Libro segundo. EL PARAISO DE LOS ASESINOS

El paraíso y el infierno están en ti.

Omar Jayyám


XV

Han pasado siete años, siete años tan fastos para Jayyám como para el Imperio, los últimos años de paz.


Una mesa preparada bajo un emparrado, una garrafa de cuello largo para el mejor vino blanco de Shiraz, con el punto justo de almizcle, y a su alrededor un festín que se manifiesta en cien pequeñas escudillas; éste es el ritual de un atardecer de junio en la terraza de Omar. Empezar por lo más ligero, recomienda éste, primero el vino, las frutas, luego los platos compuestos, arroz con agracejos y membrillos rellenos.


Un viento sutil llega de los montes Amarillos a través de los huertos en flor. Yahán coge un laúd, puntea una cuerda, luego otra. La música, al derramarse lentamente, acompaña al viento. Omar levanta su copa y aspira su olor profundamente. Yahán le observa. Escoge de la mesa la azufaifa más hermosa, la más roja, la que tiene la piel más lisa y se la ofrece a su hombre, lo que en el lenguaje de las frutas significa «un beso, enseguida». Omar se inclina hacia ella, sus labios se rozan, se huyen, vuelven a rozarse, se separan y se unen. Sus dedos se entrelazan, llega una sirvienta, se separan sin prisa y cogen cada uno su copa. Yahán sonríe y murmura:

– Si tuviera siete vidas, pasaría una viniendo cada noche a esta terraza para tenderme lánguidamente sobre este diván, bebería este vino y hundiría los dedos en esta escudilla; la felicidad se embosca en la monotonía.


Omar contesta:

– Una vida, o tres o siete, todas las pasaría como estoy pasando ésta, tendido en esta terraza con mi mano en tus cabellos.


Juntos y diferentes. Amantes desde hace nueve años, casados desde hace cuatro, sus sueños no viven siempre bajo el mismo techo. Yahán devora el tiempo, Omar lo bebe a sorbos. Ella quiere dominar el mundo; la sultana le presta oídos, y a ésta le presta oídos el sultán. Durante el día intriga en el harén real, sorprende los mensajes que van y vienen, los rumores de alcoba, las promesas de joyas, el tufo a veneno. Se excita, se agita, se exalta. Por la noche se abandona a la felicidad de ser amada. Para Omar la vida es diferente, es el placer de la ciencia, ciencia del placer. Se levanta tarde, bebe en ayunas la tradicional «copa de la mañana» y luego se instala en su mesa de trabajo, escribe, calcula, traza líneas y figuras, escribe de nuevo, transcribe algún poema en su libro secreto.


Por la noche acude a su observatorio, construido sobre un montículo cercano a su casa. Sólo tiene que atravesar un jardín para encontrarse en medio de los instrumentos que ama y que acaricia, que engrasa y lustra con sus propias manos. Con frecuencia lo acompaña algún astrónomo de paso. Los tres primeros años de su estancia los dedicó al observatorio de Ispahán, supervisó su construcción y la fabricación del material y, sobre todo, elaboró el nuevo calendario, inaugurado con pompa el primer día de Favardín del 458, 21 de marzo de 1079. ¿Qué persa podría olvidar que ese año, en virtud de los cálculos de Jayyám, la sacrosanta fiesta del Nawruz fue desplazada, que el nuevo año que debía caer en mitad del signo de Piscis se retrasó hasta el primer sol de Aries, que fue después de esta reforma cuando los meses persas se confundieron con los signos de los astros, convirtiéndose así Favardín en el mes de Aries y Esfand en el de Piscis? En junio de 1081 los habitantes de Ispahán y de todo el Imperio viven, pues, el tercer año de la nueva era. Esta lleva oficialmente el nombre del sultán, pero en la calle e incluso en algunos documentos se menciona solamente «tal año de la era de Omar Jayyám». ¿Qué hombre ha conocido en vida semejante honor? Esto nos demuestra hasta qué punto Jayyám, en ese momento de treinta y tres años de edad, es un personaje famoso y respetado, sin duda incluso temido, por aquellos que ignoran su profunda aversión por la violencia y la dominación.


¿Qué le une, a pesar de todo, a Yahán? Un detalle, pero un gigantesco detalle: ni uno ni otro quieren tener hijos. Yahán ha decidido, de una vez por todas, no entorpecer su vida con la prole. Jayyám ha hecho suya la máxima de Abul-Ala, un poeta sitio a quien venera: «Yo sufro por culpa de aquel que me engendró, nadie sufrirá por mi culpa.»


No nos equivoquemos con respecto a esta actitud. Jayyám no tiene nada de misántropo. ¿No fue él quien escribió: «Cuando el dolor te abrume, cuando llegues a desear que una noche eterna caiga sobre el mundo, piensa en el verdor que resplandece después de la lluvia, piensa en el despertar de un niño»? Si se niega a procrear es porque la existencia le parece demasiado pesada de soportar. «Feliz aquel que jamás vino al mundo», no cesa de clamar.


Ya lo vemos; las razones que uno y otro tienen para negarse a dar la vida no son idénticas. Ella actúa por exceso de ambición, él por exceso de generosidad. Pero encontrarse, hombre y mujer, estrechamente unidos por una actitud que condenan todos los hombres y mujeres de Persia, dejar que murmuren que uno u otro es estéril sin ni siquiera dignarse responder, es algo que en este tiempo teje una fuerte complicidad.


Una complicidad que tiene sus límites, sin embargo. Yahán recibe de Omar la valiosa opinión de un hombre sin codicia, pero rara vez se preocupa de informarle de sus actividades. Sabe que las desaprobaría. ¿Para qué suscitar interminables disputas? Verdad es que Jayyám no está nunca muy lejos de la corte. Aunque evita incrustarse en ella, aunque huye de todas las intrigas y las desprecia, principalmente aquellas que enfrentan desde siempre a los médicos y a los astrólogos del palacio, no deja de tener unas obligaciones de las que le es imposible librarse: asistir a veces al banquete de los viernes, examinar a algún emir enfermo y, sobre todo, proporcionar a Malikxah su taqwim, su horóscopo mensual, ya que se supone que el sultán, como cada hijo de vecino, tiene que consultarlo para saber cada día lo que debe o no debe hacer. «El 5 un astro te acecha, no saldrás del palacio. El 7 ni sangría ni pócima de ninguna clase. El 10 te enrollarás el turbante al revés. El 13 no te acercarás a ninguna de tus mujeres…». Jamás se le ocurriría al sultán transgredir esas directrices. Tampoco a Nizam, que recibe su taqwim de la mano de Omar antes del final del mes, lo lee ávidamente y lo cumple al pie de la letra. Poco a poco, otros personajes han ido adquiriendo ese privilegio: el chambelán, el gran cadí de Ispahán, los tesoreros, algunos emires del ejército, algunos ricos mercaderes, lo que termina por representar para Omar un trabajo considerable que le ocupa las diez últimas noches de cada mes. ¡La gente es tan aficionada a las predicciones! Los más afortunados consultan a Omar, los demás se buscan un astrólogo menos prestigioso, a no ser que por cada decisión que deban tomar se dirijan a un hombre de religión que, ante ellos y cerrando los ojos, abra al azar el Corán, ponga el dedo sobre un versículo y se lo lea, con el fin de que ellos mismos descubran en él la respuesta a su problema. Algunas mujeres pobres, apremiadas a tomar una decisión, van de prisa y corriendo a la plaza pública y la primera frase que oyen la interpretan como una directriz de la Providencia.

– Terken Jatún me ha preguntado hoy si estaba preparado su taqwím para el mes de Tir -dice esa tarde Yahán.


Omar dirige su mirada hacia la lejanía:

– Se lo voy a preparar por la noche. El cielo está límpido, ninguna estrella se esconde, ya es hora de que vaya al observatorio.


Se disponía a levantarse sin prisa, cuando una sirvienta viene a anunciar:

– Un derviche está a la puerta y pide hospitalidad para esta noche.

– Hazle entrar -dice Omar-. Ofrécele la pequeña habitación bajo la escalera y dile que se una a nosotros para la cena.


Yahán se tapa el rostro con el fin de prepararse para la entrada del extranjero, pero la sirvienta vuelve sola.

– Prefiere permanecer en su cuarto rezando; me ha dado este mensaje.


Omar lo lee, palidece y se levanta como un autómata. Yahán se inquieta:

– ¿Quién es ese hombre?

– Ahora vuelvo.


Rompiendo el mensaje en mil pedazos, se dirige a grandes zancadas hacia la pequeña habitación cuya puerta cierra tras él. Un instante de espera, de incredulidad. Un abrazo seguido de un reproche:

– ¿Qué estás haciendo en Ispahán? Todos los agentes de Nizam el-Molk te buscan.

– Vengo a convertirte.


Omar lo mira de hito en hito. Quiere asegurarse de que el otro está aún en su sano juicio, pero Hassan se ríe con esa misma risa sigilosa que Jayyám conoció en el caravasar de Qaxan.

– Tranquilízate, tú eres la última persona a la que pensaría convertir, pero necesito un refugio. ¿Qué mejor protector que Omar Jayyám, comensal del sultán, amigo del gran visir?

– Sienten más odio hacia ti que amistad por mí. Eres bienvenido bajo mi techo, pero no creas ni un instante que mis relaciones te salvarían si se sospechara tu presencia.

– Mañana estaré lejos.


Omar se muestra desconfiado:

– ¿Has vuelto para vengarte?


Pero el otro reacciona como si acabaran de agraviar su dignidad.

– No intento vengar a mi miserable persona. Deseo destruir el poderío turco.


Omar observa a su amigo, que ha cambiado su turbante negro por otro blanco pero impregnado de arena; sus ropas son de lana grosera y raída.

– ¡Me pareces tan seguro de ti mismo! Yo no veo ante mí más que un hombre proscrito, acorralado, que se esconde de casa en casa, con ese fardo y ese turbante por todo equipo, ¡y pretendes competir con un Imperio que se extiende por todo el Oriente desde Damasco a Herat!

– Tú hablas de lo que es, yo hablo de lo que será. Pronto se yerguerá frente al Imperio de los selyuquíes la Nueva Predicación, minuciosamente organizada, poderosa y temible, que hará temblar al sultán y a los visires. No hace tanto tiempo, cuando tú y yo nacimos, Ispahán pertenecía a una dinastía persa y chií que imponía su ley al califa de Bagdad. Hoy, los persas no son más que los servidores de los turcos y tu amigo Nizam es el más vil servidor de esos intrusos. ¿Cómo puedes afirmar que lo que ayer era verdad es impensable para mañana?

– Los tiempos han cambiado, Hassan. Los turcos poseen la fuerza y los persas han sido vencidos. Unos, como Nizam, buscan un compromiso con los vencedores; otros, como yo, se refugian en los libros.

– Y hay otros, además, que luchan. Hoy no son más que un puñado, mañana serán miles; un ejército numeroso, decidido, invencible. Yo soy el apóstol de la Nueva Predicación, recorreré el país sin descanso, usaré tanto la persuasión como la fuerza y con la ayuda del Altísimo derribaré el poder corrompido. Te lo digo a ti, Omar, que me salvaste un día la vida: el mundo asistirá pronto a unos acontecimientos cuyo sentido poca gente comprenderá. Tú comprenderás, sabrás lo que está pasando, sabrás quién sacude esta tierra y cómo va a terminar esa vorágine.

– No quiero poner en duda tus convicciones ni tu entusiasmo, pero recuerdo haberte visto, en la corte de Malikxah, disputar a Nizam el-Molk los favores del sultán turco.

– Desengáñate, no soy el innoble personaje que sugieres.

– Yo no sugiero nada, únicamente señalo algunas disonancias.

– Sólo se deben a tu desconocimiento de mi pasado. No puedo reprocharte que juzgues por las apariencias de las cosas, pero me mirarás de otro modo cuando te haya contado mi verdadera historia. Vengo de una familia chii tradicional. Siempre me enseñaron que los ismaelíes no eran más que herejes. Hasta el momento en que conocí a un misionero que después de discutir durante mucho tiempo conmigo hizo vacilar mi fe. Cuando, por miedo a rendirme, decidí no volver a dirigirle la palabra, caí enfermo, tan gravemente que creí que había llegado mi última hora. Vi en ello un signo, un signo del Altísimo, e hice la promesa, si sobrevivía, de convertirme a la fe de los ismaelíes. Me restablecí de la noche a la mañana. En mi familia nadie podía creer en una curación tan súbita. Por supuesto, cumplí mi palabra, presté juramento y al cabo de dos años se me confió una misión: acudir junto a Nizam el-Molk, insinuarme en su divan con el fin de proteger a nuestros hermanos ismaelíes en dificultades. Me marché, pues, de Rayy hacia Ispahán y en el camino me detuve en un caravasar de Qaxan. Una vez solo en mi pequeña habitación, me estaba preguntando de qué forma podría introducirme en el círculo del visir, cuando se abrió la puerta. ¿Quién entró? Jayyám, el gran Jayyám que el cielo me había enviado a ese lugar para facilitar mi misión.


Omar está estupefacto.

– ¡Y pensar que Nizam el-Molk me preguntó si eras ismaelí y yo le respondí que no lo creía!

– No mentiste, tú no lo sabías. Ahora lo sabes.


Se interrumpe.

– ¿No me habías ofrecido algo de comer?


Omar abre la puerta, llama a la sirvienta y le pide que traiga algunos platos. Y luego reanuda su interrogatorio:

– ¿Y hace siete años que estás vagando así, vestido de sufí?

– He vagado mucho. Cuando abandoné Ispahán fui perseguido por los agentes de Nizam, que querían matarme. Pude despistarlos en Qom donde unos amigos me ocultaron. Y luego reanudé el camino hasta Rayy, donde conocí a un ismaelí que me recomendó que fuera a Egipto, que acudiera a la escuela de los misioneros que él mismo había frecuentado. Di un rodeo por Azerbeiyán antes de volver a bajar a Damasco. Tenía intención de tomar la ruta del interior hacia El Cairo. Los turcos y los magrebíes luchaban alrededor de Jerusalén y tuve que volver sobre mis pasos y tomar la ruta de la costa por Beirut, Saida, Tiro y Acra, donde encontré sitio en un barco. A mi llegada a Alejandría, fui recibido como un emir de alto rango; un comité de acogida me esperaba presidido por Abu-Daud, jefe supremo de los misioneros.


La sirvienta acaba de entrar y deposita sobre la alfombra algunas escudillas. Hassan empieza una oración que interrumpe cuando ella se marcha.

– En El Cairo pasé dos años. En la escuela de misioneros éramos varias decenas, pero sólo un puñado de entre nosotros estaba destinado a actuar fuera del territorio fatimí.


Evita dar demasiados detalles. Sin embargo, se sabe por diversas fuentes que las clases se impartían en dos lugares diferentes: los ulemas explicaban los principios de la fe en la medersa de Al-Azhar y los medios para propagarlos se enseñaban en el recinto del palacio califal. Era el propio jefe de los misioneros, alto personaje de la corte fatimí, quien explicaba a los estudiantes los métodos de persuasión, el arte de desarrollar un argumento, de hablar a la razón tanto como al corazón. Y era igualmente él quien les hacía memorizar el código secreto que debían en sus comunicaciones. Al final de cada sesión, los estudiantes iban uno a uno a arrodillarse ante el jefe de los misioneros, que les pasaba por encima de la cabeza un documento que llevaba la firma del imán. Después de esto, tenía lugar otra sesión, más corta, destinada a las mujeres.

– En Egipto recibí toda la enseñanza que necesitaba.

– ¿No me dijiste un día que a los diecisiete años ya lo sabías todo? -se burla Jayyám.

– Hasta los diecisiete años acumulé conocimientos, luego aprendí a creer. En El Cairo aprendí a convertir.

– ¿Y qué les dices a aquellos que intentas convertir?

– Les digo que la fe no es nada sin un maestro para enseñarla. Cuando proclamamos: «No hay más dios que Dios», añadimos inmediatamente «Y Mahoma es su Mensajero». ¿Por qué? Porque no tendría ningún sentido afirmar que hay un solo Dios si no citamos la fuente, es decir, el nombre de aquel que nos ha enseñado esa verdad. Pero ese hombre, ese Mensajero, ese Profeta, ha muerto hace tiempo. ¿Cómo podemos saber que existió y que habló como nos lo han contado? Yo que, como tú, he leído a Plat6n y a Aristóteles, necesito pruebas.

– ¿Qué pruebas? ¿Hay realmente pruebas en esas materias?

– Para vosotros los sunníes no hay, efectivamente, ninguna prueba. Pensáis que Mahoma murió sin designar un heredero, que dejó abandonados a los musulmanes y que entonces se dejaron gobernar por el más fuerte o el más astuto. Eso es absurdo. Nosotros pensamos que el Mensajero de Dios nombró un sucesor, un depositario de sus secretos: el imán Alí, su yerno, su primo, casi su hermano. A su vez, Alí designó un sucesor. Así se ha perpetuado el linaje de los imanes legítimos y por medio de ellos se ha transmitido la prueba del mensaje de Mahoma y de la existencia del Dios único.

