Libro cuarto. UN POETA EN EL MAR

El Cielo es el jugador y nosotros sólo los peones.

Es la realidad y no una figura retórica.

En el ajedrez del mundo nos coloca y descoloca.

Luego, súbitamente, nos lanza al pozo de la nada.

Omar Jayyám


XXXVI

En el crepúsculo ocre de un jardín rodeado de tapias, una multitud quejumbrosa. ¿Cómo reconocer a Baskerville? ¡Todos los rostros son tan morenos! Me apoyo contra un árbol para esperar y observar. En el umbral de una cabaña iluminada, un teatro improvisado. El roze-jwan narrador y plañidero provoca las lágrimas de los fieles, y sus aullidos, y su sangre.


Un hombre sale de la sombra, voluntario del dolor. Pies descalzos, torso desnudo, dos cadenas enrolladas a sus manos; las lanza al aire, las deja caer por encima de sus hombros, sobre su espalda; los hierros son lisos, la piel se magulla, se machaca, pero resiste, hacen falta treinta, cincuenta golpes para que aparezca la primera sangre, salpicadura negra que se extiende en chorros fascinantes. Teatro de sufrimiento, juego milenario de la pasión.


La flagelación se hace más vigorosa, acompañada de un soplido ruidoso al que la gente hace eco, los golpes se repiten, el narrador alza la voz para ahogar su martilleo. Surge entonces un actor, amenaza a la asistencia con su sable, con sus muecas provoca las imprecaciones. Luego, algunas andanadas de piedras. No permanece en escena mucho tiempo; pronto aparece su víctima. La multitud lanza un aullido. Yo mismo no puedo reprimir un grito. Porque un hombre rueda por tierra, decapitado.


Me vuelvo horrorizado hacia el reverendo, que me tranquiliza con una fría sonrisa y susurra:

– Es un viejo truco. Traen a un niño o a un hombre de pequeña estatura, le sujetan sobre la cabeza la cabeza cortada de un cordero, colocada de forma que el cuello sanguinolento esté hacia arriba y tapan todo con una sábana blanca agujereada en el sitio conveniente. Como puede ver, el efecto es sobrecogedor.


Aspira una bocanada de su pipa. El decapitado brinca y da vueltas por el escenario durante un rato, antes de ceder el sitio a un extraño personaje anegado en llanto.


¡Baskerville! De nuevo pregunto al reverendo con la mirada, pero él se limita a levantar las cejas enigmáticamente.


Lo más extraordinario es que Howard va vestido como un americano; lleva incluso una chistera, que a, pesar de la tragedia ambiente resulta de una comicidad irresistible.


Sin embargo, la gente grita y se lamenta y, que yo vea, no hay en ningún rostro la menor sombra de regocijo. Salvo quizá en el del pastor, que al fin se digna aclararme:

– En estas ceremonias fúnebres hay siempre un personaje europeo y curiosamente forma parte de los «buenos». La tradición quiere que un embajador franco en la corte omeya se conmueva con la muerte de Hussein, mártir supremo de los chiíes, y que manifieste tan escandalosamente su reprobación del crimen que él mismo sea a su vez asesinado. Por supuesto, no tienen siempre a mano a un europeo para hacerle subir al escenario y entonces ponen a un turco o a un persa de tez clara. Pero desde que Baskerville está en Tabriz, recurren a él constantemente para ese papel. Lo interpreta de maravilla ¡y llora de verdad!.


En ese instante vuelve el hombre del sable y da vueltas en tono a Baskerville armando mucho jaleo. Este último se queda inmóvil, se quita el sombrero de un papirotazo dejando al descubierto sus cabellos rubios cuidadosamente peinados con una raya a la izquierda y luego, con una lentitud de autómata, cae de rodillas y se tira al suelo. Un destello ilumina su rostro de niño imberbe y sus pómulos brillantes de lágrimas y una mano cercana lanza sobre su traje negro un puñado de pétalos.


Ya no oigo a la gente, tengo los ojos clavados en mi amigo y espero con angustia a que se levante. La ceremonia me parece interminable. Me urge recuperarlo.


Una hora después nos encontramos en la Misión alrededor de una sopa de granadas. El pastor nos dejó solos. Un silencio incómodo nos hacía compañía. Baskerville tenía aún los ojos rojos.

– Reconstruyo lentamente mi alma de occidental -se excusó con una sonrisa rota.

– Tómatelo con calma. El siglo no ha hecho más que empezar,


Carraspeó, se llevó a los labios el tazón caliente y se perdió de nuevo en una silenciosa contemplación.


Luego, dijo penosamente.

– Cuando llegué a este país no conseguía comprender que unos hombretones barbudos sollozaran y se afligieran por un crimen cometido hace mil doscientos años. Ahora he comprendido. Si los persas viven en el pasado, es porque el pasado es su patria, porque el presente es para ellos una región extranjera donde nada les pertenece. Todo lo que para nosotros es símbolo de vida moderna, la expansión liberadora del hombre, es para ellos símbolo de dominación extranjera: las carreteras son Rusia, el tren, el telégrafo, la banca, son Inglaterra; Correos es Austria-Hungría…

– …Y la enseñanza de las ciencias es el señor Baskerville de la Misión presbiteriana americana.

– Justamente. ¿Qué elección tiene la gente de Tabriz? Dejar a sus hijos en la escuela tradicional, donde balbucearán durante diez años las mismas frases informes que sus antepasados balbuceaban ya en el siglo XII; o bien enviarlos a mi clase donde obtendrían una enseñanza equivalente a la de los pequeños americanos, pero a la sombra de una cruz y de una bandera estrellada. Mis alumnos serán los mejores, los más capaces, los más útiles a su país, pero ¿cómo impedir que los otros los miren como a renegados? Desde la primera semana de mi estancia me formulé esta pregunta y fue en el transcurso de una ceremonia como la que acabas de presenciar cuando encontré la solución. Me había mezclado con el gentío, en torno a mí estallaban los gemidos. Observando esas caras desconsoladas, descompuestas, mirando esos ojos espantados, extraviados y suplicantes. Y se me reveló toda la miseria de Persia, almas envueltas en harapos y acosadas por duelos infinitos. Y sin que me diera cuenta, mis lágrimas comenzaron a brotar. Los asistentes se dieron cuenta, me miraron, se conmovieron, me empujaron al escenario y me hicieron representar el papel del embajador franco. Al día siguiente, los padres de mis alumnos vinieron a mi casa; estaban contentos de poder responder, de ahí en adelante, a aquellos que les reprochaban que enviaran a sus hijos la Misión presbiteriana: «Yo he confiado mi hijo al maestro que ha llorado por el imán Hussein.» Algunos jefes religiosos estaban irritados, su hostilidad hacia mi se explica por mi éxito. Prefieren que los extranjeros se parezcan a extranjeros.


Yo comprendí mejor su comportamiento, pero mi escepticismo no se había desvanecido.

– ¡Entonces, para ti, la solución de los problemas de Persia es unirse a la cohorte de plañideros!

– Yo no he dicho eso. Llorar no es un remedio. Ni una habilidad. Es sólo un gesto puro, ingenuo, compasivo. Nadie debe forzarse a derramar lágrimas: lo único importante es no despreciar la tragedia de los demás. Cuando me vieron llorar, cuando me vieron desprenderme de mi soberana indiferencia de extranjero, vinieron a decirme en tono confidencial que llorar no sirve de nada, que Persia no necesita más plañideros y que lo mejor que podía hacer era prodigar a los hijos de Tabriz la enseñanza adecuada.

– Sabias palabras. Yo iba a decirte lo mismo.

– Sólo que si no hubiera llorado, ni siquiera habrían venido a hablarme. Si no me hubieran visto llorar, no me habrían dejado decir a los alumnos que este shah está corrompido y que los jefes religiosos de Tabriz apenas son mejores.

– ¡Has dicho eso en clase!

– Sí, he dicho eso; yo, el joven americano sin barba, el maestrillo de la escuela de la Misión presbiteriana, he fustigado a la corona y a los turbantes, y mis alumnos me han dado la razón y sus padres también. ¡Sólo el reverendo estaba indignado!


Viéndome perplejo, insistió:

– También he hablado de Jayyám a los muchachos. Les dije que millones de americanos y de europeos habían elegido sus Ruba'iyyat como libro de cabecera.


Les hice aprenderse de memoria los versos de Fitzgerald. Al día siguiente, un abuelo vino a verme emocionado aún por lo que su nieto le había contado. Me dijo: «¡Nosotros también respetamos mucho a los poetas americanos!» Por supuesto, habría sido incapaz de nombrarme uno solo, pero ¡qué importa! era para él una forma de expresar orgullo y agradecimiento. Desgraciadamente, todos los padres no han reaccionado así y uno de ellos vino a quejarse. En presencia del pastor me lanzó: «Jayyám era un borracho y un impío!» Yo le respondí: «¡Al decir esto no está insultando a Jayyám, sino haciendo un elogio de la embriaguez y de la impiedad!» El reverendo por poco se atraganta. Howard se reía como un niño. Era incorregible pero desarmaba.

– ¡Así que reivindicas alegremente todo aquello de lo que se te acusa! ¿No serás además un «hijo de Adán»?

– ¿También te ha dicho eso el reverendo? Tengo la impresión de que habéis hablado mucho de mí.

– No teníamos ningún otro conocido común.

– No voy a ocultarte nada; tengo la conciencia tan pura como el aliento de un recién nacido. Hace dos meses aproximadamente un hombre vino a verme. Era un gigante bigotudo, pero tímido. Me preguntó si podía dar una conferencia en la sede del «anyumán», el club del que era miembro. ¿Sobre qué tema? No lo adivinarías jamás. ¡Sobre la teoría de Darwin! En la atmósfera de efervescencia política que reina en este país encontré el asunto divertido y conmovedor, y acepté. Reuní todo lo que pude encontrar sobre el sabio, expuse las tesis de sus detractores y creo que mi actuación fue aburrida, pero la sala estaba llena y se me escuchó religiosamente. Desde entonces, he ido a otras reuniones dedicadas a los temas más diversos. Hay en esas personas una inmensa sed de saber. Son también los partidarios más acérrimos de la Constitución. Suelo pasarme por su sede para enterarme de las últimas noticias de Teherán. Deberías conocerlos. Sueñan con el mismo mundo que tú y que yo.

XXXVII

Al anochecer, en el bazar de Tabriz, pocos tenderetes siguen abiertos, pero las calles están animadas: los hombres hacen tertulia en los cruces de las calles, corros de sillas de rejilla, corros de kalyan cuyo humo expulsa poco a poco los mil olores del día. Ajusté mi paso al de Howard. Torcía de una callejuela a otra sin una mirada de duda; de vez en cuando se detenía para saludar al padre de un alumno, por todas partes los chiquillos interrumpían sus juegos y se apartaban a su paso.


Al fin llegamos ante un portón devorado por la herrumbre. Mi compañero lo empujó y atravesamos un jardincillo cubierto de maleza, hasta una casa de tierra cuya puerta, después de siete golpes secos, se abrió chirriante ante una espaciosa habitación iluminada por una hilera de faroles colgados del techo, que se balanceaban sin cesar a merced de una corriente de aire. Las personas presentes debían de estar acostumbradas, pero yo tuve de pronto la impresión de haberme subido a bordo de una endeble barquichuela. No lograba fijar la mirada en ningún punto de rostro alguno y sentía la necesidad apremiante de tumbarme y cerrar los ojos unos instantes. Pero el recibimiento se eternizaba. En la reunión de los «hijos de Adán», Baskerville no era un desconocido; su llegada provocó revuelo, y, por haberle acompañado, tuve derecho a fraternales abrazos, debidamente repetidos cuando Howard reveló que yo era la causa de su venida a Persia.


Cuando creí que había llegado el momento de sentarme y apoyarme, al fin, contra la pared, un hombre alto se levantó al fondo de la habitación. Una larga capa blanca que le caía desde los hombros le designaba, sin lugar a error, como el personaje eminente de la asamblea. Dio un paso hacia mí:

– ¡Benjamín!


Me levanté, di dos pasos, me froté los ojos. ¡Fazel! Caímos en brazos uno del otro con una palabrota de sorpresa.


Para explicar esta efusión, poco conforme con su temperamento, lanzó dirigiéndose a sus camaradas:

– El señor Lesage era amigo de Sayyid Yamaleddín.


Al instante dejé de ser un visitante notable para convertirme en monumento histórico o santa reliquia; ya sólo se me acercaban con una veneración embarazosa.


Presenté a Howard a Fazel pues sólo se conocían de nombre; este último no había venido desde hacía más de un año, a pesar de que Tabriz era su ciudad natal. Por otra parte, su presencia esa noche entre esas paredes mugrientas, bajo esas luces bamboleantes, tenía algo de insólita y de inquietante. ¿No era uno de los guías de los parlamentarios demócratas, un pilar de la revolución constitucional? ¿Era el momento adecuado de alejarse de la capital? Estas fueron las preguntas que le hice. Pareció incómodo. Sin embargo, yo había hablado en francés y en voz baja. Miró furtivamente a sus vecinos y luego, por toda respuesta, me dijo:

– ¿Dónde te alojas?

– En el caravasar del barrio armenio.

– Iré a verte esta noche.


Hacia la medianoche nos reunimos seis personas en mi habitación. Baskerville y yo, Fazel y tres de sus compañeros, que me presentó única y apresuradamente, secreto obliga, por sus nombres, omitiendo el apellido.

– En la sede del anyumán me preguntaste por qué estaba aquí y no en Teherán. Pues bien, porque la capital está ya perdida para la Constitución. No podía anunciarlo en estos términos a treinta personas. Habría provocado el pánico. Pero es la verdad.


Estábamos todos demasiado consternados para reaccionar. Fazel explicó:

– Hace dos semanas vino a verme un periodista de San Petersburgo, corresponsal del Ryech. Se llama Panoff, pero firma con el seudónimo «Tané».


Yo había oído hablar de él. Sus artículos se citaban a veces en la prensa de Londres.

– Es una social-demócrata -prosiguió Fazel-, un enemigo del zarismo. Pero al llegar a Teherán, hace unos meses, consiguió ocultar sus convicciones, se las arregló para tener acceso a la Legación rusa y, no sé por qué casualidad, por qué estratagema, pudo apoderarse de unos documentos comprometedores: un proyecto de golpe de Estado que ejecutarían los cosacos para imponer de nuevo la monarquía absoluta. Todo estaba ahí escrito con pelos y señales. Soltarían a la chusma en el bazar para socavar la confianza de los comerciantes en el nuevo régimen; algunos jefes religiosos debían dirigir súplicas al shah para pedirle que aboliera la Constitución, supuestamente contraria al Islam. Por supuesto, Panoff se arriesgaba trayéndome estos documentos. Yo se lo agradecí e inmediatamente pedí una reunión extraordinaria del Parlamento. Después de exponer los hechos con todo detalle, exigí la destitución del monarca, su sustitución por uno de sus jóvenes hijos, la disolución de la brigada de los cosacos y el arresto de los religiosos involucrados. Varios oradores se sucedieron en la tribuna para expresar su indignación y apoyar mis propuestas.

De pronto un ujier vino a informarnos que los ministros plenipotenciarios de Rusia e Inglaterra se encontraban en el edificio y tenían una nota urgente que transmitirnos. La sesión se suspendió y el Presidente del Majlis y el Primer Ministro salieron; volvieron pálidos como cadáveres. Los diplomáticos habían venido a advertirles que si el shah era destituido, las dos potencias se verían en la lamentable obligación de intervenir militarmente. ¡No solamente se disponían a estrangularnos, sino que incluso nos prohibían defendernos!

– ¿Por qué ese ensañamiento? -interrogó Baskerville, aterrado.

– El zar no quiere una democracia en sus fronteras, la palabra Parlamento le hace temblar de rabia.

– ¡Pero ése no es el caso de los británicos!

– No, ¡pero si los persas lograran gobernarse como adultos, esto podría dar ideas a los indios! Inglaterra no tendría otro remedio que hacer sus maletas. Y luego está el petróleo. En 1901, un súbdito británico, Mr. Knox d'Arcy, obtuvo, por la suma de veinte mil libras esterlinas, el derecho a explotar el petróleo en todo el Imperio persa. Hasta ahora la producción ha sido insignificante, pero hace algunas semanas se descubrieron inmensos yacimientos en la región de las tribus bajtiaris. Sin duda habéis oído hablar de ello. Esto puede representar una importante fuente de ingresos para el país. Por lo tanto pedí al Parlamento que revisara el acuerdo con Londres con el fin de obtener unas condiciones más equitativas; la mayoría de los diputados estuvieron de acuerdo. Desde entonces, el ministro de Inglaterra no me ha vuelto a invitar a su casa.

– Sin embargo, fue en los jardines de su Legación donde tuvo lugar el bast -dije pensativo.

– En esa época los ingleses estimaban que la influencia rusa era demasiado fuerte y que no les dejaba del pastel persa más que la «porción congrua»; por lo tanto, nos habían animado a protestar y nos abrieron sus jardines; se dice incluso que fueron ellos los que hicieron publicar la fotografía que comprometía a Naus. Cuando nuestro movimiento triunfó, Londres pudo obtener del zar un acuerdo de repartición: el norte de Persia sería zona de influencia rusa, el sur sería coto vedado de Inglaterra. En cuanto los británicos tuvieron lo que deseaban, nuestra democracia dejó súbitamente de interesarles; como el zar, sólo veían ya en ella inconvenientes y preferían que desapareciera.

– ¿Con qué derecho? -explotó Baskerville.


Fazel le dirigió una sonrisa paternal antes de reanudar su relato.

