PARTE II. POINT ADÉLIE

Desde popa sopló un viento del sur propicio y el albatros nos siguió. A la llamada del marinero acudía a diario, ya fuera por comida o por solaz.

Se posó en los mástiles y en los obenques sin importar la calima o las nubes, durante nueve atardeceres.

Y esas noches, rieló la luz nívea de la luna tras atravesar el blanco humo de la bruma.

Dios te guarde, viejo marinero, de los demonios que te atormentan.

¿Por qué tienes esa mirada?

Al albatros maté con mi ballesta.

La balada del viejo marinero,

SAMUEL TAYLOR COLERADGE (1798)


CAPÍTULO DIEZ

2 a 5 de diciembre


FUE DIFÍCIL NORMALIZAR LOS primeros días en Point Adélie, y no sólo por la gran cantidad de trabajo pendiente, sino porque los recién llegados no percibían el transcurso del tiempo. El sol brillaba en todo momento y sus rayos se filtraban por las rendijas de las persianas. Sólo había un modo de saber la hora: no perder de vista el reloj; también podían preguntar a alguien cuando se sentían confusos si eran las 11:30 de la mañana o de la noche, a lo cual le seguía otra pregunta: ¿qué día de la semana era? No resultaba tan sencillo como levantarse y revisar la fecha en el periódico o la guía de programación de la tele durante la noche. No servían de nada los indicadores normales por los cuales los civilizados regían y organizaban su vida: la entrada en el gimnasio, la clase de yoga, la hora de salir de casa al trabajo, o de regresar. Ni siquiera había diferencia entre un día normal y un festivo de fin de semana, dada la alta improbabilidad de tener una cita, ir al cine, dormir en una casa ajena o tener que llevar a los hijos a los entrenamientos de fútbol. Todo eso era irrelevante. Estaban en un sitio y vivían en un momento donde carecían de importancia todos los aspectos de la existencia cotidiana. En la Antártida, todo flotaba a la deriva y era preciso aprender a imponer un propio ritmo a las cosas, el que fuera, pero debía ser uno propio. De lo contrario, era fácil enloquecer.

– Nosotros le llamamos el Gran Ojo -le informaron a Michael en el transcurso de la primera comida en el comedor. El Gran Ojo. El aire colegial típico de un patio de recreo escolar se había extendido al modo de referirse a las cosas.

El hombre de la parka respondía al nombre de Murphy O´Connor y resultó ser el jefe de operaciones de la base. Comió con los recién llegados para tener la oportunidad de ponerles al tanto de las reglas y hábitos de la estación, entre otras cosas.

– Pierdes la noción del tiempo si te quemas las pestañas por trabajar demasiado, y antes de darte cuenta has empezado a bailar el Gran Ojo.

Metió para dentro los carillos y puso ojos saltones con el fin de parecerse a un tipo demacrado y chiflado.

Charlotte sonrió y Darryl se echó a reír mientras se llenaba el plato de judías estofadas.

– Pillar eso no tiene pinta de ser nada divertido.

El biólogo hundió otra vez la cuchara de servir en las judías.


– Con lo pequeño que eres, seguro que puedes cavar un agujero y esconderte dentro.

Michael se preguntó si ese comentario no ofendería a Hirsch, pero Murphy había hablado en todo momento de forma clara y campechana y se había desenvuelto con tanta liberalidad que al biólogo no pareció importarle lo más mínimo.

– Bueno -continuó Murphy-, haced lo posible por seguir un horario mientras estéis por aquí. Confeccionadlo a vuestro gusto, pero intentad respetarlo. La cocina está siempre abierta, de modo que siempre podéis prepararos un bocadillo, pero no tenemos una sala de psicología por si se os va la olla, a menos que la doctora Barnes planee abrir una -agregó, mirándola de refilón.

– No, si puedo evitarlo.

Entonces, él procedió a facilitarles una serie de consejos prácticos sobre Point Adélie, incluyendo el más importante de todos:

– Jamás salgáis solos de la base -dijo, y miró fijamente a cada uno de ellos para enfatizar la importancia de ese punto con esos ojos castaños que había protegido antes con las gafas de estilo aviador, cuyos bordes le llegaban casi a la barba y le cubrían las mejillas y el mentón-. Hará cosa de un año estuvo aquí un geólogo de Kansas, un tipo con una idea fija: salir y tomar varias muestras rápidas. Se marchó solo sin decir adónde iba y tardamos tres días en encontrarle.

– ¿Qué le había pasado? -quiso saber el periodista.

– Se cayó a una zanja y murió congelado. -O´Connor sacudió la cabeza con tristeza y tomó un sorbo de café de un tazón decorado con la imagen de pingüino-. A veces, es imposible ver las grietas por culpa de la porquería. -Señaló a su espalda, en dirección a su oficina-. La pizarra negra de la entrada está pensada para ese fin: escribid quiénes vais, adónde os dirigís y cuándo tenéis planeado regresar si salís de la base.

Michael se había fijado ya en ella. La última entrada mencionaba algo de una exploración sobre el terreno en Valle Seco I.

– Y a la vuelta me escribís en la pizarra que habéis regresado sanos y salvos. No me hace ni pizca de gracia tener que echarle un vistazo a vuestras camas a ver si estáis arropaditos, ¿vale? -hizo una pausa y pensó en algo que le hizo sonreír-. Os sorprendería la de cosas que es posible encontrar.

El periodista no podía imaginar nada subidito de tono después de echar un vistazo al comedor, donde ahora apenas había gente. En un par de mesas asignadas al personal de servicio se sentaban unos jovencillos de uniforme azul, y en otras dos se concentraban casi todos los científicos. Identificarlos resultaba tan fácil como reconocer a Darryl en el aeropuerto de Santiago. Era un grupo dado a las excentricidades. Uno llevaba una larga cola de caballo y unas gafas SeaSpecs con montura de alambre, y esas dos robustas mujeres de rubios cabellos y hombros amplios tenían aspecto de salir de alguna antigua leyenda noruega. Murphy debió de seguir la dirección de su mirada, ya que comentó:

– A los científicos les llamamos probetas.

Michael cazó al vuelo la razón del mote. Probetas, como los instrumentos de laboratorio.

– No les importa. Ellos nos llaman reclutas.

– ¿Y no os importa? -inquirió Charlotte.

– Segurísimo -replicó Murphy, simulando estar enfadado-, pero aquí nos cuesta tomárnoslo a mal. -Luego, ya con tono más serio, agregó-: En la base dependemos unos de otros, y todos lo sabemos. Los científicos no serían capaces de dar una a derechas sin los reclutas; éstos llevan el lugar, mantienen en funcionamiento los generadores diesel y las luces, y quitan y ponen los U-barrel, los bidones de orina que veréis pintados en negro o amarillo… Por cierto, la orina, como todos los demás residuos humanos, deben guardarse en contenedores para sacarlos de la Antártida. Y sin los probetas… -O´Connor hizo una pausa, no muy seguro de cómo terminar el pensamiento-, bueno, sin ellos, los demás no estaríamos aquí, donde Cristo perdió las zapatillas.

– Si quiere saberlo, a mí me parece un buen arreglo -observó Darryl.

– Así habla un probeta de verdad -replicó el jefe de la base-. Ahora, instalaos en vuestros cuartos para pasar la noche. Mañana os espera un día muy largo en la Escuela de nieve.

Charlotte, Darryl y Michael intercambiaron miradas sorprendidas.

– Y no olvidéis traer vuestras manoplas.

O´Connor se marchó para sentarse en la mesa de los reclutas, varios de los cuales se habían girado para tener una mejor visión de los recién llegados, mientras ellos tres se quedaron desconcertados, como chicos nuevos en la cafetería del instituto. Los probetas estaban absortos en sus propias conversaciones o comían sin apartar la mirada de los platos de judías con salchichas y pan de maíz. Uno de ellos había desplegado delante de él un buen fajo de papeles impresos.

– ¿A que es raro? -inquirió Michael, señalando a los científicos-. Ahora estamos en un mundo donde ellos son lo guay.

Darryl se echó a reír y dijo:

– Llevo esperando esto toda la vida -repuso, y se levantó-. Si me disculpáis, me parece haber oído la palabra «isóptero» por ahí.

Ante la mirada de Charlotte y Michael, el pelirrojo cruzó el suelo de linóleo sin manifestar muestra alguna de miedo y se sentó junto a una de esas mesas de estilo similar a las usadas en cualquier picnic campestre, donde una de las mujeres rubias con la camisa de franela por fuera de los pantalones opinaba sobre algo. La conversación se detuvo durante unos instantes y Michael empezó a preguntarse si no debería acudir en rescate del pelirrojo, pero entonces éste comentó varias cosas que él no descifró y vio cómo tenía lugar la ceremonia del apretón de manos después de que Darryl hubiera presentado en voz alta sus credenciales. El biólogo fue admitido inmediatamente en el club. Era como si hubiera pasado algún secreto rito iniciático. Michael y Charlotte le concedieron un cuarto de hora para que entablara lazos de amistad con sus nuevos amigos, luego se levantaron para colocar en su sitio las bandejas usadas. Michael atrajo la atención de Hirsch. Éste se apresuró a terminar una entretenida anécdota sobre un nematodo, que provocó grandes risas, y se reunió con ellos.

– Es un buen grupo -comentó Darryl mientras los tres se abotonaban la ropa para realizar el corto trecho hasta sus dormitorios.

– Parece que has triunfado -contestó Michael.

– Era una audiencia nueva -replicó Darryl con un encogimiento de hombros-, me bastaba con soltarles lo mejor de mi repertorio.

Tras salir del módulo de los comedores -donde se hallaba también la oficina del jefe O´Connor- debían recorrer a la intemperie los quince metros de una pasarela de madera. Los módulos de la base se asemejaban a los vagones de un tren: estaban dispuestos en forma de cuadrado y unidos entre sí por cuerdas de nailon a ambos lados de las pasarelas que los intercomunicaban. Michael sabía que las cuerdas estaban allí como ayuda para mantener el equilibrio. Además, en caso de que la luminosidad de la nieve cegara a alguien, como le había pasado a él, proporcionaba la única forma de hallar el camino a la salvación, pues aunque el refugio se hallase a un par de pasos por delante, podía no saberlo. Muchos hombres habían muerto en esos climas polares helados a escasos metros de sus tiendas por no haber podido verlas.

En el siguiente módulo, donde se hallaba emplazada la enfermería, Charlotte tenía asignado un cuarto individual, algo poco habitual, aunque tampoco era merecedor de tal nombre, pues era un cubículo de dos metros y medio de ancho por tres de largo con aspecto de haber estado ocupado hasta que aterrizó el helicóptero por el anterior médico residente, un fan de la navegación, el surf y Jessica Alba a juzgar por los pósteres de la pared. Ahora, estaba de vuelta al mundo en el rompehielos de la guardia costera. Los bártulos de Charlotte se quedaron en la litera.

– Mira, si hasta la tienes decorada y todo -observó Michael, asomando la cabeza.

– Jamás se me ocurrió traerme mis propios pósteres.

– Ya lo sabes para el próximo turno -le pinchó Darryl.

– No estaré aquí para entonces -replicó ella.


Michael y Darryl se alojaban en el módulo situado al otro lado, reservado a los probetas y otro personal provisional. Ambos se vieron obligados a compartir un espacio no muy superior al del cuarto de su compañera. Había un ventanuco, en realidad era más una rejilla de ventilación, y una litera de doble altura; cada una estaba aislada por unas endebles cortinas opacas. Cubría el suelo del habitáculo una moqueta granate y amarilla, similar a las alfombras del salón de banquetes de los hoteles: capaz de resistir el efecto de un detergente industrial muy fuerte. Había una puerta de rejilla imposible de mantener cerrada y detrás de la misma se hallaba situado el único armario de la estancia, donde encontraron una recompensa inesperada.

– Ahí va, dale una miradita a esto.

Darryl le echó un vistazo.

– Alguno de los inquilinos anteriores nos ha dejado unos regalitos…

– Eso, o la NSF se ha asegurado de que nos equipemos como Dios manda. -Darryl tiró de la manga de un anorak naranja, uno de los que colgaban de la percha-. Y yo sin dejar de preguntarme por qué insistían tanto en saber mis medidas…

Además de los dos abrigos con capuchas forradas con piel de coyote, había dos chaquetones acolchados, camisetas de lana y pantalones de chándal con bolsillos suficientes para llevar encima una tienda de hardware. Michael rebuscó en la balda superior, donde encontró ropa interior de polipropileno, diseñada para repeler el sudor y mantener seco el cuerpo, manoplas de piel lo bastante grandes como para llevar puestos debajo los mitones, guantes de cuero, varios calcetines de lana y botines de neopreno y, por último, pasamontañas de lana para proteger la cabeza, el cuello y la mayor parte del rostro. Lo bajó todo y se lo entregó a Hirsch, quien tras examinarlas prendas exclamó:

– ¡Como si fuera Navidad!

– Y aún no hemos terminado.

En el suelo había un buen surtido de pares de botas perfectamente alineados y colocados por el número. Había unas bunny boots, como llamaban en el ejército a esas botas de goma con colchón de aire en la suela, suaves mukluks al más puro estilo esquimal, de hormas amplias y caña ancha, y altas botas negras de bombero, ideales para trabajar en el agua y el barro.

– Han pensado en todo, ¿verdad?

– Sí -convino el periodista mientras examinaba el alijo-.empiezo a preguntarme dónde estarán aparcadas nuestras motonieves.

El cuarto de baño común se encontraba en el rincón más alejado del módulo y por suerte estaba desocupado cuando Michael se dio una ducha de agua caliente -«No más de tres minutos», rezaba el cartel- y regresó al salón, cubierto por la misma moqueta que el dormitorio. Algún hotel de la cadena Holiday Inn debía de haber cerrado y los de la base habían comprado rollos de alfombra en la liquidación posterior.

Cerró la puerta en cuanto llegó a su dormitorio. Del otro lado de la cortina llegaban los suaves ronquidos de Darryl, tendido en la litera inferior. Las nuevas ropas de ambos ocupaban el suelo. Michael ajustó el estor negro para cubrir la abertura que hacía las veces de ventana, apagó la luz y se subió a su cama, donde reposó la cabeza sobre la alfombra de relleno de espuma de la cabecera. Un sesgado rayo del frío sol se colaba todavía en la habitación. Ajustó las cortinas y ya estaba medio grogui para cuando volvió a reclinar la cabeza sobre la almohada. Ocho horas después se despertó en la misma posición que se había dormido y por vez primera en ocho meses no fue capaz de recordar ni una sola de sus pesadillas. Se sintió profundamente aliviado.

La Escuela de la nieve era obligatoria para todos los novatos de la base. Estaba supervisada por un joven desgarbado llamado Bill Lawson. Se cubría la cabeza con un pañuelo de algodón al estilo de los bucaneros. Michael llegó a la conclusión de que el tipo había visto demasiadas veces Piratas del Caribe. Era un civil a sueldo de la Marina cuya manera de dar clase era todo un seminario de autoestima. Cuando Michael fue el primero en demostrar que era capaz de encender una fogata frotando dos piedras, dijo:

– Chachi, continúa por ese camino, Michael.

Luego, cuando Hirsch levantó una tienda de campaña en menos de diez minutos, Lawson se despachó con un «Dabuten, Darryl».

Hubo más de un «dabuten» cuando vio que éste era capaz de desmantelar y guardar el equipo sobre la cesta del trineo en menos tiempo aún.

Charlotte parecía cada vez más malhumorada, pues no ganaba ninguna de las pruebas de supervivencia. Estaba acostumbrada a ser la alumna estrella, eso resultaba obvio, y tampoco acogió de buen grado las lecciones sobre hipotermia y congelación, pues eran temas que ya dominaba ampliamente. Mientras Lawson hablaba, ella miraba fuera, a las planicies heladas que rodeaban la base por tres puntos cardinales y el dentado contorno de los picos de las Montañas Transantárticas. La cadena montañosa era de un color marrón turbio allí donde los vientos implacables se habían llevado la nieve. Pareció más desdichada todavía cuando Lawson anunció que iban a pasar la noche a la intemperie.

– ¿Dentro de una tienda…? No es que mi habitación sea gran cosa, la verdad, pero al menos, gracias a Dios, tengo una cama.

Lawson fingió tomárselo de buen humor, o tal vez, caviló Michael, el tipo era impermeable a cualquier brote de pesimismo.

– No, no. Nada de tiendas. Cada uno va a construir su propio iglú.

Wilde llegó a pensar por un segundo que Lawson iba a ponerse a dar palmas de alegría.


– Bueno, si es así como se hacen las cosas en el Polo Sur… -empezó a decir Darryl.

– Polo -le rectificó de inmediato Lawson-, Polo a secas.

Ninguno de los tres alumnos terminó de comprenderle.

– Aquí abajo nadie dice el Polo Sur, ni siquiera el Polo -les explicó-. Esa expresión os significa como turistas, como novatos. Por ejemplo, decid: «Vamos al Polo la semana próxima», y así pareceréis auténticos veteranos.

Mientras todos intentaban vocalizar la nueva locución, Lawson extrajo de su mochila cuatro dentadas sierras de nieve y procedió a entregárselas antes de hacer una demostración del modo en que se sacaban del suelo los bloques de hielo y nieve. Lo hacía como si estuviera cortando un pastel de boda. Luego, continuó con una demostración sobre el mejor modo de apilar los bloques uno sobre otro, aunque ligeramente en voladizo, a fin de conseguir algo similar a un tosco domo. Cuando terminó y se detuvo a admirar su pequeño Taj Mahal, Lawson sudaba copiosamente a pesar de que estaban bajo cero.

– ¿No se ha olvidado de algo? -preguntó Charlotte.

– La puerta, ¿no? -repuso Lawson con una sonrisa, dejando entrever unos dientes de tono perlado-. Sólo me estaba tomando un respiro.

Entonces se puso a escarbar en el suelo, como si fuera un castor, con la ayuda de una sierra, una pala y a menudo con las manos enguantadas. Conforme excavaba, echaba hacia atrás esquirlas de hielo, grumos de nieve y algún que otro guijarro a tal velocidad que parecía un astillador de madera. Bill Lawson construyó un túnel estrecho y poco profundo ante la mirada atónita de Michael. El pasaje discurría por debajo de la nieve y luego subía hasta desembocar dentro del iglú. Dejó a un lado la pala, se tendió de vientre y se metió en el túnel, donde su cuerpo desapareció por completo, botas incluidas, al cabo de un segundo. Wilde se acuclilló junto a la abertura del túnel y gritó:

– ¿Va todo bien ahí dentro? ¿Cómo está…?

– Más a gusto que un gorrino en un charco.

A juzgar por la cara de Charlotte, daba la impresión de sentirse como si fuera ella la que estuviera en el charco.

En cuanto salió a la superficie, el profesor los convenció con zalemas para que empezasen a preparar su propio iglú cada uno. Insistía en que hicieran todos los pasos del trabajo manual sin ayuda de nadie, aunque guiaba cada uno de sus movimientos.

– Tenéis que saber cómo hacerlo y creo que sois capaces de lograrlo -insistía observando por encima de ellos cómo cortaban los bloques de nieve-. Tal vez esto pueda suponer la diferencia entre la vida y la muerte.

La proximidad de la muerte se estaba convirtiendo en una referencia de lo más habitual en Point Adélie, caviló Michael.


Esa noche, en vez de recuperar fuerzas con una buena cena en el comedor, se acurrucaron tras el muro de hielo construido con los materiales sobrantes y dando gracias a Dios por las ropas de abrigo que el NSF había dejado en sus armarios. Cenaron unas raciones facilitadas por el jovial Lawson. No llevaban la delatora etiqueta MRE, [8] pero Michael albergaba la sospecha de que eran obra de los mismos «restaurantes de postín» que avituallaban al ejército norteamericano. Miró el plato: podía apreciar con la vista que era filete de vaca con patatas, pero si cerraba los ojos ya no estaba tan seguro de ser capaz de identificarlo por el sabor. El instructor les pasó una bolsa en cuanto dieron buena cuenta de aquella cena fría y rápida a fin de que envolvieran y metieran en ella todos los restos.

– No podemos dejar ningún resto aquí afuera. Los hombres debemos llevarnos todo lo que traemos.

La base estaba colina abajo, a cosa de un kilómetro, junto a la orilla del mar de Weddell. Apenas era visible, y eso que sus luces blancas seguían encendidas a pesar de la permanente luz solar. Charlotte las estaba mirando como si fueran las luces de París. Cuando el viento soplaba en su dirección podía escuchar débilmente los aullidos de los perros de tiro en las perreras.

– ¿Seguro que no podemos pasar allí la noche? Quiero decir, ahora ya sabemos construir un iglú -insistió ella-. ¿Debemos dormir dentro?

Lawson asintió con la cabeza.

– Eso me temo. Yo sólo cumplo órdenes de arriba. Desde que el probeta ese, disculpe, me refería al geólogo de Kansas, se extravió ahí fuera y la palmó, Murphy exige que todos los novatos pasen un día completo entrenándose en la Escuela de la nieve.

Darryl se puso de pie y se frotó los brazos para entrar en calor.

– Vale, ¿dónde duerme cada uno? Uno de los dormitorios tendrá que ser mixto.

– Tienes razón -repuso el instructor, que conservaba la flema con independencia de la naturaleza de la queja formulada, por muy obvia que fuera-. Hice la primera algo más grande. ¿Por qué no la compartes conmigo, Michael?

Cada uno de ellos tomó del trineo un saco de dormir con relleno sintético y se dieron las buenas noches. Mientras esperaba a que Lawson, linterna en mano, se abriera paso por el túnel, el reportero reparó en Charlotte, que, envuelta en su gran parka verde, esperaba a que Darryl se introdujera en el interior del otro iglú.

– Al menos ahí dentro no se va a marear -bromeó Michael.


La mujer se limitó a asentir con los ojos fijos en el hueco abierto en la nieve mientras sostenía el saco de dormir enrollado. Michael tuvo una corazonada y se encaró con ella:

– Ni se te ocurra volver andando tú sola al campamento. No es seguro.

Charlotte lo miró de soslayo, pero él supo que le había leído el pensamiento, o por lo menos que la doctora había tenido la tentación.

– Venga, todos dentro -les instó Lawson con voz apagada.

– Hasta mañana -se despidió Michael antes de lanzar el saco de dormir, doblarse por la mitad y meterse a rastras por el corredor.

El túnel no era largo, pero sí estrecho. El instructor medía en torno al metro ochenta de altura, como el reportero, pero era de constitución bastante delgada, y en ese momento Michael deseó que Lawson hubiera tenido algo más de previsión y hubiera hecho la zapa algo más espaciosa. Se estuvo dando golpes en la cabeza durante todo el trayecto, y para poder avanzar se vio obligado a hundir las puntas de las botas y sostenerse sobre los codos mientras hacía fuerza para impulsarse hacia delante. No padecía de claustrofobia, pero habría sido un momento espantoso para sufrir un brote ahora que tenía todo el cuerpo enterrado en la nieve, los copos le empapaban los labios y el saco de dormir le obstaculizaba toda la luz que pudiera emitir la linterna de Lawson. Cuando al final asomó la cabeza al otro lado fue como emerger a un mundo nuevo. El instructor apartó el saco y tiró de él para ayudarle a salir.

– Lo mejor de todo es que aquí no es necesaria la nevera -observó Lawson.

Michael entró a rastras y debió quedarse de rodillas al tener el techo a escasos centímetros de la cabeza. Había suficiente distancia entre las paredes del iglú, que ya estaban cubiertas de vapor, dado que se había condensado el aliento de sus respiraciones, como para extender del todo el saco de dormir siempre que dejara los pies al borde de la entrada. Lawson había cubierto la mayor parte del suelo con esteras aislantes.

Lo que realmente le sorprendió fue la luz del interior. La linterna apuntaba hacia arriba y enviaba destellos luminosos en todas las direcciones, hasta el punto de que las paredes parecían refulgir con un fulgor blanquiazul y unos pocos copos desprendidos desde lo alto revolotearon perezosos en el aire, ostentosos como diamantes. Michael se sintió dentro de una bola de nieve.

– Tal vez el techo escurra un poco durante la noche, sobre todo en la zona de los respiraderos -avisó Lawson mientras se estiraba dentro de su saco de dormir-. No es preocupante, pero te sugiero subir hasta arriba la solapa del saco. -Se tendió de espaldas y se echó la tela impermeable sobre la cabeza-. Así -concluyó.

Su respiración levantó un poco la tela.

Michael desenrolló su saco y se tendió en él, no sin antes lograr darse tres o cuatro coscorrones contra el techo. Se quitó las botas, pero se dejó puestos los calcetines de lana y los escarpines de neopreno. Después imitó a Lawson e hizo un bulto con la parka y la colocó a modo de almohada, pero la parte más dura de la misma se aplastó hasta formar un rebujo apretado con las telas del saco y las otras ropas que no se había quitado. En el espacio cerrado del domo de hielo tuvo ocasión de apreciar su olor, y no era precisamente agradable. Se apretó un poco hasta conseguir poner los pies al fondo del saco. Lawson había pegado el suyo a la pared, pero aun así dejaba a Michael el espacio justo para extender las piernas sin tocar al compañero de iglú. Reclinó la cabeza sobre el abrigo enrollado y fijó la mirada en el curvo techo, preguntándose si no se derrumbaría en cualquier momento, pero en vez de eso se desprendió una sola gota que hizo plaf al estrellarse sobre su mentón, cubierto con una barba incipiente, pues durante los días anteriores se había afeitado cada vez menos en previsión de apuros como aquel, cuando venía bien cualquier protección, incluso la de los pelos del bigote. Se limpió el gotón con el dorso de la mano enguantada y se revolvió hasta poder echarse la solapa del saco de dormir sobre el rostro.

– ¿Apagas la luz? -murmuró Lawson.

– Vale -replicó el reportero.

Sacó el brazo y buscó a tientas la linterna situada entre ambos. La apagó en cuanto la encontró. En un instante se desvaneció el deslumbrante fulgor de la nieve, sustituido por una negrura y una quietud tan profundas que a Michael, por mucho que intentó evitarlo, le recordaron las del sepulcro.

CAPÍTULO ONCE

21 de junio de 1854, 1:15 horas


HACÍA MENOS DE UN año que Eleanor Ames había empezado a trabajar en el Establishment for Gentlewomen during Illness destinado a atender a damas enfermas en el número 2 de Harley Street, pero el hecho de ser elegida como enfermera de noche reflejaba la confianza depositada en ella por Florence Nightingale. Le enorgullecía y complacía tener esa responsabilidad, aunque ello implicara permanecer despierta hasta el alba, y la verdad sea dicha, Eleanor disfrutaba de la relativa calma imperante durante las horas de oscuridad. Salvo la administración ocasional de algún medicamento y el cambio de alguna cataplasma sucia, sus deberes tenían una naturaleza más espiritual. Algunas pacientes angustiadas o de naturaleza impaciente en los momentos buenos empeoraban al ponerse el sol. Daba la impresión de que sus demonios personales se les metían en el cuerpo al anochecer y la tarea de Eleanor era mantenerlos a raya.

A esas alturas de la noche ya había ido a ver a la señorita Baillet, una institutriz del barrio de Belgravia, postrada en cama tras un ataque de apoplejía, y a la señorita Swann, una sombrerera aquejada de una fiebre totalmente inexplicable. Había pasado el resto de la noche ordenando el dispensario y haciendo la ronda por las diferentes estancias a fin de cerciorarse de que todo estaba bien. La superintendente Nightingale había insistido en que era imprescindible limpiar y ordenar el hospital todos los días. Repetía además la importancia de ventilar las habitaciones, dejando entrar el aire limpio, o todo lo limpio que era posible en Londres, sobre todo de noche. Se había mostrado igualmente firme en la necesidad de cambiar a diario los vendajes aplicados a cada herida y servir alimentos nutritivos en todas las comidas. Muchos círculos habían acogido con escepticismo o indiferencia las ideas de Florence Nightingale. Incluso los médicos encargados de atender a las pacientes parecían considerarlas irrelevantes e inofensivas. Sin embargo, Eleanor había llegado a abrazar los ideales de la superintendente y se enorgullecía de figurar entre las muchachas -a sus diecinueve años era la más joven de todas- aceptada en el programa de formación de enfermeras.

Cerró con llave el dispensario, sobre todo para tener a buen recaudo el láudano, pues muchas pacientes lo pedían como remedio para el insomnio, y se miró en el espejo durante un rato. Se había puesto horquillas para mantener sujeta la oscura melena debajo del gorro blanco de enfermera, pero ésta empezaba a desmandarse y tuvo que aplastar el pelo para ponerlo otra vez en su sitio. Si la superintendente abandonaba sus habitaciones en la última planta y veía a la enfermera de guardia despeinada, no le iba a hacer mucha gracia.


Prestaba una atención solícita a los pacientes, cierto, pero pertenecía a esa clase de personas de las que preferirías no recibir una reprimenda.

Eleanor bajó la lámpara de aceite y salió al hall. Estaba a punto de subir las escaleras para poner en orden el solárium -la señorita Nightingale creía fervientemente en el poder sanador de la luz del sol- cuando algo atrajo su atención hacia la puerta principal. A través de los cristales de la misma entrevió cómo tres hombres bajaban de un carruaje detenido justo delante de los escalones de la entrada, y cuando miró con atención, descubrió, no sin sorpresa, que el terceto estaba subiendo la escalinata. ¿Acaso no sabían que las visitas sólo estaban permitidas durante ciertas horas de la tarde?

Al parecer, no. Avanzó hacia la puerta para evitar que llamasen, pues no deseaba que el ruido despertara a los enfermos, pero antes de lograrlo escuchó el tintineo de las campanas de la entrada y un instante después alguien martilleó con el puño la parte de madera. Atisbó a un hombre con patillas de boca de hacha cerca del cristal mirando al interior, mientras oía gritar a una voz:

– ¡Auxilio…! ¿Puede prestarnos ayuda?

Descorrió los cerrojos y abrió la puerta justo cuando el extraño había alzado el puño e iba a golpear de nuevo. El peticionario era un hombre de rostro rubicundo; de pronto pareció avergonzado, y dijo:

– Disculpe la intromisión, por favor, señorita, pero nuestro compañero necesita atenciones médicas.

El camarada en cuestión vestía también el uniforme de la caballería. Se llevaba una mano al hombro mientras otro amigo le sostenía por el codo para ayudarle a mantener el equilibrio.

– Éste es un hospital sólo para mujeres, y me temo que… -repuso Eleanor.

– Somos conscientes de ello -le atajó el hombre de mofletes colorados-, pero se trata de una emergencia y no sabemos dónde más acudir.

Le resultó familiar el semblante del soldado rubio que sangraba por la herida. Vaya, era el que se la había comido con los ojos cuando se había asomado a la calle para echar los cerrojos de las ventanas aquella misma tarde.

– No hay ningún médico en el hospital, ni lo habrá hasta mañana por la mañana.

El hombretón miró hacia atrás, en dirección a sus compañeros, que le esperaban varios escalones más abajo, como si no estuviera seguro de qué querían que hiciera a continuación.

– Soy el teniente Sinclair Copley -se presentó el oficial lastimado-. Me han herido cuando salí en defensa de una mujer…

Eleanor permaneció dubitativa en el primer escalón. ¿Qué desearía la superintendente que hiciera ella? No se atrevía a despertarla, pues, al fin y al cabo, ¿no era ella, Eleanor, la enfermera de guardia? Tuvo la impresión de que eso también implicaba ofrecer asistencia a un herido.

– Para abreviar el cuento: me han disparado y necesito que alguien me cure la herida -dijo el teniente. La tenue luz de las farolas le iluminó el rostro cuando hubo subido los escalones. Había una chispa implorante en el brillo de sus ojos-. ¿No podría al menos examinar el brazo y ver si tiene a mano algún remedio hasta que pueda acudir a un cirujano por la mañana? Como puede ver -continuó mientras retiraba la mano y dejaba ver la manga ensangrentada de la casaca- es preciso hacer algo para restañar la hemorragia.

Ella permaneció en el umbral, indecisa, hasta que el tipo grandullón pareció descorazonarse y dijo:

– Vámonos, Sinclair, Frenchie. Conozco un boticario en High Street que me debe un favor.

Dicho esto, le dio la espalda a la enfermera y bajó las escaleras pisando fuerte, pero el oficial rubio no se movió. Eleanor tuvo el convencimiento de que él había acudido hasta allí para ser atendido por ella, y le salieron los colores sólo de pensarlo.

Se apartó a un lado y dejó abierta la gran puerta detrás de ella.

– Sean tan amables de no hacer ruido. Los demás pacientes están durmiendo.

Cerró con llave cuando hubieron entrado y los condujo por el gran hall. La habitación estaba helada, pues había dejado todas las ventanas abiertas para que se ventilase. Los llevó hasta las salas del recibidor, una suerte de mezcla entre una sala de estar y una consulta. Estaba provisto de butacas, lámparas con borlas y un despacho en la primera habitación. En la alcoba del fondo había una camilla de exploración rellena con crines de caballo y forrada de cuero, una pantalla de lino blanco y un buró cerrado donde había instrumental médico y una pequeña reserva de medicamentos.

– Por cierto, yo soy el capitán Rutherford -se presentó el militar rubicundo- y este otro caballero es el teniente Le Maitre, pero todos suelen llamarle Frenchie. Los tres servimos en el 17º de lanceros.

– Encantada de conocerles -replicó ella, a quien le quedó claro por los uniformes y el modo de hablar que los tres eran de alta cuna y caballeros de posibles-, pero debo rogarles de nuevo que hablen bajo.

El oficial de mayor graduación asintió y se llevó un dedo a los labios en señal de confirmación antes de retirarse y tomar asiento en uno de los butacones. Encendió la lámpara de la mesa y ajustó la mecha para luego sacar un paquete de cigarrillos y ofrecerle uno a Le Maitre. Raspó una cerilla Lucifer contra la suela de su bota para prenderla y encendió un par de Cheroutes, esos puros cortados en ambos extremos. Los dos hombres permanecieron sentados, fumando con satisfacción.


– Llévelo ahí dentro -susurró Rutherford, señalando la alcoba del fondo con un ademán de la mano-. No deseamos verle morir aquí. Los rusos quieren pegarle un tiro primero.

Frenchie soltó una carcajada, pero se llevó la mano a la boca para sofocar el ruido.

– No les haga caso -terció Sinclair con voz suave-. Se dejaron los modales en el cuartel.

Avanzó hacia la camilla y comenzó a quitarse la casaca del uniforme, pero crispó el rostro al intentarlo, pues la sangre había pegado la tela a la piel. Eleanor no había tenido tiempo de sopesar plenamente lo que estaba haciendo. Había roto al menos tres reglas, pero la visión del oficial intentando separar la tela de la herida la sacó de su ensimismamiento de inmediato.

– Quieto, déjeme hacerlo a mí -dijo.

Se apresuró a abrir el buró, de donde extrajo un par de tijeras de sastre con las que cortó la manga hasta practicar una abertura lo bastante amplia como para poder retirar la tela de la piel. Luego, con suavidad, le quitó la estropeada casaca.

La joven sanitaria no supo muy bien qué hacer con ella.

El teniente rió al apreciar la momentánea confusión de la enfermera, tomó de su mano la prenda y la lanzó sobre el cuelgacapas situado detrás de Eleanor. Ella ni se acordaba de que estaba ahí. Entretanto, se sentó al borde de la camilla.

La arrugada camisa blanca de lino también estaba ensangrentada y rasgada, pero ella no tenía intención de que él se la quitara y en vez de eso se sirvió de las tijeras para abrir la manga desde debajo del hombro hasta la muñeca. Pudo apreciar la calidad de la tela y le afectaba mucho tener que cortarla, pero lo que la perturbaba de verdad era la mirada fija del soldado. Ella intentaba concentrar toda su atención en la herida ahora desvelada, pero mientras tanto, notaba cómo él estudiaba sus ojos verdes y los mechones de pelo que se le escapaban otra vez por debajo de la gorra blanca. La enfermera se había ruborizado, era consciente de ello, y nada podía hacer al respecto, por mucho que le hubiera gustado controlar la sangre que se le acumulaba en las mejillas.

Eleanor estuvo en condiciones de ver el rasponazo tras retirar la manga. La bala había rasgado la piel, pero no parecía haber tocado el hueso y muy poco el músculo. Le resultaba difícil saberlo, pues rara vez veía heridas de esa naturaleza en el hospital, y las pocas ocasiones que eso sucedía, como el caso de una anciana que por accidente se había ensartado con un atizador, el cirujano no solía permitir que una enfermera le ayudase de forma significativa.

– ¿Qué opina? -le preguntó el teniente-. ¿Viviré para luchar otro día?

La joven no estaba acostumbrada a ese tono juguetón del militar, y mucho menos viniendo de un hombre a quien tenía tan cerca, y cuyo brazo desnudo, el que ella había descubierto, de hecho, estaba cubierto de sangre.


Se volvió a toda prisa hacia el buró, de donde sacó un rollo de algodón limpio y un botellín de germicida, fenol, para aplicarlos a la herida. La sangre se había coagulado en gran parte y al frotar empezó a descascarillarse la costra. Depositó los trozos ensangrentados de algodón en un cuenco de esmalte situado encima del mueble. El raspón de la bala se reveló a los ojos de la sanitaria conforme iba limpiando, y entonces pudo ver que la piel estaba lo bastante abierta como para tener que practicarle una sutura.

– Sí, sobrevivirá -contestó al fin-, pero espero que no sea para volver a luchar. -La enfermera tomó una tela limpia-. De todos modos, va a necesitar un cirujano adecuado.

– ¿Por qué? -El teniente fijó la vista en el brazo-. No le veo yo mala pinta.

– Es necesario cerrar la herida, y para eso hay que darle unos puntos. Cuanto antes, mejor.

Él esbozó una sonrisa y ella le rehuyó la mirada, aun a sabiendas de que el teniente ladeaba la cabeza para mirarle el verde de las pupilas.

– ¿Es demasiado pronto esta noche?

– No hay un médico a estas horas, como ya le he dicho.

– Me refería a que si usted, señorita…

– Ames, enfermera Eleanor Ames.

– ¿No puede encargarse usted, enfermera Eleanor Ames?

Ella se quedó perpleja. Nadie había sugerido jamás algo semejante. ¿Cómo iba a suturar la herida de bala de un soldado ninguna mujer, ni siquiera aunque fuera una enfermera, sin otro recurso que sus propios medios? Las mejillas se le pusieron tan coloradas como el uniforme.

Copley se echó a reír.

– Es mi brazo y la considero capacitada para hacerlo. ¿Por qué piensa de otro modo?

Ella alzó los ojos para observar el rostro del militar, donde halló una deslumbrante sonrisa, el alborotado pelo rubio y un bigotillo típico de los que solían exhibir los jóvenes decididos a parecer de más edad.

– Sólo soy una enfermera, y todavía no he terminado el periodo de aprendizaje.

– ¿No ha visto suturar heridas?

– Muchas veces, pero esto es…

– ¿Podría hacerlo peor que el cirujano del regimiento, cuya especialidad es sacar muelas? Al menos, y a diferencia de nuestro buen doctor, el señor Phillips, usted no está bebida. -Le tocó la mano y dijo con tono de complicidad-: Porque no está ebria, ¿verdad?


Ella se vio obligada a sonreír a pesar de todo.

