PARTE III. EL NUEVO MUNDO

Gimieron y se removieron, todos se alzaron. No movieron los ojos ni hablaron. Incluso en un sueño habría sido insólito haber visto levantarse a tanto difunto.

La balada del viejo marinero,

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)


CAPÍTULO VEINTICUATRO

13 de diciembre, 16:20 horas


MICHAEL SE HALLABA EN la proa del ballenero varado. Retiró varios dedos de hielo de un salvavidas, desvelando varias letras: un par de ellas eran ilegibles, pero las restantes le permitieron deducir el nombre de la embarcación. El Albatros había sido construido en Oslo. Albatros… Ahora ningún albatros sobrevolaba grácil y sin esfuerzo los cielos, sólo quedaban págalos, petreles y blancas palomas antárticas. Todas esas aves se habían removido tras la llegada del trineo y andaban a la búsqueda de alguna posible dádiva.

Dominaba la playa desde su atalaya de detrás del arpón ballenero. Abajo yacían las focas elefante, que habían hecho una inmejorable contribución al reportaje fotográfico, y en la cima de la colina helada, más allá de los almacenes y las salas de calderas y el patio de despiece, se alzaba la estructura más alta de la estación ballenera: una vieja iglesia de madera con algunas zonas todavía pintadas de blanco y una cruz torcida en lo más alto del campanario. Utilizó el zoom de la cámara para tomar varios planos generales, y le pareció que el edificio merecía echarle un vistazo más adelante.

El reportero ya había explorado el interior de la nave, que en algunas cosas sí demostraba los años de abandono, como las paredes oxidadas, las ventanas rotas y los escalones combados de las escaleras, pero en otras daba la impresión de haber estado ocupada hasta el día anterior: había un cuchillo y un tenedor encima de un plato de hojalata en la larga y estrecha mesa de la cocina; la cama de la litera estaba hecha con sábanas bien dobladas y una manta; los restos de una colilla congelada descansaban sobre la repisa de una ventana en la cabina del timonel. Incluso el arpón ballenero, situado en lo alto de una plataforma metálica, como si fuera una torre de ametralladora, parecía en condiciones de llevar a cabo su letal trabajo si alguien volvía a apuntar con él. Michael hizo la prueba e intentó girarlo, pero la pieza estaba congelada por completo.

– Eh, cuidado adonde apuntas ese chisme -le gritó el conductor de trineos desde la playa. Danzing se hallaba junto a las mandíbulas petrificadas de una ballena azul.

– No está cargada -contestó Wilde.

– Sí, sí, eso dicen siempre. ¿Has terminado aquí?

– Algo así, ¿por qué?

– Necesito volver a la base.


Con la barba revuelta por el viento y el collar de dientes alrededor del cuello, el conductor de trineo salió de entre las fauces del cetáceo como un dios nórdico que hubiera elegido caminar entre los mortales.

– Estoy esperando una llamada de mi mujer -agregó el musher.

¿Qué Danzing tenía una esposa? En cierto modo, le extrañaba que estuviera casado un tipo tan peculiar como él; venía a ser algo ordinario y banal.

– Pero, ¿cuándo la ves? -preguntó Michael a voz en grito mientras recogía el equipo y lo guardaba en una bolsa-. Tenía entendido que vivías aquí.

– No todo el tiempo -contestó el musher.

– ¿Y dónde vive ella? -preguntó Michael, quien luego agregó-: Espera, dímelo cuando haya bajado.

– En Miami Beach -contestó Danzing cuando ambos hombres se reunieron en el osario de la playa.

Sin querer, Michael se echó a reír.

– ¿Y qué tiene de malo?

– No, no es eso. Es que esperaba otro lugar.

– ¿Cuál…? -quiso saber el conductor mientras echaban a andar de vuelta al trineo.

Michael apenas necesitó una milésima de segundo para contestar:

– El Valhala.

Sinclair y Eleanor pasaron los primeros minutos acostumbrándose a la tarea de volver a respirar, y después a moverse, y por último a seguir vivos, pero no tenía la menor idea de dónde podían encontrarse.

Fue ella quien descubrió la fuente de calor de la estancia: una suerte de rejilla resplandeciente situada junto al zócalo. Eleanor se acuclilló con sus ropas empapadas en un intento de descubrir dónde se hallaban las llamas u olisquear el gas o los troncos al quemarse, pero la joven apenas consiguió escuchar un tenue zumbido y no logró detectar olor alguno. Aun así, se acurrucó cerca y entre cuchicheos le pidió a Sinclair que se aproximara.

Los dos hablaban en susurros por puro instinto.

– Es un fuego -dijo ella-, podremos secarnos la ropa.

Él la ayudó a quitarse el mantón empapado y lo plegó en un taburete próximo. Luego, la muchacha se quitó los zapatos y los puso delante del calefactor.

– Por también la tuya a secar antes de que suceda algo… -Se calló. Podía acaecer algo que ella era incapaz de imaginar siquiera, y de hecho no sabía si estaban entre amigos o enemigos, en Turquía o Rusia o, ya puestos, en Tasmania. Es más, incluso ahora, apenas podía creer que siguieran vivos, pero no había tiempo para demorarse en ninguna de estas cuestiones-. Quítate la casaca y las botas -insistió la joven.

Él se desprendió de la prenda y Eleanor la extendió para luego poner las botas de jinete junto a sus zapatos. El militar desanudó la vaina del sable y la dejó junto a las ropas húmedas, aunque al alcance de la mano.

A continuación, se acurrucaron el uno junto al otro y se miraron fijamente a los ojos, y en silencio se preguntaron qué sabía, qué comprendía y, sobre todo, qué recordaba el otro.

Eleanor temía acordarse de demasiado, pues ¿cuánto, cuánto tiempo había permanecido soñando y a la deriva…? Y acordándose de todo.

Una y otra vez.

En ese momento, mientras abarcaba las piernas con los brazos y las apretaba con fuerza a la espera de que se le secaran las ropas, estaba recordando la noche en que permanecía sentada frente a un fuego diferente a ése, con Moira, en la fría habitación de su pensión londinense, hablando del anuncio de la superintendente Nightingale de viajar al frente de batalla de Crimea junto a un grupo de enfermeras voluntarias.

Sinclair se llevó la mano a la boca cuando empezó a toser. Eleanor le acarició la frente con sus dedos todavía rígidos. Fue el hábito, su segunda naturaleza, lo que le llevó a hacerlo, pues había repetido ese gesto muchas veces con los soldados agonizantes que yacían tendidos en los hospitales de campaña instalados en Scutari y Balaclava. Copley alzó los salvajes ojos bordeados de rojo.

– Esto… ¿Tú estás…? ¿Estás bien? -Eligió la palabra ‹bien› a falta de otro término mejor.

– Lo estoy -contestó la interpelada, sin saber muy bien qué otra cosa podía decir. Daba la impresión de estar viva a pesar de su desorientación y de seguir helada hasta el tuétano por muy pegada que permaneciera al calefactor. Y débil, también estaba débil, tenía el apetito normal y percibía también el otro, el innombrable.

Le cruzó por la mente la posibilidad de morir otra vez, y pronto además, y se preguntó si esta vez lo sentiría de un modo diferente.

No podía ser peor.

Sinclair recorrió la habitación con la mirada, y ella le imitó. Una criatura semejante a una araña de gran tamaño intentaba escapar trepando por el cristal de una jarra llena de agua e iluminada por un brillo púrpura. Había tableros grandes como los de una mesa de caballetes encima de los cuales descansaban unas vasijas con forma de escudillas, y delante de un taburete vieron un aparato de metal negro junto a una gran caja blanca, y delante de estos dos objetos vieron una botella de vino. Él se levantó de un brinco.


Tomó la botella, frotó la etiqueta con la manga de su camisa blanca y la examinó con atención.

– ¿Es una de…? -preguntó ella.

– No estoy seguro -contestó Sinclair mientras retorció el tapón para descorcharla. La olisqueó y retrocedió.

Y ella intuyó que era una de sus botellas.

Sinclair iba descalzo, por lo cual volvió junto a Eleanor sin hacer ruido y puso la botella entre ellos dos con un ademán similar al de papá pájaro cuando acude al nidal con comida para los polluelos. Esperó a que ella tomara la botella, pero la muchacha no fue capaz. Resultaba demasiado horrible haber despertado del sueño después de tanto tiempo, no, sueño no, de la pesadilla, sólo para verse inmersa en el mismo barrizal donde se había quedado. La botella estaba ante ella como un recuerdo ominoso, un memento mori. Representaba la muerte y al mismo tiempo, siempre que ella estuviera lo bastante desesperada para aceptar, también significaba la vida. ¿Era la misma que él le llevaba a los labios a bordo del Coventry? De ser así, ¿cómo había llegado a parar a ese lugar tan extraño? ¿No les habían encadenado a ellos dos para luego arrojarlos al enfurecido océano? Y después…

Frenó en seco el hilo de sus cavilaciones, lo hizo de forma radical, como unos caballos sofrenados por un brusco tirón de riendas. No podía pensar en ello, no podía permitírselo. Había controlado férreamente su mente durante mucho tiempo y podía seguir haciéndolo. Debía guiar sus pensamientos, controlarlos, reprenderlos incluso en el caso de que llegaran a desmandarse, como si fueran niños desobedientes. Obrar de cualquier otro modo sería abrirle la puerta a la locura.

Y eso si no se había vuelto loca ya.

– Debes hacerlo -le urgió Sinclair mientras le tendía la botella.

– ¿Y qué pasa si después de todo este tiempo…? -preguntó Eleanor, insegura.

– ¿Qué? ¿Qué ocurre si todo ha cambiado después de todo este tiempo?

– Tal vez sea posible que…

– ¿Qué qué? ¿Qué Dios vuelva a estar en los cielos, nos encontramos a salvo en nuestras casas e Inglaterra gobierne los mares?

