veces incluso me pareció que con una especie de alegría interior. Luego dobló las hojas, se las metió en el bolsillo y se puso a pasear de un lado a otro de la habitación. Pasaron diez minutos de silencio antes de que pronunciara esta sorprendente oración:

– ¡Mirza Reza, niño perdido de Persia! ¡Si pudieras ser solamente loco, si pudieras ser solamente sabio! ¡Si pudieras contentarte con traicionarme o con serme fiel! ¡Si pudieras inspirar sólo ternura o repulsión! ¿Cómo amarte? ¿Cómo odiarte? El mismo Dios ¿qué hará contigo? ¿Te llevará al Paraíso de las víctimas? ¿Te relegará al infierno de los verdugos?


Volvió a sentarse, agotado, con el rostro entre las manos. Yo seguía callado, incluso me esforzaba por contener el ruido de mi respiración. Yamaleddín se incorporó. Su voz me pareció más serena y su mente más clara.

– Las palabras que he leído son, desde luego, de Mirza Reza. Hasta ahora tenía mis dudas. Ya no las tengo; ciertamente fue él el asesino. Y probablemente pensó actuar así para vengarme. Quizá haya creído que me obedecía. Pero, contrariamente a lo que pretende, yo jamás le di la orden de cometer un asesinato. Cuando vino a Constantinopla a contarme como lo habían torturado el hijo del shah y sus acólitos, se ahogaba en llanto. Queriendo que reaccionara, le dije: «¡Deja ya de lamentarte! ¡Se diría que lo único que buscas es que te compadezcan! ¡Estarías dispuesto incluso a mutilarte para estar seguro de que vas a despertar compasión!» Le conté una antigua leyenda: «Cuando los ejércitos de Darío se enfrentaron con los de Alejandro el Grande, los consejeros del griego le advirtieron que las tropas de los persas eran mucho más numerosas que las suyas. Alejandro se encogió de hombros con aplomo: “Mis hombres -dijo, “luchan para vencer; los hombres de Darío luchan para morir".»


Yamaleddín pareció rebuscar en sus recuerdos.

– Entonces le dije a Mirza Reza: «¡Si el hijo del shah te acosa, destrúyelo, en lugar de destruirte a ti mismo!» ¿Es realmente eso un llamamiento al asesinato? ¿Y cree usted de verdad, usted que conoció a Mirza Reza, que yo habría podido confiar semejante misión a un loco que miles de personas pudieron ver aquí mismo, en mi casa?


Quise mostrarme sincero.

– No es usted culpable del crimen que se le imputa, pero no puede negarse su responsabilidad moral.


Mi franqueza le impresionó.

– Eso lo admito, como admito haber deseado cada día la muerte del shah. Pero de qué sirve defenderme si ya estoy condenado.


Se dirigió hacia un cofrecillo y sacó de él una hoja cuidadosamente caligrafiada.

– Esta mañana he escrito mi testamento.


Me colocó el texto entre las manos y leí con emoción:

«No sufro por estar prisionero, no temo a la cercana muerte. Mi única causa de desolación es comprobar que no he visto florecer las semillas que sembré. La tiranía continúa aplastando a los pueblos de Oriente y el oscurantismo sigue ahogando su grito de libertad. Quizá hubiera logrado mis propósitos si hubiese sembrado mi semilla en la tierra fértil del pueblo en lugar de en las áridas tierras de las cortes reales. Y tú, pueblo de Persia, en quien puse mis mayores esperanzas, no creas que eliminando a un hombre puedes ganar tu libertad. Es el peso de las tradiciones seculares lo que tienes que osar sacudir.»

– Guarde una copia y tradúzcala para Henri Rochefort, L'Intransigeant es el único periódico que clama aún mi inocencia, los otros me llaman asesino. Todo el mundo desea mi muerte. ¡Que se tranquilicen, tengo un cáncer, un cáncer de mandíbula!


Como cada vez que tenía la debilidad de quejarse, lo compensó inmediatamente con una risa falsamente despreocupada y una docta broma.

– Cáncer, cáncer, cáncer, repitió como una imprecación. Los médicos de los tiempos pasados atribuían todas las enfermedades a las conjunciones de los astros. Sólo el cáncer ha conservado, en todas las lenguas, su nombre astrológico. El pavor está intacto.


Permaneció unos instantes pensativo y melancólico, pero no tardó en proseguir con un tono falsamente alegre y por ello más desgarrador.

– Maldigo este cáncer. Sin embargo nada prueba que será lo que me mate. El shah pide mi extradición. El sultán no puede entregarme, puesto que sigo siendo su invitado, y tampoco puede dejar impune un regicidio. Por mucho que deteste al shah y a su dinastía y conspire cada día contra él, hay una solidaridad que continúa uniendo a la cofradía de los grandes de este mundo frente a un perturbador como Yamaleddín. ¿La solución? El sultán hará que me maten aquí mismo y el nuevo shah se sentirá reconfortado, puesto que a pesar de sus repetidas demandas de extradición no tiene ningún deseo de mancharse las manos con mi sangre al principio de su reinado. ¿Quién me matará? ¿El cáncer? ¿El shah? ¿El sultán? Quizá no tenga ya tiempo de saberlo. Pero tú, mi joven amigo, tú sí lo sabrás.