– Por todo lo que dices no veo en qué difieres de los otros chiíes.

– Entre mi fe y la de mis padres la diferencia es grande. Ellos me enseñaron que debíamos sufrir con paciencia el poder de nuestros enemigos esperando el regreso del imán oculto, que establecerá sobre la tierra el reino de la justicia y recompensará a los verdaderos creyentes. Mi propia convicción es que hay que actuar desde ahora mismo, preparar por todos los medios el advenimiento de nuestro imán en esta región. Yo soy el Precursor, aquel que allana la tierra con el fin de que esté preparada para recibir al imán del Tiempo. ¿Ignoras que el Profeta habló de mí?

– ¿De ti, Hassan hijo de Alí Sabbah, nativo de Qom?

– ¿Acaso no dijo: «Un hombre vendrá de Qom; exigirá a las gentes que sigan el camino recto y los hombres se reunirán en torno suyo como puntas de lanzas, el viento de las tempestades no los dispersará, no se cansarán de luchar, no flaquearán y en Dios se apoyarán?»

– No conozco esa cita. Sin embargo, he leído los libros de las tradiciones certificadas.

– Tú has leído los libros que tú quieres; los chiíes tienen otros libros.

– ¿Y se trata de ti?

– Pronto no lo dudarás más.

XVI

El hombre de los ojos desorbitados ha reanudado su vida errante. Infatigable misionero, recorre el Oriente musulmán: Balj, Merv, Kaxgar, Samarcanda. Por todas partes predica, argumenta, convierte, organiza. No abandona una ciudad o un pueblo sin haber designado un representante que deja rodeado de un círculo de adeptos, chiíes cansados de esperar y de padecer, sunníes, persas o árabes hartos de la dominación de los turcos, jóvenes con deseos de rebelión, creyentes a la búsqueda de rigor. El ejército de Hassan aumenta cada día. Se les llama «batinis», la gente del secreto. Se les trata de herejes, de ateos. Los ulemas lanzan anatema tras anatema: «¡Ay del que se alíe con ellos, ay del que se siente a su mesa, ay del que se una a ellos por el matrimonio! Derramar su sangre es tan legítimo como regar el jardín.»


El tono sube, la violencia no permanece encerrada en la palabra durante mucho tiempo. En la ciudad de Savah el predicador de una mezquita denuncia a algunas personas que a las horas de la oración se reúnen apartadas de los otros musulmanes. Invita a la policía a actuar con rigor. Dieciocho herejes son detenidos. Algunos días más tarde el denunciante aparece apuñalado. Nizam el-Molk ordena un castigo ejemplar: un carpintero ismaelí es acusado del crimen, torturado y crucificado, y su cuerpo arrastrado por todas las callejuelas del bazar.


«Ese predicador fue la primera víctima de los ismaelíes, ese carpintero fue su primer mártir», estima un cronista, para añadir que obtuvieron su primer gran éxito cerca de la ciudad de Kain, al sur de Nisapur. Una caravana de la que formaban parte más de seiscientos mercaderes y peregrinos, así como un importante cargamento de antimonio, llegaba de Kirman. A media jornada de Kain, unos hombres armados y enmascarados les cerraron el camino. El anciano de la caravana pensó que se trataba de bandoleros y quiso negociar un rescate como solía hacerlo. Pero no se trataba de eso. Los viajeros fueron conducidos hacia un pueblo fortificado donde se les retuvo durante varios días, sermoneándoles e invitándoles a convertirse. Algunos aceptaron, a otros se les puso en libertad y finalmente exterminaron a la mayoría de ellos.


Sin embargo, ese secuestro de la caravana pronto parecería una peripecia de poca importancia en la gigantesca aunque solapada prueba de fuerza que se está desarrollando. Las matanzas y los contragolpes se suceden. No se salva ninguna ciudad, ninguna provincia, ninguna ruta; la «paz selyuquí» comienza a desmoronarse.


Es entonces cuando estalla la memorable crisis de Samarcanda. «El cadí Abu Taher está en el origen de los acontecimientos», afirma perentoriamente un cronista. No, las cosas no son tan sencillas.


Es cierto que una tarde de noviembre, el antiguo protector de Jayyám llega inopinadamente a Ispahán con mujeres y equipajes, desgranando reniegos e imprecaciones. Nada más cruzar la puerta de Tirali ordena que le conduzcan ante su amigo, que lo instala en su casa, feliz de tener por fin la ocasión de demostrarle su gratitud. Una vez despachadas rápidamente las efusiones de costumbre, Abu Taher ruega, al borde de las lágrimas:

– Tengo que hablar con Nizam el-Molk lo antes posible.


Jayyám nunca ha visto al cadí en semejante estado e intenta tranquilizarlo:

– Iremos a ver al visir esta misma noche. ¿Tan grave es?

– He tenido que huir de Samarcanda.


No puede continuar; se le ahoga la voz y las lágrimas corren por sus mejillas. Ha envejecido mucho desde el último encuentro; tiene la piel marchita, la barba blanca. Sólo las cejas siguen siendo una maraña negra y temblorosa.


Omar pronuncia algunas frases de consuelo. El cadí se recobra, se ajusta el turbante y declara:

– ¿Te acuerdas de ese hombre al que llamaban el estudiante de la cicatriz?

– ¡Cómo voy a olvidarme de aquel que agitó ante mis ojos mi propia muerte!

– ¿Te acuerdas de que se volvía loco ante la menor sospecha de olor a herejía? Pues bien, hace tres años se unió a los ismaelíes y hoy proclama sus errores con el mismo celo que desplegaba para defender la verdadera fe. Cientos, miles de ciudadanos le siguen. Es el amo de la calle e impone su ley a los comerciantes del bazar. He ido a ver al kan en varias ocasiones. Tú conociste a Nasr Kan, sus cóleras repentinas que se aplacaban tan súbitamente como se encendían, sus accesos de violencia o de prodigalidad. Que Dios lo tenga en la gloria, lo menciono en todas mis oraciones. Hoy el poder está en manos de su sobrino Ahmed, un joven imberbe, indeciso imprevisible, nunca sé cómo tratarle. Me quejé a él varias veces de las intrigas de los herejes, le expuse los peligros de la situación, pero sólo me escuchaba distraídamente, aburrido. Al ver que no se decidía a actuar, reuní a los comandantes de la milicia, así como a algunos funcionarios en cuya lealtad confío y les pedí que vigilaran las reuniones de los ismaelíes. Tres hombres de confianza se relevaban para seguir al estudiante de la cicatriz, ya que mi objetivo era presentar al kan un informe detallado de sus actividades con el fin de abrirle los ojos. Hasta el día en que mis hombres me informaron de que el jefe de los herejes había llegado a Samarcanda.

– ¿Hassan Sabbah?

– En persona. Los míos se apostaron a ambos lados de la calle Abdak, en el barrio de Gatfar, donde tenía lugar la reunión de los ismaelíes. Cuando Sabbah salió de allí, disfrazado de sufí, se echaron sobre él, le cubrieron la cabeza con un saco y me lo trajeron. Inmediatamente lo conduje al palacio, orgulloso de anunciar al soberano mi captura. Por primera vez se mostró interesado y pidió ver al personaje, pero cuando Sabbah estuvo en su presencia ordenó que desataran sus ligaduras y que le dejaran solo con él. Por más que le previne contra ese peligroso hereje y le recordé las fechorías de las que era culpable, todo fue inútil. Quería, dijo, convencer al hombre de que volviera al camino recto. La entrevista se prolongó. De vez en cuando, uno de sus allegados entreabría la puerta; los dos hombres seguían discutiendo. Súbitamente, al amanecer, se les vio prosternarse uno al lado del otro para la oración, murmurando las mismas palabras. Los consejeros se empujaban para observarlos.


Después de beber un trago de jarabe de horchata, Abu Taher formula unas palabras de agradecimiento antes de proseguir:

– Hubo que rendirse ante la evidencia. El señor de Samarcanda, soberano de Transoxiana, heredero de la dinastía de los Kanes Negros, acababa de adherirse a la herejía. Desde luego evitó proclamarlo y continuó simulando su fidelidad a la verdadera Fe, pero ya nada fue como antes. Los consejeros del príncipe fueron reemplazados por ismaelíes. Los jefes de la milicia, autores de la captura de Sabbah murieron brutalmente uno después de otro. Mi propia guardia fue sustituida por los hombres del estudiante de la cicatriz. No me quedaba otra elección que partir con la primera caravana de peregrinos y venir a exponer la situación a aquellos que sostienen la espada del Islam, Nizam el-Molk y Malikxah.


Esa misma noche Jayyám acompaña a Abu Taher a casa del visir. Lo presenta y luego los deja a solas. Nizam escucha a su visitante con recogimiento y en su rostro se lee la inquietud. Cuando el cadí se calla, Nizam le lanza:

– ¿Sabes quién es el verdadero responsable de las desgracias de Samarcanda y de todas nuestras desgracias? ¡Ese hombre que te ha acompañado hasta aquí!

– ¿Omar Jayyám?

– ¿Quién, si no? Fue jawayé Omar quien intercedió en favor de Hassan Sabbah el día en que yo pude obtener su muerte. Nos impidió matarlo. ¿Podría ahora impedirle matarnos?


El cadí no sabe qué decir. Nizam suspira. Se sucede un corto y embarazoso silencio.

– ¿Qué sugieres que hagamos?


Es Nizam quien interroga. Abu Taher tiene su idea muy preparada y la enuncia con la lentitud de las proclamaciones solemnes.

– Ha llegado la hora de que la bandera de los selyuquíes ondee sobre Samarcanda.


El rostro del visir se ilumina y luego se ensombrece.

– Tus palabras valen su peso en oro. Desde hace años no ceso de repetir al sultán que el Imperio debe extenderse hacia Transoxiana, que unas ciudades tan prestigiosas y prósperas como Sarnarcanda y Bujara no pueden permanecer fuera de nuestra autoridad. Es una pérdida de tiempo; Malikxah no quiere saber nada.

– Sin embargo, el ejército del kan está muy debilitado. Sus emires ya no reciben la paga y sus fortalezas están en ruinas.

– Eso ya lo sabemos.

– ¿No será que Malikxah teme sufrir la misma suerte que su padre Alp Arslan si como él cruzara el río?

– En modo alguno.


El cadí no pregunta más y espera la explicación.

– El sultán no teme ni al río ni al ejército enemigo -dice Nizam-. ¡Tiene miedo de una mujer!

– ¿Terken Jatún?

– Ella le ha jurado que si cruza el río, le negará para siempre su lecho y transformará su harén en un infierno. No olvidemos que Samarcanda es su ciudad, que Nast Kan era su hermano y Ahmed Kan es su sobrino. Transoxiana pertenece a su familia. Si el reino construido por sus antepasados se derrumbara, perdería el puesto que ocupa entre las mujeres del palacio y comprometería las oportunidades que tiene su hijo de suceder un día a Malikxah.

– ¡Pero su hijo sólo tiene dos años!

– Precisamente. Cuanto más joven, más tiene que luchar su madre por mantener sus derechos.

– Si he comprendido bien -concluye el cadí-, el sultán no aceptará jamás conquistar Samarcanda.

– No he dicho eso, pero es necesario hacerle cambiar de opinión y no será fácil encontrar unas armas más persuasivas que las de la Jatún.


El cadí enrojece. Sonríe cortésmente pero no se deja apartar de su propósito.

– ¿No bastaría con que yo repitiera ante el sultán lo que acabo de decirte? ¿No bastaría con que le informara de la conspiración urdida por Hassan Sabbah?

– No -comenta secamente Nizam.


Por el momento está demasiado absorto para argumentar. En su cabeza se está elaborando un plan. Su visitante espera a que se determine.

– Veamos -enuncia el visir con autoridad-. Mañana por la mañana te presentarás a la puerta del harén del sultán y pedirás ver al jefe de los eunucos. Le dirás que vienes de Samarcanda y que desearías transmitir a Terken Jatún noticias de su familia. Tratándose del cadí de su ciudad, de un viejo servidor de su dinastía, no puede hacer otra cosa que recibirte.


El cadí sólo mueve la cabeza y Nizam prosigue:

– Cuanto estés en la sala de las colgaduras, contarás la miseria en la que se encuentra Samarcanda por culpa de los herejes, pero omitirás evocar la conversión de Ahmed. Por el contrario, darás a entender que Hassan Sabbah ambiciona su trono, que su vida está amenazada y que sólo la Providencia podría aún salvarla. Añadirás que has venido a verme pero que no he querido prestarte atención, incluso que te he disuadido de hablar de ello al sultán.


Al día siguiente, la estratagema dio resultado sin encontrar el menor obstáculo. Mientras que Terken Jatún se hace cargo de convencer al sultán de la necesidad de salvar al kan de Samarcanda, Nizam el-Molk, que aparenta oponerse a ello, se ocupa intensamente de los preparativos de la expedición. Con esta guerra de engaños, Nizam no trata solamente de anexionarse Transoxiana, y, menos aún, de salvar a Samarcanda; quiere, sobre todo, restablecer su prestigio escarnecido por la subversión ismaelí. Y para ello necesita una victoria total y resonante. Desde hace años, sus espías le juran cada día que Hassan ha sido localizado, que su detención es inminente, pero el rebelde permanece inasequible, sus tropas se evaporan al primer contacto. Nizam busca, pues, una ocasión para enfrentarse con él cara a cara, ejército contra ejército. Samarcanda es un terreno inesperado.


En la primavera de 1089, un ejército de doscientos mil hombres se pone en marcha con elefantes e instrumentos de asedio. Poco importan las intrigas y las mentiras que han presidido su creación; realizará lo que todo ejército debe realizar. Comienza por apoderarse de Bujara sin la menor resistencia y luego se dirige hacia Samarcanda. Una vez a las puertas de la ciudad, Malikxah anuncia a Ahmed Kan, con un patético mensaje, que ha llegado al fin a liberarlo del yugo de los herejes. «No he pedido nada a mi augusto hermano» responde fríamente el kan. Malikxah se asombra ante Nizam, que no se inmuta: «El kan ya no es libre en sus movimientos. Hay que hacer como si no existiera.» De todas maneras el ejército no puede volver sobre sus pasos, los emires quieren su parte del botín y no regresarán con las manos vacías.


Desde los primeros días, la traición de un guardián de una torre permite a los sitiadores introducirse en la ciudad y tomar posiciones al oeste, cerca de la puerta del Monasterio. Los defensores se repliegan hacia los zocos del sur, en torno a la puerta de Kix. Una parte de la población decide apoyar a las tropas del sultán, las alimenta y las anima; otra parte abraza la causa de Ahmed Kan, cada uno según su fe. Los combates se suceden con una violencia extrema durante dos semanas, pero en ningún momento existe la menor duda de su desenlace. El kan, que se había refugiado en casa de un amigo en el barrio de las cópulas, pronto es apresado, así como todos los jefes ismaelíes. Únicamente Hassan consigue escapar atravesando de noche un canal subterráneo.


No cabe duda de que Nizam ha ganado, pero a fuerza de embaucar tanto al sultán como a la sultana ha envenenado irremediablemente sus relaciones con la corte. Aunque Malikxah, no lamenta haber conquistado con tan poco esfuerzo las más prestigiosas ciudades de Transoxiana, sufre en su amor propio haberse dejado engañar. Incluso se niega a organizar para la tropa el tradicional banquete de la victoria. «¡Es pura avaricia!», cuchichea con mala intención Nizam a quien quiera escucharle.


En cuanto a Hassan Sabbah, saca de su derrota una valiosa lección. Antes de intentar convertir a los príncipes, va a forjarse un temible instrumento de guerra que no se parecerá en nada a todo lo que la humanidad ha conocido hasta ese momento: la orden de los Asesinos.

XVII

Alamut. Una fortaleza sobre un peñasco a seis mil pies de altitud; un paisaje de montes pelados, lagos olvidados, precipicios cortados a pico, desfiladeros sin salida. El ejército más numeroso no podría acceder a ella más que en fila india. Las más potentes catapultas no podrían ni rozar sus murallas.


Entre las montañas reina el Xah-Rud, llamado el «río loco», que en primavera, con el deshielo de las nieves del Elburz, crece y se acelera, arrancando a su paso árboles y piedras. ¡Ay del que ose acercársele! ¡Ay de la tropa que se atreva a acampar a sus orillas!


Del río, de los lagos, sube cada noche una densa y algodonosa bruma que escala el farallón y se detiene a medio camino. Para los que allí viven, el castillo de Alamut se convierte entonces en una isla en medio de un océano de nubes. Visto desde abajo es una guarida de genios.