– Estoy perfectamente sobria.

– Entonces, perfecto. No queremos que la herida se encone durante toda la noche, ¿a qué no? -Se remangó los restos de la manga hasta el hombro y preguntó-: ¿Qué…? ¿Empezamos?

Eleanor se dividía entre la certeza de estar vulnerando sus responsabilidades y el creciente deseo -cada vez mayor- de hacer algo para lo cual se sentía perfectamente capacitada en lo más hondo de su corazón. Los cirujanos le pedían que se retirase de forma rutinaria, pero a pesar de ello la joven se las había arreglado para ver su trabajo, a menudo sólo por encima, y sabía que era capaz de hacerlo igual de bien, pero ¿qué diría la señorita Nightingale si salía a la luz tan flagrante vulneración del protocolo médico?

Como si le hubiera leído la mente, el teniente le aseguró:

– Nadie se enterará.

– La palabra de un lancero vale tanto como un juramento -añadió a voz en grito Rutherford desde su silla.

De inmediato, Frenchie le hizo gestos para que hablara en voz baja.

Sinclair quedó a la expectativa, con el brazo desnudo y una media sonrisa en los labios. Ésta creció cuando Eleanor vertió agua en la palangana, tomó una pastilla de jabón desinfectante y se frotó las manos. Supo que había ganado.

Rutherford se levantó del sillón y sacó una petaca plateada de debajo de su pelliza para luego tendérsela a Sinclair.

– Tenemos cloroformo y éter -anunció ella cuando vio el gesto, aunque en realidad albergaba serias dudas a la hora de administrarlos, pues nunca lo había hecho y temía las consecuencias de un error a la hora de practicarlo.

– Puaj -saltó Rutherford-. No hay nada como el brandy para estas cosas. Basta y sobra. He visto cómo dejaba groguis a hombres a los que les habían amputado una pierna.

Sinclair tomó la petaca y la alzó en señal de cortesía a su benefactor, antes de darle un buen tiento.

– Más -le instó Rutherford.

Sinclair acató la orden.

– Ea, ya está -dictaminó el capitán mientras palmeaba el hombro del teniente; luego, se volvió hacia la muchacha y le dijo-: El paciente es todo tuyo.

Ella aumentó la luz de las lámparas de gas sujetas a la pared y sacó de los cajones del buró dos utensilios que iba a necesitar: hebras de catgut, un resistente hilo de sutura obtenido de los intestinos de vacas u ovejas, y aguja de coser; después, le pidió al paciente que se tendiera sobre la camilla a fin de dejarle ver mejor la herida. Las manos le temblaban mientras enhebraba el catgut. El herido alargó la mano y la puso sobre las de la muchacha.

– Con firmeza -dijo con aplomo.

Ella tragó saliva y asintió por dos veces antes de proseguir con intencionada lentitud. Se inclinó hacia delante para examinar el corte a fin de estudiar el plan de acción: comenzaría al final de la herida, donde la piel estaba más separada; cogería los dos trozos de piel con la punta de la aguja y tiraría hacia arriba como si fuera un dobladillo. Según sus estimaciones, la brecha iba a requerir entre ocho y diez puntos, aunque sabía que al teniente iba a dolerle, por lo cual hizo propósito de trabajar lo más deprisa posible.

– ¿Está preparado? -preguntó.

El aludido acomodó el brazo sano debajo de la cabeza y se quedó descansando como si estuviera tumbado a la orilla del río en junio.

– Bastante.

La señorita Ames llevó la aguja hasta la piel y vaciló varios segundos antes de atreverse a realizar la incisión. Notó como se flexionaban los músculos del paciente y se le tensaba el brazo, pero Sinclair no despegó los labios. Ella intuyó que había hecho propósito de no manifestar dolor alguno delante de sus compañeros, o tal vez, sospechó Eleanor, delante de ella. La enfermera acercó un borde de la herida al otro, y lo atravesó también; luego, como si espolvorease un pellizco de sal con los dedos, unió ambos mientras llevaba la aguja en dirección contraria. La joven había visto cómo muchos pacientes desviaban la mirada en medio del proceso, como si se concentrasen en una visión idílica y lejana, pero Sinclair, sin embargo, mantenía la vista fija en ella del mismo modo que antes.

Practicó una incisión, y otra, y otra más, y poco a poco cerró la herida hasta dejarla reducida a poco más que una cicatriz irregular que subía unos pocos centímetros por el brazo. Debía cortar la hebra al terminar, pero en vez de romperla con los dientes, tal y como habría hecho con el hilo de coser, usó las tijeras para dejar suelta la menor longitud posible de hebra. Al final, alzó los ojos y miró el rostro del teniente, cuya frente estaba bañada en sudor y cuyos labios retenían a duras penas la sonrisa, pero no había soltado ni un respingo.

– Eso debería aguantar -aseguró la joven mientras se volvía para desechar el hilo sobrante de la sutura. Cubrió suavemente la herida con ácido carbólico y tomó una gasa limpia del buró para vendarle el brazo con firmeza-. Ya puede incorporarse si quiere.

Él respiró hondo y se levantó sin apoyarse en el brazo derecho. Se balanceó de un lado para otro durante unos instantes a causa del brandy, los efectos de la cirugía, o ambas cosas. Rutherford y Frenchie soltaron los cigarros de inmediato y acudieron para sujetarle.

Y así fue como los encontró Florence Nightingale.


La superintendente parecía un pilar de rectitud con ese largo miriñaque suyo, con la raya del pelo negro trazada exactamente en el medio de la cabeza y los brazos cruzados casi a la altura de la cintura. Mantuvo las cejas enarcadas mientras sus ojos negros iban de los soldados, cuyo estado de ebriedad no admitía duda alguna, a la joven enfermera, que tenía la gorra ladeada y las manos empapadas en agua y ácido carbólico, y vuelta a empezar. La situación le resultaba tan extraña como si acabara de toparse con un elefante en el salón, y no lograra encontrarle sentido a la escena.

– Enfermera Ames -dijo por último-, espero una explicación.

Rutherford alzó una mano y se adelantó para presentarse como capitán del 17º de lanceros antes de que los labios resecos de la joven pudieran articular palabra.

– Mi amigo aquí presente -continuó, señalando a Sinclair con un gesto- resultó herido mientras defendía el honor de una dama.

– Por ahí anda la cosa -le apoyó Frenchie.

– Solicitamos asistencia médica inmediata y la enfermera Ames la ha prestado con gran profesionalidad.

– Eso me corresponde decidirlo a mí -replicó la superintendente con frialdad-. En cuanto a ustedes, caballeros, ¿acaso ignoraban que ésta es una institución dedicada al cuidado exclusivo de damas?

El capitán de lanceros miró a Frenchie y luego a Sinclair, como si no estuviera muy seguro de qué debía responder a esa pregunta.

– No, no lo ignorábamos -contestó Sinclair, arreglándoselas para bajar de la camilla-, pero no había tiempo para buscar una alternativa mejor: mi regimiento marcha hacia el este por la mañana.

Rutherford y Frenchie parecieron exultantes ante la hábil improvisación.

Incluso la señorita Nightingale pareció algo más sosegada. Cruzó la estancia y examinó de cerca la herida recién suturada.

– ¿Y está usted satisfecho con el resultado de este procedimiento tan… poco ortodoxo? -le preguntó a Sinclair.

– Sí.

Ella se irguió y todavía sin mirar a Eleanor dijo:

– También yo. -Entonces, se volvió hacia la muchacha y le explicó-: Los puntos parecen estar hechos con pericia. -Eleanor respiró hondo por vez primera en varios minutos-. Pero el asunto no termina aquí. La reputación y el buen nombre de este hospital están bajo constante escrutinio. Voy a querer un completo informe por escrito a las ocho en punto de la mañana enfermera.

Eleanor agachó la cabeza en señal de asentimiento.


– En cuanto a ustedes, caballeros, si han recibido ya la asistencia solicitada, voy a tener que pedirles que se vayan.

Rutherford y Frenchie se apresuraron a recoger los chicotes y luego, con Sinclair colgando entre ambos, se dirigieron hacia el hall. La superintendente Nightingale mantuvo la puerta abierta a fin de dejarlos salir con mayor rapidez mientras Eleanor se quedaba rezagada, pero el grupo se detuvo al llegar al pie de las escaleras, momento en que ella alzó el largo miriñaque para poder subir.

– Vaya con cuidado, joven, y vuelva sano.

La señorita Ames tenía una visibilidad muy limitada, por lo cual sólo pudo ver cómo la luz de las farolas hacía refulgir el pelo rubio del teniente y la casaca roja que le habían echado sobre los hombros. Él le estaba sonriendo a Eleanor la perspectiva de su inminente partida hacia el frente provocó en la joven una punzada de preocupación, un sentimiento inesperado e incluso sorprendente debido a su intensidad.

CAPÍTULO DOCE

6 de diciembre, 15:00 horas


CUALQUIERA EN SU SANO juicio se habría desesperado nada más echar un vistazo al laboratorio de biología marina de Point Adélie, y sin embargo Darryl Hirsch estaba fuera de sí a causa del gozo. El suelo era un enlosado de hormigón, las paredes prefabricadas tenían un triple aislamiento de plástico, el techo era bajo y dominaba el lugar un olor salobre y mohoso, una especie de mezcla de hedores a pescado rancio y a productos químicos.

Pero él campaba a sus anchas y no tenía a nadie mirándole por encima del hombro mientras realizaba cualesquiera pruebas o experimentos que eligiera llevar a cabo. Por una vez, no iba a tener al doctor Edgar Montgomery, ese bocazas taimado y pagado de sí mismo, buscándole los fallos a su investigación y encontrándolos, como ya había hecho en más de una ocasión, impidiéndole la obtención de más recursos económicos. Aquel laboratorio lleno de tanques burbujeantes y conductos de aire siseantes era el propio feudo privado de Hirsch.

En cuanto llegase el equipo necesario, la NSF habría equipado el laboratorio con todo cuanto él necesitaba, desde microscopios, placas de Petri para los cultivos de bacterias, tubos de ensayo, respirómetros y centrifugadoras de plasma. Llamaban acuario a una enorme pecera redonda situada en el centro de la habitación. Tenía una abertura por arriba, ciento veinte centímetros de hondura y una anchura suficiente para meter un bote de remos. Parecía un pastel cortado en tres trozos o compartimentos, pero la división era crítica, dada la desafortunada tendencia de la mayoría de los especímenes de las especies acuáticas a comerse unos a otros. En ese momento contenía un enorme bacalao antártico. Alguien había escrito a mano un cartel: ‹Soy salao cual bacalao. Acaríciame›. El chiste era malo, y además, el científico sabía que era una broma peligrosa, pues en un momento dado el Dissostichus mawsoni, que no era un verdadero bacalao pese a llamarse así, podía convertirse en un pez peligroso, salir del agua de un brinco y llevarse de un bocado cualquier cosa, desde una cámara a una mano humana. Quitó el letrero y lo tiró a la papelera.

Había dos grandes mesas de disección apoyadas sobre dos paredes y encima, varias estanterías llenas de peceras más pequeñas iluminadas con unas pálidas luces púrpuras. En ellas remoloneaban extrañas criaturas -erizos marinos, anémonas, arañas de mar, poliquetos escamosos- o se pegaban al cristal, como era el caso de la estrella de mar.


Darryl dedicó la mayor parte de la primera semana a inventariarlo todo, ordenar el laboratorio, revisar los archivos y organizar un plan de trabajo. Su mayor deseo era zambullirse cuanto antes a fin de capturar sus propias especies, en su mayoría especímenes de los notables dracos o peces de hielo de la familia Channichthyidae, y llevarlos con vida a la superficie, que solía ser la parte más difícil del proceso, pues las criaturas acostumbradas a vivir en mar profunda estaban sometidas a unas condiciones glaciales y eran extremadamente sensibles a cambios de presión, temperatura y luminosidad. Hirsch ya había puesto en antecedentes a Murphy O’Connor acerca de sus necesidades y éste le había asegurado estar en condiciones de proporcionarle el equipo necesario para levantar y mover la cabaña de buceo siempre y cuando él cumplimentase por anticipado todo el papeleo exigido por la NSF. Tal vez O’Connor fuera un tipo de trato difícil y un tiquismiquis en lo tocante a las normas y a los reglamentos, pero Darryl tenía la impresión de que era alguien con quien se podía trabajar.

El biólogo había encontrado en una mesa próxima a la puerta una colección de CD de lo más ecléctico y un equipo de audio Bose tan bueno como cualquiera que hubiera comprado en casa. No sabía a quién darle las gracias, ¿a la NSF?, ¿a algún biólogo marino destinado allí antes?, pero fuera como fuese, le estaba muy agradecido. Puso un CD con el Concierto en Mi mayor de Bach -hacía mucho que había llegado a la conclusión de que éste y Mozart eran los compositores más adecuados para concentrarse-, y por eso no escuchó cómo alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Apartó los ojos de la muestra que estaba preparando en cuanto percibió el soplo de aire helado. El periodista se echó hacia atrás la capucha con forro de piel y abrió la cremallera del anorak, dejando a la vista la cámara que llevaba del cuello.

– ¿Qué vas a fotografiar?

– Lawson y yo fuimos a la antigua factoría noruega de balleneros. Se me ocurrió que podría tomar unas cuantas fotos para dar ambiente.

– ¿Y lo conseguiste? -inquirió Darryl mientras depositaba un trozo de alga sobre un papel muy fino para luego ponerlo debajo de las lentes del microscopio.

– En realidad, no. Había demasiado ‹ambiente› esta mañana. La niebla velaba casi toda la luz y resultaba imposible captar nada.

– Avísame la próxima vez que pienses salir por ahí. Me gustaría ir.

Wilde se echó a reír.

– Sí, ya, claro. -Michael señaló las peceras y los botes con especímenes-. Ésta es tu idea del paraíso. Jamás podré sacarte de aquí.

Hirsch alzó los hombros, como si fuera a darle la razón, pero luego añadió:

– Eso no es del todo cierto. Mañana a primera hora voy a salir si el tiempo lo permite, lo cual es una condición básica en la Antártida.


Michael se subió a un taburete del laboratorio y se limpió de la manga unos copos de nieve.

– ¿De veras? ¿Y adónde vas?

– A rebuscar en el armario de Davy Jones [9] -repuso el científico, haciendo un floreo para dar dramatismo a la respuesta.

– ¿Vas a bucear?

– Eso pretendo. No veo por aquí ningún sumergible, ¿y tú?

– ¿Y qué vas a buscar?

Era una pregunta estupenda para la cual no había una respuesta fácil. Había llegado hasta aquellas tierras olvidadas por Dios por ese motivo.

– Hay quince especies de peces antárticos capaces de sobrevivir en condiciones donde ninguna otra es capaz -contestó, eludiendo de forma deliberada el binomio de latinajos del sistema de Linneo-. Pueden vivir a oscuras en aguas heladas durante cuatro meses. No tienen escañas ni hemoglobina.

– Dicho con otras palabras, su sangre es…

– … incolora, exactamente. Son de un blanco traslúcido incluso las branquias, y más aún, disponen de una especie de anticongelante natural, una glicoproteína o glucoproteína, una biomolécula compuesta de carbohidratos que impide la formación de cristales en el sistema circulatorio de esos peces.

– ¿Y vas a conseguir ejemplares de esos peces?

Resultaba evidente por el tono de voz de Michael que consideraba el asunto un tanto estrafalario, siendo suaves, pero Darryl estaba acostumbrado a semejante reacción.

– Atraparlos no es muy difícil, la verdad. Cuando nadan se mueven despacio, y se pasan la mayor parte del tiempo en el fondo del mar a la espera de algún pez más pequeño que nade muy lentamente o de algún desventurado krill antártico, un pequeño crustáceo similar al camarón.

– ¿Cómo reaccionarían si yo merodeara por esas aguas?

– ¿Quieres acompañarme? -inquirió el biólogo. El rostro del periodista dejaba claro que hablaba en serio-. ¿Sabes bucear?

– Tengo certificados de buceo en tres continentes -contestó Michael.

– Deberé verificarlo con Murphy y asegurarme de que está todo en orden.

– No te molestes -repuso el reportero, saltando del taburete-. Yo me haré cargo.

Wilde salió de la estancia antes de subirse siquiera la cremallera del anorak. Hirsch se preguntó si había hecho bien en invitarlo o si había cometido un despropósito. ¿Tenía Michael la menor idea de dónde se estaba metiendo?

Michael lo sabía perfectamente. Se sobreponía de inmediato cada vez que se le presentaba un nuevo reto o el menor atisbo de vacilación, a veces lo confundía con el instinto de preservación, pues era un adicto a la adrenalina y sabía que en aquellos momentos no había mejor antídoto contra la depresión, que de forma sutil siempre estaba allí presente. Si dejaba sueltos los pensamientos, por muy peregrinos que estos llegaran a ser, siempre acababa en el mismo destino: la cordillera de las Cascadas y Kristin. Sólo era capaz de hallar un poco de paz auténtica cuando se entregaba a algún desafío extremo o se las arreglaba para engañar a sus pensamientos y llevarlos en otra dirección.

La noche anterior se había descubierto cayendo a un abismo sin fondo y había hecho acopio de coraje para llamar al móvil de la hermana menor de Kristin. Aunque se hallaba en un mundo apartado, la base disponía de una potente conexión por vía satélite, cortesía del ejército de Estados Unidos, y era bastante buena, dejando a un lado algún que otro siseo de la estática y una demora significativa.

– ¿Telefoneas desde el Polo Sur? -preguntó Karen, asombrada.

– No exactamente, pero estoy bastante cerca.

– ¿Y hace un frío pelón?

– Sólo cuando sopla el viento, o sea, casi siempre.

Sobrevino un silencio, mientras las palabras recorrían el largo viaje hasta ella. Entretanto, ambos se preguntaron qué decir a continuación. Michael rompió el silencio y le preguntó:

– ¿Dónde estás ahora?

Karen se echó a reír. Maldición. Su risa se parecía demasiado a la de Kristin.

– No te lo vas a creer, pero estoy en una pista de hielo.

Michael la visualizó en el acto.

– ¿Estás en el Skate & Bake?

Era un café situado en los aledaños a la pista de hielo. La conexión se perdió y cuando volvió Karen estaba terminando:

– … chocolate caliente y una caña de crema.

La imaginó vestida con un grueso jersey de ochos y sentada en una mesa de bancos corridos.

– ¿Estás sola o te pillo con una cita interesante?

– ¡Qué más quisiera yo! Me he traído un libro sobre el juez William Hubbs Rehnquist. Ésa es mi cita interesante.

No le sorprendió ni un ápice. Karen era una joven rubia tan guapa y brillante como Kristin, pero siempre había tenido un punto de persona solitaria, e incluso aunque había muchos hombres que le pedían una cita, y algunas veces la conseguían, nunca salía con ninguno por mucho tiempo. Los libros parecían ser la muralla tras la cual salvaguardaba su intimidad, una forma de capear cualquier posible enredo emocional.

Conversaron un rato sobre sus clases y sobre si había tenido o no tiempo de asistir al servicio de asesoramiento jurídico, antes de que ella llevara la conversación al relato de aventuras durante el viaje de Michael hasta Point Adélie. Él le describió detalles sobre el trayecto a bordo del Constellation y de cómo había conocido a Darryl Hirsch y a la doctora Barnes. Cuando le describió el choque del albatros contra la pantalla de la torreta, ella exclamó:

– Ay, no, ¡pobre bicho!

Michael rió de mala gana. Kristin habría reaccionado exactamente del mismo modo: alarmándose más por el ave que por las personas involucradas en el accidente.

– ¿Y no te preocupa mi integridad? -inquirió, simulando cierta exasperación.

– Oh, sí, eso también, por supuesto. ¿Estás bien?

– Sobreviví, pero la teniente resultó herida, y tuvieron que evacuarla de vuelta a la civilización.

– Uf, qué mal rollo. -Se produjo una pausa, o tal vez fue una simple demora a causa de la lejanía-. Me preocupas de verdad, Michael. No te metas en nada demasiado peligroso.

– Jamás lo hago -contestó, y se arrepintió al instante, ya que eso los conducía al único tema de conversación que habían estado evitando, y a la única ocasión donde había dejado que sucediera algo estúpido y peligroso.

Karen debía de sentir algo parecido también, porque dijo:

– No hay muchas novedades respecto a Krissy, me temo…

Él ya se lo esperaba.

– Mis padres están muy esperanzados con la nueva estimulación y el programa de revitalización. Hacen sonar trozos de madera cerca de sus oídos y le encienden linternas cerca de los ojos. Encienden y apagan, encienden y apagan, y así. Lo peor de todo es cuando le ponen una gota de salsa de tabasco en la lengua. Ella odiaba el tabasco, lo sé de buena tinta. Lo hacen para ver si la traga o la escupe.

– ¿Y lo hace?

– No, y aunque los médicos y las enfermeras los animan para que sigan intentándolo, cero que lo hacen sólo para que tengan la sensación de estar haciendo algo.

A pesar de los miles de kilómetros de distancia, Michael fue capaz de apreciar la enorme carga de pesar y resignación que había en la voz de la joven. Karen no era una sentimental simplona ni una beata, pues aunque los señores Nelson eran luteranos y asistían a los oficios religiosos con regularidad, sus hijas habían abandonado esa fe hacía mucho tiempo. Kristin había desafiado a sus padres abiertamente y todos los domingos por la mañana salía a navegar con el kayak o a practicar el alpinismo en algún sitio. Por el contrario, Karen siempre había actuado con tacto y mano izquierda hasta que ellos dejaron de pedirle que asistiera y ella abandonó las excusas. El mismo abismo se había generado con el espinoso asunto de Kristin. Sus padres seguían en sus trece a pesar de los resultados de todas las pruebas mientras que Karen examinaba con suspicacia los TAC, discutía los últimos hallazgos de los médicos sin pelos en la lengua y sacaba sus propias conclusiones.

Michael conocía bien sus deducciones.

Después de haber terminado de hablar con ella descubrió que era incapaz de seguir sentado ni de quedarse metido entre cuatro paredes, un problema bastante común en él. Se puso el pesado equipo y se ajustó las gafas antes de salir solo al exterior. O’Connor se había mostrado taxativo sobre lo de salir acompañado: jamás podía abandonarse el recinto sin un compañero ni haber consignado el itinerario en la pizarra, pero él tenía previsto mantenerse cerca de la base, y no quería compañía, eso desde luego.

La bandera americana flameaba con fuerza, pues soplaba un fuerte viento racheado, y los chasquidos de la tela sonaban como si fueran disparos. Michael paseó alrededor del campamento, que se desplegaba adquiriendo una tosca forma rectangular. Vio los módulos principales, los de la administración, los comedores, los dormitorios y la enfermería, y luego las estructuras no incluidas en ellos, situadas ya colina arriba: los laboratorios de biología marina, glaciología, geología y botánica, y los cobertizos para los vehículos, pues la base contaba con su propio parque: motos de nieve, botes, niveladoras, todoterrenos llamados sprytes [10] que parecían jeeps con cadenas, y sólo Dios sabía qué más, todos ellos guardados en cabañas con tejados de aluminio y doble puerta cerrada con cerrojos no demasiado seguros, pues al fin y al cabo, ¿quién iba a robar algún vehículo? ¿Adónde iba a ir? Una docena de huskies siberianos de ojos azules como el hielo y pelajes grises permanecía en una cabaña retirada, donde habían esparcido paja fresca encima del suelo de tierra apelmazada. A veces, durante la noche, sus aullidos se confundían con el ulular del constante viento y se escuchaban fuera de los dormitorios como si fueran el lamento de espíritus penitentes.

En la jerga antártica, todo vehículo pequeño de tracción usado en caminos poco practicables.


Michael apenas distinguió las notas del piano acústico cuando pasó junto a las estrechas ventanas del salón de entretenimiento. Echó un vistazo al interior y cio cómo uno de los reclutas, creyó recordar su nombre, Franklin, se marcaba un ragtime de cabo a rabo mientras Tina, la corpulenta glacióloga, apretaba la pelota de ping pong con la regularidad de un metrónomo. Se había enterado de que ambos eran ‹tostaditos›, es decir, estaban irritables y se les olvidaban las cosas tras haber pasado en la estación la mayor parte del largo y oscuro invierno austral, cuando el sol jamás brillaba, apenas llegaban provisiones frescas y el mundo exterior bien podía haber estado en otro planeta. La verdad era que se merecían una medalla como la que había visto en la solapa de Murphy: una insignia de honor para poner en la solapa de las que le valían a uno reputación entre los de la base, y la respetaban por igual probetas y reclutas.

El viento le dio de lleno en el rostro en cuanto dobló la esquina del salón, y lo hizo con tanta fuerza que se las vio y se las deseó para no caerse y conservar el equilibrio. Eligió con cuidado su camino hacia la costa helada y bajó con cuidado por el pedregal de guijarros sueltos mientras el frío del vendaval se le metía por entre la ropa. Nunca estaba claro dónde terminaba la tierra y dónde empezaba el mar helado, pero eso en realidad importaba poco, pues el suelo rocoso era durísimo y resultaba difícil horadarlo o trabajar en él. A lo lejos logró atisbar una colonia de pingüinos mientras bajaba dando brinquitos sobre la ladera de una colina helada para luego deslizarse sobre el vientre y sumergirse en el agua. Alargó la mano enguantada y buscó a tientas el cordel de la capucha para sujetarla lo máximo posible y al fin logró cubrir toda la cara, salvo el espacio ocupado por las gafas de esquiar. El astro rey era frío y plateado como un carámbano mientras pendía en el cielo ligeramente más alto que la semana anterior, progresando de forma lenta pero inexorable hacia el horizonte meridional, y hacia el olvido. Había seis grados bajo cero la última vez que lo verificó, pero la sensación térmica era mucho más intensa a causa de ese viento gélido.

Alzó una mano de forma instintiva cuando un borrón blanquinegro le pasó rozando la cara. Volvió a pasar al cabo de un segundo. Era un págalo ártico, una de las aves más vengativas de la Antártida. Comprendió que debía de estar demasiado cerca del nido. Mantuvo el brazo por encima de la capucha, sabedor de que el pájaro siempre atacaba a la cabeza, la zona más elevada de cualquier intruso. Miró en derredor cuando el págalo pasó zumbando junto a su mano enguantada, pues no tenía deseo alguno de pisar a las posibles crías. A pocos metros de su posición se alzaba un altozano que ofrecía algo de protección frente a la ira del viento. La compañera del págalo atendía a dos polluelos en ese lugar. Debía de haber llegado del mar hacía muy poco, pues sostenía en el pico un krill todavía vivo que movía sus numerosas patas. El humano se alejó varios pasos y papá pájaro, aparentemente satisfecho por la retirada del intruso, regresó al nido.


Los dos polluelos se desgañitaban al piar por la comida, pero uno era mayor que el otro, y batía las alas con fuerza y picoteaba al pequeño en cuanto éste gorjeaba. El pajarillo se veía apartado del nido cada vez que esto sucedía, pero los padres parecían completamente imperturbables. La madre entreabría el pico curvo y soltaba el crustáceo ante la mirada desesperada del pequeño; entretanto, su hermano lo atrapaba en el aire y se lo tragaba entero.

‹Venga ya, reparte a pachas›, quiso decir el hombre, pero era consciente de que esas reglas no se aplicaban allí. Si la cría pequeña no era capaz de buscarse la vida, sabía que los padres le dejarían morir de hambre. Lisa y llanamente, se estaba aplicando la supervivencia de los más dotados.

La criatura hizo un último intento de regresar al nido, pero el grandullón volvió a picotearle y darle aletazos hasta que le hizo retroceder con la cabeza gacha y las alas pegadas al cuerpo. Papá y mamá permanecieron impasibles, mirando en otra dirección.

Michael aprovechó su oportunidad: avanzó un paso y antes de que se escabullera el avecilla, a la que todavía no le habían terminado de salir las plumas, la tomó entre sus manos enguantadas, de donde sólo sobresalieron los negros botones de sus ojos y su cabecita blanca. Papá págalo emitió un chillido, pero él sabía que no se trataba de una reacción ante el rapto, sino ante la excesiva proximidad al nido y el heredero visible.

– Piérdete -dijo el hombre mientras sostenía al polluelo contra su pecho.

El viento le azotó la espalda cuando se dio media vuelta y lo llevó en volandas ladera abajo hasta el calor del salón de entretenimiento. ‹¿Cómo habría llamado Kristin al pajarillo abandonado?›, se preguntó.

CAPÍTULO TRECE

6 de julio, 16: 30


ASCOT SÓLO HABÍA SIDO una palabra para Eleanor, el nombre de un lugar que jamás conseguiría ver, no con ese salario suyo tan pequeño y menos aún sin compañía.

Y sin embargo, allí estaba ella, inclinándose cerca de la barandilla de madera mientras los caballos eran conducidos desde el paddock a los puestos de salida. Jamás había contemplado ejemplares tan soberbios de deslumbrantes pelajes, coloridos sudaderos por debajo de las sillas y los paños blancos envueltos alrededor del extremo inferior de las patas. Miles de personas: unos agitaban calendarios de carreras y despotricaban a voz en grito sobre damas, caballeros, jockeys y los caminos embarrados. Los hombres bebían de unas petacas y fumaban cigarros; las mujeres, o algunas al menos, las que a juicio de Eleanor tenían un aspecto más dudoso, caminaban pavoneándose de sus vestidos y haciendo girar las sombrillas rosas o amarillas. Todos reían, parloteaban de forma atropellada y se daban palmadas en la espalda. El resumen, era la escena más alegre y bulliciosa de la que había formado parte en su vida.

Notó la mirada de Sinclair fija en ella unos segundos antes de que él preguntara:

– ¿Lo está pasando bien?

La señorita Ames se sonrojó al pensar con qué facilidad debía adivinar sus pensamientos.

– Oh, sí -respondió ella.

El oficial pareció bastante satisfecho de sí mismo. Vestía para la ocasión ropas de civil: una levita de color azul oscuro y una limpia y almidonada camisa blanca rematada con un pañuelo de seda negra cuidadosamente anudado. El pelo rubio le llegaba justo hasta el cuello.

– ¿No le apetece un ponche de ron o una limonada fría?

– No, no -se apresuró a rehusar ella, pensando en el gasto adicional, pues Sinclair ya le había invitado a recorrer el trazado de la carrera en un carruaje privado y tres entradas, ya que Eleanor, en atención al decoro, no había querido viajar a solas con el joven teniente y él había tenido a bien invitar a pasar la tarde con ellos a la también enfermera Moira Mulcahy, su compañera de habitación en la pensión. Moira era una joven irlandesa entrada en carnes, sociable, a veces un tanto bruta, y de amplia sonrisa. Aceptó enseguida la invitación a Ascot.

Y cazó al vuelo la oferta de tomar algo con la misma prontitud.

– Oh, señor, a mí me encantaría tomar una limonada -pidió Moira sin apenas apartar la mirada de la tribuna situada detrás de ellos, donde se había reunido un gentío para presenciar la carrera más esperada de la tarde: la de la Copa de Oro.

– Caray con el sol, cómo está… -Moira hizo una pausa para buscar un sustituto elegante de ‹pegando›-. Hace un sol de justicia. -Esbozó una ancha sonrisa, satisfecha de su elección mientras Sinclair se excusaba para ir a por el refresco. Entonces codeó a Eleanor y le dijo-: Lo tienes en el bote.

La aludida fingió no entenderla, como si fuera otro de los refranes tan propios de Moira, pero el sentido era más que evidente.

– ¿Te has dado cuenta de cómo te mira? -se burló la irlandesa-. O dicho de otra manera, que no mira a ninguna otra. ¡Y menuda planta! ¿Estás segura de que no es un lord?

Eleanor no estaba segura de nada. El teniente seguía siendo un hombre misterioso en más de un sentido. Al día siguiente de haberle suturado la herida le había enviado una caja de mazapanes con frambuesas y una nota: ‹A la enfermera Eleanor Ames, mi dulce ángel de la guarda›. La superintendente Nightingale había interceptado el paquete en la puerta y cuando se lo entregó, lo hizo con un inconfundible gesto de desaprobación.

– Las conductas alocadas traen estas consecuencias -sentenció antes de volver al jardín, donde cultivaba sus propias verduras y frutas frescas.

La joven enfermera mostró ciertos reparos ante el cuerpo del delito, pero Moira ni siquiera se detuvo a mirar dos veces al paquete, del que retiró enseguida la cinta lavanda para metérsela en el bolsillo.

– Es demasiado buena como para desperdiciarla y a ti no te importa, ¿a que no?

Y luego se puso a dar saltitos a la espera de que la destinataria del regalo lo abriera y en cuanto lo hizo, la irlandesa metió la mano mientras Eleanor contemplaba maravillada la belleza y el dulce aroma afrutado de los mazapanes. Sostuvo en las manos como si fuera un cuadro valioso la tapa de la caja con una flor de lis estampada en oro y la leyenda Confections Douce de Mme. Daupin, Belgravia. Nadie le había enviado dulces con anterioridad.

El teniente Sinclair le hizo llegar una nota a través de un mensajero. En ella le preguntaba cuándo dispondría de tiempo para que él pudiera hacerle una visita, pero Eleanor le explicó que no disponía de tiempo libre, a excepción del sábado por la tarde y por la noche, ya que reanudaba sus tareas normales en el hospital el domingo a las seis y media de la mañana, a lo cual él replicó que en tal caso solicitaba su compañía la tarde del sábado siguiente, anunciando que no aceptaría una negativa por respuesta. Moira, que había asomado la cabeza por encima de su hombro para leer la contestación, le dijo que no debía negarse de ningún modo.

– Mira, mira, Ellie -dijo Moira cuando sonó una corneta y los corceles de carrera se reunieron y ocuparon su lugar detrás de una larga y gruesa cuerda, cuyos extremos estaban amarrados a los palos situados en los laterales de la pista ovalada.

– ¿Va a empezar la última carrera?

– Así es -le confirmó Sinclair, reapareciendo de entre la gente con dos vasos en las manos. Entregó uno a Moira y otro a Eleanor-. Me he tomado la libertad de apostar en vuestro nombre.

El teniente le entregó un resguardo con unos dígitos garabateados en un lado y un nombre en el otro: ‹Canción de ruiseñor›. La señorita Ames no lo comprendió del todo.

– Es el nombre del caballo -le aclaró Sinclair mientras Moira se acercaba para leerlo-. Parece una coincidencia afortunada, [11] ¿no cree?

– ¿Cuánto hemos apostado? -inquirió Moira con regocijo a pesar de que esa alegría contrariaba a Eleanor.

– Diez libras… a que gana -contestó.

Las dos muchachas se quedaron espantadas ante la simple idea de apostar diez libras a nada. Ellas ganaban quince chelines a la semana y una comida al día en el comedor del hospital. La posibilidad de perder diez libras en cuestión de minutos en algo como una carrera de caballos les pareció a ambas algo fuera de toda lógica, pero Eleanor supo que para su familia -integrada por los cinco hijos de un lechero de escasos posibles y una madre muy sufrida- habría sido algo peor que una estupidez: lo habrían considerado pecado.

– ¿Y cuánto nos llevamos si gana esa yegua?

– Tal y como andan las apuestas, treinta guineas.

Moira estuvo a punto de derramar la limonada.

Un hombre corpulento engalanado con un frac de día cruzó la línea de salida a grandes zancadas para luego subir a la tablazón del juez de meta cubierta con unas telas de terciopelo rojo y dorado. La Union Jack flameó en lo alto de un astil elevado situado detrás de él.

– Damas y caballeros -anunció con tono estentóreo a través de una bocina-, es un honor para nosotros darles la bienvenida a la primera Copa de Oro de Su Majestad.


Eleanor y Moira se quedaron momentáneamente perplejas ante la salva de vítores y aplausos que acogió a aquellas palabras. Sinclair se inclinó hacia ellas y les explicó:

– Antes esta carrera se llamaba la Bandeja del Emperador en honor al zar Nicolás de Rusia. -Ellas lo entendieron de inmediato-. Este año se ha cambiado el nombre de la carrera, dada la situación en Crimea.

El clamor se apagó cuando se oyó otro toque de corneta. La fanfarria de notas llegó hasta las gradas más altas de la tribuna y los caballos se removían inquietos, como si estuvieran ansiosos por estirar las patas y echar a correr de una vez por todas. Los jinetes sujetaban la fusta debajo del hombro y se sostenían de pie sobre los estribos para no sobrecargar el lomo y se sostenían de pie sobre los estribos para no sobrecargar el lomo de las monturas con su peso hasta el último momento. La brisa vespertina hacía tremolar las mangas de seda de sus camisas. El hombre corpulento de la tablazón sacó una pistola de la faja del frac y la alzó mientras dos mozos de cuadra desanudaban los extremos de la cuerda y la dejaban caer de cualquier manera sobre la hierba. Cada jockey luchaba por controlar a su corcel y evitar que cruzase la línea de tiza trazada sobre el suelo.

– Jinetes… ¡Preparados! -voceó el juez de salida-. A la de tres. Uno… dos…

Disparó el arma en vez de decir ‹tres›. Entre tropezones y empellones por abrirse paso, las monturas salieron disparadas hacia la pista, ahora expedita. Durante unos instantes, mientras caballos y jinetes porfiaban por obtener una buena posición, se produjeron algunos rifirrafes; luego, echaron a galopar.

– ¿Cuál es la nuestra? -preguntó Moira a voz en grito sin dejar de pegar saltos cerca de la barandilla-. ¿Cuál es Canción de ruiseñor?

Sinclair le indicó una potra de color canela que en ese momento corría en el medio del pelotón.

– La del pelaje alazán.

– Pues no está ganando -gritó Moira con una desesperación que provocó una sonrisa en el joven oficial.

– No han recorrido ni el primer estadio -le informó Sinclair-, y la carrera consta de ocho. Hay tiempo de sobra para la remontada.

Eleanor dio un sorbo a la limonada. Confiaba en ofrecer una imagen recatada, pero en el fondo estaba tan entusiasmada como Moira. Ella no había apostado nada en su vida, ni siquiera aunque fuera con dinero ajeno, y hasta ese momento no tenía ni idea de las sensaciones que eso podía provocar. La cabeza le daba vueltas ante la sola idea de que hubiera en juego treinta guineas, que pensaba devolver a Sinclair, su legítimo dueño, en caso de que ganara la potra.

Intuyó de nuevo que el teniente había adivinado su entusiasmo. La muchacha notó cómo vibraba el suelo bajo el atronador golpeteo de los cascos. Desde las gradas le llegaba un torrente de gritos de júbilo y ánimo, así como instrucciones a voz en grito que ningún jockey llegaría a oír:

– ¡Pégate a la barandilla!

– ¡Usa la maldita fusta!

– ¿A qué estás esperando, caballito?

– El circuito de Ascot es muy exigente -le confió Sinclair a Eleanor.

– ¿Ah, sí? -A la muchacha le parecía una pista ovalada amplia y propicia, con un centro de abundante hierba verde-. ¿Y cómo es eso?

– La tierra del suelo está apelmazada y eso exige mucho al caballo, más que el derbi de Epsom Downs, en Surrey, o la carrera de Newmarket, en Suffolk.