¡Y tuvo la temeridad de reírse!


De hecho, no lo supe nunca. Las circunstancias de la muerte del gran reformador de Oriente siguen siendo un misterio. Me enteré de la noticia algunos meses después de mi regreso a Annápolis. Una reseña en L'Intransigeant del 12 de marzo de 1897 me informó de su desaparición sobrevenida tres días antes, pero hasta finales de verano, cuando me llegó la famosa carta prometida por Xirín, no pude conocer la versión que sobre la muerte de Yamaleddín circulaba entre sus discípulos. «Desde hacía algunos meses», escribía la princesa, «padecía fuertes dolores de muelas provocados sin duda por su cáncer. Ese día, al superar el dolor los límites de lo soportable, envió a su sirviente a avisar al sultán, quien le mandó a su propio dentista. Éste lo auscultó, sacó de su maletín una jeringa ya preparada y le inyectó en la encía, explicándole que pronto se aliviaría su dolor. No habían transcurrido aún algunos segundos cuando la mandíbula del Maestro comenzó a hincharse. Viendo que se ahogaba, su sirviente corrió a alcanzar al dentista, que no habla salido aún de la casa, pero en lugar de volver sobre sus pasos, el hombre echó a correr a toda velocidad hasta el carruaje que le esperaba; Sayyid Yamaleddín murió unos minutos después. Por la noche, unos agentes del sultán vinieron a recoger su cuerpo, que fue lavado y enterrado precipitadamente.» El relato de la princesa terminaba sin transición con estas palabras de Jayyám que había mandado traducir: «Aquellos que han acumulado tantos conocimientos y que nos han conducido hacia la sabiduría, ¿no están ellos mismos ahogados en la duda? Cuentan una historia y luego se van a dormir.»


Sobre la suerte del Manuscrito, que era, sin embargo, el objeto de la carta, Xirín me informaba lacónicamente: «Efectivamente, estaba entre las pertenencias del asesino. Ahora está en mi casa. Podréis consultarlo a vuestro antojo cuando volváis a Persia.»


¿Volver a Persia, donde pesaban sobre mí tantas sospechas?

XXXIII

De mi aventura persa no había conservado más que deseos; un mes para llegar a Teherán, tres meses para salir de allí, y en sus calles unos cuantos días de aturdimiento, apenas el tiempo de oliscar, rozar o entrever. Demasiadas imágenes me llamaban aún desde la tierra prohibida; mi altiva pereza de fumador de kalyan dándome importancia entre los vapores de brasas y de tombac; mi mano apretando la de Xirín sólo el tiempo de una promesa; mis labios sobre esos pechos ofrecidos castamente por mi madre de una noche; y más que nada el Manuscrito, el Manuscrito que me esperaba abierto en los brazos de su depositaria.


A aquellos que nunca hayan contraído la obsesión de Oriente, apenas me atrevo a contar que un sábado al atardecer, calzado con unas babuchas, vestido con mi túnica persa y llevando en la cabeza mi kulah de piel de cordero, me fui a deambular por un rincón de la playa de Annápolis que sabía desierto. Lo estaba, pero a mi regreso, absorto en mis pensamientos y olvidando mi vestimenta, di un rodeo por Compromise Road, que de desierta no tenía nada. «Buenas noches, señor Lesage», «Que usted siga bien, señor Lesage», «Señor, señora Baymaster, señorita Bigchurch», los saludos llovían. «¡Buenas noches, Reverendo!»


Fue el entrecejo fruncido del pastor lo que me despertó. Me paré en seco para contemplarme con contrición de la cabeza a los pies, palpar mi sombrero y apresurar el paso. Creo incluso haber corrido, arrebujado en mi aba como para ocultar mi desnudez. Al llegar a mi casa me quité mis avíos y los enrollé con un gesto definitivo antes de tirarlos con rabia al fondo del armario de las herramientas.


Me guardé mucho de reincidir, pero ese único paseo me había pegado una tenaz etiqueta de extravagante, sin duda para toda la vida. En Inglaterra siempre se ha mirado a los excéntricos con benevolencia, incluso con admiración, a condición de que tengan la excusa de la riqueza. La América de aquellos años era poco propicia a tales extravíos, el viraje del siglo se tomaba con una mojigata circunspección, quizá no en Nueva York o en San Francisco, pero desde luego sí en mi ciudad. Una madre francesa y un gorro persa era demasiado exotismo para Annápolis.


Esto en el aspecto negativo. En el aspecto positivo, mi chaladura me valió en el acto una inmerecida reputación de gran explorador de Oriente. Mi paseo llegó a oídos del director del periódico local, Matthias Webb, que me sugirió escribir un artículo sobre mi experiencia persa.