El fuego de siempre volvía a arder de nuevo en los ojos de Sinclair. Todo el tiempo pasado en el océano, en el hielo, no había mitigado en nada su ardor ni su ira. ‹No pienses en eso ni le permitas entrar›, caviló ella al ver que no se había apagado esa llama malévola prendida en Crimea. Enfrente no estaba el teniente Copley, ése que se había hecho a la mar con su regimiento de lanceros en busca de gloria, sino el que habían hallado entre los muertos cubierto de sangre y barro, agonizante en un campo de batalla a la luz de la luna llena.

– ¿Prefieres que la pruebe yo primero? -inquirió.


La luz anaranjada del calefactor le iluminaba el semblante. Sinclair reaccionó ante su silencio: alzó la botella, echó hacia atrás la cabeza y le dio un sorbo. La nuez de Adán subió y bajó varias veces mientras él tragaba; luego volvió a echarse hacia atrás. Farfulló y respiró de forma entrecortada antes de llevarse la botella a los labios, y cuando la retiró, el bigotillo castaño había adquirido el color de una magulladura.

– Toma -dijo él con una sonrisa que mostró los dientes, también manchados-, está perfecta.

– Lo que necesitamos es comida y agua -repuso ella, pero aun así, los ojos se le fueron a la botella-, comida caliente y agua fresca.

– Hablas como si fueras la Nightingale -se mofó Sinclair-. Tendremos que procurarnos esas cosas, pero sabes tan bien como yo que necesitamos más que eso.

La joven sabía en el fondo de su corazón que él se hallaba en lo cierto, o al menos antes había sido así, pero ¿no podía ser posible que se les hubiera levantado la maldición? ¿No era posible que, además de ese extraño milagro que los había liberado de su encadenamiento, se hubiera obrado otro prodigio más? ¿Seguía siendo necesaria esa horrenda sustancia que tenía ante ella?

– No sabemos dónde estamos ni qué nos aguarda ahí fuera -continuó Sinclair en voz baja. Ahora se dirigía a ella con una voz más razonable, pero Eleanor se había acostumbrado a esos bruscos cambios de humor de su compañero. Los había detectado incluso en las cartas que le había escrito-. Me parece que debemos aprovechar nuestras ventajas cuando y como se nos presenten -insistió al tiempo que señalaba a la botella con la mirada.

Eleanor cambió de postura en el suelo a fin de que se le secara otra parte del vestido. Le preocupaba cuánto tiempo iba a pasar antes de ser descubiertos.

– ¿No podemos llevárnosla con nosotros, vayamos donde vayamos, y ya está?

– Sí, pero ya nos la quitaron una vez, ¿a que sí? -replicó él. La joven advirtió que él volvía a montar en cólera-. Podrían arrebatárnosla de nuevo.

Él tenía razón, por supuesto, y ella estaba a punto de ceder, pero aun así, su espíritu se resistía a admitirlo.

Sinclair aferró la botella y dio otro trago, ya fuera para reforzar su argumento o porque realmente lo necesitaba. Ella tenía la garganta reseca como una lija y notó cómo se le tensaban los músculos del cuello y se le humedecían las palmas de las manos, que acababan de secarse junto al radiador. Entonces comenzaron a latirle las sienes, como un lejano redoble de tambores.

– Lo menos que puedes hacer después de todo este tiempo es besarme -sugirió él.

El pelo rubio despeinado y greñudo refulgía al intenso resplandor de ese extraño calefactor. Tenía abierto el cuello de la camisa blanca, dejando entrever la garganta, donde había caído una gota roja de la botella. ‹Que el Señor me ayude, me muero de ganas de lamer esa sangre›, pensó mientras sin querer presionaba la parte posterior de los dientes con la lengua.

– Como diría tu amiga Moira -insistió-, ¿no vas a besarme por los viejos tiempos?

– No voy a hacerlo por eso -repuso ella-, pero lo haré… por amor.

La botella quedó entre ellos cuando se inclinaron hacia delante y sus bocas se encontraron; al principio el beso fue un roce casto, pero entonces ella saboreó la sangre pegada a los labios de Sinclair.

Éste llevó la mano hasta la parte posterior de la cabeza de Eleanor y enredó los dedos en su enmarañada melena, y la retuvo allí. Ella le dejó hacer, se dejó sostener y atrapar. Sabía lo que él pretendía y le permitió que se unieran tal y como habían estado hacía mucho tiempo. No había experimentado una sensación similar desde hacía mucho tiempo, por eso le dejó obrar a su placer, porque en verdad hacía mucho tiempo que no había sentido nada, nada en absoluto.

CAPÍTULO VEINTICINCO

13 de diciembre, 18:00 horas


DANZING CEDIÓ A LAS súplicas de Michael y le permitió conducir el deslizador durante el viaje de regreso a la estación. El musher se subió a la cesta del trineo, donde estaba aún más apretado que el reportero, tras haberle dado unas cuantas indicaciones.

– ¿Listo?

– Listo -replicó Wilde mientras se colocaba bien las gafas y se ajustaba la capucha de piel en torno al rostro.

– ¡Marchen!

Eso era lo que solía decir el conductor, pero con más éxito. Los perros no se movieron, tal vez desacostumbrados a su voz. De hecho, Kodiak se volvió para dirigirle una mirada inquisitiva.

– ¡Con más autoridad, como si lo dijeras en serio! -le aleccionó Danzing.

Michael tuvo la sensación de que los canes le estaban poniendo a prueba, por lo cual se aclaró la garganta y gritó:

– ¡Marchen! -vociferó al tiempo que halaba con fuerza del tiro principal, la soga que hacía de columna vertebral y a la cual iban unidas las correas de los arneses de cada husky.

El perro guía reaccionó enseguida en la cabecera del tiro y saltó hacia delante; los demás compañeros imitaron su ejemplo y empezaron a tirar mientras el reportero apoyaba las manos en el pasamanos para luego ponerse a empujar.

– ¡Monta! -le advirtió Danzing.

Michael afianzó las botas en los patines en el preciso instante en que el trineo tomó impulso y avanzó sobre la nieve y el hielo. El musher se había tomado la molestia de orientar el deslizador, por lo cual el conductor novato no necesitó realizar giro alguno, pero aun así, la tarea era mucho más difícil de lo previsto. La superficie estaba llena de piedras, grietas y baches por muy lisa que pudiera parecer. El trineo se estremecía cada vez que pasaba sobre uno de esos obstáculos y las piernas soportaban cada sacudida. La única actitud posible era mantener el equilibrio sobre los patines.

– Más suelto el cuerpo… -le aconsejó el conductor, volviéndose para hablar hacia atrás.

‹Es más fácil decirlo que hacerlo›.


Aun así, procuró distender los hombros, flexionar algo los brazos y abrir un poco más las piernas.

– Si quieres que corran en línea recta, grita ‹ recto› -le explicó Danzing. Michael tardó un poco en entender esas palabras a causa de la fuerza con que el viento azotaba su capucha, pero al final las descifró.

‹De acuerdo, es fácil recordar esa orden›.

– Y si quieres aminorar la marcha, tira de las riendas y grita ‹despacio›.

Michael no tenía la menor idea de a qué velocidad iban en esos momentos, pero la sensación de rapidez era increíble. Se sujetó al pasamanos y fue dando botes mientras el paisaje nevado pasaba por ambos lados a una velocidad de vértigo. La experiencia como pasajero había sido muy diferente, pues iba caliente y protegido, y estaba a pocos centímetros del suelo, pero permanecer de pie era harina de otro costal: el viento le alanceaba el semblante y le azotaba las ropas hasta hacerlas flamear con un sonido muy similar al de la bandera sobre el asta en Point Adélie. La experiencia era agotadora y vigorizante al mismo tiempo.

Los perros del tiro levantaban con las patas una nube de nieve que le entumecía los labios y le cubría las gafas como gotas de nieve. Alzó con cuidado una mano enguantada a fin de limpiar los cristales de las mismas y luego volvió a sujetarse al listón.

Cuando se acostumbró a la cadencia del equipo de huskies y al deslizamiento del trineo, que zumbaba sin cesar, empezó a relajarse y fue capaz de mirar más allá de las cabezas lanudas y las colas de los canes. Miró a lo lejos, estaban todavía demasiado distantes para poder ver la base, y en vez de eso, sólo podía contemplar un continente de hielo, nieve y permafrost interminable, mucho mayor que Australia, como bien sabía, pero tan desolado que en el interior semidesértico y árido del continente australiano le parecía superpoblado.

El trayecto del trineo apenas se apartó de la línea costera. Ésta era un hervidero de vida en comparación con el interior, pues las focas no jugueteaban tierra adentro ni tampoco volaban por allí los pájaros; de hecho, no crecía ni el más molesto liquen. A pocos kilómetros de la costa había un desierto desprovisto de vida y más hostil a la misma que en ningún otro lugar del planeta. Los hombres habían encontrado una forma de llegar al Polo Sur. Eran capaces de sobrevolarlo, cartografiarlo, medirlo e incluso de plantar allí una bandera, pero lo cierto era que nunca iban a poder reclamarlo. Nadie podía permanecer allí en realidad, y sólo los chiflados deseaban acudir a semejante destino.

El sol cobrizo austral pendía sobre el cielo vacío como un reloj de bolsillo. Michael ya había consumido la mitad del permiso autorizado por la NSF, pero el tiempo se había convertido para él en algo ininterrumpido y constante, como para casi todos los habitantes de la Antártida.


Los días fluían uno tras otro como el agua de un río y él debía mirar de continuo el reloj para verificar la hora, pues nunca era capaz de determinar si vivía por la mañana o por la tarde. Se había sentido desorientado por completo en más de una ocasión y a veces tenía que separar las cortinas de la litera y salir con paso inseguro hasta encontrarse con alguien en el hall a fin de preguntarle si era de día o de noche.

Una de esas veces se había topado con el Gnomo, el botánico raro a quien era muy difícil ver fuera de su laboratorio, o ‹la floristería›, como la llamaban los reclutas. Entre los dos habían llegado a la conclusión de que era alguna hora de la tarde cuando en realidad eran las tantas de la madrugada, cosa que habían tenido ocasión de comprobar cuando habían ido a las zonas comunes y habían encontrado vacíos los comedores. Fue entonces cuando Michael estudió con más atención al científico y advirtió en él los indicios delatores del Gran Ojo: mirada vidriosa y una expresión ausente y desconcertada.