Eleanor no había oído hablar de esas carreras, pero a diferencia de éstas, Ascot tenía el sello real. Al cruzar las imponentes verjas negras de la entrada había visto en lo alto la divisa real en relieve dorado. Se había sentido como si hubiera penetrado en el mismísimo palacio de Buckingham. Había muchos puestos ambulantes dentro del recinto, donde se vendía de todo, desde vasos de rico hordiate a manzanas de caramelo, y donde había gente de toda clase y condición, desde caballeros elegantemente ataviados que iban del brazo de sus señoras, acompañándolas, hasta rapaces desaliñados en sus puestos de tahúres con sus compinches haciendo de cebo, y alguna ocasión habría jurado que los había visto robar carteras a los transeúntes y mercancía en los tenderetes. Llevando a una de cada brazo, Sinclair las había guiado a través del gentío sin vacilación alguna hasta llegar a aquel lugar concreto, el mejor sitio desde el cual ver la carrera, según les había garantizado.

La joven enfermera tenía la impresión de que era verdad. Entonces doblaron la primera curva los corceles: todos juntos formaban un lienzo de pinceladas blancas, grises y negras al cual aportaban color las sedas y atavíos del los jinetes. Eleanor debió tomar el programa de las carreras comprado por Sinclair y abanicarse con fuerza para aliviar el calor provocado por aquel sol de justicia y espantar a las insistentes moscas. El oficial permanecía cerca, muy cerca, más de lo que solía estar ningún hombre, aunque esa cercanía parecía en parte consecuencia directa de los empujones de la multitud. Moira estaba recostada en la valla y tenía medio cuerpo fuera, apoyando sus brazos rollizos en el otro lado mientras animaba a gritos a Canción de ruiseñor.

– ¡Tira p’alante, mueve el culo!

Eleanor pilló a Sinclair mirándola, y ambos compartieron una sonrisa privada. Moira se volvió, avergonzada.

– Discúlpeme, señor. Me he dejado llevar.

– Está bien, no se inquiete. No va a ser la primera vez que la emoción le puede a alguien en el hipódromo.


La señorita Ames había oído cosas bastante peores; el trabajo en el hospital, incluso en uno dedicado exclusivamente a mujeres pudientes, le había endurecido el corazón ante los gemidos más espantosos y las mayores blasfemias. Había visto consumidas por la ira y la violencia a personas perfectamente correctas y respetables en el curso normal de sus vidas. Había aprendido que la angustia física, y a veces la perturbación mental, podían agriar el carácter de una persona hasta resultar prácticamente irreconocible: una tranquila costurera había aullado y peleado hasta el punto que fue necesario el uso de vendas para atarle las manos a los postes de la cama; una institutriz empleada en una de las mejores casas de la ciudad le había arrancado los botones del uniforme y le había tirado un orinal lleno; después de que le hubieran extraído un tumor, una modista le había clavado sus afiladas uñas hasta arañarle en los brazos y le había hecho objeto de algunas perlas que Eleanor pensaba que sólo podían usar los marineros. La muchacha había aprendido que el sufrimiento provocaba una transformación. A veces elevaba el espíritu, también había visto algunos casos de esos, pero lo habitual era que sacase lo peor de las indefensas víctimas, que pasaban pisoteando cuanto se pusiera en su camino.

La señorita Nightingale le había enseñado esa lección con hechos y palabras.

– No es ella misma, eso es todo -decía la superintendente cada vez que tenía lugar alguno de aquellos altercados.

– ¡Mira, mira, Ellie! -chilló Moira-. ¡Va a ganar, la yegua va a ganar!

La interpelada clavó la vista en la carrera y, sí, pudo ver cómo tomaba la delantera del pelotón una parpadeante marcha bermeja, minúscula como la llama de una vela. Sólo un par de corceles, uno blanco y otro negro, corrían por delante de ella. Incluso Sinclair parecía entusiasmado con el sesgo tomado por los acontecimientos.

– ¡Bravo! -gritó-. ¡Vamos, potrilla, vamos!

El joven estrechó el codo de Eleanor y ella notó una descarga no ya por el brazo, sino por todo el cuerpo. Apenas era capaz de concentrarse en la carrera, pues Sinclair dejó la mano donde estaba aunque sus ojos permanecían fijos en los caballos, que rodeaban el poste más lejano en aquel momento.

– La yegua blanca empieza a flaquear -anunció Moira, llena de júbilo.

– Y el caballo negro parece reventado -comentó Sinclair al tiempo que golpeaba la barandilla con el programa de carreras enrollado-. Venga, potrilla, venga, que tú puedes.

En ese momento, el arrebato de entusiasmo y el fino mostacho, casi transparente ahora que le daba de lleno el sol, conferían al joven un encanto casi juvenil. Eleanor no había dejado de advertir la atención suscitada por el teniente entre otras mujeres. Muchas damas habían girado los parasoles con el propósito de atraer la atención de Sinclair mientras atravesaba el atestado prado hasta llegar a aquel lugar, y una joven que iba del brazo de un caballero entrado en años había dejado caer el pañuelo; el teniente lo había recogido y se lo había devuelto con una media sonrisa sin dejar de avanzar. Poco a poco, la señorita Ames había cobrado conciencia de su propio atuendo, y le entraron deseos de haber tenido otro vestido más colorido y elegante, pero llevaba puesto su único traje bueno, de un tono verde boscoso con ribetes de tafetán y una manga de pernil abombada a la altura del hombro, ya pasada de moda, que se abotonaba hasta el cuello, aunque un día caluroso, especialmente uno como aquél, habría deseado no tener cubiertos los hombros y el cuello.

Moira se desabrochó el cuello de su vestido, una prenda de color amelocotonado a juego con el rojo de su pelo y su tez sonrosada, y colocó el vaso helado de la limonada en la base del cuello. Aún así, parecía al borde del desvanecimiento a causa de la creciente agitación.

Los caballos estaban llegando al lado más cercano de la pista ovalada y la yegua blanca daba síntomas de flaqueza: se retrasaba un poco más cada segundo que pasaba a pesar de que el jinete la fustigaba sin misericordia. El fogoso potro negro, por el contrario, mantenía constante su galope a cuatro tiempos, el propio de un caballo de carreras, con la esperanza de llegar a la meta sin necesidad de hacer un esfuerzo mayor. Sin embargo, Canción de ruiseñor no estaba agotada, antes bien el contrario, se esforzaba al máximo para ganar metros. Eleanor vio los músculos y los nervios de las patas cuando la potra estaba en pleno esfuerzo, subiendo y bajando la cabeza al ritmo del jockey, que permanecía inusualmente lejos de la cruz del caballo mientras le espoleaba. Las crines del cuello bailaban en el aire junto a su rostro.

– Por Dios, ¡lo va a conseguir! -gritó Sinclair.

– Es ella, ¿a que sí? -chilló Moira exultante-. Va a ganar.

Sin embargo, el corcel negro aún no se había rendido. El caballo vio por el rabillo del ojo cómo su rival le igualaba el paso y reaccionó como solía suceder en las carreras cuando una montura percibía que le ganaban: hizo acopio de sus últimas fuerzas y se lanzó hacia delante. Estaban en la octava y última parte de la milla y se hallaban virtualmente empatados, morro con morro, pero Canción de ruiseñor había reservado energías en previsión de un momento crítico como aquel, y apeló a esa energía, saliendo disparada como si le empujara una repentina racha de viento. La seda roja de los costados flameaba como lenguas de fuego cuando la yegua bañada en sudor cruzó la línea de meta como una exhalación y en lo alto de la tablazón el juez movió de un lado para otro una bandera dorada.

La multitud prorrumpió en un griterío donde se mezclaban los lamentos de desencanto de quienes habían apostado a caballos perdedores y algunos alaridos de júbilo y sorpresa. Eleanor llegó a la conclusión de que la yegua no figuraba entre los favoritos a la victoria, lo cual, hasta donde ella sabía, explicaba que su apuesta estuviera tan bien pagada. Estudió la cifra consignada en el papel mientras Moira daba saltitos. Sinclair tomó el resguardo de sus manos.

– ¿Me dais licencia para ir a recoger vuestras ganancias?

Eleanor asintió y Moira se limitó a sonreír.

Los apostantes perdedores rompieron en dos los boletos de las apuestas y los lanzaron al aire desde el graderío como si fueran confeti. Los papelitos revolotearon por encima de sus cabezas. Las dos jóvenes siguieron examinando la escena. Tres jinetes echaron pie a tierra y llevaron de las riendas a sus exhaustos corceles hasta un círculo próximo al altillo ocupado por el juez. Cada uno de ellos se desprendió de su colorida chaqueta y los mozos de cuadras las ataron con holgura a la cuerda del asta para luego alzarlas a la vista de todos: la amarilla debajo de la púrpura, situada en el medio, y en lo alto, dejando ver a la multitud quién había ganado, el color rojiblanco de Canción de ruiseñor. Parecía una sensación estúpida, y Eleanor lo sabía, pero no pudo reprimir un cierto orgullo al ver aquello. Entretanto, Moira no cabía en sí de gozo ante la perspectiva de aquellas nuevas ganancias.

– No le voy a contar a mi padre ni media palabra de todo eso o se viene desde el pueblo y me saca de aquí a palos.

La señorita Ames sabía que al menos su progenitor no haría nada parecido.

– Yo le diré a mi madre que he tenido un golpe de suerte y le enviaré un poco de dinero para hacerle la vida más llevadera. Dios sabe cuánto se lo merece.

Eleanor seguía resuelta a devolver su parte a Sinclair. Después de todo, ella no habría podido apostar más allá de la moneda de seis peniques que guardaba en su minúsculo y gastado bolso de terciopelo. El joven oficial regresó con un puñado de monedas y billetes, puso una parte en el bolso de Moira y luego esperó a que Eleanor abriera el suyo, pero ésta se negó.

– Pero es tuyo, vuestro caballo ganó y las apuestas eran muy propicias.

– No. Tú elegiste el caballo y tú pusiste el dinero.

Ames atisbó por el rabillo del ojo el gesto de su compañera de cuarto y supo que Moira no quería participar en un gesto tan noble. Lamentaba hacerle pasar un rato incómodo a su amiga. Sinclair vaciló, todavía con el dinero en la mano, y luego dijo:

– ¿Os sentiríais un poco mejor si os dijera que yo también he amasado un dinerito?

Eleanor vaciló. Él metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó un fajo de billetes. Los agitó con alegría delante de ella.

– Vosotras dos sois mis amuletos de la suerte -dijo, incluyendo galantemente a Moira en el cumplido.


Eleanor se vio obligada a reír, y también Moira, y ya no tuvo motivo para oponerse, de modo que abrió el bolso y dejó que Sinclair deslizara sus ganancias en él. Jamás había tenido tanto dinero junto y estaba muy contenta de contar con la compañía del teniente para evitar un posible atraco.

Mientras cruzaban las altas verjas de la entrada, unos oscuros nubarrones asomaron por el oeste y empezaron a ensombrecer el deslumbrante sol. Acababan de salir cuando Eleanor oyó gritar a alguien:

– ¡Sinclair! ¿Qué, has ganado hoy?

Al darse la vuelta, vio a los dos hombres que habían llevado a Sinclair al hospital esa noche, sólo que ahora no lucían uniformes, sino elegantes atuendos de civil.

– ¡Por Júpiter que sí! -contestó el interpelado.

– Bueno, pues en tal caso -repuso el grandullón, el capitán Rutherford, mientras extendía la mano abierta-, no te importará ir saldando deudas, ¿a que no?

– ¿Estás seguro? ¿No preferirías considerar ese capital como una inversión y dejarla donde está a la espera de futuras ganancias…?

– Más vale pájaro en mano que ciento volando -replicó Rutherford con una sonrisa.

El teniente acudió con presteza, sacó del bolsillo una parte de los billetes y los depositó en la palma abierta.

– Discúlpeme, señorita -continuó Sinclair, y echó un paso atrás a fin de poderse presentar a la acompañante de Le Maitre, la señorita Dolly Wilson, cuyo rostro estaba oscurecido por un sombrero de ala ancha engalanado con flores de colores malva y burdeos. Ella asintió en dirección a Sinclair, que preguntó a continuación-: ¿Volvéis todos a la ciudad? Me disponía a alquilar un carruaje, aunque tal vez podamos hacer juntos el viaje.

– ¡Qué idea tan buena! -replicó Rutherford-, pero a nosotros ya nos espera uno en Regent’s Circle. ¿Queréis venir? Hay espacio para todos.

Eleanor miró a Moira. Se hallaba temerosa y encantada al mismo tiempo. El día había dado tantos giros inesperados que comenzaba a sentirse como una amazona que galopase a campo traviesa a lomos de un caballo desbocado.

– Entonces, vamos por ahí -confirmó Rutherford, indicando la dirección con un gesto-. La oportunidad sólo llama a tu puerta…

– … una vez -apuntó Moira, que siempre se apresuraba a completar cualquier refrán.

El capitán dedicó una mirada apreciativa a la joven irlandesa, una mirada que se detuvo sobre todo en el canalillo de sus pechos cremosos, visible gracias a que se había desabotonado el corpiño. A Eleanor no le pasó desapercibida esa atención.

– De modo que está aquí, señorita Mulcahy -dijo mientras le ofrecía el brazo-. ¿Me permite acompañarla?

Moira se quedó desconcertada durante un momento cuando un hombre tan alto y con un gris frac de día tan elegante le ofreció el brazo, pero Eleanor le dio un discreto codazo y ella deslizó su mano sobre el brazo extendido. Después de eso se fueron todos.

El coche alquilado era una berlina con un emblema en la puerta, un león rampante sobre un campo de cruces, de la que tiraban dos robustos caballos de raza Shire de pelaje marrón rojizo. Eleanor no había estado segura del mundo que pisaba hasta ese momento, pero un coche con emblema familiar y la desenvoltura con que todos ellos manejaban el dinero, aunque empezaba a sospechar que el teniente era un notable manirroto, dejaban zanjado el asunto. Tanto ella como Moira se adentraban en un territorio que las sobrepasaba de largo.

El interior de la berlina estaba tapizado con tafilete de fina superficie granulada y escondidas debajo de los asientos había mantas de viaje con el mismo emblema familiar. Los reposapiés eran de caoba y en la pared frontal, situada justo detrás del pescante, había una ventanilla similar a una trampilla provista de un tirador de borla, y aunque el capitán les había asegurado que cabían de sobra, no era así, y menos si se tenía en cuenta que Rutherford era un hombre grandote y Moira poseía una figura generosa. Y el sombrero de la señorita Wilson también requería su espacio. Sinclair se ofreció cortésmente para sentarse entre Eleanor y Moira con el fin de que ambas pudieran mirar por las ventanas abiertas y disfrutar de las vistas.

Cruzaron la campiña aledaña al límite meridional del gran parque de Windsor en la cual se había construido el hipódromo en 1711, en un claro natural próximo al pueblo de Ascot, entonces llamado East Cote. Vacas y ovejas estaban diseminadas por los verdes campos mientras los granjeros y sus familias se afanaban en sus quehaceres, aunque solían detenerse a mirar el impresionante carruaje de Rutherford, que traqueteaba al pasar. Un muchacho con un pesado cubo en cada mano se quedó inmóvil y con la mirada fija en la berlina. Eleanor se hizo cargo de su sorpresa, pues ella misma se había sentido igual de niña cuando veía pasar ese tipo de vehículos, y no había duda de que se preguntaba cómo sería estar dentro de uno de ellos, ser un rico hacendado o un hombre de origen aristocrático y cultivado, alguien que había vivido y viajado. Sintió una cierta confusión cuando su mirada se encontró con la del estupefacto muchacho. Al principio, Eleanor sintió el deseo de explicarle que ella no formaba parte de aquellos afortunados, que sólo era la hija de un granjero, predestinada a vivir una vida muy similar a la de él, pero entonces ocurrió algo curioso. Ladeó ligeramente la cabeza, como imaginaba que haría una aristócrata, y en su pecho sintió un estremecimiento de placer, de orgullo, y también de decepción. Albergó un sentimiento similar a cuando era pequeña y los días de fiesta se ponía un disfraz de princesa, sólo que ahora los lugareños se habían equivocado al aceptar por verdadera una impostura.

– Ganar siempre me abre el apetito -declaró Sinclair-. ¿Qué diríais si os propongo una cena bufé en mi club?

Le Maitre, o Frenchie, Eleanor recordó entonces su nombre, metió baza:

– ¿Y no sería más apropiado acudir al mío dadas las circunstancias? Estoy acordándome del señor Fitzroy… -añadió al tiempo que enarcaba una ceja significativa en dirección a Sinclair, que reaccionó con un gesto de desdén.

– Puaj, nada debemos temer de ese petimetre -repuso Sinclair incluso a pesar de que Fitzroy le había exigido una satisfacción después de que le arrojase por la ventana del prostíbulo-. ¿Qué le diríais a unos fiambres y quesos regados por abundante oporto, mucho mejor que el que pueden servirnos en el club de Frenchie?

Eleanor no supo qué contestar. Los acontecimientos volvían a ir tan deprisa como un caballo de carreras, y ella apenas era capaz de sujetar las riendas.

Rutherford dio por válida la idea al no haber objeción alguna y llamó con los nudillos en la trampilla de detrás hasta que se abrió y el cochero, reclinado hacia un lado, asomó la cabeza.

– Vamos al Longchamps Club, en la calle Pall Mall…

El cochero asintió y cerró la ventana. Las ruedas del carruaje traquetearon con estrépito cuando atravesaron un puente de madera.

La señorita Ames se apoyó sobre el lujoso respaldo de la berlina con el hombro pegado al del teniente Copley y se preguntó cómo terminaría aquel sueño maravilloso.

CAPÍTULO CATORCE

7 de diciembre, 8:00 horas


LO PRIMERO QUE MICHAEL hacía todas las mañanas después de vestirse, incluso antes de tomarse un café, era vigilar a la cría de págalo, a la que había llamado Ollie en atención a otro huérfano desafortunado: Oliver Twist.

No había sido fácil determinar qué hacer con él (o con ella, pues no había forma de determinar el sexo a una edad tan temprana), pero los págalos adultos eran pájaros taimados y mostraban la desagradable tendencia a cebarse con los débiles. Había visto a un par de ellos esforzarse en distraer a una madre pingüino el tiempo justo para que un tercero se lanzase sobre la cría, la arrastrase y la desmembrase entre gritos. Le harían lo mismo a Ollie se el pájaro no crecía un poco y echaba alas pronto.

Tras una ronda de consultas con varios miembros de la base, en la que incluyó a Darryl, Charlotte y las dos glaciólogas, Betty y Tina, se decidió que lo más conveniente para Ollie era crecer en un ambiente protegido, pero en algún lugar fuera de la estación.

– Jamás será capaz de alimentarse por sí mismo si le crías aquí dentro -había sentenciado Betty.

Tina había asentido de forma enérgica. Michael las miró a ambas. Las dos rubias con coletas del pelo recogidas en un moño le parecían un par de valkirias.

– Podría tener lo mejor de los dos mundos si le llevas al almacén de muestras, detrás de nuestro laboratorio -había sugerido Tina.

El almacén de muestras era un tosco recinto ubicado tras el módulo de glaciología donde guardaban los núcleos o muestras cilíndricas de hielo pendientes de cortar. Los almacenaban en hileras de anaqueles metálicos como si fueran leños.

– Acabo de sacar todo el plasma helado de un cajón de embalaje -anunció Charlotte-. Podríamos usarlo para proporcionar una pizquita de protección al polluelo.

La conversación tenía una pinta rara, parecían los alumnos de una clase de gramática dedicados a realizar un proyecto de biología.

Charlotte recuperó el cajón y lo colocaron en un rincón del recinto. Después, Darryl fue hasta la puerta contigua y trajo unas pocas tiras de arenque de las usadas para alimentar a su colección de animales en cautividad. La cría no empezó a comer de forma inmediata incluso a pesar de tener mucho apetito.


Parecía estar esperando la llegada de un ave adulta que descendiera de alguna parte y se lo llevara. Ya estaba programado para morir, por decirlo de algún modo.

– Creo que estamos demasiado cerca -dictaminó el biólogo.

Charlotte coincidió con él, y tras estremecerse de frío, sugirió:

– Deberíamos dejarle la comida cerca del cajón y entrar dentro.

Todos ellos volvieron a sus dormitorios y se sumieron en ese sueño intranquilo tan característico de quienes carecían de un día y una noche que les regulara las pautas del sueño. Michael salió a verificar cómo estaba su protegido a primera hora de la mañana.

Las tiras de arenque habían desaparecido, pero ¿se las había comido Ollie? Encontró un poco de pelusa blanca cuando examinó el suelo helado de los alrededores y se arrodilló para echar un vistazo detrás del cajón del embalaje. Charlotte había dejado en su interior unas pocas virutas de madera utilizadas como relleno en el embalaje del plasma, pero la nieve y el hielo ya las habían cubierto. Estaba a punto de dejarlo correr todo cuando obtuvo el atisbo de algo negro y brillante muy similar a un guijarro colocado en la esquina más lejana. Era el minúsculo ojo imperturbable del ave. Michael estudió el terreno con más cuidado y logró distinguir el mullido cuerpo gris y blanco del págalo. El pájaro parecía una bola de nieve sucia ahora que se había hecho un ovillo.

– Buenos días, Ollie.

El ave lo miró sin dar señal alguna de reconocimiento ni de miedo.

– ¿Te gusta el arenque?

Michael no se sorprendió al no obtener reacción alguna del polluelo y se sacó del bolsillo dos trozos de beicon que se las había arreglado para birlar mientras pasaba por la cocina de camino al almacén de muestras.

– No es kosher; confío en que no te dé por ponerte difícil.

El hombre vio cómo los ojos de Ollie se movían en dirección a la comida. Entonces, se levantó y regresó a la cafetería para ir a desayunar. Era el día de la inmersión y era consciente de la importancia que tenía tomar energías antes de llevar a cabo lo que tanto reclutas como probetas llamaban «chapuzón polar».

Cuando Michael se sentó, Darryl ya había devorado la mitad de su copioso desayuno: crepes de arándano regadas con sirope de arce y un montón de salchichas vegetales. Lawson estaba sentado al otro lado de la mesa, pero a diferencia de lo Hirsch podría haber temido, su condición de vegetariano no socavó su posición a ojos de los reclutas. De hecho, no le importó a nadie. Michael tuvo ocasión de aprender enseguida que las excentricidades eran moneda corriente en la Antártida, y además se aceptaban con despreocupación. La gente acudía al Polo para ir a su bola, por decirlo de algún modo, y él debía recordárselo continuamente. En el mundo real, aquellas gentes solían ser tipos solitarios, bichos raros y chiflados. La diferencia era que allí abajo eso no le importaba a nadie. Todo el mundo tenía sus peculiaridades y, con semejante vara de medir, ser vegetariano apenas si se notaba.

– El primer año acudes aquí por la experiencia -afirmó Lawson, hablando para el personal gubernamental. Michael aceptó ese razonamiento-. El segundo sigues por dinero, y el tercero -prosiguió con una sonrisa- lo haces porque ya no encajas en ningún otro lugar.

Hubo alguna risa incómoda, excepto uno de los reclutas, Franklin, el tipo del piano, que se giró para encararse a los demás.

– Cinco años, colegas, llevo aquí cinco añitos, uno tras otro. ¿Y en qué estado me ha dejado?

– Más allá de cualquier posible curación -replicó Lawson.

Todos se echaron a reír, Franklin incluido. El desaire era la lengua franca de la vida en la estación científica.

Michael regresó a su habitación en busca de su equipo fotográfico después de haber cargado las pilas con un buen desayuno, aunque bebió menos café que de costumbre, pues Lawson le había prevenido:

– No va a apetecerte nada ir a mear una vez que te hayas puesto el traje de buzo.

Guardó la Olympus Camedia D-220L en una carcasa estanca Ikelite de policarbonato transparente en cuanto comprobó que tenía batería y flash. Luego, musitó una silenciosa oración al dios de las pifias técnicas. Uno de los peores sitios para que fallase el equipo era el océano Ártico a mucha profundidad.

El buceo era una superproducción de lo más compleja, como casi todo en la Antártida. O ´Connor había enviado el día anterior un taladro enorme en lo alto de un equipo a fin de que practicaran dos grandes agujeros en el hielo. El primero estaba destinado a ser cubierto por un rudimentario cobertizo de inmersión, era lo que los buceadores solían usar para entrar y salir del agua, mientras que el segundo, situado a unos cincuenta metros de distancia, respondía a una medida de precaución, en previsión de un posible corrimiento del hielo, o por si las agresivas focas Weddell dejaban inoperante el primero, pues tenían tendencia a volverse muy territoriales en lo tocante a los respiraderos en la capa de hielo.

Murphy se comportó como una madre clueca e insistió en la obligatoriedad de hacerse un chequeo médico por parte de todo aquel que bucease, por lo cual Michael debió hacer una visita a la doctora Barnes y sentarse en su camilla a fin de que le examinase las vías respiratorias y los oídos, y le tomase la tensión. Después de haber llegado a intimar con ella como un simple amigo, resultaba de lo más extraño tener que someterse a sus conocimientos profesionales. Sólo esperaba que no le hiciera la prueba de los testículos en busca de una posible hernia inguinal y le diera un ataque de tos.

Pero no la hizo, y tampoco pareció incómoda al desempeñar un papel diferente al habitual. Tuvo ocasión de comprobar que Charlotte era perfectamente capaz de adoptar el rostro desapasionado del médico y llevar a cabo todos sus deberes con un desempeño muy profesional, lo cual no le impidió, después de haber terminado el reconocimiento y haberle declarado apto para la inmersión, preguntarle:

– ¿Estás seguro de querer hacer esto?

– Completamente.

La doctora retiró el estetoscopio y lo deslizó al interior de un cajón.

– ¿No te produce claustrofobia la perspectiva de bucear debajo del hielo con una máscara en la cara y todo ese equipo encima…?

Hubo una nota delatora en su tono de voz y Michael intuyó que Charlotte hablaba de sí misma, no sobre él.

– Pues no, ¿y a ti?

Ella ladeó la cabeza sin mirarle a los ojos y Michael pensó en la noche de la Escuela de la nieve, cuando debieron dormir en los domos construidos a mano.

– ¿Cómo te las arreglaste para pasar la prueba del iglú?

– ¿No te lo ha dicho Darryl?

– ¿Decirme…? ¿El qué…?

– ¡Caramba! El pelirrojo sabe guardar un secreto -repuso ella, agradecida-. Jamás me metí dentro.

Él se quedó boquiabierto.

– Por favor, dime que no regresaste al campamento por tu cuenta y riesgo. -La idea de un comportamiento tan temerario le había dejado helado.

– No. Dormí dentro del saco y debajo de dieciocho mantas. Únicamente metí los pies en el túnel o de lo contrario me temo que Darryl se habría asfixiado en el iglú.

Michael la admiró todavía más cuando supo de su fobia y de cómo había soportado lo indecible para que no se supiera.

Y ese sentimiento se extendió a Darryl, que le había guardado el secreto.

– Llevaré encima el walkie-talkie todo el día por si necesitas algo ahí fuera -dijo Charlotte.

Él no esperaba menos.

– Id con cuidado Darryl y tú. Vigilad lo que hacéis. Y no dejes que él te lleve demasiado rato por ahí abajo.

– Se lo diré de tu parte.

Luego, volvió a apilar en el exterior todo el equipo de buceo y abandonó la enfermería para dirigirse al punto de inmersión. Para llegar allí debió montarse en un spryte. Éste tenía una apariencia a medio camino entre un arrastrador de troncos y un Hummer de General Motors y arrastraba un deslizador Nansen, de diseño muy similar al tradicional trineo noruego de esquís, que iba cargado con el equipo adicional de buceo. Michael iba sentado junto a Darryl. Éste parecía un niño en un viaje de excursión a Disneylandia.

La caravana avanzó muy despacio sobre el hielo y pasaron diez minutos antes de que el periodista atisbara el cobertizo de inmersión, construido en medio de la nada. Una bandera blanquinegra flameaba al viento. La cabaña en sí debía de tener un color rosáceo, similar al del pálido cielo estival, pero no podía apreciarse, pues un par de miembros del personal de la base apilaban la nieve reciente alrededor de la misma para mantenerla a resguardo del viento. De hecho, el suelo descansaba sobre bloques de oba de treinta centímetros o sobre el mismo hielo.

Darryl asomó la cabeza por un lateral del spryte conforme se aproximaban y no dejaba de tamborilear con los dedos en las rodillas, presa del nerviosismo. Debían desvestirse y ponerse los trajes de neopreno dentro de la cabaña de inmersión, pues iban a cocerse vivos en cuanto se hubieran embutido dentro de los mismos a menos que pudieran sumergirse enseguida en el agua, que mantenía la temperatura estable alrededor de un grado bajo cero con independencia de la profundidad.

A juzgar por ese mostacho helado con forma de picaporte que asomaba desde la capucha forrada con piel, daba la impresión de ser Franklin quien les hacía señales con los brazos para que se detuvieran.

– Hace un día estupendo para bucear -saludó, mientras abría de un tirón la insegura puerta del spryte.

El biólogo bajó de un salto y se deslizó por la nieve con Michael pegado a sus talones mientras Franklin empezaba a descargar el equipo colocado en el trineo. Se dirigieron hacia el cobertizo de inmersión, cuyo interior parecía un horno después de haber caminado por el exterior. Había unos calefactores apoyados sobre unos soportes metálicos y grandes repisas acondicionadas para poner el equipo; las cuatro paredes estaban llenas de perchas.

Lo más destacable de todo era el agujero circular de casi dos metros de diámetro situado en el centro del cobertizo, como si de un jacuzzi se tratara. Habían puesto sobre el mismo una rejilla a fin de evitar cualquier accidente o una entrada prematura, pero Michael no pudo controlar la tentación de fijar la mirada en las expectantes aguas de intenso color azul, donde se balanceaban refulgentes bandejas de hielo.

– Hola, troncos -les saludó Calloway, un tipo seco con un pronunciado acento australiano-. Voy a ser vuestro monitor de submarinismo en el día de hoy. -Lawson y los otros le habían soplado a Michael que Calloway no era australiano de verdad, sino que se había hecho pasar por tal de joven para ligar con más facilidad, hacía muchos años, y en el camino no se había logrado desprender del deje-. Ea, poneos en paños menores y manos a la obra, que hay mucho tajo pendiente.

Eso era un eufemismo de órdago. Wilde había buceado muchas veces con anterioridad y estaba familiarizado con el prolongado proceso de equiparse, pero aquello sobrepasaba con mucho todas sus experiencia previas. Bajo la experta supervisión de Calloway, él y Darryl se enfundaron una primera prenda gruesa de polipropileno sobre la cual colocaron un mono de tejido aislante de Polartec Thermal Pro. Los dos amigos se habían puesto los calcetines determinados en el Programa Antártico de Estados Unidos, así como unos escarpines de nailon. Llegados a ese punto, el biólogo guardaba un parecido más que sospechoso con un elfo pelirrojo.

Acto seguido, Calloway les hizo entrega de un traje seco de color púrpura para que se lo pusieran por encima de toda aquella ropa interior.

– ¿A que hace una pizquita de calor? -preguntó Calloway, agitando la solapa abierta de su camisa.

– A lo mejor nos enteramos si lo repite -convino Michael con retranca.

– ¿A que hace una pizquita de calor? -repitió Calloway dócilmente.

Michael se había visto obligado a acostumbrarse a las humoradas inmaduras habituales de Point Adélie, muy frecuentes según su experiencia cuando los hombres se reunían en campamentos remotos.

Lo siguiente fue meterse dentro del traje seco propiamente dicho. Calloway lo sostenía en alto con orgullo, como un modisto en plena exhibición de su último diseño.

– Lo más mejor de la tecnología: TLS, [12] tíos, trilaminado, y de tipo cordura. Tiene tres capas: la exterior de nailon protege del roce, la interior o impermeable, y la situada en medio. Se necesita mucho lastre para descender con un seco de neopreno, pero a medida que bajas, la lámina de neopreno se comprime y pierde flotabilidad. Con los trajes trilaminados, ésta se mantiene estable durante toda la inmersión al no comprimirse el tejido. Es más ligero que un seco de neopreno comprimido.

Michael se puso a forcejear con el traje de marras y le costaba concebir la existencia de algo más ligero que aquella cosa; empezaba a sentirse como el hombre Michelín del anuncio, y eso fue antes de que se pusieran manos a la obra con el que seguramente era el paso más restrictivo de todos: la protección de la cabeza y el rostro.

El falso australiano hurgó en el talego que Franklin le había traído hasta extraer dos capuchas de buceo negras de la marca Henderson: les cubrían todo el rostro, salvo un espacio alrededor de los ojos y de los labios. Una fina tira de neopreno corría por encima de la abertura de la boca. Michael se sintió un ladrón cuando se puso el pasamontañas, y encima de todo eso tuvo que ponerse una capucha de látex. Calloway tuvo que ayudarles para que lograran meter la cabeza y bajar la capucha hasta el comienzo del traje seco anaranjado, donde se adhirió como una ventosa y le convirtió definitivamente en una longaniza embuchada de color naranja.

– ¿No puedes apagar eso? -le pidió Darryl, señalando con el brazo el calentador más cercano-. Voy a morirme.

– Sin problemas, colega. Debí hacerlo antes. -Apagó ambos radiadores-. Estaréis fuera de aquí en cuestión de unos minutejos -añadió a fin de infundirles ánimo a ambos.

Luego les ayudó a enfundarse unos guantes de alpinismo y después, unos guantes secos de caucho. A continuación se pusieron unos pesados arneses, pues un submarinista siempre subiría hacia arriba sin la ayuda de un lastre adecuado. Finalmente, fijó el arnés de los trajes los tanques de acero ScubaPro de dieciocho litros, sin olvidar los reguladores para ajustar la presión del aire de la botella y que el buceador lo respirase por la boquilla. Michael apenas era capaz de moverse.

– ¿Algún último deseo antes de poneros las máscaras faciales? -preguntó Calloway.

– Date prisa -urgió Hirsch con voz entrecortada.

– Recordad, nada de tomároslo con pachorra ahí abajo… Tenéis una hora, nada más.

Se refería tanto a la reserva de aire como la capacidad del cuerpo humano para soportar unas temperaturas tan extremas incluso buceando con un equipo tan completo.

– ¿Habéis bajado ya las trampas y las redes? -preguntó Darryl mientras forcejeaba en su intento de ponerse las aletas de caucho sobre los escarpines.

– Yo mismo las coloqué ahí abajo hará cosa de dos horas. Están atadas a los cabos del agujero de seguridad. Que se os dé bien la pesca.

– Antes de que nos olvidemos, voy a necesitar eso de ahí -observó Michael, e hizo un gesto hacia la cámara submarina que había olvidado encima del revoltijo de sus ropas.

– Aquí la tienes -dijo Calloway, entregándosela-. Si ves alguna sirena, sácale una foto para mí.


Dicho eso, ajustaron las máscaras faciales de la forma más cómoda posible y verificaron el funcionamiento del regulador. Luego, Hirsch dio una palmada en la espalda de Calloway. Mientras Michael deslizaba los pies dentro de las aletas y sujetaba la linterna al cinturón, Darryl levantó la rejilla de seguridad que cubría el agujero de inmersión y cuando su compañero se dio la vuelta, él ya se había sumergido. Calloway palmeó a Michael en la espalda y levantó el pulgar en señal de aprobación. El reportero metió los pies en el agua y se dejó caer para deslizarse y bajar por el agujero.

La capa de hielo tenía un espesor de dos metros y medio y la perforación practicada guardaba una gran semejanza con un embudo: era mayor en la parte superior que en el fondo. Michael notó cómo rompía con los pies una placa de hielo que ya se había formado desde el paso de su compañero. Siguió hundiéndose, envuelto por una nube de burbujas y esquirlas de hielo centelleante. Tardó unos segundos más en llegar a aguas lo bastante claras como para gozar de visibilidad.

Se mantuvo suspendido a unos cuantos metros por debajo del agujero de inmersión, flotando en un mundo que parecía carecer tanto de límites como de dimensiones. Sin embargo, veía con gran claridad, pues no había plancton en las aguas, sobre todo en esa época del año, y eran las menos contaminadas del planeta. La luz del sol apenas lograba atravesar la capa de hielo, lo cual hacía destacar sobremanera el agujero de emergencia: lanzaba un chorro de luz tan potente hacia abajo que parecía un faro, y de su borde salían tres largas cuerdas señalizadas con banderines de plástico que se perdían en las veladas profundidades.

Michael estaba gratamente sorprendido. Arriba se movía con suma torpeza y se estaba cociendo de calor, pero ahora, a pesar de que se había abrazado a fin de combatir el frío al sentir el primer contacto con el agua, se deslizaba con comodidad y la temperatura resultaba soportable, pues el líquido elemento no sólo le facilitaba los movimientos, sino que también enfriaba las capas exteriores. Notó un gran alivio allí abajo. No le extrañaba que el pelirrojo se hubiera sumergido tan deprisa. Ahora bien, sospechaba que al cabo de un rato notaría frío y estaría congelado al terminar los sesenta minutos.

Miró al fondo y vio a su compañero mientras movía las aletas para impulsarse hacia el bentos. Resultaba obvio que Hirsch no estaba dispuesto a malgastar ni un segundo de la hora disponible. Las aguas estaban tranquilas y se hallaban prácticamente libres del efecto de corrientes y mareas que, en otros mares, alejaban al buceador del punto de inmersión sin que éste apenas lo advirtiera. Miró en derredor. Un vasto y silencioso reino azul donde todo cuanto podía escucharse era el borboteo delator del regulador.

El lecho marino descendía lentamente desde la posición del agujero de inmersión hacia la zona bentónica y el submarinista empezó a seguir ese descenso gradual, los glaciares habían desgastado el fondo, dejando a su paso enormes estrías y grandes rocas sueltas y alisadas por la erosión que debían haber sido arrastradas durante kilómetros hasta llegar allí; presentaban unas vetas similares a las del mármol. Conforme se acercaba al fondo, empezó a ver una miríada de formas de vida pululando por un paisaje desierto sólo en apariencia. Las espirales y los culebreos grabados en el fango delataban la presencia de moluscos, crustáceos, erizos de mar, ofiuras, unos equinodermos emparentados muy de cerca con las estrellas de mar, y lapas adheridas como níveas serpentinas a las algas que cubrían las rocas. Entretanto, las estrellas de mar, amontonadas unas sobre otras, exploraban el lodo en busca de almejas, y una araña de mar del tamaño de la mano abierta de Michael se ponía de pie sobre dos de sus ocho patas, consciente de la proximidad del hombre. Éste permaneció suspendido en lo alto y le hizo varias fotos. La criatura parecía no tener cuerpo, sólo una cabeza con dos pares de ojos y un cuello del color de la herrumbre; el abdomen era tan reducido que se confundía entre los largos apéndices locomotores, pero Michael era consciente de la peligrosidad de su probóscide tubular, con la cual removía el sedimento en busca de esponjas y otros animales marinos de cuerpo blando a los que les ensartara y les chupaba los jugos con un beso prolongado y letal. Cuando el submarinista pasó junto a ella, la araña de mar se onduló a la estela de las aletas y giró sobre sí misma en un movimiento lento, pero cuando él se volvió, pudo ver cómo había reaccionado con indignación y se deslizaba sobre sus patas puntiagudas, dispuesta a atravesar al infortunado que pasara por allí.