La última vez que el nombre de Persia había sido impreso en las páginas del «Annápolis Gazette and Herald» se remontaba, creo, a 1856, cuando un transatlántico orgullo de la Cunard's, el primer barco de ruedas que fue dotado de un casco metálico, chocó contra un iceberg, pereciendo siete marinos de nuestro condado. El infortunado navío se llamaba «Persia».


La gente del mar no bromea con los signos del destino. Por eso juzgué necesario advertir, en la introducción de mi artículo, que «Persia» era un término impropio, que los persas llamaban a su país «Irán», abreviación de un término muy antiguo, «Airania Vaeya», que significaba «tierra de los arios».


Evoqué a continuación a Omar Jayyám, el único persa del que la mayoría de mis lectores habrían oído ya hablar, citando de él una cuarteta impregnada de un profundo escepticismo. «Paraíso, infierno ¿habrá alguien que haya visitado esas singulares regiones?» Acertado preámbulo antes de extenderme en algunos párrafos muy densos sobre las numerosas religiones que, desde siempre, han prosperado en tierra persa, el zoroastrismo, el maniqueísmo, el islam sunní y chií, la variante ismaelí de Hasan Sabbah y, más cerca de nosotros, los babis, los xeijis, los bahais, y no omití recordar que nuestro «paraíso» tenía por origen una antigua palabra persa, «paradaeza», que quiere decir «jardín».


Matthias Webb me felicitó por mi aparente erudición, pero cuando, animado por sus elogios, propuse una colaboración más regular, pareció azorado y súbitamente irritado:

– Consiento en tomarle a prueba si promete usted perder esa molesta manía de salpicar su texto de palabras bárbaras.


Mi expresión revelaba sorpresa e incredulidad; Webb tenía sus razones:

– La «Gazette» no tiene los medios para pagar permanentemente un especialista en Persia. Pero si usted acepta encargarse del conjunto de las noticias extranjeras y si se siente capaz de poner las regiones lejanas al alcance de nuestros compatriotas, hay un puesto disponible en este periódico. Lo que sus artículos pierdan en profundidad, lo ganarán en extensión.


Ambos habíamos recuperado la sonrisa; me ofreció el puro de la paz antes de proseguir:

– Ayer el extranjero no existía aún para nosotros. El Oriente se terminaba en Cape Cod. Y de pronto, con el pretexto de que un siglo muere y otro nace, las turbulencias del mundo asaltan nuestra tranquila ciudad.


Hay que precisar que nuestra entrevista se producía en 1899, poco después de la guerra hispano-americana que había llevado a nuestras tropas, no solamente a Cuba y Puerto Rico, sino hasta Filipinas. Nunca hasta entonces los Estados Unidos habían ejercido su autoridad tan lejos de sus costas. Nuestra victoria sobre el vetusto Imperio español sólo nos había costado dos mil cuatrocientos muertos, pero en Annápolis, sede de la Academia Naval, cada pérdida podía ser la de un pariente, un amigo, un novio seguro o potencial; los más conservadores de mis conciudadanos veían en el presidente Mac Kinley a un peligroso aventurero.


Esa no era la opinión de Webb, pero debía tener en consideración las fobias de sus lectores. Para hacerme comprender mejor, ese padre de familia, serio y peinado ya canas, se levantó, dio un rugido y haciendo hilarante viraje engarabitó los dedos como si fueran las garras de un monstruo.

– El mundo feroz se aproxima a zancadas a Annápolis y usted Benjamin Lesage, tiene por misión tranquilizar a sus compatriotas.


Grave responsabilidad, de la que me descargué sin brillantez. Mis fuentes de información eran los artículos de mis colegas de París, Londres y, por supuesto, Nueva York, Washington y Baltimore. De todo lo que escribí sobre la guerra de los boers, el conflicto 1904-1905 entre el zar y el mikado o las revueltas en Rusia, me temo que ni una línea merece figurar en los anales.


Sólo a propósito de Persia puede evocarse mi carrera de periodista. Me siento orgulloso de decir que la «Gazette» fue el primer periódico americano que previó la explosión que iba a producirse, cuyas noticias ocuparían en los últimos meses de 1906 grandes espacios en todos los periódicos del mundo. Por primera vez, y probablemente la última, los artículos del «Annápolis Gazette and Herald» fueron citados, a veces incluso reproducidos palabra por palabra, en más de sesenta periódicos del Sur y de la costa Este.


Eso, mi ciudad y mi periódico me lo deben. Y yo se lo debo a Xirín. En efecto, gracias a ella y no a mi inconsistente experiencia persa, pude comprender la amplitud de los acontecimientos que se preparaban.


Desde hacía siete años no había recibido nada de mi princesa. Si me debía alguna respuesta referente al Manuscrito, ya me la había proporcionado, decepcionante pero precisa; no esperaba ya ninguna noticia suya. Lo que no quiere decir que no abrigara ninguna esperanza al respecto. A cada llegada del correo, la idea me pasaba por la mente, buscaba en los sobres una letra, un sello con caracteres árabes, la cifra cinco en forma de corazón. No tenía miedo de mi decepción cotidiana; la vivía como un homenaje a los sueños que me obsesionaban.