– Después de la visita de los dos diplomáticos, los diputados se desanimaron. Incapaces de hacer frente a la vez a tantos enemigos, no encontraron nada mejor que hacer que atacar a ese pobre Panoff. Varios oradores lo acusaron de ser un falsario y un anarquista, cuyo único objetivo sería provocar una guerra entre Persia y Rusia. El periodista había venido conmigo al Parlamento y yo lo había dejado en un despacho cerca de la puerta de la gran sala para que pudiera aportar su testimonio si se revelaba necesario. Pero entonces los diputados pidieron que fuera detenido y entregado a la Legación del zar. Y se presentó una moción en ese sentido. ¡Ese hombre, que nos había ayudado contra su propio gobierno, iba a ser entregado a los verdugos! Yo, por lo general tan sereno, no pude controlarme, me subí a una silla y grité como un demente: «¡Juro por la tierra que cubre a mi padre, que si se detiene a ese hombre haré un llamamiento a los “hijos de Adán” y ahogaré en sangre este Parlamento! ¡Ninguno de aquellos que voten esta moción saldrá vivo de aquí!» Habrían podido quitarme la inmunidad y detenerme, pero no se atrevieron. Suspendieron la sesión hasta el día siguiente. Esa misma noche me fui de la capital para venir a mi ciudad natal, adonde he llegado hoy. Panoff me ha acompañado. Está escondido en alguna parte de Tabriz esperando para irse al extranjero.


Nuestra conversación se prolongó. Pronto nos sorprendió el alba; las primeras llamadas a la oración resonaron y la luz se fue haciendo más intensa. Discutíamos, trazábamos mil futuros sombríos y discutíamos de nuevo, demasiado agotados para detenernos. Baskerville se estiró, se interrumpió en pleno vuelo, miró su reloj y se levantó como un sonámbulo, rascándose afanosamente la nuca.

– ¡Las seis ya! ¡Dios mío, una noche en blanco! ¡Con qué cara me voy a enfrentar a mis alumnos! ¡Y qué dirá el reverendo al verme volver a estas horas!

– ¡Siempre podrás decir que estabas con una mujer!


Pero Howard no estaba ya de humor para sonreír.


No quiero decir que fue una coincidencia, puesto que el azar no desempeña un gran papel en el asunto, pero me creo en la obligación de señalar que en el mismo momento en que Fazel terminaba de describirnos lo que, a juzgar por los documentos birlados por Panoff, se tramaba contra la joven democracia persa, la ejecución de un golpe de Estado había comenzado.


En efecto, según me enteré después, fue hacia las cuatro de la madrugada de ese miércoles 23 de junio de 1908 cuando un contingente de mil cosacos, mandados por el coronel Liakhov, avanzó hacia el Baharistán, sede del Parlamento, en el corazón de Teherán. El edificio fue cercado y sus salidas controladas. Al ver los movimientos de tropas, unos miembros de un anyumán local corrieron a un colegio cercano, donde habían instalado el teléfono recientemente, para llamar a algunos diputados y ciertos religiosos demócratas, como el ayatollah Belibahani y el ayatollah Tabatabay, que acudieron al lugar de los hechos antes del alba con el fin de atestiguar con su presencia su adhesión a la Constitución. Sorprendentemente, los cosacos los dejaron pasar. Sus órdenes eran prohibir la salida, no la entrada.


El número de rebeldes no cesaba de aumentar. Al amanecer eran varios cientos, entre ellos. Numerosos «hijos de Adán». Tenían carabinas pero pocas municiones; unos sesenta cartuchos cada uno. Nada que permitiera sostener un asedio. Pero, además, dudaban de usar esas armas y esas municiones. Efectivamente, se apostaron en los tejados y detrás de las ventanas, pero no sabían si debían tirar los primeros y dar así la señal de una inevitable matanza, o si debían esperar pasivamente a que los preparativos del golpe de Estado terminaran.


Ya que era eso lo que seguía retrasando el asalto de los cosacos, Liakhov, rodeado de oficiales rusos y persas, se ocupaba de disponer sus tropas y sus cañones, en número de seis ese día, instalando el más mortífero en la plaza Topjané. En varias ocasiones el coronel pasó a caballo por el punto de mira de los defensores, pero las personalidades presentes impidieron a los «hijos de Adán» hacer fuego, por miedo a que el zar usara ese incidente como pretexto para invadir Persia.


Hacia la mitad de la mañana se dio la orden de ataque. Aunque desigual, el combate fue de una violencia extrema durante seis o siete horas. Por una serie de audaces golpes de mano, los resistentes consiguieron inutilizar tres cañones.


Sólo era el heroísmo de la desesperación. Al caer el sol, izaron la bandera blanca de la derrota sobre el primer Parlamento de la historia persa. Pero varios minutos después del último disparo, Liahkov ordenó a sus artilleros que reanudaran el fuego. Las directrices del zar eran claras: no bastaba con abolir el Parlamento, había que destruir también el edificio que lo habla albergado, con el fin de que los habitantes de Teherán lo vieran en ruinas y fuera para todos y para siempre una lección.

XXXVIII

No habían cesado aún los combates en la capital cuando estalló en Tabriz el primer tiroteo. Yo había pasado a recoger a Howard a la salida de clase, ya que teníamos una cita en la sede del anyumán para ir a almorzar con Fazel en casa de uno de sus parientes. Aún no nos habíamos internado en el laberinto del bazar cuando se oyeron unos disparos, aparentemente cercanos.


Con una curiosidad teñida de inconsciencia, nos dirigimos hacia el lugar de donde había partido el ruido. A unos cien metros vimos a una muchedumbre vociferante que avanzaba: polvo, humo, un bosque de garrotes, fusiles y antorchas ardiendo, gritos que yo no comprendía, puesto que se proferían en azeri, el dialecto turco de la gente de Tabriz. Baskerville se esforzaba en traducir: «¡Muera la Constitución! ¡Muera el Parlamento! ¡Mueran los ateos! ¡Viva el Shah!» Decenas de ciudadanos corrían en todas direcciones. Un anciano arrastraba con una cuerda a una cabra asustada. Una mujer tropezó; su hijo, de apenas seis años, la ayudó a levantarse y la sostuvo hasta que ella reanudó su huida cojeando.


Nosotros también apretamos el paso hacia el lugar de nuestra cita. Un grupo de jóvenes estaba levantando una barricada en la calle: dos troncos de árbol sobre los que amontonaban, en un tremendo desorden, mesas, ladrillos, sillas, cofres y toneles. Nos reconocieron y nos dejaron pasar, aconsejándonos que nos apresuráramos porque «vienen hacia aquí», «quieren incendiar el barrio», «han jurado matar a todos los hijos de Adán».


En la sede del anyumán cuarenta o cincuenta hombres rodeaban a Fazel, el único que no llevaba fusil sino sólo una pistola, una Mannlicher austríaca que parecía no tener otra utilidad que indicar a cada uno el puesto que debía ocupar. Estaba sereno, menos angustiado que la víspera, tranquilo como puede estarlo el hombre de acción cuando se acaba la insoportable espera.

– Ya veis -nos lanzó con un imperceptible acento de triunfo-. Todo lo que anunciaba Panoff era verdad. El coronel Liakhov ha dado su golpe de Estado, se ha proclamado gobernador militar de Teherán y ha impuesto el toque de queda. Desde esta mañana se ha abierto la caza de los partidarios de la Constitución en la capital y en todas las demás ciudades, empezando por Tabriz.

– ¡Se ha propagado todo tan deprisa! -se asombró Howard.

– El cónsul de Rusia, advertido por telegrama del desencadenamiento del golpe de Estado, informó esta mañana a los jefes religiosos de Tabriz. Estos exigieron a sus partidarios que se reunieran a mediodía en el Devexe, el barrio de los camelleros. Desde ahí se dispersaron por la ciudad. En primer lugar se dirigieron al domicilio de un periodista amigo mío, Alí Nexedía; lo sacaron de su casa en medio de los gritos de su mujer y de su madre, le cortaron el cuello y la mano derecha y luego lo abandonaron en un charco de sangre. Pero no temáis, antes de esta noche Alí será vengado.


Su voz le traicionó. Se concedió un segundo de respiro e inspiró profundamente antes de proseguir.

– Si vine a Tabriz fue porque sabía que esta ciudad resistiría. La tierra que pisamos en este instante está regida por la Constitución. Desde ahora la sede del Parlamento está aquí, la sede del gobierno legítimo. Será una hermosa batalla y terminaremos por ganar. ¡Seguidme!


Y le seguimos junto con una media docena de sus partidarios. Nos condujo hacia el jardín y rodeó la casa hasta una escalera de madera cuyo final se perdía entre espesos follajes. Llegamos al tejado, cruzamos una pasarela, de nuevo subimos unos cuantos peldaños y nos encontramos en una habitación de gruesas paredes y estrechas ventanas, casi troneras. Fazel nos invitó a echar una ojeada: estábamos justo encima de la entrada más vulnerable del barrio, interceptada ya por una barricada. Detrás, unos veinte hombres, rodilla en tierra, apuntando con las carabinas.

– Hay más -explicó Fazel-. Igualmente decididos. Taponan todas las salidas del barrio. Si llega la jauría, será recibida como lo merece.


La «jauría», como él decía, no estaba lejos. Había debido de pararse en el camino para incendiar dos o tres casas pertenecientes a «hijos de Adán», pero no cedía el clamor y los disparos se acercaban.


De pronto se apoderó de nosotros una especie de estremecimiento. Por más que uno se lo espere, por muy protegido que se esté detrás de una pared, el espectáculo de una muchedumbre desatada que grita amenazas de muerte y viene derecha hacia ti es, probablemente, la experiencia más pavorosa que se puede tener.


Instintivamente susurré:

– ¿Cuántos serán?

– Mil, mil quinientos a lo sumo -respondió Fazel en voz alta, clara y tranquilizadora antes de añadir como una orden: -Ahora nos toca a nosotros asustarlos.


Pidió a sus ayudantes que nos entregaran unos fusiles. Entre Howard y yo hubo un intercambio de miradas casi divertidas; sopesamos esos fríos objetos con fascinación y repugnancia.

– Apostaos en las ventanas -dijo Fazel-, y tirad contra cualquiera que se acerque. Yo tengo que irme. ¡Les reservo una sorpresa a esos bárbaros!


Apenas había salido cuando comenzó la batalla. Aunque hablar de batalla es, sin duda, excesivo. Llegaron los provocadores, una horda vociferante y atolondrada, y su vanguardia se lanzó hacia la barricada como si se tratara de una carrera de obstáculos. Los «hijos de Adán» dispararon. Una descarga. Luego otra. Unos diez asaltantes cayeron, el resto retrocedió, sólo uno consiguió escalar la barricada, pero fue para ensartarse en una bayoneta. Resonó un horrible aullido de agonía; yo aparté los ojos.


El grueso de los manifestantes permanecía atrás prudentemente, contentándose con repetir a voz en grito: «¡Que mueran!» Luego una cuadrilla se lanzó de nuevo al asalto de la barricada, esta vez con un poco más de método, es decir, disparando contra los defensores y las ventanas de donde partían los disparos. Un «hijo de Adán» alcanzado en la frente fue la única baja de su campo. Ya las descargas de sus compañeros comenzaban a segar las primeras líneas de asaltantes.


La ofensiva cedía. Retrocedieron e intentaron alborotadamente ponerse de acuerdo. Estaban reagrupándose para una nueva tentativa cuando un estruendo sacudió el barrio. Un obús acababa de caer en medio de los manifestantes, provocando una carnicería seguida de una desbandada. Los defensores levantaron entonces sus fusiles gritando: «¡Maxruté! ¡Maxruté!» -¡Constitución!-. Al otro lado de la barricada se divisaban decenas de cuerpos tendidos. Floward susurró:

– Mi arma sigue estando fría. No he disparado ni un solo tiro. ¿Y tú?

– Yo tampoco.

– Tener en el punto de mira la cabeza de un desconocido y apretar el gatillo para matarle…


Fazel llegó unos instantes después jovial.

– ¿Qué pensáis de mi sorpresa? Es un viejo cañón francés, un «de Bange» que nos ha vendido un oficial del ejército imperial. Está en el tejado ¡venid a admirarlo! Un día cercano lo instalaremos en medio de la plaza más grande de Tabriz y escribiremos encima: «Este cañón salvo a la Constitución.»


Encontré sus palabras demasiado optimistas, aunque no podía discutir que, en unos minutos, había conseguido una significativa victoria. Su objetivo estaba claro: mantener una pequeña isla donde los últimos partidarios de la Constitución pudieran reunirse y protegerse, pero, sobre todo, reflexionar juntos sobre los futuros actos.


Si aquel caótico día de junio nos hubieran dicho que desde algunas enmarañadas callejuelas del bazar de Tabriz, con nuestras dos brazadas de fusiles Lebel y nuestro único cañón «de Bange», íbamos a devolver a Persia entera su libertad robada, ¿quién lo hubiera creído?


Sin embargo, es lo que sucedió, no sin que el más puro de entre nosotros lo pagara con su vida.

XXXIX

Días sombríos de la historia del país de Jayyám. ¿Era aquella el alba prometida a Oriente? De Ispahán a Qazvin, de Shiraz a Hamedan, cien, mil pechos ciegos proferían los mismos gritos: «¡Que mueran! ¡Que mueran!» De ahora en adelante había que esconderse para decir libertad, democracia, justicia. El porvenir era ya sólo un sueño prohibido; a los partidarios de la Constitución se les perseguía por las calles, las sedes de los «hijos de Adán» estaban devastadas, sus libros eran amontonados y quemados. En ninguna parte en toda la extensión de Persia pudo ponerse freno a aquella odiosa marejada.


En ninguna parte más que en Tabriz. Y aun así, en la heroica ciudad, cuando transcurrió al fin el interminable día del golpe de Estado, de los treinta barrios principales sólo uno seguía resistiendo, el que se llama Amir-Jiz, en el extremo noroeste del bazar. Aquella noche, algunas decenas de jóvenes guerrilleros se relevaron para guardar los accesos, mientras en la sede del anyumán, erigida en cuartel general, Fazel trazaba ambiciosas flechas sobre un mapa arrugado.


Éramos por los menos una docena los que seguíamos con fervor los menores trazos de su lápiz, agigantado por el temblor de los faroles. El diputado se incorporó.

– El enemigo está aún bajo el choque de las pérdidas que le hemos infligido. Nos cree más fuertes de lo que somos. No tiene cañones ni sabe cuántos tenemos nosotros. Debemos aprovechar la ocasión para extender sin demora nuestro territorio. El shah no tardará en enviar tropas que llegarán a Tabriz dentro de unas semanas. De aquí a entonces tenemos que haber liberado la totalidad de la ciudad. Atacaremos esta misma noche.


Se inclinó y se inclinaron todas las cabezas; cabezas, descubiertas, cubiertas o ceñidas.

– Cruzaremos el río por sorpresa- explicó-, nos abalanzaremos hacia la ciudadela y la atacaremos desde ambos lados, por el bazar y por el cementerio. Antes del atardecer será nuestra.


La ciudadela no se tomó hasta diez días después. Para cada calle los combates fueron sangrientos, pero los resistentes avanzaban; todas las acciones se resolvían a su favor. El sábado, algunos «hijos de Adán» se apoderaron de las oficinas de Indo-European Telegraph, gracias a lo cual pudieron mantenerse las comunicaciones con Teherán y con las otras ciudades del país, así como con Londres y Bombay. El mismo día se les adhirió un cuartel de la policía, llevando a modo de dote una metralleta, una ametralladora Maxim y treinta cajas de municiones. Estos éxitos devolvieron la confianza a la población; jóvenes y viejos se envalentonaron y afluyeron a cientos hacia los barrios liberados, a veces con sus armas. En unas semanas el enemigo había retrocedido a la periferia. Sólo quedaba en sus manos, al noreste de la ciudad, una zona poco habitada que se extendía desde el barrio de los Camelleros hasta el campo de Sahib-Divan.


Hacia mediados de julio se constituyó un ejército de voluntarios, así como una administración provisional de la que se confió a Howard la responsabilidad del avituallamiento. Desde entonces se pasaba la mayoría del tiempo recorriendo el bazar para calcular las provisiones; los comerciantes se mostraban admirablemente dispuestos a colaborar. Él mismo se movía a las mil maravillas en el sistema persa de pesos y medidas.

– Hay que olvidarse de los litros, los kilos, las onzas y las pintas -me decía-. Aquí se habla en yaw, en mixal, en syr y en jarvar, que es el cargamento del asno.


Intentaba instruirme:

– La unidad básica es el yaw, que es un grano de cebada de mediano grosor y con la cascarilla, pero al que se le habrían cortado en las dos puntas los pelillos que sobresalen.

– ¡Qué riguroso! -dije soltando la carcajada.


El profesor dirigió a su alumno una mirada de reproche. Para hacerme perdonar, me creí obligado a probar mi aplicación:

– Entonces el yaw es la unidad de medida más pequeña.

– De ningún modo -se indignó Howard.


Consultaba imperturbablemente sus notas:

– El peso de un grano de cebada equivale al de setenta granos de mostaza, o si se prefiere, a seis crines de la cola de una mula.


¡En comparación, mi carga era ligera! Dada mi ignorancia del dialecto local, tenía por única misión mantener el contacto con los súbditos extranjeros a fin de tranquilizarlos con respecto a las intenciones de Fazel y cuidar de su seguridad.


Conviene saber que Tabriz, hasta la construcción del ferrocarril transcaucásico, veinte años antes, había sido la puerta de Persia, el paso obligado de los viajeros, de las mercaderías y de las ideas. Varios establecimientos europeos tenían allí sucursales, como la compañía alemana de Mossig y Schünemann o la Sociedad Anónima de Comercio Oriental, importante firma austríaca. Había igualmente consulados, la Misión Presbiteriana americana y diversas instituciones más, y me complace decir que en ningún momento, a lo largo de los difíciles meses de asedio, se consideró a los súbditos extranjeros como blanco.


Más aún, reinaba una conmovedora fraternidad. No hablo de Baskerville, de mí mismo ni de Panoff, que rápidamente se unió al movimiento. Quiero honrar aquí a otras personas, como a Mr. Moore, corresponsal del Manchester Guardian, que no dudó en tomar las armas al lado de Fazel y fue herido en combate; o al capitán Anginieur, que nos ayudó a resolver numerosos problemas logísticos y que con sus artículos en el Asie française contribuyó a suscitar, en París y en el mundo entero, ese impulso de solidaridad que salvó a Tabriz de la suerte atroz que la amenazaba. La presencia activa de los extranjeros fue para ciertos religiosos de la ciudad un argumento contra los defensores de la Constitución, «un revoltijo -cito- de europeos, armenios, babis e impíos de todas clases». Sin embargo, la población permanecía impermeable a esa propaganda y nos rodeaba de un agradecido afecto, cada hombre era un hermano para nosotros, cada mujer una hermana o una madre.