A partir de ese momento había empezado a controlar sus ciclos de sueño con Lunesta o lorazepam, lo primero que consiguiera sacarle a la doctora Barnes por la noche.

– No recuerdo las palabras exactas, pero había un viejo proverbio que afirmaba que uno no debía preocuparse si alguien le decía que tenía mal aspecto, pero que se acostara si lo comentaba una segunda persona más -le avisó ella.

– ¿Qué intentas decirme?

– Que te acuestes, y también que te lo tomes con calma.

Michael era consciente de que había forzado la máquina para fotografiarlo todo, tomar el mayor número posible de notas sobre el viaje y dominar todas las habilidades australes, como la construcción de iglúes o la conducción de trineos, hasta ese momento. Su presencia en la base era temporal: le impedía verlo y controlarlo todo antes de irse con el avión de aprovisionamiento cuya llegada estaba prevista para la Nochevieja, y él lo sabía, pero no quería encontrarse de vuelta en Tacoma preguntándose, por ejemplo, por qué no fotografió el interior de la iglesia noruega, ya había hecho planes para volver allí, o cómo había cerrado en falso la historia de la Bella Durmiente y el Príncipe Azul.

En cuanto llegaran debía echar un vistazo ahora que el témpano se estaba deshelando, a fin de hacer algunas fotos sobre la evolución del proceso. Resultaba un tanto anómalo que hubiera llegado a considerar ese proceso como una metamorfosis: el hielo venía a ser la crisálida de la cual iban a emerger los dos jóvenes amantes, pues él estaba seguro de que eso era lo que debían de haber sido. ¿Por qué, si no, los habían cargado de cadenas antes de lanzarlos al mar? Intentó imaginar un escenario, uno cualquiera, en el cual todo aquello tuviera un mínimo de sentido. ¿Los había apresado un marido celoso y luego los había arrojado al mar? ¿O era obra de una esposa engañada y despreciada? ¿Habían violado algún código de conducta, uno marino, o uno militar, el del ejército al que pertenecía el hombre con el galón dorado? ¿Qué crimen tan espantoso podían haber cometido para merecer semejante condena?

Los perros dieron un rodeo para evitar un sastrugi, una especie de dunas de nieve formadas por el viento, inusualmente alto. Eso le recordó una vez más que los canes se conocían el camino de memoria, mejor que nadie, y sabían que se encaminaban a casa, a su confortable cobertizo con suelo de paja y cuencos llenos de comida. La mayor parte del tiempo debía limitarse a sujetarse al asidero y mantener bien puestos los pies sobre los patines. Danzing no había dicho no pío durante el resto del trayecto y daba la impresión de que se había quedado dormido a juzgar por cómo apoyaba la cabeza sobre el pecho, protegida por una capucha que le ensombrecía el rostro. Michael no tenía muy claro si eso era una muestra de confianza en los perros o en él, pero albergaba la esperanza de ser capaz de realizar todo el camino de vuelta a la base sin tener que despertarle.

Atisbó una minúscula luz roja a su izquierda, bastante lejos, y volvió a verla al cabo de unos minutos. No tardó en comprender que se trataba de la señal luminosa situada en lo alto de la caseta de inmersión. Michael había presenciado cómo sacaban del fondo algunas trampas, algunas de ellas con atónitos y boqueantes peces de ojos blancos y branquias traslúcidas, y también había visto a Darryl echar en cubetas a los que habían sobrevivido al viaje. No dejaba de preguntarse después de verle realizar aquel trabajo cómo podía ser un vegetariano convencido y un activista de los derechos de los animales.

– La clave es la racionalización -le había explicado el biólogo-. Me digo a mí mismo que estudiando a unos pocos puedo salvar a todos los demás. El primer paso para conseguir que el mundo conserve sus recursos naturales es concienciar a la humanidad de que están en peligro. -Tomó un pez muerto por la cola y lo levantó para depositarlo en otro cubo lleno de hielo-. Y si trabajo lo bastante deprisa, puedo tomar una interesante muestra de sangre incluso de éste.

El trineo se dirigió hacia el interior tras pasar por delante de la caseta de inmersión y varios perros empezaron a soltar gañidos de gozosa expectación. Los patines cortaban la nieve mientras el deslizador coronaba la pendiente de una colina baja desde cuya cima Michael pudo divisar la base. Vista desde esa atalaya los módulos, los cobertizos y los almacenes guardaban un gran parecido con los bloques de plástico de Lego con los que tanto había jugado de pequeño, aun cuando los edificios eran de diseño mucho más tosco. No pasaban de ser una colección de construcciones negras y grises con enormes círculos fosforescentes pintados en las techumbres a fin de que la estación pudiera ser localizada con mayor facilidad por los aviones de avituallamiento durante el largo y oscuro invierno austral.


Si ya era difícil vivir allí con la luz continua del estío, Michael no se hacía la idea de cómo podía alguien sobrellevar todo un invierno en el Polo Sur.

Danzing se removió en la cesta y alzó la cabeza.

– ¿Ya hemos llegado?

– Casi -contestó el periodista: ya podía ver el asta. El viento soplaba en una dirección determinada con tal fuerza que la bandera americana parecía una tela lisa y planchada-. Pero mira, ahora que te has despertado, aprovecho para preguntarte: ¿Qué les dices a los perros para que dejen de correr?

– Prueba con ‹so›.

– ¿Cómo que pruebe…?

– No siempre funciona. Tira con fuerza de las riendas hacia atrás y pisa el freno.

El reportero bajó los ojos hacia la barra de metal con dos pedales que hacía las veces de freno y se dispuso a pisarlo en cuanto el trineo estuviera a cien metros del cobertizo de los perros, pues no se fiaba ni un pelo de que aquello fuera a detenerse de golpe.

Wilde escuchó el runrún de una motonieve procedente de la línea costera y no pudo evitar compararlo con el deslizamiento del trineo, suave y natural. Él no estaba en condiciones de satanizar a la tecnología, pues como fotógrafo su trabajo dependía de los últimos aparatitos disponibles en el mercado. Demonios, jamás habría estado allí de no existir aviones y se habría encontrado con muchas películas rotas, arañadas o dañadas por el frío de no haber existido las cámaras digitales; pero aun así, pese a todo, el motor estridente de la motonieve echaba a perder la quietud perfecta de la mañana del estío austral. Por otra parte, daba la impresión de que iba a llegar a la base justo detrás de él. Volvió la vista atrás atraído por el silbido que provocaba al pasar sobre el hielo. Parecía un gusano negro arrastrándose sobre el tablero de una mesa. Se preguntó si no la pilotaría su amigo el pelirrojo, cargado con especímenes recién pescados.

El cobertizo de los huskies se hallaba en la parte posterior de la base, lejos de los módulos de la administración y de los dormitorios, allí donde los laboratorios se topaban con los cobertizos del equipo y los generadores, los cuales habían ubicado lo más lejos posible de los dormitorios, pero pese a todo, las noches de poco viento Michael era capaz de oír el continuo ronroneo de los mismos.

– Preocúpate cuando no oigas esa bulla -le había contestado Franklin durante el desayuno una mañana en que tuvo la ocurrencia de quejarse contra ese zumbido.

Los canes tomaron el estrecho sendero que discurría por delante del almacén de muestras, del garaje donde se guardaban sprytes, motonieves y demás parque automovilístico, y del laboratorio de biología desde el cual salía un sinuoso callejón; el tiro de perros lo enfiló para dirigirse hacia su propio cobertizo.

– ¡So! -aulló Michael, sin lograr una disminución apreciable de la velocidad.

Entonces, pisó con fuerza el freno y enseguida sintió cómo las puntas metálicas del mismo se hundían en el permafrost, ralentizando la velocidad del trineo, pero no lo bastante como para tener una llegada tranquila.

– ¡So! -volvió a gritar al tiempo que echaba hacia atrás para reforzar con todo su peso el tirón que dio a las riendas, y no suavizó un poco la intensidad hasta que el arco delantero del patín se levantó varios centímetros, momento en que los perros empezaron a aminorar el paso.

Kodiak notó la presión de la cogotera en el cuerpo y dejó de correr para ponerse al trote. El resto del tiro le imitó de inmediato. Los patines corrieron con sigilo sobre el hielo y la nieve hasta llegar al cobertizo de los canes, una suerte de pajar iluminado por una deslumbrante luz blanca, pero que a juzgar por la reacción de los animales, debía de parecerles el Ritz.

– Buen trabajo, Nanuk -le felicitó Danzing mientras se las arreglaba para incorporarse y salir fuera del cobertizo-. ¡Cómo le pisas…!

Los ladridos de los huskies y el siseo de los patines al acuchillar el hielo hizo que Sinclair pudiera escuchar la llegada del trineo, aunque no se atrevió a abrir la puerta para ver qué había fuera, pues hasta donde él sabía, podría haber apostado un guarda justo a la entrada.

Tampoco había ventanas propiamente dichas, pero encima de la puerta descubrió un estrecho panel de cristal situado cerca del falso techo. Acercó con sigilo un taburete y se subió a él con el fin de poder echar una mirada. Los calcetines todavía empapados emitieron un sonido de chapoteo. El ladrido de los perros se escuchaba no muy lejos de allí, pero apenas logró ver nada por culpa de la nieve y el hielo incrustados en el hueco.

Sin embargo, había algo muy similar a un pomo por su lado del panel. Tenía aspecto de ser una manivela, así que alargó la mano y la giró. El fondo de la ventana se levantó ligeramente, haciendo caer un poco de nieve. La giró de nuevo y consiguió entreabrir el cristal unos centímetros a través de los cuales disponía de cierta visibilidad. El fuerte viento racheado resultaba casi disuasorio a pesar de lo estrecho de la ranura.