Tengo que decir que en aquella época mi familia acababa de abandonar Annápolis para instalarse en Baltimore, donde se concentraría, de ahí en adelante, lo esencial de las actividades de mi padre y donde, con sus dos hermanos más jóvenes, proyectaba fundar su propio banco. En cuanto a mí, había escogido permanecer en mi casa natal, con nuestra vieja cocinera medio sorda, en una ciudad donde no tenía muchos amigos íntimos. No dudo de que mi soledad diera a mi espera un mayor fervor.


Luego, un día, Xirín me escribió al fin. Del Manuscrito de Samarcanda, ni una palabra, nada personal en aquella larga carta, únicamente, quizá, que empezaba por «Querido amigo lejano». La continuación era el relato, día a día, de los acontecimientos que se desarrollaban a su alrededor. La relación era minuciosa, abundante en detalles, ninguno de ellos superfluo, aun cuando a mis ojos profanos lo pareciera. Me sentí enamorado de su gran inteligencia y halagado de que me hubiera elegido entre todos los hombres para ofrecerme el fruto de su pensamiento.


Desde entonces vivía al ritmo de sus envíos, uno al mes, una crónica palpitante que yo habría publicado sin cambiar una coma, si mi corresponsal no hubiera exigido la más rigurosa discreción, aunque me autorizaba generosamente a plagiarlo, lo que hice sin vergüenza, surtiéndome abundantemente de sus cartas y a veces traduciendo sin comillas ni itálicas párrafos enteros.


Sin embargo, mi forma de presentar los hechos a mis lectores era muy diferente de la suya. Por ejemplo, a la princesa jamás se le habría ocurrido escribir:

«La revolución persa se desencadenó cuando un ministro belga tuvo la desastrosa idea de disfrazarse de mollab


No obstante, aquello no estaba tan lejos de la verdad, aunque para Xirín las primicias de la rebelión se hubieran podido detectar desde la cura del shah en Contexeville, en 1900. Deseoso de ir allí con su séquito, el monarca había necesitado dinero. Su Tesoro estaba vacío, como de costumbre, y había pedido un préstamo al zar, que le había concedido veintidós millones y medio de rublos.


Rara vez un regalo estuvo tan envenenado. Para asegurarse de que su vecino del sur, constantemente al borde de la bancarrota, devolvería esa suma, las autoridades de San Petersburgo exigieron y obtuvieron tomar a su cargo las aduanas persas y cobrarse directamente de sus recaudaciones. ¡Eso durante sesenta y cinco años! Consciente de la enormidad de ese privilegio y temiendo que las otras potencias europeas envidiaran esa total confiscación del comercio exterior de Persia, el zar evitó confiar las aduanas a sus propios súbditos y prefirió pedir al rey Leopoldo II que se encargara de ello en su lugar y por su cuenta. Fue así corno aparecieron en el país del shah unos treinta funcionarios belgas cuya influencia iba a conocer una extensión vertiginosa, El más eminente de ellos, un tal señor Naus, consiguió especialmente izarse hasta las más altas esferas del poder, La víspera de la revolución era miembro del Consejo Supremo del Reino, Ministro de Correos y Telégrafos, Tesorero General de Persia, Jefe del Departamento de Pasaportes y Director General de Aduanas. Se ocupaba, además, de reorganizar el conjunto del sistema fiscal y se le atribuía la imposición de un nuevo impuesto sobre los cargamentos de las mulas.


Inútil es decir que, en esa fase, Naus se había convertido en el hombre más odiado de Persia, el símbolo de la dominación extranjera. De vez en cuando se elevaba una voz pidiendo su despido, que parecía tanto más justificado cuanto que no tenía ni una reputación de incorruptibilidad ni la disculpa de la competencia. Pero permanecía en su sitio, apoyado por el zar o más bien por la temible «camarilla» retrógrada que rodeaba a este último y cuyos objetivos políticos se expresaban ya en voz alta en la prensa gubernamental de San Petersburgo: ejercer sobre Persia y el Golfo Pérsico una tutela exclusiva.

XXXIV

La posición de Naus parecía inconmovible y así permaneció hasta el momento en que su protector dejó de serlo a su vez. Esto se produjo más rápidamente de lo que esperaban los más soñadores de Persia. Y en dos fases. Primero la guerra con Japón que, ante la sorpresa del universo entero, se terminó con la derrota del zar y la destrucción de su flota. Luego la cólera de los rusos, provocada por la humillación que se les había infligido por culpa de gobernantes incompetentes: la rebelión de los marinos del «Potemkin», el motín de Cronstadt, la insurrección de Sebastopol, los acontecimientos de Moscú. No me extenderé sobre estos hechos que nadie ha tenido tiempo de olvidar, contentándome con insistir sobre el efecto devastador que produjeron en Persia, principalmente cuando en abril de 1906 Nicolás II fue obligado a convocar un parlamento, la Duma.