He de precisar que fueron los mismos persas los que desde el primer día, dieron su apoyo espontánea y masivamente a la resistencia. Primero los habitantes libres de Tabriz, luego los refugiados que a causa de sus convicciones habían tenido que huir de sus ciudades o pueblos para buscar protección en el último baluarte de la Constitución. Ese fue el caso de cientos de «hijos de Adán» que acudían desde todos los rincones del Imperio y no pedían más que sostener un arma. Fue el caso, igualmente, de varios diputados, ministros y periodistas de Teherán que habían logrado escapar de la gigantesca redada que había ordenado el coronel Liakhov y que a menudo llegaban en pequeños grupos, extenuados, despavoridos, desamparados.


Pero el más valioso de los nuevos adictos fue indudablemente Xirín, que había desafiado el toque de queda para salir de la capital en automóvil, sin que los cosacos se atrevieran a interponerse. Su pequeño landó causó admiración entre la gente, tanto más cuanto que su chófer, uno de los pocos persas que conducían semejante vehículo, era de Tabriz.


La princesa se había instalado en un palacio abandonado. Había sido construido por su abuelo, el viejo shah asesinado, con la intención de pasar allí un mes al año. Pero dice la leyenda que desde la primera noche se sintió enfermo y sus astrólogos le aconsejaron que no volviera a poner los pies en un lugar de tan mal agüero. Nadie lo había habitado desde hacía treinta años; se le llamaba, no sin temor, el Palacio Vacío.


Xirín no dudó en desafiar a la mala suerte y desde entonces su residencia fue el corazón de la ciudad. A sus grandes jardines, isla de frescor en aquellos anocheceres de verano, acudían gustosos los dirigentes de la resistencia. Yo los acompañaba a menudo.


La princesa parecía cada vez más feliz de verme; nuestra correspondencia había tejido entre nosotros una complicidad en la que nadie se habría atrevido a inmiscuirse. Por supuesto, nunca estábamos solos y en cada reunión o en cada comida había decenas de compañeros.


Se discutía incansablemente y a veces se bromeaba, pero sin excesos. En Persia no se tolera jamás la familiaridad, la cortesía es puntillosa y grandilocuente y suelen tener tendencia a llamarse «el esclavo de la sombra de la grandeza» del individuo al que se dirigen; y cuando se trata de altezas, de altezas en femenino sobre todo, besan el suelo, si no de hecho al menos mediante fórmulas de lo más ampulosas.


Y llegó aquella turbadora noche de jueves. Exactamente el 17 de septiembre. ¿Cómo podría olvidarlo?


Por cien razones diferentes todos mis compañeros se habían marchado ya y yo mismo me había despedido con los últimos. En el momento de cruzar la verja exterior de la finca, me di cuenta de que me ha dejado junto a mi asiento una carpeta donde solía llevar algunos papeles importantes. Volví, pues, sobre mis pasos, pero en modo alguno con la intención de ver de nuevo a la princesa; estaba convencido que después de despedirse de sus visitas se había retirado.


No. Estaba aún sentada, sola, en medio de veinte sillas vacías. Pensativa, lejana. Sin dejar de mirarla, recogí carpeta lo más lentamente posible. Xirín seguía inmóvil, de perfil, sorda a mi presencia. En medio de un recogido silencio, me senté y la contemplé durante largo Con esa sensación de encontrarme doce años atrás veía, la veía, en Constantinopla, en el salón de Yamaleddín. Estaba entonces como ahora, de perfil, con un azul sobre sus cabellos que caía hasta los pies de su silla. ¿Qué edad tendría entonces? ¿Diecisiete años? La que en ese momento tenía treinta era una mujer serena, soberbia mujer madura. Tan esbelta como el primer día. Evidentemente, había sabido resistir a la tentación de mujeres de su rango: desplomarse hasta el fin de sus días, ociosa y glotona, sobre un diván de opulencia. ¿Se habría casado? ¿Estaría divorciada? ¿Sería viuda? Jamás hablamos de ello.


Me hubiera gustado decir con voz firme: «Te he querido desde Constantinopla». Mis labios temblaron y luego se cerraron sin emitir el menor sonido.


Sin embargo, Xirín se había vuelto hacia mí lentamente. Me observó sin sorpresa, como si yo no me hubiera marchado y regresado. Su mirada dudó y de pronto adoptó el tuteo:

– ¿En qué piensas?


La respuesta brotó de mis labios.

– En ti. Desde Constantinopla a Tabriz.


Una sonrisa, quizá azarada, pero que decididamente no quería ser una barrera, recorrió su rostro. Y yo no, encontré nada mejor que hacer que citar su propia frase convertida en una contraseña entre ella y yo:

– ¡Nunca se sabe, nuestros caminos podrían cruzarse!


Transcurrieron algunos segundos de mudos recuerdos. Luego Xirín dijo:

– No me fui de Teherán sin el libro.

– ¿El Manuscrito de Samarcanda?

– Está constantemente sobre la cómoda, cerca de mi cama; no me canso jamás de hojearlo, me sé de memoria las Ruba'iyyat y la crónica que el texto lleva al margen.

– Daría con gusto diez años de mi vida por una noche con ese libro.

– Yo daría con gusto una noche de mi vida.


Al instante siguiente yo estaba inclinado sobre el rostro de Xirín, nuestros labios se rozaron, cerramos los ojos y ya nada existió a nuestro alrededor, sólo la monotonía del canto de las cigarras amplificado en nuestras mentes aturdidas. Beso prolongado, beso ardiente, beso de los años superados, de las barreras derribadas.


Por temor a que llegaran otros visitantes o a que se acercaran los sirvientes, nos levantamos y la seguí por una galería cubierta, una pequeña puerta insospechada y una escalera con los peldaños rotos hasta los aposentos del antiguo shah que su nieta se había apropiado. Dos pesadas hojas se cerraron, luego un macizo pestillo y nos encontrarnos solos, juntos. Tabriz no era ya una ciudad separada del mundo, era el mundo el que languidecía separado de Tabriz.


En un majestuoso lecho de columnas y colgaduras abracé a mí real amada, Con mi propia mano deshice cada lazo, desabroché cada botón y con mis dedos, con mis palabras, con mis labios, dibujé cada contorno de su cuerpo. Ella se entregaba a mis caricias, a mis torpes besos, y de sus ojos cerrados se escapaban unas tibias lágrimas.


Al alba yo no había abierto aún el Manuscrito. Lo veía sobre una cómoda, al otro lado de la cama, pero Xirín dormía, desnuda, con la cabeza apoyada en mi cuello y los pechos abandonados sobre mis costillas, y nada en el mundo me habría hecho moverme. Respiraba su aliento, sus perfumes, su noche, contemplaba sus pestañas y desesperadamente trataba de adivinar qué sueño de felicidad o de angustia las hacía temblar. Cuando se despertó, llegaban ya hasta nosotros los primeros ruidos de la calle. Tuve que eclipsarme apresuradamente, prometiéndome dedicar al libro de Jayyám mi siguiente noche de amor.

XL

Al salir del Palacio Vacío, andando con los hombros encogidos -el alba no es nunca calurosa en Tabriz- avancé en dirección al caravasar sin tratar de tomar ningún atajo. No tenía prisa por llegar, necesitaba reflexionar; aún no se había apaciguado en mí la excitación de la noche y revivía las imágenes, los gestos, las palabras susurradas. Ya no sabía si era feliz. Sentía una especie de plenitud, pero mezclada con la inevitable culpabilidad que llevan aparejada los amores clandestinos. Ciertos pensamientos volvían a mi mente sin cesar, obsesivos, como saben serlo los pensamientos de las noches de insomnio: «Después de mi partida, ¿se habrá dormido otra vez con una sonrisa? ¿Lamentará algo? Cuando la vea de nuevo y no estemos solos, ¿la sentiré cómplice o lejana? Volveré esta noche y buscaré en sus ojos una aclaración.»


De pronto retumbó un cañonazo. Me detuve y agucé el oído. ¿Era nuestro valiente y solitario «de Bange»? Un silencio y luego una descarga de fusilería, después un período de calma. Reanudé mi camino con un paso menos apresurado y con el oído atento. Retumbó un nuevo estruendo, seguido al instante de un tercero. Esta vez me preocupé; un solo cañón no podía disparar a ese ritmo; tenía que haber dos o incluso varios. Dos obuses estallaron unas calles más allá. Me puse a correr en dirección a la ciudadela.


Pronto me confirmó Fazel la noticia que yo me temía: esa noche habían llegado las primeras fuerzas enviadas por el shah. Se habían acantonado en los barrios dirigidos por los jefes religiosos. Otras tropas las seguían, convergiendo de todos los puntos. El asedio a Tabriz acababa de comenzar.


La arenga pronunciada por el coronel Liakhoy, gobernador militar de Teherán, artífice del golpe de Estado, antes de la partida de sus tropas para Tabriz, se desarrolló así:

«¡Valerosos cosacos! El shah está en peligro, los habitantes de Tabriz han rechazado su autoridad y le han declarado la guerra al querer obligarle a reconocer, la Constitución. Ahora bien, la Constitución quiere abolir vuestros privilegios, disolver vuestra brigada. Si triunfa, vuestras esposas y vuestros hijos pasarán hambre. La Constitución es vuestra peor enemiga, debéis luchar contra ella como leones. Al destruir el Parlamento habéis suscitado en el mundo entero la más viva admiración. Proseguid vuestra saludable acción, aplastad la ciudad rebelde y os prometo, de parte de los soberanos de Rusia y de Persia, dinero y honores. Todas las riquezas que encierra Tabriz son vuestras. ¡No tenéis más que cogerlas!»


Gritada en Teherán y en San Petersburgo, murmurada en Londres, la consigna era la misma: hay que destruir Tabriz, merece el más ejemplar de los castigos. Una vez vencida, nadie más osará hablar de Constitución, de Parlamento o de democracia; de nuevo podrá dormirse Oriente en su más hermosa muerte.


Fue así como, durante los meses que siguieron, el mundo entero asistió a una extraña y angustiada carrera: mientras que el ejemplo de Tabriz empezaba a reanimar la llama de la resistencia en diversos rincones de Persia, la ciudad era víctima de un asedio cada vez más riguroso. Los partidarios de la Constitución, ¿tendrían tiempo de recuperarse, de reorganizarse y de volver a tomar las armas antes de que se derrumbara su baluarte?


En enero consiguieron su primer gran éxito: al llamamiento de los jefes bajtiaris, tíos maternos de Xirín, Ispahán, la antigua capital, se sublevó afirmando su adhesión a la Constitución y su solidaridad con Tabriz. Cuando la noticia llegó a la ciudad sitiada, se produjo al instante una explosión de alegría. Durante toda la noche se cantó incansablemente «¡Tabriz-Esfahán, el país se despierta!», pero al día siguiente un ataque masivo obligó a los defensores a abandonar varias posiciones al sur y al oeste. Ya sólo quedaba un camino que uniera todavía Tabriz al mundo exterior, y era el que llevaba al norte, hacia la frontera rusa.


Tres semanas más tarde, la ciudad de Resht se sublevó a su vez. Como Ispahán, rechazaba la tutela del shah, aclamaba a la Constitución y a la resistencia de Fazel. Nueva explosión de alegría en Tabriz. Pero, al momento, nueva respuesta de los sitiadores: la última carretera fue cortada, el cerco de Tabriz estaba terminado. Ya no llegaban ni el correo ni los víveres. Hubo que organizar un racionamiento muy severo para poder seguir alimentando a los aproximadamente doscientos mil habitantes de la ciudad.


En febrero y marzo de 1909 se produjeron nuevas adhesiones. El territorio de la Constitución se extendía ya a Shiraz, Hamadán, Maxad, Astarabad, Bandar-Abbas y Bushere. En París se formó un comité para la defensa de Tabriz, que encabezaba un tal señor Dieulafoy, distinguido orientalista; la misma iniciativa se produjo en Londres, bajo la presidencia de Lord Lamington; y, lo que era más importante, los principales jefes religiosos chiíes establecidos en Kerbela, en el Iraq otomano, se pronunciaron en favor de la Constitución desautorizando a los mollahs retrógrados.


Tabriz triunfaba.


Pero Tabriz moría.


Incapaz de hacer frente a tantas rebeliones, a tantos rechazos, el shah se aferraba a una idea fija: hay que acabar con Tabriz, el origen del mal. Cuando caiga, los otros cederán. Al no conseguir tomarla por asalto, decidió matarla de hambre.


A pesar del racionamiento, el pan escaseaba. A finales de marzo se contaban ya varios muertos, sobre todo ancianos y niños de corta edad.


La prensa de Londres, de París y de San Petersburgo, comenzaba a indignarse y a criticar a las potencias que, como se recordaba, tenían aún en la ciudad numerosos súbditos cuya vida se veía ya amenazada. Los ecos de estas opiniones nos llegaban por el telégrafo.


Fazel me convocó un día para anunciarme:

– Los rusos y los ingleses van a evacuar pronto a sus súbditos con el fin de que Tabriz pueda ser aplastada sin que ello provoque demasiada conmoción en el resto del mundo. Será un golpe duro para nosotros, pero quiero que sepas que no me voy a oponer a esa evacuación. No retendré a nadie aquí contra su voluntad.


Y me encargó de informar a los interesados que se emplearían todos los medios para facilitar su partida.


Se produjo entonces un acontecimiento de lo más extraordinario, y haber asistido a él como testigo privilegiado me permite cerrar los ojos ante muchas mezquindades humanas.


Había comenzado mi ronda, eligiendo a la Misión Presbiteriana como primera visita. Tenía un poco de miedo de volver a ver al reverendo director y recibir una reprimenda. Él, que contaba conmigo para hacer entrar en razón a Howard, ¿no iría a reprocharme haber seguido un camino idéntico? De hecho, su recibimiento fue distante, apenas cortés.


Pero en cuanto le expuse la razón de mi visita, respondió sin sombra de duda:

– No me iré. Si pueden organizar un convoy para evacuar a los extranjeros, también pueden organizar otros similares para abastecer a la ciudad hambrienta.


Agradecí su actitud, que me pareció conforme al ideal religioso y humanitario que le animaba. Luego fui a visitar tres compañías comerciales instaladas en las cercanías, donde, para mi gran sorpresa, la respuesta fue idéntica. Lo mismo que el pastor, los comerciantes no querían marcharse. Como me explicó uno de ellos, un italiano:

– Si me voy de Tabriz en este momento difícil, me daría vergüenza volver después para reanudar mi actividad. Por lo tanto, me quedaré. Quizá mi presencia contribuya a que mi gobierno actúe.


Por todas partes, como si se hubieran puesto de acuerdo, obtuve la misma respuesta, inmediata, clara, irrevocable. ¡Incluso Mr. Wratislaw, el cónsul británico! ¡Incluso el personal del consulado de Rusia, con la notoria excepción del cónsul, el señor Pokhitanoff, me dio la misma respuesta: «¡No nos iremos!» E informaron a sus atónitos gobiernos.


La admirable solidaridad de los extranjeros reconfortó los ánimos en la ciudad. Pero la situación era precaría. El 18 de abril, Wratislaw telegrafió a Londres: «Hoy el pan es escaso, mañana lo será aún más.» El 19, nuevo mensaje: «La situación es desesperada; aquí se habla de una última tentativa de romper el cerco.»


De hecho, ese día se estaba manteniendo una reunión en la ciudadela. Fazel anunció que las tropas constitucionales avanzaban desde Resht hacia Teherán, que el gobierno en el poder estaba a punto de derrumbarse y que faltaba poco para asistir a su caída. Y al triunfo de nuestra causa. Pero Howard tomó la palabra después de él para recordar que los bazares estaban ya vacíos de todo producto comestible.

– La gente ha sacrificado ya a los animales domésticos, incluidos los gatos callejeros, familias enteras vagan noche y día por las calles a la búsqueda de una granada raquítica, de un resto de pan de higo tirado en alguna cuneta. Corremos el peligro de que pronto se recurra al canibalismo.

– ¡Dos semanas, necesitamos resistir dos semanas solamente!


La voz de Fazel era suplicante. Pero Howard no podía hacer nada.

– Nuestras reservas nos han permitido subsistir hasta este momento. Ahora ya no tenemos nada que distribuir. Nada. Dentro de dos semanas la población estará diezmada y Tabriz será una ciudad fantasma. Estos últimos días ha habido ochocientos muertos. De hambre y de las innumerables enfermedades que el hambre provoca.

– ¡Dos semanas! ¡Sólo dos semanas! -repetía Fazel-. ¡Aunque haya que ayunar!

– ¡Todos estamos ayunando desde hace varios días!

– ¿Qué hacemos entonces? ¿Capitular? ¿Dejar cae esa formidable ola de apoyo que hemos levantado pacientemente? ¿No existe ningún medio de resistir?


Resistir. Resistir. Doce hombres trastornados, aturdidos por el hambre y el agotamiento, pero también por la embriaguez de la victoria al alcance de la mano, no tenían más que una obsesión: resistir.

– Habría una solución -dijo Howard-. Quizá…


Todos los ojos se volvieron hacia Baskerville.

– Intentar una salida por sorpresa. Si conseguimos recuperar esta posición -indicaba con el dedo un punto en el mapa- nuestras fuerzas se precipitarían por la brecha y restablecerían el contacto con el exterior. En el tiempo que el enemigo tarde en recuperarse, tal vez llegue la salvación.


Inmediatamente me declaré hostil a la propuesta; los jefes militares eran de mi misma opinión; todos, sin excepción, la juzgaban suicida. El enemigo estaba sobre un promontorio, a quinientos metros aproximadamente de nuestras líneas. Se trataba de cruzar esa distancia por terreno llano, escalar una imponente muralla de barro seco, desalojar a los defensores y luego instalar en la posición fuerzas suficientes para resistir el inevitable contraataque.