Entrevió un callejón de hielo apelmazado por el que pasaron como bólidos unos perros de aspecto lobuno que tiraban de un trineo con dos hombres a bordo: el conductor vestía una voluminosa prenda de abrigo con capucha y el pasajero llevaba en torno al cuello un abalorio hecho de huesos. El deslizador se detuvo dentro de una cochera, por cuyas puertas abiertas surgía una luminosidad perfectamente apreciable a pesar de que debía de ser mediodía, a juzgar por la luz exterior. Los viajeros bajaron de un salto. Sinclair no escuchó la conversación de esos dos hombres, pues tenía la atención fija en el fondo de la perrera.

Ahí estaba su arcón y, dentro, su reserva de botellas.

Los hombres echaron hacia atrás las capuchas y se quitaron una especie de gafas oscuras muy pesadas. El conductor era un joven alto, tal vez de la misma edad que Sinclair, de melena negra. El otro tipo era más entrado en años y también más fornido, llevaba barba cerrada y tenía los pómulos salientes típicos de los eslavos. Ninguno de los dos vestía nada que sugiriese un uniforme u otro indicio de prestar servicio a bandera alguna, lo cual tampoco le servía de mucho. Copley había llegado a ver soldados tan sobrecargados con la impedimenta, que cuando llegaban exhaustos al frente tenían más aspecto de vándalos que de soldados de Su Majestad.

El hombre barbado se puso a desatar los tiros individuales que unían el arnés de cada perro con el tiro principal, mientras el conductor llenaba unos cuencos con comida extraída de un saco. La escena le recordó a sus propios caballos y carruajes en sus fincas de Wiltshire. Los perros fueron sujetos a estacas situadas a varios pasos de distancia unas de otras. Todos mantenían fijos los ojos en los cuencos conforme el joven se los acercaba, y mientras los perros devoraban la comida, el tipo de más edad colgó su sobretodo en un gancho de la pared, pero resultó que debajo iba también abrigado. Sinclair vio una amplia variedad de prendas, sombreros y guantes, e incluso otro par de anteojos colgados en torno al cuello.

Cada vez tenía más claro que debía saquear ese pajar. Había ropas, comida, incluso si sólo valía para los perros, y sobre todo: su arcón.

– ¿Qué ves? -preguntó Eleanor con un hilo de voz.

– Nuestro próximo objetivo.

Se bajó del taburete y empezó a ponerse las ropas otra vez.

– ¿Ya se han secado? -preguntó la muchacha-. Si todavía están mojadas…

Él echó mano al sable e intentó sacarlo de la vaina. El acero se resistió durante unos instantes, pero al final salió limpiamente. Confiaba en no tener que desenfundarlo, pero más valía saber que podía hacerlo por si las cosas se torcían en un momento dado…

– ¿Qué quieres que haga? -inquirió Eleanor con voz suave y también débil. Ella no había puesto a prueba sus fuerzas, Sinclair lo sabía, y ya puestos, él tampoco. Se preguntaba si la joven una a estar en condiciones de viajar, como sin duda deberían hacer, y en especial en el mismo clima hostil con que se habían topado la última vez.

– Quiero que vuelvas a vestirte -repuso él mientras tomaba el chal del taburete donde lo había puesto- y me acompañes.


Ella se puso en pie con paso vacilante y se echó sobre los hombros el chal todavía caliente a causa del contacto con el radiador; luego, deslizó los pies dentro de los zapatos y se agachó hasta encajarlos bien.

– Pero, ¿y si esperásemos aquí? ¿Quién dice que van a hacernos daño?

– Si esta gente tiene el menor atisbo de decencia no le hará nada a una enfermera -admitió él, todavía atareado en la tarea de anudarse las botas -, pero tal vez no se comporten con la misma cortesía ante una enfermera con tu peculiar afección -matizó mientras se ponía de pie y le miraba a los ojos-. ¿Cómo ibas a explicárselo?

Ni siquiera necesitaba entrar en detalles sobre los problemas adicionales a los que podía enfrentarse un oficial británico con la misma dolencia si caía en poder de las manos equivocadas. Su estancia en Oriente le había enseñado a dar por hecho una sola cosa: la crueldad sin límites con que se ensañan los hombres entre sí.

También había aprendido a no confiar en nadie. Uno debía reconocer y evaluar el terreno por sí mismo si valoraba su vida un centavo. De lo contrario, podía encontrarse en un grave aprieto, como, sin ir más lejos y por poner un ejemplo descabellado, cabalgar de frente contra los cañones de una batería rusa.

Tras haberla arropado para que estuviera lo más abrigada posible, se subió de nuevo al taburete y verificó que los dos ocupantes del trineo se habían marchado. Entonces, bajó de un salto, se encaminó hacia la puerta y la entreabrió un poco para husmear. Sólo acudió a su encuentro un golpe de viento ululante, de modo que salió al exterior.

Miró a uno y otro lado sin ver a nadie. Sólo divisaba una gran explanada ocupada a intervalos por unos sombríos edificios achaparrados que no eran de madera, sino de plomo o algún otro metal. El cielo tenía ese mismo brillo broncíneo que recordaba haber visto desde la cubierta del Coventry cuando el albatros blanco como la nieve se posó sobre el penol y contempló impasible cómo les cargaban de cadenas a él y a Eleanor antes de arrojarlos a las heladas aguas del océano.

La joven salió detrás con suma cautela, cerró los ojos y levantó el rostro para que lo bañase el sol. Él la miró: la piel de su compañera parecía tan lisa, blanca y exánime como el mármol. Su melena castaña tremoló libremente alrededor de las mejillas mientras entreabría los labios para tomar una bocanada de aire gélido como quien va a saborear un manjar exótico, pues, por una parte, no dejaba de ser lo que era: un soplo de viento, helado e inmaculado como un glaciar, que les fustigaba el rostro, pero por otra parte, aun siendo frío, tan frío y gélido que les ardían las mejillas y les hormigueaban los dedos, también era el sabor, el aroma y la sensación de estar vivos. Habían permanecido presos y sin ser perturbados en su celda de hielo durante años, tal vez durante siglos, y aquello les devolvía la dolorosa bendición de la vida incluso más que la rotura del témpano o el aire caliente del radiador. No Sinclair ni ella despegaron los labios, se limitaron a permanecer allí, en lo alto de la rampa nevada, saboreando la fisicidad del mundo, incluso aun cuando fuera uno tan hostil e inhóspito como ése.

Al otro lado, uno de los perros levantó la vista del plato que lamía y soltó un gruñido por lo bajinis. Eleanor abrió los ojos y le miró.

– Sinclair… -comenzó, pero enmudeció de pronto-. También hay un trineo. -Sus ojos recorrieron el lóbrego callejón y siguieron en dirección a las lejanas montañas-. Pero ¿adónde iremos?

– Los perros lo sabrán. Lo más probable es que estén acostumbrados a ir a algún sitio.

La tomó de la mano antes de que ella se la ofreciera e inició la bajada de la rampa, aunque sus botas de lancero no se adaptaban bien a una superficie de hielo y nieve, y resbaló en más de una ocasión. La funda del sable golpeteaba sin cesar contra el pasamano de metal y Copley miró en derredor, alarmado, pero el bramido del viento sofocaba cualquier ruido y era dudoso que alguien lo hubiera escuchado. Corretearon juntos por la calleja y entraron en el interior iluminado del cobertizo, donde sólo les separaba de los canes una cerca de poca altura.

Eleanor ya estaba exhausta y las rodillas le temblaban. Se apoyó sobre la pared mientras Sinclair se dirigía hacia el estante de la ropa, donde eligió una prenda hinchada pero suave como la seda, aunque la tela carecía de lustre, y obligó a la muchacha a ponérsela. Pesaba mucho menos de lo que cabía imaginar y era lo bastante grande para envolver dos veces a la mujer, que al moverse arrastraba por los suelos el dobladillo. Recordaba mucho a una cogulla de monje si se echaba hacia delante la capucha. Las tiritonas de la joven cesaron poco después de haberse puesto semejante abrigo.

– Ponte uno tú también -le instó ella.

El interpelado rebuscó en el montón y eligió otro más corto que el de Eleanor, decantándose por un sobretodo rojo con una cruz blanca grabada en las mangas y en la espalda. La zamarra en cuestión le colgaba suelta a la altura de los muslos, pues no encontraba la forma de cerrarla. Al advertir las tiras metálicas de ganchos de ambas partes, apretó una contra otra, convencido de que los dientes encajarían de algún modo, pero no fue así. Por fortuna, también había botones debajo de las tiras y descubrió la forma de abotonarla, haciendo presión.

Los canes estaban intranquilos ahora que habían terminado de comer. Varios permanecían sobre las cuatro patas y sin perder de vista a los intrusos. Uno de ellos rompió a ladrar cuando Sinclair se acercó al saco de la comida, sin duda pensando que iba a recibir una segunda ración, pero Copley hundió una mano en la bolsa y la sacó llena de unas bolitas redondas similares a un perdigón. Se las acercó a la nariz para olisquearlas. Su olor recordaba levemente el efluvio de los cabellos. Se llevó una a la boca y comprobó que tenía una textura arenosa, pero resultaba aceptable. Se tragó esa bolita y luego comió un puñado entero. Era crujientes, pero ni de lejos tan duras como las galletas del barco.

– Toma -dijo mientras le ofrecía un puñado a Eleanor-. El sabor no es gran cosa, pero no te creas, son mejores que las raciones del ejército.

El olor pareció descomponerle el estómago, pues ella se echó hacia atrás al tiempo que expresaba su negativa sacudiendo la cabeza. Sinclair llenó de bolitas uno de los voluminosos bolsillos del abrigo rojo. No había tiempo para discutir en ese momento. Tenía mucho trabajo por delante.