Y en esa atmósfera intervino el más trivial de los acontecimientos: un baile de disfraces en casa de un alto funcionario belga, donde Naus tuvo la idea de acudir disfrazado de mollah. Risitas contenidas, alguna carcajada, aplausos. La gente se arremolinó en torno al ministro, felicitándole y pidiéndole que posara para una fotografía, de la que algunos días más tarde se distribuyeron cientos de ejemplares en el bazar de Teherán.


Xirín me envió una copia de ese documento. La tengo aún y a veces le echo una ojeada nostálgica y divertida. En ella se ven, sentados en una alfombra extendida entre los árboles de un jardín, unos cuarenta hombres y mujeres vestidos de turcos, japoneses o austriacos; en el centro, en el primer plano, Naus, tan bien disfrazado que con su barba blanca y su bigote entrecano se le tomaría fácilmente por un piadoso patriarca. Comentario de Xirín al dorso de la fotografía: «Impune de tantos crímenes y castigado por un pecadillo.»


Seguramente la intención de Naus no era burlarse de los religiosos. Si acaso, podría reprochársele una culpable inconsciencia, una ausencia de tacto, una onza de mal gusto. Su verdadera culpa, puesto que servía de caballo de Troya del zar, fue no haber comprendido que debía dejar que lo olvidaran por un tiempo.


Aglomeraciones rabiosas en torno a la fotografía difundida, algunos incidentes y el bazar cerró sus puertas. Al principio se reclamó la dimisión de Naus, luego la de todo el gobierno. Se repartieron octavillas que pedían que se instituyera un Parlamento como en Rusia. Desde hacía años existían sociedades secretas que actuaban en el seno de la población valiéndose de Yamaleddín, a veces incluso de Mirza Reza, erigido por las circunstancias en el símbolo de la lucha contra el absolutismo.


Los cosacos cercaron los barrios del centro. Ciertos rumores, propagados por las autoridades, anunciaban que iba a caer sobre los que protestaban una represión sin precedentes, que el bazar sería abierto por la fuerza armada y abandonado al saqueo de la tropa, una amenaza que aterraba a los comerciantes desde hacía milenios.


Por eso, el 19 de julio de 1906, una delegación de comerciantes y cambistas del bazar acudió ante el encargado de negocios británico para una pregunta de urgencia: si unas personas en peligro de ser detenidas venían a refugiarse a la Legación ¿serían protegidas? La respuesta fue positiva. Los visitantes se retiraron con palabras de agradecimiento y dignas zalemas.


Aquella misma noche, mi amigo Fazel se presentaba en la Legación con un grupo de amigos y se le recibió con solicitud. Aunque apenas tenía treinta años, era ya, como heredero de su padre, uno de los comerciantes más ricos del bazar. Pero su amplia cultura elevaba aún más su rango y su influencia era grande entre sus iguales. A un hombre de su condición, los diplomáticos británicos sólo podían proponer una de las habitaciones reservadas a los invitados relevantes. Sin embargo, él declinó el ofrecimiento y, pretextando el calor, expresó su deseo de instalarse en los grandes jardines de la Legación. Con este fin, dijo, había traído una tienda, una pequeña alfombra y algunos libros. Con el entrecejo fruncido y los labios apretados, sus anfitriones observaron el desembalaje.


Al día siguiente, otros treinta comerciantes se acogieron de la misma manera al derecho de asilo. Tres días después, el 23 de julio, había ochocientos sesenta. El 26 ya eran cinco mil y doce mil el 1 de agosto.


Insólito espectáculo, esa ciudad persa plantada en un jardín inglés. Tiendas por todas partes, agrupadas por corporaciones. La vida se organizó rápidamente, se instaló una cocina detrás del pabellón de los guardas y unos enormes calderos circulaban entre los diferentes «barrios». Cada servicio duraba tres horas.


Ningún desorden y poco ruido. Se buscaba refugio, se buscaba «bast», como dicen los persas; dicho de otro modo, se practicaba una resistencia estrictamente pasiva al amparo de un santuario. Había varios en la región de Teherán: el mausoleo de Shah-Abdol-Azírn, las cuadras reales y el «bast» más pequeño de todos, el cañón sobre ruedas de la plaza Topjané; si un fugitivo se agarra a él, las fuerzas del orden no tienen derecho a tocarlo. Pero la experiencia de Yamaleddín había demostrado que el poder no toleraba por mucho tiempo esa forma de protesta. La única inmunidad que reconocía era la de las legaciones extranjeras.


A la de los ingleses, cada refugiado había llevado su kalyan y sus sueños. De una tienda a otra, un océano de diferencia. En torno a Fazel, la élite modernista; no eran un puñado, sino cientos, jóvenes o viejos, organizados en anyumán, sociedades más o menos secretas. Sus conversaciones recaían sin cesar sobre Japón, Rusia y, sobre todo, Francia, cuya lengua hablaban y cuyos libros y periódicos leían asiduamente, la Francia de Sain-Simon, de Robespierre, de Rousseau y de Waldeck-Rousseau. Fazel había recortado cuidadosamente el texto de la ley sobre la separación de la Iglesia y el Estado, votada un año antes en París; lo había traducido y distribuido entre sus amigos y lo comentaban con entusiasmo, pero en voz baja, ya que no lejos de su círculo se reunía una asamblea de mollahs.