Darryl se hallaba debajo; sostenía una red con una mano mientras apoyaba la otra en una piedra del tamaño de una pelota de baloncesto. Cuando se acercó a él, Hirsch ladeó la cabeza e hizo un ademán indicativo de que quería que le diera la vuelta a la roca. Michael dejó que la cámara oscilase en torno a su cuello mientras usaba ambas manos para desplazar la roca primero en una dirección y luego en la contraria, y así hasta apartarla, quedando a la vista un enjambre de anfípodos minúsculos, de tamaño no superior a una uña. Movían las antenas mientras correteaban para escabullirse, pero la mayoría acabó en la red de Darryl. Éste actuó con habilidad y los introdujo a la bolsa transparente con cierre hermético para luego levantar los pulgares en dirección a Michael, bueno, levantarlos todo lo posible cuando se llevaba aquellos guantes; después hizo un gesto de despedida con la mano. El periodista tuvo un pálpito: Darryl no deseaba compañía a su alrededor mientras recogía muestras y efectuaba observaciones.

Michael tampoco deseaba entorpecerle y debía hacer su propio trabajo y sus propios descubrimientos. Merodeó sobre un grupo de criaturas con aspecto de gusanos, cada uno de un metro de largo, mientras pululaban encima de una carroña casi consumida, y tomó algunas fotografías con la intención de que Hirsch las identificara más tarde. La luz era más débil conforme se alejaba de la superficie y poco a poco empezó a cubrir el lecho marino una capa helada llena de crestas; parecía una inmensa cuartilla de papel arrugada. De pronto, una silueta oscura apareció ante sus ojos desde un lado. Agudizó los ojos a través de la máscara y distinguió unos grandes bigotes y unos enormes ojos nacarados que le devolvían la mirada.

Era una foca de Weddell, el único mamífero capaz de nadar en aguas tan profundas, junto a la ballena minke. El buceador sabía que no le haría daño. La foca contrajo la membrana limitante externa y desplegó los pelos del bigote como si fuera un abanico cuando él alzó la cámara. «Listo para un primer plano», pensó mientras tomaba una serie de instantáneas.

La foca ladeó una aleta, pasó junto a él sin dejar de mirar hacia atrás y remoloneó, como si esperase que el recién llegado intentara darle alcance antes de seguir nadando. Michael le calculó una longitud próxima a los dos metros.

«Vale, voy a jugar», dijo para sus adentros. Esas imágenes serían estupendas y le darían un toque divertido al artículo. Se impulsó sobre las aletas y fue en pos del mamífero, un ejemplar joven, si no se equivocaba, a juzgar por el pelaje lustroso y sin cicatrices y los dientes de un blanco impoluto, que se dirigió hacia las profundidades. El tanque del oxígeno siseó y burbujeó mientras seguía al fócido primero alrededor de un témpano de hielo cariado del tamaño de un yate de motor y después sobre un afloramiento rocoso cubierto por una maraña de algas rojas y marrones.

El mar se abrió a sus pies y Michael tuvo la sensación de que podía ir demasiado lejos si no se andaba con cuidado. Una grieta de hielo de la superficie proporcionaba algo más de luz y gracias a eso fue capaz de advertir algo fuera de lugar cuando fijó la vista en el inclinado lecho marino. Los contornos rectangulares eran demasiado precisos incluso a pesar de estar recubierto por el hielo. Parecía algún tipo de baúl. La foca se demoró sobre el mismo, girando en círculos. Daba la impresión de que todo el tiempo le había estado conduciendo hasta allí.

«¡Dios de mi vida! ¿Qué es eso? ¿Un tesoro oculto?», pensó para sus adentros. «No es posible, aquí, no. No en el Polo Sur».

Movió las piernas con fuerza para impulsar las aletas y redujo la distancia enseguida mientras empezaba a notar cómo el frío se abría paso hacia su cuerpo a pesar de toda la ropa que llevaba puesta. Se detuvo encima y movió los brazos de forma morosa en el agua helada. No cabía la menor duda: había un arcón sin tapa debajo de todo el hielo, de las pegajosas lapas antárticas, de los erizos de mar y varias estrellas de mar que festoneaban los laterales del cofre; una de ellas, blanca como el marfil, se había extendido sobre la parte superior como una esquelética mano guardiana. Reaccionó por instinto y echó mano a la cámara para tomar media docena de fotografías.

La foca ejecutó un rápido arabesco encima de la posición del buceador.

Wilde descendió más y más, hasta ser capaz de mirar en el interior del arcón, donde yacían amontonados muchos trozos de hielo refulgente, como monedas de cristal, pero logró atisbar algo más oscuro, un objeto reluciente de color ciruela.

Miró de izquierda a derecha, examinando el suelo circundante. A un lado el lecho descendía hacia una negrura sin fondo, y al otro vio, a escasos cientos de metros, una pared de hielo cortada a pico desde lo alto hasta una profundidad que él jamás sería capaz de llegar. Entre su posición actual y el imponente glaciar distinguió otro objeto de color ciruela cubierto de hielo, pero sobre la superficie del lecho marino. Tomó la linterna del arnés y apuntó el rayo luminoso en esa dirección.

Era una botella de vino. Tenía que serlo.

El buceador descendió un poco más y apartó el sedimento acumulado sobre el gollete del envase con los tres dedos del guante. La silueta globular de un erizo de mar descansaba en la base; creyendo que cerca había algo comestible, abría y cerraba la boca sin cesar, bueno, en realidad todo él era una boca. Michael se sirvió de la punta de la linterna para apartarlo. La costra de hielo cubría la botella de arriba abajo, pero en la cara yaciente sobre el suelo había vestigios de lo que en otro tiempo debió de haber sido una etiqueta, hoy ilegible. Intentó retirar la botella, pero no iba a salir con tanta facilidad. Debía usar las dos manos para conseguirlo. Antes de volver a intentarlo, colocó con sumo cuidado la linterna entre dos trozos de hielo que brotaban del suelo. Sin pretenderlo, perturbó a un gusano escamoso o polinoido cuyo aspecto recordaba mucho a una banda rota de corcho de varios centímetros de longitud; se escabulló en busca de una zona más tranquila. Tuvo que mover con cuidado el frasco para sacarlo del fango y el hielo, pues lo último que deseaba era romper algo que debía de haber sobrevivido decenas de años, pero al final tuvo suerte: la extrajo y la giró entre las manos, admirándola. Se sentía como si hubiera ganado en un juego de tira y afloja con el suelo marino.

De pronto, localizó otro botellín a doce metros de distancia, al pie mismo del glaciar sumergido.

¡Tal vez había encontrado un tesoro oculto! Le pasaron por la cabeza toda clase de ideas descabelladas, ¡cómo no!, pero en cualquier caso, aquello era una noticia de prensa sensacional. Cuando volviera a Tacoma y Gillespie le echara un vistazo al material… Un reportero gráfico del Eco-Travel Magasine había descubierto en el mar Antártico un cofre hundido a cientos de pies de profundidad. A partir de ahí, Wilde tenía el éxito asegurado.

Fijó la bolsa en la malla de su arnés antes de impulsarse hacia la pared de hielo. La foca pareció retirarse del lugar y merodeó por los alrededores, mirándole mientras nadaba al revés.

El agua estaba más helada cuanto más se aproximaba al iceberg, y el descenso de temperatura fue tan brusco que le recordó mucho a la sensación térmica provocada por los vientos catabáticos en su bajada desde lo alto de los glaciares hasta las llanuras polares. Tiritó dentro del traje y echó un vistazo al reloj colocado en la parte interior de la muñeca. Iba a tener que subir a la superficie pronto, muy pronto, y regresar más adelante.

El segundo envase de vidrio se hallaba atrapado debajo de una roca y decidió dejarlo donde estaba, pues el regulador se puso a sisear y él se percató de que no había estado respirando con normalidad, ya que la excitación se había apoderado de él y no había prestado atención. El empinado muro blanco del imponente glacial guardaba un gran paralelismo con el escenario de aquel día trágico en la cordillera de las Cascadas: se elevaba por encima de él como la pared escarpada de un precipicio y descendía hasta perderse en un abismo insondable. La pared de hielo presentaba acanaladuras y grietas, como el semblante de un boxeador que había subido demasiadas veces al cuadrilátero. El submarinista recorrió el gélido muro con los dedos, y a pesar del guante pudo percibir a través del tacto el rudimentario pero antiguo poder de esa montaña, capaz de aplastar de forma lenta e inexorable cuanto se pusiera en su camino.

Entonces dejó de respirar del todo.

Detrás de sus dedos vio… un semblante.

Se alejó con un brusco movimiento de aletas, sorprendido y confuso, envuelto por un anillo de burbujas cada vez más pequeñas.

Movió brazos y piernas para permanecer en aquella posición, haciendo caso omiso a la foca, que había regresado junto a él para jugar.

Era imposible. No podía haber visto lo que acababa de contemplar. Miró a su alrededor en busca de Darryl, pero todo cuanto era capaz de atisbar era una mota naranja a lo lejos; parecía ocupado en izar una trampa por una de las cuerdas del agujero de seguridad.

El corazón le latía desbocado cuando se volvió hacia el glaciar. O se controlaba o iba a terminar por cometer alguna estupidez que le sentenciara a morir ahogado antes de contar a nadie su hallazgo. Iluminó el hielo veteado con la linterna…

…pero veía muy poco desde allí.

Al final, cuando venció su reticencia y se acercó un poco más, descubrió otra cosa más sobresaliendo de la rugosa superficie helada. Al acercarse todavía más distinguió con toda claridad un rostro helado aureolado por unos cabellos de color caoba y una cadena en torno al cuello. ¿Una cadena de hierro…? Apreció un manchurrón azul y negro debajo del hielo, allí donde debían de estar las ropas, y era bastante posible que hubiera otra figura acurrucada detrás de la que estaba a la vista, pero eso resultaba bastante difícil de apreciar o discernir en aquellas aguas heladas y poco iluminadas.

Acarició el hielo de un modo casi reverencial con el guante y acercó la máscara facial a la pared del iceberg.


Enfocó el haz de la linterna al interior del hielo, donde contempló las facciones de una joven, aprisionada en su lecho de escarcha como la Bella Durmiente. Estaba ahí, con la mirada fija, pero no reposaba.

Nada de eso.

La mujer abría con desmesura aquellos ojazos suyos tan verdes que su luminiscencia le sorprendió, sobre todo debido al lugar donde se encontraba; también tenía abierta la boca, como si estuviera dando un último grito. La visión le hizo estremecer de los pies a la cabeza, pero en ese momento un ruido procedente del tanque de oxígeno le dio un serio aviso de los peligros de una mayor demora. Se dejó llevar hacia la superficie, apenas capaz de aceptar el descubrimiento hasta que estuvo lo bastante lejos como para que el hielo se hiciera opaco otra vez y un manto de oscuridad ocultase de nuevo su terrible secreto.

CAPÍTULO QUINCE

Noche del 6 de julio de 1854


DESPUÉS DE QUE LA traqueteante berlina hubiera cruzado Trafalgar Square y se adentrara en la elegante zona situada en los aledaños de Pall Mall, donde se habían afincado los clubes frecuentados por la flor y nata de los caballeros ingleses, Sinclair indicó al cochero que se detuviera en la esquina de St. James´s Street, casi enfrente de la entrada principal de Longchamps, pues allí se localizaba la discreta entrada lateral, la única por la que se admitía la entrada a las mujeres.

El cochero bajó del pescante con presteza, se apresuró a extender la escalerita plegable y ayudó a bajar a las damas bajo la luz parpadeante de las lámparas de gas, que iluminaban la creciente oscuridad. Pall Mall gozaba del lujo de una iluminación nocturna desde 1807.

Un criado de librea permanecía a la espera en el vestíbulo con suelos y paredes de mármol. Se llamaba Bentley, si el teniente Copley no recordaba mal. Una sombra de vacilación le cruzó por el semblante nada más ver a Sinclair.

– Buenas noches, Bentley -gorjeó Sinclair, usando sus modales más afables-. ¡Qué día más glorioso! Hemos apostado a ganador a Ascot.

– Me congratula saberlo, señor -repuso el criado mientras miraba de soslayo al resto del grupo.

– Lo que ahora necesitamos es un refrigerio.

– Sin duda, señor -replicó Bentley, sin ofrecerle nada más.

Algo iba mal, y Sinclair lo cazó al vuelo. Sospechaba que sus deudas habían llegado al punto donde el consejo directivo del club había puesto su nombre en la lista de morosos y le habían suspendido sus privilegios de socio.

Las damas estaban demasiado ocupadas deleitándose por el modo en que la luz del crepúsculo iluminaba las pinturas del ventanal del mirador, por lo que permanecían felizmente ajenas al problema, lo cual no podía decirse de Rutherford y Frenchie. Ellos debían de haberse olido la tostada y Rutherford parecía ya dispuestos a escoltarlos a todos de vuelta a su carruaje y llevarlos al Athenaeum, el club del que era miembro.

– ¿Podemos hablar un momento, Bentley? -pidió el teniente mientras llevaba aparte al criado, a quien nada más llegar adonde nadie podía escucharles le preguntó-: Me han puesto en la lista negra, ¿a que sí?

El criado asintió.

– No pasa de ser un simple error contable -repuso el teniente mientras movía la cabeza con pesar-. Lo solucionaré mañana a primera hora.

– Sí, señor, pero hasta entonces he recibido instrucciones…

El teniente Copley alzó una mano y acalló a Bentley de inmediato, luego, se llevó la mano al bolsillo y extrajo un puñado de billetes, eligió unos cuantos y se los entregó.

– Tenga, para mi cuenta… Entrégueselos al señor Witherspoon mañana. ¿Hará eso por mí?

– Sí, señor, por supuesto -respondió el criado sin contar el dinero y ni siquiera mirarlo.

– Buen chico. Ahora, mis compañeros y yo necesitamos una cena fría y unas botellas de champán aún más frías. ¿Podría hacer que nos lo sirvieran en la sala de invitados?

No era la mejor estancia del vetusto y enorme caserón del club, pero sí el único lugar donde estaba autorizada la presencia de mujeres. Bentley respondió que podría arreglarlo y Sinclair regresó junto a sus invitados.

– Por aquí -anunció mientras señalaba a las damas un pequeño corredor que daba acceso a lo que de hecho era un anexo. El club se había visto obligado a ello ante el creciente número de socios.

La habitación estaba desatendida cuando entraron, pero enseguida apareció un criado para descorrer los grandes cortinajes rojos de terciopelo y encender los apliques. En una de las esquinas descansaba un gran hogar de piedra coronado por una cabeza de alce disecada, y delante de la chimenea había una buena colección de sillones de cuero, sofás, y mesas de roble.

Las damas se sentaron en un corrillo debajo del gran candelabro y descansaron los pies sobre una gastada alfombra oriental.

– ¿Pedimos que enciendan la chimenea? -inquirió Sinclair, pero todos los invitados rechazaron la sugerencia.

– ¡Por amor de Dios, no! ¿Acaso no te ha bastado con la calorina que ha hecho todo el día? -saltó Rutherford mientras se sentaba en la silla más próxima a Moira, quien no dejaba de abanicarse los hombros y el cuello con el programa de carreras de Ascot-. Estoy rezando para que llueva de una vez.

El cielo había amenazado con una tormenta durante todo el camino de vuelta desde el hipódromo, pero aún no había caído ni una gota y el propio Sinclair agradecía el frescor de la estancia después de la sofoquina del largo viaje en carruaje.

Dos criados entraron a toda prisa y en un abrir y cerrar de ojos prepararon una mesa redonda para seis comensales con manteles de damasco azafranados, cristalería y un centelleante candelabro de plata. Cuando todo estuvo listo, Bentley asintió con la cabeza en dirección al teniente Copley, sentado entre Eleanor, a su derecha, y Moira, a su izquierda. Completaban el círculo Frenchie y Dolly: ésta lucía una cascada de tirabuzones ahora que se había quitado el sombrero; la hermosa joven no tendría más de veintidós o veintitrés años, pero llevaba una espesa capa de maquillaje a fin de ocultar lo que parecían ser marcas de viruela.

Sinclair alzó su vaso estriado en cuanto estuvo servido el champán.

– Por Canción de ruiseñor, noble yegua y generosa benefactora.

– ¿Por qué sólo compartes conmigo los presentimientos ruinosos? -preguntó Frenchie, haciendo referencia a la pelea de perros, mientras le guiñaba un ojo.

Sinclair rompió a reír.

– Tal vez me haya cambiado la suerte. -repuso, volviéndose ligeramente hacia la señorita Ames.

– En tal caso, por la suerte -brindó el capitán, aburrido de tanta cháchara, y vació su vaso de un trago.

Eleanor sólo había probado el champán una vez antes de aquella ocasión, cuando el alcalde del pueblo había celebrado su elección con los granjeros y comerciantes, pero ella estaba segura de que debía beberse despacio. Inclinó el vaso y se humedeció los labios. Estuvo a punto de estornudar por culpa de la burbujeante espuma fría, de hecho le sorprendió que estuvieran fríos tanto el vaso como el dulce licor, que probó con la punta de la lengua. Bebió un sorbito de champán y observó a través del cristal cómo subían las burbujas. La imagen le recordó los hervores que en ocasiones veía a través de la capa de hielo que cubría el río. Había algo hipnótico en ese borboteo y cuando apartó la mirada de las burbujas, descubrió lo mucho que a Sinclair le divertía su concentración.

– El champán es para beberlo, no para mirarlo -bromeó.

– Eso, eso -voceó Rutherford mientras rellenaba su vaso y el de Moira.

El capitán se inclinó mucho para escanciar y ella se vio obligada a pegar la espalda al respaldo para hacerle espacio, concediéndole una mejor vista de sus encantos.

La realidad había decepcionado a Eleanor: ella se había preguntado a menudo qué habría en el interior de unos clubes tan impresionantes y había imaginado un ambiente mucho más suntuoso, con capas de pintura dorada en los adornos, finos muebles franceses y sillas tapizadas con sedas y satén. Y aunque la estancia era espaciosa y de altos techos con vigas, tenía más aspecto de pabellón de caza que de palacio.

Los criados sirvieron una serie de platos fríos -lengua de ternera, carne de añojo servida con gelatina de menta y galantina de pato al jengibre- bajo la estricta supervisión de Bentley. Los oficiales regalaron los oídos de sus acompañantes femeninas con la narración de las proezas de la brigada. Los tres militares formaban parte del 17º regimiento de lanceros del Duque de Cambridge, formado en 1759, y desde entonces, como declaró el capitán sin dejar de enarbolar un trozo de pato trinchado en el tenedor, «nunca ha estado lejos del fuego de los cañones».

– Y más tiempo metido en los fregados que fuera de ellos -agregó Le Maitre.

– Y así volverá a ser en breve -declaró Sinclair.

La señorita Ames sintió una punzada inesperada de inquietud. La situación en Oriente no dejaba de empeorar. Rusia había declarado la guerra al Imperio Otomano del Sultán Abd-ul-Mejid so pretexto de un conflicto religioso en la ciudad de Jerusalén. Las naves de Nicolás I destruyeron a la flota turca a orillas del mar Negro, en la localidad de Sinop. Como el capitán Rutherford explicó a las damas, «se temía que el oso ruso se pusiera a nadar en el mar Mediterráneo si no se le frenaba en tierra firme». Era preciso atajar de raíz semejante desafío al dominio británico de los mares, universalmente aceptado.

Eleanor apenas se enteró de esa explicación, pues tenía un conocimiento mínimo de lo tocante al extranjero incluso a niveles de geografía, dado que su educación se había limitados a unos pocos años de asistencia a clase de una academia local para señoritas, donde se hacía más énfasis en asuntos relativos a la etiqueta y al porte que en temas intelectuales, pero aun así, era perfectamente capaz de captar la avidez y el entusiasmo con que sus acompañantes masculinos acogían la perspectiva de una batalla. Su bravura le maravillaba. Frenchie había sacado del bolsillo una pitillera de plata con el emblema grabado del 17º de lanceros, una calavera, símbolo de la muerte, encima de dos tibias entrecruzadas con dos palabras inscritas: «O Gloria». La pasaron de una mano a otra y cuando llegó a Eleanor, ella retrocedió por instinto, y luego la cogió para entregársela apresuradamente a Sinclair.

Entonces sirvieron una bandeja de quesos y luego otra de dulces, junto con la que debía ser la tercera o la cuarta botella de champán. Eleanor apenas recodaba haber oído descorcharlas en el transcurso de la cena, pero cuando Sinclair se ofreció a llenarle el vaso de nuevo, ella lo cubrió con la mano.

– No gracias. Creo que ya se me ha subido un poco a la cabeza.

– ¿No le gustaría tomar un poco el aire?

– Sí, probablemente, eso sería de lo más aconsejable.

Pero cuando se disculparon y salieron al pórtico de la entrada, descubrieron que al fin había empezado a gotear. El pavimento húmedo refulgía a la luz de las lámparas de gas. Mientras la joven contemplaba la lluvia, dos caballeros de sombreros altos y capas negras descendieron de un hermoso carruaje para luego subir la lujosa escalinata de un club situado en la otra acera de la calle.

– Estas casa son preciosas -observó ella mientras echaba hacia atrás la cabeza para ver la fachada de Longchamps. Había grandes columnas redondeadas hechas con piedra caliza de color crema y un bajorrelieve exquisitamente tallado de una deidad griega, o tal vez un emperador, encima de la imponente puerta de doble hoja.

– Tienes razón, supongo -convino Sinclair con fingida indiferencia-; estoy tan acostumbrado que ya apenas lo noto.

– Pero los demás sí.

Él encendió un cigarrillo y observó el aguacero, mientras en la calle sonaba el chacoloteo de un fatigado caballo gris que tiraba de un carromato lleno de barriles de cerveza cuyas ruedas traqueteaban sobre los empapados adoquines.

– ¿Le gustaría ver algo más? -inquirió en un arranque de inspiración.

Eleanor vaciló, no muy segura de la naturaleza de esa propuesta.

– No he traído paraguas, pero si…

– No; me refiero a otras dependencias del club.

Eso no estaba permitido, y ella lo sabía.

– En el hall principal hay un tapiz tejido al modo de lo Gobelinos realmente maravilloso, y el salón de billar es el mejor de Pall Mall. -El teniente esbozó una sonrisa maliciosa y se acercó hacia ella al verla vacilar-. Entiendo tus reticencias. Sí, el acceso a las damas está más que prohibido, pero por eso es tan divertido.

¿Seguía en el mundo real? Ella tenía la sensación de haber cruzado al otro lado del espejo, como Alicia, y haber pasado allí todo el día, moviéndose en un reino cuyas normas no terminaba de comprender, y esa propuesta era otra muestra más.

– Vamos -dijo él, tomándola de la mano con un gesto infantil de invitarla a jugar a otra cosa-. Conozco un camino.

Habían entrado de nuevo en el club y habían vuelto al pasillo del salón de invitados antes de que ella se diera cuenta. Subieron a hurtadillas por unas escaleras traseras. Eleanor sospechó que estaban reservadas para uso exclusivo de la servidumbre. Una vez arriba, el teniente Copley entreabrió una puerta con todo el sigilo del mundo y se llevó el dedo a los labios en petición de silencio cuando pasaron cerca de allí dos hombres con lazos blancos en el cuello y una copita de brandy en la mano.

– ¿Ni siquiera si te lo ordena el almirantazgo…? -preguntó uno.

– Sobre todo si es cosa del almirantazgo.

Ambos se echaron a reír.

Sinclair abrió un poco más la puerta en cuanto se hubieron marchado los dos caballeros y acompañó a Eleanor mientras se colaban dentro. Ella se quedó mirando un extremo de la estrecha entreplanta, dominada por un vasto hall de entrada en donde se alternaban planchas de mármol blancas y negras. Una escalera doble conducía al piso superior, un tramo por cada lado, y en lo alto de la misma colgaba un gran tapiz antiguo donde se representaba la caza de un venado. Los años habían apagado la vivacidad de la escena, pero en su tiempo debieron de ser púrpuras y dorados muy brillantes. Una orla de oro bordeaba el contorno de la representación.

– Es belga -susurró Sinclair-, y muy antiguo.

El oficial la guió hacia delante sin soltarle la mano. Eleanor seguía sin saber cómo reaccionar ante esa conducta, pues nadie le había cogido de la mano tanto tiempo ni de forma tan posesiva.

Él le permitió ver el salón de cartas, donde varios hombres estaban tan concentrados en el juego que ninguno alzó la mirada hacia la puerta; una suntuosa librería de tres metros y medio con baldas de madera satinada repletos de libros forrados en piel; una sala de trofeos con varias bandejas de plata, algunas copas y una auténtica colección de cabezas disecadas de animales salvajes cuyos ojos vidriosos mantenían la vista fija en la eternidad. En tres o cuatro ocasiones se vieron obligados a esconderse en alcobas y cerrar la puerta detrás para no ser vistos por algún socio del club o algún criado al pasar.

– Ese bufón barrigudo se llama Fitzroy -dijo él con un hilo de voz-. Una vez le di una paliza, pero me temo que voy a tener que darle otra.

El aludido sofocó el sonido de un eructo con el dorso de la mano y siguió adelante. Sinclair la sacó de su escondrijo otra vez.

– Sólo una estancia más… Por aquí.

Llegaron al tercer piso, donde ella escuchó un intermitente golpeteo seco que no logró identificar mientras su guía la llevaba por una estrecha escalera alfombrada en dirección a una entrada cubierta por un cortinaje de terciopelo. Copley se llevó un dedo a los labios y al fin le soltó la mano para separar unos centímetros los dos pliegues de la cortina.

Salieron a un pequeño balcón con una barandilla negra de hierro forjado muy elegante, debajo de la cual había una docena de mesas de billar que se extendían entre el revestimiento de madera de las paredes como una gran pradera. Uno de los jugadores acarició con el taco una bola blanca antes de hacerla rodar suavemente sobre el tapete hasta chocar con una roja y quedarse quieta muy pegada a la banda.

– Bien jugado -alabó su oponente.

– Ay, si la vida fuera una mesa de billar… -replicó el primero, haciendo una pausa para frotar un poco la punta del taco.

– Pero es que sí lo es, ¿o no se lo ha dicho nadie?

– Ese día debía estar de permiso.

– Como la mayoría -replicó el primero con una carcajada.

«¿Es así como hablan los hombres? ¿Así se comportan cuando están en privado?», se preguntó Eleanor. Estaba fascinada y avergonzada a partes iguales, pues se suponía que no debía estar allí, ni tampoco debía escuchar nada de eso. No se atrevía a hablar por miedo a atraer la atención de los jugadores, pero miró a Sinclair, quien a su vez también la observó. Y allí, en el reducido cofín del balcón y oculta detrás de la cortina entreabierta, notó toda la intensidad de su mirada. Ella bajó los ojos mientras se preguntaba por qué se había dado el gusto de tomar una segunda copa de champán. Aún notaba la cabeza más ligera de la cuenta. Sinclair puso en dedo en el mentón y lo alzó, y ella se lo permitió. Él se inclinó hacia ella, cuya atención se centraba en el bigotito, y entonces, aunque estaba segura de no haberle dado ninguna señal de aliento, los labios del oficial rozaron los suyos, y ella no se resistió, sino que cerró los ojos, aun sin saber el motivo, y durante unos segundos el tiempo pareció detenerse; de hecho, todo pareció suspenderse, y ella sólo se echó hacia atrás cuando uno de los jugadores profirió un gritó de júbilo.

– ¡Así se juega, Reynolds!

Eleanor sentía un hormigueo en los labios y el rostro se le encendió cuando miró de nuevo al joven teniente.

CAPÍTULO DIECISÉIS

8 de diciembre, 10:00 horas


– NO ES POSIBLE, NO es posible -repetía Murphy mientras cruzaba el pasillo dando grandes zancadas y entraba en su atestada oficina del módulo de la administración.

Michael le pisaba los talones, seguido de cerca por Darryl, que le apoyaba.

– No sólo es posible, es que lo vi con mis propios ojos. ¡Estaba delante de mis narices! -insistió el periodista una vez más.

O’Connor se dio la vuelta y con un tono comprensivo que intentaba transmitir preocupación le preguntó:

– Es tu primer chapuzón en aguas polares, ¿a que sí?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– A lo mejor la experiencia te ha superado. Le ha pasado a mucha gente, no sólo a ti. La temperatura del agua, la capa de hielo en la superficie, un montón de bichos desconocidos… y como tú mismo dijiste, ese encuentro tan cercano con una foca de Weddell.

– ¿Me estás diciendo a la cara que he confundido una foca con una mujer enterrada en el hielo?

El jefe O’Connor no contestó de inmediato para permitir que las aguas volvieran a su cauce.

– No. -Efectuó otra pausa-. Pero quizá se te fue el santo al cielo con la hora o bajaron los niveles de oxígeno. Has oído hablar del arrebato de las profundidades, estoy seguro, esa narcosis aparece cuando se bucea a muchos metros… Quizá te haya dado un principio de anestesia de esa… Hubo un tipo que juraba haber visto un submarino y al final resultó ser una válvula de alivio de presión muy grandota. Y en cuanto a ti -prosiguió, volviéndose hacia Hirsch-, deberías haber estado más al loro de él. Erais compañeros de inmersión, y eso implica mantener cierta proximidad y echaros un vistazo el uno al otro.

– Tú ganas -aceptó el biólogo con aspecto avergonzado-, pero el dato cierto sigue ahí: ha subido una botella de vino. Está derritiéndose en mi laboratorio. ¿No irás a negar la existencia de la botella?

– Existe una gran diferencia entre sacar del hielo una botella y ver metida dentro de un glaciar a una mujer, y encima cargada de cadenas.

– Y quizá no esté sola.


Michael odiaba tener que añadirlo, pero no tenía otro remedio.

– ¿Qué…? -estalló Murphy.

– Tal vez haya otra persona ahí helada junto a ella.

Darryl no había oído esa parte, y le vio vacilar.

– Y ahí acaba la cosa, ¿o va a estar saliendo gente de allí como si fuera un autobús? A lo mejor también hay un bus congelado dentro del glaciar…

Hubo una tregua temporal mientras Murphy sacaba un antiácido y se lo llevaba a la boca.

– ¿Tomaste fotos de la foca?

– Sí -contestó Michael, sabiendo adónde quería ir a parar.

– Entonces, ¿por qué no fotografiaste a la princesa de los hielos?

– Tenía demasiado miedo.

Las palabras le quemaron como brasas en los labios. Se hacía de cruces por que no hubiera hecho la foto clave de su carrera; aquello le mortificaba incluso mientras salía a la superficie en la cabaña de inmersión. La sorpresa y la acuciante necesidad de emerger habían sido muy fuertes, y ahora se sentía decepcionado de forma inconsolable consigo mismo por muy loables que fueran los motivos, tanto que no se le pasaría hasta que regresara ahí abajo.

– ¿Por qué no lo solucionamos del modo más fácil? Déjame regresar a la escena del crimen -sugirió Michael.

– No es tan sencillo.

– ¿Por qué no? -inquirió mientras Darryl se metía en la conversación añadiendo:

– Yo también iré.

Murphy miró a uno y luego al otro.

– Vosotros os creéis que estamos en medio de la nada sin ningún jefe que nos supervise, pero estáis muy equivocaditos. Debo redactar un informe y enviarlo a la NSF o a la Marina o a la guardia costera o a la NASA. ¿Veis eso? -prosiguió, señalando a una impresionante montaña de papeles e informes apilados sobre desbordadas bandejas de rejilla-. Va a llevarme una semana rellenar y archivar toda esa mierda, y debemos justificar cada dólar gastado. ¿Sabes cuánto ha costado taladrar dos agujeros en el hielo, montar la cabaña de inmersión y preparar todo el equipo?

– Estoy seguro de que un riñón -replicó Michael-, precisamente por eso hemos de hacerlo enseguida, ahora que todo está en su sitio. Puedo bajar mañana mismo e incluso podemos encontrar el modo de sacar el cuerpo del hielo con algo de ayuda de Calloway y el equipo adecuado. Jesús, éste podría ser un hallazgo sensacional.


– ¿No querrás decir más bien que es un reportaje sensacional para esa revista tuya? -replicó Murphy.

Michael fue lo bastante listo como para no decir nada, y Darryl hizo otro tanto.

La botella de vino descansaba dentro de un pequeño tanque de agua marina tibia sobre la encimera del laboratorio de biología marina. La etiqueta salió a la luz cuando desapareció la capa de hielo, pero la tinta se había difuminado tanto que la marca no pasaba de ser un borrón. Hirsch echaba un vistazo de vez en cuando con la esperanza de ver algún espécimen vivo mientras Michael paseaba de un lado para otro, devanándose los sesos para averiguar qué otro argumento podría utilizar para convencer a Murphy.

– Dale un respiro -le aconsejó Darryl-. Es un burócrata, pero no tiene un pelo de tonto. Acabará convenciéndose, si no lo ha hecho ya.

– ¿Y si no es así?

– Que sí, que lo hará, confía en mí. -Hirsch volvió a sentarse en el taburete y miró al periodista-. Voy a decir que debo bajar otra vez a recoger más muestras. No puede negarse a la petición de un probeta, y llegados a ese punto, ¿qué más le da autorizarte a ti también?

Michael lo estuvo sopesando, pero temía que ese ardid tardara demasiado teniendo en cuenta su impaciencia.

– ¿Y si se ha ido entretanto…?

– ¿Ido…? -repitió Darryl sin dar crédito a sus oídos.

– Me explico… ¿Y si no logro encontrarla otra vez?

– Un pedazo de glaciar como ése no se va así como así, muy deprisa -replicó el científico-, y recuerdo perfectamente tu posición. Puedo ubicarla sin problemas entre los agujeros de inmersión y de seguridad.

El reportero pensaba lo mismo en su fuero interno. Algo le decía que iba a ser capaz de encontrarla de nuevo sin importar las dificultades.

Regresó junto a la mesa y estudió la botella del tanque.

– ¿Cuándo crees que podremos descorcharla?

– ¿Qué…? ¿Te apetece tomar un trago?

Michael se echó a reír.

– No tengo esa clase de sed. En tu opinión, ¿qué contiene ese frasco?

– Pienso que es vino.

– Ya, pero ¿jerez u oporto? ¿Y de qué procedencia? ¿Francia, Italia, España? ¿Y de qué época? ¿Del siglo XX o del XIX?

El científico se lo pensó antes de responder:

– Si logramos subir el arcón, nos será de gran ayuda para datarla. -Hizo una pausa-. Y la chica también podría sernos útil.

A pesar de la amistad existente entre ambos, o tal vez por ella, Michael se vio obligado a hacer la pregunta.

– Tú me crees, ¿verdad?

El interpelado asintió.

– Soy ese tipo que ha estudiado esponjas de mil años, peces que no se congelan en aguas heladas y parásitos que hacen enloquecer a sus anfitriones a propósito. Si no te creo yo, ¿quién va a hacerlo?

Michael aceptó todas las muestras de apoyo de Darryl, y también las de Charlotte, quien le aseguró que le redactaría un certificado de salud mental si hacía falta, pero pese a todo, la noche se le hizo muy larga.

Cenó alubias negras con arroz y pollo hasta saciarse. Daba la impresión de que nunca ingería suficientes calorías como para desterrar el frío que el océano polar le había metido en los huesos. Después intentó distraerse en la sala de juegos, donde franklin estuvo aporreando las teclas con una canción pop del grupo Captain & Tennille hasta que Betty y Tina se cansaron de su partido de ping pong de todas las noches y se pusieron a ver Love Actually en la pantalla grande de televisión a pesar de las quejas de un par de administrativos de la base que estaban echando una partida de gim rummy en un rincón.

Él salió al exterior y se fue al almacén de muestras para ver cómo le iban las cosas al pequeño Ollie. Una masa de nubarrones cubría el cielo, tenuemente iluminado, y el cielo soplaba con especial saña.

Se vio obligado a alejarse un tanto del cajón hasta encontrar a la cría de págalo. Charlotte tenía razón, lo sabía, en eso de que si llevaba dentro al polluelo, jamás volvería a adaptarse a su entorno natural, pero se le hacía muy duro dejarle allí fuera ahora que la temperatura alcanzaba casi los diez grados bajo cero. Sacó del bolsillo la servilleta donde le había guardado de tapadillo unos restos de pollo y una gran bola de arroz. Los depositó en el cajón, sobre las virutas de madera.

– Te veo mañana -se despidió del avecita, que no le perdía de vista.

Y se fue a su habitación.

Su compañero ya se había dormido cuando él llegó y había echado las cortinas de la litera de abajo. Buscó una caja de Lunesta y en cuanto se tomó el somnífero se dispuso a acostarse. Le costaba muchísimo conciliar el sueño en circunstancias normales, y la presente situación era cualquier cosa menos corriente. No quería convertirse en uno de esos tipos que deambulaban por la base haciendo eses como un zombi bajo los efectos del Gran Ojo. Apagó la luz y se encaramó a la litera superior, donde se metió en calzoncillos y con una camiseta de manga larga. Echó un vistazo al reloj fluorescente y vio que apenas eran las diez antes de correr las cortinas de su lecho e intentar relajarse lo suficiente como para que el somnífero le hiciera efecto.

Pero no le resultó tan fácil. Mientras yacía en la oscuridad con las cortinas haciendo las veces de una tapa de ataúd, sólo era capaz de pensar en la inmersión y la joven del hielo. Su rostro le acosaba. Dio un par de vueltas en la cama y pegó más de un golpazo a la almohada para acomodarla y estar más a gusto. Darryl roncaba suavemente en la litera de abajo. Cerró los ojos e intentó concentrarse en el ritmo de su propia respiración para permitir la relajación de sus músculos. Procuró pensar en otra cosa, en algo más feliz, y al final, por supuesto, acabó pensando en Kristin, en Kristin antes del accidente. Se acordó de la vez que ganaron el primer premio en aquel concurso sólo para parejas consistente en comer chiles con carne, o cuando un policía los pilló haciéndolo en un coche aparcado y los amenazó con multarles, o de cuando volcaron el kayak tres veces en otros tantos minutos mientras bajaban por el cauce del río Willamette, en el noroeste de Oregón. A veces parecía como si siempre hubieran andado por la vida en busca de desafíos o de meterse en algún lío, juntos, siempre juntos, porque ellos habían sido amigos además de amantes, y por eso perderla había abierto un vacío tan enorme y doloroso en su corazón.

Los desencadenantes de la catástrofe eran tan ínfimos y se habían producido en tal progresión que no dejaba de pensar que el desenlace habría sido otro muy diferente sólo con haber cambiado un detalle o haber hecho algo de forma diferente. Habrían planeado la expedición mejor si no hubieran dado por hecho que la escalada al monte Washington era coser y cantar. No habrían necesitado ponerse manos a la obra tan deprisa de haber establecido un horario en vez de haber llegado más tarde de lo esperado al comienzo del camino. No habrían tomado una ruta tan traicionera para subir la pared de la montaña si hubieran estudiado los gráficos de todas las rutas posibles, y encima cuando estaba a punto de hacerse de noche. Y nada de eso habría pasado sólo con que él hubiera logrado refrenarla en la caída, aunque fuera un poquito.

Pero él odiaba atarla en corto y ella no le habría dejado si lo hubiera intentado alguna vez.