Se dirigió al arcón, guardado al fondo del refugio, y se arrodilló junto a él. Habían desaparecido las cadenas, el cierre estaba roto, y la tapa, prácticamente desprendida. En su interior encontró su empapado sobretodo de campaña, las espuelas, el casco, un par de libros que parecían milagrosamente indemnes, aunque seguían helados, y por último tres botellas intactas y todavía etiquetadas, aunque la leyenda ‹Madeira. Casa del Sol. San Cristóbal› era ya ilegible. Tomó éstas en primer lugar y las envolvió con cuidado en el sobretodo de campaña. Luego, guardó con cuidado el fardo en la cesta del deslizador. Entonces descubrió las bolsas de carga vacías que corrían desde la parte frontal del trineo hasta el montante de la parte superior, y las llenó hasta los topes con todo lo que le pasó por la cabeza, desde la silla de montar a los libros.

Al final, arrastró un saco de esas galletas redondas hasta el trineo y todos los canes se incorporaron en estado de alerta junto a sus estacas, fijadas a intervalos regulares, quizá definitivamente convencidos de que les estaban robando la comida, o tal vez esa reacción era debida a su olor personal. Sinclair había notado que desde Balaclava los animales solían ponerse nerviosos en su presencia.

El perro guía, una descomunal criatura de ojos azules como el ágata, ladró como un poseso y saltó hasta donde se lo permitía la correa sujeta a la estaca.

– ¡Calla! -le exhortó Sinclair, intentado mantener un tono de autoridad sin alzar la voz para evitar ser oído. Rezó para que el ulular del viento impidiera que alguien oyera los ladridos.

Mas el can saltó hacia delante cuando dejó la bolsa del trineo, y sólo le contuvo la corta cadena que iba desde su collar a la estaca.

– ¡Basta! -exclamó Sinclair.

Eleanor estaba encogida de miedo contra la pared, pero él acudió a su lado y la ayudó a meterse en la cesta del trineo.

– ¿Cómo vas a ponerles el arnés? -preguntó ella; la capucha le apagaba tanto la voz que apenas resultaba audible.

– Igual que he ensillado caballos toda mi vida.


A pesar de esa respuesta, lo cierto era que él mismo se estaba formulando la misma pregunta. No había esperado aquel conato de rebelión por parte de los canes, pero necesitaba acallar semejante griterío de inmediato o todo su plan se iría al garete.

Pasó al otro lado de la separación de madera y se encaminó hacia la parte delantera del arnés, la alzó y la movió para estudiarla. Le pareció bastante similar al usado para un tiro de cuatro caballos. Los demás huskies vigilaron los movimientos de Copley con atención, pero el líder de la manada no se quedó quieto y en vez de desgañitarse a ladrar, saltó sobre el intruso y salió despedido hacia atrás, retenido por la correa atada a la estaca hundida en el suelo. El perro guía se puso en pie de inmediato, chorreando baba por las fauces, y volvió a saltar, sólo que esta vez la vara se dobló primero y salió despedida del suelo como el tapón de una botella de champán, lo cual pareció sorprender incluso al propio animal, que pasó como una bala junto a Copley y se estampó el hocico contra la valla de madera. Kodiak se revolvió para abalanzarse contra el desconocido y en su acometida arrastró por los suelos la cadena y la estaca. Sinclair logró hacerse a un lado y frenó el ataque con un brazo. La cadena se enrolló en torno a otra, que seguía clavada en el permafrost a pesar de los tirones del can a ella amarrado. Kodiak necesitó unos segundos para liberarse y Sinclair aprovechó el respiro para ponerse detrás de la cerca de madera.

Eleanor gritó el nombre de su compañero, pero éste la aleccionó para que continuara en el trineo. El jefe de la manada se estaba aproximando al intruso en una dirección, pero cambió de idea cuando le vio refugiarse detrás del cerramiento de madera y se le abalanzó por el lado opuesto. El ataque le pilló a contrapié y Copley resbaló. Kodiak hundió los colmillos en la bota del intruso, traspasando con ellos el cuero. ‹¡Cuánto me gustaría llevar puestas las espuelas!›, pensó mientras forcejeaba para arrastrarse unos pasos más con el perro enganchado en su pierna. Engarfió las manos y se aferró a los tablones del suelo con las yemas de los dedos mientras se sacaba de encima el husky a puntapiés.

Las patadas surtieron efecto y el animal le soltó, cayendo hacia atrás sobre su lomo; en cuanto eso ocurrió, Sinclair se levantó dando tumbos y subió corriendo a un altillo, donde aprovechó el respiro para recobrar el aliento. El resto del tiro ladraba por lo bajinis, de modo que escuchó el roce de las patas de Kodiak mientras subía por los escalones. El perrazo llegó a lo alto de la angosta escalerilla y asomó la enorme cabeza con ojos llameantes de ira y las fauces abiertas.

Sinclair supo que debía matarlo, de modo que cuando el can guía se le echó encima, él desenfundó el acero y acudió al encuentro de su enemigo con la punta hacia arriba. Kodiak aulló cuando se empaló contra el sable con toda la fuerza de su carga y la inercia de su propio peso, obligándole a bajar el brazo de la espada. Sinclair cayó de espaldas junto al agonizante animal en una posición comprometida: el cuello del can le inmovilizaba la muñeca. Logró echarse hacia atrás y sacar el arma ensartada, pero ésta ya había cumplido su función: el husky se retorcía sobre el suelo cubierto de paja y cada vez más manchado por la sangre que manaba a chorros por la herida.

Copley logró alejarse un poco más para ponerse a salvo de cualquier acometida final por parte de su adversario, que borboteaba de forma agónica. Sólo entonces escuchó los gritos de Eleanor, que le preguntó con ansiedad:

– ¡Sinclair! ¿Estás bien?

– Sí -repuso él, intentando aparentar calma-, me encuentro bien.

Bajó la vista y miró allí donde los colmillos del husky habían rasgado el cuero. Sangraba por la herida de la pantorrilla; notó la mojadura creciente del calcetín. El bocado había sido de aúpa. Se puso en pie, dio un rodeo para evitar el cuerpo del agonizante can y bajó por las escaleras. La deslumbrante luz blanca procedente de una especie de esfera fijada al techo proyectaba sobre el suelo una sombra que iba dando bandazos.

Aquel mundo estaba lleno de maravillas, de eso estaba convencido. Una chimenea sin humo. Bolas de cristal dando luz. Abrigos de una tela como nunca había visto igual. Pero no todo era irreconocible. ‹No, el mundo no ha cambiado ni pizca en lo esencial›, caviló mientras se limpiaba la mancha escarlata de la mano.

CAPÍTULO VEINTISÉIS

13 de diciembre, 19:30 horas


NADA MÁS VOLVER AL campamento, Michael corrió de vuelta a su cuarto, donde cambió parte de su equipo fotográfico y fue en busca de Hirsch. Corría por la pasarela cubierta de nieve en dirección al laboratorio de biología marina cuando de tropezó con Charlotte.

– Bienvenido -le saludó-. ¿Me acompañas a comer?

– Lo primero es antes -contestó él al tiempo que alzaba la cámara que llevaba colgada al cuello-. Han pasado horas desde que fotografié el bloque de hielo por última vez.

– Pues por otra horita más no vas a morirte -replicó ella, tomándole del brazo y arrastrándole en la dirección opuesta a la que él seguía-. Además, Darryl está en el comedor.

– ¿Estás segura? -inquirió él, resistiéndose a avanzar.

– Del todo, y ya sabes qué poquito le gusta que alguien fisgue en su laboratorio sin estar él presente.

Hirsch era muy territorial, y Michael lo sabía, pero habría estado dispuesto a arriesgarse si la doctora no se hubiera colgado de su brazo con tanta insistencia y si el viaje hasta la vieja factoría ballenera no le hubiera abierto un gran apetito. Se dijo a sí mismo que comería a toda prisa y luego arrastraría a Darryl hasta el laboratorio.

La doctora Barnes le informó durante el corto trayecto hasta el comedor que acababa de atender a Lawson, que se había hecho daño en un pie cuando le había caído encima un equipo de esquiar, pero a Michael le seguía costando centrarse, pues tenía la urticante sensación de que se estaba perdiendo algo y la picazón iba a más cada vez que la cámara le rozaba el pecho.

– Ahora mismo no hay nadie en la enfermería -le dijo Charlotte mientras subían la rampa que conducía a la zona común-, y voy a decirte algo: este trato de venir a la Antártida habrá merecido la pena después de todo si consigo mantener la portería a cero durante los próximos seis meses.

Una vez dentro, se deshicieron de sus abrigos y demás indumentaria antes de llenar hasta arriba los platos de estofado de ternera, un arroz viscoso y pan hecho con levadura natural, pues en el Antártico no se estropeaban las bacterias necesarias para la fermentación de la masa madre.

A esa hora, el comedor era un hervidero de probetas y reclutas, y no faltaba ni Ackerley, alias el Gnomo, quien solía tomar una botella de leche y una caja de cereales para volverse de inmediato al laboratorio botánico; podía vérsele sentado con sus colegas en una de esas mesas plegables parecidas a las usadas cuando se va de picnic. El personal de cocina, encabezado por un tipo entrecano, un cocinero veterano en los fogones de la Marina que insistía en hacerse llamar tío Barney, se las arreglaba para conseguir que los platos parecieran recién hechos a pesar de que en Point Adélie no era posible aplicar a rajatabla un horario para las comidas, pues no habría nadie capaz de cumplirlo. Nadie en toda la base, ni siquiera Murphy O´Connor, había logrado averiguar dónde estaba el truco para semejante prodigio.

Michael se adelantó a Charlotte a la hora de localizar a Darryl, prácticamente oculto ante el montón de platos llenos a rebosar de judías con arroz. El biólogo no apartaba la nariz de unos informes de laboratorio. Wilde se abrió paso hacia él y con la doctora a su lado.

Hirsch levantó la vista mientras se secaba los labios con una servilleta de papel.

– Hacéis una pareja estupenda -les saludó; luego, golpeteó los informes con la mano-. Éste es el resultado de la analítica hecha a la muestra de sangre de la botella -dijo como si fuera lo que todos estuvieran esperando escuchar.

– ¿Y te lo has traído como lectura para la cena? -preguntó de sopetón Charlotte mientras extendía la servilleta.