El clero estaba dividido. Una parte rechazaba todo lo que venía de Europa, incluso la idea de democracia, de parlamento y de modernidad. «¿Para qué necesitamos una Constitución», decían, «si tenemos el Corán?» A lo que los modernistas respondían que el Libro había encomendado a los hombres que se gobernaran democráticamente, puesto que estaba dicho: «Que vuestros asuntos se resuelvan por acuerdo entre vosotros.» Sagazmente, añadían que si a la muerte del Profeta los musulmanes hubieran tenido una Constitución que organizara las instituciones de su naciente Estado, no habrían conocido las sangrientas luchas de sucesión que condujeron a la evicción del imán Alí.


Sin embargo, por encima del debate doctrinal, la mayoría de los mollahs aceptaba la idea de la Constitución para poner fin a la arbitrariedad real. Llegados a cientos para buscar «bast», se complacían en comparar su acto con la emigración del Profeta hacia Medina, y los sufrimientos del pueblo con los de Hussein, hijo del imán Alí, cuya pasión es el más parecido equivalente musulmán de la pasión de Cristo. En los jardines de la Legación, los plañideros profesionales, los roze-jwan, contaban a su auditorio los sufrimientos de Hussein. Todo el mundo lloraba, se flagelaba y se lamentaba sin moderación, por Hussein, por sí mismo y por Persia, perdida en un mundo hostil, precipitada, siglo tras siglo a una decadencia sin fondo.


Los amigos de Fazel permanecían alejados de e manifestaciones. Yamaleddín les había enseñado a de confiar de los roze-jwan y sólo los escuchaban con una condescendencia inquieta.


Me sorprendió una fría reflexión de Xirín en una de sus cartas: «Persia está enferma», escribía, «y a su cabecera hay varios médicos, modernos y tradicionales y cada uno de ellos propone sus remedios. El futuro será de aquel que consiga la curación. Si esta revolución triunfa, los mollahs deberán transformarse en demócratas; sí fracasa, los demócratas deberán transformarse en mollahs.»


Por el momento se encontraban todos en la misma trinchera y en el mismo jardín. El 7 de agosto había en la Legación dieciséis mil bastis, las calles de la ciudad estaban desiertas y todo comerciante de importancia había «emigrado». El shah no tuvo más opción que ceder. El 15 de agosto, menos de un mes después del principio del bast, anunció que se organizarían elecciones para elegir, por sufragio directo en Teherán e indirecto en las provincias, una Asamblea Nacional consultiva.


El primer Parlamento de la historia de Persia se reunió el 7 de octubre. Para pronunciar el discurso del Trono, el shah tuvo el acierto de enviar a un miembro de la oposición de los primeros tiempos, el príncipe Malkom Kan, un armenio de Ispahán, compañero de Yamaleddín, el mismo que lo había alojado durante su última estancia en Londres. Un soberbio anciano de aspecto británico, que toda su vida había soñado con encontrarse de pie en el Parlamento leyendo a los representantes del pueblo el discurso de un soberano constitucional.


Que aquellos que quieran inclinarse con más atención sobre esta página de la historia no busquen a Malkom Kan en los documentos de la época. Hoy, como en los tiempos de Jayyám, Persia no conoce a sus dirigentes por sus nombres, sino por sus títulos: «Sol de la Realeza», «Pilar de la religión», «Sombra del Sultán». Al hombre que tuvo el honor de inaugurar la era de la democracia, le fue atribuido el título más prestigioso de todos: Nizam el-Molk. ¡Desconcertante Persia, tan inmutable en sus convulsiones, tan ella misma a través de tantas metamorfosis!

XXXV

Era un privilegio asistir al despertar de Oriente; fue un momento de intensa emoción, de entusiasmo y deuda. ¿Qué radiantes o monstruosas ideas habrían podido germinar en su cerebro dormido? ¿Qué haría al levantarse? ¿Se abalanzaría, ciego, sobre aquellos que lo habían zarandeado? Yo recibía cartas de lectores que me interrogaban con angustia pidiéndome que fuera adivino. Aún recordaban la rebelión de los boxers chinos en Pekín en 1900, la captura de los diplomáticos extranjeros para utilizarlos como rehenes, las dificultades del cuerpo expedicionario que se enfrentó a la vieja emperatriz, temible Hija del Cielo, y tenían miedo de Asia. ¿Sería Persia diferente? Yo respondí categóricamente «sí», confiando en la naciente democracia. En efecto, acababa de promulgarse una Constitución, así como una Carta de los Derechos del Ciudadano. Todos los días se creaban nuevos clubes y también periódicos. Noventa diarios y semanarios en algunos meses. Se titulaban Civilización, Igualdad, Libertad o más pomposamente Trompetas de la Resurrección. La prensa británica o los periódicos rusos de la oposición los citaban con frecuencia, el Riech liberal y Sovremenny Mir, cercano a los social-demócratas, Un periódico satírico de Teherán obtuvo desde su primer número un éxito fulminante; los trazos de sus dibujantes tenían como blanco preferido a los cortesanos deshonestos, a los agentes del zar y más que nada a los falsos devotos.