Fazel dudaba. Ni siquiera miraba al mapa, sino que se interrogaba sobre el efecto político de la operación. ¿Permitiría ganar algunos días? La discusión se prolongó haciéndose cada vez más animada. Baskerville insistía, argumentaba apoyado por Moore. El corresponsal del Guardian alegaba su propia experiencia militar, afirmando que el efecto sorpresa podría ser decisivo. Fazel terminó por decidirse.

– Sigo sin estar convencido, pero puesto que no puede planearse ninguna otra acción, no me opondré a la de Howard.


El día siguiente, 20 de abril, a las tres de la mañana, se lanzó el ataque. Se había convenido que si a las cinco se había conseguido tomar la posición, se realizarían otras operaciones en múltiples puntos del frente con el fin de impedir al enemigo sustraer tropas para el contraataque. Desde los primeros minutos la tentativa se vio comprometida: una barrera de fuego acogió la primera salida realizada por Moore, Baskerville y unos sesenta voluntarios más. Visiblemente, el enemigo no estaba nada sorprendido. ¿Le habría informado algún espía de nuestros preparativos? No se puede afirmar, ya que de todas formas el sector estaba muy protegido. Liakhov se lo había confiado a uno de sus más capacitados oficiales.


Fazel ordenó, razonablemente, poner fin de inmediato a la operación y dio la señal de retirada, una especie de canturreo prolongado; los combatientes retrocedieron. Varios estaban heridos, entre ellos, Moore.


Sólo uno no volvió. Baskerville. Fue fulminado en la primera descarga.


Durante tres días, Tabriz iba a vivir al ritmo de las condolencias, condolencias discretas en la Misión Presbiteriana, condolencias ruidosas, fervientes, indignadas en los barrios ocupados por los «hijos de Adán». Con los ojos enrojecidos, yo iba estrechando manos, la mayoría de ellas desconocidas, y dando interminables abrazos.


En la cohorte de los visitantes se encontraba el cónsul de Inglaterra, que me llevó aparte.

– Quizá lo que voy a decirle le sirva de algún consuelo. Seis horas después de la muerte de su amigo, me llegó un mensaje de Londres anunciándome que se había llegado a un acuerdo entre las potencias con respecto a Tabriz. Baskerville no ha caído inútilmente. Un cuerpo expedicionario se dirige ya hacia la ciudad para liberarla y abastecerla. Y para evacuar a la comunidad extranjera.

– ¿Un cuerpo expedicionario ruso?

– Por supuesto -admitió Wratislaw-. Son los únicos que disponen de un ejército en las proximidades. Pero hemos obtenido garantías. Los partidarios de la Constitución no serán molestados y las tropas del zar se retirarán en cuanto realicen su misión. Cuento con usted para convencer a Fazel de que deponga las armas.


¿Por qué acepté? ¿Por desánimo? ¿Por agotamiento? ¿Por un sentimiento persa de la fatalidad que se había insinuado en mí? El caso es que no protesté, que me dejé persuadir de que esa execrable misión me estaba destinada. Sin embargo, decidí no acudir inmediatamente a casa de Fazel. Prefería evadirme durante algunas horas junto a Xirín.


Desde nuestra noche de amor, sólo la había visto en público. El asedio había creado en Tabriz una atmósfera nueva. Se hablaba constantemente de infiltraciones enemigas. Por todas partes se creía ver espías o traidores. Hombres armados patrullaban por las calles y guardaban el acceso a los principales edificios. A las puertas del Palacio Vacío solía haber cinco o seis, a veces más. Aunque siempre me recibían con la mejor de sus sonrisas, su presencia me impedía toda visita discreta.


Esa noche, la vigilancia se había aflojado en todas partes y puede escurrirme hasta la habitación de la princesa. La puerta estaba entreabierta; la empujé silenciosamente.


Xirín estaba en la cama, sentada, con el Manuscrito abierto sobre sus rodillas levantadas. Me deslicé a su lado, hombro contra hombro, cadera contra cadera. Ni ella ni yo teníamos ánimos para caricias, pero esa noche nos amamos de otro modo, absortos en el mismo libro. Ella guiaba mis ojos y mis labios, conocía cada palabra, cada pintura; para mí, era la primera vez.


A menudo traducía al francés, a su manera, trozos de poemas de una sabiduría tan rigurosa, de una belleza tan intemporal que hacían olvidar que habían sido pronunciados por primera vez ocho siglos antes en algún jardín de Nisapur, de Ispahán o de Samarcanda.


Los pájaros heridos se esconden para morir.


Palabras de despecho, de consuelo, desgarrador monólogo de un poeta vencido y grandioso.


Paz al hombre en el negro silencio del más allá.


Pero también palabras de alegría, de sublime despreocupación:


¡Vino! Que sea tan rosa como tus mejillas

y que mis remordimientos sean tan ligeros como tus bucles.


Después de haber recitado hasta la última cuarteta y admirado durante largo rato cada miniatura, volvimos al principio del libro para recorrer las crónicas escritas en el margen. Primero la de Vartan el Armenio, que llega hasta pasada la mitad de la obra y gracias a la cual esa noche me enteré de la historia de Jayyám, de Yahán y de los tres amigos. A continuación venían, en unas treinta páginas cada una, las crónicas de los bibliotecarios de Alamut, padre, hijo y nieto, que relataban el extraordinario destino del Manuscrito después de su robo en Merv, su influencia sobre los Asesinos y la historia resumida de estos últimos hasta la oleada mogol.


Xirín me leyó las últimas líneas, cuya escritura me costaba mucho descifrar: «He tenido que huir de Alamut, la víspera de su destrucción, en dirección a Kirman, mi país de origen, llevándome el manuscrito del incomparable Jayyám de Nisapur, que he decidido esconder hoy mismo, esperando que no sea encontrado hasta que las manos de los hombres sean dignas de sostenerlo. Para ello me remito al Altísimo. Él guía a quien quiere y pierde a quien quiere…» A continuación había una fecha que según mis cálculos correspondía al 14 de marzo de 1257.


Permanecí pensativo.

– El Manuscrito se calla en el siglo XIII -dije. – A Yamaleddín se lo regalan en el XIX. ¿Qué pasaría en ese intervalo?

– Un largo sueño -dijo Xirín-. Una interminable siesta oriental. Luego un despertar sobresaltado en los brazos de ese loco de Mirza Reza. ¿No era de Kirman, como los bibliotecarios de Alamut? ¿Tanto te sorprende descubrir que tenía un antepasado Asesino?


Se había levantado para ir a sentarse en una banqueta ante su espejo oval, con un peine en la mano. Hubiera permanecido durante horas observando los graciosos movimientos de su brazo desnudo, pero ella me devolvió a la prosaica realidad.

– Deberías arreglarte para marcharte, si no quieres que te sorprendan en mi cama.


De hecho, la luz del día inundaba ya la habitación a través de las cortinas demasiado transparentes.

– Es verdad -dije cansado-. Me olvidaba de tu reputación.


Se volvió hacia mí riéndose.

– Desde luego me importa mucho mi reputación. No quiero que se diga en todos los harenes de Persia que un guapo extranjero ha podido pasar toda una noche a mi lado sin ni siquiera pensar en desnudarse. ¡Nadie volvería a desearme!


Después de guardar el Manuscrito en su cofre, besé los labios de mi amante y, a través de un pasillo y de dos puertas disimuladas, corrí a perderme de nuevo en el tumulto de la ciudad sitiada.

XLI

De todos aquellos que murieron en aquellos meses de sufrimiento, ¿por qué elegí evocar a Baskerville? ¿Porque era mi amigo y mi compatriota? Sin duda. También porque no tenía otra ambición que ver nacer la libertad y la democracia en ese Oriente que, sin embargo, le era ajeno. ¿Se sacrificó en vano? Dentro de diez, de veinte, de cien años, ¿recordará Occidente su ejemplo, recordará Persia su acción? Evito pensar en ello por miedo a recaer en la inevitable melancolía de aquellos que viven entre dos mundos, dos mundos igualmente prometedores, igualmente decepcionantes.


Sin embargo, si me limitara a los acontecimientos que se sucedieron inmediatamente después de la muerte de Baskerville, podría pretender que ésta no fue inútil.


Llegó la intervención extranjera junto con el levantamiento del bloqueo y los convoyes de avituallamiento. ¿Gracias a Howard? Quizá se había tomado ya la decisión, pero la muerte de mi amigo apresuró el salvamento de la ciudad y miles de ciudadanos famélicos le deben su supervivencia.


Ni que decir tiene que la entrada de los soldados del zar en la ciudad sitiada no podía ser del agrado de Fazel. Yo me esforcé en predicarle la resignación:

– La población no está ya en estado de resistir, el único regalo que puedes hacerle aún es salvarla de la hambruna. Le debes eso después de los sufrimientos que ha soportado.

– ¡Luchar durante diez meses para encontrarse bajo la autoridad del zar Nicolás, el protector del shah!

– Los rusos no actúan solos. Están comisionados por toda la comunidad internacional, nuestros amigos de todo el mundo aplauden esta operación. Rechazarla, combatirla, es perder el beneficio del inmenso apoyo que se nos ha prodigado hasta ahora.

– ¡Someterse, deponer las armas, cuando la victoria está a la vista!

– ¿Es a mí a quien respondes o estás interpelando al destino?


Fazel se sobresaltó. Su mirada me abrumó con infinitos reproches.

– ¡Tabriz no se merece semejante humillación!

– Ni tú ni yo podemos hacer nada; hay momentos en que cualquier decisión es mala. ¡Hay que elegir aquella que menos se lamentará!


Pareció calmarse y reflexionar intensamente.

– ¿Qué suerte les espera a mis amigos?

– Los británicos garantizan su seguridad.

– ¿Nuestras armas?

– Cada uno podrá conservar su fusil, las casas no serán registradas a excepción de aquellas desde donde se dispara. Pero las armas pesadas deberán entregarse.


No parecía nada tranquilizado.

– Y mañana ¿quién obligará al zar a retirar sus tropas?

– ¡Eso habrá que dejárselo a la Providencia!

– ¡Te encuentro de pronto muy oriental! Había que conocer a Fazel para saber que, en su boca, oriental rara vez significaba un cumplido. Sobre todo si acompañaba a la palabra esa mueca de recelo. Me vi obligado a cambiar de táctica; por lo tanto me levanté con un suspiro bien sonoro.

– Sin duda tienes razón; ha sido un error argumentar. Voy a decir al cónsul de Inglaterra que no he podido convencerte, pero volveré aquí y permaneceré a tu lado hasta el fin.


Fazel me retuvo por la manga.

– No te he acusado de nada, ni siquiera he rechazado tu sugerencia.

– ¿Mi sugerencia? No he hecho más que transmitir una propuesta inglesa precisándote de quién emanaba.

– ¡Cálmate y compréndeme! Sé muy bien que no dispongo de medios para impedir la entrada de los rusos en Tabriz y sé también que si les opusiera la menor resistencia el mundo entero me condenaría, empezando por mis compatriotas, que sólo esperan ya la liberación venga de donde venga. Sé incluso que el fin del asedio es una derrota para el shah.

– ¿No era ésa la meta de tu lucha?

– ¡Pues bien, ya ves que no! Puedo execrar a este shah, pero no es contra él contra quien lucho. Triunfar sobre un déspota no puede ser el objetivo último; lucho para que los persas tengan conciencia de ser hombres libres, «hijos de Adán» como decimos aquí, que tengan fe en sí mismos, en su fuerza, que encuentren un lugar en el mundo de hoy. Es lo que he querido conseguir aquí. Esta ciudad ha rechazado la tutela del monarca y de los jefes religiosos, ha desafiado a las potencias, ha suscitado en todo el mundo la solidaridad y la admiración de los hombres de buen corazón. Los habitantes de Tabriz estaban a punto de ganar, pero no quieren dejarles ganar, tienen demasiado miedo de su ejemplo, quieren humillarlos. Esta altiva población deberá prosternarse ante los soldados del zar para obtener su pan. Tú, que has nacido libre en un país libre, deberías comprender.


Dejé que transcurrieran algunos tensos segundos antes de concluir:

– ¿Y qué quieres que responda al cónsul de Inglaterra?


Fazel sonrió con la más falsa de las sonrisas:

– Dile que estaré encantado de pedir asilo, una vez más, ante Su Graciosa Majestad.


Necesité tiempo para comprender hasta qué punto la amargura de Fazel era justificada. Ya que, por el momento, los acontecimientos parecían contradecir sus temores. Sólo permaneció algunos días en el consulado británico. Poco después, Mr. Wratislaw lo condujo en su automóvil, a través de las líneas rusas, hasta los alrededores de Qazvin. Allí pudo unirse a las tropas constitucionales que, después de una larga espera, se disponían a avanzar hacia Teherán.


En efecto, con Tabriz amenazada de estrangulamiento, el shah conservaba un poderoso medio de disuasión contra sus enemigos; conseguía atemorizarlos, contenerlos. En cuanto se produjo el levantamiento del asedio, los amigos de Fazel se sintieron libres y emprendieron sin más demora su marcha hacia la capital con dos cuerpos de ejército, uno que venía de Qazvin, al norte, y el otro de Ispahán, al sur. Este último, compuesto principalmente por miembros de las tribus bajtiaris, se apoderó de Qom el 23 de junio. Algunos días más tarde, fue difundido un comunicado común anglo-ruso exigiendo a los partidarios de la Constitución que pusieran fin a su ofensiva inmediatamente para concertar un acuerdo con el shah. Si no, las dos potencias se verían obligadas a intervenir. Pero Fazel y sus amigos hicieron oídos sordos y apresuraron el paso: el 9 de julio sus tropas se unían bajo las murallas de Teherán; el 13, dos mil hombres hacían su entrada en la capital por una puerta desguarnecida del noroeste, cerca de la Legación francesa, bajo la mirada atónita del corresponsal de Temps.


Únicamente Liakhov intentó entonces resistir. Con trescientos hombres, algunos viejos cañones y dos Creusot de tiro rápido, consiguió conservar el control de varios barrios del centro. Los combates, encarnizados, continuaron hasta el 16 de julio.


Ese día, a las ocho y media de la mañana, el shah fue a refugiarse a la Legación rusa, ceremoniosamente acompañado de quinientos soldados y cortesanos. Su acto equivalía a una abdicación.


El comandante de los cosacos no tuvo otra elección que deponer las armas. Juró respetar la Constitución de ahí en adelante y ponerse al servicio de los vencedores, a condición de que su brigada no fuera disuelta, lo que se le prometió debidamente.


Un nuevo shah fue designado, el hijo menor del monarca derrocado que contaba apenas doce años de edad; según Xirín, que lo había conocido en la cuna, era un adolescente dulce y sensible, sin ninguna crueldad ni perversidad. Cuando, al día siguiente de los combates, cruzó la capital para acudir al palacio en compañía de su tutor el señor Smirnoff, fue aclamado a los gritos de «Viva el shah», que emanaban de los mismos pechos que la víspera habían aullado: «¡Muera el shah!»

XLII

El joven shah hacía en público un buen papel real, sonriendo sin exageración y agitando su blanca mano para saludar a sus súbditos, Pero en cuanto volvía al palacio era causa de muchas preocupaciones entre sus allegados. Brutalmente separado de sus parientes, lloraba sin cesar. Incluso intentó escaparse ese verano para volver con su padre y su madre. Lo cogieron e intentó ahorcarse del techo del palacio, pero cuando comenzó a ahogarse se aterró y pidió socorro. Pudieron desatarlo a tiempo. Ese percance tuvo sobre él un efecto benéfico: desde ese momento, curado de sus angustias, desempeñaría su papel de soberano constitucional con dignidad y sencillez.


El poder real estaba, pues, en manos de Fazel y sus amigos. Inauguraron la nueva era con una rápida depuración: seis partidarios del antiguo régimen, entre los que se encontraban los dos principales jefes religiosos de Tabriz que habían dirigido la lucha contra los «hijos de Adán», y el jeque Fazlollah Nuri, fueron ejecutados. Este último estaba acusado de haber respaldado las matanzas que habían seguido al golpe de Estado del año anterior; por lo tanto, se le juzgó por complicidad de asesinato y su condena a muerte fue ratificada por la jerarquía chií. Pero sin lugar a dudas la sentencia tenía, igualmente, un valor simbólico: Nuri había asumido la responsabilidad de decretar que la Constitución era una herejía. Fue colgado en público el 31 de julio de 1909, en la plaza Topjané. Antes de morir murmuró: «¡No soy un reaccionario!», para añadir inmediatamente, dirigiéndose a sus partidarios diseminados entre la multitud, que la Constitución era contraria a la religión y que ésta tendría la última palabra.


Pero la primera tarea de los nuevos dirigentes era reconstruir el Parlamento; el edificio se levantó de sus ruinas y se convocaron elecciones. El 15 de noviembre, el joven shah inauguró solemnemente el segundo Majlis de la historia persa con estas palabras:

«En el nombre de Dios, el que da la libertad, y bajo la protección oculta de Su Santidad, el Imán del Tiempo, queda abierta, en medio de la alegría y bajo los mejores auspicios, la Asamblea Nacional Consultiva.

»El progreso intelectual y la evolución de las mentalidades han hecho inevitable el cambio, que se ha producido pasando por una penosa prueba. Pero en el transcurso de los años Persia ha sabido sobrevivir a muchas crisis y hoy su pueblo ve colmados sus deseos. Nos sentimos felices al comprobar que este nuevo gobierno progresista tiene el apoyo del pueblo y que está devolviendo al país la tranquilidad y la confianza.

»Para poder realizar las reformas que se imponen, el Gobierno y el Parlamento deben considerar como una prioridad la reorganización del Estado, principalmente de las finanzas públicas, según las normas que corresponden a las naciones civilizadas.

»Rogamos a Dios que guíe los pasos de los representantes de la nación y asegure a Persia honor, independencia y felicidad.»


Ese día Teherán, alborozado, desfiló sin cesar por las calles, cantó en las plazas, declamó poemas improvisados en los que todas las palabras rimaban, de grado o por fuerza, con «Constitución», «Democracia» o «Libertad»; los comerciantes ofrecían bebidas y golosinas a los transeúntes y decenas de periódicos, enterrados en el momento del golpe de Estado, anunciaban su resurrección con ediciones especiales.