En dialecto local, Alamut significa «la lección del águila». Se cuenta que un príncipe que quería construir una fortaleza para controlar aquellas montañas soltó un ave rapaz amaestrada. Esta, después de haber dado vueltas en el cielo, fue a posarse sobre ese peñasco. El amo comprendió que ningún emplazamiento sería mejor.


Hassan Sabbah ha imitado al águila. Recorre Persia a la búsqueda de un lugar donde poder reunir a sus fieles, instruirlos y organizarlos. De su contratiempo en Samarcanda ha aprendido que sería ilusorio querer apoderarse de una gran ciudad, ya que el enfrentamiento con los selyuquíes sería inmediato e inevitablemente redundaría en provecho del Imperio. Por lo tanto, necesita otra cosa: un reducto montañoso, inexpugnable, un santuario desde donde desarrollar su actividad en todas las direcciones.


En el momento en que las banderas capturadas en Transoxiana se despliegan en las calles de Ispahán, Hassan se encuentra en los alrededores de Alamut. Ese lugar es para él una revelación. Desde que lo divisó a lo lejos, comprendió que era allí y en ningún otro sitio donde terminaría su vida errante, donde se alzaría su reino. Alamut es, en ese momento, un pueblo fortificado, uno, entre tantos otros, donde viven algunos soldados con sus familias, unos cuantos artesanos, algunos agricultores y un gobernador nombrado por Nizam el-Molk, un honrado castellano llamado Mahdi el Alauí, que sólo se preocupa de su agua para el riego y su cosecha de nuez, de uvas y de granadas. Los tumultos del imperio no le quitan el sueño.


Hassan comienza por enviar a algunos compañeros, nativos de la región, que se mezclan con la guarnición, predican y convierten. Algunos meses más tarde están en condiciones de anunciar al maestro que el terreno está preparado y que puede venir. Hassan se presenta disfrazado de derviche sufí, como de costumbre. Se pasea, inspecciona, comprueba. El gobernador recibe al hombre santo y le pregunta qué le agradaría.

– Necesito esta fortaleza -dice Hassan.


El gobernador sonríe y se dice que a ese derviche no le falta humor. Pero su invitado no sonríe.

– He venido a tomar posesión de la plaza. ¡Todos los hombres de la guarnición me son adictos!


Hay que reconocer que la conclusión de ese intercambio es tan inaudita como inverosímil. Los orientalistas que han consultado las crónicas de la época, particularmente los relatos consignados por los ismaelíes, tuvieron que leerlos y releerlos para asegurarse de que no eran víctimas de una falsificación.


Imaginemos de nuevo la escena. Estamos a finales del siglo XI, exactamente a 6 de septiembre de 1090. Hassan Sabbah, genial fundador de la orden de los Asesinos, está a punto de apoderarse de la fortaleza que será durante ciento sesenta y seis años la sede de la secta más temible de la historia. Está allí, sentado con las piernas cruzadas, frente al gobernador, a quien repite sin alzar la voz:

– He venido a tomar posesión de Alamut.

– Esta fortaleza me fue entregada en nombre del sultán -responde el otro-. ¡Pagué para conseguirla!

– ¿Cuánto?

– ¡Tres mil dinares de oro!


Hassan Sabbah toma un papel y escribe: «Sírvanse pagar la suma de tres mil dinares de oro a Mahdi el Alauí como pago de la fortaleza de Alamut. Dios nos basta. Es el mejor de los Protectores.» El gobernador estaba inquieto y no creía que la firma de un hombre vestido con un sayal pudiera avalar semejante suma, pero nada más llegar a la ciudad del Darngan pudo cobrar su oro sin ninguna demora.

XVIII

Cuando la noticia de la conquista de Alamut llega a Ispahán, apenas suscita alborotos. La ciudad se interesa mucho más por el conflicto que en ese momento estalla con violencia entre Nizam y el palacio. Terken Jatún no perdona al visir la operación que ha dirigido contra el feudo de su familia e insiste ante Malikxah para que se deshaga sin demora de su demasiado poderoso visir. Nada es más normal, dice, que el sultán, a la muerte de su padre, tuviera un tutor, ya que sólo tenía diecisiete años; hoy tiene treinta y cinco, es todo un hombre y no puede dejar indefinidamente la dirección de los asuntos en las manos de su ata. ¡Ya es hora de que se sepa quién es el verdadero señor del Imperio! El problema de Samarcanda, ¿no ha servido para probar que Nizam intentaba imponer su voluntad, que engañaba a su señor y le trataba como a un menor ante el mundo entero?


Si Malikxah duda aún de dar ese paso, un incidente va a empujarle a ello. Nizam ha nombrado gobernador de la ciudad de Merv a su propio nieto. Adolescente pretencioso, demasiado confiado en la omnipotencia de su abuelo, se ha permitido insultar en público a un anciano emir turco. Este, lloroso, va a quejarse a Malikxah que, fuera de sí, ordena inmediatamente que se escriba a Nizam una carta redactada en los siguientes términos: «Si eres mi adjunto, debes obedecerme y prohibir a tus parientes que ataquen a mis hombres; si te consideras mi igual, mi asociado en el poder, tomaré las decisiones pertinentes.»


Nizam da su respuesta al mensaje entregado por una delegación de altos dignatarios del Imperio: «Decid al sultán, si es que hasta ahora lo ignoraba, que desde luego soy su asociado y que sin mi persona no hubiera podido jamás forjar su poderío. ¿Ha olvidado que fui yo quien, a la muerte de su padre, se hizo cargo de sus asuntos, que fui yo quien alejó a los otros pretendientes y metió en cintura a todos los rebeldes? ¿Que gracias a mí se le obedece y respeta hasta los confines de la tierra? ¡Sí, id a decirle que la suerte de su gorro está unida a la de mi tintero!»


Los emisarios están estupefactos. ¿Cómo un hombre tan prudente como Nizam el-Molk puede dirigir al sultán unas palabras que van a causar su propia desgracia y, sin duda, su muerte? ¡Su arrogancia raya en la locura!


Sólo un hombre, ese día, sabe con precisión lo que explica semejante determinación, y es Jayyám. Desde hacía semanas Nizam se le quejaba de atroces dolores que le mantenían despierto por la noche y por el día le impedían concentrarse en su trabajo. Después de examinarlo minuciosamente, de palparlo e interrogarlo, Omar le diagnosticó un tumor flemonoso que no le permitiría vivir mucho tiempo.


Fue una noche muy penosa aquella en que Jayyám tuvo que declarar a su amigo la verdad sobre su estado.

– ¿Cuánto tiempo me queda de vida?

– Algunos meses.

– ¿Seguiré sufriendo?

– Podría prescribirte opio para aliviar el sufrimiento, pero estarías continuamente aturdido y ya no podrías trabajar.

– ¿No podría escribir?

– Ni mantener una larga conversación.

– Entonces prefiero sufrir.


Entre una réplica y otra se sucedían largos momentos de silencio. Y de sufrimiento dignamente contenido.

– ¿Tienes miedo al más allá, Jayyám?

– ¿Por qué tener miedo? Después de la muerte está la nada o la misericordia.

– ¿Y el mal que he podido hacer?

– Por grandes que hayan sido tus culpas, el perdón de Dios es aún mayor.


Nizam se había mostrado algo más tranquilo.

– También he hecho el bien. Construí mezquitas y escuelas y combatí la herejía.


Como Jayyám no lo contradecía, había proseguido:

– ¿Se acordarán de mí dentro de cien años, de mil años?

– ¿Cómo saberlo?


Nizam, después de mirarlo de hito en hito con desconfianza, había continuado:

– ¿No fuiste tú quién dijo un día: «La vida es como un incendio. Llamas que el que pasa olvida. Cenizas que el viento dispersa. Un hombre ha vivido»? ¿Crees que será ése el destino de Nizam el-Molk?


Jadeaba. Omar seguía callado.

– Tu amigo Hassan Sabbah recorre el país clamando que no soy más que un vil servidor de los turcos. ¿Crees que será eso lo que digan de mí el día de mañana? ¿Que se me considerará la vergüenza de los arios? ¿Olvidarán que fui el único que hizo frente a los sultanes durante treinta anos y que les impuso su voluntad? ¿Qué otra cosa podía hacer yo después de la victoria de sus ejércitos? Pero no dices nada.


Hablaba con aire ausente.

– Setenta y cuatro años, setenta y cuatro años que vuelven a pasar ante mis ojos. Tantas decepciones, tantos pesares, tantas cosas que hubiera querido vivir de otro modo.


Sus ojos estaban medio cerrados, sus labios se habían crispado.

– ¡Ay de ti, Jayyám! Por tu culpa Hassan Sabbah puede perpetrar hoy todas sus villanías.


Omar deseaba responderle: «¡Cuántas cosas tenéis en común tú y Hassam! Si una causa os seduce, edificar un imperio o preparar el reino del imán, no dudáis en matar para hacerla triunfar. Para mí, toda causa que mate deja de seducirme. A mis ojos se afea, se degrada y se envilece, por muy hermosa que haya podido ser. Ninguna causa es justa cuando se alía con la muerte.» Tuvo deseos de gritarlo pero se había dominado y se había callado; había decidido dejar que su amigo se deslizara en paz hacia su destino.


A pesar de esa noche amarga, Nizam había terminado por resignarse, se había acostumbrado a la idea de dejar de existir. Pero de la noche a la mañana había abandonado los asuntos del Estado y había decidido dedicar todo el tiempo que le quedaba a la terminación de un libro, Siyaset-Nameh, el Tratado de Gobierno, una obra notable, equivalente para el Oriente musulmán a lo que sería para Occidente cuatro siglos más tarde, El Príncipe de Maquiavelo. Con una enorme diferencia: El Príncipe es la obra de un desencantado de la política, defraudado de cualquier poder; el Siyaset-Nameh es el fruto de la insustituible experiencia de un constructor de imperios.


Así que, en el mismo momento en que Hassan Sabbah acaba de conquistar ese inexpugnable santuario con el que ha soñado tanto tiempo, el hombre fuerte del Imperio sólo piensa ya en su lugar en la Historia. Prefiere las palabras verdaderas a las palabras que agradan y está dispuesto a desafiar al sultán hasta el final. Se diría incluso que desea una muerte espectacular, una muerte a su medida.


La obtendrá.


Cuando Malikxah recibe a la delegación que ha visitado a Nizam, no alcanza a creer lo que le cuentan.

– ¿Ha dicho realmente que era mi asociado, mi igual?


Al confirmárselo abrumados los emisarios, el sultán da rienda suelta a su furor. Habla de empalar a su tutor, de despedazarlo vivo, de crucificarlo sobre las almenas de la ciudadela. Luego corre a anunciar a Terken Jatún que al fin ha decidido destituir a Nizam el-Molk de todas sus funciones y que desea su muerte. Queda por saber de qué manera se hará la ejecución sin que provoque una reacción en el seno de los numerosos regimientos que le son aún fieles. Pero Terken y Yahán ya han pensado en ello: puesto que Hassan desea igualmente la muerte de Nizam ¿por qué no facilitarle la tarea a la vez que se deja a Malikxah fuera de toda sospecha?


Se envía, pues, a Alamut un cuerpo de ejército bajo el mando de un fiel del sultán. En apariencia el objetivo es sitiar la fortaleza de los ismaelíes; en realidad se trata de una tapadera para negociar sin despertar sospechas. El desarrollo de los acontecimientos se ultima hasta en los menores detalles: el sultán atraerá a Nizam a Nihavend, una ciudad situada a igual distancia de Ispahán que de Alamut. Allí los asesinos se harán cargo de él.


Los textos de la época relatan que Hassan Sabbah reunió a sus hombres y les dirigió las siguientes palabras: «¿Quién de vosotros librará al país del malhechor Nizam el-Molk?», que un hombre llamado Arrani se puso la mano en el pecho en señal de aceptación, que el señor de Alamut le encargó esa misión y añadió: «La muerte de ese demonio es el comienzo de la felicidad.»


Durante ese tiempo, Nizam está encerrado en su casa. Aquellos que frecuentaban su divan lo han abandonado al enterarse de su desgracia, sólo Jayyám y los oficiales de la guardia nizamiyya lo visitan. Pasa la mayor parte del tiempo escribiendo. Escribe con frenesí y a veces le pide a Jayyám que se lo relea.


Éste, al recorrer el texto, esboza aquí y allá una sonrisa divertida, una mueca. Como tantos otros grandes hombres, Nizam, en el ocaso de su vida, no puede por menos de disparar flechas, de arreglar cuentas. Con Terken Jatún, por ejemplo. El capítulo 43 se titula «Mujeres que viven detrás de las colgaduras». «En una época remota», escribe Nizam, «la esposa de un rey adquirió sobre él un gran ascendiente que sólo causó discordia y confusión. No diré más sobre ello porque todos podemos observar hechos semejantes en otras épocas.» Y añade: «Para que una empresa tenga éxito, hay que hacer lo contrario de lo que digan las mujeres.»


Los seis capítulos siguientes están dedicados a los ismaelíes, y terminan así: «He hablado de esta secta para que se esté sobre aviso… se recordarán mis palabras cuando esos impíos hayan precipitado a la nada a las personas que el sultán estima, así como a los notables del Estado, cuando los tambores resuenen por todas partes y se descubran sus intenciones. En medio del tumulto que se producirá, que sepa el príncipe que todo lo que he dicho es verdad. ¡Quiera el Altísimo preservar a nuestro señor y al Imperio del maleficio!»


Él día en que un mensajero vino a verle y a invitarle de parte del sultán a reunirse con él para viajar a Bagdad, el visir no duda un instante de lo que le espera y llama a Jayyám para despedirse de él.

– En tu estado -le dice este último- no deberías recorrer semejantes distancias.

– En mi estado, nada importa ya, y no es el viaje lo que me va a matar.


Omar no sabe qué decir. Nizam lo abraza y se despide de él amistosamente antes de ir a inclinarse ante aquel que lo ha condenado. Suprema elegancia, suprema inconsciencia, suprema perversidad; el sultán y el visir juegan uno y otro con la muerte.


Cuando están en camino hacia el lugar del suplicio, Malikxah interroga a su «padre»:

– ¿Cuánto tiempo crees que vivirás aún?


Nizam responde, sin la sombra de una duda:

– Mucho tiempo, muchísimo tiempo.


El sultán está desconcertado:

– Que te muestres arrogante conmigo, pase, ¡pero con Dios! ¿Cómo puedes afirmar semejante cosa? Di mejor ¡que se haga Su Voluntad, Él es el señor de la vida!

– Si he respondido así es porque anoche tuve un sueño. Vi a nuestro Profeta, ¡recémosle!, le pregunté cuándo moriría y obtuve una respuesta reconfortante.


Malikxah se impacienta:

– ¿Qué respuesta?

– El Profeta me dijo: «Tú eres un pilar del Islam, haces el bien a los que te rodean, tu existencia es valiosa para los creyentes, por lo tanto te concedo el privilegio de escoger el momento de tu muerte.» Yo respondí: «¡Dios me guarde de ello! ¿Qué hombre podría escoger semejante día? Siempre se quiere más, e incluso aunque fijara la fecha más alejada posible, viviría con la obsesión de que se acerca y la víspera de ese día, ya sea dentro de un mes o dentro de cien años, temblaría de miedo. No quiero escoger la fecha. El único favor que te pido, amado Profeta, es no sobrevivir a mi señor el sultán Malikxah. Le he visto crecer, le he oído llamarme “padre” y no quisiera sufrir la humillación y la pena de verle muerto.» «Concedido», me dijo el Profeta, «morirás cuarenta días antes que el sultán.»


Malikxah tiene el rostro lívido, tiembla. Casi se traiciona. Nizam sonríe:

– Ya lo ves, no demuestro ninguna arrogancia. Hoy estoy seguro de que viviré mucho tiempo.


En ese instante ¿tuvo el sultán la tentación de renunciar a matar a su visir? Hubiera estado muy inspirado, ya que, efectivamente, aunque el sueño sólo era una parábola, Nizam había tomado temibles disposiciones. La víspera de su partida, los oficiales de su guardia reunidos junto a él habían jurado uno tras otro con la mano sobre el Libro que si le asesinaban ninguno de sus enemigos le sobreviviría.

XIX

En la época en que el imperio selyuquí era el más fuerte del universo, una mujer osó tomar el poder entre sus débiles manos. Sentada detrás de su colgadura, desplazaba los ejércitos de una frontera a otra de Asia, nombraba a los reyes y a los visires, a los gobernadores y a los cadíes, dictaba cartas al califa y enviaba emisarios ante el señor de Alamut. A los emires que refunfuñaban al oírla dar órdenes a las tropas, les respondía: «Entre nosotros, los hombres van a la guerra, pero las mujeres les dicen contra quién luchar.»