Xirín se mostraba exultante: «El viernes pasado», seguía escribiendo, «algunos jóvenes mollahs intentaron provocar un alboroto en el bazar. Calificaban a la Constitución de innovación herética y querían incitar a la gente a manifestarse ante el Baharistán, sede del Parlamento. Sin éxito. Por más que se desgañitaban, los ciudadanos permanecían indiferentes. De vez en cuando un hombre se detenía, escuchaba un retazo de arenga y luego se alejaba encogiéndose de hombros. Al fin llegaron tres ulemas, entre los más venerados de la ciudad, que, sin miramientos, invitaron a los predicadores a volver a sus casas por el camino más corto y sin levantar los ojos por encima de sus rodillas. Apenas me atrevo a creerlo, el fanatismo ha muerto en Persia».


Utilicé esta última frase como título de mi mejor artículo. La princesa me había contagiado de tal modo su entusiasmo que mi texto fue un verdadero acto de fe. El director de la «Gazette» me recomendó ponderación pero, a juzgar por el número de cartas que recibí, los lectores aprobaron mi vehemencia.


Una de ellas estaba firmada por un tal Howard C.Baskerville, estudiante de la Universidad de Princeton Nueva Jersey. Acababa de obtener su diploma de Bachelor of Arts y deseaba ir a Persia para observar de cerca los acontecimientos que yo describía. Una de sus frases impresionó: «Tengo la profunda convicción, en este comienzo de siglo, de que si Oriente no consigue despertarse, pronto Occidente no podrá dormir más.» En mi respuesta le animaba a hacer ese viaje, prometiendo proporcionarle, cuando estuviera decidido a ello, los nombres de algunos amigos que podrían ayudarle.


Algunas semanas más tarde, Baskerville vino hasta Annápolis para anunciarme de viva voz que había obtenido un puesto de maestro en la Memorial Boys’ School de Tabriz, dirigida por la Misión presbiteriana americana; enseñaría a los jóvenes persas el inglés y las ciencias. Se marchaba enseguida y solicitaba consejos y recomendaciones. Le felicité calurosamente y, sin refleMonar demasiado, le prometí pasar a verlo si volvía a Persia.


No pensaba ir tan pronto. No eran deseos lo que me faltaba, pero dudaba aún de hacer ese viaje a causa de las falaces acusaciones que pesaban sobre mí. ¿No era el presunto cómplice en el asesinato de un rey? A pesar de los vertiginosos cambios sobrevenidos en Teherán, temía que, en virtud de alguna orden polvorienta, me detuvieran en la frontera sin que pudiera alertar a mis amigos o a mi Legación.


Sin embargo, la partida de Baskerville me incitó a efectuar algunas gestiones para regularizar mi situación. Había prometido a Xirín no escribirle nunca y, como no quería arriesgarme a ver interrumpida su correspondencia, me dirigí a Fazel, cuya influencia, lo sabía, se afirmaba cada día más. En la Asamblea Nacional, donde se tomaban las grandes decisiones, era el más escuchado de los diputados.


Su respuesta me llegó tres meses más tarde, amistosa, cálida y sobre todo acompañada de un papel oficial, que llevaba el sello del Ministerio de justicia, precisando que estaba exculpado de toda sospecha de complicidad en el asesinato del antiguo shah; en consecuencia estaba autorizado a circular libremente por todas las Provincias de Persia.


Sin esperar más, me embarqué para Marsella y de allí para Salónica, Constantinopla y luego Trebisonda, antes de rodear, montado en una mula, el monte Ararat hasta Tabriz.


Llegué un caluroso día de junio. Apenas tuve tiempo para instalarme en el caravasar del barrio armenio cuando ya el sol estaba a ras de los tejados. Sin embargo, tenía interés por ver a Baskerville lo antes posible y con esa intención acudí a la Misión presbiteriana, un edificio bajo pero extendido, recién pintado de blanco resplandeciente en un bosque de albaricoqueros. Dos humildes cruces sobre la verja, y en el tejado, encima de la puerta de entrada, una bandera estrellada.


Un jardinero persa vino a mi encuentro para conducirme al despacho del pastor, un individuo corpulento, barbudo y pelirrojo con aspecto de hombre de mar, que me dio un apretón de manos firme y hospitalario. Antes incluso de invitarme a tomar asiento, me propuso albergarme lo que durara mi estancia.

– Tenernos siempre una habitación preparada para los compatriotas que nos dan la sorpresa de su visita y rato nos honran con ella. No le estoy dando un trato especial, sólo sigo la costumbre establecida desde la fundación de esta Misión.


Me excusé lamentándolo sinceramente.

– Ya he dejado mi maleta en el caravasar y tengo pensado proseguir mi camino hacia Teherán pasado mañana.