Cuando cayó la noche, los fuegos artificiales iluminaron la ciudad. Se habían instalado unas gradas en los jardines del Baharistán y en la tribuna de honor se sentaron los miembros del nuevo gobierno, los diputados, los dignatarios religiosos y las corporaciones del bazar y el cuerpo diplomático. Como amigo de Baskerville tuve derecho a estar en las primeras filas; mi silla estaba justo detrás de la de Fazel. Las explosiones y estampidos se sucedían, el cielo se iluminaba intermitentemente, las cabezas se echaban hacia atrás, los rostros miraban hacia arriba y luego se erguían con sonrisas de niños satisfechos. En el extremo, los «hijos de Adán» infatigables, cantaban desde hacía horas los mismos lemas.


No sé qué ruido, qué grito, trajo de nuevo a Howard a mis pensamientos. ¡Merecería tanto participar de la fiesta! En el mismo instante Fazel se volvió hacia mí:

– Pareces triste.

– ¡Triste no, desde luego! Desde siempre he querido oír gritar «Libertad» en tierra de Oriente. Pero ciertos recuerdos me atormentan.

– ¡Aléjalos, sonríe, alégrate, aprovecha los últimos momentos de felicidad!


Inquietantes palabras que me quitaron, aquella noche, todo deseo de celebración. ¿Estaba Fazel reanudando, con siete meses de intervalo, el penoso debate que nos enfrentó en Tabriz? ¿Tenía nuevos motivos de preocupación? Estaba decidido a acudir a su casa el día siguiente para obtener su aclaración. Finalmente renuncié a ello y durante un año entero evité verlo de nuevo.


¿Por qué razón? Creo que después de la dolorosa aventura que acababa de vivir, abrigaba insistentes dudas sobre la sensatez de mi compromiso en Tabríz. Yo, que había venido a Oriente tras el rastro de un manuscrito, ¿tenía derecho a mezclarme hasta ese punto en una lucha que no era la mía? Y sobre todo, ¿con qué derecho había aconsejado a Howard que viniera a Persia? En el lenguaje de Fazel y de sus amigos, Baskerville era un mártir; a mis ojos, era un amigo muerto, muerto en tierra extranjera por una causa extranjera, un amigo, cuyos padres me escribirían un día para preguntarme, con la más desgarradora de las cortesías, por qué había engañado a su hijo.


Entonces… ¿remordimientos a causa de Howard?, Diría más exactamente que cierto anhelo de decencia. No sé si es la palabra adecuada, pero intento decir que después de la victoria de mis amigos no tenía ningún deseo de pavonearme por Teherán escuchando el elogio de mis pretendidas hazañas en el asedio de Tabriz. Había desempeñado un papel fortuito y marginal, sobre, todo había tenido un amigo, un compatriota heroico, y no tenía la intención de escudarme en su recuerdo para, obtener privilegios y consideración.


A decir verdad, sentía una fuerte necesidad de eclipsarme, de dejar que me olvidaran, de no frecuentar más a los políticos, a los miembros de clubes y a los diplomáticos. La única persona a la que veía todos los días y con un placer que no desmerecía jamás, era a Xirín. La había convencido de que fuera a instalarse en una de sus numerosas residencias familiares en la colina de Zarganda, un lugar de veraneo fuera de la capital. Yo mismo había alquilado una casita en los alrededores, pero por guardar las apariencias, ya que mis días y mis noches transcurrían junto a ella con la complicidad de sus sirvientes.


Aquel invierno pasamos semanas enteras sin salir de su espaciosa habitación. Al calor de un magnífico brasero de cobre, leíamos el Manuscrito y algunos otros libros, pasábamos largas y lánguidas horas fumando el ka1yan, bebiendo vino de Shiraz, a veces incluso champán, y comiendo pistachos de Kirman y turrones de Ispahán; mi princesa sabía ser una gran dama y a la vez una chiquilla. Sentíamos el uno por el otro una ternura constante.


En cuanto llegaban los primeros calores, Zarganda se animaba. Los extranjeros y los persas más ricos tenían allí residencias suntuosas y se instalaban en ellas durante largos y perezosos meses, en medio de una lujuriante vegetación. No cabe la menor duda de que únicamente la proximidad de ese paraíso hacía soportable el gris aburrimiento de Teherán a innumerables diplomáticos. Sin embargo, en invierno, Zarganda se quedaba desierta. Sólo permanecían allí los jardineros, algunos guardas y los escasos supervivientes de su población indígena. Xirín y yo teníamos una gran necesidad de ese desierto.


Por desgracia, desde abril los veraneantes empezaban de nuevo su trashumancia. Los curiosos vagabundeaban por delante de todas las verjas, los andarines por todos los senderos. Después de cada noche, después de cada siesta, Xirín ofrecía té a las visitas de mirada indiscreta. Muchas veces tuve que esconderme, huir por los pasillos. La muelle hibernación estaba consumada y había llegado la hora de partir.


Cuando se lo anuncié, la princesa se mostró triste pero resignada.

– Creía que eras feliz.

– He vivido un excepcional momento de felicidad. Quiero suspenderlo ahora que está intacto para recuperarlo intacto. No me canso de contemplarte, con asombro, con amor. No quiero que la gente que nos invade cambie mi mirada. Me alejo en verano para encontrarte de nuevo en invierno.

– El verano, el invierno, te alejas, vuelves a mí, crees disponer impunemente de las estaciones, de los años, de tu vida, de la mía. ¿No has aprendido nada de Jayyám? «Súbitamente, el Cielo te quita hasta el instante necesario para humedecerte los labios.»


Sus ojos se hundieron en los míos para leer en mí como en un libro abierto. Había comprendido todo; suspiró.

– ¿Adónde piensas ir?


Yo no lo sabía aún. Había venido dos veces a Persia y las dos veces había vivido como un sitiado. Me quedaba aún por descubrir todo el Oriente, desde el Bósforo, hasta el mar de China; Turquía, que acababa de rebelarse al mismo tiempo que Persia, que había derrocado a su sultán-califa y que desde ese momento se enorgullecía de sus diputados, senadores, clubes y periódicos de la oposición; el altivo Afganistán, que los británicos habían conseguido someter finalmente, pero ¡a qué precio! Y por supuesto, me quedaba por recorrer toda Persia. Sólo conocía Tabriz y Teherán, pero ¿e Ispahán?, ¿y Shiraz, Qazán y Kirmán?, ¿Nisapur y la tumba de Jayyám, piedra gris guardada desde hacía siglos por incansables generaciones de pétalos?


De todos esos caminos que se me ofrecían, ¿cuál elegir? Fue el Manuscrito el que eligió por mí. Tomé el tren para Krasnovodsk, atravesé Asjabad y la antigua Merv y visité Bujara.


Y, más importante aún, fui a Samarcanda.

XLIII

Sentía curiosidad por ver lo que quedaba de la ciudad donde se había desarrollado la juventud de Jayyám.


¿Qué había sido del barrio de Asfizar y de aquel pabellón en el jardín donde Omar amó a Yahán? ¿Habría aún alguna huella del arrabal de Maturid, donde el judío fabricante de papel amasaba aún en el siglo XI según las antiguas recetas chinas, las ramas de morera blanca? Durante semanas deambulé a pie y luego lomos de una mula; interrogué a los comerciantes, a los transeúntes, a los imanes de las mezquitas, pero sólo conseguí de ellos muecas ignorantes, sonrisas divertidas y generosas invitaciones a tenderme en sus divanes azul cielo para compartir su té.


Mi destino me llevó una mañana a la plaza de Réghistan, por donde pasaba una caravana, una pequeña caravana, ya que sólo constaba de seis o siete camellos de Bactrián de tupido pelaje y pesados cascos. El viejo camellero se había detenido, no lejos de mí, ante el tenderete de un alfarero, sosteniendo contra su pecho un cordero recién nacido; proponía un intercambio y el artesano discutía; sin separar sus manos de la tinaja ni del tomo, indicaba con la barbilla una pila de lebrillos barnizados. Yo observaba a los dos hombres, sus gorros de lana negra ribeteada, sus vestidos de rayas, sus barbas rojizas, sus gestos milenarios. ¿Habría en la escena algún detalle que no hubiera podido ser idéntico en tiempos de Jayyám?


Una brisa ligera, la arena se arremolina, las ropas se ahuecan, toda la plaza se cubre con un velo irreal. Mi mirada se pasea. Alrededor del Réghistan se yerguen tres monumentos, tres gigantescos conjuntos, torres, cúpulas, pórticos, altos muros totalmente adornados con minuciosos mosaicos, arabescos con reflejos de oro, de amatista, de turquesa, y laboriosos escritos. Todo sigue siendo majestuoso, pero las torres están inclinadas, las cúpulas reventadas, las fachadas mugrientas, roídas por el tiempo, por el viento, por siglos de indiferencia; ninguna mirada se eleva hacia esos monumentos, colosos altivos, soberbios, ignorados, teatro grandioso para una obra irrisoria.


Me retiré andando hacia atrás y tropecé con un pie; me volví para disculparme y me encontré cara a cara con un hombre vestido a la europea como yo, llegado del mismo lejano planeta. Entablamos conversación. Era un ruso, un arqueólogo. Él también había venido con mil preguntas, pero ya tenía algunas respuestas.

– En Samarcanda, el tiempo transcurre de cataclismo en cataclismo, de tabla rasa en tabla rasa. Cuando los mogoles destruyeron la ciudad en el siglo XIII, los barrios habitados se convirtieron en un montón de ruinas y de cadáveres y hubo que abandonarlos; los supervivientes reconstruyeron sus casas en otro lugar, más al sur, de forma que toda la ciudad antigua, la Samarcanda de los selyuquíes, recubierta poco a poco por capas de arena superpuesta, no es más que una enorme meseta. Tesoros y secretos viven bajo tierra, y en la superficie se pastorea. Un día habrá que abrir todo, desenterrar las casas y las calles, y Samarcanda, así liberada, podrá contarnos su historia.


Se interrumpió.

– ¿Es usted arqueólogo?

– No, esta ciudad me atrae por otras razones.

– ¿Sería indiscreto preguntar cuáles son?


Le hablé del Manuscrito, de los poemas, de la crónica, de las pinturas que evocaban a los amantes de Samarcanda.

– ¡Cuánto me gustaría ver ese libro! ¿Sabe usted que todo lo que existía en esa época fue destruido? Como por una maldición. Las murallas, los palacios, los huertos, los jardines, los canales, los lugares de culto, los libros, los principales objetos de arte. Los monumentos que hoy admiramos fueron construidos más tarde por Tamerlán y sus descendientes, tienen menos de quinientos años. Pero de la época de Jayyám sólo quedan algunos trozos de cerámica, y como me acaba usted de informar, ese Manuscrito, milagroso superviviente. Es un privilegio para usted poder tenerlo entre sus manos consultarlo a placer. Un privilegio y una gran responsabilidad.

– Créame, soy consciente de ello. Desde hace años, desde que me enteré de que ese libro existía, sólo vivo para él. Me ha llevado de aventura en aventura, su mundo se ha convertido en el mío y su depositaria en mi amante.

– ¿Y ha hecho usted este viaje hasta Samarcanda para conocer los lugares que describe?

– Esperaba que los habitantes de la ciudad me indicaran al menos el emplazamiento de los antiguos barrios.

– Siento tener que decepcionarle -prosiguió mi interlocutor-, pero sobre la época que le apasiona sólo oirá leyendas y cuentos de genios y de divs. Esta ciudad los cultiva con delectación.

– ¿Más que otras ciudades de Asia?

– Me temo que sí. Me pregunto si la proximidad de estas ruinas no exacerba naturalmente la imaginación de nuestros miserables contemporáneos. Y además, existe esa ciudad oculta bajo tierra. En el transcurso de los siglos, ¡cuántos niños se habrán caído en las grietas sin reaparecer jamás, cuántos ruidos extraños se habrán oído, o creído oír, procedentes según toda apariencia de las entrañas de la tierra! Fue así como nació la más famosa leyenda sobre Samarcanda, la que tiene mucha culpa del misterio que envuelve el nombre de esta ciudad.


Yo le dejaba hablar.

– Se dice que un rey de Samarcanda quiso realizar el sueño de todo ser humano: escapar de la muerte. Convencido de que ésta venía del cielo y deseoso de actuar de manera que jamás pudiera alcanzarle, se construyó un palacio bajo tierra, un inmenso palacio de hierro cuyos accesos cerró. Fabulosamente rico, se había forjado, igualmente, un sol artificial que salía por la mañana y se ponía por la tarde, para calentarle e indicarle el paso de los días. Desgraciadamente, el dios de la muerte consiguió burlar la vigilancia del monarca y se deslizó al interior del palacio para realizar su trabajo. Tenía que probar a todos los humanos que ninguna criatura escapa de la muerte, sea cual sea su poder o su riqueza, su habilidad o su arrogancia. Samarcanda se convirtió así en el símbolo del encuentro ineluctable entre el hombre y su destino.


Después de Samarcanda, ¿adónde ir? Para mí significaba el último extremo de Oriente, el lugar de la mayor fascinación y de una insondable nostalgia. En el momento de abandonar la ciudad, decidí, pues, regresar a mi casa; deseaba volver a Annápolis, pasar allí algunos años sedentarios para descansar de mis viajes y más adelante marcharme de nuevo.


Por lo tanto, formé el más loco de los proyectos: volver a Persia, recoger a Xirín y el Manuscrito de Jayyám antes de ir a perdernos juntos, ignorados, en alguna gran metrópolis, París, Viena o Nueva York. Vivir ella y yo en Occidente al ritmo de Oriente, ¿no sería el paraíso?


En el camino de regreso estuve constantemente solo y ausente, preocupado únicamente de los argumentos que expondría a Xirín. Partir, partir, diría ella con desaliento, ¿no puedes contentarte con ser feliz? Pero yo no perdería la esperanza de barrer sus reticencias. Cuando el cabriolé alquilado al borde del Caspio me depositó en Zarganda ante mi puerta cerrada, ya estaba allí un automóvil, un Jewel-40, que ostentaba justo en medio del capó una bandera estrellada. El chófer se apeó y se informó sobre mi identidad. Tuve la estúpida impresión de que me esperaba desde mi partida, pero me aseguró que sólo estaba allí desde por la mañana.

– Mi señor me dijo que me quedara aquí hasta su regreso.

– Hubiera podido volver dentro de un mes o un año o tal vez nunca.


Mi estupor no le perturbó.

– ¡Pero como ya está aquí…


Me tendió una nota garrapateada por Charles W. Russel, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos.


«Estimado señor Lesage, Me sentiría muy honrado si pudiera usted venir a la Legación esta tarde a las cuatro. Se trata de un asunto importante y urgente. Le he ordenado a mi chofer que se ponga a su disposición.»

XLIV

Dos hombres me esperaban en la Legación, con la misma impaciencia contenida. Russel, con traje gris, pajarita tornasolada y bigotes caídos parecidos a los de Theodore Roosevelt pero más cuidadosamente recortados; y Fazel con su eterna túnica blanca, capa negra, turbante azul. Por supuesto, fue el diplomático el que inauguró la sesión en un francés inseguro pero correcto.

– La reunión que se está manteniendo hoy es de las que modifican el curso de la historia. Por medio de nuestras personas dos naciones se encuentran desafiando distancias y diferencias: los Estados Unidos, que forman una nación joven pero una vieja democracia, y Persia, que es una vieja nación, varias veces milenaria, pero una jovencísima democracia.


Una pizca de misterio, una vaharada de solemnidad, y antes de proseguir, una ojeada hacia Fazel para asegurarse de que no le molestaban las palabras.

– Hace algunos días fui invitado al Club Democrático de Teherán, donde expresé a mi auditorio la profunda simpatía que siento por la revolución constitucional. Este sentimiento es compartido por el presidente Taft y por Mr. Knox, nuestro Secretario de Estado. Debo añadir que este último está al corriente de nuestra reunión de hoy y que espera de mí que le informe telegráficamente de las conclusiones a las que hayamos llegado.


Dejó a Fazel la tarea de explicarme:

– ¿Recuerdas aquel día que quisiste convencerme de que no opusiera resistencia a las tropas del zar?

– ¡Aquel incordio!

– Nunca te lo he reprochado. Hiciste lo que debías y en cierto sentido tenías razón. Pero desgraciadamente, lo que yo temía se ha producido. Los rusos jamás abandonaron Tabriz, la población está sometida a continuas vejaciones, los cosacos arrancan el velo a las mujeres en las calles y a los «hijos de Adán» se les, encarcela al menor pretexto.

Sin embargo, hay algo más grave aún. Más grave que la ocupación de Tabriz, más grave que la suerte de mis, compañeros. Nuestra democracia corre el riesgo de zozobrar. Russel ha dicho «joven», pero podría haber añadido «frágil», «amenazada». En apariencia todo va bien, el pueblo es más feliz, el bazar prospera, los religiosos se muestran conciliadores. Sin embargo, haría falta un milagro para impedir que se derrumbara el edificio. ¿Por qué? Porque nuestras arcas están vacías, como en el pasado. El antiguo régimen tenía una forma muy extraña de recaudar los impuestos. Arrendaba cada provincia a cualquier buitre, que sangraba a la población y se guardaba el dinero para él, contentándose con separar una parte para comprar protecciones en la corte.

De ahí vienen todas nuestras desgracias. Como el tesoro está agotado, se pide prestado a los rusos y a los ingleses, que para poder reembolsarse su préstamo obtienen concesiones y privilegios. Por esa vía se introdujo el zar en nuestros asuntos y así hemos vendido a precio de saldo nuestras riquezas. El nuevo poder se enfrenta al mismo dilema que los antiguos dirigentes: si no. consigue recaudar los impuestos a la manera de los países modernos, tendrá que aceptar la tutela de las potencias. Para nosotros lo más urgente es sanear nuestras finanzas. La modernización de Persia pasa por ahí; la libertad de Persia tiene ese precio.