Se habían puesto ropa ligera para practicar el alpinismo y habían llevado el equipo mínimo, lo justo para pasar una noche en la montaña. Kristin creía haber localizado un lugar perfecto para pernoctar, un saliente plano que sobresalía como una mesa de casino a unos cincuenta metros por encima de sus cabezas. Él se ofreció a colocar las fijaciones, y de ese modo ella ocuparía la posición de segundo escalador, asegurando la cuerda, pero ella adujo que sería más seguro que él actuara como secundo escalador de la cordada.

Michael adivinó de inmediato la mentira. Kristin era de las que siempre quería llegar primero y plantar la bandera para que otros aspirasen, como mucho, a llegar donde ella los había precedido.

Se ataron el uno al otro. Michael ya había fijado un par de anclajes empotrables, o nueces y levas, en una grieta de contornos dentados que zigzagueaba junto al camino de subida hasta el saliente. El libro de ruta del alpinista mencionaba esa grieta, pero su ojo clínico le reveló que era menos directa de lo allí indicado y además, para su consternación, la roca parecía a punto de desmenuzarse: había soltado gleba y polvillo volcánico nada más dar un par de martillazos con la maza de escalada. La pared se desmigajaba demasiado deprisa y con excesiva facilidad, y así se lo avisó a Kristin, quien ya se movía como una araña risco arriba; ella hizo oídos sordos y pasó olímpicamente de la advertencia. Ése era uno de los hechos que a él le habría gustado ser capaz de cambiar.

Nunca habían gozado de una vista tan buena a pesar de que el día llegaba a su fin. Se habían puesto a subir nada más llegar, pero sólo les había dado tiempo de cruzar el anillo de árboles formado por el pinar y ascender fatigosamente las laderas de pumita, pues la nieve acumulada había ocultado los hitos de piedra indicadores del camino y habían pasado un par de horas largas rebuscando en pos de asideros en la piedra donde poder apoyar los pies y los dedos de las manos, así como fisuras lo bastante amplias donde demorarse unos segundos y recobrar el aliento.

El aire era frío a pesar de que la temperatura seguía siendo tibia y el sol vespertino doraba los conos de las cimas vecinas del monte Jefferson y Jack Tres Dedos. Lejos, a muchos metros de altura, se hallaban el lago y el aparcamiento donde habían dejado el jeep.

Michael alzó la cabeza y puso una mano a modo de visera para escudar los ojos al oír el tableteo de unas piedras desprendidas mientras caían por la pared del risco. Vio las piernas de Kristin y los pantalones cortos elásticos mientras buscaba un asidero. Entonces, apoyó el pie en una minúscula protuberancia de lo más aparente. Las ascensiones culminadas con éxito se hacían gracias a esos pequeños golpes de suerte.

– ¿Estás bien? -inquirió a voz en grito.

– Sí.

Entonces, escuchó cómo martillaba un anclaje con la maza para fijarlo a la pared.

Michael ajustó los diez metros y medio de cuerda alrededor del hombro y mordisqueó una barrita energética. Aún podía oír la voz de su madre censurándole que las chuches le quitaban el apetito.

– Aquí está la grieta, y alguien ha dejado puesta alguna hex -gritó ella. No había nada más sencillo que encontrarse con un anclaje natural o un anclaje artificial ya clavado.

– ¿Te parecen seguras?

La hex, abreviatura de Hexentrix, era una nuez hexadiagonal. La vio tirar de una de ellas para verificarlo.

– Sí, aguanta bien. Debieron de dejarlas por eso.


Las alarmas saltaron una vez más. Michael siempre hacía hincapié en lo mismo: ‹No confíes en el trabajo de nadie, sobre todo cuando no le conoces›. Él las desoyó, no insistió en que Kristin las reemplazara porque también él tenía prisa por alcanzar el saliente de arriba y preparar el campamento nocturno. Prometía ser un crepúsculo de lo más romántico.

Ella puso una de sus fijaciones en la sinuosa pared y empezó a auparse otra vez. La vio tantear la roca en busca de un asidero, y entonces todo se torció.

– ¡Maldita sea! -la oyó murmurar.

Unos momentos después se produjo un desprendimiento aún mayor de rocas; éstas rodaron hacia abajo y algunas golpearon a Michael en el casco mientras el polvo le emborronaba la vista. Antes de que recuperase la visión o pudiera hacer algo la cuerda se soltó y resonó un estruendo metálico, el de nueces, levas y hexes soltándose de la pared, y Kristin chilló cuando cayó volando por los aires.

Él reaccionó de inmediato y echó mano a la cuerda para contrarrestar el peligro, pero la caída de la mujer era mucho más rápida y las fijaciones que él había sujetado a la pared se soltaron de un tirón en un periquete y la cordada se cerró sobre su hombro como un torniquete antes de mandarle lejos. A pesar de estar medio ciego, logró verla bracear mientras caía de cabeza hacia el precipicio como una pelota pinchada. Sus gritos cesaron de forma abrupta.

El golpe de la cuerda lanzó a Michael hasta el borde mismo de la estrecha franja donde se hallaba y, aunque no supo cómo, lo cierto fue que se sobrepuso y consiguió evitar su propia caída a pesar de notar en el hombro un chispazo de dolor; era como si se lo arrancaran de cuajo. Permaneció tendido de bruces en el borde, pendiendo de la cuerda de salvamento. Todo cuanto podía oír era el chasquido de la cuerda al rozar con la roca que iba deshilachándola.

Jamás sería capaz de decir cuánto tiempo permaneció de esa guisa y apenas tenía unos vagos recuerdos de cómo enrolló la cuerda alrededor de una prominencia rocosa ni cómo la hizo pasar por un fijador que logró clavetear con la mano sana.

Registró su equipo hasta localizar el silbato de emergencia y lo hizo sonar lo más fuerte posible, pero únicamente logró levantar eco en los riscos de los alrededores.

Antes de pensar en izar a Kristin debía atender su hombro izquierdo. Se le había salido de su sitio y tenía que encajarlo sin ayuda de nadie. Sopesó las opciones posibles en cuanto se hubo asegurado de que la cuerda iba a resistir y no encontró otra alternativa que la pared plana situada a sus espaldas. Se alineó en paralelo con la misma antes de respirar hondo y lanzarse hasta chocar contra la roca. Vio las estrellas de puro dolor y encima el brazo siguió desencajado. Cayó de rodillas y vomitó los restos ingeridos de la barrita proteínica. Luego, cuando fue capaz de ponerse de pie otra vez, se limpió la boca con el dorso de la mano derecha, y echó otro vistazo al risco. Un área de la pared sobresalía como el vientre de una embarazada y se le ocurrió que tal vez fuera posible usar dicha protuberancia para encajar el hombro en su posición, siempre que lograra soportar el dolor.

Se aproximó con cautela a fin de calcular bien, pero sabía que no podía tomárselo con calma, pues Kristin seguía colgando al final de la cuerda, mil quinientos metros por encima del pinar, por lo cual se reclinó sobre la roca, apoyó el hombro en ella y presionó cada vez con más fuerza. Escuchó los chasquidos y crujidos de las junturas mientras se le encajaba el hombro. El dolor fue terrible, mas él sólo pensaba en Kristin, y siguió presionando, arriba, abajo, a un lado, al otro. Todas las piezas iban encajando en su lugar y todo empezaba a situarse en su sitio. Supo que la cabeza del húmero había vuelto a su posición habitual cuando escuchó un chasquido final. Jadeó con la respiración entrecortada varias veces y esperó aterrado a ver si el brazo le respondía, pero sí, le aguantó.

Tenía todo el cuerpo bañado en sudor, por lo cual sacó una botella de agua del petate y bebió unos sorbos antes de comenzar el laborioso proceso de izar a Kristin unos centímetros con cada tirón, y una vez, y otra, y otra más. La llamó varias veces con la esperanza de obtener una contestación, pero no obtuvo más respuesta que un silencia cargado de siniestros presagios. Imploró para que simplemente hubiera perdido el conocimiento por el golpe y pronto recuperase el sentido, pero tomó conciencia de la gravedad del asunto en cuanto la cabeza asomó por encima del borde y vio el casco; parecía aplastado por el martillo de un gigante. La cosa pintaba mal, muy mal.

En cuanto hubo alzado todo el cuerpo le quitó el arnés y la mochila, abiertos y destrozados a resultas de la caída. Todo su contenido, incluso el móvil, estaba en algún lugar de ahí abajo. Comprobó el pulso y el ritmo cardiaco. Acto seguido, desenrolló el saco de dormir y la tendió sobre el mismo poco antes de notar cómo su propio cuerpo empezaba a acusar semejante mazazo. Hizo un alto para buscar un botiquín de primeros auxilios y se metió para el cuerpo cuatro pastillas de Tylenol. Después, intentó comerse otra barra proteínica para recobrar fuerzas, pero tenía la boca seca y áspera como una lija, por lo cual no consiguió masticar y debió partirla en trocitos y tragarlos acompañados con sorbos de agua. Se le planteó entonces la duda sobre si dar o no de beber a Kristin, pues temía ahogarla. En vez de eso, reunió un montón de tierra y gravilla a fin de poder ponerle en alto la cabeza, y luego se dispuso a esperar.

Los últimos rayos del sol teñían de rosa pálido el lado oeste de la cordillera de las Cascadas y abajo, el Gran Lago era una lámina negra como la obsidiana.

Recordaba haber pensado en lo hermosa que era esa vista y haber creído que Kristin se repondría para disfrutarla. A ella le encantaban los atardeceres, en especial cuando se encontraba al aire libre. Solía decir que dormía mejor bajo las estrellas que en los hoteles de cuatro estrellas donde pernoctaba su familia. Esa noche lucieron muchas estrellas en el cielo.

Pero la temperatura empezó a bajar.


Michael echó mano a todas las piedras disponibles para construir un cortaviento. Luego, dobló su chaqueta de nailon y la metió debajo de la cabeza de Kristin, pero no le quitó el casco destrozado. Tenía un semblante ileso y ofrecía una imagen de paz y felicidad. No transmitía dolor alguno, y él lo agradeció muchísimo. Se acuclilló e intentó permanecer lo más caliente posible. Tuvo que sofocar sus miedos hasta la primera luz del alba, cuando pudo iniciar el descenso.

Hizo sonar el silbato una vez más por si alguien lo oía, y cuando el sonido dejó de escucharse entre los montes circundantes se agachó junto al saco de dormir y le susurró al oído:

– No te preocupes… Te llevaré a casa, lo prometo, te llevaré a casa.

CAPÍTULO DIECISIETE

9 de diciembre, 13:00


HIRSCH SE SINTIÓ EN buena medida como un astronauta a quien acababan de informarle de que no puede subirse a la nave.

– Pero me encuentro perfectamente -repitió mientras la doctora Barnes efectuaba otra anotación en la gráfica del enfermo.

– No es eso lo que indica tu cuerpo. Todavía acusas cierta hipotermia a consecuencia del chapuzón de ayer y no voy a permitirte bucear por ahí abajo, te pongas como te pongas.

El biólogo había terminado por tener razón: O’Connor había autorizado otra inmersión, aunque sólo para retirar el cofre hundido, y en cuanto a la princesa de los hielos se había limitado a decir que la subieran también si ella consentía en venir.

– Pero has dejado ir a Michael -se quejó el biólogo, jugándose el último cartucho.

– Él está perfectamente -repuso ella-, y además, si Michael se tira por un puente, ¿tú irías detrás, o qué?

La doctora echó a reír mientras garabateaba algún dato más en el expediente y Darryl supo que no tenía oportunidad alguna de que Charlotte diera su brazo a torcer.

Se abotonó la camisa y abandonó la camilla sabiendo en el fondo de su corazón que ella estaba en lo cierto: su cuerpo acusaba aún los efectos de la inmersión. Una parte muy profunda de su ser continuaba helada, sin importar cuánto té caliente bebiera ni cuántas tortitas untadas con mantequilla y sirope devorase. La noche pasada había tenido que dormir debajo de todas las mantas de su habitación y a pesar de eso se había despertado a las tres de la madrugada con un castañeteo de dientes.

– Aguafiestas -dijo al salir de la enfermería.

Se topó en el hall exterior con Michael, que regresaba de entregar su propio certificado médico en la oficina de Murphy.

– ¿Vienes? -inquirió, y Darryl le dio las malas noticias. Wilde se quedó perplejo.

– ¿Quieres que entre a hablar con ella e interceda por ti? -se ofreció, señalando con la cabeza a la oficina de Charlotte.

– No te serviría de nada. Esa mujer tiene el corazón de piedra, así que baja ahí abajo y haz el descubrimiento de tu vida sin mí. Yo estaré en el laboratorio, bebiéndome esa botella de vino. Seguro que se ha descongelado a estas alturas.

Michael le palmeó el hombro y se marchó del hall. El científico se puso el abrigo y el gorro, pues incluso los desplazamientos más breves entre módulos exigían ir protegido contra los elementos, y se encaminó hacia su laboratorio tras una fugaz visita a la cocina.

La botella rescatada del mar le estaba esperando delante de su asiento y le intrigaba muchísimo a pesar de tener pendientes tareas mucho más importantes. No iba a hacerse un nombre ni granjearse una reputación con aquello en la comunidad científica, pero ¿cuántas veces en la vida se tiene ocasión de estudiar un objeto histórico? Se sentía como los tipos que raspaban las costras en los platos del Titanic sólo para comprobar si figuraba el nombre del barco marcado. Y ese envase de vidrio tenía muchas posibilidades de ser bastante más antiguo que cualquier resto procedente de cualquier navío fletado por la naviera White Star Line.

Se acercó al tanque lleno de agua marina a temperatura del interior del laboratorio y la retiró con cuidado. Los restos de la etiqueta ilegible se quedaron flotando en el líquido. Cuando alzó el envase de vidrio a la luz y lo ladeó, escuchó el regurgitar del contenido. Quedaba mucho vino para brindar aquella noche por la victoria, pues para sus pruebas de rutina le bastaban unas pocas gotas, y hasta era posible que hubiera envejecido bien. Además, sería agradable saber qué clase de vino había sido, aunque eso no mereciera mucho más que una nota a pie de página en alguna revista científica.

El corcho de la botella había resistido gracias al refuerzo de la capa de hielo polar que se había formado enseguida sobre él. Cogió el sacacorchos de alas que había tomado prestado de la cocina, pero le retuvo el miedo a que al ir a sacar el tapón acabara metiéndolo más hondo en el cuello de la botella. Debía ir despacio a fin de asegurarse de que el vino estuviera lo menos contaminado posible. Primero, aseguró la botella en el torno de banco fijado a la mesa de su laboratorio. Solía usar esa abrazadera para abrir las conchas de los bivalvos más renuentes. Efectuó un rápido repaso del instrumental disponible y eligió un escalpelo esterilizado hacía muy poco en el esterilizador autoclave de vapor. La lanceta le sirvió para retirar de la boca de la botella los restos del sello rojo de cera. ¿Cuándo la habían sellado? ¿Y quién había podido sellarla? ¿Un campesino en la Francia de Luis XVI? ¿Un vinatero italiano del Risorgimento italiano? ¿Quizá un español contemporáneo de Goya?

Apartó los restos de cera y los apiló a un lado antes de insertar la punta del escalpelo entre el cuello de vidrio y el tapón con la intención de dejar éste lo más suelto posible antes de emplear el sacatapón. Tras trazar un círculo, abandonó el estilete y se detuvo para poner en el equipo de audio la marcha triunfal de Aída y entonces agitó el descorchador, lo aplicó al corcho y comenzó a hacerlo girar con cuidado para que no se desmigara. Tras un momento de resistencia la barrera entró verticalmente con tanta facilidad que el científico temió que, después de todo, fuera a desintegrarse de un momento a otro. Las alas comenzaron a alzarse conforme el tapón salía tras un sostenido movimiento de tirar hacia fuera. Resonó un ‹pop› al descorchar por completo la botella.

‹Misión cumplida›, pensó Darryl, y se inclinó hacia delante para inhalar los aromas del caldo… Y retrocedió de inmediato.

Si alguien había albergado lo más remota duda sobre la potabilidad del vino, la cuestión había quedado definitivamente resuelta. ¡Menudo hedor! Esperó unos segundos a fin de que se disipase y luego acercó la nariz de nuevo, impelido por la curiosidad, pues no era un simple mal olor, no era simplemente el olor de vino que se ha convertido en vinagre. Olía a algo más, a otra cosa que al biólogo le resultaba terriblemente familiar, fuera lo que fuese. Frunció el ceño y abrió un cajoncito del mueble para sacar y preparar una lámina portaobjetos con el fin de examinar el líquido por el microscopio.

– Muy bien, tíos -empezó Calloway con ese falso acento australiano suyo- quiero que escuchéis con atención mis instrucciones y hagáis exactamente lo que voy a deciros.

Michael estaba allí en compañía de Bill Lawson. Ambos vestían el sofocante traje de inmersión ártica. El periodista no iba a discutirle nada a Calloway. Sólo quería meterse en el agua lo más pronto posible.

– Hoy lleváis tanques dobles, pero aun así, eso os da un máximo de… digamos… noventa minutos, y lo más probable es que una miajita menos si vais a poneros a serrar en el hielo. A la menor dificultad con la sierra, os abrís y venís aquí rapidito. ¿Lo pilláis? -Michael y Lawson asintieron-. A ver, eso significa que tiráis p’arriba al menor rasguño en el traje, y si es en la piel o si os cortáis, subís aún más deprisa, no sea que la sangre atraiga a las focas leopardo que hemos visto durante el buceo de hoy, y ya sabéis el buen rollo que esos bichos agresivos van a tener con vosotros.

Michael lo sabía. Las focas de Weddell eran retozonas, pero inofensivas. No podía decirse lo mismo de sus primos, distinguibles por sus enormes cabezas reptilescas. Una Weddell se ponía a jugar con un buzo, pero una leopardo la emprendería a mordiscos con sus enormes dientes curvos.

– Si os veis en un apuro, defendeos con las sierras para hielo.

Ambos llevaban en el equipo dos sierras Nils Master. No era precisamente el instrumento de corte más preciso del mundo, pero bajo el agua nada aserraba más deprisa el hielo con ese diseño con forma de tuerca mariposa y unos afilados dientes angulados hacia dentro, como los de un tiburón.

– Michael, tú sabes adónde vas, ¿vale? Baja tú primero y marca el camino. Bill, toma la red y la cuerda de rescate, y síguele.


El interpelado cabeceó en señal de asentimiento, lo hacía sin cesar todo el tiempo mientras se acercaba centímetro a centímetro a la abertura. Se sentía atraído como un imán al agujero en el hielo por el cual el frío se colaba en la choza y se desplegaba como los pétalos de un capullo en flor. Se percató de que habían ampliado el diámetro del boquete.

– Entonces, eso es todo, tíos -concluyó Calloway al tiempo que le palmeó el hombro en señal de que había llegado la hora de irse-. Poneos la máscara y ea, a mojarse los pies.

El periodista se sentó al borde del boquete y se deslizó por el conducto de hielo hasta adentrarse en el océano. No debía ir en busca del arcón hundido. Un equipo de submarinistas ya había bajado antes y lo había recuperado, para luego transportarlo al campamento base sobre un trineo tirado por huskies y llevado por su cuidador, Danzing. Éste le había saludado con la mano al marcharse. La noticia del inusual descubrimiento de Michael había corrido como la pólvora y su caché había subido como la espuma, incluso aun cuando no encontrasen a la princesa de los hielos.

Pero iban a sacarla de ahí abajo.

Se orientó bajo la banquisa y aguardó la llegada de Bill Lawson antes de iniciar el descenso, y después se giró y se alejó de los agujeros de inmersión y de seguridad y nadó hacia la pared del glaciar. La atisbaba a lo lejos. Le daba mucha rabia no haberse traído la cámara en esta ocasión, pero O’Connor se lo había prohibido de forma tajante.

– No quiero que andes removiendo el lecho marino ahí abajo mientras tomas fotos -le había dicho-, y si tienes razón respecto a lo que viste vas a tener las manos muy ocupadas: ayudando a Bill a cortar todo ese cacho de hielo tan grande.

Con la linterna en una mano y la sierra en la otra, Michael avanzó bajo la superficie del mar como una foca: ondulando el cuerpo e impulsándose con las aletas todo cuanto éstas le permitían. Aun así, llegar al glaciar fue un trabajo duro y consumió más tiempo del esperado, pues resultaba difícil calcular las distancias dentro del mundo marino, en especial cuando la banquisa se convertía en un sudario que lo velaba todo, pese a la existencia de alguna grieta muy de vez en cuando y por donde los rayos del sol se filtraban hasta las profundidades, creando un haz dorado que iluminaba la oscuridad de la zona béntica. Por otra parte, el agua del océano era de un azul claro muy límpido, del color del cielo a primera hora de la mañana en el estío.

Para empeorar las cosas, se le había desajustado un guante, no tanto como para ser peligroso pero lo bastante como para que todo resultase un poquito más incómodo. El par de guantes no formaba parte del equipo y, como tal, siempre se colaba un poco de agua, con independencia de la fuerza con que uno se los pusiera. El revestimiento de debajo absorbía buena parte de esa humedad, pero al final la filtración terminaba por llegar hasta el cuerpo. Entretanto, ese frío entumecimiento era un recordatorio de la hostilidad del entorno circundante.

Aumentó la velocidad y se volvió para asegurarse de que le acompañaba Lawson, el prototipo de jefe de boy scout siempre sonriente. Vio refulgir su máscara en el agua, la punta aguda de la sierra y la cuerda de rescate oscilante detrás de él, sujeta al arnés. El otro extremo estaba unido a un cabestrante de doscientos caballos de potencia situado detrás de la cabaña de inmersión. La cuerda tenía un alcance de dos mil metros y era capaz de soportar un peso de varios miles de libras. Solía usarse para subir barriles de petróleo y restos hundidos.

Michael se dio la vuelta y continuó el avance hacia el glaciar. Conforme la mole de hielo se alzaba ante él percibía una nota de vacilación, e incluso de miedo, lo cual no había sucedido la primera vez, pero claro, entonces no tenía ni idea de qué encerraba el hielo y ahora no sólo lo sabía, es que pretendía robárselo, y tal vez por eso le pareció que las paredes de hielo adquirían un aspecto más defensivo, similares a los muros de una fortaleza erigida por alguna antigua deidad de los mares y el frío. Se sentía como un soldado a punto de intentar abrir brecha en esa muralla.

Un murmullo sordo emanaba de la masa gélida, un crepitar y un rechinar delatores de su avance, pues el ciclópeo iceberg no dejaba de moverse aunque no lo había notado hasta ese momento. Siempre lo había hecho, pero de forma tan lenta que apenas podía apreciarse con los ojos y rara vez podía oírse. El buceador se acercó todavía más a la pared del iceberg, sabedor de que estaba a punto de empezar la parte ardua de la misión. El gélido paredón era enorme y hallar el cuerpo no era sólo cuestión de longitud, sino también de latitud. Podía hacerse una idea aproximada de dónde estaba el cuerpo, pero ¿a qué profundidad? Iba a tener que desplazarse arriba y abajo, y recorrer una superficie tan grande requería tiempo. Alargó el brazo para señalar un área del témpano, indicando a Lawson que debía buscar allí, y luego se alejó treinta metros a fin de orientarse. Volvió la vista atrás, hacia la cuerda de emergencia, que se extendía desde el agujero de seguridad, situado lejos, muy lejos; la cuerda en sí estaba jalonada de banderines llamativos a fin de facilitar una mayor visibilidad. Intentó recordar si el día anterior había llegado siguiendo ese ángulo, pero no se acordaba de nada. El descubrimiento le había dejado tan estupefacto que había retrocedido moviendo como un loco las aletas de los pies en medio de un estallido de burbujas.

De lo que sí se acordaba a la perfección era de la calidad de la luz, y ésa era su mejor pista, decidió tras pensárselo bien. Desde un punto de vista climático, el día había amanecido muy similar al de ayer y la luz inalterada podía llevarle en la dirección adecuada si era capaz de rememorar lo brillante o apagada que estaba cuando descubrió a la mujer. El agua y la luz no eran de ese azul prístino de antes, de modo que manipuló el inflador del traje para desinflarlo y así bajar algo más de diez metros sin apartarse mucho del muro mientras iba peinando la rugosa superficie con la luz de la linterna e incluso algún que otro toque con las manos. Buscaba algo, una fisura en la roca, una formación atípica, cualquier cosa que le refrescase la memoria, pero por el momento no veía nada.

Pero sí notaba una gelidez cada vez mayor, un frío superior incluso al del agua. El aliento del iceberg le empañó las gafas y debió limpiarse con el dorso de un guante. También le hizo preguntarse cómo era posible que alguien permaneciese allí durante décadas, tal vez siglos, y quedase suspendido, inmovilizado, asimilado para siempre, como uno de los especímenes de Darryl flotando en un frasco de formaldehido. Inerte pero sin mácula del tiempo. Muerto pero presente.

El hilo de esos pensamientos le condujo otra vez hasta Kristin, que yacía completamente inmóvil en una cama del hospital de Tacoma.

Rascó el muro con la punta de la sierra y saltaron de inmediato lonchas de hielo, como la piel de una patata al mondarla. Se le colaron por el guante otro par de gotas heladas.

El submarinista descendió a una hondura mayor, donde la luz era bastante más tenue y el azul del agua se parecía más al tono recordado. Recorrió una amplia franja a nado, bajando más y más, hasta que el hielo cobró otro aspecto y localizó un punto donde no reflectaba lo mismo el haz de luz de la linterna. Michael acudió allí enseguida.

El agua se volvía más fría y oscura a medida que se acercaba, y el corazón le latía cada vez más deprisa, aunque él movía brazos y aletas con lentitud a fin de mantener la posición y así poder estudiar la fachada del iceberg. Había algo enterrado ahí, de eso no cabía duda alguna.

No lo había confesado a nadie, pero había habido momentos en que incluso él se había preguntado si no lo habría imaginado todo.

Hizo ondular el haz de la linterna para atraer la atención de Lawson, todavía a bastante distancia por encima de él. Luego, se acercó más para echar un vistazo al hielo y volvió a ver el rostro de la joven con la mirada fija en él.

Era exactamente tal y como al recordaba, y al mismo tiempo presentaba ciertas diferencias. En sus recuerdos el semblante estaba dominado por el miedo, tenía desorbitadas las pupilas y parecía a punto de soltar un grito, pero su aspecto actual parecía diferente: la serenidad presidía sus ojos y sus labios, y eso era totalmente imposible, por lo cual no iba a intentar explicarle esa parte a Murphy O’Connor. Ahora no parecía una persona agonizante, sino más bien alguien sumido en un sueño levemente perturbador, alguien que estaba a punto de despertar.

Lawson descendió en dirección a Michael trayendo la cuerda de rescate. Se quedó de piedra al ver a la dama dentro del iceberg y no se movió mientras lo asimilaba. Al fin y al cabo, Michael sabía que Bill había albergado serias dudas en su fuero interno: por un lado, deseaba creer la historia de Wilde y por otro, el buceo de profundidad gastaba jugarretas a la mente, y él lo sabía perfectamente. Sin embargo, aquello no era un engaño, y ahora podía estar seguro por completo.

Debían trabajar rápido si querían sacarla de allí, pues varios centímetros de hielo cubrían a la joven y a su posible acompañante, agazapado tras ella.

Lawson colocó la sierra sobre el hielo unos dos metros por debajo e indicó mediante señas que él iba a aserrar de forma lateral allí; luego, tomó la punta de la sierra de Michael e imitó un movimiento de corte horizontal siete centímetros por encima de la cabeza de la mujer. El plan consistía en dejar el espacio justo para sacarla, y convenía hacerlo lo más preciso posible, pues un bloque de hielo con un cuerpo dentro iba a pesar una tonelada.

Michael colocó la linterna en la presilla del cinturón y empujó, dejando que el borde dentado de la sierra hundiera sus dientes en el iceberg. Atrajo la herramienta hacia él, como si fuera el arco de un violín, abriendo una fina muesca. Volvió a empujarla, y la hendidura se hizo mayor al tiempo que salían despedidas esquirlas traslúcidas de hielo. El trabajo iba a ser largo, pero el instrumental parecía adecuado. La parte difícil consistía en mantener en posición el cuerpo y sobre todo las aletas, que debían permanecer alejadas de Bill, situado inmediatamente debajo de él.

También era de la mayor importancia no apartar los ojos de la creciente melladura para evitar que los dientes de la sierra alcanzasen el rostro incrustado en el hielo. Michael notaba cómo se le aceleraba el pulso cuando la miraba, y le llenaba de zozobra verla sujeta con esa cadena de hierro. Intentó acompasar el ritmo de la respiración y no escuchar sus propios pensamientos, sino centrarse en el siseo del regulador y en los ocasionales gemidos y chasquidos del iceberg. Se le pasó por la cabeza la descabellada idea de que las dos sierras infligían dolor a la montaña helada. Era una manifestación de la tendencia humana a reducirlo todo a sus propios cánones, y Wilde lo sabía, pero no podía evitar pensar que el glaciar notaba las heridas de las sierras y pugnaba por retener a su presa.

Pero no iba a salirse con la suya.

Michael progresaba a buen ritmo en la parte superior, y en cuanto notó que había profundizado suficiente se giró para practicar una incisión vertical. Poco a poco, los dos submarinistas fueron cortando una puerta cuadrangular alrededor de la mujer y la otra figura oculta detrás de ella. ¿Era también un ser humano u otra cosa totalmente diferente? Michael vio cómo su compañero verificaba el tiempo disponible en el cronómetro y luego alzó una mano con los cinco dedos extendidos, abriéndola y cerrándola por dos veces, a fin de indicarle que disponían de diez minutos más. Después de eso, el motor del cabestrante debería hacer el resto.

Lawson extrajo del equipo sujeto al arnés una afilada clavija de escalada y la clavó con fuerza a la parte posterior del bloque de hielo que habían tallado entre los dos. Entonces, extrajo varias más. La idea consistía simplemente en crear un plano de fractura, de modo que un tirón súbito y enérgico soltase toda la pieza. Cuando hubo fijado todas las clavijas sacó la red y la aseguró lo mejor posible con material de alpinismo, del mismo tipo usado por Michael durante las ascensiones. Todo el sillar fue sujetado con abrazaderas a la cuerda de rescate; luego, Bill fio tres secos tirones de ésta y esperó, y después repitió la señal.

Los dos buceadores retrocedieron varios metros y permanecieron a la espera de que entrara en funcionamiento el motor. El primer indicio fue la cuerda en sí, dejó de estar floja y de pronto se tensó hasta quedar recta como una flecha. Michael pudo oír el zumbido en el agua y al cabo de un par de segundos vio cómo se removía todo el bloque. Se adelantó un par de centímetros y se detuvo. Escuchó chasquidos y crujidos procedentes del iceberg y se le antojó que era como retirar un bloque de piedra de una gran pirámide. De súbito, le asaltó la imagen de que toda la pared de hielo se venía abajo delante de él. Retrocedió varios metros e infló el traje a fin de estar algo más cerca de la superficie.

El cabestrante dio otro tirón y el bloque avanzó un poco, primero de un lado y luego por el otro. Se movía de un modo similar a los torpes andares de los pingüinos sobre la nieve. El bloque se detuvo una vez más, estaba a punto de salir, pero todavía permanecía encajonado dentro del témpano. Entonces se produjo un fortísimo chirrido y se venció hacia delante antes de separarse del iceberg y colgar libremente sobre el fondo insondable.

De inmediato, Bill nadó hacia él y se aferró al mismo como una lapa -llegó a sujetarse a la red que envolvía el sillar helado para mayor seguridad- mientras el cabestrante empezaba a izar el bloque de hielo hacia el agujero de inmersión. El asombrado reportero se rezagó enseguida mientras contemplaba una extraña imagen: un trozo de hielo con el peso y la forma de una enorme nevera flotaba bajo el mar, y Lawson, sujeto al mismo, viajaba sobre él.

Michael notó cómo volvía a colarse agua por el guante, dejándole la muñeca como si se hubiera puesto alrededor un brazalete de frío acero. Escuchó un aviso, el pitido de los tanques de aire, y enarboló la sierra a modo de defensa ante un posible ataque de las focas leopardo mientras seguía el rastro de burbujas que subían desde las profundidades hacia las aguas más azules de la parte superior.

Visto desde abajo, mientras salía del vacío para adentrarse en el mundo de los vivos con su extraña carga petrificada, el sillar de hielo parecía un adorno de cristal muy similar a los que se colgaban en el árbol de navidad.

CAPÍTULO DIECIOCHO

8 de agosto de 1854


SINCLAIR COPLEY ESTABA SENTADO a horcajadas sobre su caballo, Áyax, con el uniforme de gala y el negro casco puntiagudo rematado a la manera de los lanceros polacos: con una leve inclinación delantera para proporcionar cierta protección frente al resplandor del sol. Una docena de lanceros perfectamente alineados le flanqueaba a ambos lados. Todo el campo de adiestramiento era una impecable hilera de jinetes donde todo centelleaba, desde las relucientes charreteras doradas hasta los sables con borlas. El teniente Copley sabía, como todos sus camaradas, que el boato de su aspecto -una orden directa de su comandante en jefe- les granjeaba mofas y acusaciones de ser unos petimetres, pero al mismo tiempo confiaba en que si tenían la suficiente fortuna como para tomar parte en la batalla, demostrarían que eran mucho más que eso.

Los corceles piafaban sobre el terreno irregular y se sentían incómodos ante lo que se avecinaba. El regimiento había estado toda la mañana haciendo ejercicios con las lanzas, volviendo grupas en formación cerrada y con precisión, pero ahora, tras el toque de corneta, habían prescindido de las lanzas y los lanceros estaban a punto de enzarzarse en un falso combate mano a mano con espadas de madera sin filo y despuntadas. Sinclair se enjugó un hilillo de sudor de la frente con el dorso de la mano y luego secó ésta en la crin castaña de su montura, Áyax, que había estado con él desde que era un potrillo, primero en la finca que la familia tenía en el condado de Hawton y luego en los establos del regimiento, razón por la cual existía una compenetración especial entre jinete y caballo envidiada por casi todos, pues Sinclair ejercía un control perfecto sobre Áyax y era capaz de que la cabalgadura realizase cualquier movimiento y ejecutara sus órdenes con una sola palabra o un leve movimiento de riendas, mientras que ellos se las veían y se las deseaban para que sus monturas aceptaran órdenes básicas y aprendieran ciertas maniobras.

El corneta se adelantó hasta la valla y se llevó el reluciente instrumento a los labios para dar tres toques muy seguidos: la enardecedora orden de carga. Los corceles soltaron relinchos de pánico o de reconocimiento. A la derecha del teniente Copley montaba Winslow, cuya yegua se rebrincó y levantó la cabeza y los cuartos delanteros. Jinete y montura estuvieron a punto de caer en un amasijo.

Sinclair y sus compañeros desenfundaron la espada de un solo movimiento silencioso y alzaron el brazo derecho.


– ¡Arre! -le gritó a Áyax mientras hundía las tintineantes espuelas en los costados del corcel.

El animal salió disparado hacia delante como uno de los corceles de Ascot. El suelo retumbó cuando toda la línea de caballería acudió al encuentro de la hilera enemiga, en algún lugar donde estaban Le Maitre y Rutherford, aunque el caballo bayo que venía hacia él lo montaba el sargento Hatch, un magnífico jinete con todas las de la ley y un veterano de las campañas de la india. Hatch apenas si sujetaba las riendas, muestra de la confianza en su capacidad para controlar a la montura, mientras mantenía en alto el sable. «Va a pasar por mi izquierda», evaluó Sinclair. Eso significaba que el intercambio de golpes iba a tener lugar mientras giraban sobre las sillas de montar.

El teniente apretó las piernas a los costados de Áyax mientras los cascos de los caballos lanzados a galope tendido levantaban del suelo trozos de hierba y tierra apelmazada. En ese momento distinguía ya el rostro del sargento, bronceado tras muchos años de servicio en el Punjab. La sonrisa del fogueado suboficial dejaba entrever unos dientes blancos en contraste con el color negro de su poblado mostacho. Los comandantes del regimiento jamás habían visto un combate bajo fuego real, pero solían referirse a los mandos como Hatch con el término «indios». Eran los oficiales sin recursos para comprar buenos destinos y de hecho habían llegado a servir en la campaña de Gwalior, en el 43, o a luchar junto a la caballería ligera bengalí en la batalla de Punniar o en la de Ferozeshah, a finales del 45. Sin embargo, Sinclair admiraba ese pasado militar, más aún, lo envidiaba. ¡Haber tomado parte en el combate! ¡Haberse visto envuelto en una batalla y haber matado a un soldado enemigo! ¿Acaso podía haber algo mejor que eso?

Hatch se le echaba encima con la satisfacción del veterano que va a enseñarle unas cuantas cosas sobre el viril arte de la guerra a un novato con pantalones de montar color cereza y un galón dorado.

– ¡Hurra! -gritó cuando los caballos estaban a punto de chocar, y blandió el sable en el aire.

El teniente Copley acudió a su encuentro y detuvo el golpe rival, pero éste era tan fuerte que le vibraron la espada y el brazo hasta el hombro. El entrechocar de las armas de madera provocó relinchos e hizo dar sacudidas a las asustadas monturas, pero el teniente logró controlar a Áyax con la presión de las piernas y un buen uso de las riendas. El corcel de Hatch enseñó los dientes, como si también él fuera a dar unas cuantas lecciones a Áyax, que se echó hacia atrás para hurtarle el cuerpo. Entretanto, el sargento se sentó sobre la silla y lanzó otro espadazo. En esta ocasión el arma recorrió toda la longitud del sable de Sinclair hasta detenerse en la guarda de la empuñadura.

Los ijares de los caballos chocaron como los costados de dos barcos mecidos por el oleaje y se separaron, pero Hatch se revolvió sobre la silla de montar y lanzó un sablazo contra Sinclair cuando éste aún se estaba dando la vuelta. Aun así, agachó la cabeza para esquivar el golpe, que alcanzó la punta del casco. La correa se le clavó en el mentón y el penacho acabó cayéndose en medio de la melé de cascos. El caballo de Hatch trotó delante de Áyax y su jinete se mofó de Sinclair dándole con la punta del arma un toquecito en el tahalí, del que pendía la vaina vacía de Sinclair.

– Baila, osito ruso, baila -dijo Hatch, fingiendo dispensarle el mismo trato que a un enemigo extranjero.

Pero Copley no estaba de humor para bromas ni para ser ridiculizado. Mientras que a su alrededor todos los soldados daban vueltas e intercambiaban sablazos, el teniente Copley rozó los flacos de Áyax y éste salió hacia delante. Sinclair veía mejor sin el penacho y cuando Hatch se apresuró a reaccionar, esperando a su adversario por la derecha, el teniente cambió el curso de la acometida con un suave tirón de las riendas antes de lanzar un fuerte tajo contra el veterano, que estuvo en un tris de no poder pararlo, y sin solución de continuidad le asestó otro espadazo, que rebotó en el filo del sable de Hatch y estuvo a punto de desnarigar a éste. El bayo del sargento relinchó de terror mientras perdía terreno y su jinete se echó hacia atrás, permaneciendo prácticamente de pie sobre los estribos a fin de ponerse fuera del alcance del siguiente sablazo, y cuando Sinclair hubo pasado, Hatch azuzó a su corcel directo contra el flanco de Áyax al tiempo que enrollaba las riendas en torno a la perilla de la silla de montar y extendiendo la mano ahora libre hacia el novato antes de que éste consiguiera sujetarse mejor o lograra hacer dar la vuelta a su montura, le aferró por el cuello de la pelliza y le arrastró hasta descabalgarle. Sinclair se deslizó sobre el costado de su caballo entre el tintineo de todo el equipo y el sonsonete de las charreteras, que se le cayeron de los hombros, y se dio un buen trompazo contra el suelo cuarteado, donde se escabulló lo más deprisa posible de las coces que se repartían por allí a diestro y siniestro. Tenía la boca llena de polvo y el resto del casco estaba de lo más abollado.