– Es absolutamente fascinante -insistió Darryl mientras empezaba a entrar en detalles sobre el origen de la corrupción de la sangre.

Charlotte le metió en la boca un trozo de pan sin levadura para hacerle callar y le preguntó:

– A ti no te explicó tu madre que en la mesa no se habla de ciertos temas, ¿a que no?

Michael se echó a reír, y también Darryl, una vez que se sacó el trozo de pan.

– No os hacéis ni idea, de veras, no os creeríais el número de células sanguíneas -repuso, intentando retomar el tema.

La doctora se lo impidió al decir:

– ¿Por qué no nos cuentas que has hecho hoy Michael?

El biólogo dio su brazo a torcer, partió un buen trozo de pan caliente y lo untó de mantequilla mientras el periodista les contaba la visita a la factoría noruega y la experiencia de guiar el deslizador de vuelta al campamento.

– ¿Danzing te ha dejado llevar el trineo…?

Michael asintió mientras hacía un esfuerzo por tragar un bocado de estofado especialmente correoso.

– De hecho, creí haberte visto mientras volvías de la caseta de inmersión en una motonieve.


Darryl admitió haber estado allí.

– Pero esta vez no ha picado nada que mereciera la pena. Volveré a probar suerte mañana.

Comieron en silencio durante unos minutos, tomándose su tiempo, pues en el Polo Sur cada comida, cada interrupción en el quehacer cotidiano, era una especie de comunión, una forma de indicarle la hora al cuerpo. A menudo era necesario detenerse y pensar si uno se había sentado a la mesa para desayunar o comer, aunque el tío Barney intentaba facilitar la tarea al servir los platos fuertes: montañas de salchichas para el desayuno y cantidades ingentes de espaguetis y chili con carne para el almuerzo. Betty y Tina habían sugerido el uso de las velas durante las cenas, pero los reclutas habían reaccionado de forma desaforada contra esa propuesta y habían dejado la pizarra de comunicados de Murphy llena de mensajes escritos con un lenguaje de lo más subido de tono.

Michael había intentado mostrarse paciente, pero antes de que Darryl hubiera terminado el pastel de melocotón, empezó a decir:

– ¿Tienes pensado volver al laboratorio esta noche? -el interpelado asintió con la cabeza mientras daba caza a una esquiva rodaja de melocotón en almíbar. Consumido por la impaciencia, Wilde agregó-: Lo decía porque, si no te importa, siempre podía ir yo primero y…

Darryl cazó la rodaja, se la comió y se dispuso a contestar.

– No te embales, que ya voy. -Arrugó la servilleta y la lanzó sobre el plato-. Tengo tantas ganas como tú de ver qué tal va la cosa.

– Yo también me apunto -dijo Charlotte tras dar un último sorbo a su café con leche.

Tras ponerse los abrigos, las gafas protectoras y los guantes apenas eran identificables, incluso entre sí. En el Antártico, la gente tendía a reconocer a los demás gracias a cosas muy simples como el color de la bufanda, un gorro con pompón en la punta o la forma de caminar, pues aparte de eso, todos parecían verdaderos ovillos de lana con rellenos de tela elástica.

Esa noche era inusualmente tranquila y velaba la luz del sol austral una capa de nubes tan tenue que recordaba una de esas cortinas de tela de poliéster que dejaba pasar la luz pero no el sol. Era un indicio serio del mal tiempo en ciernes.

Los tres amigos avanzaron hacia su destino haciendo crujir la nieve bajo las botas a cada paso que daban. Pudieron oír el zumbido de los taladros en el almacén de muestras cuando pasaron junto al laboratorio de glaciología, de camino hacia el cobertizo del trineo.

A lo lejos destellaban las luces del laboratorio de botánica, siempre encendidas. Parecían hacerles señales de modo que a Michael le recordaba la noche de Navidad cuando era niño, cuando sus padres le llevaban a la misa de medianoche y la expectativa flotaba en el aire. En aquel entonces, él ya sabía que un regalo le esperaba a la mañana siguiente, igual que ahora estaba convencido de que le aguardaba otro en ese laboratorio bajo y a oscuras a la vuelta de la esquina.

Darryl marchaba en la cabeza; subió al trote la rampa de acceso y esperó a sus compañeros en la entrada sin abrir la puerta, pues deseaba mantenerla abierta el menor tiempo posible. Nadie cerraba con llave los laboratorios por orden del jefe O´Connor, por lo cual en cuanto llegaron Michael y Charlotte traspasaron todos juntos el umbral sin demora.

Nada más entrar, antes incluso de haberse quitado el abrigo, Michael notó el agua desparramada por el suelo. Los vertidos y derrames eran moneda corriente en el laboratorio marino, de ahí que el piso fuera todo un bloque de hormigón y contase con sumideros de desagüe a intervalos regulares. Por todo ello, tanta humedad no era algo inusual. Sus botas de goma hicieron el típico ruido de succión cuando anduvo por el suelo encharcado hasta la encimera de la mesa de trabajo, donde estaban el monitor y el microscopio. Luego, siguió a Darryl hasta un lateral del tanque central.

El agua todavía goteaba por los bordes y hasta donde él era capaz de apreciar las tuberías de plástico seguían siendo operativas, pero en el tanque sólo había agua marina. Estaba vacío.

No había ningún trozo de hielo ni rastro alguno de los cuerpos flotando en el líquido elemento.

Quedaban trocitos de hielo, restos del témpano que flotaban sin rumbo fijo, al capricho del movimiento de las aguas. Un intenso olor salobre saturaba el aire del laboratorio, pero Michael estaba algo más que perplejo, se estaba encabronando bastante. ¿Ésa era la idea que Darryl tenía de lo que era una broma? Porque si era una broma, no tenía ni puta gracia. Debía haberle consultado, no, avisado mejor, si era necesario reubicar los cuerpos.

– Vale… ¿Qué es lo que se está cociendo aquí? -le preguntó a Hirsch-. ¿Has ordenado a alguien que los traslade a otro sitio?

Pero supo la respuesta sin necesidad de formular pregunta alguna al ver la cara de pasmo del biólogo.

– ¿Dónde están…? -preguntó inocentemente la doctora mientras se quitaba la larga bufanda del cuello.

– No… lo… sé… -contestó Darryl.

– ¿Qué significa eso de que no lo sabes? -insistió ella-. ¿Crees que Betty y Tina han recobrado el témpano?

– No lo sé -repitió Hirsch con un tono de voz que convenció a Charlotte de la sinceridad de aquél.

– Bueno, calma, no es como si los muertos se hubieran levantado y se hubieran marchado por su propio pie -repuso la doctora Barnes. Un pesado silencio acogió esa frase. Michael fue al otro lado del tanque y cerró las válvulas de entrada y salida. Reparó entonces en un taburete situado delante de un radiador y en otro, cerca de la puerta. ¿Qué razón podía haber tenido Darryl para mover los asientos de ese modo?, se preguntó.

– Sé con qué celo defiendes tu intimidad, Darryl, pero dime, ¿ha estado trabajando alguien más contigo aquí dentro?

– No -contestó el interpelado en voz baja. No se había apartado del borde del tanque, seguía ahí parado, incapaz de digerir semejante desastre.

– Murphy ha de saber qué pasa aquí -sugirió Charlotte con optimismo-. Seguro que ha sido él quien ha ordenado el traslado de los cuerpos.

Dicho esto, la doctora se dirigió con mucha decisión al interfono situado a un lado de la entrada. Aun así, miró con perplejidad la extraña posición del taburete cuando se lo encontró en su camino.

Wilde siguió devanándose los sesos mientras cogía una fregona y la usaba para dirigir el agua hacia los sumideros. Entretanto, Hirsch miraba fijamente el tanque, como si los cuerpos fueran a reaparecer por arte de birlibirloque. Charlotte hablaba por el teléfono, pero Michael no fue capaz de distinguir más de alguna frase suelta. «No se encuentran aquí». «¿Estás seguro?». «Hemos mirado bien, por supuesto». Eso le bastó para saber que las noticias habían dejado a Murphy O´Connor tan confuso y sorprendido como al que más.

Darryl se retiró hasta la mesa de investigación, donde se dejó caer en la silla, delante del microscopio. Tenía el gesto pensativo y la frente surcada de arrugas. Michael se alejó del radiador, sin dejar de usar la mopa, y se dio cuenta de que el suelo estaba seco. El desbordamiento del tanque no había llegado tan lejos, y el charco de agua se concentraba alrededor del taburete. Daba la impresión de que alguien hubiera puesto algo a secar allí, y ese algo hubiera goteado en esa zona. Entonces, lanzó una mirada al otro asiento fuera de sitio y dejó la fregona apoyada sobre la pared para encaminarse enseguida hacia ese taburete.

Charlotte colgó el auricular en ese mismo momento y anunció que Murphy no tenía la menor pista sobre lo sucedido.

– Va a ponerse en contacto con Lawson y Franklin. Tal vez ellos sepan qué está pasando.

Michael estudió el suelo adyacente a la puerta, y en especial debajo del asiento. No había indicio alguno de humedad, pero de pronto sintió un chorro de aire helado entre los hombros y alzó la vista. Arriba había un ventanuco rectangular que corría por encima de la línea del tejado, aunque tenía más aspecto de ser un respiradero.


Se subió al escabel y desde allí estuvo en condiciones de apreciar que la hoja de la ventana estaba entreabierta. Los copos de nieve habían empezado a cuajar por la parte interior de la abertura, pero aun así, todavía era un buen observatorio de la explanada y se distinguían perfectamente las luces del cobertizo de la perrera, donde todo parecía estar tranquilo y en calma.

– ¿Has abierto tú ese respiradero, Darryl?

– ¿Qué…? -el biólogo alzó la mirada y vio al periodista, subido precariamente a la banqueta-. No, es más, dudo mucho que yo llegue ahí arriba.

Michael giró la manivela hasta cerrar la ventana y se bajó. Alguien la había abierto hacía poco tiempo con el propósito de mirar por el hueco.