En el harén del sultán la llaman «la China». Nació en Samarcanda, de una familia originaria de Kaxgar y, como su hermano mayor Nasr Kan, su rostro no revela ninguna mezcla de sangre, ni los rasgos semitas de los árabes, ni los rasgos arios de los persas.


Es, con mucho, la más antigua de las mujeres de Malikxah, que la desposó con sólo nueve años. Ella tenía once. Pacientemente, esperó a que él madurara. Acarició el primer vello de su barba, sorprendió el primer sobresalto de deseo en su cuerpo, vio cómo sus miembros se estiraban y sus músculos se henchían, majestuoso engreído a quien no tardó en dominar. Nunca dejó de ser la favorita; fue adulada, cortejada, reverenciada, y sobre todo, escuchada. Y obedecida. Al final del día, al regreso de una cacería de leones, de un torneo, de una refriega sangrienta, de una tumultuosa asamblea de emires, o peor aún, de una penosa sesión de trabajo con Nizam, Malikxah encuentra la paz en los brazos de Terken. Aparta la seda liviana que la cubre y se aprieta contra su piel, retoza, ruge, cuenta sus hazañas y sus hastíos. La China arropa al animal salvaje excitado, lo mima, lo recibe como a un héroe en los pliegues de su cuerpo, lo retiene durante largo rato, lo estrecha contra ella y sólo lo suelta para atraerlo de nuevo; él se desploma, conquistador sin aliento, jadeante, sometido, hechizado; ella sabe llevarle hasta el límite del placer.


Luego, suavemente, sus dedos menudos comienzan a dibujar sus cejas, sus párpados, sus labios, los lóbulos de sus orejas, las líneas de su cuello sudoroso; la fiera se derrumba, ronronea, se adormece como un felino ahíto. Las palabras de Terken fluyen entonces hacia lo más profundo de su alma. Le habla de él, de ella, de sus hijos, le cuenta anécdotas, le cita poemas, le susurra parábolas ricas en enseñanzas; ni un instante se aburre él entre sus brazos y se promete permanecer junto a ella todas las noches. A su manera tosca, brutal, infantil, animal, la ama y la amará hasta el último aliento. Ella sabe que él no puede negarle nada; es ella quien designa sus conquistas del momento, amantes y provincias. En todo el Imperio no tiene más rival que Nizam, y en ese año de 1092 está camino de vencerlo.


¿Es una mujer colmada, la China? ¿Cómo podría serlo? Cuando está sola o con Yahán, su confidente, llora lágrimas de madre, lágrimas de sultana, maldice al injusto destino y nadie piensa en reprochárselo. Malikxah había escogido al mayor de sus hijos como heredero y lo llevaba en todos los viajes, a todas las ceremonias, le enseñaba una a una sus provincias, le hablaba del día en que le sucedería: «¡Jamás ningún sultán ha legado un imperio mayor a su hijo!», le decía. Sí, en ese tiempo Terken se sentía colmada, ningún dolor deformaba su sonrisa.


Pero el heredero murió. Una fiebre súbita, fulminante, despiadada. Por más sangrías y cataplasmas que los médicos prescribieron, su vida se apagó en dos noches. Se dijo que había sido mal de ojo, quizá incluso algún veneno imposible de detectar. A pesar de su desconsuelo, Terken se rehace. Una vez pasado el luto, hace que designen como heredero al segundo de sus hijos, con quien pronto se encariña Malikxah, concediéndole títulos muy sorprendentes para sus nueve años, pero la época es pomposa, ceremoniosa: «Rey de reyes, Pilar del Estado, Protector del Príncipe de los Creyentes…»


Maldición y mal de ojo, el nuevo heredero no tarda en morir, él también, y tan súbitamente como su hermano, de una fiebre igual de sospechosa.


La China tenía un hijo más, el último, y le pidió al sultán que lo designara como sucesor. Esta vez el asunto era más difícil; el niño sólo tenía un año y medio y Malikxah era padre de otros tres muchachos, todos mayores que él. Dos habían nacido de una esclava, pero el mayor, llamado Barkyaruk, era hijo de la propia prima del sultán. ¿Cómo dejarle de lado? ¿Con qué pretexto? ¿Quién mejor que ese príncipe, doblemente selyuquí, para acceder a la dignidad de heredero? Esa era la opinión de Nizam. Él, que quería poner un poco de orden en las disputas turcas, él, que siempre había tenido la preocupación de instaurar alguna regla de sucesión dinástica, había insistido con los mejores argumentos del mundo para que el mayor fuera designado. Sin resultado, Malikxah no se atrevía a contrariar a Terken y, puesto que no podía nombrar a su hijo, no nombraría a nadie. Prefería correr el riesgo de morir sin heredero, como su padre, como todos los suyos.


Terken no está satisfecha y no lo estará hasta que vea su descendencia debidamente asegurada. Vemos, pues, hasta qué punto lo que más desea en el mundo es la desgracia de Nizam, obstáculo para sus ambiciones. Para obtener su sentencia de muerte está dispuesta a todo, a intrigas y a amenazas, y ha seguido día a día las negociaciones con los Asesinos. Acompaña al sultán y a su visir en el viaje a Bagdad. Quiere estar presente en la ejecución.


Es la última comida de Nizam. La cena es un iftar, el banquete que celebra la ruptura del ayuno de décimo día de ramadán. Dignatarios, cortesanos, emires del ejército, todos están sobrios, contra su costumbre, por respecto al mes santo. La mesa está dispuesta bajo una inmensa tienda. Algunos esclavos sostienen antorchas para que se pueda escoger, en las enormes bandejas de plata, el mejor trozo de camello o de cordero, el muslo más carnoso de perdigón, hacia los que se tienden sesenta manos hambrientas que rebuscan en la carne y en la salsa. Se reparte, se desgarra, se devora. Cuando alguien se encuentra en posesión de un pedazo apetitoso, se lo presenta al vecino que quiere honrar.


Nizam come poco. Esa noche sufre más que de costumbre, le arde el pecho y siente como si la mano de un gigante invisible le apretara las entrañas. Malikxah está a su lado, comiendo todo lo que sus vecinos le destinan. A veces se le ve arriesgar una mirada oblicua hacia su visir. Debe de pensar que tiene miedo. De pronto tiende la mano hacia una bandeja de higos negros, escoge el más gordo y se lo ofrece a Nizam, que lo coge cortésmente y lo muerde sin ganas. ¿Qué sabor pueden tener los higos cuando uno se sabe tres veces condenado, por Dios, por el sultán y por los Asesinos?


Por fin se termina el iftar. Ya es de noche. Malikxah se levanta de un salto, tiene prisa por reunirse con su China para contarle las muecas del visir. Nizam, por su parte, apoya los codos y luego se incorpora con dificultad para ponerse de pie. Las tiendas de su harén no están lejos, su anciana prima le habrá preparado una cocción de mirobálano para aliviarle. Sólo hay que dar cien pasos. A su alrededor, la inevitable algarabía de los campamentos reales. Soldados, servidores, vendedores ambulantes. A veces la risa ahogada de una cortesana. Va solo y ¡qué largo parece el camino! Habitualmente le rodea un corro de cortesanos, pero ¿quién querría que lo vieran con un proscrito? Hasta los pedigüeños han huido. ¿Qué podrían obtener de un anciano en desgracia?


Sin embargo, un individuo se acerca, un buen hombre vestido con un ropón remendado. Murmura unas palabras piadosas. Nizam palpa su bolsa y saca tres monedas de oro. Hay que recompensar al desconocido que aún se acerca a él.


Un centelleo, el centelleo de una hoja, todo sucede muy deprisa. Apenas Nizam alcanza a ver la mano que se mueve y ya el puñal atraviesa su ropa, su piel, la punta se desliza entre sus costillas. Ni siquiera grita. Sólo un movimiento de estupor mientras aspira una última bocanada de aire. Quizá, al desplomarse, haya vuelto a ver repetido lentamente ese centelleo, ese brazo que se estira, se encoge, esa boca crispada que escupe: «¡Toma ese regalo! ¡Te viene de Alamut!»


Entonces resuenan los gritos. El Asesino corre, lo acorralan de tienda en tienda, lo encuentran. Apresuradamente le cercenan la garganta y luego lo arrastran por los pies descalzos para arrojarlo a un fuego.


En los años y décadas venideros, los innumerables mensajeros de Alamut conocerían la misma muerte, con la diferencia de que ya no tratarían de huir. «No basta con matar a nuestros enemigos», les enseña Hassan. «No somos asesinos, sino ejecutores; tenemos que actuar en público, para ejemplo de todos. Nosotros matamos a un hombre, pero aterrorizamos a cien mil. Sin embargo, no basta con ejecutar y aterrorizar, también hay que saber morir, ya que, aunque matando desanimamos a nuestros enemigos de emprender cualquier acción contra nosotros, muriendo de la manera más valerosa posible provocamos la admiración de la multitud. Y de esa multitud saldrán hombres para unirse a nosotros. Morir es más importante que matar. Matamos para defendemos, morimos para convertir, para conquistar. Conquistar es una meta, defenderse es sólo un medio.»


Desde entonces los asesinatos tendrían lugar, preferentemente, los viernes, en las mezquitas y a la hora de la oración solemne, ante el pueblo reunido. La víctima, visir, príncipe, dignatario religioso, llega rodeada de una imponente guardia. La multitud está impresionada, sumisa y admirada. El enviado de Alamut está allí, en alguna parte, bajo el disfraz más inesperado. Por ejemplo, de miembro de la guardia. En el momento en que todas las miradas convergen, golpea. La víctima se derrumba, el verdugo no se mueve, grita una fórmula aprendida y afecta una sonrisa de desafío esperando dejarse inmolar por los guardias enfurecidos y luego despedazar por la muchedumbre atemorizada. El mensaje ha llegado; el sucesor del personaje asesinado se mostrará más conciliador con respecto a Alamut; y entre la asistencia habrá diez, veinte, cuarenta conversiones.


Se ha dicho con frecuencia, a la vista de estas irreales escenas, que los hombres de Hassan estaban drogados. De otro modo, ¿cómo explicar que fueran al encuentro de la muerte con la sonrisa en los labios? Se ha intentado demostrar la tesis de que actuaban bajo el efecto del haxix. Marco Polo popularizó esta idea en Occidente; sus enemigos en el mundo musulmán los han llamado a veces haxixiyun, fumadores de haxix, para desprestigiarlos; algunos orientalistas han creído ver en este término el origen de la palabra «asesino» que se convirtió, en varias lenguas europeas, en sinónimo de criminal. El mito de los Asesinos fue todavía más aterrador.


La verdad es otra. Según los textos que nos han llegado de Alamut, a Hassan le agradaba llamar a sus adeptos Asasiyun, los que son fieles al Asás, al «Fundamento» de la fe, y fue esa palabra, mal comprendida por los viajeros extranjeros, la que parecía tener efluvios de haxix.


Es cierto que Sabbah era un apasionado de las plantas, que conocía perfectamente sus virtudes curativas, sedantes o estimulantes. Él mismo cultivaba toda clase de hierbas, cuidaba a sus fieles cuando estaban enfermos y sabía prescribirles pociones para enfriarles el temperamento. De este modo, se conoce una de sus recetas destinada a activar el cerebro de sus adeptos y a hacerles más aptos para los estudios. Es una mezcla de miel, de nueces machacadas y de cilantro. Como se ve, una medicina de lo más dulce. A pesar de una tenaz y sugerente tradición, hay que rendirse ante la evidencia: los Asesinos no tenían otra droga que una fe inamovible, constantemente fortalecida por la más rigurosa de las enseñanzas, la más eficaz de las organizaciones, el más estricto reparto de tareas.


En la cúspide de la jerarquía se halla Hassan, el Gran Maestro, el Predicador supremo, el poseedor de todos los secretos. Está rodeado de un puñado de misioneros propagandistas, los day, entre los que hay tres adjuntos, uno para Persia oriental, Jorasan, Kuhistán y Transoxiana; otro para Persia occidental e Iraq; y un tercero para Siria. Justo por debajo están los compañeros, los ragik, los jefes del movimiento. Después de recibir la enseñanza adecuada, están capacitados para mandar una fortaleza, para dirigir la organización en el ámbito de una ciudad o de una provincia. Los más aptos serán un día misioneros.


Más abajo en la jerarquía están los lasek, literalmente aquellos que están vinculados a la organización. Son los creyentes de base, sin predisposición particular para los estudios ni la acción violenta. Entre ellos hay muchos pastores de los alrededores de Alamut y un número considerable de mujeres y ancianos.


Luego vienen los muyib, los «que responden» de hecho los novicios. Reciben una primera enseñanza y según sus capacidades se les orienta, ya sea hacia unos estudios más avanzados para convertirse en compañeros, ya sea hacia la masa de creyentes o también hacia la categoría siguiente, la que simboliza, a los ojos de los musulmanes de la época, el verdadero poder de Hassan Sabbah: la clase de los fiday, «los que se sacrifican». El Gran Maestro los elige entre los adeptos que tienen inmensas reservas de fe, de habilidad y de resistencia, pero pocas aptitudes para la enseñanza. Nunca enviaría al sacrificio a un hombre que podría convertirse en misionero.


El entrenamiento del fiday es una tarea delicada a la que Hassan se consagra con pasión y refinamiento: aprender a ocultar el puñal, a sacarlo con un ademán furtivo, a plantarlo de un golpe seco en el corazón de la víctima, o en el cuello si el pecho está protegido por una cota de mallas; familiarizarse con las palomas mensajeras, memorizar los alfabetos codificados, instrumentos de comunicación rápida y discreta con Alamut; aprender a veces un dialecto, un acento regional; saber infiltrarse en un medio extranjero, hostil, mezclarse con él durante semanas, meses, aplacar todas las desconfianzas esperando el momento propicio para la ejecución; saber seguir a la presa como un cazador, estudiar con precisión su forma de andar, su ropa, sus costumbres, sus horas de salida; a veces, cuando se trata de un personaje excepcionalmente bien protegido, encontrar el medio de ser contratado dentro de su círculo, acercársele, trabar amistad con algunos de sus parientes. Se cuenta que para ejecutar a una de sus víctimas, dos fiday tuvieron que vivir dos meses en un convento cristiano haciéndose pasar por monjes. ¡Notable capacidad de camaleón que, lógicamente, no puede acompañarse de ningún consumo de haxix! Lo más importante de todo es que el adepto debe adquirir la fe necesaria para afrontar la muerte, la fe en un paraíso que el martirio le hace merecer en el instante mismo en que la multitud enfurecida le quita la vida.


Nadie podría discutirlo; Hassan Sabbah ha conseguido construir la máquina de matar más temible de la Historia. Sin embargo, frente a ella se ha erguido otra en ese sangriento fin de siglo y es la Nizamiyya, que por fidelidad al visir asesinado va a sembrar la muerte con métodos diferentes, quizá más insidiosos, ciertamente menos espectaculares, pero cuyos efectos no serán menos devastadores.

XX

Mientras la multitud se ensañaba con los restos del Asesino, cinco oficiales se reunieron llorando en torno al cadáver aún caliente de Nizam; cinco manos derechas se tendieron, cinco bocas repitieron al unísono: «¡Duerme en paz, señor, ninguno de tus enemigos te sobrevivirá!»


¿Por quién empezar? Larga es la lista de los proscritos, pero las consignas de Nizam son claras. Los cinco hombres apenas necesitan consultarse. Murmuran un nombre. Sus manos se extienden de nuevo y luego hincan la rodilla en tierra. Juntos levantan el cuerpo enflaquecido por la enfermedad, que la muerte ha vuelto pesado, y lo llevan en procesión hasta sus cuarteles. Las mujeres ya están reunidas para gemir y la vista del cadáver reaviva sus lamentos. Uno de los oficiales se irrita: «¡No lloréis hasta que no haya sido vengado!» Aterrorizadas, las plañideras se interrumpen y todas miran al hombre que se aleja. Luego reanudan sus ruidosas lamentaciones,


Llega el sultán. Estaba con Terken cuando oyó los primeros gritos. Un eunuco enviado a buscar noticias volvió temblando: «¡Es Nizam el-Molk, señor! ¡Un asesino ha saltado sobre él! ¡Te ha entregado lo que le quedaba de vida!» El sultán y la sultana intercambiaron una mirada y luego Malikxah se levantó. Se puso un largo abrigo de caracul, se dio unos golpecitos en la cara ante el espejo de su esposa y acudió ante el difunto fingiendo sorpresa y la mayor aflicción.


Las mujeres se separan para dejar que se acerque al cuerpo de su ata. Se inclina y pronuncia una oración, algunas fórmulas de circunstancias, antes de volver junto a Terken para celebrar discretamente el acontecimiento.