El corneta tocó la orden de poner fin al combate y los soldados se separaron; algunos se carcajeaban y otros fingían lamerse heridas imaginarias. Sinclair miró hacia su alrededor. Tres o cuatro hombres habían mordido el polvo como él. Uno sangraba por la nariz -debía de tenerla rota- y otro tenía un buen desgarrón en el pantalón, que se le había enganchado a alguna espuela. Todos parecían muy poco complacidos. Forcejeó para ponerse a cuatro patas -acababa de descubrir en sus pantalones de color cereza un agujero a la altura de la rodilla- cuando vio acercarse un par de botas negras y una nudosa manaza morena tendida.

– No puede esperar que su enemigo siempre juegue limpio en una pelea -le dijo el sargento Hatch mientras le ayudaba a levantarse del suelo. Se inclinó para recoger el casco de Sinclair, limpió ceremoniosamente lo que quedaba de él y se lo entregó-. Ahora se ha lucido como jinete. Refrenó muy bien a su caballo.

– Por lo que parece, eso no basta…


Hatch se echó a reír. Sinclair cayó en la cuenta de que ese hombre no le sacaba más de ocho o nueve años, y a pesar de eso, el rostro requemado del suboficial se llenó de surcos al carcajearse, con más arrugas que un mapa doblado.

– Nosotros, los «indios» -repuso, apropiándose con orgullo de un término considerado por todos como un insulto-, estamos tan acostumbrados a combatir contra esas sabandijas que hemos aprendido a luchar como ellas. -Hizo una pausa y la sonrisa abandonó su semblante-. Y eso es algo que usted deberá aprender también.

El joven oficial no salía de su asombro, pues a su alrededor únicamente se hablaba de la guerra en los términos más elevados, expuestos, eso sí, por los altos oficiales, procedentes de las filas de la aristocracia y con experiencia nula en el campo de batalla. Tal era así que el aviso del veterano estaba expresado en unos términos que parecían constituir casi un acto de traición. La guerra tenía la consideración de un juego cortés en el que todos los caballeros participaban siguiendo unas reglas unánimemente respetadas, cualesquiera que fuera el coste de las mismas. Pero ahora aparecía un curtido veterano y le decía que la batalla era un rifirrafe con gañanes más dispuestos a derribarle del caballo que a batirse en un duelo a espada como era debido.

Mientras conducían a sus caballos fuera del campo, el sargento Hatch le ofreció unas cuantas puntualizaciones prácticas sobre la clase de equitación impartida recientemente por el capitán Nolan del 15º de húsares:

– Si el caballo suelta coces cada vez que usted pica espuelas, eso es porque echa el peso de su cuerpo demasiado adelante. Si hace cabriolas, se está poniendo muy cerca de la grupa.

Estaban esperando en fila para cruzar por la puerta cuando llegó un jinete, el cabo Cobb. Su montura chorreaba sudor por los costados y saludaba a los lanceros agitando un legajo de papeles mientras subía hacia la valla.

– ¡Han llegado órdenes de la Secretaría de Guerra! -anunció a voz en grito mientras el corcel se le encabritaba, apoyándose sobre las patas traseras.

Todos se quedaron donde estaban.

El cabo recobró el control del noble bruto y se enderezó en la silla para ser visto y oído lo mejor posible mientras anunciaba:

– Por orden de lord Raglan, comandante en jefe del ejército británico en Oriente, el 17º regimiento de lanceros del duque de Cambridge deberá zarpar rumbo a Constantinopla el 10 de agosto a bordo de los buques de Su Majestad Neptune y Henry Wilson. Una vez allí, y bajo el mando del teniente general lord Lucan, deberán ayudar en el sitio de Sebastopol.

El anuncio no terminaba ahí, y Cobb continuó con la lectura, pero los vítores y gritos de júbilo de los dragones impidieron oír algo a Sinclair. Muchos lanzaron los sombreros al aire y otros blandieron las espadas de madera, y no pocos lanzaron salvas, asustando a las cabalgaduras. Sinclair también sintió cómo se le aceleraba el pulso. ¡Al fin había llegado la orden! Iba a ir a la guerra. Se habían acabado la instrucción, el entrenamiento, y el estar haciendo el tonto en los barracones. Se iban a Crimea en ayuda de los turcos para poner freno a las incursiones del zar.

Se acordó en ese momento del chiste de un periódico matutino donde se mostraba al león británico con un gorro de policía dando unos golpecitos con una porra en el hombro del oso ruso mientras decía: «Vale, ya está bien, no voy a tolerarlo más». Se escuchó a sí mismo gritando y vio a Frenchie sentado a horcajadas en la valla, marcando el ritmo del estribillo con voz estridente:

Rule, Britannia! Britannia, rule the waves. Britons never, never, never shall be slaves. [13]

Copley se volvió al sargento para darle una palmada en la espalda, pero se detuvo en seco al verle el semblante.

A diferencia de cuantos le rodeaban, Hatch no estaba exultante. Tampoco tenía aspecto de estar asustado ni renuente en modo alguno, pero no parecía alegrarse lo más mínimo. Una media sonrisa en los labios había sobrevivido al pandemónium circundante, pero había una expresión distante en sus ojos serios. Era casi como si pudiera ver con el ojo de la mente el destino del regimiento y tal vez incluso la suerte de cada uno de ellos. La alegría de Sinclair se moderó de forma considerable, pero aun así, dijo:

– Es un gran día, ¿verdad, sargento Hatch?

Éste asintió.

– Nunca lo olvidará -contestó con voz más solemne que jubilosa mientras le ponía la mano en el hombro.

Britons -continuaron cantando Frenchie y su coro- never, never, never shall be slaves.

Otra mano tomó al teniente por el codo; cuando éste se volvió, vio a Rutherford. Las patillas se le habían erizado de emoción al oír las noticias y tenía el rostro acalorado de tanto gritar; sólo fue capaz de sacudir a Sinclair con alegría.

– Por Dios -barbotó al fin-, por Dios que vamos a enseñarles un par de cositas a los rusos.

Sinclair se decantó de inmediato a favor de ese estado de euforia. Se alejó del sargento Hatch y se sumergió en la locura colectiva. Era un momento para la celebración y la camaradería, y él no quería saber nada de avisos ni de presagios. El suboficial le había hecho recordar el comienzo de un poema de ese tal Coleridge, donde un viejo marinero hechiza con su ojo al invitado de una boda, pues está empeñado en contarle un cuento premonitorio, y él no quería escuchar premonición alguna, quería la promesa de la gloria, una oportunidad para demostrar su valor, y al parecer, por fin iba a tener ambas.

Pero faltaban sólo dos días para el diez de agosto y había mucho trabajo pendiente para el poco tiempo disponible. Sin duda, iban a tener que organizar, pulir y limpiar los uniformes, los arreos y las armas para que pasaran la inspección, y también tendrían que preparar a los caballos para el largo viaje en las fragatas, a menos que el ejército los enviase a bordo de los nuevos vapores para hacer el viaje en menos tiempo, y también habría que zanjar los asuntos pendientes en Londres.

Y eso implicaba pensarse muy bien cómo darle la noticia a Eleanor. Debía ir a su pensión esa misma tarde. Había prometido llevarla a Hyde Park, donde hacía tan poco tiempo se había construido el Palacio de Cristal. Había confiado en acudir dando un paseo bajo los olmos señoriales del parque, pero si no andaba muy equivocado, toda la brigada iba a quedar confinada en los barracones hasta el momento de su marcha. Por tanto, debía aprovechar el caos reinante y salir de inmediato con la esperanza de poder regresar al cuartel antes de que nadie notara su ausencia.

Condujo a Áyax hasta su compartimento en el establo, donde se aseguró de que le dieran doble ración de heno y avena.

– ¿Nos cubriremos de gloria? -le preguntó mientras le acariciaba la gran mancha blanca del hocico.

El animal agachó su cabeza zaina como si asintiera. Sinclair tomó un trapo para secarle el sudor del cuello fuerte y bien musculado. Después abandonó los establos por la puerta de atrás, donde había más posibilidades de escabullirse sin ser visto.

Le habría gustado poderse cambiar de camisa o al menos haber tenido tiempo de adecentarse un poco, pero el riesgo de que le detuvieran era demasiado grande. Acudió a toda prisa al hotel Savoy, donde sabía que iba a encontrar uno o dos coches a la espera de clientes. Contrató al primero que halló y le gritó la calle de destino cuando todavía no se había sentado en el asiento. El cochero hizo chasquear el látigo y el vehículo cruzó a buen paso por las calles sucias y bulliciosas de la ciudad. El teniente se tomó un respiro por vez primera desde que se había enterado de su marcha a Crimea y ahora cavilaba sobre el mejor modo de contárselo a Eleanor, máxime cuando él mismo apenas había tenido tiempo de asimilarlo.

«Qué contento va a ponerse mi padre, el conde», pensó Sinclair. Ese destino le alejaba de las casas de juego, los teatros de variedades y demás costosos gastos en Londres, y si no le volaban la cabeza, regresaría a Inglaterra con reputación de soldado y no de gandul, pero el conde se estremecería de verdad si supiera adónde se dirigía su hijo en ese momento: a las humildes habitaciones que compartían dos enfermeras sin dinero en el último piso de una destartalada pensión. El díscolo joven lo sabía perfectamente y debía admitir que el hecho en sí le proporcionaba cierta satisfacción si era sincero consigo mismo. El conde se había pasado la vida haciendo desfilar a una feúcha dama aristocrática tras otra con la esperanza de que a su hijo le resultara atractiva alguna, pero Sinclair era uno de esos hombres que siempre obtenía lo que quería al instante, y a quien él quería era a Eleanor Ames.

Cuando el vehículo llegó a la calle donde vivía la enfermera, Sinclair indicó al cochero la pensión y le lanzó unas monedas mientras bajaba.

– El viaje de vuelta será suyo si me espera -aseguró en voz en grito.

Los escalones de la entrada estaban resquebrajados y la puerta del vestíbulo carecía de cerradura. Sinclair escuchó nada más entrar los ladridos lastimeros de un perro detrás de una puerta de lo más endeble y los berridos de un hombre al final del vestíbulo de la entrada. Las escaleras olían a humedad y a moho, y el hedor fue a más conforme ascendía, y como sólo había un pequeño ventanuco en cada piso, también iba empeorando la iluminación. Los tablones de las escaleras crujieron bajo sus botas. Un tenue rayo de luz se proyectó sobre el angosto pasillo cuando se acercó a la puerta de las habitaciones de Eleanor y Moira. Ésta había entreabierto la puerta una rendija para ver quién era, y alargó el cuello en cuanto estuvo segura de la identidad del visitante para ver si le acompañaba alguien.

– Buenas tardes -saludó con una nota manifiesta de desencanto en la voz-. Entonces, hoy ha venido usted solo, ¿verdad?

La muchacha esperaba que acudiera en compañía del capitán Rutherford. Sinclair estaba al tanto de que ambos se habían visto en varias ocasiones, aunque parecía que ella depositaba en esos encuentros más esperanzas que el militar.

– Eleanor está en el salón.

Sinclair sabía gracias a sus visitas anteriores que el salón era la reducidísima habitación con vistas a la calle, separada del resto de la pieza por una modestísima cortina tras la cual se ocultaba el dormitorio que compartían Moira y Eleanor. Ésta se hallaba junto a la ventana. ¿Había estado mirando a la calle esperando a que él llegara? Lucía el vestido amarillo claro que, tras algunas súplicas, él había conseguido que aceptara. En cada cita llevaba el mismo vestido verde y, a pesar de que le sentaba bien, él deseaba verla con una ropa más alegre y elegante. Copley lo ignoraba casi todo sobre la moda femenina, pero había apreciado que el corpiño de los nuevos vestidos era de corte más generoso, permitiendo atisbar el cuello y los hombros, y que las mangas no eran tan abombadas como para oscurecer la línea de los brazos. Una tarde que paseaban juntos por Marylebone Street vio cómo a ella se le iban los ojos detrás del cristal de una tienda y se prendaba de un vestido. Al día siguiente, él envió un mensajero para comprarlo y hacerle entrega del mismo en el hospital. La muchacha se volvió hacia el recién llegado, ruborizada pero contenta de dejar que la viera con sus mejores galas. Parecía radiante incluso a la luz de Londres, cuyo cielo estaba cubierto de hollín.

– No sé cómo lo supiste -dijo, mientras señalaba el vestido con un gesto. El ribete blanco le llegaba hasta el pecho como nieve recién caída.

– Apenas hemos tenido que ajustar unos centímetros -dijo Moira, marchándose detrás de las cortinas-. Los vestidos hechos en serie como éste se ajustan bien a su talla. -Reapareció al cabo de unos momentos con el chal sobre sus grandes hombros y una bolsa de rejilla en la mano-. Me voy al mercado -anunció-, y no volveré hasta dentro de media hora por lo menos.

Les guiñó un ojo antes de dar media vuelta y cerrar la puerta al salir.

Eleanor y Sinclair se quedaron a solas y durante unos momentos reaccionaron con torpeza. Él quería estrecharla entre sus brazos y luego desvestirla lo antes posible, pero no iba a hacerlo. A pesar de la notable diferencia de clase social existente entre ambos, Sinclair la trataba como a una de las jóvenes de noble cuna que conocía en los bailes de su casa solariega o en las cenas formales de la ciudad. Siempre le quedaba el Salón de Afrodita para satisfacer sus apetitos más básicos.

Eleanor se mantuvo donde estaba en vez de acudir a él, estudiando el rostro del teniente.

– Me temo que todavía no te he dado las gracias por el vestido -dijo al final-. Es precioso.

– Lo es cuando lo llevas puesto -convino Sinclair.

– ¿Quieres salir a dar un paseo o prefieres sentarte? -preguntó la enfermera, indicando con un ademán las dos sillas de madera y duro respaldo que completaban el espacio asignado a la sala de estar.

– Me temo que no tenemos tiempo para ninguna de las dos cosas -repuso él, removiéndose inquieto-. Siendo sincero, me he saltado las órdenes para estar aquí.

La curiosidad se convirtió en preocupación cuando Eleanor oyó semejante confesión. Ella había notado que se moría de ganas de contarle algo, mas no lograba imaginar el qué. También había observado que acudía vestido de uniforme, con las botas cubiertas de polvo y la piel sonrojada por el ejercicio.

¿Habría quebrantado la normativa militar de algún modo? La señorita Ames había deducido por lo visto en el transcurso de las pocas semanas anteriores que el joven teniente no reparaba mucho en los modales, pues ¿acaso no le había llevado a ella, una mujer, al sanctasanctórum masculino del Longchamps Club? Pero no le imaginaba cometiendo ninguna infracción de gravedad. Sus temores sólo se veían aplacados por la ancha sonrisa que curvaba los labios del joven.


– ¿Por qué…? ¿Qué órdenes has desobedecido? -inquirió ella, viendo claro que Sinclair no iba a poder callarse por mucho más tiempo.

Y él barboteó las noticias, las fabulosas noticias, de que habían llamado a su regimiento para entrar en acción.

Eleanor se descubrió sonriendo y sintiendo también su mismo entusiasmo, como si fuera contagioso. Las manifestaciones habían abarrotado las calles de la ciudad: unos protestaban contra la entrada del país en la guerra mientras que otros la exigían con entusiasmo. Se habían publicado en los últimos días varios reportajes sobre las atrocidades sufridas por los indefensos turcos y los periódicos estaban llenos de artículos de opinión y editoriales sobre los peligros de que la flota rusa surcase las aguas del Mediterráneo y una posible disputa sobre la prolongada supremacía británica de los mares. Grupos de reclutamiento peinaban los barrios pobres y las callejas de mala muerte en busca de cualquier hombre apto para engrosar las filas de la infantería de Su Majestad, y a veces hasta los no aptos para el servicio. Habían alistado incluso al muchacho encargado de la carbonera y el horno del hospital.

– ¿Cuándo te marchas? -preguntó Eleanor.

El impacto de la respuesta la dejó abrumada. Si se marchaba dentro de dos días y ya estaba contraviniendo la orden de permanecer en el cuartel o en el campamento, eso significaba que aquél iba a ser su último encuentro, sus últimos minutos juntos antes de que él se hiciera a la mar rumbo a Crimea. En ese momento cayó en la cuenta de que tal vez nunca más volviera a verle, a pesar de cuanto ella había sentido que ocurría entre ellos en las semanas anteriores y de que tal vez se había formado un vínculo entre ellos. Y no le aterraban sólo la pavorosa perspectiva de la guerra y la posibilidad inevitable de que resultara muerto, era una certeza que le había acechado desde la noche que le dio unos puntos en el brazo herido: la conciencia de que vivían en mundos muy diferentes y de que sus caminos jamás se habrían cruzado de no ser por aquel encuentro tan fortuito. Después de su periodo de servicio en el extranjero, quizá ni siquiera volviera a Londres, tal vez regresara directamente a las fincas de la familia en el suroeste, en el condado de Wiltshire. (Él se había mostrado bastante discreto sobre sus orígenes, pero ella había reunido los comentarios sueltos de Le Maitre y el capitán Rutherford y había deducido lo suficiente para asumir que eran imponentes). E incluso aunque volviera a la capital, ¿volvería a elegir a una enfermera sin un penique en vez de a una de las grandes damas de su círculo social? ¿Tendría suficiente peso esta pequeña aventura, pues a veces, por la noche, cuando el continuo removerse en la cama de Moira la desvelaba, sólo le otorgaba esa consideración, para imponerse a todas las cuestiones del sentido práctico y el decoro?

– Te escribiré en cuanto me sea posible -aseguró Sinclair como si le leyera la mente.

Y de pronto, Eleanor tuvo una visión de sí misma sentándose en la silla junto a la ventana tiznada de hollín y sosteniendo una carta arrugada y gastada tras una larga singladura desde Oriente.

– Y yo a ti -replicó ella-. Todos los días.

Sinclair se adelantó medio paso, como Eleanor, y de pronto estuvieron el uno en los brazos del otro. La gruesa cinta del galón dorado del frontal del uniforme se hundió en el rostro de la muchacha. Él olía a tierra, a sudor y a caballo, a su adorado Áyax. En una ocasión la había llevado a los establos del regimiento y le había dejado darle de comer un terrón de azúcar. Ella se aferró a él durante varios minutos, pero ninguno de los dos pronunció palabra alguna. No lo necesitaban. Y cuando sus labios se encontraron, el beso tenía un agridulce sabor a despedida.

– Debo irme -dijo, mientras se zafaba del abrazo con suavidad.

Ella le abrió la puerta y le observó bajar las escaleras sin volver la vista atrás, levantando un gran eco de pisadas a su paso. Si la ocasión lo hubiera permitido, si él hubiera tenido algo más de tiempo, se lamentó la joven, a ella le habría gustado que él pudiera haberla visto fuera, a la luz del atardecer, luciendo el nuevo vestido amarillo.

CAPÍTULO DIECINUEVE

9 de diciembre, 17:00 horas


COMO ERA DE ESPERAR, las nuevas del asombroso descubrimiento submarino se propagaron por la base igual que un reguero de pólvora. Murphy impuso una orden ejecutiva en cuanto recibió la noticia por el walkie-talkie. Michael le oyó bramar instrucciones a Calloway de que no admitiera a nadie cerca del bloque de hielo ni de la cabaña de inmersión. También dio orden de que cuantos estuvieran al tanto de la noticia mantuvieran el pico cerrado hasta nuevo aviso.

– Esperad a que hayan llegado a la base Danzing y los chuchos -dijo antes de cortar la transmisión.

Éste y el equipo de huskies se habían colocado a cincuenta metros mientras aseguraban el témpano encima del trineo. Los perros yacían tumbados sobre la nieve y el hielo, observando los quehaceres con sumo recelo.

– Cristo bendito… -masculló el conductor mientras se acercaba dando grandes zancadas al trineo. Admiró abiertamente a la mujer atrapada en el hielo mientras rodeaba el pesado monolito helado con paso lento.

Michael adivinó qué estaba haciendo: sopesaba a toda prisa el mejor modo de acarrear semejante peso.

– Ahí tenéis la cosa más rara que me he echado a la cara en la vida, tíos -aseguró Calloway-, y mira que he visto rarezas de todos los colores.

– No me jodas, Sherlock -replicó Franklin, que le había ayudado en la inmersión.

Michael apenas lograba creerse que lo habían conseguido. Se había despojado del equipo de buzo a toda prisa para envolverse debajo de más prendas de ropa seca que antes y ahora bebía sorbos de un termo de té caliente, pero aun así le seguían dando tiritonas y él sabía que estaba sufriendo la predecible hipotermia.

Lawson preguntó a Danzing si debían llamar a un spryte o si pensaba que los perros eran capaces de acarrear algo tan pesado al campamento.

El interpelado plantó una manaza sobre el hielo y se frotó el mentón con la otra, rozando su amuleto de la buena suerte: un collar de dientes de morsa colgado alrededor del cuello.

– Una vez que echemos a andar, lo conseguiremos -aseguró, pero claro, él creía a sus perros capaces casi de cualquier cosa, y siempre andaba buscando formas de demostrar que la tecnología moderna valía poco frente a los métodos fiables y anticuados que tan buen rendimiento habían dado a Roald Amundsen y Robert Falcon Scott.

Michael estuvo frotándose la muñeca afectada por las filtraciones de agua helada mientras Danzing se encargaba de desenganchar a los perros de un trineo y de alinearlos al otro. Le dolía como una distensión de las graves. Franklin y Calloway seguían contemplando boquiabiertos a la mujer atrapada en el hielo y cuando uno de ellos se rió e hizo un chiste grosero sobre despertar a la Bella Durmiente con un beso de tornillo que no iba a olvidar, Michael tomó una lona del trineo de los perros y cubrió con ella el témpano. Franklin le miró de un modo un tanto raro por interrumpir la diversión y Danzing le dirigió una mirada de complicidad mientras el periodista aseguraba la lona impermeabilizada con unos clavos.

– ¿Ha mencionado el jefe dónde quiere ponerla? -preguntó el conductor de trineos.

Su conducta recordaba algo a un director de funeral mientras preguntaba a un familiar del difunto sobre el recién fallecido.

– No ha dicho ni media palabra.

A Wilde le extrañó ser preguntado a ese respecto, pues no era un probeta, ni tan siquiera un recluta. Ocupaba una posición intermedia, una incómoda tierra de nadie, pero aun así, ya empezaba a ser reconocido como legítimo defensor de la mujer rescatada de las profundidades.

– Bueno, no deberíamos meterla bajo techo directamente -observó Danzing, pensando en voz alta-. Tal vez sufra algún deterioro si el deshielo es demasiado rápido. -Sí, Michael pudo ver la sensatez de la sugerencia. El hombretón prosiguió-: Quizá podríamos dejarla en el almacén de muestras, detrás del laboratorio de glaciología. Betty y Tina podrían usar alguna de sus herramientas para quitar el hielo sobrante.

– Seguro, parece una buena idea -contestó Michael, encantado de tener a alguien capaz de pensar con más claridad que él en esos momentos.

De pronto, se desató un gran alboroto entre los perros y Danzing se puso a pegar berridos y se marchó para sofocarlo. La manada de huskies tenía un carácter bravucón, Michael lo sabía tras haberlos visto en acción más de una vez, pero solían obedecer una orden enseguida, salvo en esta ocasión, pues varios de ellos pugnaban por soltarse de las traíllas para alejarse del sillar de hielo. Incluso el líder de la manada, Kodiak, un perrazo de ojos azules como el mármol, ladraba y gruñía. Danzing empleó un tono de voz firme y tranquilo al tiempo que hacía gestos con las manos para acallar a los canes, pero aquel conato de rebelión le sorprendía incluso a él.

– ¡Kodiak, abajo! -gritó al fin mientras sacudía la traílla del animal. El perro guía siguió a cuatro patas, ladrando de forma enloquecida-. ¡Túmbate, Kodiak, vamos, abajo!

El cuidador se vio obligado a poner la mano sobre el cuello del agitado animal y hacer fuerza para obligarle a tumbarse sobre la nieve, y una vez allí debió retenerle hasta imponerle su autoridad. El resto de la manada siguió aullando, pero al final imitó el ejemplo del líder y se calló. Danzing desenredó los arneses y las correas y luego se subió en la parte posterior del deslizador.

– ¡Tirad! -bramó.

Los perros avanzaron para arrastrar el trineo, pero ni éste pesaba lo de siempre ni ellos pusieron la entrega habitual. Dos o tres canes volvieron la vista atrás, como si temieran que algo se alzara y los alcanzara por la retaguardia. El cuidador tuvo que hacer chasquear las riendas y gritar las órdenes una y otra vez.

Michael se preguntó si simplemente la carga no sería excesiva para las fuerzas de los huskies.

– ¡Tirad, tirad! -gritó Danzing.

Los canes saltaron hacia delante una vez más, y en esta ocasión consiguieron un leve avance de los patines. El deslizador ganó impulso cuando la docena de huskies empezaron a correr al unísono, y a partir de ese momento avanzó sin complicaciones. El témpano y su invitada cautiva en el hielo iniciaron el camino de regreso a la base. Michael sacó la motonieve de Franklin mientras Calloway cerraba la cabaña de inmersión y los dos recorrieron el camino de vuelta a la base detrás del trineo. Los perros no dejaron de ladrar.

Daba igual cuánto tiempo permaneciera allí, con la cabeza gacha y el agua caliente corriéndole sobre el pelo para luego bajar por todo el cuerpo. Una fibra muy honda de su ser todavía retenía frío suficiente para provocar otro par de tiritonas. Cerró el grifo del agua caliente sólo cuando el vapor concentrado en la ducha había alcanzado proporciones épicas y apenas era capaz de ver su mano al ponerla delante de los ojos. Se frotó enérgicamente con las toallas nuevas, de las que siempre había en abundancia, pero tuvo especial cuidado con su hombro, el que se dislocó en las Cascadas. Todavía le molestaba de vez en cuando y bucear en gélidas aguas polares no ayudaba en nada. Se sirvió de la toalla para limpiar el vaho de una franja del espejo empañado donde poder verse a la hora de peinar y desenredar su larga melena negra. Había procurado encargarse de todo antes de salir de Tacoma, pero no se le había ocurrido cortarse el pelo, por lo que llevaba más greñas de lo habitual. Alguien del personal de la estación estaría cualificado para hacer las veces de peluquero, o eso suponía él, pero no daba la impresión de que los habitantes de Point Adélie prestaran atención alguna a la imagen personal. Betty y Tina andaban por ahí con sus pisadas sargentonas, ropas hombrunas y las melenas rubias anudadas en coletas hechas a toda prisa y de cualquier manera, y en cuanto a los hombres, la mayoría parecían recién salidos de las cavernas. La práctica totalidad de ellos llevaba barba, mostacho y unas patillas espesas como no se habían visto desde la guerra de Secesión. Las coletas gozaban de una gran popularidad, en especial por parte de los probetas que se estaban quedando calvos, como Ackerley. Rara vez se le veía fuera de su laboratorio y por ese motivo el botánico se había ganado el apodo de «Gnomo».

En cuanto a Danzing, además de su collar de dientes de morsa, lucía un brazalete de huesos y un par de pantalones de piel de reno cosidos por él mismo. Michael recordaba la ingeniosa frase que le había oído decir a la única mujer que encontró en un bar mientras cubría un reportaje en Alaska.

– Las apuestas son excelentes -admitió, examinando a los parroquianos- y los apuestos, insuficientes.

Antes de acudir al comedor, y a pesar de lo bien que le iba a sentar una comida caliente, se introdujo en el locutorio por satélite y marcó el número particular de su editor. No tardó en descolgar. Se escuchó al fondo la transmisión de un partido de baloncesto, pero la emisión se cortó de raíz cuando Gillespie supo que era Michael y no un vendedor.

– ¿Estás bien? ¿Todo va bien? -inquirió.

El reportero se tomó un segundo para saborear lo que estaba a punto de decirle.

– Mejor que bien. ¿Estás sentado?

– No, y tampoco tenía intención de sentarme… ¿Por…?

Entonces, Michael se lo contó con tono pausado y toda la calma posible. No deseaba que su editor pensara que se le habían aflojado los tornillos en el Polo Sur. Le puso al corriente de que habían encontrado un cuerpo congelado dentro de un glaciar, tal vez fueran dos, y más aún, los había recobrado.

Gillespie no despegó los labios en ningún momento, ni tan siquiera cuando Michael terminó de referirle la totalidad de los hechos, por lo cual se vio obligado a preguntar:

– ¿Sigues ahí, Joe?

– ¿No estarás de coña?

– En absoluto.

– ¿Es real?

Michael oyó el pitido de un microondas.

– Totalmente. Ah, por cierto, ¿te he mencionado que fui yo quien hizo el descubrimiento?

Hubo un sonido seco. Parecía que Gillespie había dejado el auricular sobre la encimera. Michael logró distinguir unos gritos de júbilo a pesar de la estática.


– ¡Dios mío, esto es fabuloso! -dijo cuando volvió a recoger el auricular-. ¿Has hecho fotos?

– Sí, y voy a hacer más…

– Michael, te lo prometo, si esto es real…

– Lo es -le aseguró él-. Vi a la chica con mis propios ojos.

– Pues entonces, con eso vamos a ganar el National Magazine Award. Podríamos triplicar nuestra base de suscriptores si sabemos manejar esto bien, y tú puede que aparezcas en la tele, tal vez incluso en 60 Minutes. Podrías firmar un contrato para un libro y tal vez venderías los derechos al cine.

La conversación se prolongó otro par de minutos, durante los cuales la recepción fallaba de forma esporádica y a cada interrupción Michael debía esperar pacientemente a recuperar la línea. Cuando esto sucedió pudo explicarle que el teléfono sólo estaba operativo durante ciertas horas del día y que alguien más deseaba usarlo. Se iba a caer redondo si no conseguía llegar al comedor, y se todos modos, el editor tenía pinta de necesitar un buen copazo.

Nada más llegar al comedor se llenó el plato de chili con carne aún humeante y pan de maíz; luego se sentó con Charlotte Barnes, que asintió con gesto de aprobación al ver el plato a rebosar y dijo:

– Convendría que luego probaras el pastel de cereza.

– Pues me parece que voy a poder -repuso él, atacando por fin la comida- Oye, no he visto a Darryl en todo el día. No estará de morros todavía porque no le has dejado bucear hoy, ¿verdad?

– No, creo que lo ha superado enseguida, pero se ha pasado las horas encerrado en el laboratorio.

El periodista tomó un gran trozo de pan y lo untó bien con chili antes de metérselo en la boca. Charlotte le advirtió:

– Quiero que tu temperatura corporal aumente, de veras que sí, pero por favor, no me obligues a tener que hacer la maniobra de Heimlich. [14] ¡Eso es realmente asqueroso!

Michael empezó a engullir más despacio y cuando hubo terminado de masticar y de tragar, dijo con tono de aparente despreocupación:

– Bueno, ¿has oído hablar de la inmersión de hoy?

No estaba seguro de si Murphy la había incluido todavía en el círculo de personas informadas y no quería soltar prenda en caso contrario.

Charlotte tomó un sorbo de café al tiempo que asentía.


– Murphy creyó que debía estar al tanto de… todo, en mi condición de jefe médico de la base.

– Me alegra que lo haya hecho -admitió Michael, aliviado-, pero dudo que puedas hacer mucho por ella.

– La tipa del témpano no le preocupaba lo más mínimo, le inquietabas tú -replicó Charlotte-. Temió que quisieras hablarme del tema y yo pensara que se te habían aflojado todos los tornillos de la sesera.

– Pero estoy cuerdo, ¿no?

Charlotte se encogió de hombros.

– Aún es pronto para decirlo, pero ¿sigues pensando que ahí dentro hay dos personas, una junto a otra?

– No sabría responderte con seguridad. Podría ser la capa de la mujer, o tal vez alguna clase de sombra u oclusión en el hielo. Hemos dejado un buen trozo de témpano en la parte posterior, sólo para estar seguros de que la sacábamos entera, así que al final vamos a enterarnos de un modo u otro cuando Betty y Tina se hayan desecho de lo que sobra.

Michael alzó la vista y vio cómo aparecía una mano detrás de su interlocutora y le saludaba de forma enérgica. Se ladeó y echó un vistazo: era Darryl abriéndose camino hacia ellos con una bandeja en la otra mano. El biólogo se dejó caer junto a Charlotte y dijo a Michael en tono conspirativo:

– Felicidades. Acabo de visitar a la Bella Durmiente en el almacén de muestras y estoy en condiciones de informarte de que ella descansa pacíficamente. -El interpelado se sintió incómodo, no sólo por la hilaridad, sino por la noción misma de que estuviera dormida. No se sacaba de la cabeza que precisamente eso era lo que pensaban los padres de Kristin, que su hija estaba dormida-. Pero ya sabes que en cuanto Betty y Tina hayan terminado su tarea de cortar el hielo el mejor sitio para preservar el espécimen es el laboratorio de biología marina -agregó con una indiferencia tan impostada que habría jurado que había cavilado mucho a ese respecto.

– ¿Por qué? -inquirió Michael.

Darryl se encogió de hombros muy a la ligera otra vez. Demasiado.

– Necesita descongelarse muy despacio y lo ideal sería que sucediera en agua marina. Podría sufrir algún daño o incluso desintegrarse. Podría vaciar el tanque del acuario y retirar las particiones. Al fin y al cabo, el bacalao antártico ni siquiera es un proyecto mío. Entonces sí podríamos meter todo el bloque de hielo, o bueno, lo que quede de él en un baño frío para que fuera derritiéndose lentamente, bajo condiciones controladas en el laboratorio.

Michael miró a Charlotte en busca de una opinión experta. Después de todo, al menos era doctora, una científica, pero ella resultó estar tan perdida como él mismo.


– De todos modos, ¿por qué me preguntas a mí? -contestó Michael al final-. ¿No debería decidirlo todo Murphy O´Connor?

– Él lleva este sitio, nada más, y por lo general intenta escurrir el bulto en todos los asuntos científicos. Además, te guste o no, tú eres el Príncipe Azul en el escenario de esta obra -repuso Darryl mientras alzaba un tenedor rebosante de espaguetis-. ¿Cómo piensas hacer que vuelva? ¿Con un beso?

A Michael le resultaba difícil verse en el papel de Príncipe Azul, ni en ese ni en ningún otro escenario, pero estaba empezando a tomar consciencia de que si alguien iba a proteger los intereses de la Bella Durmiente, fueran éstos cuales fuesen, ése iba a ser él.

– Si crees que es lo mejor, también yo, supongo -replicó el periodista.

El pelirrojo pareció muy complacido consigo mismo mientras luchaba por sorber un espagueti que le colgaba del labio.

– Buena decisión -dijo mientras al fin conseguía tragárselo-, sobre todo a la vista de lo que voy a enseñaros después de la cena. -Michael y Charlotte intercambiaron una mirada-. Todavía no se lo ha dicho a nadie -agregó-, y no estoy muy seguro de que revelarlo entre en mis planes. Ya veremos.

Una vez que había generado suficiente sensación de misterio, sólo debían esperar a que el biólogo diera buena cuenta de su comida. Michael se sirvió una ración de tarta de cerezas, al igual que la doctora, quien además tomó a continuación un capuchino descafeinado.

– De aquí a seis meses van a tener que fletar un avión de carga sólo para llevar de vuelta a la civilización mi gordo culo -sentenció, al volcar todo el sobre de azúcar en la taza.

Más tarde, en el laboratorio de biología marina, Darryl fue de un lado para otro guardando cosas mientras sus amigos se quitaban los abrigos y los guantes, pues debían protegerse bien de los elementos incluso en los trayectos cortos de un módulo a otro. Bastaban treinta segundos de exposición en el exterior para que se cortara la piel.

El biólogo arrastró dos asientos más junto a la encimera donde descansaban un microscopio binocular y un monitor de vídeo.

– Debo decir algo a favor de la NFS: no escatiman en medios. Por ejemplo, el microscopio es un Olympus modelo Cx con ajuste de distancia interpupilar y tecnología de fibra óptica. El monitor de vídeo tiene más de quinientas líneas de resolución horizontal. -Contempló el material con verdadero afecto-. Ya habría querido yo un equipo como éste en casa.

Charlotte apenas lograba contener los bostezos cuando intercambió una mirada de complicidad con Michael. Darryl debió percatarse, pues de pronto sacó una botella de vino y la puso delante de ellos con un gesto de prestidigitador. El tapón de corcho sobresalía de la boca del envase.


– Quizá tenga a bien hacer los honores, doctora Barnes.

– No esperarás que vayamos a bebernos eso de ahí…

– No después de que veas lo que yo ya he visto.

Él le hizo entrega de una pipeta limpia con un floreo y le dijo:

– ¿Me harías el favor de extraer unas gotas del líquido de esta botella?

Tanto Michael como Charlotte arrugaron la nariz ante el hedor procedente de la misma, pero aun así, la doctora cumplió con la petición.

– Ahora, deja caer una gota sobre el extremo de esta lámina portaobjetos.

En cuanto ella soltó una gota del viscoso fluido en la lámina, puso otra encima, dejando una mancha de fuerte color púrpura, más gruesa en un extremo y más delgada en el otro. Entonces, tomó un dosificador y dejó caer varias gotas de alcohol sobre la misma.

– Por si te lo preguntas, estamos realizando un frotis. -Levantó la vista y buscó con los ojos a Charlotte-. ¿Te acuerdas de las prácticas en la facultad de medicina?

– Pues no ha llovido ni nada desde entonces -repuso ella.

El biólogo continuó describiendo el proceso mientras secaba el frotis y lo fijaba con alcohol antes de aplicar la tinción de Giemsa.

– Muchos rasgos serían imposibles de apreciar sin la coloración -explicó.

– ¿Rasgos de qué…? -inquirió la doctora con una detectable irritación en la voz-. ¿De uva merlot? ¿De cabernet sauvignon?

– Ya lo verás -contestó Hirsch.

Incluso Michael comenzó a impacientarse. Había sido un día muy largo y la muñeca aún le dolía a causa de la filtración. Todo cuanto quería era meterse en la cama debajo de las sábanas y las mantas. Necesitaba tiempo para procesar lo que había hecho y visto, y era consciente de que iba a terminar por establecer conexiones un tanto morbosas entre Kristin, tendida en un hospital, y la llamada Bella Durmiente, y no iba a poder evitarlo a pesar de saberlo. Tal vez sólo necesitaba ocho horas seguidas en la cama.

Pero el pelirrojo seguía dale que te pego sobre frotis, tinciones y una cosa más llamada bálsamo de Canadá para no se sabe qué montaje. Al final, Michael se vio obligado a interrumpir:

– Vale, Darryl, corta el rollo con tanto galimatías. ¿Está listo o no?

– En realidad, no. Deberíamos dejar pasar toda la noche si nos atuviéramos al manual.