– Tabriz se merece más que una visita precipitada, ¿Cómo puede usted venir hasta aquí y no perderse día o dos por los dédalos del mayor bazar de Oriente, no contemplar las ruinas de la mezquita Azul mencionada en Las mil y una noches? En nuestros días, los viajeros tienen demasiada prisa, prisa por llegar, por llegar a toda costa, pero no se llega solamente al final del camino. En cada etapa se llega a alguna parte, a cada paso se puede descubrir una cara oculta de nuestro planeta, basta con mirar, con desear, con creer, con amar.


Parecía sinceramente desolado al verme tan mal viajero. Me sentí obligado a justificarme.

– El caso es que tengo un trabajo urgente en Teherán. He dado un rodeo por Tabriz sólo para ver a un amigo que enseña aquí, Howard Baskerville.


La sola mención de ese nombre enrareció la atmósfera. Puso fin a la jovialidad, a la animación y al reproche paternal y sólo quedó una mirada confusa que juzgué, incluso, huidiza. Un pesado silencio y luego:

– ¿Es usted amigo de Howard?

– En cierto sentido, soy responsable de su venida a Persia.

– ¡Gran responsabilidad!


En vano busqué en sus labios una sonrisa. Súbitamente me pareció abrumado y envejecido, con los hombros caídos y una mirada que se volvió casi suplicante,

– Dirijo esta Misión desde hace quince años, nuestra escuela es la mejor de la ciudad y me atrevo a creer que nuestra obra es útil y cristiana. Aquellos que toman parte en nuestras actividades tienen empeño en el progreso de esta región, si no, créame, nada les obligaría a venir desde tan lejos para enfrentarse con un medio a menudo hostil.


No tenía ninguna razón para dudar de ello, pero la vehemencia que el hombre ponía en defenderse me molestaba. Sólo estaba en su despacho desde hacía algunos minutos, no le había acusado de nada, no le había pedido nada. Me contenté, pues, con asentir cortésmente con la cabeza. Él prosiguió:

– Cuando un misionero da muestras de indiferencia frente a las desgracias que abruman a los persas, cuando un maestro no siente ninguna alegría ante los progresos de sus alumnos, le aconsejo encarecidamente que regrese a los Estados Unidos. Puede suceder que el entusiasmo decaiga, sobre todo entre los más jóvenes. ¿Hay algo más humano?


Terminado este preámbulo, el reverendo calló. Sus gruesos dedos agarraban nerviosos su pipa. Parecía tener dificultad en encontrar las palabras. Creí mi deber facilitarle la tarea. Y adoptando un tono de lo más indiferente, dije:

– ¿Quiere decir que Howard se ha desanimado después de algunos meses, que su pasión por Oriente se ha revelado pasajera?


Se sobresaltó.

– ¡Dios mío, no, no Baskerville! Trataba de explicarle lo que sucede a veces con algunos de nuestros neófitos. Con su amigo ha sucedido a la inversa y estoy mucho más preocupado. En cierto sentido es el mejor maestro que jamás hayamos contratado, sus alumnos hacen progresos prodigiosos, para sus padres no hay otro igual y la Misión nunca ha recibido tanto regalos, corderos, gallos, dulces, todo en honor de Baskerville. El drama con respecto a él es que se niega a comportarse como un extranjero. Si se divirtiera vistiéndose a la manera de la gente de aquí, alimentándose de polow y saludándome en el dialecto del país, me habría contentado con sonreír. Pero Baskerville no es hombre que se detenga en las apariencias. Se ha lanzado desenfrenadamente a la lucha política en clase, elogia a la Constitución, anima a sus alumnos a criticar a los rusos, a los ingleses, al shah y a los mollahs retrógrados. Sospecho, incluso, que es lo que aquí se llama un «hijo de Adán», es decir, un miembro de las sociedades secretas.


Suspiró.

– Ayer por la mañana tuvo lugar una manifestación ante nuestra verja, dirigida por dos de los más eminentes jefes religiosos, para exigir la partida de Baskerville o, en lugar de ello, el cierre puro y simple de la Misión. Tres horas más tarde, otra manifestación se desarrollaba en el mismo lugar para aclamar a Howard y exigir que se le mantuviera en su puesto. Comprenderá que si se prolonga semejante conflicto no podremos permanecer en esta ciudad por mucho tiempo.

– Supongo que ya ha hablado usted de ello con Howard.

– Cien veces y en todos los tonos. Invariablemente responde que el despertar de Oriente es más importante que la suerte de la Misión, que si la revolución constitucional fracasara nos obligarían de todas maneras a partir. Por supuesto, siempre puedo poner fin a su contrato, pero ese acto sólo suscitará incomprensión y hostilidad por parte de los que, entre la población, nos han apoyado siempre. La única solución sería que Baskerville aplacara sus fervores. ¿Quizá pueda usted hacerle entrar en razón?


Sin comprometerme formalmente a semejante empresa, pedí ver a Howard. Un fulgor de triunfo iluminó súbitamente la barba pelirroja del reverendo, que se levantó de un salto.

– Sígame -dijo-, voy a mostrarle a Baskerville, creo saber donde está. Contémplelo en silencio, comprenderá mis razones y compartirá mi desasosiego.

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