– Si el remedio es tan evidente, ¿a qué se espera para aplicarlo?

– Ningún persa es hoy capaz de dedicarse a semejante tarea. Es triste decirlo con respecto a una nación de diez millones de habitantes, pero no se puede subestimar el peso de la ignorancia. Aquí, sólo un puñado hemos recibido una enseñanza moderna parecida a la de los altos funcionarios en las naciones avanzadas. El único campo en el que tenemos numerosas personas competentes es el de la diplomacia. Para lo demás, ya se trate del ejército, de los transportes y sobre todo de las finanzas, no hay más que la nada. Si nuestro régimen pudiera mantenerse veinte, treinta años, formaría sin duda una generación capaz de encargarse de todos esos sectores. Mientras tanto, la mejor solución que se nos presenta es recurrir a extranjeros honrados y competentes. No es fácil encontrarlos, ya lo sé. En el pasado tuvimos las peores experiencias con Naus, Liakhov y muchos otros. Pero no pierdo la esperanza. He hablado de este tema con algunos colegas en el Parlamento y en el Gobierno y hemos pensado que Estados Unidos podría ayudarnos.

– Me siento halagado- dije espontáneamente-, pero ¿por qué mi país?


Charles Russel reaccionó a mi observación con un movimiento de sorpresa y de inquietud que la respuesta de Fazel no tardó en aplacar.

– Hemos pasado revista una a una a todas las potencias. Los rusos y los británicos prefieren precipitarnos a la bancarrota para dominarnos mejor. Los franceses están demasiado preocupados con sus relaciones con el zar como para que les importe nuestra suerte. En general, toda Europa está presa en un juego de alianzas y contraalianzas en el que Persia no sería más que una vulgar moneda de intercambio, un peón en el tablero de ajedrez. Únicamente Estados Unidos podría interesarse por nosotros sin intentar invadirnos. Por lo tanto me dirigí a Russel y le pregunté si conocía a un americano capaz de consagrarse a una tarea tan difícil. Tengo que reconocer que fue él quien mencionó tu nombre. Me había olvidado completamente de que habías hecho estudios financieros.

– Me siento halagado por esta confianza -respondí-, pero desde luego no soy el hombre que necesitáis. A pesar del diploma que obtuve, soy un mal financiero y nunca tuve la ocasión de poner a prueba mis conocimientos. Habrá que reprochárselo a mi padre, que construyó tantos barcos que no tuve necesidad de trabajar para vivir. En mi vida no me he ocupado más que de las cosas esenciales, es decir, fútiles: viajar y leer, amar y creer, dudar, luchar. Y a veces, escribir.


Risas azoradas, intercambio de miradas perplejas. Yo proseguí:

– Cuando hayáis encontrado a vuestro hombre, podré estar a su lado, darle consejos y prestarle ayuda en pequeñas cosas, pero será a él a quien habrá que exigirle competencia y trabajo. Yo estoy lleno de buena voluntad, pero soy un ignorante y un perezoso.


Renunciando a insistir, Fazel prefirió responderme en el mismo tono:

– Es verdad, puedo asegurarlo, y además tienes otros defectos mayores aún. Eres mi amigo, todo el mundo lo sabe; mis adversarios políticos no tendrán más que un objetivo: impedir tu éxito.


Russel escuchaba en silencio con una sonrisa petrificada, como olvidada, en el rostro. No cabía la menor duda de que nuestras bromas no eran de su agrado, pero no abandonó su flema. Fazel se volvió hacia él:

– Siento la defección de Benjamin, pero no cambia en nada nuestro acuerdo. Tal vez sea mejor confiar este tipo de responsabilidad a un hombre que no haya estado nunca involucrado, ni de cerca ni de lejos, en los asuntos persas.

– ¿Está pensando en alguien?

– No tengo ningún nombre en la mente. Quisiera una persona rigurosa, honrada y de espíritu, independiente. Esa raza existe en su país, lo sé, me imagino muy bien al personaje, casi podría decir que le estoy viendo ante mí; un hombre elegante, impecable, de porte erguido, que mire a los ojos y hable claramente. Un hombre que se parezca a Baskerville.


El mensaje del Gobierno persa a su Legación de Washington, el 25 de diciembre de 1910, domingo y día de Navidad, estaba telegrafiado en estos términos:

«Soliciten inmediatamente al Secretario de Estado que les ponga en contacto con las autoridades financieras americanas al objeto de contratar para el puesto de Tesorero General a un americano experto y desinteresado, teniendo como base un contrato preliminar de tres años, sujeto a la ratificación del Parlamento. Se encargará de reorganizar los recursos del Estado, la percepción de las rentas y su desembolso, asistido por un censor de cuentas y un inspector que supervisará la recaudación en las provincias.

»El ministro de Estados Unidos en Teherán nos informa que el Secretario de Estado está de acuerdo. Contacten con él directamente, evitando pasar por intermediarios. Transmítanle el texto íntegro de este mensaje y actúen según las sugerencias que él les haga.»


El 2 de febrero siguiente, el Majlis aprobó el nombramiento de los expertos americanos con una mayoría aplastante y en medio de una salva de aplausos.


Pocos días después, el ministro de Finanzas que había presentado el proyecto a los diputados fue asesinado en plena calle por dos georgianos. Esa misma noche, el intérprete de la Legación rusa acudió al Ministerio persa de Asuntos Exteriores exigiendo que los asesinos, súbditos del zar, le fueran entregados sin demora. En Teherán, todo el mundo había comprendido que esa acción era la respuesta de San Petersburgo al voto del Parlamento, pero las autoridades prefirieron ceder para no envenenar sus relaciones con su poderoso vecino. Por lo tanto, los asesinos fueron conducidos a la Legación y luego a la frontera; en cuanto la cruzaron, quedaron en libertad.


A modo de protesta, el bazar cerró sus puertas, los «hijos de Adán» hicieron un llamamiento para que se boicotearan las mercancías rusas; incluso se produjeron actos de venganza contra los súbditos georgianos, los goryi, numerosos en el país. Sin embargo, el Gobierno, alternando con la prensa, predicaba la paciencia: las verdaderas reformas iban a comenzar, decían, los expertos llegarían, pronto las arcas del Estado estarían llenas, pagaremos nuestras deudas, nos quitaremos de encima todas las tutelas, tendremos escuelas y hospitales y también un ejército moderno que obligará al zar a abandonar Tabriz y le impedirá mantenernos bajo su amenaza.


Persia esperaba milagros. Y, en efecto, los milagros iban a producirse.

XLV

El primer milagro me lo anunció Fazel. Susurrando, pero triunfante:

– ¡Mírale! ¡Ya te dije que se parecería a Baskerville!


Se trataba de Morgan Shuster, el nuevo Tesorero General de Persia, que se acercaba para saludarnos. Habíamos iba a su encuentro por la carretera de Qazvin. Llegaba, acompañado de los suyos, en vetustas sillas de posta tiradas por jamelgos. Extraño, ese parecido con Howard: los mismos ojos, la misma nariz, el mismo rostro muy afeitado, quizá un poco más redondeado, los mismos cabellos claros peinados con la misma raya, el mismo apretón de manos, cortés pero dominante. Nuestra forma de mirarlo le debió de molestar, pero no lo demostró; verdad es que el hecho de presentarse así en un país extranjero y en unas circunstancias tan excepcionales le haría esperar que sería objeto de una constante curiosidad. En el transcurso de su estancia iba a ser observado, escrutado y acosado. A veces con malevolencia. Cada una de sus acciones, cada una de sus omisiones sería referida y comentada, alabada o maldecida.


La primera crisis estalló una semana después de su llegada. De los cientos de personalidades que iban cada día a dar la bienvenida a los americanos, algunas preguntaron a Shuster cuándo contaba con visitar las legaciones persa y rusa. La respuesta del interesado fue evasiva. Pero las preguntas se hicieron insistentes y el asunto se divulgó suscitando animados debates en el bazar: el americano ¿debía o no hacer visitas de cortesía a las legaciones? Éstas daban a entender que habían sido escarnecidas y el clima era cada vez más tenso. Dado el papel que había desempeñado en la venida de Shuster, Fazel se sentía particularmente molesto por ese contratiempo diplomático, que amenazaba con poner en tela de juicio el conjunto de su misión. Me pidió que interviniera.


Acudí, pues, a ver a mi compatriota al palacio Atabak, un edificio de piedra blanca, cuya fachada de finas columnas se reflejaba en un estanque. Constaba de treinta enormes habitaciones amuebladas en parte a la oriental y en parte a la europea, sepultadas bajo alfombras y objetos de arte. A su alrededor había un inmenso parque cruzado por riachuelos y salpicado de lagos artificiales, verdadero paraíso persa donde los ruidos de la ciudad llegaban filtrados por el canto de las cigarras. Era una de las más bellas residencias de Teherán. Había pertenecido a un antiguo Primer Ministro antes de que la comprara un rico comerciante zoroástrico, ferviente partidario de la Constitución, quien la puso, gentilmente, a disposición de los americanos.


Shuster me recibió en la escalinata. Ya repuesto de las fatigas del viaje, me pareció muy joven. Sólo tenía treinta y cuatro años y no los representaba. ¡Y yo que había pensado que Washington enviaría un experto peinando ya canas y con aspecto de reverendo!

– Vengo a hablarle de este asunto de las legaciones.

– ¡Usted también! Pareció como si le divirtiera.

– No sé -insistí- si se da cuenta de la importancia que ha tomado esta cuestión de protocolo. ¡No lo olvide, estamos en un país de intrigas!

– No hay nadie a quien le gusten tanto las intrigas como a mí.


Se rió otra vez, pero se interrumpió de pronto, recobrando totalmente el semblante serio que exigía su función.

– Señor Lesage, no se trata solamente de protocolo. Se trata de principios. Antes de aceptar este puesto, me informé ampliamente sobre las decenas de expertos extranjeros llegados a este país antes que yo. A algunos no les faltaba competencia ni buena voluntad, pero todos fracasaron. ¿Sabe por qué? Porque cayeron en la trampa en la que me invitan a caer hoy. Fui nombrado Tesorero General de Persia por el Parlamento persa y es normal, por lo tanto, que advierta al shah, al regente y al gobierno de mi llegada. Soy americano y por lo tanto puedo igualmente visitar a ese simpático Mr. Russel. Pero ¿por qué se me exige que efectúe visitas de cortesía a los rusos, a los ingleses, a los belgas o a los austríacos? Se lo voy a decir: porque se quiere demostrar a todos, al pueblo persa que espera tanto de los americanos y al Parlamento que nos ha contratado a pesar de todas las presiones que tuvo que soportar, que Morgan Shuster es un extranjero como todos los extranjeros, un farangui. En cuanto efectuara mis primeras visitas, las invitaciones lloverían; los diplomáticos son personas educadas, acogedoras y cultivadas, hablan las lenguas que conozco y juegan los mismos juegos. Yo viviría feliz aquí, señor Lesage, entre el bridge, el té, el tenis, la equitación y los bailes de disfraces, y volvería a mi país dentro de tres años rico, contento, bronceado y con buena salud. ¡Pero no es para eso para lo que he venido, señor Lesage!


Casi gritaba. Una mano invisible, tal vez la de su mujer, vino discretamente a cerrar la puerta del salón. Él no pareció advertirlo y prosiguió:

– He venido con una misión muy precisa: modernizar las finanzas de Persia. Estos hombres han recurrido a nosotros porque tienen confianza en nuestras instituciones y en nuestra gestión de los negocios. No tengo intención de decepcionarlos ni de engañarlos. Vengo de una nación cristiana, señor Lesage, y para mí esto tiene un significado. ¿Qué imagen tienen los persas hoy en día de las naciones cristianas? ¿La muy cristiana Inglaterra que se apodera de su petróleo, la muy cristiana Rusia que les impone su voluntad según la cínica ley del más fuerte? ¿Quiénes son los cristianos que han tratado hasta ahora? Estafadores, arrogantes, gente sin Dios, cosacos. ¿Qué idea quiere que tengan de nosotros? ¿En qué mundo vamos a vivir todos juntos? ¿No tenemos otra cosa que proponerles que ser nuestros esclavos o nuestros enemigos? ¿No pueden ser nuestros compañeros, nuestros iguales? Felizmente, algunos de ellos continúan creyendo en nosotros, en nuestros valores, pero ¿cuánto tiempo aún podrían hacer callar las miles de voces que equiparan al europeo con el demonio? ¿A qué se parecerá la Persia del mañana? Eso dependerá de nuestro, comportamiento, del ejemplo que demos. El sacrificio de Baskerville ha hecho olvidar la codicia de muchos otros. Siento una gran estima por él, pero tranquilícese, no tengo intención de morirme, sencillamente quiero ser honrado. Serviré a Persia como serviría a una compañía americana; no la robaré, me esforzaré en sanearla y en hacerla prosperar y respetaré al Consejo de Administración, pero sin besamanos ni zalemas.


Mis lágrimas habían comenzado a correr de la manera más tonta. Shuster se calló y me contempló con circunspección y cierto desasosiego.

– Discúlpeme si por mi tono o mis palabras le he herido involuntariamente.


Me levanté y le tendí la mano para estrechar la suya.

– No me ha herido, señor Shuster, sólo me ha conmovido. Voy a transmitir sus palabras a mis amigos persas. Su reacción no será diferente a la mía.


Al salir de su casa, corrí al Baharistán, donde sabía que encontraría a Fazel. En cuanto lo divisé a lo lejos, grité:

– ¡Fazel, otro milagro!


El 13 de junio, el Parlamento persa decidía, por una votación sin precedente, otorgar a Morgan Shuster plenos poderes para reorganizar las finanzas del país. De ahí en adelante, sería invitado regularmente al Consejo de Ministros.


Mientras tanto, otro incidente era la comidilla del bazar y las cancillerías. Un rumor, de origen desconocido pero fácil de adivinar, acusaba a Morgan Shuster de pertenecer a una secta persa. El asunto puede parecer absurdo, pero los propagadores habían destilado bien su veneno para dar a la mentira visos de verosimilitud. De la noche a la mañana los americanos se convirtieron en sospechosos a los ojos de la gente. Una vez más se me encargó que hablara con el Tesorero General. Nuestras relaciones eran cordiales desde el primer encuentro. Me llamaba Ben y yo le llamaba Morgan. Le expuse el objeto del delito:

– Se dice que entre tus sirvientes hay babis o bahais notorios, lo que me ha confirmado Fazel. Se dice también que los bahais acaban de fundar en Estados Unidos una rama muy activa. Y han sacado la conclusión de que todos los americanos de la delegación eran, de hecho, bahais, que con el pretexto de sanear las finanzas del país, han venido a ganar adeptos.


Morgan reflexionó un momento:

– Voy a responder a la única pregunta importante: no, no he venido para predicar o convertir, sino para reformar las finanzas persas que lo necesitan mucho. Añadiré, para tu información, que por supuesto no soy babai, que sólo me enteré de la existencia de estas sectas en un libro del profesor Browne, justo antes de venir, y que además sería incapaz de ver la diferencia entre babi y bahai. Si se trata de mis sirvientes, que son más de quince en esta inmensa casa, todo el mundo sabe que estaban aquí antes de mi llegada. Su trabajo me satisface y es la única cosa que importa. ¡No tengo la costumbre de juzgar a mis colaboradores por su fe religiosa o el color de su corbata!

– Comprendo perfectamente tu actitud, que está de acuerdo con mis propias convicciones. Pero estamos en Persia y las sensibilidades son, a veces, diferentes. Vengo de visitar al Ministro de Finanzas y estima que para hacer callar a los calumniadores habría que despedir a los sirvientes involucrados en este caso. Por lo menos a algunos de ellos.

– ¿El ministro de Finanzas se preocupa de este, asunto?

– Más de lo que piensas. Teme que ponga en peligro toda la acción realizada en su sector. Me ha rogado que le informe de mi gestión esta misma tarde.

– Entonces no voy a retrasarte. ¡Le dirás de mi parte que no se va a despedir a ningún sirviente y que para mí el asunto está zanjado!


Se levantó. Yo me sentí en la obligación de insistir:

– ¡No estoy seguro de que esta respuesta sea suficiente, Morgan!

– ¡Ah! ¿no? Entonces añadirás de mi parte: «Señor Ministro de Finanzas, si no tiene otra cosa mejor que hacer que averiguar la religión de mí jardinero, yo puedo proporcionarle varios expedientes más importantes para ocupar su tiempo.»


No informé al Ministro más que del contenido de esas palabras, pero sé que Morgan se las repitió él mismo textualmente a la primera ocasión, sin que por otra parte se suscitara el menor drama. En realidad, todo el mundo estaba contento de que al fin se dijeran sin rodeos ciertas cosas sensatas.

– Desde que Shuster está aquí -me confió un día Xirín-, hay en la atmósfera algo más sano, más limpio. Siempre nos imaginamos que se necesitan siglos para salir de una situación caótica, inextricable. De pronto aparece un hombre y como por encanto el árbol que creíamos condenado reverdece y comienza a dar hojas de nuevo, frutos y sombra. Este extranjero me ha devuelto la fe en los hombres de mi país. No les habla como a indígenas, no respeta susceptibilidades y mezquindades, les habla como a hombres y los indígenas descubren de nuevo que son hombres. ¿Sabes que en mi propia familia, las ancianas rezan por él?

XLVI

No me apartaría en modo alguno de la verdad si, afirmara que en aquel año de 1911 toda Persia vivía pendiente del «americano» y que era indiscutiblemente, de todos los responsables, el más popular y uno de los más poderosos. Los periódicos apoyaban su actuación con tanto más entusiasmo cuanto que se molestaba reunir a veces a los redactores para exponerles sus proyectos y solicitar incluso sus consejos sobre algunas cuestiones espinosas.


Sobre todo, y eso era lo más importante, su difícil misión iba camino de lograr el éxito. Incluso antes la reforma del sistema fiscal, Shuster había conseguido equilibrar el presupuesto, simplemente limitando el robo y el despilfarro. Antes de que él llegara, innumerables personajes, príncipes, ministros o altos dignatarios enviaban al Tesoro sus exigencias, una cifra garrapateada en una hoja grasienta, y los funcionarios se veían obligados a satisfacerlas so pena de perder su puesto o la vida. Con Morgan, todo había cambiado de la noche a la mañana.