– Por mí, vale. Volveremos mañana -replicó, e hizo ademán de levantarse.

– No, no, espera.


El biólogo colocó el portaobjetos bajo el microscopio y lo examinó él mismo para realizar un par de ajustes en el foco. Luego, retiró la cabeza del binocular e invitó a Charlotte a que le echara un vistazo. Ella se acercó con cierta prevención y agachó la cabeza. Entonces, se quedó muy quieta.

Darryl pareció muy satisfecho ante esa reacción.

La doctora movió un par de veces la rueda de ajuste del foco y finalmente se incorporó con la perplejidad escrita en el semblante.

– Si no supiera bien… -empezó, pero el biólogo le tapó la boca con la mano a fin de hacerla callar.

– Deja que Michael le eche un vistazo antes.

El periodista se colocó en el asiento central y miró a través del microscopio binocular. Vio un campo rosáceo lleno de partículas moteado por círculos flotando en suspensión. Algunos eran uniformes en forma y tamaño, aunque algo achatados en el centro, como cojines deformados cuando alguien se sienta en ellos muy a menudos; otros eran veteadas y de mayor tamaño, y deformes. Michael no era científico, pero sabía que el líquido no era lo que se suponía.

– Vale, es sangre -concluyó, y levantó la mirada de las lentes-. Has llenado de sangre la botella de vino. ¿Por qué?

– ¡Atención! -exclamó el biólogo, alzando las manos-. Has pasado demasiado tiempo bajo el agua. Yo no he vertido nada en ese envase ni en el portaobjetos. Ése es el motivo de vuestra presencia aquí y de que hayáis hecho vosotros mismos el experimento, para que veáis lo mismo que vi yo. La botella de vino, como tú la llamas, está llena de sangre, y apuesto a que si aparecen otras en ese arcón, también lo estarán. -Ni Michael ni Charlotte supieron qué contestar-. Los círculos perfectos que has visto son eritrocitos, glóbulos rojos. Algunos de los más pequeños son neutrófilos o micrófagos.

– Son una especie de fagocitos, ¿verdad? -le interrumpió Charlotte-. Contienen una sustancia antibacteriana… Devoran bacterias y mueren.

– Exactamente. ¿A que ya vas acordándote de cosas de la facultad?

– Hala, no te pongas en plan sabelotodo.

– Pero la cantidad de neutrófilos es muy superior a la normal -añadió Darryl. Tiró la bomba y esperó a que alguno de los dos saltara de su asiento; como nadie se movió, continuó-: Eso sólo puede significar una cosa: esa sangre estaba contaminada antes de que la envasaran.

– ¿Cómo…? ¿Y para qué…? -inquirió el periodista.

– Así, a bote de pronto, te contestaría que la obtuvieron de alguien muy enfermo o gravemente herido, que tal vez supuraba pus por las heridas, por ejemplo…


Michael comprendió de pronto la razón del olor pútrido de la botella. El «vino» era sólo una antigua etiqueta, pero el contenido era antigua sangre corrompida. Ahora bien, ¿por qué la habían embotellado y transportado en un cofre como si fuera un tesoro?

– Discúlpame, Darryl -intervino Charlotte-, pero el día ha sido muy largo. ¿Qué sugieres…? Insinúas que un barco de sólo Dios sabe qué época transportaba al Polo Sur una carga de sangre en mal estado toda bien guardadita en botellas metidas dentro de arcones, ¿es eso?

– Es muy poco probable que la nave se dirigiera de verdad a la Antártida -repuso él-. Lo más seguro es que se viera desviada de su curso y ¿Quién sabe cuánto tiempo estuvo navegando a la deriva hacia el sur? Además, el hielo se mueve, ya lo sabes.

– Pero ¿por qué? -inquirió Michael-. ¿Qué posible uso podían darle a eso, fueran donde fuesen?

El interpelado se rascó la cabeza, dejando de punta un mechón de pelo rojo.

– Ahí sí me has pillado. La sangre en mal estado no le es de utilidad a nadie, a menos que se use para alguna inoculación experimental.

– ¿A bordo de un barco? -saltó Michael.

– ¿Hace varios siglos? -remachó Charlotte.

Darryl alzó las manos en señal de rendición.

– No me miréis así, chicos. Tampoco yo tengo las respuestas, pero resulta difícil de creer que lo hallado en esa botella, el arcón y el cuerpo, o los cuerpos, no estén relacionados entre sí de algún modo.

– En eso sí voy a darte la razón -convino el reportero-. De lo contrario, sería la coincidencia más sorprendente de la historia marítima.

Su compañera también pareció estar de acuerdo en ese punto.

– Me da en la nariz que merecerá la pena tomar una muestra de sangre a la Bella Durmiente cuando lo permitan las circunstancias.

– ¿Y qué buscas? -quiso saber Michael.

– ¿Una concordancia? -replicó el biólogo, encogiéndose de hombros.

– ¿Y con qué pretendes compararla? ¿Con la sangre infectada de una botella? -saltó Michael, un tanto exasperado al ver que no le entendían-. ¿Pretendes decir que ella estaba guardando su propia sangre en botellas como souvenir?

– ¿O te refieres a otra cosa? -Intervino Charlotte-. ¿Sugieres que tal vez ella mantuviera una reserva de sangre disponible para algún propósito médico extraño?

– A veces, en la ciencia sabes qué buscas y dónde vas a encontrarlo -repuso Darryl, mirando alternativamente a uno y a otro en un intento de calmar las aguas-. Otras no tienes ni idea, pero encuentras una madeja y la sigues hasta ver dónde llega.

– Pues a mí me parece que la cosa va por un camino de lo más raro -respondió Michael, que se había puesto a la defensiva en todo ese asunto.

– Eso no puedo discutírtelo en este momento -admitió Darryl.

Charlotte soltó un suspiro y se dirigió a por el abrigo y los guantes.

– Yo me voy a la cama -concluyó-, y os aconsejo a los dos que hagáis lo mismo.

Pero el periodista se sintió demasiado preocupado para ponerse en marcha y se quedó donde estaba, estudiando la misteriosa botella negra.

– Duerme algo, Michael -le ordenó la doctora mientras se subía la cremallera-. Es una prescripción médica. -Luego, se volvió hacia el biólogo-. Y tú, cierra eso de una vez. -Darryl se hizo el inocente y ladeó la cabeza en dirección a la botella, que estaba cerrada-. Ya sabes a qué me refiero -precisó ella.

CAPÍTULO VEINTE

Principios de septiembre de 1854


POBRES CABALLOS. EL TENIENTE Copley estuvo a punto de enloquecer a causa del terrible peaje impuesto a los corceles.

Condujeron a la bodega de la nave de Su Majestad Henry Wilson al precioso Áyax y a otras ochenta y cinco monturas. Era un lugar reducido, oscuro y fétido, donde apenas se habían efectuado unos preparativos mínimos de acondicionamiento: no habían dispuesto compartimentos ni cabezadas de cuadra para atar a los animales, sólo unas cuerdas de sujeción, por lo que incluso con el mar en calma los nobles brutos chocaban unos con otros, se pisaban los cascos, y hasta debían forcejear entre sí para alzar la cabeza por encima de la manada, y fueron presa del pánico cuando la flota británica llegó al golfo de Vizcaya, donde se levantó un viento de gran fuerza. Sinclair y los demás oficiales de caballería en activo, pues muchos estaban postrados en sus lechos a causa de las fiebres o el mareo, descendieron bajo cubierta para aferrar las cabezas de sus cabalgaduras en un intento desesperado de calmarlos y controlarlos, pero no resultó posible.

Cada golpe de mar arrojaba contra los comederos a los aterrorizados animales; éstos relinchaban y pateaban los resquebrajados tablones del suelo humedecidos por las cascadas de agua que se colaban a través de las escotillas para luego formar riachuelos sobre los cuales chapoteaban los caballos, y cuando uno de ellos resbalaba y perdía el equilibrio, era un verdadero infierno conseguir que se levantase. Cuando Áyax trastabilló y cayó en un amasijo de patas sobre el caballo de Winslow fue necesario el concurso de varios soldados y marineros para lograr separarlos, primero, y ponerlos en pie, después.

El sagento Hatch, el ‹indio›, parecía vivir en la bodega, y Sinclair llegó a preguntarse si dormía alguna vez o subía a cubierta para respirar aire puro y limpio de la hediondez a excrementos, sangre y heno en descomposición.

Todas las noches sucumbía más de una montura, víctima de un ataque de pánico, rotura de huesos o postrado por el calor, pues apenas había ventilación bajo cubierta, y al alba las tiraban al mar sin ceremonia alguna. Durante toda la singladura hacia el Mediterráneo la flota inglesa fue dejando a su paso una hilera de cadáveres.

A pesar de su inexperiencia propia de teniente aún no puesto a prueba en la batalla, Copley se preguntaba por qué el ejército no había contratado el servicio de barcos a vapor para realizar el viaje. Un barco de vela tardaba algo más de un mes en completar el trayecto y un vapor, por lo que le había dicho Rutherford, cuyo padre había sido segundo lord del almirantazgo bajo las órdenes del duque de Wellington, tardaba entre diez y doce días. Buena parte de aquel terrible daño podría haberse evitado y las tropas habrían llegado a las costas turcas, dispuestas para la batalla y con los caballos en condiciones aceptables, antes de lo que iban a llegar ahora, y eso incluso aunque se tardase una quincena en reunir los vapores necesarios.

Pero tal idea no parecía habérseles ocurrido ni al comandante ni a la miríada de espectadores que asistieron a la marcha del ejército, aunque también él se había dejado atrapar por el ambiente jubiloso imperante en los muelles al zarpar los barcos. Junto a la brigada ligera de Sinclair marchaban a bordo de la flotilla la brigada pesada, y el regimiento 60º de fusileros y el 11º de húsares. Todos estaban convencidos de que la guerra sería tan breve que muchos ni siquiera iban a tener la oportunidad de usar la lanza, el sable o el rifle dada la mediocridad del ejército ruso, muchos de cuyos hombres habían sido reclutados a punta de pistola. Le Maitre le había asegurado al joven teniente que los fusiles de la infantería del zar eran burdas imitaciones de madera, como los sables usados por la brigada durante las prácticas de campo. Esa opinión se hallaba tan generalizada que los oficiales ingleses recibieron permiso para llevar consigo a sus esposas, y las damas se trajeron sus mejores galas. Algunas incluso se habían hecho acompañar por sus doncellas y sus caballos favoritos.

El teniente Copley recorrió con la vista el gentío apelotonado sobre las dársenas y los muelles en busca de una mota de color amarillo. Vio cómo subían a bordo toneles de vino, ramos de flores y canastos repletos de fruta de invernadero mientras cientos de personas agitaban banderines con la Union Jack y otras muchas ondeaban con frenesí gorras, sombreros y pañuelos de encaje. Entretanto, una banda militar interpretaba canciones marciales bajo un sol de justicia. El joven apenas podía reprimir la impaciencia ante la aventura que se presentaba ante él.

– Moira me avisó: era muy improbable que la superintendente Nightingale les concediera permiso -le había consolado el capitán Rutherford mientras se acodaba en la barandilla y se inclinaba para ver qué buscaba su compañero con la mirada.

Sinclair observó al capitán, cuya frente estaba bañada en sudor.

– Ya le dije a Moira que esa mujer era muy poco patriótica -concluyó, quitándose la pelliza y dejándola sobre la barandilla.

Sinclair jamás había terminado de entender el vínculo existente entre su amigo y la señorita Mulcahy. Su propia relación con Eleanor Ames era inusual en sí misma y no tenía futuro si se era realista, como le habría dicho cualquiera al joven oficial, pero la de Rutherford con la pechugona y campechana irlandesa era todavía más extraña, pues éste provenía de una prominente familia del condado de Dorset y estaba destinado a ostentar un título nobiliario. Semejante enlace horrorizaría a su linaje. Todos comprendían que los oficiales de caballería tuvieran líos de faldas en la ciudad y a menudo se mostraban indulgentes con algún que otro affaire imprudente y poco juicioso, pero también eran de la opinión de que un joven debía recuperar la cordura en algún momento, sobre todo en víspera de una gran expedición al extranjero. Suponía la ocasión perfecta, y perfecta en semejante contexto significaba cortar el vínculo. Era una de las mayores ventajas de estar en el ejército.

Sinclair había detectado en Rutherford una extraña veta sentimental a pesar de sus bravatas: ya no se encontraba a gusto en los salones a los cuales era invitado con regularidad ni en la compañía de las mujeres en general. En una ocasión le había visto moverse con torpeza hasta derribar a una joven a quien le estaban presentando, y había desarrollado un gusto creciente por permanecer en el cuartel, donde disfrutaba de la camaradería y un lenguaje subido de tono. La enfermera Moira Mulcahy tenía algo que le encandilaba, pese a sus modales de clase trabajadora. Él sospechaba que lo que le atraía de Moira era precisamente esa falta de refinamiento, unido, por supuesto, a esos pechos pródigos siempre expuestos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que tal vez haría mejor en intentar localizar una pincelada de carne cremosa entre la multitud de los muelles que el vestido amarillo que tendría al lado.

Sinclair veía a James Thomas Brudenell, lord Cardigan, montado a caballo desde su posición en cubierta. Se había puesto sus mejores galas y estaba rodeado por sus ayudantes de campo mientras daba órdenes a pleno pulmón. Lucía patillas crecidas y un poblado mostacho rojizo. Era un hombre apuesto y vanidoso que se erguía todo lo posible sobre la silla de montar. Era bien conocido por ser un hombre de prontos, profesaba una devoción casi fanática en lo tocante al protocolo y resultaba de lo más quisquilloso en los asuntos de honor. De hecho, una de sus salidas de tono en el comedor de oficiales había provocado un escándalo cuyas repercusiones todavía coleaban. La cuestión había comenzado cuando lord Cardigan se había vanagloriado de que en su mesa sólo podía servirse champán y ninguna pinta de porter, esa cerveza negra tan del gusto de los ‹indios›, los veteranos que habían prestado sus servicios en la India. Unos instantes antes los criados habían escanciado vino de Mosela y habían dejado la botella negra encima de la mesa, y un edecán del general pidió que le sirvieran Mosela poco después de que hubiera soltado su filípica lord Cardigan, a quien se le subió la sangre a la cabeza cuando vio la botella negra de vino y la confundió con una de cerveza porter, y acabó insultando a un capitán del regimiento. Todo Londres se enteró antes de que pudieran echarle tierra al asunto, lo cual convirtió al conde de Cardigan en objeto de burla. No podía asistir al teatro no pasear a sus sabuesos irlandeses por Brunswick Square sin oír la rechifla: ‹¡Botella negra!›. El incidente molestaba en especial a los hombres que estaban bajo su mando y cuando alguien lo mencionaba, la cosa solía acabar en reyerta.

Aunque el 17º regimiento de lanceros estaba nominalmente bajo el mando de lord Lucan, el obstinado cuñado de Cardigan, el teniente Copley sospechaba que ellos, los desventurados soldados, estaban atrapados en medio de una amarga rivalidad familiar.

– Eh, ¿puedo tomar esto en préstamo? -dijo Rutherford a un oficial del barco que pasaba por allí con un telescopio en la mano.


El marino se lo cedió de forma inmediata y continuó con sus quehaceres, tal vez influido por la riqueza del atuendo de Rutherford, cuyo grado en el escalafón no era capaz de determinar.

El capitán alzó el anteojo y estudió la multitud desde lo alto de High Street hasta el fondo de las rampas de carga mientras resonaba el interminable golpeteo de las botas de los soldados al marchar, los relinchos y resoplidos de los caballos, las notas erráticas de los himnos del 6º regimiento de dragones de Inniskilling interpretrados por la banda militar que las rachas de viento empujaban hacia el mar. Hubo una orden que se repitió varias veces por los muelles y docenas de marineros empezaron a reunir a los rezagados, quienes intercambiaron rápidos abrazos, recuerdos y buenos deseos con sus familias. Poco después acordonaron las rampas e izaron los botes. Los trabajadores de los muelles desanudaron las gruesas amarras y las arrojaron a un lado después de haberlas soltado.

El capitán pareció concluir su búsqueda con las manos vacías.

– Voy a tener unas palabritas con esa tal Florence Nightingale la próxima vez que la vea -masculló Rutherford, enfurruñado.

– Déjame intentarlo a mí -le pidió Sinclair mientras le quitaba el catalejo.

Lo primero de todo vio las grupas de un caballo, el de lord Cardigan para ser más exactos, pues regresaba a la ciudad. Se rumoreaba que el gran señor se reuniría con sus tropas más tarde, ya que iba a hacer el viaje disfrutando de las comodidades de un barco francés.

Sinclair tuvo la misma suerte que Rutherford. Le pareció ver por un momento a la dama amiga de Frenchie, Dolly, pero las dimensiones del sombrero dificultaban la visión del rostro y no pudo estar seguro. De hecho, había perdido de vista incluso a Frenchie. Se había separado de ellos en la melé y presumiblemente se hallaba perdido en algún lugar de la atestada cubierta del Henry Wilson. Sinclair vio a un niño de la mano de su madre, el pequeño sonreía con bravura; entretanto, y algo más lejos, otro muchacho intentaba dar caza a un gorrión herido que andaba a saltitos entre las ruedas de un carromato de intendencia.

Docenas de marineros cumplieron órdenes impartidas a gritos: subieron afanosos a las jarcias y soltaron las velas, dejando que se desplegaran en medio de un sonoro flameo. La nave crujió y profirió un gemido como el de un gigante entumecido al despertar. Ahora, una franja de agua salobre separaba el barco de los muelles. Sinclair peinó el puerto de un extremo a otro, fijando el prismático primero ante una mota amarilla que resultó ser una sombrilla y luego ante un cartel azafranado donde se publicitaba una obra en el teatro Drury Lane. -Me pregunto cuándo vamos a tener ocasión de participar en una batalla, la primera, pero una de verdad -comentó Rutherford-. Sólo espero que no sea alguna escaramuza, donde deberemos permanecer todos muy juntos y no habrá ocasión de usar la lanza como es debido.


La lanza había sido una innovación relativamente moderna tomada de los lanceros polacos que tanto se habían distinguido en Waterloo; sus uniformes se habían diseñado también a semejanza de los de aquéllos.

Sinclair murmuró unas palabras de asentimiento mientras continuaba su búsqueda por los muelles. Los vaivenes y las sacudidas del barco dificultaban la visión de un punto fijo, por lo que estaba a punto de rendirse cuando vio una calesa sin capota bajar por un callejón. Dos figuras bajaron de un salto y corrieron hacia los muelles. La primera lucía un vestido amarillo y la segunda un delantal blanco. El teniente se aferró a la barandilla con una mano y con la otra enfocó el catalejo. Eleanor se sostenía el gorro de enfermera con una mano mientras correteaba en cabeza, seguida de Moira, que avanzaba pesadamente con las faldas levantadas para marchar con más libertad.

El Henry Wilson se hallaba ahora a unas cincuenta brazas del muelle y el pabellón ondeando desde popa le oscurecía la visión, pero él podía jurar que las mujeres tenían las miradas fijas en uno de los otros transportes que acababan de zarpar. La señorita Ames detuvo a un hombre de uniforme y tras un breve intercambio de palabras tomó a Moira del brazo y la llevó hacia la zona del puerto desde la que acababa de zarpar el barco del regimiento de lanceros.

La bandera tremoló al viento entre chasquidos y Sinclair voceó a Rutherford:

– ¡Ahí están, acercándose al muelle!

Su amigo estiró el cuello por encima de la barandilla del baluarte. Sinclair sujetó el catalejo entre el costado y un brazo mientras con el otro realizaba amplios movimientos de saludo.

Nuevas velas se desplegaron en cascada desde los masteleros y el velero se impulsó hacia delante de forma inmediata. La tierra fue quedando atrás, y los componentes del gentío, reducidos a simples motas.

Sinclair alzó el catalejo de nuevo y localizó la mota amarilla una última vez. Deseó que ella mirase en su dirección, pero por alguna razón Eleanor parecía tener los ojos fijos en las velas hinchadas, y creyó haber visto la mirada de sus ojos verdes fija en él justo cuando la nave cabeceó por efecto de la primera ola que había logrado eludir al rompeolas en medio de un surtidor de espuma que roció a cuantos estaban en cubierta. O al menos eso fue lo que él eligió creer.

Las semanas posteriores fueron las más miserables de la existencia del joven Copley. Él se había alistado en el ejército para cabalgar en busca de la gloria, y también, la verdad sea dicha, para poder desfilar por la capital con el elegante uniforme de los lanceros, pero no para pasar por todo aquello, no para estar atrapado en las entrañas hediondas de una nave abarrotada no para comer un día sí y otro también tocino frío y galletas de harina, de las que apenas sí quedaba un puñado de migas una vez que sacaba los gorgojos, no para pasarse una noche tras otra en una oscura y espantosa bodega, haciendo todo lo posible para mantener con vida a Áyax. Añoraba mucho su vida en la capital: las partidas de cartas y las apuestas en las peleas de perros así como las veladas en el Salón de Afrodita. (La historia de cómo había tirado por la ventana a Fitzroy se había convertido en una leyenda del regimiento). Se acordaba del fino oporto y el champán helado del Logchamps Club cada vez que el camarero del barco le servía su minúscula ración diaria de ron, y echó mucho de menos el salón climatizado del cuartel para mantener la humedad de los puros cuando el segundo de a bordo, un simple plebeyo, le reprendió por fumarse un pitillo debajo de cubierta, y eso por no hablar de la fusta de montar que le habría gustado emplear con el hombre que se había atrevido a dirigirse a él de ese modo. El ejército le había convenido hasta aquel momento a pesar de la miríada de reglas y normas, pero algo iba cambiando en su interior a cada hora pasada a bordo de aquella nave bamboleante y hedionda. Sentía en lo más hondo de su pecho un resentimiento cada vez mayor, tenía la sensación de que le habían engañado y estafado a base de bien.

Los ánimos de sus amigos andaban también por los suelos. Frenchie, que siempre estaba dispuesto a silbar una tonada o contar un chiste, yacía sobre una oscilante hamaca con el rostro más verde que el pitch central de un campo de críquet y agarrándose las tripas con las manos; y Rutherford, un sempiterno bravucón que siempre andaba haciéndose notar, hablaba ahora con menos confianza, y eso cuando despegaba los labios. Otro tanto ocurría con muchos compañeros: Winslow, Martins, Cartwright y Mills deambulaban por la nave como espectros: iban sin afeitar y con la ropa siempre empapada. El aire en cubierta era más frío, pero en las bodegas la muerte daba un recital a todas horas, y no sucumbían sólo las monturas: cada vez perecía un número mayor de soldados, víctimas de la disentería, un cólico o alguna otra afección, y era necesario arrojarlos por la borda. El trámite guardaba un gran parecido a tirar un cubo de basura en el revuelto oleaje del mar. Sinclair había tenido la oportunidad de ver de cerca cómo era la vida a bordo de un barco de la corona, y ahora tenía clara una cosa: una carrera en la Armada estaba más allá de toda lógica.

Sólo el sargento Hatch, el ‹indio› objeto de mofas por parte del alto mando y los oficiales, parecía sobrellevarlo todo sin problema alguno. Sinclair era consciente de que ese baldón social le manchaba a él también si confraternizaba con el suboficial, y de hecho, Rutherford había ido más lejos, le había prevenido de los peligros de tratar con alguien de tan baja extracción social, pero el joven teniente había descubierto que el trato con el sargento le daba cierta estabilidad. Hatch había aceptado hacía mucho tiempo cuál era su papel tanto en la vida como en el ejército. Sabía qué pensaban de él, qué se esperaba de él y cómo iba a hacerlo. El sargento jamás buscaba la compañía de Sinclair, consciente de la diferencia de rangos, pero parecía aceptarla siempre de buen grado, eso sí, a su manera, de forma reservada, en especial desde que descubrieron que ambos eran grandes admiradores del capitán Lewis Edward Nolan, cuyas teorías sobre el adiestramiento de las monturas habían empezado a ser objeto de una notable atención. Nolan conseguía con palabras amables, caricias y un par de terrones de azúcar lo que antes se obtenía con la fusta y las espuelas. Sus métodos habían sido desarrollados sobre todo en Austria, donde él había sido cadete y luego oficial en el ejército de Su Majestad por una cuestión de honor y ahora estaba destinado en el 15º regimiento de húsares, y al igual que ellos también viajaba rumbo al mar negro.

– Lo vi en persona una vez -comentó el sargento mientras daba de comer un poco de cebada a su corcel, Absulá. La flotilla se había hecho a la mar sin suficientes reservas de forraje para los caballos, como con casi todo lo demás, razón por la cual los animales debían pasar hambre además de sufrir otros tormentos-. Se acabó por ahora -le dijo al caballo cuando le lamió la mano con desesperación en busca de más alimento. Él le acarició el hocico-. No habrá más hasta mañana.

– ¿Es el mejor jinete que habéis visto? -quiso saber Sinclair-. Me han dicho que nadie le llega ni a la suela del zapato.

El veterano esbozó una sonrisa.

– Resulta difícil saberlo. Estaba realizando un simple reconocimiento del terreno con los ayudantes de campo de lord Raglan. -Sinclair se sintió como un chiquillo, como le ocurría a menudo en compañía de Hatch-. No obstante, sí, se comportaba de una forma muy natural con el caballo, y apenas movía los pies ni las manos. El animal parecía saber qué quería su jinete de él.

Abdulá estiró el cuello y empujó el hombro de su jinete con cierta fuerza. Éste se alejó un poco.

– Quizá convendría subir a cubierta -sugirió. La invitación era poco frecuente-. Este pobre va a intentar comerse mis charreteras si seguimos aquí abajo.

Lo dijo en tono de broma, pero ambos sabían que no lo era.

Debieron pasar por encima de varios soldados indispuestos mientras se dirigían a cubierta, pues la enfermería estaba hasta los topes desde hacía mucho tiempo. Se abrían paso con dificultad cuando se escuchó el sonoro plaf. Habían tirado por la borda otro cadáver envuelto en una lona. Unos cuantos músicos de la banda militar habían interpretado la Marcha fúnebre de Saúl, de Händel, cuando se produjeron las primeras bajas, pero los oficiales restringieron ese hábito conforme las muertes fueron en aumento y los entierros marinos se convirtieron en algo cotidiano. Sinclair había escuchado cómo el capitán del barco admitía ante uno de los oficiales:

– La moral ya está por los suelos, y voy a enloquecer si vuelvo a oír ese maldito oratorio. El sargento y el teniente hallaron unos pocos metros libres de cubierta donde pudieron sentarse con la espalda apoyada contra el mástil. Hatch llenó la cazoleta de la pipa de un tabaco de aroma dulce al cual se había aficionado en la India. Winslow acertó a pasar dando un paseo y miró de forma extraña a Sinclair, y éste le devolvió la mirada de igual modo.

El suboficial notó el intercambio de miradas.

– No se hace usted ningún favor teniendo trato con los de mi clase, teniente -observó el sargento mientras encendía el tabaco.

– Yo converso con quien me place.

– No les gusta que se lo recuerden.

– ¿El qué…?

– Que no han derramado su sangre como yo en la batalla de Chillianwallah.

Dio una calada y el extraño aroma a hierba flotó en el aire. Incluso Sinclair sabía que el sargento Hatch había tomado parte en esa contienda, uno de los peores desastres de la caballería británica. Los posteriores informes sobre el escándalo evidenciaron que una brigada de caballería ligera había avanzado contra el poderoso ejército sij hasta llegar a los pies del Hilamaya sin haber tomado la precaución de enviar exploradores por delante para reconocer el terreno. De pronto, se encontraron frente a una nutrida formación enemiga. Los escuadrones del centro de la vanguardia rehusaron avanzar o recibieron órdenes de retroceder, nunca se esclareció ese punto, y volvieron grupas, sólo para chocar con las líneas siguientes. Los sij eran famosos por no dar cuartel y se lanzaron a la carga con los kirpans en alto en cuanto vieron el caos. Dos regimientos británicos y sus homólogos bengalíes dieron media vuelta y se fugaron, sacrificando así cientos de vidas y las insignias de tres regimientos. El recuerdo de la debacle todavía escocía a pesar de los cinco años transcurridos.

– Por esa razón llevo esto debajo de la camisa -dijo Hatch, alzando una cadena de la cual colgaba una dorada chapa militar con una inscripción que rezaba ‹Campaña de Punjab, 1848-49›. Volvió a esconderlo de las miradas-. Todos cuantos sobrevivimos a ese día buscamos la oportunidad de redimirnos.

El viento llevó hasta ellos el grito proferido por el vigía desde el nido del cuervo. Varios oficiales del barco lo oyeron y lo repitieron. Sinclair y Hatch se pusieron de pie enseguida y acudieron a la barandilla de estribor. Los hombres en condiciones de andar se abrieron paso a codazos hasta disponer de un sitio en cubierta, cuando se disipó el velo de la bruma, revelando la sinuosa costa de Crimea y una flotilla de navíos británicos anclados. El Henry Wilson se deslizó hacia las tranquilas aguas después de que la tripulación recogiera las velas de los juanetes y sobrejuanetes. Sinclair escuchó a lo lejos algún toque de corneta y atisbó el destello de las armas sobre la playa. Se le aceleró el pulso al comprender que el desembarco ya había comenzado. A juzgar por lo que podía discernir viendo los acantilados, Crimea era una tierra de vastas estepas, una planicie ondulada carente de árboles y arbustos, en suma, ideal para los movimientos de caballería. Le entraron ganas de subir a Áyax y llevarle hasta esas tierras, para que pudiera pastar en ellas y correr por esas colinas de apariencia bucólica.

La embarcación echó anclas cuando estuvo más cerca de la costa. Sólo entonces se percató Sinclair de la presencia de ciertos objetos flotantes que cabeceaban al ritmo de olas. Creyó en un primer momento que era alguna manifestación de vida acuática. El rítmico subibaja de esas formas recordaba al de las boyas. ¿Qué podría ser aquello? ¿Delfines tal vez? ¿podría haber focas en esas latitudes? Dejó de preguntárselo cuando una de las siluetas fue arrastrada hasta la proa del Henry Wilson y pasó junto al barco; entonces, pudo verlo: los remolinos del agua lo zarandeaban y se golpeó varias veces contra el casco de madera, pero luego giraba sobre sí mismo y se alejaba. De pronto, comprendió que eran la cabeza y los hombros de un soldado inglés aún vestido con la casaca roja. La cabeza inerte se ladeaba de un hombro a otro y tenía descarnadas las mejillas, pero los ojos vidriosos todavía mantenían fija la mirada. Enseguida se marchó, desapareciendo tras la popa, rumbo a alta mar.

Pero había muchas otras más, flotando como horrísonas manzanas rojas en un barril.

Un marino acodado cerca de Sinclair en la barandilla se santiguó.

– Han muerto de cólera -musitó-. Es demasiado peligroso enterrar o quemar los cuerpos.

El teniente Copley se volvió hacia el sargento Hatch, que mordía con fuerza la boquilla de la pipa.

– Pe-pero… ¿y esto? -quiso saber el joven.

Hatch retiró la pipa de los labios antes de contestar:

– Lastran los cuerpos con piedras antes de tirarlos al mar… Pretenden que se queden en el fondo, pero a veces los pesos son insuficientes.

– Y los cadáveres se hinchan -concluyó el marinero con voz grave-. Algunos suben a echar una última miradita por aquí.

Sinclair buscó con los ojos la bulliciosa actividad del puerto: barcos y transportes descargaban sus mercancías y las tropas subían a bordo de botes blancos para llegar hasta la orilla, donde la brisa marina hacía ondear las banderas y las bayonetas centelleaban al sol. Luego, volvió a mirar hacia abajo, al mar, donde los restos flotantes se balanceaban siguiendo la cadencia impuesta por las olas coronadas de espuma blanca.

– ¿Cómo se llama este lugar? -inquirió, seguro de que no iba a olvidarlo jamás.

El marino soltó una risilla amarga entre dientes y se llevó un dedo a la ceja en señal de respeto antes de marcharse.

– Kalamita… Bahía Calamidad, así se llama.

CAPÍTULO VEINTIUNO

11 de diciembre, 13:00 horas


A VECES, MUCHOS CREÍAN que Betty Snodgrass y Tina Gustafson eran hermanas. Ambas eran ‹mujeres de huesos grandes›, como solían decir entre ellas a modo de broma, de cabellos rubios y rostros francos. Se habían conocido en la renombrada facultad de Glaciología y Ciencias Árticas de la Universidad de Idaho, que era la primera opción, aunque no la última, para convertirse en las reinas del hielo. La Glaciología estaba considerada como la más dura, rigurosa y severa de todas las ciencias y era la especialidad en que ambas estaban interesadas sin ningún género de dudas. Ellas no querían nada flojucho, blando o femenino. Deseaban algo que requiriese aguante y agallas. No era posible pasar mucho tiempo tostándose al sol en las blancas playas de Cozumel si querían convertirse en buenas glaciólogas, y no lo pasaron.

Pero habían logrado plenamente su deseo.

En Point Adélie llevaban una vida espartana al aire libre, realizando perforaciones a fin de conseguir muestras que luego conservaban en un congelador subterráneo a una temperatura constante de siete grados bajo cero, y si necesitaban usar hielo menos apelmazado, lo depositaban en el almacén de muestras antes de analizar las muestras de isótopos y gases, gracias a las cuales era posible detectar las eventuales alteraciones producidas en la atmósfera terrestre con el discurrir de los siglos. Y con el tiempo habían llegado a convertirse en unas consumadas tallistas del hielo, de modo que les complacía pensar que eran las mejores en eso. Betty solía bromear con Tina diciéndole que si todo se torcía y no podían trabajar como glaciólogas, siemrpe podrían ganarse la vida haciendo esculturas de hielo para bodas y las ceremonias judías del bar mitzvá.

El descubrimiento de Michael exigía un trabajo que parecía estar hecho a medida de las glaciólogas. El enorme sillar de hielo arrancado del glaciar permanecía erguido en medio de los cilindros helados alineados al fondo y del cajón de madera -marcado con una etiqueta donde estaba escrita la palabra ‹plasma›- utilizado para dar cobijo a Ollie, el polluelo de págalo. Alrededor de aquella suerte de aprisco se alzaba una valla de casi dos metros de altura; estaba hecha de chapas metálicas y hacía las veces de cortavientos, sólo que aquel redil no tenía tejado ni suelo, salvo el cielo gris en lo alto y el piso de la helada tundra debajo.

Betty y Tina se habían puesto batas blancas sobre la indumentaria de trabajo por la fuerza de la costumbre -los núcleos se contaminaban con facilidad-, a pesar de ser una precaución innecesaria con esa muestra: no iban a poder efectuar una datación tras lo mucho que se había comprometido el resultado al cortarlo con las sierras e izarlo hasta la cabaña de inmersión, a lo cual debía añadirse luego el transporte en el trineo. De todos modos, la mejor evidencia de la fecha se obtendría gracias a los cuerpos atrapados dentro del témpano. Betty era capaz de ver la forma y el estilo de vestir de la mujer incluso a pesar de que todavía era preciso arrancar bastantes centímetros de hielo. El aspecto de la joven le recordaba vagamente a la serie de televisión Masterpiece Theatre, donde se representaban muchas biografías y adaptaciones de textos clásicos. Solía verlo a menudo cuando era niña. Le pareció incluso detectar el brillo apagado de un broche de marfil sobre el pecho de la dama.

Procuraba no mirarla a los ojos mientras usaba la perforadora, la sierra o el pico. No se sentía cómoda.

Tina trabajaba en la parte posterior del bloque con las mismas herramientas que ella. Como de costumbre, hablaban de cualquier otra cosa, sobre todo de los cambios recientes en la cúpula de la NSF. Tina se detuvo y anunció:

– Tenían razón.

– ¿Respecto a qué? -preguntó Betty tras arrancar otra capa de hielo.

– Hay otra persona atrapada en el hielo. Ahora puedo verla.

Betty dio la vuelta por detrás y también ella pudo apreciar la presencia de otro sujeto. La cabeza del hombre estaba pegada a la espalda de la mujer y tenía el cuello sujeto con la misma cadena que sujetaba a la chica. Lucía un bigotito y parecía llevar algún tipo de uniforme. Tina y Betty se miraron, y luego ésta sugirió:

– Tal vez deberíamos echar el freno.

– Esto podría ser más grande de lo que podemos manejar aquí abajo. Tal vez sea el tipo de hallazgos que debemos enviar a los laboratorios de la NSF en Washington, D.C. o incluso a la Universidad de Idaho.

– ¿Qué…? ¿Y perdernos la oportunidad de pasar a la historia…?

Wilde venía cargado con el equipo (cámaras, trípode y un par de focos), razón por la cual no tenía una mano libre para abrir el panel metálico que cumplía la función de puerta de entrada al almacén de muestras y se limitó a llamar con la punta del pie. Escuchó a las glaciólogas hablar detrás de la entrada, una de ellas acababa de decir algo sobre historia. Cuando Betty retiró la plancha, el periodista se disculpó:

– Perdonad que no os haya avisado antes de venir.

– Está bien. Nos encanta la compañía.

– La de los vivos -le corrigió Tina con tono admonitorio.

Pero Michael estaba tan concentrado en su tarea que no se percató de la indirecta. En vez de eso, depositó varios objetos en el suelo y de inmediato se encaminó hacia el cajón de la esquina. Se arrodilló y miró dentro. Ollie estaba tan acostumbrado a la presencia del periodista que se levantó nada ma´s verle y caminó balanceándose hacia él. Michael rebuscó entre sus ropas y sacó unas tiras de beicon que acaba de tomar en el comedor y le tendió una. El págalo ladeó su suave cabeza gris -cada días se parecía más a una gaviota- y estudió la tira unos instantes para luego tomarla de un rápido picotazo.

– Eh, casi te llevas mi dedo.

Michael colocó el resto de la comida en el borde de la caja y fue a incorporarse, pero se quedó a mitad del movimiento cuando vio las miradas de aprensión de Betty y Tina:

– No me pongáis esos caretos… Los págalos comen de todo.

– No es eso -repuso Betty.

Entonces, siguió la dirección de la mirada de Tina hacia el témpano.

– ¡Guau, yo tenía razón!

Había un hombre enterrado en el hielo. Si ella era la Bella Durmiente, entonces, ¿quién era él? ¿El auténtico Príncipe Azul? Michael tuvo la impresión de que había sido soldado a juzgar por el galón dorado que parecía entreverse a la altura del pecho.

Y también experimentó un sentimiento de lo más extraño, un sentimiento de alivio al saber que ella no había estado sola todo ese tiempo.

– No cortéis más -les pidió-. Necesito hacer una fotografía de este estado del proceso.

Montó unos focos enseguida y los situó alrededor del monolito. Era un día extremadamente frío y gris, y la luz artificial convirtió el sillar helado en un deslumbrante faro.

– Precisamente Betty y yo estábamos hablando… -se aventuró Tina-. Pensábamos que algo tan extraordinario tal vez debería conservarse intacto.

Michael estaba demasiado abstraído en el juego de luces como para responder a esas palabras. ¿De qué forma podría obtenerse la imagen de lo que descansaba dentro del témpano? El juego de luces y sombras, por no mencionar los reflejos del hielo, podían ser la muerte de una instantánea, pero bueno, eso formaba parte del desafío a su capacidad como fotógrafo. Se subió las gafas de sol hasta el gorro de lana para hacer una lectura precisa de la luz incidente.