Curioso comportamiento el de Malikxah. Se habría podido pensar que aprovecharía la desaparición de su tutor para al fin tomar entre sus propias manos los asuntos del Imperio. Nada de eso. Demasiado contento de haberse librado al fin del que frenaba sus pasiones, el sultán retoza; no hay otra palabra. Se anula de oficio toda reunión de trabajo, así como cualquier recepción de embajador; los días están dedicados al polo y a la caza y las veladas a las borracheras.


Más grave aún: después de su llegada a Bagdad envía este mensaje al califa: «Tengo la intención de hacer de esta ciudad mi capital de invierno; el Príncipe de los Creyentes tiene que desalojarla lo antes posible y buscarse otra residencia.» El sucesor del Profeta, cuyos antepasados han vivido en Bagdad desde hace tres siglos y medio, pide un mes de plazo para poner orden en sus asuntos.


Terken se inquieta por esa frivolidad, poco digna de un soberano de treinta y siete años, dueño de la mitad del mundo, pero su Malikxah es lo que es y, por lo tanto, lo deja divertirse y aprovecha la ocasión para afirmar su propia autoridad. Es a ella a quien recurren los emires y dignatarios, son sus hombres de confianza los que reemplazan a los fieles de Nizam. El sultán da su aprobación entre dos paseos y dos borracheras.


El 18 de noviembre de 1092, Malikxah se encuentra al norte de Bagdad cazando el onagro, en una zona boscosa y cenagosa. De sus últimas doce flechas, sólo una ha fallado el blanco; sus compañeros lo cubren de alabanzas, ninguno de ellos soñaría con igualar sus proezas. La caminata le ha abierto el apetito y lo expresa con reniegos. Los esclavos se apresuran a complacerle. Son aproximadamente doce para descuartizar, destripar y ensartar a los animales salvajes que pronto se están asando en un calvero. El anca más gorda es para el soberano, que la coge, la despedaza y la saborea con mucho apetito, acompañándola con un licor fermentado. De vez en cuando mordisquea frutos encurtidos, su plato preferido, del que su cocinero transporta por todas partes unas inmensas vasijas de barro para estar seguro de que no falte jamás.


De pronto, sobrevienen los cólicos desgarradores. Malikxah aúlla de dolor, sus compañeros tiemblan. Con nerviosismo tira su copa y escupe lo que tiene en la boca. Está doblado en dos, su cuerpo se vacía, delira, se desmaya. A su alrededor, decenas de cortesanos, de soldados y de sirvientes tiemblan y se observan con desconfianza. No se sabrá jamás qué mano ha deslizado el veneno en el licor. A menos que fuera en el vinagre. ¿O en la carne de la caza? Pero todos echan la cuenta: han transcurrido treinta y cinco días desde la muerte de Nizam. Este había dicho «menos de cuarenta». Sus vengadores han cumplido el plazo.


Terken Jatún está en el campamento real, a una hora del lugar del drama. Le llevan al sultán exánime, pero aún vivo. Se apresura a alejar a todos los curiosos y sólo conserva a su lado a Yahán y a dos o tres fieles más, así como a un médico de la corte que sostiene la mano de Malikxah.

– ¿El señor podrá recuperarse? -interroga la China.

– El pulso se debilita. Dios ha soplado la vela que tiembla antes de apagarse. No tenemos otro recurso que la oración.

– Si esa es la voluntad del Altísimo, escuchad bien lo que voy a decir.


No es el tono de una futura viuda, sino el de una señora del Imperio.

– Nadie fuera de esta tienda debe saber que el sultán no está ya entre nosotros. Contentaos con decir que se restablece lentamente, que necesita descanso y que nadie puede verlo.


Fugaz y sangrienta epopeya la de Terken Jatún. Aun antes de que el corazón de Malikxah cesara de latir, exige de su puñado de fieles que juren lealtad al sultán Mahmud de cuatro años y algunos meses de edad. Luego envía un mensajero al califa anunciándole la muerte de su esposo y pidiéndole que confirme la sucesión para su hijo; a cambio, no se volverá a hablar de inquietar al Príncipe de los Creyentes en su capital y su nombre será glorificado en los sermones de todas las mezquitas del Imperio.


Cuando la corte del sultán reanuda su camino hacia Ispahán, Malikxah ha muerto hace ya algunos días, pero la China continúa ocultando la noticia a las tropas. Colocan el cadáver en un gran carro cubierto con una tienda, pero ese tejemaneje no puede eternizarse; un cuerpo que no ha sido embalsamado no puede permanecer entre los vivos sin que la descomposición traicione su presencia. Terken opta por deshacerse de él y es así como Malikxah, «el sultán venerado, el gran Shahimshah, el rey de Oriente y de Occidente, el pilar del Islam y de los musulmanes, el orgullo del mundo y de la religión, el padre de las conquistas, el firme sostén del califa de Dios» es enterrado por la noche, precipitadamente, al borde de un camino, en un lugar que nadie ha podido volver a encontrar. Jamás, dicen los cronistas, se había oído decir que un soberano tan poderoso hubiese muerto así, sin que nadie orara ni llorara sobre su cuerpo.


La noticia de la desaparición del sultán termina por propalarse, pero Terken se justifica fácilmente: su primera preocupación ha sido ocultar la noticia al enemigo en un momento en que el ejército y la corte se encontraban lejos de la capital. En realidad, la China ha ganado el tiempo que necesitaba para instalar a su hijo en el trono y tomar ella las riendas del poder.


Las crónicas de la época no se equivocan al respecto. Desde ese momento, al hablar de las tropas imperiales dicen «los ejércitos de Terken Jatún». Al hablar de Ispahán precisan que es la capital de la Jatún. En cuanto al nombre del sultán-niño, será casi olvidado; sólo se le recordará como «el hijo de la China».


Sin embargo, frente a la sultana se yerguen los oficiales de la Nizamiyya. En la lista de proscritos, Terken Jatún va en segunda posición, justo después de Malikxah. Proclaman su apoyo al hijo mayor de este último, Barkyaruk, de once años de edad. Lo rodean, lo aconsejan y lo conducen al combate. Los primeros enfrentamientos les son favorables; la sultana tiene que replegarse en Ispahán, que pronto es sitiada. Pero Terken no es mujer que se reconozca vencida. Para defenderse está dispuesta a valerse de toda clase de artimañas, que se harán famosas.


Por ejemplo, escribe a varios gobernadores de provincias unas cartas así redactadas: «Soy viuda y tengo bajo mi custodia a un hijo menor de edad que necesita un padre para guiar sus pasos, para dirigir el Imperio en su nombre. ¿Quién mejor que tú desempeñaría ese cometido? Ven lo antes posible a la cabeza de tus tropas, liberarás a Ispahán y entrarás en ella como triunfador; yo me casaré contigo y todo el poder estará en tus manos.» El argumento surte efecto, los emires acuden, tanto desde Azerbeiyán como desde Siria y, aunque no consiguen romper el cerco de la capital, le procuran a la sultana largos meses de respiro.


Igualmente Terken reanuda los contactos con Hassan Sabbah. «¿No te había prometido la cabeza de Nizam el-Molk? Ya te la he entregado. Hoy es Ispahán, la capital del Imperio, lo que te ofrezco. Sé que tus hombres son numerosos en esta ciudad. ¿Por qué viven en la sombra? Diles que se muestren; obtendrán oro y armas y podrán predicar a la luz del día.» De hecho, después de tantos años de persecución, aparecen cientos de ismaelíes y las conversiones se multiplican. En algunos barrios forman milicias armadas por cuenta de la sultana.


Sin embargo, la última añagaza de Terken es, probablemente, la más ingeniosa y la más audaz: unos emires de su círculo se presentan un día en el campamento enemigo anunciando a Barkyaruk que han decidido abandonar a la sultana, que sus tropas están dispuestas a rebelarse y que si aceptara acompañarles se introduciría con ellos por sorpresa en la ciudad y podían dar la señal de una sublevación; Terken y su hijo serían degollados y él podría establecerse firmemente en el trono. Estamos en 1094, el pretendiente sólo tiene trece años y la proposición le seduce. ¡Apoderarse en persona de la ciudad, cuando sus emires la asedian sin éxito desde hace más de un año! Apenas lo duda. La noche siguiente se desliza fuera de su campamento a espaldas de sus parientes y se presenta con los emisarios de Terken ante la puerta de Kaliab, que como por encanto se abre ante él. Ahí está, caminando con paso decidido, rodeado de una escolta exageradamente alegre para su gusto, lo que cree que es debido al éxito sin fallos de su hazaña. Cuando los hombres se ríen demasiado alto, él les ordena que se tranquilicen y ellos le responden reverentemente antes de soltar la carcajada.


Pero ¡ay! cuando se da cuenta de que su alegría es sospechosa, es demasiado tarde. Lo inmovilizan, lo atan de pies y manos, le tapan la boca y los ojos y lo conducen, en medio de un cortejo de burlas, hasta la puerta del harén. Despiertan al jefe de los eunucos, que corre a advertir a Terken de su llegada. Es ella la que tiene que decidir la suerte del rival de su hijo, si hay que estrangularle o contentarse con dejarle ciego. Apenas el eunuco se ha internado por el largo pasillo mal iluminado cuando, súbitamente, resuenan gritos, llamadas, sollozos que vienen del interior. Intrigados e inquietos, los oficiales que no han podido resistir la tentación de entrar en la zona prohibida se tropiezan con una anciana y habladora sirvienta: acaban de descubrir a Terken Jatún muerta en su lecho, con el instrumento del crimen a su lado, el grande y mullido almohadón que la ha asfixiado. Un eunuco de vigorosos brazos ha desaparecido; la sirvienta recuerda que había sido introducido en el harén unos años antes por recomendación de Nizam el-Molk.

XXI

Insólito dilema para los partidarios de Terken: su sultana está muerta, pero su principal adversario está a su merced; su capital está sitiada, pero aquel mismo que los asedia es su prisionero. ¿Qué hacer con él? Es Yahán quien ha ocupado el lugar de Terken como guardiana del niño-sultán y ante ella llevan el debate para que lo resuelva. Hasta ese momento se había mostrado llena de recursos, pero la muerte de su señora ha sacudido la tierra bajo sus pies. ¿A quién dirigirse? ¿A quién consultar si no es a Omar?


Cuando éste llega la encuentra sentada en el diván de Terken, al pie de la cortina descorrida, con la cabeza baja y los cabellos sueltos descuidadamente sobre sus hombros. El sultán está a su lado, inmóvil, sentado en su almohadón, totalmente vestido de seda y con un turbante sobre su cabecita. Tiene la cara roja y llena de granos, los ojos medio cerrados y parece aburrido.


Omar se acerca a Yahán, le toma la mano con ternura y pasa lentamente su palma por su rostro. Susurra.

– Me acabo de enterar de lo de Terken Jatún. Has hecho bien en llamarme a tu lado.


Pero cuando le está acariciando los cabellos, Yahán lo rechaza.

– Si te he hecho venir no es para que me consueles, sino para consultarte sobre un asunto grave.


Omar retrocede un paso, cruza los brazos y escucha.

– A Barkyaruk lo atrajeron a una celada y está prisionero en este palacio. Los hombres están divididos con respecto a su suerte. Algunos exigen que se le mate, especialmente aquellos que le prepararon esa trampa; quieren estar seguros de que jamás tendrán que responder de sus actos ante él. Otros prefieren entenderse con él, instalarle en el trono y granjearse sus favores esperando que olvide su contratiempo. Y aún hay otros que proponen retenerlo como rehén para negociar con los sitiadores. ¿Qué camino nos aconsejas seguir?

– ¿Y me has arrancado de mis libros para preguntarme esto?


Yahán se levanta indignada.

– ¿El problema no te parece lo suficientemente importante? Mi vida depende de ello. El destino de miles de personas, el de esta ciudad, el del Imperio, pueden depender de esta decisión. ¡Y tú, Omar Jayyám, no quieres que se te moleste por tan poca cosa!

– ¡Pues no, no quiero que se me moleste por tan poca cosa!


Hace un movimiento hacia la puerta; cuando va a abrirla, vuelve hacia Yahán.

– Siempre se me consulta cuando ya se ha cometido el delito. ¿Qué quieres que les diga ahora a tus amigos? Si les aconsejo que liberen al adolescente, ¿cómo garantizarles que mañana no querrá cortarles el cuello? Si les aconsejo que lo retengan como rehén o que lo maten, me convierto en su cómplice. Déjame lejos de esas disputas, Yahán, y tú permanece también lejos de ellas.


La mira fijamente con compasión.

– Un retoño de sultán turco sustituye a otro retoño, un visir aparta a otro visir. Por Dios, Yahán ¿cómo puedes pasar los más hermosos años de tu vida en esta jaula de fieras? Déjales que se degüellen, que se maten y que mueran. ¿Será por eso el sol menos brillante y el vino menos suave?

– Baja la voz, Omar, estás asustando al niño, y en las habitaciones contiguas los oídos escuchan.


Omar se obstina:

– ¿No me has llamado para preguntarme mi opinión? Pues bien, voy a dártela sin rodeos: sal de esta sala, abandona este palacio, no mires hacia atrás, no digas adiós, ni siquiera recojas tus cosas y ven, dame la mano, volvamos a nuestra casa. Tú compondrás tus poemas, yo observaré mis estrellas. Cada noche vendrás a acurrucarte desnuda contra mí, el vino almizclado nos hará cantar, el mundo dejará de existir para nosotros, lo atravesaremos sin verlo, sin oírlo; su lodo y su sangre no se pegarán a nuestras suelas.


Yahán tiene los ojos arrasados en lágrimas.

– Si pudiera volver a esa edad de la inocencia, ¿crees que lo dudaría? Pero es demasiado tarde, he ido demasiado lejos. Si mañana los fieles de Nizam el-Molk se apoderaran de Ispahán, no me perdonarían; estoy en su lista de proscritos.

– Yo fui el mejor amigo de Nizam; te protegeré, no vendrán a mi casa para arrebatarme a mi mujer.

– Abre los ojos, Omar, no conoces a esos hombres, sólo piensan en vengarse. Ayer te reprochaban el haber salvado la vida a Hassan Sabbah; mañana te reprocharán el haber escondido a Yahán y te matarán al mismo tiempo que a mí.

– Pues bien, sea. Permaneceremos juntos en nuestra casa y si mi destino es morir contigo me resignaré.


Yahán se yergue.

– ¡Yo no me resigno! Estoy en este palacio rodeada de tropas que me son fieles, en una ciudad que desde ahora me pertenece; lucharé hasta el final y si muero será como una sultana.

– ¿Y cómo mueren las sultanas? ¡Envenenadas, asfixiadas, estranguladas! ¡O dando a luz! No es con la pompa como se escapa de la miseria humana.


Se observan en silencio durante largo rato. Yahán se acerca, roza los labios de Omar con un beso que quiere hacer ardiente y se abandona un instante entre sus brazos. Pero él se aparta, su despedida le resulta insoportable. Y suplica una última vez:

– Si aún atribuyes a nuestro amor el menor valor, ven conmigo, Yahán. La mesa está preparada en la terraza, un viento suave nos llega de los montes Amarillos, dentro de dos horas estaremos embriagados e iremos a acostarnos. Diré a los sirvientes que no nos despierten cuando Ispahán cambie de dueño.

XXII

Esa noche, el viento de Ispahán lleva un lozano perfume de albaricoque, pero ¡qué muertas están las calles! Jayyám busca refugio en su observatorio. Generalmente le basta entrar en él, dirigir su mirada hacia el cielo, sentir en los dedos los discos graduados de su astrolabio para que las preocupaciones del mundo se desvanezcan. Esta vez no. Las estrellas están silenciosas; no hay música, ni murmullos, confidencias. Omar no las acosa; deben de tener buenas razones para callarse. Se resigna a volver a su casa. Camina lentamente con una caña en la mano, golpeando con ella de vez en cuando alguna mata de hierba o una rama rebelde.


Ahora está tendido en su habitación con las luces apagadas; sus brazos estrechan desesperadamente a una Yahán imaginaria y tiene los ojos rojos por las lágrimas y el vino. A su izquierda, en el suelo, una garrafa, una copa de plata que coge de vez en cuando con mano cansada para beber largos tragos, pensativo y desengañado. Sus labios dialogan consigo mismo, con Yahán, con Nizam. Con Dios sobre todo. ¿Quién sino Él podría salvar aún ese universo que se descompone?


Sólo cuando llega el alba, Omar, agotado, con la mente nublada, se abandona al fin al sueño. ¿Cuántas horas ha dormido? Un retumbar de pasos le despierta; el sol ya alto se filtra por una rendija de la colgadura obligándole a protegerse los ojos. Entonces ve en el umbral de la puerta al hombre cuya ruidosa llegada le ha molestado. Es alto, con bigote, su mano acaricia con gesto maternal la guarnición de su espada. Lleva en la cabeza un turbante verde chillón y sobre los hombros la corta capa de terciopelo de los oficiales de la Nizamiyya.