– ¿Alguien quiere oír otra noticia? -preguntó el pelirrojo con resignación.

– ¿Es buena o mala?

– La botella de vino ha desaparecido.

– ¿Estaba en la mesa de trabajo? -inquirió Michael.

Darryl asintió.

– La dejé ahí mismo, junto al microscopio. -El biólogo tomó el portaobjetos-. Aún tengo la prueba de que esa maldita cosa ha existido: esto -continuó, alzando la lámina-, pero no hay ni rastro de la botella. Ni tampoco de los cuerpos, ya no.

«Eso me cuadra perfectamente», pensó Michael. «Quienquiera que se haya apoderado de los cuerpos ha arramblado también con la botella de vino». ¿Por qué? ¿Para qué? El panel corredizo del conducto de la ventilación debían de haberlo abierto para poder mirar. ¿Era obra de alguien que pretendía de verdad destruir todas las pruebas a fin de causar la sensación de que el hallazgo jamás se había producido? ¿Qué sentido podría tener eso?

¿Y si alguien había tenido la ocurrencia de querer sacarle partido monetario a todo el asunto? Eso tenía aún menos sentido para él. Era una ocurrencia demasiado estúpida para venir de algún probeta, aunque siempre podía ser obra de un par de reclutas a quienes se les había pasado por la cabeza que podían llevar los cuerpos al mundo civilizado y ganarse una fortuna exhibiéndolos, ¿era eso?

¿Y si sólo formaba parte de una broma, pesada y muy poco divertida? El jefe O´Connor iba a arrancarles la piel a los guasones si terminaba por resultar que todo eso era una simple payasada. Michael estaba seguro de ello.

El periodista comprendió que intentaba agarrarse a un clavo ardiendo. Todas esas ideas eran una sandez. Se dijo a sí mismo que debía calmarse y pensar. Debía ser algo más sencillo. Probablemente, Tina y Betty se había llevado el témpano para reanudar su trabajo, y si no era eso, se trataría de algo por el estilo. Seguro que el misterio se resolvía antes de que se fueran a la cama.


– ¿No había más botellas en ese arcón que sacaron del mar? -preguntó Charlotte.

– Sí, claro que sí -contestó Darryl con ojos centelleantes-. ¿Dónde han metido el arcón, Michael?

– Danzing lo había bajado del trineo la última vez que lo vi. Lo había dejado al fondo de la perrera.

– ¿Por qué no os quedáis Charlotte y tú por aquí mientras yo voy a echar un vistazo al cobertizo del trineo? Aseguraos de que no ha desaparecido nada más.

Le consumían las ganas de examinarlo todo desde que había echado un vistazo por el ventanuco.

Subió la cremallera de la parka al salir y bajó la rampa despacio, buscando con atención marcas de ruedas de una plataforma rodante, pero las únicas huellas visibles eran de suelas de botas. Quienquiera que fuera el ladrón, ¿cómo se las habían arreglado para sacar el témpano del laboratorio?

Anduvo sobre la nieve hasta llegar al cobertizo de los huskies y descubrió que al menos el arcón estaba donde lo había dejado Danzing, pero aunque seguían allí unos cuantos cachivaches, como la copa de oro con las iniciales SAC grabadas y un fajín blanco amarilleando por el tiempo, habían desaparecido todas las botellas.

– ¡Eh!, ¿qué diablos pasa aquí?

Vio a Danzing con los brazos extendidos en señal de asombro al darse la vuelta.

– Imagino que ya te lo ha contado Murphy.

– ¿El qué debía decirme O´Connor?

– Ah, pues la desaparición de los cuerpos y del bloque de hielo.

– Los perros… ¡Por amor de Dios, yo estoy hablando de los perros! Se avecina una tormenta de tomo y lomo y he venido para asegurarme de que están bien instalados para pasar la noche. -Miró en derredor como si los echara a faltar-. ¿Dónde demonios están?

La desaparición de las botellas le había causado semejante impacto que Michael había pasado por alto un hecho aún más sorprendente, pero ahora vio las estacas en el suelo y los cuencos de comida vacíos y boca abajo sobre la paja.

– ¡También ha desaparecido el trineo! -observó Danzing-. ¿Qué coño pasa aquí?

Michael no podía creer que alguien hubiera tenido valor para meter en eso a los canes, y menos sin el permiso expreso del musher, que se negaría de plano, sin duda.


– Acabo de venir para comprobar si habían robado algo del cofre -dijo Michael, sintiendo que debía dar una explicación a su presencia en ese lugar-, como así ha sido.

– A mí me importan una mierda las botellas y ese par de chupachups helados. ¿Dónde están mis perros? -bramó Danzing mientras entraba en el cobertizo pisando fuerte-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Acabo de entrar.

– ¡Maldición!

Dio una patada a un cuenco y lo envió al otro lado del cobertizo. Después de detuvo al pie de las escaleras y se quitó un guante para tocar con los dedos una mancha de un escalón. Cuando Michael le prestó atención, el musher se había llevado las yemas de los dedos a la nariz y las estaba olisqueando.

– Es sangre -anunció al tiempo que miraba hacia el altillo; después, echó a correr escaleras arriba todo lo deprisa que las pesadas botas y la indumentaria se lo permitían.

Al poco de estar arriba, Michael le oyó gritar:

– ¡Jesús, no!

Entonces, también él subió. Se encontró al hombrón arrodillado en el suelo, acunando el cuerpo ensangrentado de Kodiak entre sus brazos.

– ¿Quién lo ha hecho? ¿Quién ha sido capaz de algo así? -murmuraba.

A Michael también le parecía algo inconcebible.

– Mataré a ese cabrón -aseguró Danzing, y Wilde le creyó-. Acabaré con el hijo de puta que ha hecho esto.

Michael le puso la mano en el hombro sin saber qué decir al desconsolado adiestrador, pero en ese momento el perro parpadeó y abrió los ojos.

– Un momento, mira… -intentó decir el periodista.

El husky soltó un gruñido bajo y airado, cobró vida y se echó a la yugular de su cuidador antes de que éste tuviera tiempo para reaccionar. El musher cayó de espaldas y el can no le soltó, siguió encima, rasgándole las ropas y la piel. Danzing repartió patadas a diestro y siniestro al tiempo que intentaba ponerse en pie, pero la rabia que enloquecía al perro le insuflaba al mismo tiempo una fuerza extraordinaria.

Michael vio colgando del cuello de Kodiak una cadena corta y la estaca todavía sujeta a ésta. Le echó mano al palo, pero una de las sacudidas se lo quitó de las manos. Volvió a aferrarlo y esta vez logró sujetarlo con la firmeza suficiente como para dar un tirón y alejar de la garganta de Danzing las fauces chorreantes de baba y sangre.


La criatura aún hacía chasquear las mandíbulas en su intento de morder a su amo cuando Michael le arrastró hacia las escaleras. Kodiak hundió las garras en los tablones del suelo para apoyarse. Sólo entonces centró su atención en Michael, se dio media vuelta, fijó en él sus llameantes ojos azules y saltó hacia delante.

Michael le hizo una finta de cintura como un torero y evitó limpiamente al can. El animal se precipitó escaleras abajo. Michael escuchó un golpazo, un sonido similar al de la madera cuando se astillaba y un chasquear de mandíbulas… Y después reinó el silencio.

Wilde se asomó hasta ver que la estaca se había enganchado entre dos escalones y el animal, que se había partido el cuello en la caída, se balanceaba al extremo de la cadena. La escalera de madera crujía con cada balanceo.

– Socorro -pidió Danzing desde el suelo con voz débil y borboteante.

El herido se sujetaba la garganta con la mano. Michael se quitó la bufanda y la usó para vendarla con fuerza.

– Volveré enseguida con la doctora Barnes -le aseguró.

Y salió disparado escaleras abajo, aún sin salir de su asombro. El cuerpo de Kodiak se balanceaba a uno y otro lado y al pasar junto a él Michael descubrió una herida honda en el pecho por la cual salía a chorros una sangre que se iba espesando en la paja de debajo. «¿Cómo se habrá hecho semejante corte?», se preguntó.

CAPÍTULO VEINTISIETE

13 de diciembre, 20:00 horas


SINCLAIR DESCRIBIÓ UN AMPLIO círculo alrededor de la parte posterior de la base a fin de pasar desapercibido y luego condujo el trineo sobre la nieve y el hielo, con la playa a un lado y la lejana cadena montañosa al otro. Eleanor soportaba el baqueteo en la cesta del deslizador, bien protegida por el abrigo robado en el cobertizo.

Los perros corrían con desenvoltura y parecían saber adónde iban, un destino del que Copley no tenía la menor idea, pero estaba preparado para enfrentarse contra cualquier eventualidad. En un momento dado descubrió una huella en forma de raíl en la nieve y se percató de que el tiro de canes seguía esa dirección. Permaneció sobre los patines, sosteniendo las riendas, sin importarle el soplo gélido del viento para el que el sol apenas proporcionaba alivio.

Alzó el rostro y permitió que el frío céfiro lo flagelase a placer mientras él llenaba de aire los pulmones lleno de gozo al ¡sentir!, ¡moverse!, ¡estar vivo de nuevo! No importaba qué sucediera después, lo recibiría con agrado, nada podía ser peor que el aprisionamiento casi eterno en el iceberg. El sol austral arrancaba pálidos destellos al galón dorado que lucía en el uniforme y el extraño abrigo rojo de cruces blancas le flameaba contra las piernas, pero el pulso se le había acelerado y le hormigueaban hasta los cabellos.

Alzó la mirada al oír unos chillidos de inquietud encima de su cabeza, era una bandada de pájaros marrones, negros y grises. En el fondo de su ser esperaba haber visto en lo alto a un albatros de un blanco níveo haciéndole compañía, pero no fue así. Había un sinfín de aves carroñeras, la suciedad de los plumajes y los gritos crispantes los delataban a sus oídos; seguían a los perros con la esperanza de obtener alguna comida. Había visto esa clase de pájaros con anterioridad sobrevolando en círculos en el ardiente cielo azul de Crimea.