– ¿No deberíamos ir un poco más despacio y sopesar todo esto con mayor detenimiento?

– ¿Qué hay que considerar? -preguntó el reportero.

– El proceso de extracción de esos cuerpos… Tal vez sean precisos medios de envergadura inexistentes en nuestros laboratorios. Me estoy refiriendo a rayos X o a una resonancia magnética.

– Darryl está convencido de tener todo el equipo y los recursos necesarios -contestó Michael, aunque se tomó un tiempo antes de responder. ¿Y si se estaba precipitando con eso? ¿Y si se infligía un daño que impedía demostrar la autenticidad de un descubrimiento casi milagroso?

– La cuestión no es sacarlos de ahí de una pieza -agregó Tina-. Eso es muy fácil. Lo complicado es conservarlos después.

¿Y si Darryl no sabía lo que se traía entre manos? ¿Y si la Antártida no era básicamente un enorme y gran frigorífico? ¿Qué ocurriría si no podían mantener los cuerpos a temperatura lo bastante baja como para evitar el deterioro posterior a la extracción?

Fueran cuales fuesen las respuestas a esas preguntas, en ese momento debía hacer su trabajo. El hallazgo no era sólo un bombazo para Eco-Travel Magazine, sino que el National Magazine Asward se ganaba con esa clase de reportajes. Debía prestar atención y no meter la pata. Antes de dejarlo correr, Joe Gillespie, su editor, se había lamentado de que hubiera vuelto de su tragedia en la cordillera de las Cascadas sin ninguna fotografía. A veces, Michael sospechaba que lo único que le interesaba a Gillespie era la primicia.

En cuanto hubo elegido el equipo y las cámaras adecuadas Michael tomó unas fotografías del contenido del témpano: primero del hombre, cuyo semblante seguía oculto en su mayor parte, y después de la dama. Era un trabajo peliagudo captar las características del hielo sin que los reflejos y la refracción perjudicasen la instantánea, pero a él le gustaba esa clase de retos. El material de calidad siempre era el más difícil de obtener. Tomó un par de docenas de fotos a las dos glaciólogas cuando volvieron al trabajo a instancias suyas y un par a Ollie cuando hizo acto de presencia para comprobar si las láminas de hielo desprendidas eran o no comestibles.

El viento soplaba con bríos renovados y la verja de metal se estremecía con virulencia a pesar de estar firmemente sujeta al suelo, produciendo un estrépito tal que resultaba difícil hacerse oír y Michael debía hablar a gritos con Tina y Betty para indicarles que se movieran a derecha o a izquierda, buscando la luz o la sombra. No tardó en percibir la incomodidad de ambas. Supuso que las reinas del hielo eran de ese tipo de personas poco aficionadas a ser fotografiadas y no les hacía gracia alguna ser objeto de publicidad.

– Sólo una más con el taladro de mano unos centímetros más arriba -le imploró a Betty, pues la actual posición del aparato ensombrecía el semblante de la Bella Durmiente.

Ella le complació y cambió la mano de posición mientras Michael se apresuraba a recolocar un foco de luz, desplazado por una racha de viento. La iluminación caía de pleno sobre el hielo y él se acercó todavía más a fin de que la instantánea recogiera la mayor cantidad posible de detalles y matices. Nunca se había visto con tanta nitidez el rostro de la joven, ya fuera cosa de los voltios de luz adicionales o fruto del trabajo realizado por Betty a lo largo de la mañana.

La Bella Durmiente tenía la misma expresión que recordaba haber visto durante la segunda inmersión. Le maravillaba pensar que él hubiera creído que podía haber cambiado. ‹Es curioso la de jugarretas que puede gastarte la memoria›, se dijo mientras tomaba otras dos imágenes, pero no le valieron en cuanto se percató de que proyectaba su propia sombra en el plano, por lo que ladeó los hombros y se desplazó unos centímetros hacia un lado, y al encuadrar se dio cuenta de que algo había cambiado. Él tenía muy buen ojo para los detalles, sus profesores de fotografía siempre lo habían dicho, y también los editores, y estaba convencido de que se había operado un cambio en la imagen. Tal vez fuera algo efímero e insignificante, pero existía; volvió a suceder de nuevo cuando se puso en otra posición: las pupilas de la mujer se habían contraído.

Bajó la cámara digital para examinar una tras otra todas las fotografías guardadas en la memoria. Las había tomado desde delante, desde detrás, y desde todos los ángulos. El cambio era ínfimo, pero él seguía convencido de que lo había.

– ¡Te encontré! -oyó decir a Darryl por encima del traqueteo metálico de la cerca metálica-. Tienes una llamada de teléfono… Es una tal Karen. Te está esperando.-El biólogo entró y observó el trabajo de Betty y Tina en el bloque de hielo-. ¡Vaya, cuánto habéis avanzado!

Michael asintió y dijo:

– Que todo se quede como está, vuelvo enseguida.

– No creo que debas dejar encendidos los focos -replicó Betty.

La glacióloga estaba en lo cierto. Michael acomodó la cámara dentro del anorak y antes de dirigirse al módulo de la administración apagó los focos. El témpano pasó de ser una columna refulgente a un sombrío monolito.

CAPÍTULO VEINTIDÓS

11 de diciembre, 15:00 horas


– LO SIENTO -SE DISCULPÓ Karen-. ¿He interrumpido algo importante?

– No, no. Siempre estoy deseando tener noticias tuyas, ya lo sabes. -En realidad, tenía el corazón en un puño cada vez que se sentaba en esa sala para contestar al teléfono por satélite-. ¿Qué ocurre?

Wilde empujó la puerta con el pie hasta dejar cerrado el locutorio; luego, se agachó hacia una silla de ordenador sin brazos laterales.

– Pensé que debía informarte de que Kristin va a abandonar el hospital por si vuelves a telefonear allí.

Le subió la moral por unos instantes. ¿Kristin volvía a casa? Era una noticia estupenda, mas el tono de Karen no era alegre, lo cual le llevó a preguntar:

– ¿Y adónde va?

– A casa.

Volvió a quedarse perplejo. Eso era una buena señal, ¿o no?

– ¿Los doctores creen que ha mejorado lo suficiente como para volver a casa?

– No, en realidad, no, pero papá cree que sí.

Eso le encajaba a la perfección. El señor Nelson no era de los que permitían que ningún profesional le desviase de su camino.

– Papá cree que no están haciendo lo suficiente por ella… Se refiere a la terapia física y todo el rollo ese cognoscitivo… Al final, ha decidido contratar a su propio equipo y llevarlos a casa, donde él pueda controlarlos de cerca.

– ¿Quién va a estar al volante?

– A mí no me mires. Es la gran idea de papá, los demás sólo vamos en el coche.

Eso también le cuadraba con la dinámica de la familia. Sólo Kristin se había negado activamente a dejarse llevar, y aunque Michael no dudaba ni por un momento de cuánto amaba a su hija el señor Nelson, también veía que ese camino, definitivo e irrefutable, le permitía recuperar el control sobre ella por completo.

– ¿Cuándo va a suceder eso?

– Mañana, pero se han pasado toda la semana efectuando los arreglos: cama de hospital, aparatos de ventilación asistida, turnos de enfermeras…

– De modo que Kristin va a volver a su antiguo dormitorio -comentó Michael, frotándose con gesto ausente el hombros izquierdo-. Tal vez eso sea bueno para ella.

– La verdad es que su habitación está en el piso de arriba. No hace falta que te lo diga, ¿verdad? -repuso ella con una risa seca-. Era demasiado complicado subirlo todo, así que hemos utilizado el cuarto de estar.

– Ah, vale. Eso tiene sentido -contestó él. La estática interrumpió de forma repentina la comunicación y Michael aprovechó para ver qué sacaba en claro de todo eso. ¿Era una buena idea o una medida desesperada? ¿Cómo podían los padres y la hermana supervisar la recuperación de Kristin por muchas enfermeras que hubiera a todas horas?

De todos modos, la recuperación de Kristin era imposible por lo que Michael había entendido de la conversación con los médicos. Sólo Dios sabía cuánto había intentado creer que iba a ponerse bien aquella fría e interminable noche en las Cascadas, y también durante el día siguiente se había obligado a ser optimista y pensar en positivo. Había deseado creer que ella iba a despertar y volver en sí, y que pronto él volvería a llevarla a practicar alpinismo en las montañas.

Al romper el alba del día siguiente al accidente se deslizó fuera del saco de dormir que había compartido con ella durante la noche y se frotó las extremidades a fin de recobrar la sensibilidad. Tenía un moratón púrpura enorme en el muslo donde se había apoyado sobre el mosquetón y el hombro aún le hacía ver las estrellas. Rompió el envoltorio de otra barrita energética y la devoró en un santiamén. Al mirar a lo alto distinguió un avión privado volando por encima de su cabeza. Era difícil ser visto, y se puso a gritar, dar saltos, silbar y mover los brazos casi por puro gusto, pero al final el aparato no ladeó las alas y ni mucho menos dio media vuelta para echar un vistazo. Desapareció por el oeste y sólo se oyeron los silbos de los pájaros y el susurro del viento.

Los chiflidos y los gritos tampoco habían hecho reaccionar a Kristin, por lo que se inclinó junto a ella, le tomó el pulso y comprobó su respiración, débil pero constante. Tenía dos alternativas: o esperaba en esa posición con la confianza de que llegarán otros montañeros, o intentaba bajarla por sus propios medios. Escrudiñó el horizonte, donde se acumulaban las nubes. No subiría nadie a la cumbre si llovía o se levantaba niebla, y la primera posibilidad parecía muy probable. No, iba a tener que valerse por sí mismo con un complejo sistema de cuerdas y poleas improvisadas y chapuceras. Podía bajarla entre diez y quince metros cada vez, luego descolgarse él, rehacer todas las cuerdas y empezar de nuevo. Acabaría encontrándose con algún excursionista si lograba descender lo suficiente, o tal vez incluso, si se acercaba lo bastante al Gran Lago y el viento soplaba a su favor, hacerse oír por los tripulantes de algún bote.


Maquinó un plan mientras reunía todo el equipo que no se había caído pendiente abajo ni se había desperdigado al abrirse la mochila. Había otra cornisa de tamaño no superior a una tabla de planchar a siete u ocho metros por debajo, y juzgó que sería capaz de bajar a Kristin hasta la misma. Debía tener un cuidado extremo con la cabeza y el cuello de la muchacha, lo sabía perfectamente, pero no se le ocurría ningún sistema para estabilizarlos al no tener nada firme con que sujetarlos. Iba a tener que jugársela.

Invirtió casi una hora entera en improvisar una estructura y sujetar en ella el cuerpo desmadejado de la herida, y otra más hasta que consiguió que ambos bajaran a la repisa inferior. Para entonces, Michael estaba empapado en sudor y cubierto de arañazos y cardenales. Se sentó en el borde del saliente y sostuvo la cantimplora en alto para beber mientras apoyaba la otra mano en la pierna de Kristin para sujetarla. Si hubiera dado señal de consciencia, si le hubiera hablado unos segundos…

Unos guijarros removidos durante su descenso se desprendieron de la pared y cayeron sobre su precario nido de águila.

Los nubarrones se acercaron todavía más.

Luego miró hacia abajo, a las copas de los pinos y las aguas del lago, y supo que ese sistema requería demasiado tiempo como para poder funcionar, pero no se atrevía a pasar una segunda noche en la montaña, de modo que decidió ir a por todas. Se desprendió de todo el equipo innecesario e hizo tiras los pantalones de alpinismo y alta montaña y la camiseta, con las cuales ató a Kristin a su espalda; sus brazos pendieron flácidos a los lados. La cabeza de la muchacha, quien todavía llevaba puesto el casco destrozado, descansó sobre el hombro de Michael mientras éste reanudaba la bajada resuelto a llegar al fondo y cruzar con ella el bosque de debajo o a matarse juntos si se caían desde las alturas.

No dejó de hablar en susurros a su amada, a la que le decía cosas como «agárrate fuerte», «acabo de encontrar un punto de apoyo», «no te preocupes, pero creo que el hombro se me está saliendo de su sitio otra vez» o «¿qué te parecería si fuéramos a la Ponderosa a tomar un buen bistec? Invitas tú». Durante el descenso, la cabeza de la joven rodaba de un lado para otro sobre sus hombros, y algunas veces él podía sentir su cálido aliento sobre la nuca, y eso le bastaba: seguía con vida y él debía salir de allí como fuera.

Los negros nubarrones habían encapotado el cielo por completo, pero todavía no había estallado la tormenta. Sólo había una suave calima en suspensión, y estaba tan acalorado por el esfuerzo que la agradecía. Sin embargo, empezaron a caer gotas sueltas.

– Hazme un favor, Señor, por caridad: que no llueva hasta que haya salido de esta maldita montaña.

Y Dios mantuvo su parte del trato. Michael bajó toda la pared hasta llegar al pie del monte Washington y halló refugio entre los pinos antes de que se abriera la caja de los truenos y el velo del cielo se rasgara para soltar un verdadero diluvio. Se detuvo por un tiempo y se arrodilló sobre la tierra húmeda, aspirando el intenso olor a pinaza, dejando que le limpiara la lluvia, cuyas gotas utilizó para quitar la mugre del rostro de la mujer y humedecerle los labios. Los parpados de Kristin se estremecieron cuando le cayeron unas gotas encima, pero no había ningún otro indicio de vida.

Intentó cogerla de nuevo, pero estaba tan exhausto que el cuerpo le temblaba de pura flojera y era incapaz de moverse. No se preocupó. Tomó en brazos a su compañera y se reclinó sobre el tronco de un árbol, donde permaneció mirando el cielo y perdió la noción del tiempo.

Era de noche cuando se estiró de nuevo, tiritando a causa de la mojadura. Había escampado y en el cielo brillaba la luna llena. Volvió a sujetar a Kristin a su espalda y a trompicones se dirigió al parquin del lago, donde había aparcado el jeep. Al salir de entre los árboles encontró a dos jóvenes vestidos con sudaderas cuyo frontal estaba dominado por el logotipo de una fraternidad de la Universidad de Washington, que descargaban una camioneta con la batea trasera descubierta. Apareció allí sucio, calado de la cabeza a los pies y ensangrentado, y mientras se acercaba ellos le miraron poco menos que como si fuera el yeti o un sasquatch, el pies grandes de la leyenda.

– Ayuda, necesitamos ayuda -murmuró.

Luego, según narraron los dos universitarios, se desplomó sin sentido.

Darryl supo que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto en cuanto vio a las dos figuras dentro del témpano. Las glaciólogas habían quitado suficiente hielo o éste había empezado a derretirse por efecto de los focos de Michael, y de hecho, cuando se acuclillaba delante del bloque ya era capaz de distinguir el pomo de la espada del soldado en su costado. La borla dorada del mismo estaba del revés.

– Habéis hecho un magnífico trabajo -repitió, dirigiéndose a Tina y Betty- pero más valdrá llevar esto a mi laboratorio para poder terminarlo.

Michael se había marchado a atender la llamada vía satélite, pero ellas actuaban como si quisieran esperar a oír su veredicto.

– Wilde vendrá dentro de unos minutos. Lo hablamos entonces.

Pero el biólogo era lo bastante listo para olerse que estaban tramando algo. Los científicos desarrollaban un gusto especial por lo extraordinario, ¿por qué iban a ser diferentes las glaciólogas?, y seguro que ellas no querían dejar pasar esa oportunidad. La mayor parte de la ciencia era trabajo rutinario en el laboratorio: experimentos interminables, ensayos a ciegas y un porcentaje de fallos alto. Era natural la reticencia de cualquier científico a soltar algo novedoso, algo salido de ninguna parte, un objeto capaz de garantizarles unas líneas en el mundo exterior.


Él debía trabajar deprisa y con determinación. Salió disparado hacia los cobertizos donde se guardaban las motonieves, los sprytes y los equipos de perforación. Allí reclutó a Franklin y a Lawson, que ya estaban al tanto del hallazgo, y los tres juntos regresaron con una plataforma rodante de las usadas normalmente para transportar los bidones de diesel. Mientras Betty se quejaba de que Darryl iba demasiado deprisa y Tina se ponía un tanto neura con el rollo de la conservación de los especímenes, sus dos reclutas volvieron a cubrir con una lona el sillar de hielo, ahora de tamaño sensiblemente menor, antes de ladearlo para subirlo a la plataforma. Doblaron la esquina con el fardo y lo empujaron rampa arriba, navegando en dirección a un puerto seguro: el laboratorio de biología marina.

– ¿Y dónde la ponemos ahora? -preguntó Franklin, mirando en derredor.

Abarrotaban el lugar tubos de oxígeno siseantes, instrumental traqueteante y tanques repletos de extrañas criaturas bañadas por una luz azulada.

– Lo quiero aquí -indicó Hirsch mientras caminaba hasta el gran acuario.

Mucho antes ya había quitado los separadores, había retirado el agua sucia antes de limpiar el tanque de arriba abajo con un raspador y luego había vuelto a llenarlo con agua marina nueva. Había sacado el pez inquilino del acuario hasta un agujero practicado en el hielo donde lo había soltado. Lo sentía si todavía formaba parte del experimento de alguien, pero debería haberlo etiquetado. El biólogo pudo distinguir a través de la banquisa cómo se escabullía y también la veloz aproximación de una figura más oscura. Debía de ser una foca leopardo, sin duda, que de pronto había localizado su almuerzo. La vida en la Antártida era un negocio precario.

Franklin movió la plataforma rodante hasta el borde del tanque mientras Bill Lawson, cuyo aspecto recordaba al de un pirata a punto de apoderarse del botín con ese pañuelo suyo de marca anudado a la cabeza, se metía dentro del agua.

– Si se mete, va a desplazar más agua de la cuenta y vamos a mojarle el suelo, ¿lo sabe, verdad? -inquirió Franklin.

– Para eso hemos puesto sumideros. Adelante.

Lawson extendió los brazos desde dentro del tanque y Darryl ayudó a Franklin a ladear el sillar de hielo, y así, poco a poco, fueron pasándolo por encima del borde. Bill se echó hacia atrás en medio de una salpicadura de agua y, haciendo bueno el vaticinio de Franklin, desbordó el tanque: una ola de templada agua marina inundó el suelo y les mojó las botas.

El hielo flotó en cuanto le quitaron de encima la lona y las dos figuras yacieron espalda contra espalda enseguida, pues el témpano no tardó en estabilizarse. Las ondas del agua del estanque se disiparon y el sillar helado quedó quieto.

Su trofeo, suyo al fin.


– No me gustaría ni un pelo quedarme aquí a solas con eso -concluyó Franklin tras dedicarle una larga mirada.

El empapado Lawson parecía ser de esa misma opinión, a juzgar por la expresión del rostro mientras salía del tanque.

El biólogo no estaba preocupado en lo más mínimo. Si eran correctos sus cálculos, basados en el espesor del hielo y el gradiente de temperatura del acuario, y él no solía cometer errores en ese tipo de cosas, los cuerpos flotarían completamente libres en cuestión de unos pocos días. Los cadáveres seguirían fríos, pero intactos y bien conservados.

Cerró el laboratorio a cal y canto en cuanto se hubieron marchado Franklin y Lawson. No había mucho que él pudiera hacer dentro. Urgía más salir fuera y revisar algunas de las redes y trampas a ver si había pescado nuevos ejemplares de peces anticongelantes, pues así era como la práctica totalidad de los biólogos marinos se refería a los peces capaces de segregar anticongelante para protegerse del frío. Nunca se sabía cuándo y cómo podía necesitar nuevos ejemplares disponibles.

Apagó los fluorescentes del techo antes de salir, pero las luces del tanque y del acuario siguieron alumbrando con su luminosidad púrpura el laboratorio de acero y hormigón, salvo los rincones más lejanos y recónditos. Se puso el abrigo, los guantes y el gorro. «Jesús, después de todo, menudo fastidio está resultando esto de vestirse y desvestirse todo el día», pensó para sus adentros. Un soplo de viento helado se coló por la puerta nada más abrir la entrada. La cerró de golpe al salir y bajó pisando fuerte la rampa helada antes de alejarse camino a la orilla.

En el laboratorio, los diversos moradores de los tanques, alineados junto a las paredes de cristal y bajíos artificiales, reanudaron su silenciosa rutina de reclusión: las arañas de mar se erguían sobre sus alargadas y finas patas traseras y usaban las demás para tantear el vidrio; los gusanos cruzaban las aguas, enrollándose y desenrollándose como cintas de blanco marfil; las estrellas de mar se estiraban cuan largas eran, pegándose a las paredes vítreas de su presidio; y los dracos nacarados de enorme boca nadaban en círculos cerrados. Los racores borbotaban y los calefactores zumbaban mientras fuera del módulo aullaban los vientos.

Entretanto, de forma imperceptible, de derretía poco a poco el témpano sumergido en el acuario, donde circulaba una corriente de agua fría que iba erosionando el grosor del hielo centenario. De vez en cuando se oía algún chasquido, como si el agua del mar hubiera encontrado una fisura por donde colarse y enquistarse en el hielo, sobre cuya superficie aparecían estriaciones apenas perceptibles, similares a rayas en el cristal de un espejo.

En el acuario surgían burbujas que se reventaban al salir a la superficie. Unas tuberías negras de plástico se encargaban de la renovación del tanque: por un lado entraba agua marina y por el otro salía la misma cantidad, aunque más fría a consecuencia del deshiele del témpano. Eso permitía mantener estable la temperatura a cuatro grados bajo cero. En un par de días, la capa de hielo se volvería tan fina que podría verse con total claridad a través de la misma, tanto que dejaría pasar el tenue fulgor púrpura del laboratorio, tanto que se agrietaría y desmenuzaría.

Y entonces, aunque a regañadientes, el témpano se vería forzado a liberar a sus prisioneros.

CAPÍTULO VEINTITRÉS

13 de diciembre, 12:10 horas


LOS VIAJES EN TRINEO eran mucho más cómodos de lo que Michael había imaginado. El armazón de fibra de vidrio reforzado con polímeros era muy resistente. La sensación se parecía mucho a navegar en kayak, pero aquí viajaba a escasos centímetros del fondo, acunado en la cesta, como si fuera una hamaca. Apenas se notaba cuando los canes corrían sobre una zona de baches o daban algún tumbo. Todo quedaba amortiguado por la gran cantidad de ropa que llevaba puesta. La nieve y el hielo pasaban zumbando a ambos lados cuando Danzing se erguía en la cesta detrás de Michael y animaba a grito pelado a los huskies, los últimos canes de toda la Antártida, como le había explicado Murphy en la base.

– Los perros están abolidos -le había explicado Murphy-. Éste es el último equipo operativo, y la única forma en que nos han permitido auspiciarlo ha sido afirmando que forman parte de un estudio a largo plazo. -El administrativo puso los ojos en blanco-. No se puede hacer idea del papeleo que ha sido necesario rellenar; pero Danzing no iba a dejarlos ir. Son los últimos perros del Polo Sur y Danzing, el último musher, el último conductor a la vieja usanza.

Michael era capaz de ver incluso desde su posición poco ventajosa la perfección con que el grupo tiraba del arnés y seguía a Kodiak, el perro guía. Le sorprendían la velocidad y la fuerza empleadas. A veces, el subibaja de los perros en plena carrera parecía a sus ojos una mancha borrosa de sus pelajes grises y blancos; otras, su esfuerzo recordaba el movimiento de ascenso y descenso de los caballitos pintarrajeados de un tiovivo.

Los canes sabían perfectamente adónde se dirigían incluso sin necesidad de las indicaciones ocasionales del musher: «yi» para indicar a la izquierda y «ja» a la derecha. El trineo se dirigía a la antigua estación ballenera noruega, situada a cinco kilómetros costa abajo. Danzing realizaba ese trayecto de forma habitual para ejercitar a los perros y le había sugerido que tal vez le apeteciera acompañarle a fotografiar el reducto abandonado «mientras se derrite la Bella Durmiente». Había visitado el laboratorio de biología a primera hora de la mañana, pero no había nada que fotografiar todavía, y Darryl le había asegurado que transcurrirían uno o dos días antes de que acaeciera algún cambio sustancial.

– Más vale lento pero seguro -había dicho el biólogo sobre la velocidad requerida por el proceso.


Michael se mostró de acuerdo, pero al cabo de poco rato, mientras contemplaba cómo se deshelaba el témpano, descubrió que eso era tan poco divertido como ver crecer la hierba.

Una espesa bruma cubría todo la última vez que intentó realizar el viaje a Stromviken, y le impidió tomar fotografía alguna. Hoy, por el contrario, el día era frío, cinco grados bajo cero, pero muy claro, y la luz constante y persistente confería al aire una inhabitual cualidad cristalina: cosas lejanas parecían estar mucho más cerca y las cercanas parecían verse bajo el cristal de una lupa. La atmósfera y la luz antárticas le permitían tomar fotografías nítidas, limpias y con una exposición adecuada. Suponían un reto muy superior al habitual.

El periodista permanecía con los brazos cruzados sobre el pecho con la cámara bien protegida debajo del chaquetón.

– ¿Qué le parece? ¿Le gusta? -gritó Danzing, inclinándose hacia él hasta rozar la capucha de Michael con el collar de dientes de morsa.

– ¡Seguro que este trineo es capaz de ganar a un autobús!

El musher le palmeó el hombro un par de veces y luego se echó hacia atrás. Le encantaba lucirse con sus perros, y todo le parecía poco en lo tocante a ellos. Ahora bien, si el deslizador iba a aventajar a un autobús no sería en visibilidad: Michael apenas podía mirar al frente, por lo cual la primera imagen que tuvo de la vieja estación ballenera fue el casco roñoso de un vapor noruego varado sobre la costa rocosa. Junto a él estaban los restos de un muelle desmoronado hacía mucho tiempo por efecto del flujo y reflujo de la banquisa.

El arpón ballenero, un invento noruego, apuntaba a tierra más que al mar. En el pasado había disparado proyectiles punzantes de casi dos metros y en los últimos años los habían cargado con explosivos. Si el arponero era diestro, alcanzaba al cetáceo a la fuga en el dorso, entre las escápulas, y detonaba el arpón explosivo cuando se sumergía para huir, desgarrándole el corazón y los pulmones. Y eso sólo ocurría cuando el animal tenía suerte.

La batalla podía prolongarse durante horas si el artillero no andaba fino o el disparo no era letal, y durante esa pugna el cetáceo recibía más arponazos, sufría heridas y sangraba por ellas y los aventadores, los orificios de respiración. Los balleneros utilizaban un gran cabestrante para tirar del animal y arrastrarlo más y más hasta debilitarlo y al final lo acercaban al barco y lo acuchillaban a voluntad hasta matarlo. Empezaron primero por las yubartas o ballenas jorobadas; luego, fueron a por la franca austral; y por último, comenzaron a desaparecer incluso las más difícil de capturar: las rorcuales.

Esa estación ballenera en particular recibió el nombre de Stromviken y había operado de forma intermitente desde la última década del siglo XIX hasta su cierre definitivo en 1958. Al marcharse, los noruegos lo abandonaron todo: desde una locomotora a la leña. El transporte de los equipos de suministro hasta el Polo Sur había sido realmente caro, sí, pero también resultaba antieconómico llevárselos de nuevo. Ahora bien, Noruega ni siquiera había dejado de cazar ballenas y, al igual que Japón e Islandia, hacía uso de sus prerrogativas tradicionales para seguir capturando cetáceos. Cuando el hecho se mencionó de pasada una noche en el comedor, Charlotte tiró el tenedor con disgusto.

– Se acabó… Si tengo algo noruego, voy a deshacerme de ello -prometió. Darryl le había preguntado qué suponía eso exactamente, a lo cual la doctora, tras unos momentos de reflexión, le había contestado-: Voy a tener que tirar este jersey con el dibujo de un reno.

– Espera, espera, no tan deprisa -terció Michael, tirando de la etiqueta y rompiendo a reír-. ¿Lo ves? Está hecho en China.

Charlotte había suspirado con verdadero alivio.

– No veas lo que abriga.

Cuando los perros culminaron el ascenso de una pendiente helada Michael disfrutó de la primera imagen clara del campamento ballenero, que era mucho más deprimente que Point Adélie, por difícil que resultase de creer. Amplias rampas conducían desde el espigón donde atracaban los barcos de motores jadeantes con sus capturas colgando del casco, que a veces podían traer hasta veinte cetáceos, hasta una maraña de vías férreas semienterradas; la herrumbre había pintado de rojo y negro la locomotora encargada de conducir a los cetáceos desangrados hasta el lugar de faenado, un patio donde los troceaban con aguzados cuchillos y les arrancaban a tiras la enorme lengua, de cuyos músculos podían obtenerse litros y litros de aceite.

Danzing soltó un bramido y tiró de las riendas en cuanto el vehículo llegó hasta allí; luego, cuando el trineo se hubo detenido, saltó con agilidad de los deslizadores. Ahora que los patines no acuchillaban el hielo reinaba un curioso silencio; la sensación duró hasta que Wilde aguzó el oído y percibió tanto la vibración de las paredes de metal ondulado de los almacenes como la queja de las vigas de los edificios de madera y ladrillo, anteriores en el tiempo a los del metal; ambos sonidos estaban causados por el viento polar.

El conductor le tendió una mano para ayudarle a salir de la cesta del trineo cuando le vio forcejear, y Michael estuvo enseguida pisando el lodo helado de ese patio rodeado de edificios destartalados y oscuro propósito que ocupaban la cima del altozano. La factoría ballenera le recordaba a un pueblo fantasma que había fotografiado una vez en el suroeste y, bien pensado, no era de extrañar.

Sin embargo, en cierto modo, y no sabía exactamente cómo ni por qué, el establecimiento abandonado era mucho peor que aquello. Emanaba una sensación de matadero, antaño la sangre y las vísceras llegaban a los trabajadores hasta las rodillas y cubrían la tundra que ahora pisaban sus pies, y él lo sabía. Los raíles renegridos subían de forma tan empinada como los rieles de una montaña rusa, siguiendo un trayecto en línea recta, hasta alcanzar un edificio en ruinas situado a escasos cientos de metros colina arriba. Ése era el destino de las carretas mecanizadas repletas con las partes cotizadas de la ballena: la planta procesadora. El resto de los huesos y los demás despojos eran arrojados a pozos negros y a la costa, donde nubes de pájaros chillaban gozosos en medio del hedor y se lanzaban en picado sobre los restos aún humeantes.

Hacía demasiado frío para quitarse los guantes más de unos segundos, por lo cual Michael sacó con mucha torpeza el trípode y la bolsa impermeable del equipo. Entretanto, a fin de evitar que los perros arrastraran el vehículo, Danzing clavó un gancho en la nieve, o sea, echó el freno: éste consistía en un tablón de madera unido por un resorte a la cesta del trineo y un grampón o gancho metálico en el otro extremo. Como medida adicional ató el cable de frenado a una carretilla metálica de carga volcada del revés sobre la nieve a la que le faltaban dos ruedas. Kodiak se sentó sobre los cuartos traseros y fijó en él sus marmóreos ojos azules sin perderse ni un detalle de sus movimientos, permaneciendo a la espera.

– Voy a darles de comer ahora -anunció el conductor-. Ésta es su parte favorita del viaje.

Los dos ruederos o perros de rueda, es decir, los situados justo delante del trineo, hicieron cabriolas y se relamieron cuando Danzing extrajo de debajo del pasamanos un saco de arpillera.

– Paso, no tengo hambre -dijo Michael cuando le vio saca varios nudosos tasajos de carne.

– No he dicho que fuera a ofrecerle nada -replicó el musher entre risas.

Eligió un camino junto a los herrumbrosos raíles y anduvo sobre el hielo y la tierra azotada por el viento gélido en medio de un silencio sepulcral, sólo roto por gañidos de los huskies y los graznidos de los págalos, atraídos sin duda por el alboroto de los perros y el olor de los tasajos. Aquél debía de ser el lugar más desolado en que había estado jamás, concluyó Wilde.

El témpano continuó deshelándose en el tanque y empezaron a desprenderse algunos trocitos de hielo mucho antes de lo esperado, daba casi la impresión de que alguien estaba empujando desde dentro.

Un fragmento del tamaño de una pelota de baloncesto y con un contorno aserrado se desprendió al pie del sillar y flotó en el agua, dejando un hueco a través del cual podía verse la puntera de la bota del hombre. La porción desprendida vagó a la deriva hasta ser atraída por la tubería encargada de drenar el agua del tanque y mantenerlo estable, y ahí se quedó alojada, obstruyéndola con obstinación.

El otro caño siguió abasteciendo de agua al tanque, y el nivel de ésta subió poco a poco; conforme esto ocurría, el líquido se iba colando por las fisuras y grietas de la parte superior del sillar helado, por las que se diseminaba como si fueran venas y capilares de un sistema circulatorio imposible de apreciar a simple vista. Cualquiera que hubiera pegado la oreja al hielo habría escuchado un sonido estático cuando aquél se resquebrajaba y se desmenuzaba, pero habría apreciado algo más: el chirrido de unos arañazos, similar al sonido de las uñas rascando sobre el vidrio.

Michael jamás había contemplado una playa similar a la de Stromviken: su arena era un osario gigantesco cubierto de calaveras, espinas dorsales y mandíbulas entreabiertas, todas ellas descoloridas por el sol austral y baqueteadas por un viento demoledor hasta adquirir un color blanco mortecino. Había restos de las ballenas troceadas en Stromviken: otras habían sido descuartizadas en los barcos factoría: habían arrojado los restos al mar y la marea los había empujado hasta la orilla. Una manda de focas elefante tomaba el sol y sesteaba entre los huesos y las rocas sin prestar mucha atención al hombre de la parka abultada y anteojos verdes que la enfocaba con una cámara, exactamente igual que habían hecho con todos los hombres que habían acudido hasta allí en años precedentes, que se habían ido después de matarlas de forma tan indiscriminada como las ballenas.

Sin embargo, los pinnípedos con su nariz en forma de trompa y sus ojos castaños inyectados en sangre habían resultado bastante más fáciles de cazar y matar que los cetáceos, pues en tierra eran torpes y se movían con suma lentitud. A los cazadores de focas les bastaba con acudir andando y golpearles en la probóscide; cuando los animales echaban hacia atrás las aletas, sorprendidos, les atravesaban el corazón. Aquellos enormes machos podían tardar casi una hora entera en morir desangrados. Los hombres actuaban de forma metódica y tras haberlos rodeado y cazado a todos iban a por las hembras, que seguían allí en defensa de las crías, y finalmente a por éstas también, a las cuales mataban a garrotazos si no eran demasiado pequeñas como para molestarse con ellas. El desuelle era la parte más dura. Se necesitaban cuatro o cinco hombres para despellejar por completo a un macho adulto y separar de la carne la espesa capa de grasa amarillenta que les permitía vivir cómodamente en tierras polares. Una vez hervida ésta, la mayoría de las focas, cazadas hasta su práctico exterminio, producían un par de barriles de aceite.

Los fócidos no suponían amenaza alguna para él, y Wilde lo sabía, pero aun así se aproximó con precaución, pues no deseaba provocar demasiado alboroto. Su única pretensión era reflejar con un par de instantáneas un momento de holganza de esos animales, no alarmarlos, y además las criaturas hedían.

El macho dominante del grupo se distinguía al primer golpe de vista aunque fuera sólo por su enorme tamaño. Estaba mudando de piel y había restos de pelos y pelaje alfombrando el suelo circundante, pero era un tapiz horroroso, y las crías, que eructaban cerca de allí, no ofrecían un espectáculo mucho mejor. El fotógrafo subió hasta un canto rodado, una piedra a la que siglos de castigo por parte del viento marino le había dado forma de chistera, e hizo su primera fotografía a pesar de lo difícil que era mantener el equilibrada la cámara con aquellas ventoleras. Iba a tener que desplegar el trípode para hacerlo bien.


El macho bramó mientras él estaba hurgando en su bolsa y Michael tuvo ocasión de oler un aliento hediondo a pescado muerto.

– Madre del amor hermoso, lo de enjuagarse la boca no va contigo, ¿a que no, chavalote? -masculló mientras fijaba el trípode sobre una zona nivelada de la rocosa playa.

El agua del acuario comenzó a rebosar el borde y gotear sobre el suelo de hormigón, donde formó hilillos que corrieron hacia los sumideros. El laboratorio de biología marina, como todos los módulos, se sostenía sobre bloques de hormigón ligero, por lo cual el agua simplemente corrió por los conductos de metal y cayó sobre la tierra helada de debajo.

En algunas zonas concretas, el grosor del témpano no superaba al de un mazo de cartas y los cautivos del interior ya resultaban visibles, aunque fuera de una manera borrosa. La primera zona en ceder por completo fue la parte inferior del sillar, allí donde se había desprendido el trozo de hielo que había bloqueado la tubería de desagüe. La puntera de la bota de cuero sobresalía ahora brillante como la obsidiana.

El derretimiento continuó y no tardó en aparecer una considerable grieta en el área central. Los cuerpos atrapados dentro parecían ahora como el fallo de un diamante, la imperfección de un cristal gigantesco, y dio la impresión de que el propio témpano rechazaba esos cuerpos cuando la fisura fue a más y empezó a romperse y el hielo de ambas partes de la brecha se desprendió y el agua marina bañó los cuerpos de la joven y el soldado como si se tratara de un bautismo. Ambos quedaron expuestos al aire, bañados por la luz azul lavanda del laboratorio. Yacieron inmóviles uno junto al otro durante unos segundos, meciéndose en el agua.

El hielo y la sal del mar habían corroído durante siglos la cadena desconchada que hasta ese momento los había mantenido unidos por el cuello y los hombros. Se desintegró y los trozos se deslizaron hacia el fondo del tanque.

Sinclair fue el primero en respirar una bocanada de aire y agua, lo cual le provocó un ataque de tos.

Poco después, Eleanor también tosió, y un estremecimiento incontrolable le agitó el cuerpo de la cabeza a los pies.

Empezó a ceder el poco hielo restante que todavía los sujetaba. El militar buscó el fondo del tanque con la bota… y lo encontró.

Se mantuvo en pie tan inseguro como un borracho y rápidamente tomó la mano de Eleanor, quien chorreó agua cuando la sacó de entre los restos del témpano flotante. La joven tenía la mirada perdida y los ojos apagados. La melena castaña se le pegaba a la mejilla y a la frente.

«¿Dónde estamos?», se preguntó él.

Se hallaban en el interior de una especie de cuba llena con agua marina que les llegaba hasta las rodillas, y ésta estaba en un lugar para cuya definición no encontraba palabras. Allí no había nadie más, salvo unas extrañas criaturas nadando en grandes jarras de cristal, unas jarras que emitían un tenue fulgor purpúreo y un sonido siseante.

Miró a Eleanor. Ésta alzó una mano con semejante lentitud que parecía que nunca antes había hecho ese gesto. Los dedos fueron de forma instintiva a por el broche marfileño del pecho.

El teniente Copley chapoteó hacia el borde del tanque y salió del mismo para luego ayudar a la mujer a bajar al suelo. Ambos chorreaban agua.

– ¿Qué es este lugar? -preguntó, temblorosa, mientras él la estrechaba entre sus brazos.

Sinclair no lo sabía. Deseaba que fuera el Cielo por el bien de Eleanor, mas por experiencia propia mucho se temía que se tratara del Infierno.

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