– ¿Quién eres? -pregunta Jayyám bostezando--. ¿Y quién te ha dado derecho sobre mi sueño?

– ¿El señor no me ha visto nunca con Nizam el-Molk? Yo era su guardaespaldas, su sombra. Me llaman Vartan el Armenio.


Omar se acuerda ahora, lo que no le tranquiliza nada. Siente como una cuerda que le va apretando desde la garganta hasta las tripas. Pero si tiene miedo no quiere demostrarlo.

– ¿Su guardaespaldas y su sombra, dices? ¿Entonces eras tú quien tenía que protegerlo del asesino?

– Me había ordenado que permaneciera lejos de él. Nadie ignora que quiso esa muerte. Aunque yo hubiera podido matar a un asesino, habría surgido otro. ¿Quién soy yo para interponerme entre mi señor y su destino?

– ¿Y qué quieres de mí?

– Anoche nuestras tropas se infiltraron en Ispahán. La guarnición se nos unió. El sultán Barkyaruk ha sido liberado y desde ahora esta ciudad le pertenece.


Jayyám se levanta de un salto.

– ¡Yahán!


Un grito y una interrogación angustiada. Vartan no dice nada. Su semblante inquieto contrasta con su aspecto marcial. Omar cree leer en sus ojos una monstruosa confesión. El oficial murmura:

– ¡Me hubiera gustado tanto salvarla! ¡Me hubiera sentido tan orgulloso de presentarme en casa del ilustre Jayyám trayéndole a su esposa indemne! Pero llegué demasiado tarde. Los soldados habían degollado a toda la gente del palacio.


Omar avanza hacia el oficial y lo agarra con todas sus fuerzas, sin conseguir, sin embargo, hacerle vacilar.

– ¡Y has venido para anunciarme esto!


El otro sigue con la mano sobre la guarnición de su espada. No ha desenvainado. Habla con voz neutra.

– He venido por otra cosa muy diferente. Los oficiales de la Nizamiyya han decidido que debes morir. Cuando se hiere al león, dicen, es prudente terminar con él. Me han asignado la misión de matarte.


Súbitamente Jayyám se siente más sereno. Permanecer digno en el momento último. ¡Cuántos sabios dedicaron su vida entera a alcanzar esa cima de la condición humana! No aboga por su vida. Por el contrario, siente a cada instante el reflujo de su miedo. Y sobre todo piensa en Yahán y no duda de que ella también haya sabido ser digna.

– ¡Jamás habría perdonado a aquellos que han matado a mi mujer! ¡Toda mi vida habría sido su enemigo, toda mi vida habría soñado con verlos un día empalados! ¡Hacéis bien en deshaceros de mí!

– Yo no opino así, señor. Éramos cinco oficiales para decidirlo, todos mis compañeros quisieron tu muerte, yo fui el único que me opuse.

– Hiciste mal. Tus compañeros me parecen más prudentes.

– Te he visto con frecuencia con Nizam el-Molk. Os sentabais a hablar como padre e hijo y él nunca dejó de quererte, a pesar de las artimañas de tu mujer. Si hubiera estado entre nosotros no te habría condenado y a ella también la habría perdonado, por ti.


Jayyám examina detenidamente a su visitante, como si en ese momento acabara de descubrir su presencia.

– Puesto que eras contrario a mi muerte, ¿por qué te eligieron para venir a ejecutarme?

– Fui yo quien lo propuso. Los otros te habrían matado. Yo tengo la intención de dejarte vivir. ¿Crees, si no, que me hubiera quedado a dialogar así contigo?

– ¿Y qué explicación les darás a tus compañeros?

– No daré ninguna explicación. Me marcharé. Mis pasos seguirán a los tuyos.

– Lo anuncias con tanta calma que parece una decisión muy madurada.

– Es la verdad misma. No estoy actuando por una cabezonada. Fui el más fiel servidor de Nizam el-Molk y creía en él. Si Dios lo hubiera permitido, habría muerto por protegerlo. Pero desde hacía mucho tiempo había decidido que si mi señor desaparecía no serviría ni a sus hijos ni a sus sucesores y que abandonaría para siempre la carrera de la espada. Las circunstancias de su muerte me han obligado a prestar mis servicios una última vez. Estoy involucrado en el asesinato de Malikxah y no me arrepiento de ello; había traicionado a su tutor, a su padre, al hombre que lo había elevado a la cúspide; por lo tanto, merecía morir. He tenido que matar, pero no por ello me he convertido en un asesino. Jamás habría derramado la sangre de una mujer. Y cuando mis compañeros proscribieron a Jayyám, comprendí que había llegado para mí el momento de partir, de cambiar de vida, de transformarme en ermitaño o en poeta errante. Si quieres, maestro, recoge algunas cosas y abandonemos esta ciudad lo antes posible.

– ¿Y para ir adónde?

– Tomaremos la ruta que quieras, te seguiré a todas partes como un discípulo y mi espada te protegerá. Volveremos cuando la agitación se haya calmado.


Mientras el oficial prepara las monturas, Omar recoge apresuradamente su manuscrito, su escribanía, su cantimplora y una bolsa llena de oro. Atraviesan de parte a parte el oasis de Ispahán hasta el arrabal de Marbin, al oeste, sin que los soldados, que son numerosos, amaguen con molestarles. Una palabra de Vartan y las puertas se abren y los centinelas se apartan respetuosamente. Esta complacencia no deja de intrigar a Omar, que sin embargo evita interrogar a su compañero. Por el momento no tiene otra elección que confiar en él.


Hace menos de una hora que se han marchado cuando una multitud enloquecida llega a saquear la casa de Jayyám y a prenderle fuego. Al final de la tarde desvalijan el observatorio. En el mismo momento, el cuerpo en paz de Yahán era enterrado al pie de la muralla que bordea el jardín del palacio.


Ninguna losa indica a la posteridad el lugar de su sepultura.


Parábola extraída del Manuscrito de Samarcanda.

«Tres amigos iban de paseo por las altiplanicies de Persia. Aparece una pantera; toda la ferocidad del mundo vivía con ella.

»La pantera observa largo rato a los tres hombres y luego corre hacia ellos.

»El primero era el de más edad, el más rico, el más poderoso. Gritó: “Soy el dueño de estos lugares, jamás permitiré a un animal que haga estragos en las tierras que me pertenecen.” Estaba acompañado de dos perros de caza, los soltó contra la pantera y pudieron morderla,pero eso sólo consiguió enfurecerla más; los mató, saltó contra su amo y le desgarró las entrañas.

»Ese fue el destino de Nizam el-Molk.

»El segundo se dijo: “Soy un hombre sabio, todos me honran y me respetan. ¿Por qué voy a dejar que mi destino se decida entre unos perros y una pantera?” Dio media vuelta y huyó sin esperar el resultado del combate. Desde entonces anda errante de cueva en cueva, de cabaña en cabaña, convencido de que la fiera le va pisando los talones constantemente.

»Ese fue el destino de Omar Jayyám.

»El tercero era un hombre de fe. Avanzó hacia la pantera con las manos extendidas, la mirada dominadora, la boca elocuente, “Sé bienvenida a estas tierras, le dijo, mis compañeros eran más ricos que yo y los has desvalijado, eran más orgullosos y los has humillado.” La fiera escuchaba seducida, dominada. Consiguió mucho ascendiente sobre ella y la domó. Desde entonces ninguna pantera se atreve a acercarse a él y los hombres se mantienen a distancia.»


El Manuscrito concluye: «Cuando vienen tiempos de confusión, nadie puede parar su curso, nadie puede evitarlos, algunos consiguen servirse de ellos. Mejor que nadie, Hassan Sabbah ha sabido domar la ferocidad del mundo. Ha sembrado el miedo a su alrededor para prepararse en su reducto de Alamut un minúsculo espacio de sosiego.»


En cuanto se apoderó de la fortaleza de Alamut, Hassan Sabbah comenzó los trabajos para asegurar un total hermetismo con respecto al mundo exterior. Necesitaba, sobre todo, hacer imposible toda penetración enemiga. Por lo tanto, gracias a acertadas construcciones, mejoró las cualidades, ya excepcionales, del lugar, cerrando con trozos de muralla el menor pasaje entre dos colinas.


Pero esas fortificaciones no le bastan a Hassan. Aunque el asalto fuera imposible, los sitiadores podrían apoderarse de su reducto si consiguieran rendirlo por el hambre y la sed. Así es como terminan la mayoría de los asedios. Y sobre ese punto Alamut es particularmente vulnerable, al tener pocos recursos de agua potable. Pero el Gran Maestro encuentra la solución al problema. En vez de abastecerse del agua de los ríos cercanos, cava en la montaña una impresionante red de aljibes y canales con el fin de recoger el agua de la lluvia y del deshielo. Cuando se visitan hoy las ruinas del castillo, se puede aún admirar, en la gran habitación donde vivía Hassan, un «estanque milagroso» que se llena a medida que se vacía y que, prodigio de ingeniosidad, no se desborda jamás.


Para las provisiones, el Gran Maestro acondiciona unos pozos donde entroja aceite, vinagre y miel; igualmente acumula cebada, grasa de cordero y frutos secos en cantidades considerables, suficiente para aguantar un cerco total durante casi un año, lo que en esa época excedía con mucho las capacidades de resistencia de los sitiadores, particularmente en una zona donde el invierno es crudo.


Hassan dispone, pues, de un escudo sin fallo; posee, por decirlo así, el arma defensiva absoluta. Con sus fieles asesinos tiene, igualmente, el arma ofensiva absoluta. En efecto ¿cómo precaverse contra un hombre decidido a morir? Toda protección se funda en la disuasión; ya se sabe que los personajes importantes se rodean de una guardia de aspecto aterrador que hace temer una muerte inevitable a cualquier eventual agresor. Pero ¿y si el agresor no teme morir? ¿Y si está persuadido de que el martirio es un atajo para llegar al paraíso? ¿Y si tiene constantemente en la mente las palabras del Predicador: «No estáis hechos para este mundo sino para el otro. ¿Tendría miedo un pez si se le amenazara con tirarlo al mar?» ¿Y si, además, el asesino consigue infiltrarse en el círculo de su víctima? Entonces no se puede hacer nada para detenerlo. «Yo soy menos poderoso que el sultán, pero puedo perjudicarte mucho más que lo que él pueda hacerlo», había escrito Hassan un día a un gobernador de provincia.


Así, después de forjarse los instrumentos de guerra más perfectos que puedan imaginarse, Hassan Sabbah se instaló en su fortaleza y ya no la abandonó jamás; sus biógrafos dicen incluso que en los treinta últimos años de su vida sólo salió dos veces de su casa, y las dos veces ¡para subir al tejado! Allí estaba, de la mañana a la noche, sentado con las piernas cruzadas, sobre una estera que su mismo cuerpo había raído, pero que nunca quiso cambiar o reparar. Enseñaba, escribía y lanzaba a sus asesinos al acoso de sus enemigos. Y cinco veces al día rezaba, sobre la misma estera, con sus visitantes del momento.


Para aquellos que nunca han tenido la ocasión de visitar las ruinas de Alamut, no es, sin duda, inútil precisar que ese lugar no habría adquirido tanta importancia en la Historia si hubiera tenido como única ventaja su difícil acceso y sí no hubiera habido en la cima del pico rocoso una planicie lo bastante amplia como para contener una ciudad o por lo menos un pueblo grande. En los tiempos de los Asesinos se accedía a ella por un estrecho túnel al este que desembocaba en la fortaleza baja; callejuelas que se entrecruzaban, casitas de tierra al amparo de las murallas; atravesando la meydán, la plaza mayor, única área de reunión para toda la comunidad, se llegaba a la fortaleza alta. Ésta tenía la forma de una botella tumbada, ancha al este y el cuello dirigido hacia el oeste. El gollete era un pasillo estrechamente vigilado. La casa de Hassan estaba al final. Su única ventana daba a un precipicio. Fortaleza dentro de la fortaleza.


Por los espectaculares crímenes que ordenó, por las leyendas que se tejieron en torno a él, a su secta y a su castillo, el Gran Maestro de los Asesinos aterrorizó durante mucho tiempo al Oriente y al Occidente. En todas las ciudades musulmanas cayeron altos dignatarios; los cruzados tuvieron que deplorar dos o tres víctimas eminentes. Pero se olvida con demasiada frecuencia que fue en Alamut principalmente donde reinó el terror.


¿Qué reinado es peor que el de la virtud militante? El Predicador supremo quiso reglamentar cada instante de la vida de sus adeptos. Desterró todos los instrumentos de música; si descubría la más pequeña flauta, la rompía en público y la tiraba al fuego; al culpable se le cargaba de cadenas y se le apaleaba antes de expulsarlo de la comunidad. El consumo de bebidas alcohólicas estaba aún más severamente castigado. El propio hijo de Hassan, sorprendido una noche por su padre en estado de embriaguez, fue condenado a muerte inmediatamente; a pesar de las súplicas de su madre, fue decapitado al alba del día siguiente. Para dar ejemplo. Nadie se atrevió nunca más a beber un trago de vino.


La justicia de Alamut era, cuando menos, expeditiva. Se cuenta que un día se cometió un crimen en el recinto de la fortaleza. Un testigo acusó al segundo hijo de Hassan. Sin tratar de verificar los hechos, éste mandó que le cortaran la cabeza a su último hijo varón. Algunos días más tarde, el verdadero culpable confesaba y a su vez fue decapitado.


Los biógrafos del Gran Maestro mencionan la matanza de sus hijos para ilustrar su rigor y su imparcialidad y precisan que la comunidad de Alamut se convirtió, gracias a esos ejemplares castigos, en un remanso de virtud y moralidad, lo que se cree con facilidad; sin embargo, se sabe por diversas fuentes que al día siguiente de esas ejecuciones, la única mujer de Hassan, así como sus hijas, se sublevaron contra su autoridad, que él ordenó que las expulsaron de Alamut y recomendó a sus sucesores que actuaran del mismo modo en el futuro para evitar que femeninas influencias alteraran su recto juicio.


Separarse del mundo, hacer el vacío alrededor de su persona, rodearse de murallas de piedra y de miedo, tal parece haber sido el sueño insensato de Hassan Sabbah.


Pero ese vacío comienza a asfixiarlo. Los reyes más poderosos tienen locos o alegres compañeros para aliviar el irrespirable rigor que los envuelve. El hombre de los ojos desorbitados está irremediablemente solo, amurallado en su fortaleza, recluido en su casa, encerrado en sí mismo. Nadie a quien hablar, sólo dóciles súbditos, servidores mudos, adeptos magnetizados.


De todos los seres que ha conocido, sólo hay uno con el que sabe que podría hablar aún, si no de amigo a amigo, de hombre a hombre. Y es Jayyám. Por lo tanto le escribe. Una carta en la que la desesperación se disimula bajo una espesa capa de orgullo: «En vez de vivir como un fugitivo, ¿por qué no vienes a Alamut? Como tú, yo fui perseguido; ahora soy yo quien persigue. Aquí serás protegido, servido y respetado, y ningún emir de la tierra podrá tocar ni un cabello de tu cabeza. He formado una inmensa biblioteca donde encontrarás las obras más excepcionales y podrás leer y escribir a tu placer. En este lugar alcanzarás la paz.»

XXIII

Efectivamente, desde que abandonó Ispahán, Omar lleva una existencia de fugitivo y de paria. Cuando acude a Bagdad, el califa le prohíbe hablar en público o recibir a los numerosos admiradores que se aglomeran ante su puerta. Cuando visita La Meca, sus detractores se ríen sarcásticamente al unísono: «¡Peregrinación de conveniencia!» Cuando al regreso pasa por Basora, el hijo del cadí de la ciudad acude a rogarle lo más cortésmente del mundo que acorte su estancia.


Su destino es, pues, de lo más desconcertante. Nadie le discute su talento y su erudición; allí donde va, verdaderas multitudes de letrados se reúnen a su alrededor y le interrogan sobre astrología, álgebra, medicina e incluso sobre cuestiones religiosas. Se le escucha con recogimiento. Pero indefectiblemente, algunos días o algunas semanas después de su llegada se organiza una camarilla que propaga toda clase de calumnias acerca de él. Se le tacha de impío o de hereje, se recuerda su amistad con Hassan Sabbah, se repiten las acusaciones de alquimista proferidas en Samarcanda, se le envían detractores llenos de celo que perturban sus charlas, se amenaza con represalias a aquellos que osan alojarlo. Generalmente, Omar no insiste. Cuando siente que la atmósfera se enrarece, simula una dolencia para no aparecer más en público y no tarda en partir hacia una nueva etapa que será igualmente breve, igualmente arriesgada.


Venerado y maldito, sin otro compañero que Vartan, está constantemente a la búsqueda de un techo, de un protector y de un mecenas. Puesto que desde la muerte de Nizam no se le paga la generosa pensión que este último le había asignado, se ve obligado a visitar a los príncipes y gobernadores y preparar sus horóscopos mensuales. Pero aunque a menudo pasa estrecheces, sabe hacerse pagar sin bajar la cabeza.