Un ejemplo entre otros: en el Consejo de Ministros del 17 de junio, se le pidió a Shuster, en un patético tono, la suma de cuarenta y dos mil tumanes para pagar el sueldo de las tropas de Teherán.

– ¡Si no, estallará una rebelión y toda la responsabilidad recaerá sobre el Tesorero General! -exclamó Amir-i-Azam, «el Emir Supremo», Ministro de la Guerra.


Respuesta de Shuster:

– El señor Ministro ha recibido hace diez días una suma equivalente. ¿Qué ha hecho con ella?

– La he gastado en pagar una parte de los sueldos atrasados. Las familias de los soldados tienen hambre, los oficiales están totalmente endeudados, ¡la situación es insostenible!

– ¿El señor Ministro está seguro de que no queda nada de esas sumas?

– ¡Ni una moneda!


Shuster sacó entonces de su bolsillo una pequeña cartulina escrita con una letra minuciosa, que consultó ostensiblemente antes de afirmar:

– La suma que el Tesoro entregó hace diez días fue depositada en su totalidad en la cuenta personal del Ministro y no se ha gastado ni un solo tumán. Tengo aquí el nombre del banquero y las cifras.


El Emir Supremo, gigante adiposo, se levantó relampagueando de ira; se puso la mano extendida sobre el pecho y paseó una mirada furiosa sobre sus colegas:

– ¿Se está tratando de poner en tela de juicio mi honor?


Como nadie le tranquilizaba sobre ese punto, añadió:

– Juro que si efectivamente semejante suma está en mi cuenta, he sido el último en saberlo.


En vista de que a su alrededor aparecían algunas muecas incrédulas, se decidió hacer venir al banquero y Shuster pidió a los miembros del Gabinete que esperaran allí mismo. En cuanto se recibió el aviso de que el hombre había llegado, el Ministro de la Guerra se precipitó a su encuentro. Después de un intercambio de cuchicheos, el Emir Supremo volvió hacia sus colegas con una sonrisa ingenua.

– Ese maldito banquero no había comprendido mis directrices y aún no ha pagado a las tropas. ¡Ha sido un malentendido!


El incidente se terminó penosamente, pero desde entonces los altos dignatarios del Estado no se atrevieron ya a llevar a cabo aquel alegre saqueo del Tesoro que se venía realizando desde hacía siglos. Ciertamente, había descontentos pero tenían que callarse, ya que la mayoría de la gente, incluso entre los responsables del Gobierno, tenía razones para estar satisfecha: por primera vez en la historia, los funcionarios, los soldados y los diplomáticos persas en el extranjero recibían sus sueldos a tiempo.


En los propios medios financieros internacionales se comenzó a creer en el milagro Shuster. La prueba es que los hermanos Seligman, banqueros en Londres, decidieron conceder a Persia un préstamo de cuatro millones de libras esterlinas sin imponer ninguna de las cláusulas humillantes que solían ir unidas a ese tipo de transacción. Ni retención sobre las recaudaciones de Aduanas, ni hipoteca de ninguna clase; un préstamo normal a un cliente normal, respetable y potencialmente solvente. Era un paso importante. A los ojos de aquellos que intentaban someter a Persia era un precedente peligroso. El gobierno británico intervino para bloquear el préstamo.


Durante ese tiempo, el zar había recurrido a métodos más brutales. En julio llegó la noticia del regreso del antiguo shah con dos de sus hermanos y a la cabeza de un ejército de mercenarios para reconquistar el poder. Pero ¿acaso no estaba retenido en Odessa, en una residencia vigilada y con la promesa expresa del gobierno ruso de no permitirle jamás volver a Persia? Cuando fueron interrogadas, las autoridades de San Petersburgo respondieron que había escapado a su vigilancia y viajado con pasaporte falso, que su armamento había sido transportado en cajas marcadas como «agua mineral», por lo que no se consideraban responsables de su rebelión. De modo que el shah habría abandonado su residencia en Odessa, atravesado con sus hombres los varios cientos de millas que separan Ucrania de Persia, se habría embarcado con su cargamento en un buque ruso, habría cruzado el Caspio y desembarcado en la costa persa, ¿y todo esto sin que el gobierno del zar ni su ejército, ni la Okhrana, su policía secreta, lo hubiesen advertido en ningún momento?


¿Pero para qué argumentar? Lo más importante de todo era impedir que la frágil democracia persa se derrumbara. El Parlamento pidió créditos a Shuster y esta vez el americano no discutió. Por el contrario, procuró que en pocos días se pusiera en pie un ejército con el mejor equipo disponible y abundante munición, sugiriendo él mismo el nombre del comandante Efraim Kan, un brillante oficial armenio que lograría en tres meses aplastar al ex shah y enviarlo de nuevo al otro lado de la frontera.


En las cancillerías del mundo entero apenas se lo creían. ¿Se habría convertido Persia en un Estado moderno? Normalmente, semejantes rebeliones duraban años. Para la mayoría de los observadores, tanto en Teherán corno en el extranjero, la respuesta podía resumirse en una sola palabra mágica: Shuster. Su cometido superaba ya ampliamente el de un simple Tesorero General. Fue él quien sugirió al Parlamento que decretara fuera de la ley al antiguo shah y que se pegaran en las paredes de todas las ciudades un «Wanted» del más puro estilo «Far West», ofreciendo importantes sumas a aquellos que ayudaran a la captura del rebelde imperial y de sus hermanos. Lo que terminó de desacreditar al monarca derrocado a los ojos de la población.


La ira del zar no se aplacaba. Para él estaba claro que sus ambiciones en Persia no podrían saciarse mientras Shuster estuviera allí. ¡Había que hacerle partir! Había que crear un incidente, un grave incidente. Un hombre fue encargado de esta misión: Pokhitanoff, antiguo cónsul en Tabriz, convertido en cónsul general en Teherán.


Misión es una palabra púdica, ya que, en este caso, habrá que hablar de conspiración, cuidadosamente preparada aunque sin gran sutileza. El Parlamento había decidido confiscar los bienes de los dos hermanos del ex shah, que habían dirigido la rebelión a su lado. Encargado, como Tesorero General, de ejecutar la sentencia, Shuster quiso hacer las cosas dentro de la más estricta legalidad. La principal propiedad incluida en la confiscación, situada no lejos del palacio Atabak, pertenecía al príncipe imperial que respondía al nombre de «Resplandor del Sultanato»; el americano envió, con un destacamento de la policía, a unos funcionarios civiles provistos de un mandamiento judicial en regla. Se encontraron cara a cara con unos cosacos acompañados de oficiales consulares rusos que prohibieron a los policías la entrada en la propiedad, amenazando con utilizar la fuerza si no se retiraban inmediatamente.


Cuando se le informó de lo que había sucedido, Shuster envió a uno de sus ayudantes a la Legación rusa. Fue recibido por Pokhitanoff que, con tono agresivo, le dio la siguiente explicación: la madre del príncipe «Resplandor del Sultanato» ha escrito al zar y a la zarina para pedir su protección, que se le ha otorgado generosamente.


El americano no daba crédito a sus oídos; que los extranjeros, dijo, dispongan en Persia del privilegio de la impunidad, que los asesinos de un ministro persa no puedan ser juzgados porque son súbditos del zar, es inicuo, pero es una regla establecida, difícil de modificar; pero que unos persas, de la noche a la mañana, coloquen sus propiedades bajo la protección de un monarca extranjero para burlar las leyes de su país, es un procedimiento nuevo, inédito, inaudito. Shuster no quería resignarse. Dio la orden a los policías de ir a tomar posesión de las propiedades incluidas en la confiscación sin usar la violencia, pero con firmeza. Esta vez Pokhitanoff no intervino. Había creado el incidente. Su misión estaba cumplida.


La reacción no tardó en producirse. En San Petersburgo se publicó un comunicado afirmando que lo que acababa de suceder equivalía a una agresión contra Rusia, a un insulto al zar y a la zarina, y exigiendo excusas oficiales del Gobierno de Teherán. Trastornado, el Primer Ministro persa pidió consejo a los británicos; el Foreign Office respondió que el zar no estaba bromeando, que había congregado tropas en Bakú, que se disponía a invadir Persia y que sería prudente aceptar el ultimátum.


El 24 de noviembre de 1911, el Ministro de Asuntos Exteriores se presentó, pues, con la muerte en el alma, en la Legación rusa y estrechó obsequiosamente la mano del Ministro plenipotenciario pronunciando estas palabras:

«Excelencia, mi Gobierno me ha encargado que presente excusas en su nombre por la afrenta que han sufrido los oficiales consulares de su gobierno.»


Sin dejar de estrechar la mano que se le tendía, el representante del zar replicó:

«Sus excusas son aceptadas como respuesta a nuestro primer ultimátum, pero debo informarle de que un segundo ultimátum está en preparación en San Petersburgo. Le comunicaré su contenido en cuanto lo reciba.»


Promesa cumplida. Cinco días más tarde, el 29 de noviembre a mediodía, el diplomático presentó al Ministro de Asuntos Exteriores el texto del nuevo ultimátum, añadiendo oralmente que había recibido ya la aprobación de Londres y que había que aceptarlo en el plazo de cuarenta y ocho horas.


Primer punto: despedir a Morgan Shuster.


Segundo punto: no volver a contratar jamás a un experto extranjero sin obtener previamente el consentimiento de las Legaciones rusa y británica.

XLVII

En la sede del Parlamento, los setenta y seis diputados esperan; unos llevan turbante, otros fez o gorro, y unos cuantos «hijos de Adán», entre los más militantes, van incluso vestidos a la europea. A las once, el Primer Ministro sube a la tribuna corno a un patíbulo, lee con voz ahogada el texto del ultimátum y luego recuerda el apoyo de Londres al zar antes de enunciar la decisión de su Gobierno: No resistir, aceptar el ultimátum, despedir al americano; en una palabra, volver a estar bajo la tutela de las potencias antes que ser aplastados bajo su bota. Para intentar evitar lo peor, necesita una orden clara; por lo tanto, plantea la cuestión de confianza, recordando a los diputados que el ultimátum expira a mediodía, que el tiempo está contado y que los debates no pueden eternizarse. A lo largo de su intervención, no ha cesado de dirigir miradas inquietas hacia la galería de los invitados, donde se pavonea Pokhitanoff, a quien nadie se ha atrevido a prohibir la entrada.


Cuando el Primer Ministro vuelve a su sitio, no se producen abucheos ni aplausos. Sólo un silencio aplastante, abrumador, irrespirable. Luego se levanta un venerable sayyid, descendiente del Profeta y modernista de los primeros tiempos, que siempre ha apoyado con fervor la misión de Shuster. Su discurso es breve:

– Quizá sea la voluntad de Dios que se nos arranque por la fuerza nuestra libertad y nuestra soberanía. Pero no las abandonaremos por voluntad propia.


Nuevo silencio. Luego otra intervención, en el mismo sentido e igualmente breve. Pokhitanoff consulta su reloj ostensiblemente. El Primer Ministro lo ve, saca a su vez la cadena de su reloj de bolsillo cincelado y se lo acerca a los ojos. Son las doce menos veinte. Está trastornado y golpea el suelo con su bastón, pidiendo que se pase ya a la votación. Cuatro diputados se retiran precipitadamente, con diversos pretextos; los setenta y dos que quedan dicen todos «no». No al ultimátum del zar. No a la partida de Shuster. No a la actitud del Gobierno. Por ello, el Primer Ministro está ya considerado como dimitido y se retira con todo su Gabinete. Pokhitanoff también se levanta; el texto que debe telegrafiar a San Petersburgo está ya redactado.


La gran puerta se cierra de un portazo, cuyo eco resuena durante largo rato en el silencio de la sala. Los diputados se quedan solos. Han ganado, pero no tienen ningún deseo de celebrar su victoria. El poder está en sus manos; el destino del país, de su joven Constitución, depende de ellos. ¿Qué pueden hacer? ¿Qué quieren hacer? No lo saben. Sesión irreal, patética, caótica y, en ciertos aspectos, infantil. De vez en cuando surge una idea pronto desechada:

– ¿Y si pidiéramos a Estados Unidos que nos enviaran tropas?

– ¿Por qué iban a venir? Son los amigos de Rusia. ¿No fue el presidente Roosevelt quien reconcilió al zar con el mikado?

– Pero está Shuster. ¿No querrían ayudarle?

– Shuster es muy popular en Persia; en su país apenas conocen su nombre. A los dirigentes americanos no les debe agradar que se haya enemistado con San Petersburgo y Londres.

– Podríamos proponerles que construyeran un ferrocarril. Quizá muerdan el anzuelo, quizá vengan en nuestra ayuda.

– Quizá. Pero no antes de seis meses y el zar estará aquí dentro de dos semanas.


¿Y los turcos? ¿Y los alemanes? ¿Y por qué no los japoneses? ¿No han aplastado a los rusos en Manchuria? Y de pronto un joven diputado de Kirman sugiere, sonriendo apenas, que se ofrezca el trono de Persia al mikado. Fazel explota:


– ¡Es necesario que sepamos de una vez por todas que ni siquiera podremos recurrir a la gente de Ispahán! Si entablamos la batalla, será en Teherán, con la gente de Teherán, con las armas que hay en este instante en la capital. Como hace tres años en Tabriz. Y no enviarán contra nosotros mil cosacos, sino cincuenta mil. Debemos saber que lucharemos sin la menor posibilidad de ganar.


Viniendo de otra persona, esta descorazonadora intervención habría suscitado un torrente de acusaciones. Viniendo del héroe de Tabriz, del más eminente de los «hijos de Adán», las palabras se toman por lo que son, la expresión de una cruel realidad. A partir de ahí, es difícil predecir la resistencia. Sin embargo, es lo que hace Fazel.

– Si estamos dispuestos a luchar es sólo para preservar el futuro. ¿No vive aún Persia con el recuerdo del imán Hussein? Sin embargo, ese mártir no hizo más que entablar una batalla perdida, fue vencido, aplastado, aniquilado, y es a él a quien honramos. Persia necesita sangre para creer. Somos setenta y dos, como los compañeros de Hussein. Si morimos, este Parlamento se convertirá en lugar de peregrinación, y la democracia estará anclada durante siglos en la tierra de Oriente.


Todos decían que estaban dispuestos a morir, pero no murieron. No es que fallaran o traicionaran su causa. Por el contrario, trataron de organizar las defensas de la ciudad, se presentaron numerosos voluntarios, sobre todo «hijos de Adán», como en Tabriz. Pero no había solución. Después de haber invadido el norte del país, las tropas del zar venían ya hacia la capital. Únicamente la nieve retrasaba un poco su avance.


El 24 de diciembre, el Primer Ministro destituido decidió tomar de nuevo el poder con un golpe de fuerza. Con la ayuda de los cosacos, de las, tribus bajtiaris, de una parte importante del ejército y de la policía, se adueñó de la capital e hizo proclamar la disolución del Parlamento. Varios diputados fueron detenidos. A los más activos se les condenó al exilio. Fazel encabezaba la lista.


El primer acto del nuevo régimen fue aceptar oficialmente los términos del ultimátum del zar. Una correcta carta informó a Morgan Shuster que había finalizado su función de Tesorero General. Sólo había permanecido ocho meses en Persia, ocho meses agitados, frenéticos, vertiginosos, ocho meses que estuvieron a punto de cambiar la faz de Oriente.


El 11 de enero de 1912, Shuster fue despedido con honores. El joven shah puso a su disposición su propio automóvil con su chofer francés el señor Varlet, para conducirlo hasta el puerto de Enzeli. Éramos muchos extranjeros y persas, los que fuimos a despedirlo, unos en el pórtico de su residencia, otros a lo largo del camino. No hubo aclamaciones, ciertamente, sólo unos gestos discretos de miles de manos y las lágrimas de hombres y mujeres, de una multitud desconocida que lloraba como una amante abandonada. En el recorrido sólo hubo un incidente, mínimo: un cosaco, al paso del convoy, recogió una piedra e hizo ademán de lanzarla en dirección al americano; no creo que ni siquiera finalizara su acto.


Cuando el automóvil desapareció más allá de la puerta de Qazvin, di algunos pasos en compañía de Charles Russel. Luego seguí mi camino solo, a pie, hasta el palacio de Xirín.

– Pareces muy conmovido -me dijo al recibirme.

– Acabo de despedir a Shuster.

– ¡Ah, al fin se ha ido!


No estaba muy seguro de haber captado el tono de su exclamación. Fue más explícita:

– Hoy me pregunto si no habría sido mejor que no hubiera puesto jamás los pies en este país.


La miré con horror.

– ¡Eres tú quien dices eso!

– Sí, yo, Xirín, soy la que digo eso. Yo que aplaudí la llegada del americano, yo que aprobé cada uno de sus actos, yo que vi en él a un redentor, ahora siento que no se quedara en su lejana América.

– Pero ¿en qué se equivocó?

– En nada, justamente, y ésa es la prueba de que no comprendió a Persia.

– Verdaderamente no lo entiendo.

– Un ministro que tuviera razón contra su rey, una mujer que tuviera razón contra su marido, un soldado que tuviera razón contra su oficial, ¿no serían doblemente castigados? Para los débiles es un error tener razón. Frente a los rusos y los ingleses, Persia es débil, debería haberse comportado como un débil. ¿Hasta el fin de los tiempos? ¿No debe levantarse algún día, construir un Estado moderno, educar a su pueblo, entrar en el concierto de las naciones prósperas y respetadas? Es lo que Shuster ha intentado hacer.

– Por eso me produce la mayor admiración. Pero no puedo dejar de pensar que si hubiera tenido menos éxito no estaríamos hoy en este lamentable estado: nuestra democracia aniquilada, nuestro territorio invadido.

– Al ser las ambiciones del zar lo que son, tenía que ocurrir tarde o temprano.

– ¡Si es una desgracia, más vale que ocurra tarde! ¿No conoces la historia del burro parlante de Nollah Nasruddín?