Se cuenta que un visir, sorprendido de oír a Omar exigir una suma de cinco mil dinares de oro, le había lanzado:

– ¿Sabes que a mí no me pagan tanto?

– Es lógico -respondió Jayyám.

– ¿Y por qué?

– Porque sabios como yo sólo hay un puñado cada siglo, mientras que visires como tú se podrían nombrar quinientos cada año.


Los cronistas afirman que el personaje supo reírse a carcajadas y luego satisfizo todas las exigencias de Jayyám, reconociendo civilizadamente la exactitud de tan orgullosa ecuación.


«Ningún sultán es más feliz que yo, ningún mendigo está más triste», escribe Omar en esa época.


Los años pasan y lo volvemos a encontrar en 1114 en la ciudad de Merv, antigua capital de Jorasán, que sigue siendo famosa por sus telas de seda y sus diez bibliotecas, pero que desde hace algún tiempo se ha visto privada de todo cometido político. Para volver a dar esplendor a su deslustrada corte, el soberano local trata de atraer a las celebridades del momento. Sabe cómo seducir al gran Jayyám: proponiéndole construir un observatorio semejante en todo al de Ispahán. A los sesenta y seis años Omar sólo sueña aún con ello; acepta con un entusiasmo de adolescente y se consagra al proyecto. Pronto se alza el edificio sobre una colina, en el barrio de Bab Senyán, en medio de un jardín de junquillos y moreras blancas.


Durante dos años, Omar es feliz y trabaja con empeño; nos dicen que efectúa experiencias sorprendentes en la previsión meteorológica, ya que su conocimiento del cielo le permite describir con exactitud los cambios de clima para cinco días sucesivos. Igualmente, desarrolla sus avanzadas teorías en matemáticas; habrá que esperar al siglo XIX para que los investigadores europeos reconozcan en él a un genial precursor de la geometría no euclidiana. También escribe ruba'iyyat, parece ser que estimulado por la excepcional calidad de los viñedos de Merv.


Evidentemente, para todo esto existe una contrapartida. Omar tiene la obligación de asistir a interminables ceremonias del palacio, de ofrecer solemnemente sus respetos al soberano con ocasión de cada fiesta, cada circuncisión principesca, cada regreso de una cacería o de una campaña y estar presente en el divan con frecuencia, dispuesto a lanzar algún dicho ingenioso, una cita, un verso apropiado para las circunstancias. Además de la impresión de haberse puesto la piel de un oso sabio, tiene constantemente la de perder en el palacio un tiempo precioso que habría utilizado mejor en su mesa de trabajo. Sin contar el riesgo de tener encuentros desagradables.


Como en ese frío día de febrero, cuando le enzarzaron en una memorable disputa a propósito de una cuarteta de juventud llegada a los oídos de un envidioso. Ese día, el divan es un hervidero de letrados con turbante. El monarca, plenamente satisfecho, contempla su corte con beatitud.


Cuando Omar llega, el debate está ya entablado sobre un tema que apasiona en ese momento a los hombres de religión. «¿Podría haberse creado mejor el Universo?» Aquellos que responden «sí» son tachados de impíos, puesto que insinúan que Dios no cuidó suficientemente su obra. Los que responden «no» son tachados igualmente de impíos, puesto que dan a entender que el Altísimo sería incapaz de hacerlo mejor.


Se discute con pasión, se gesticula. Jayyám se contenta con observar distraídamente la mímica de cada uno. Pero un orador lo no nombra, elogia su sabiduría y le pide su opinión. Omar se aclara la garganta. No ha pronunciado aún una sola sílaba cuando el gran cadí de Merv, a quien nunca le ha agradado la presencia de Jayyám en su ciudad y menos aún las atenciones de las que está constantemente rodeado, salta de su asiento señalándole con un dedo acusador.

– ¡Ignoraba que un ateo pudiera expresar una opinión sobre las cuestiones de nuestra fe!


Omar esboza una sonrisa cansada pero inquietante.

– ¿Qué te autoriza a tratarme de ateo? ¡Espera al menos a haberme oído?

– No necesito oírte. ¿No es a ti a quien se atribuye este verso: «Si castigas con el mal el mal que he hecho, dime ¿cuál es la diferencia entre tú y yo?» El hombre que profiere semejantes palabras ¿no es un ateo?


Omar se encoge de hombros.

– Si no creyera que Dios existe, no me dirigiría a Él.

– ¿En ese tono? -ríe el cadí sarcásticamente.

– Sólo a los sultanes y a los cadíes hay que hablarles con circunloquios. No al Creador. Dios es grande, no necesita para nada nuestros melindres y nuestras pobres zalemas. Me ha hecho pensante y por lo tanto pienso y le entrego sin disimulos el fruto de mi pensamiento.


En medio de los murmullos de aprobación de la asistencia, el cadí se retira mascullando amenazas. El soberano, después de reírse, se siente inquieto, teme las consecuencias en algunos barrios. Su semblante se ensombrece y sus visitantes se apresuran a despedirse.


Al volver a su casa en compañía de Vartan, Omar reniega contra la vida de la corte, sus trampas y sus futilidades, prometiéndose abandonar Merv lo antes posible; su discípulo no se altera demasiado, es la séptima vez que su maestro amenaza con partir; por lo general, al día siguiente, ya más resignado, reanuda sus investigaciones mientras vienen a consolarlo.


Esa noche, una vez en su habitación, Omar escribe en su libro una cuarteta llena de despecho que termina así:


Cambia tu turbante por vino

¡y sin pena, ponte un gorro de lana!


Luego mete el manuscrito en su escondite habitual, entre el lecho y la pared. Al despertarse, siente deseos de releer su cuarteta porque le parece que hay una palabra mal colocada. Su mano rebusca a ciegas y coge el libro, y es el abrirlo cuando descubre la carta de Hassan Sabbah, deslizada entre dos páginas mientras dormía.


Inmediatamente Omar reconoce la letra y esa firma convenida entre ellos desde hace ya cuarenta años: «El amigo que conociste en el caravasar de Qaxan.» Mientras lee no puede reprimir una carcajada. Vartan, que se acaba de despertar en la habitación contigua, viene a ver lo que divierte tanto a su maestro después del disgusto de la víspera.


Acabamos de recibir una generosa invitación: alojados, alimentados, protegidos hasta el fin de nuestra vida.

– ¿Por qué gran príncipe?

– El de Alamut.


Vartan da un respingo. Se siente culpable.

– ¿Cómo ha podido llegar esa carta hasta aquí? ¡Antes de acostarme comprobé todas las puertas!

– No trates de saberlo. Hasta los sultanes y los califas han renunciado a protegerse. Cuando Hassan decide enviarte una misiva o un puñal es seguro que los recibirás, ya estén tus puertas abiertas de par en par o cerradas con candado.


El discípulo se acerca la carta al bigote y la olfatea ruidosamente, luego la lee y la relee.

– Quizá tenga razón ese demonio -concluye-. Es en Alamut donde tu seguridad estaría mejor garantizada. Después de todo Hassan es tu más viejo amigo.

– ¡Por el momento, mi más viejo amigo es el vino nuevo de Merv!


Con un placer infantil, Omar comienza a desgarrar la hoja en una infinidad de trozos que lanza al aire; y mientras los observa flotar y revolotear en su caída, continúa hablando:

– ¿Qué tenemos en común ese hombre y yo? Yo soy un adorador de la vida y él un idólatra de la muerte. Yo escribo: «Si no sabes amar ¿para qué te sirve que el sol salga y se ponga?» Hassan exige de sus hombres que ignoren el amor, la música, la poesía, el vino, el sol. Desprecia lo más bello de la creación y se atreve a pronunciar el nombre del Creador. ¡Se atreve a prometer el paraíso! ¡Créeme, si su fortaleza fuera la puerta del paraíso, renunciaría al paraíso! ¡Jamás pondré los pies en esa cueva de falsos devotos!


Vartan se sienta, se rasca con fruición la nuca antes de decir con el más abatido de los tonos:

– Puesto que ésa es tu respuesta, ya es hora de que te revele un secreto demasiado viejo. ¿Nunca te has preguntado por qué cuando huimos de Ispahán los soldados nos dejaron largarnos tan cándidamente?

– Eso me ha intrigado siempre, pero como desde hace años sólo he comprobado fidelidad por tu parte, abnegación y filial afecto, nunca he querido remover el pasado.

– Ese día los oficiales de la Nizamiyya sabían que iba a salvarte y partir contigo. Eso formaba parte de una estrategia que yo había imaginado.


Antes de proseguir, sirve oportunamente a su maestro y a sí mismo un buen vaso de vino granate.

– No ignoras que en la lista de los proscritos establecida por el propio Nizam el-Molk había un hombre al que nunca hemos logrado atrapar, Hassan Sabbah. ¿No fue él el principal responsable del asesinato? Mi plan era simple: partir contigo con la esperanza de que buscaras refugio en Alamut. Yo te acompañaría hasta allí rogándote que no revelaras mi identidad y encontraría la ocasión de librar a los musulmanes y al mundo entero de ese demonio. Pero tú te obstinaste en no poner jamás los pies en la sombría fortaleza.

– Sin embargo, te has quedado a mi lado todo este tiempo.

– Al principio pensaba que me bastaría ser paciente, que cuando te hubieran expulsado de quince ciudades sucesivas te resignarías a tomar el camino de Alamut. Luego pasaron los años y te tomé cariño, mis compañeros se dispersaron por todos los rincones del Imperio y mi determinación se debilitó. Y así fue como Omar Jayyám salvó la vida por segunda vez a Hassan Sabbah.

– Deja de lamentarte, quizá fue a ti a quien salvé la vida.

– La verdad es que debe de estar bien protegido en su guarida.


Vartan no puede disimular un resto de amargura, que divierte a Jayyám.

– Dicho esto, añadiré que si me hubieras revelado tu plan, sin duda te habría conducido a Alamut.


El discípulo salta de su asiento.

– ¿Es verdad eso?

– No. ¡Siéntate! Sólo lo decía para mortificarte. A pesar de todo lo que Hassan haya podido cometer, si lo viera en este momento ahogándose en el río Mungab le tendería la mano para ayudarle.

– ¡Yo le hundiría violentamente la cabeza bajo el agua! Sin embargo, tu actitud me reconforta. Escogí permanecer a tu lado porque eres capaz de semejantes palabras y de semejantes actos. Y de eso no me arrepiento.


Jayyám estrecha con fuerza a su discípulo entre sus brazos.

– Me alegro de que mis dudas con respecto a ti se hayan disipado. Ya soy viejo y necesito saber que tengo junto a mí a un hombre de confianza. A causa de este manuscrito. Es lo más valioso que poseo. Para enfrentarse al mundo, Hassan Sabbah construyó Alamut; yo sólo he construido este minúsculo castillo de papel, pero pretendo que sobreviva a Alamut. Esta es mi apuesta y éste es mi orgullo. Y nada me asusta tanto como pensar que a mi muerte mi manuscrito pueda caer en unas manos frías o malintencionadas.


Con un gesto un poco ceremonioso, tiende el libro secreto a Vartan:

– Puedes abrirlo, puesto que serás su guardián.


El discípulo está emocionado.

– ¿Alguien más ha tenido este privilegio antes que yo?

– Dos personas. Yahán, después de una disputa en Samarcanda, y Hassan cuando vivíamos en la misma habitación, a nuestra llegada a Ispahán.

– ¿Hasta ese punto confiabas en él?

– A decir verdad, no. Pero tenía a menudo ganas de escribir y él terminó por reparar en el manuscrito. Por lo tanto preferí enseñárselo yo mismo, puesto que de todas formas él podía leerlo a mis espaldas. Y además le creía capaz de guardar un secreto.

– Sabe muy bien guardar un secreto, pero para utilizarlo mejor contra ti.


Desde ese momento, el manuscrito pasaría las noches en la habitación de Vartan. Al menor ruido, el antiguo oficial ya está de pie, empuñando la espada y aguzando el oído; inspecciona cada habitación de la casa y luego sale a hacer una ronda por el jardín. A su regreso, no siempre consigue conciliar el sueño de nuevo y entonces enciende una lámpara sobre su mesa, lee una cuarteta que memoriza y luego, incansablemente, la repite en su cabeza para captar su más profundo significado y para tratar de adivinar en qué circunstancia pudo escribirla su maestro.


A lo largo de unas cuantas noches inquietas, una idea toma forma en su mente, que Omar acoge complacido inmediatamente: redactar, en el margen dejado por las ruba'iyyat, la historia del manuscrito e indirectamente la del propio Jayyám, su infancia en Nisapur, su juventud en Samarcanda, su fama en Ispahán, sus encuentros con Abu Taher, Yahán, Hassan, Nizam y muchos otros más. Es, pues, bajo la supervisión de Jayyám, a veces incluso dictadas por él, como se escriben las primeras páginas de la crónica. Vartan se consagra a ello y comienza diez, quince veces cada frase en un borrador antes de transcribirla con una caligrafía angulosa, fina, laboriosa, que un día se interrumpe brutalmente en mitad de una frase.


Omar se despierta pronto esa mañana. Llama a Vartan, que no responde. Una noche más que ha pasado escribiendo, se dice Jayyárri paternal. Le deja descansar, se sirve la copa de la mañana, primero el fondo que se bebe de un trago y luego la copa llena que se lleva con él al jardín para dar un paseo. Se da una vuelta, se divierte soplando el rocío depositado en las flores y luego se va a coger moras blancas y jugosas que se pone sobre la lengua y revienta contra su paladar con cada trago de vino.


De suerte que cuando se decide a entrar de nuevo en la casa ha transcurrido más de una hora. Es el momento de que Vartan se levante. No lo llama, entra directamente en su habitación y se lo encuentra tendido en el suelo con la garganta negra de sangre y la boca y los ojos abiertos y petrificados como en una última y ahogada llamada.


Y sobre su mesa, entre la lámpara y la escribanía, el puñal del crimen clavado en una hoja abarquillada cuyos bordes Omar separa para leer: «Tu manuscrito te ha precedido en el camino de Alamut.»

XXIV

Omar Jayyám llora a su discípulo como había llorado a otros amigos, con la misma dignidad, la misma resignación, la misma púdica aflicción. «Habíamos bebido el mismo vino, pero ellos se embriagaron dos o tres rondas antes que yo.» Sin embargo, ¿por qué negarlo? Fue la pérdida de su manuscrito lo que más le afectó durante largo tiempo. Ciertamente, hubiera podido reconstituirlo; habría recordado hasta el menor acento. Aparentemente no quiso hacerlo; en todo caso no queda ni el menor rastro de esa transcripción. Parece como si Jayyám hubiera aprendido una sabia lección del robo de su manuscrito: nunca más trataría de influir en el futuro, ni en el suyo ni en el de sus poemas.


Pronto abandona Merv. No por Alamut -¡ni una sola vez se le ocurre ir allí!- sino por su ciudad natal. «Ya es hora, se dijo, de que ponga fin a mi vagabundeo. Nisapur fue mi primera escala en la vida, ¿no está en el orden de las cosas que sea también la última?» Será ahí donde viva de ahora en adelante, rodeado de algunos parientes, una hermana más joven que él, un cuñado solícito, sobrinos y sobre todo una sobrina que tendrá lo mejor de su ternura otoñal. Rodeado también de sus libros. Ya no escribe, pero relee incansablemente las obras de sus maestros.


Un día que está sentado en su habitación, como de costumbre, con el «Libro de la Curación» de Avicena sobre sus rodillas abierto por el capítulo titulado «El Uno y el Múltiple», Omar siente que le envuelve un dolor sordo. Coloca entre las hojas, para marcar la página, el mondadientes de oro que tiene en la mano, cierra el libro y llama a los suyos para dictarles su testamento. Luego pronuncia una oración que se termina con estas palabras: «Dios mío, Tú sabes que he tratado de percibirte todo lo que he podido. ¡Perdóname si mi conocimiento de Ti ha sido mi único camino hacia Ti!»


Ya no abrió más los ojos. Era el 4 de diciembre de 1131 y Omar Jayyám tenía ochenta y cuatro años. Había nacido el 18 de junio de 1048 al amanecer. Que se conozca con semejante precisión la fecha de nacimiento de un personaje de esa época remota es totalmente excepcional. Pero Jayyám, en esa materia, manifestaba las preocupaciones de un astrólogo. Probablemente había interrogado a su madre para conocer su ascendente, Géminis, y para determinar el emplazamiento del Sol, de Mercurio y de Júpiter a la hora de su venida al mundo. De este modelo había trazado su carta astral, que se había ocupado de comunicar al cronista Beihaki.


Otro de sus contemporáneos, el escritor Nizami Aruzi, cuenta: «Conocí a Omar Jayyám veinte años antes de su muerte, en la ciudad de Ba1j. Se alojaba en casa de un notable en la calle de los Mercaderes de Esclavos y, dado su renombre, le seguía como su sombra para recoger cada una de sus palabras. Fue así como le oí decir: Mi tumba estará en un lugar donde cada primavera el viento del norte esparza flores. En ese momento sus palabras me parecieron absurdas. Sin embargo, yo sabía que un hombre como él no podía hablar injustifícadamente.»


El testimonio prosigue: «Pasé por Nisapur cuatro años después de la muerte de Jayyám. Como sentía hacia él la veneración que se debe a un maestro de la ciencia, acudí en peregrinación a su última morada. Un guía me condujo al cementerio. Torciendo a la izquierda después de la entrada, vi la tumba adosada a la tapia del jardín. Las ramas de los perales y melocotoneros se extendían sobre la sepultura y esparcían sus flores de tal manera que estaba oculta bajo una alfombra de pétalos.»


Gota de agua que cae y se pierde en el mar,

mota de polvo que se mezcla con la tierra,

¿Qué significa nuestro paso por este mundo?

Un vil insecto aparece y luego desaparece.


Omar Jayyám está equivocado, ya que su existencia, lejos de ser tan pasajera como él dice, no ha hecho sino comenzar. Al menos la de sus cuartetas. Ahora bien, ¿no sería para ellas para las que el poeta deseaba la inmortalidad que no osaba esperar para sí mismo?


Aquellos que en Alamut tenían el aterrador privilegio de acudir ante Hassan Sabbah no dejaban de advertir, en un nicho excavado en la pared y protegido por una fuerte reja, la silueta de un libro. Nadie sabía lo que era ni se atrevía a interrogar al Predicador supremo; se suponía que tenía sus razones para no depositarlo en la gran biblioteca donde sin embargo se encontraban obras que encerraban las más inefables verdades.


Cuando Hassan murió, con cerca de ochenta años, el lugarteniente que él había designado para sucederle no se atrevió a instalarse en el antro del maestro y aún menos a abrir la misteriosa reja. Mucho tiempo después de la desaparición del fundador, los habitantes de Alamut se quedaban aterrados sólo con ver las paredes que lo habían albergado y evitaban aventurarse por ese barrio, desde entonces deshabitado por miedo a encontrarse con su sombra. La vida de la Orden estaba aún sometida a las reglas que Hassan había dictado; la más severa ascesis era el sino permanente de los miembros de la comunidad. Ningún descarrío, ningún placer; y frente al mundo exterior, más violencia, más asesinatos que nunca, aunque sólo fuera para demostrar que la muerte del jefe no había debilitado en nada la resolución de sus adeptos.


¿Aceptaban éstos de buen grado esa severidad? Cada vez menos. Se oían algunas críticas, no tanto entre los ancianos que se habían instalado en Alamut en vida de Hassan; éstos vivían aún con el recuerdo de las persecuciones que tuvieron que sufrir en sus regiones de origen y temían que la menor relajación les hiciera más vulnerables. Sin embargo, esos hombres cada día eran menos numerosos; la fortaleza estaba ya habitada por sus hijos y nietos. Es cierto que a todos, desde la cuna, se les había prodigado el más riguroso adoctrinamiento que los obligaba a aprender y respetar las penosas directrices de Hassan como si fueran la palabra revelada. Pero la mayoría de ellos eran cada vez más refractarios; la vida recobraba sus derechos.


Algunos se atrevieron un día a preguntar por qué se les forzaba a pasar toda su juventud en esa especie de convento-cuartel donde se prohibía cualquier alegría. La represión se abatió sobre ellos con tanta dureza que desde entonces se abstuvieron de emitir la menor opinión discrepante. En público, se entiende, porque en el secreto de las casas comenzaron a organizarse reuniones. Los jóvenes conjurados estaban alentados por todas esas mujeres que habían visto partir a un hijo, un hermano o un marido para una misión secreta de la que no volvieron jamás.


Un hombre se convirtió en el portavoz de esa sorda, ahogada, reprimida aspiración; ningún otro habría podido permitírselo: era el nieto de aquel que Hassan había designado para sucederle; él mismo estaba llamado a convertirse, a la muerte de su padre, en el cuarto Gran Maestro de la Orden.


Tenía una apreciable ventaja sobre sus predecesores: nacido poco después de la muerte del fundador, no había tenido que vivir bajo el terror de este último. Observaba su casa con curiosidad, por supuesto con cierto recelo, pero sin esa morbosa fascinación que paralizaba a todos los demás.


Incluso una vez, a la edad de diecisiete años, había entrado en la estancia prohibida, la había recorrido, se había acercado al estanque mágico, había metido la mano en su agua helada y luego se había detenido ante el nicho donde estaba encerrado el manuscrito. Poco había faltado para que lo abriera, pero se habla arrepentido y, después de retroceder un paso, había abandonado la habitación andando hacia atrás. No quería ir más lejos en esa primera visita.


Cuando el heredero recorría pensativo las callejuelas de Alamut, la gente se arremolinaba a su paso, aunque sin acercársele mucho, pronunciando curiosas fórmulas de bendición. Se llamaba Hassan, como Sabbah, pero a su alrededor se susurraba ya otro nombre: «¡El Redentor! ¡El que se espera desde siempre!» Sólo existía un temor: que la vieja guardia de los Asesinos, que conocía sus sentimientos y que ya le había oído vituperar con imprudencia el rigor existente, hiciera lo imposible por impedirle acceder al poder. De hecho, su padre intentaba imponerle silencio, acusándole de ser un ateo y de traicionar las enseñanzas del Fundador. Se dice incluso que condenó a muerte a doscientos cincuenta partidarios suyos y expulsó a otros doscientos cincuenta obligándoles a cargar a la espalda, hasta el pie de la montaña, los cadáveres de sus amigos ejecutados. Pero por un resto de sentimiento paternal, el Gran Maestro no se atrevió a seguir la tradición infanticida de Hassan Sabbah.


Y cuando el padre murió, en 1162, el hijo rebelde le sucedió sin la menor dificultad. Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, estalló una verdadera alegría en las grises callejuelas de Alamut.


Pero ¿se trata realmente del Redentor esperado?, se interrogaban los adeptos. ¿Es de veras aquel que debe poner fin a nuestros sufrimientos? Él callaba. Seguía caminando con aire absorto por las calles de Alamut o permanecía durante largas horas en la biblioteca, bajo la mirada protectora del copista que estaba a cargo de ella, un hombre originario de Kirman.


Un día se le vio avanzar con paso decidido hacia la antigua residencia de Hassan Sabbah, empujar la puerta con un gesto brusco, ir hasta el nicho y tirar de la reja con las dos manos y con tanta fuerza que la arrancó del muro, esparciéndose por el suelo largos chorrillos de arena y guijarros. Sacó el manuscrito de Jayyám y lo desempolvó con unas cuantas palmadas bruscas antes de llevárselo bajo el brazo.


Dicen que entonces se encerró en su casa a leer, releer y meditar. Y esto hasta el séptimo día, que dio la orden de convocar a toda la gente de Alamut, hombres, mujeres y niños, para una reunión en el meydán, la única plaza donde cabían.


Era el 8 de agosto de 1164, el sol de Alamut pegaba con fuerza en las cabezas y los rostros, pero nadie pensaba en protegerse. Al oeste se levantaba un estrado de madera, adornado en cada esquina con cuatro inmensos estandartes: uno rojo, uno verde, uno amarillo y uno blanco, y hacia él se dirigían las miradas.


Y de pronto apareció. Totalmente vestido de un blanco resplandeciente, y tras él su mujer, joven y menuda, con el rostro descubierto, los ojos fijos en el suelo y las mejillas rojas de vergüenza. Esa visión pareció disipar las últimas dudas de la multitud y se oyeron atrevidos murmullos: «¡Es Él, es el Redentor!»


Con paso digno, subió los pocos peldaños de la tribuna y dirigió a sus fieles un amplio gesto de saludo destinado a hacer callar los cuchicheos, antes de pronunciar uno de los discursos más asombrosos que jamás haya resonado en nuestro planeta:

– ¡A todos los habitantes del mundo, genios, hombres y ángeles! -dijo-, El imán del Tiempo os ofrece su bendición y os perdona todos vuestros pecados, pasados y futuros. Os anuncia que la Ley sagrada es abolida, porque ha sonado la hora de la Resurrección. Dios os había impuesto la ley para que merecierais el paraíso. Lo habéis merecido. Desde hoy, el paraíso os pertenece. Por lo tanto, estáis liberados del yugo de la Ley. ¡Todo lo que estaba prohibido, está permitido, y todo lo que era obligatorio está prohibido! Las cinco oraciones cotidianas están prohibidas -continuó el Redentor-. Puesto que ya estamos en el paraíso, en permanente unión con el Creador, no necesitamos dirigirnos a Él a determinadas horas; aquellos que se, obstinaron en efectuar las cinco oraciones, manifestarían con ello su poca fe en la Resurrección. Rezar se ha convertido en un acto de incredulidad.


Por el contrario, el vino, considerado por el Corán como la bebida del paraíso, fue autorizado desde ese momento; no beberlo era la señal manifiesta de una falta de fe.


«Una vez proclamado esto», relata un historiador persa de la época, «la asamblea se puso a tocar el arpa y la flauta y a beber ostensiblemente vino en los mismos escalones de la tribuna.»


Reacción desproporcionada, a la medida de los excesos practicados por Hassan Sabbah en nombre de la ley coránica. Pronto se ocuparían los sucesores del Redentor de atenuar su ardor mesiánico, pero Alamut no volvería a ser jamás esa cantera de mártires deseada por el Predicador supremo. Desde entonces, la vida allí sería agradable y se interrumpiría la larga serie de asesinatos que habían aterrorizado las ciudades del Islam. Los ismaelíes, secta radical donde las haya, se transformarían en una comunidad de una tolerancia ejemplar.


De hecho, después de haber anunciado la buena nueva a los habitantes de Alamut y sus alrededores, el Redentor envió emisarios a las otras comunidades ismaelíes de Asia y de Egipto provistos de documentos firmados con su propia mano. Rogaba a todos que desde ese momento celebraran el día de la Redención, cuya fecha proporcionaba según tres calendarios diferentes: el de la hégira del Profeta, el de Alejandro el Griego y el del «hombre más eminente de los dos mundos, Omar Jayyám de Nísapur».


En Alamut, el Redentor ordenó que el Manuscrito de Samarcanda fuera venerado como un gran libro de sabiduría. Se encargó a unos artistas que lo adornaran: pintura, grabados, cofre de oro cincelado con incrustaciones de pedrerías… Nadie tenía derecho a copiarlo, pero estaba siempre colocado en una mesa baja de madera de cedro en la pequeña sala interior donde trabajaba el bibliotecario. Ahí, bajo su altanera vigilancia, algunos privilegiados iban a consultarlo.


Hasta entonces sólo se conocían algunas cuartetas compuestas por Jayyám en los tiempos de su imprudente juventud; de ahí en adelante se aprendieron, citaron y repitieron muchas otras, algunas con graves alteraciones. Se asistió, incluso, desde esa época, a un fenómeno de los más singulares: cada vez que un poeta componía una cuarteta que podía ocasionarle disgustos, se la atribuía a Omar; cientos de falsificaciones vinieron así a mezclarse con las ruba'iyyat de Jayyám, de tal manera que resultó imposible, a falta del manuscrito, discernir las auténticas.


¿Fue un ruego del Redentor lo que impulsó a los bibliotecarios de Alamut a reanudar, de padres a hijos, la crónica del manuscrito en el punto en que Vartan lo había dejado? En todo caso, es por esa única fuente por la que sabemos la influencia póstuma de Jayyám en la metamorfosis experimentada por los Asesinos. La relación de los acontecimientos, concisa pero insustituible, se prosiguió así casi un siglo antes de conocer una nueva y brutal interrupción. En el momento de las invasiones de los mogoles.


La primera oleada, conducida por Gengis Kan, fue, sin ninguna duda el azote más devastador que jamás haya asolado Oriente. Prestigiosas ciudades fueron arrasadas y su población exterminada, como Pekín, Bujara o Samarcanda, cuyos habitantes fueron tratados como, ganado, las mujeres jóvenes distribuidas entre los oficiales de la horda victoriosa, los artesanos convertidos en esclavos y los demás aniquilados, con la única excepción de una minoría que, reagrupada en torno al gran monarca del momento, no tardó en proclamar su vasallaje a Gengis Kan.


A pesar de este apocalipsis, Samarcanda se revela casi como una privilegiada, puesto que un día renacería de sus escombros para convertirse en la capital de un Imperio mundial, el de Tamerlán. Por el contrario muchas otras ciudades no se reharían nunca más, principalmente las tres grandes metrópolis de Jorasan donde durante largo tiempo se concentró toda la actividad intelectual de esa parte del mundo: Merv, Balj y Nisapur, a las que hay que añadir Rayy, cuna de la medicina oriental y de la que se olvidaría hasta el nombre; habría que esperar varios siglos para ver renacer, en un lugar cercano, la ciudad de Teherán.


Fue la segunda oleada la que arrasaría Alamut. Fue un poco menos sanguinaria, pero más extendida. ¡Cómo no comprender el terror de los contemporáneos, cuando se sabe que las tropas de los mogoles pudieron entonces, con algunos meses de intervalo, devastar Bagdad, Damasco, Cracovia en Polonia y la provincia china de Szechwan!


La fortaleza de los Asesinos escogió, pues, rendirse ¡ella que había resistido a tantos invasores durante ciento sesenta y seis años! El príncipe Hulagu, nieto de Gengis Kan, fue él mismo a admirar ese prodigio de construcción militar; la leyenda dice que encontró provisiones conservadas intactas desde la época de Hassan Sabbah.


Después de haber inspeccionado los lugares con sus lugartenientes, ordenó a los soldados destruir todo, no dejar piedra sobre piedra, sin exceptuar la biblioteca. Sin embargo, antes de prenderle fuego, autorizó a un historiador de treinta años, un tal Yuvayní, que la visitara. Éste estaba escribiendo, a petición de Hulagu, una «Historía del conquistador del mundo» que sigue siendo, aún hoy, nuestra más valiosa fuente para conocer las invasiones de los mogoles. Pudo, pues, entrar Hulagu en ese lugar misterioso donde decenas de miles de manuscritos estaban alineados, apilados o enrollados; fuera le esperaba un oficial mogol y un soldado con una carretilla. Lo que ésta pudiera contener se salvaría, el resto sería pasto de las llamas. No era cuestión de leer los textos, ni siguiera de catalogar los títulos.


Sunní ferviente, Yuvayní se dijo que su primer deber era salvar del fuego la Palabra de Dios. Por lo tanto, se puso a recoger apresuradamente los ejemplares del Corán reconocibles por su gruesa encuadernación y agrupados en un mismo lugar. Había por lo menos veinte; los transportó en tres viajes hasta la carretilla, que casi se llenó. Y ahora ¿qué elegir? Al dirigirse hacia una de las paredes sobre la cual los volúmenes parecían mejor ordenados que en otras partes, descubrió las innumerables obras escritas por Hassan Sabbah durante sus treinta años de reclusión voluntaria. Decidió salvar sólo una, una autobiografía de la que citaría algunos fragmentos en su propia obra. Igualmente, encontró una crónica de Alamut, reciente y aparentemente bien documentada, que relataba detalladamente la historia del Redentor. Se apresuró a llevársela, ya que ese episodio era totalmente ignorado fuera de las comunidades ismaelíes.


¿Conocía el historiador la existencia del Manuscrito de Samarcanda? No parece que fuera así. ¿Lo habría buscado si hubiera oído hablar de él y al hojearlo lo habría salvado? Lo ignoramos. Lo que se cuenta es que se detuvo ante un conjunto de obras dedicadas a las ciencias ocultas y que se enfrascó en su lectura, olvidándose de la hora. El oficial mogol que fue a recordársela con algunas palabras tenía el cuerpo cubierto con una fuerte armadura con ribetes rojos y la cabeza protegida con un casco que se prolongaba hacia la nuca como si fuera una cabellera suelta. En la mano llevaba una tea. Para demostrar fehacientemente que tenía prisa, acercó el fuego a un montón de rollos polvorientos. El historiador no insistió, cogió con las manos y bajo las axilas todo lo que podía llevarse, sin intentar hacer la menor selección, y cuando el manuscrito titulado Secretos eternos de los astros y de los números se le escapó de las manos, no se inclinó para recogerlo.


Fue así como la biblioteca de los Asesinos ardió durante siete días y siete noches y como innumerables obras de las que no existe copia se perdieron. Se dice que contenían los secretos mejor guardados del Universo.


Durante largo tiempo se pensó que el Manuscrito de Samarcanda se había consumido, él también, en la hoguera de Alamut.

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