Este último es el héroe semilegendario de todas las anécdotas y de todas las parábolas de Persia, Transoxiana y Asia Menor. Xirín contó:

– Se dice que un rey medio loco había condenado a muerte a Nasruddín por haber robado un burro. Cuando le van a llevar al suplicio, Nasruddín exclama: «¡Este animal es en realidad mi hermano, un mago le dio esta apariencia, pero si me lo confiaran durante un año le enseñaría de nuevo a hablar como vos y yo!» Intrigado, el monarca hizo repetir su promesa al acusado antes de decretar: «¡Muy bien! Pero si dentro de un año, ni un día más, ni un día menos, el burro no habla, serás ejecutado.» A la salida Nasruddín es interpelado por su mujer: «¿Cómo puedes prometer semejante cosa? Sabes muy bien que este burro no hablará.» «Por supuesto que lo sé», responde Nasruddín, «pero de aquí a un año el rey puede morir, el burro puede morir o bien puedo morirme yo.»


La princesa prosiguió:

– Si hubiéramos sabido ganar tiempo, quizá Rusia se hubiese enredado en las guerras de los Balcanes o en China. Y además el zar no es eterno, puede morir, o los tumultos y sublevaciones pueden hacerle tambalearse de nuevo como hace seis años. Deberíamos haber tenido paciencia y esperar, trampear, tergiversar, doblegarnos y mentir, prometer. Ésa ha sido siempre la sabiduría de Oriente; Shuster quiso hacernos avanzar al ritmo de Occidente, y nos llevó derecho al naufragio.


Parecía sufrir por tener que hablar así; por lo tanto, evité contradecirla. Ella añadió:

– Persia me hace pensar en un velero desafortunado. Los marineros se quejan constantemente de no tener suficiente viento para avanzar. Y de pronto, como para castigarlos, el cielo les envía un tornado.


Permanecimos durante largo rato pensativos, abrumados. Luego la rodeé cariñosamente con un brazo.

– ¡Xirín!


¿Fue la manera de pronunciar su nombre? Se sobresaltó y luego se separó de mí mirándome con recelo.

– Te vas.

– Sí, pero de otro modo.

– ¿Cómo se puede uno ir «de otro modo»?

– Me voy contigo.

XLVIII

Cherburgo, 10 de abril de 1912. Ante mí, hasta perderse de vista, la Mancha, apacible cabrilleo plateado. A mi lado, Xirín. En nuestro equipaje, el Manuscrito. A nuestro alrededor una multitud distante, oriental a pedir de boca.


Se ha hablado tanto de las rutilantes celebridades que se embarcaron en el Titanic, que casi se ha olvidado a aquellos para los que ese coloso de los mares fue construido: los emigrantes, esos millones de hombres, mujeres y niños que ninguna tierra aceptaba ya alimentar y que soñaban con América. El buque debía proceder a una verdadera recogida: en Southampton los ingleses y los escandinavos, en Queenstown los irlandeses y en Cherburgo los que venían de más lejos, griegos, sirios, armenios de Anatolia, judíos de Salónica o de Besarabia, croatas, serbios, persas. Fue a esos orientales a los que pude observar en la estación marítima, apelotonados en torno a sus irrisorios equipajes, impacientes por verse ya lejos, y por momentos atormentados, buscando de pronto un formulario extraviado, un niño demasiado inquieto, un indomable fardo que había rodado bajo un banco. Todos llevaban en el fondo de su mirada una aventura, una amargura, un desafío, y una vez llegados a Occidente, todos consideraban un privilegio tomar parte en la travesía inaugural del buque más potente, más moderno y más inquebrantable que jamás haya emergido de un cerebro humano. Mis propios sentimientos eran apenas diferentes. Casado tres semanas antes en París, había retrasado mi partida con el único propósito de ofrecer a mi compañera un viaje de novios digno de los fastos orientales en los que ella había vivido. No era un vano capricho. Xirín se había mostrado reticente durante mucho tiempo respecto a la idea de instalarse en Estados Unidos y a no ser por su desaliento después del frustrado despertar de Persia, jamás habría aceptado seguirme. Yo tenía la ambición de reconstruir a su alrededor un mundo más mágico aún que el que había tenido que abandonar.


El Titanic servía admirablemente a mis propósitos. Parecía concebido por unos hombres deseosos de encontrar en ese palacio flotante las más suntuosas diversiones de la tierra firme y ciertos placeres de Oriente: un baño turco indolente como los de Constantinopla o de El Cairo; galerías decoradas con palmeras; y en el gimnasio, entre la barra fija y el potro, un camello eléctrico, destinado a procurar al jinete, por la simple presión de un botón milagroso, las saltarinas sensaciones de un viaje por el desierto.


Pero al explorar el Titanic no sólo buscábamos descubrir el exotismo. También nos entregábamos a placeres muy europeos, como saborear unas ostras seguidas de un salteado de pollo a la manera de Lyon, especialidad del cocinero Prontor, regado con un Cos-d'Estournel 1887, escuchando la orquesta que, de esmoquin azul oscuro, interpretaba los Cuentos de Hoffmann, La Geisha o El Gran Mogol de Luder.


Momentos tanto más hermosos para Xirín y para mí cuanto que en el transcurso de nuestra larga relación en Persia habíamos tenido que ocultarnos. Por muy amplios y prometedores que fueran los aposentos de mi princesa en Tabriz, Zarganda o Teherán, yo sufría constantemente al sentir nuestro amor confinado entre sus paredes, y como únicos testigos los espejos cincelados y los sirvientes de miradas huidizas. Gozábamos ya del trivial placer de ser vistos juntos, del brazo, de estar rodeados por las mismas desconocidas miradas, y hasta muy avanzada la noche no volvíamos a nuestra cabina, a pesar de que, yo la había escogido entre las más espaciosas del buque.


Nuestro último placer era el paseo de la noche. En cuanto terminábamos de cenar, íbamos a buscar a un oficial, siempre el mismo, que nos conducía a una caja fuerte de donde sacábamos el Manuscrito, que transportábamos con reverencia a través de cubiertas y pasillos. Sentados en los sillones de mimbre del Café Parisiense, leíamos al azar algunas cuartetas y luego, en ascensor, subíamos a cubierta, donde sin preocupamos demasiado de que nos espiaran intercambiábamos un ardiente beso al aire libre. Avanzada ya la noche, llevábamos el Manuscrito a nuestra habitación donde pernoctaba, antes de devolverlo por la mañana a la misma caja fuerte por intermedio del mismo oficial. Un ritual que encantaba a Xirín. Tanto que me esforzaba en recordar cada detalle para repetirlo al día siguiente sin la menor diferencia.


Fue así como la cuarta noche abrí el Manuscrito por la página en que Jayyám, en su época, había escrito:

Te preguntas de dónde viene nuestro soplo de vida.

Si hubiera que resumir una historia demasiado larga,

Yo diría que surge del fondo del océano

y luego, súbitamente, el océano lo devora de nuevo.

La referencia al océano me divertía: quise releerlo más despacio pero Xirín me interrumpió:

– ¡Por favor!


Parecía ahogarse; yo la miré preocupado.

– Sabía de memoria esa cuarteta -dijo con voz apagada-, y de pronto he tenido la sensación de que la oía por primera vez. Es como si…


Pero renunció a explicarlo y recobró el aliento antes de decir algo más serena:

– Quisiera haber llegado ya.


Me encogí de hombros.

– Si existe un navío en el mundo en el que se pueda viajar sin temor, es éste. Como dijo el capitán Smith ¡ni Dios podría hundir este buque!


Si había pensado en tranquilizarla con esas palabras y con mi tono alegre, conseguí el efecto contrario. Se agarró a mí brazo murmurando:

– ¡No vuelvas a decir eso jamás! ¡Nunca jamás!

– Pero ¿Por qué te pones así? ¡Sabes que sólo era una broma!

– Entre nosotros, ni siquiera un ateo se atrevería a proferir semejante frase.


Estaba temblando. Yo no comprendía la violencia de su reacción. Le propuse volver a nuestro camarote y tuve que sostenerla para que no se cayera por el camino.


Al día siguiente parecía restablecida. Para tratar de distraerla, la llevé a descubrir las maravillas del buque e incluso me monté en el temblequeante camello eléctrico, arriesgándome a tener que aguantar las risas de Henri Sleeper Harper, editor del semanario del mismo nombre, que permaneció un rato en nuestra compañía, nos invitó a té y nos contó sus viajes por Oriente, antes de presentarnos muy ceremoniosamente a su perro pequinés, al que había juzgado oportuno llamar Sun-Yat-Sen en ambiguo homenaje al libertador de China. Pero nada conseguía alegrar a Xirín.


Por la noche, durante la cena, permaneció silenciosa; parecía extenuada. Por lo tanto, juzgué prudente renunciar a nuestro paseo ritual, dejé el Manuscrito en la caja fuerte y nos fuimos a acostar. Inmediatamente cayó en un agitado sueño. Por mi parte, preocupado por ella y poco acostumbrado a dormirme tan temprano, pasé una buena parte de la noche observándola.


¿Por qué mentir? Cuando el buque chocó contra el, iceberg, yo no me di cuenta. Después, cuando me precisaron en qué momento se había producido la colisión, creí recordar haber oído un poco antes de medianoche como el ruido de una sábana que se desgarraba en una cabina cercana. Nada más. No recuerdo haber notado ningún choque. Tanto es así que terminé por adormilarme, para despertarme sobresaltado cuando alguien tamborileó en la puerta, gritando una frase que, no pude entender. Miré mi reloj, era la una menos diez. Me puse la bata y abrí la puerta. El pasillo estaba, desierto, pero oí a lo lejos conversaciones en alta voz, poco habituales a esas horas de la noche. Sin estar realmente preocupado, decidí ir a ver lo que pasaba, evitando, por supuesto, despertar a Xirín.


En la escalera me crucé con un camarero que habló con un tono totalmente desprovisto de gravedad, de «algunos pequeños problemas» sobrevenidos incidentalmente. El capitán, dijo, quería que todos los pasajeros de primera clase se reunieran en la cubierta del Sol, en lo más alto del buque.

– ¿Tengo que despertar a mi mujer? Ayer no se sentía muy bien.

– El capitán me ha dicho que todo el mundo -contestó el camarero con una mueca escéptica.


Volví al camarote, desperté a Xirín con toda la dulzura de rigor, acariciándole la frente, luego las cejas, pronunciando su nombre con los labios pegados a su oído. En cuanto profirió un ronroneo, le susurré:

– Tienes que levantarte, debemos subir a cubierta.

– Esta noche no, tengo mucho frío.

– No se trata de paseos, son órdenes del capitán.


Esta última palabra tuvo un efecto mágico; saltó de la cama gritando:

– Jodayá! ¡Dios mío!


Se vistió deprisa y desordenadamente. Tuve que tranquilizarla, decirle que fuera más despacio, que no había tanta prisa. Sin embargo, cuando llegamos a cubierta había un verdadero revuelo y estaban encaminando a los pasajeros hacia los botes salvavidas.


El camarero que me había encontrado anteriormente estaba allí y me dirigí hacia él; no había perdido su jovialidad.

– Las mujeres y los niños primero -dijo burlándose de la fórmula.


Cogí a Xirín de la mano queriendo llevármela hacia la embarcación pero se negó a moverse.

– ¡El Manuscrito! -suplicó. -¡Nos arriesgamos a perderlo en este barullo! ¡Está más protegido en la caja fuerte!

– ¡No me iré sin él!

– No se van a marchar -intervino el camarero-, estamos alejando a los pasajeros durante una hora o dos. Si quieren mi opinión, no es ni siquiera necesario. Pero el capitán es el que manda a bordo…


No diría que se dejó convencer. No, simplemente se dejó llevar de la mano sin resistirse, hasta la cubierta de proa, donde un oficial me gritó:

– ¡Señor, por aquí, le necesitamos!


Me acerqué.

– Falta un hombre en uno de los botes. ¿Sabe usted remar?

– Lo hice durante años en la bahía de Chesapeake.


Satisfecho, me invitó a subir en el bote y ayudó a Xirín a pasar por encima de la borda. Había ya unas treinta personas y otras tantas plazas vacías aún, pero las órdenes consistían en no embarcar más que a las mujeres y a algunos remeros expertos.


Nos bajaron hasta la superficie del océano, algo bruscamente para mi gusto, pero conseguí estabilizar la embarcación y comencé a remar. ¿Hacia dónde? ¿Hacia qué punto de esa oscura inmensidad? No tenía ni la, menor idea y los que se ocupaban del salvamento tampoco lo sabían. Decidí separarme únicamente del navío y esperar a una media milla de allí a que me llamaran con alguna señal.


Durante los primeros minutos, la preocupación de todos fue protegernos del frío. Soplaba un vientecillo glacial que nos impedía oír la canción que aún tocaba, la orquesta del buque. Sin embargo, cuando nos detuvimos a una distancia que me pareció adecuada, la verdad apareció súbitamente ante nosotros: el Titanic se hundía, claramente de proa y poco a poco sus luces se iban apagando. Todos estábamos sobrecogidos, mudos. De pronto, un grito de un hombre que nadaba; maniobré con el bote salvavidas para avanzar hacia él; Xirín y otra pasajera me ayudaron a izarlo a bordo. Pronto aparecieron otros supervivientes que a su vez nos hicieron señales y fuimos a recogerlos. Cuando estábamos absortos en esa tarea, Xirín lanzó un grito. El Titanic estaba ya en posición vertical, sus luces se habían esfumado. Permaneció así cinco interminables minutos y luego, solemnemente, se hundió hacia su destino.


El sol del 15 de abril nos sorprendió tendidos, agotados, rodeados de rostros compasivos. Estábamos a bordo del Carpathia, que al recibir un mensaje de socorro había acudido a recoger a los náufragos. Xirín estaba a mi lado, silenciosa. Después que vimos hundirse al Titanic no había vuelto a pronunciar una palabra y sus ojos me evitaban. Hubiera querido hacerla reaccionar, recordarle que nos habíamos salvado milagrosamente, que la mayoría de los pasajeros habían perecido, que en esa cubierta, a nuestro alrededor, había mujeres que acababan de perder un marido y niños que se habían quedado huérfanos.


Pero me abstuve de sermonearla. Sabía que ese Manuscrito era para ella, como para mí, más que una joya, más que una valiosa antigüedad, que era un poco nuestra razón de estar juntos. Su desaparición, después de tantos infortunios, iba a afectar gravemente a Xirín. Sentí que sería prudente dejar que actuara el tiempo reparador.


Cuando nos acercamos al puerto de Nueva York, avanzada la tarde del 18 de abril, nos esperaba una ruidosa recepción: algunos reporteros venían a nuestro encuentro a bordo de botes que habían alquilado y sirviéndose de altavoces se dirigían a nosotros gritando preguntas a las que algunos pasajeros se afanaban por responder con las manos en forma de bocina.


En cuanto el Carpathia atracó, otros periodistas se precipitaron hacia los supervivientes, tratando cada uno de adivinar cuál de ellos podía contarle el relato más verdadero o más sensacional. Un joven redactor del Evening Sun me escogió a mí. Le interesaba particularmente el comportamiento del capitán Smith y de los miembros de la tripulación en el momento de la catástrofe. ¿Habían perdido la cabeza? En sus palabras a los pasajeros ¿habían disimulado la verdad? ¿Era verdad que se había salvado con prioridad a los pasajeros de primera clase? Cada una de esas preguntas me hacía reflexionar, rebuscar en mi memoria; hablamos largo rato, primero bajando del barco, luego de pie en el muelle. Xirín se había quedado un momento junto a mí, callada, y luego se había eclipsado. No tenía ninguna, razón para preocuparme, realmente no podía estar muy lejos, seguramente estaría muy cerca, escondida detrás de ese fotógrafo que dirigía hacia mí su cegador relámpago.


Al despedirse, el periodista me felicitó por la calida de mi testimonio y anotó mis señas para contactarme posteriormente. Entonces miré a mi alrededor y llamé con voz cada vez más alta. Xirín no estaba allí. Decidí, no moverme del lugar donde ella me había dejado, para tener la seguridad de que me encontraría. Y esperé. Una hora, dos horas. El muelle se fue vaciando poco a poco.


¿Dónde buscar? En primer lugar fui a las oficinas la White Star, la compañía a la que pertenecía el Titanic. Luego recorrí los hoteles donde los supervivientes habían sido alojados para pasar la noche. Pero una vez más, ni rastro de mi mujer. Volví a los muelles, estaban desiertos.


Entonces decidí partir hacia el único lugar cu dirección ella conocía y donde, una vez tranquilizad podría pensar en encontrarme: mi casa de Annápolis.


Durante largo tiempo esperé una señal de Xirín, pero jamás llegó. Tampoco me escribió. Nadie volvió pronunciar su nombre delante de mí.


Hoy me pregunto: ¿habrá existido realmente? ¿Era otra cosa que el fruto de mis obsesiones orientales? Por la noche, en la soledad de mi demasiado espaciosa habitación, cuando la duda me invade, cuando mi memoria se confunde, cuando siento que mi razón vacila, me levanto y enciendo todas las luces, corro a coger sus cartas de antaño y hago como si las abriera aparentando que las acabo de recibir, aspiro su perfume, releo algunas páginas; la frialdad misma de su tono me reconforta, me da la ilusión de vivir de nuevo un incipiente amor. Sólo entonces me tranquilizo, las guardo y vuelvo a hundirme en la oscuridad, dispuesto a abandonarme sin miedo al deslumbrante pasado: una frase lanzada en un salón de Constantinopla, dos noches en blanco en Tabriz, un brasero en el invierno de Zarganda. Y de nuestro último viaje, esta escena: habíamos subido a cubierta y en un rincón sombrío y desierto nos habíamos besado apasionadamente. Para coger su rostro entre mis manos, dejé el Manuscrito sobre una cornamusa de amarre. Cuando lo vio, Xirín se echó a reír, se separó de mí y con un gesto teatral lanzó hacia el cielo:

– ¡Las Ruba'iyyat en el Titanic! ¡El florón de Occidente llevando a la flor de Oriente! ¡Jayyám, si pudieras ver el bello instante que se nos ha otorgado vivir!

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