– Han venido desde la mismísima África atraídos por el festín de carroña que el ejército británico les ha puesto en bandeja -le explicó Hatch, quien luego añadió-: Alguno de ellos ha venido aquí por mí, no me cabe duda -le aseguró. Sinclair había presenciado durante días la lenta coloración de la piel del sargento, cuya tez requemada por el sol de la India había ido cobrando un tono amarillento ictérico-. Es cosa de la malaria -le explicó el suboficial entre el castañeteo de dientes-. Se pasará.

Las cuchillas del deslizador se alzaron de pronto al pasar sobre una elevación oculta para luego volver a caer con la gracilidad de una bailarina. Copley jamás había visto un artilugio como ése. Para empezar, era incapaz de determinar con exactitud de qué estaba hecho. El cochecito donde viajaba Eleanor era resbaladizo y duro como el acero, pero mucho más ligero a juzgar por la velocidad con la que los perros eran capaces de arrastrarlo.

Los pájaros surcaban los cielos rápidos como flechas y aguantaban sin problemas el ritmo del trineo. En comparación, los buitres de Crimea resultaban mucho más displicentes, planeaban en círculos morosos e incluso se encaramaban en las ramas altas de los árboles resecos mientras veían pasar a las columnas de soldados. Aguardaban con las alas plegadas sobre el difuminado marrón de sus cuerpos y los ojos brillantes como cuentas atentos a la marcha, a la espera del siguiente soldado que, enloquecido por el sol o consumido por la sed, iba a apartarse de la formación y a derrumbarse hecho un ovillo al borde del camino. Nunca debían esperar mucho. Sinclair caminó penosamente junto a un escuálido Áyax y sólo pudo ver cómo los soldados de infantería, mientras hacían todo lo posible por mantener el ritmo, se desprendían primero de los sombreros, después de las casacas, más tarde de los mosquetes y de la munición. Quienes habían contraído el cólera se retorcían en el suelo, aferrándose las tripas con las manos, y suplicando, suplicando agua, suplicando morfina, y a veces implorando que les pegaran un tiro que pusiera fin a su agonía.

Tan pronto como los moribundos dejaban de sufrir y se quedaban inmóviles, los carroñeros desplegaban sus alas hediondas y se posaban en el suelo junto a ellos. Daban dos o tres picotazos a la víctima a modo de prueba, sólo para estar seguros, y luego se lanzaban al banquete con sus picos ganchudos y sus garras.

Hubo una ocasión en que Sinclair fue incapaz de contenerse y le descerrajó un tiro a un buitre, que saltó hecho trizas en un amasijo de carne y plumas. El sargento Hatch avanzó a medio galope, se puso a su altura se inmediato y se ladeó sobre la silla de montar para avisarle de que no volviera a hacerlo.

– Es un desperdicio de munición, y tal vez alerte al enemigo de nuestros movimientos.

Sinclair se echó a reír. ¿Cómo podía no saber el enemigo su avance? Habían empezado la marcha sesenta mil hombres, y todas esas botas levantaban una considerable polvareda en el cielo. Se habían estado arrastrando por las bastas planicies llenas de matorrales y zarzales de Crimea prácticamente desde el momento del desembarco. A mediados de septiembre habían tenido un serio encontronazo con las fuerzas zaristas a orillas del río Alma. La infantería le había echado bemoles y había escalado las laderas bajo una lluvia de cañonazos. Se apoderaron de todos los reductos y pusieron en fuga a los rusos.

Pero la caballería en general, y el regimiento de lanceros en particular, no había hecho nada. Lord Raglan, el comandante en jefe de la expedición, había dado orden de no moverse, la caballería era una chistera que no debía «salir del sombrerero». Las palabras habían circulado enseguida entre las filas. La caballería debía proteger los cañones y tal vez ayudar en el sitio de la fortaleza de Sebastopol, si es que el ejército llegaba allí alguna vez.


La campaña se había convertido para Sinclair en una sucesión de humillaciones y dilaciones, y por la noche, mientras vivaqueaban en algún claro y se convertían en pasto de los mosquitos que infestaban el país, apenas necesitaba conversar con Rutherford o Frenchie. Todos conocían la opinión de los demás y estaban demasiado cansados para hacer otra cosa que no fuera beberse su cupo de ron, comerse su ración de tocino crudo sin atragantarse y buscar con desesperación alguna corriente o estanque donde poder abrevar a los caballos y rellenar las cantimploras.

Los hombres que habían enfermado durante la noche eran llevados a los carromatos de transporte a primera hora de la mañana, después, eso sí, de haberse librado de los cadáveres, a los que enterraban a toda prisa en grandes fosas comunes. El hedor de la muerte acompañaba a las tropas británicas allá donde fueran y el teniente Copley llegó a pensar que jamás lograría sacárselo de encima.

– Sinclair -le llamó su compañera de aventura, que se había vuelto hacia él-. Veo algo ahí delante. -Alzó el brazo sin apenas energía y señaló en dirección noroeste-. ¿Lo ves?

Él también pudo distinguir a lo lejos el manojo de edificios renegridos y el barco varado en la playa, un vapor a juzgar por el aspecto. ¿Estaba habitado ese lugar? ¿Por quién? ¿Serían amigos o enemigos?

Dio un tirón a las riendas con el propósito de aminorar la velocidad y acercarse más despacio, aunque ganaba en confianza a medida que se acercaba al asentamiento. No salía humo por ninguna chimenea, los haces de las lámparas no se colaban por las contraventanas y no se escuchaba el golpeteo de cacerolas ni ollas. En suma, no se veía indicio alguno de vida, a pesar de que los huskies estaban muy habituados a moverse por ese lugar y trotaban por el laberinto de oscuros callejones helados con total aplomo. Condujeron el deslizador hasta un patio absolutamente desolado, momento en que el nuevo perro guía, un animal gris con una amplia franja blanca alrededor del cuello muy similar a una bufanda, se volvió hacia Sinclair a la espera de nuevas instrucciones.

Copley se bajó del trineo.

Distinguió un artilugio provisto de tenazas entre los rieles de la vía y se apresuró a acudir caminando pesadamente. Se acuclilló para examinar sus extremos, hundidos en el suelo helado y cubiertos en parte por la nieve. Una aguda punzada de dolor le subió por la pierna al hacer ese gesto, recordándole el mordisco recibido. Los colmillos de Kodiak le habían rasgado la bota de montar, dejando suelto un buen trozo de cuero.

Eleanor se removió en el vehículo y con voz tan funesta como los alrededores preguntó:

– ¿Adónde hemos venido?


Sinclair miró en derredor y observó los almacenes y un cobertizo abierto donde había maquinaria abandonada; también pudo ver unos gigantescos peroles de hierro donde era posible cocer un hato entero de bueyes; y una telaraña de poleas y cadenas herrumbrosas. Podían verse por todo el patio rieles de tren que se entrecruzaban sin cesar y carretillas todavía más grandes de las que había visto en las minas de carbón de Newcastle.

Habían construido todo aquello con un fin específico, y no era vivir allí de forma tranquila ni cómoda. Sólo podía haber una razón: el dinero. En el Polo Sur únicamente había tres maneras de hacer caja: la pesca, la caza de ballenas o la matanza de focas, y a gran escala, además.

Al final de la vía herrumbrosa había un motor renegrido de locomotora cubierto por una fina capa de hielo de gran semejanza al glaseado del mazapán.

Dispersos por la llanura debía de haber unos treinta edificios de ventanas rajadas y entradas sin puertas sobre los goznes. En la parte posterior, en lo alto de la colina, Sinclair pudo distinguir un chapitel coronado por una cruz.

Y por un momento se detuvo al verla, pero luego prendió en él una chispa de desafío.

Apoyó la pierna herida sobre la palanca del freno y logró liberarla al cabo de un par de intentos.

– ¡Adelante! -gritó a los canes.

Los huskies vacilaron en un primer momento, pero él gritó de nuevo y agitó las riendas hasta que ellos tiraron de sus arneses y el vehículo de deslizó hacia delante.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Eleanor.

– A la cima de la colina.

– ¿Por qué? -inquirió ella con voz dubitativa.

Él sabía lo que le rondaba por la cabeza a la muchacha.

– Porque está en alto y la altura siempre ofrece una posición estratégica -adujo, aunque supo que Eleanor sospechaba la existencia de otra razón.

El tiro se abrió paso hacia lo que tenía aspecto de haber sido una herrería, a juzgar por las forjas, yunques y lanzas casi tan largas como las que él había llevado a la batalla, y luego pasó delante de un comedor atestado de mesas de caballete, donde era posible advertir candelas cubiertas por el hielo todavía descansando sobre platitos de hojalata. «Quizá luego vuelva a por las velas», dijo él para sus adentros.

Los huskies tiraron con fuerza del deslizador mientras subían la ladera empinada. Mantenían gacha la cabeza y altas las paletillas. Eran criaturas fuertes y bien entrenadas, y en otras circunstancias le habría gustado tener la oportunidad de felicitar al propietario. Alguien había obrado con aquellos fabulosos canes tan magníficamente como el señor Nolan con los caballos.

Los perros ralentizaron el ritmo conforme se acercaban a la iglesia a fin de sortear la infinidad de piedras y gastadas cruces de madera señalizadoras de las tumbas del camposanto. Los enterramientos se habían hecho sin orden ni concierto y el viento pertinaz había castigado con saña las palabras cinceladas en las lápidas hasta convertirlas en un galimatías ilegible. Un ángel sin alas permanecía en lo alto de una losa y en otra mantenía el equilibrio la estatua de una mujer llorosa a la que le faltaba un brazo. Todas las lápidas estaban orientadas hacia el mar.

Sinclair volvió a pisar el freno cuando llegaron junto a la escalinata de madera que conducía al interior del templo. Se bajó de los patines y se situó junto a Eleanor para ayudarla a salir, pero ella se acurrucó dentro de la cesta y no le extendió la mano.

– Entremos. Tiene pinta de ser el mejor refugio que puede ofrecernos este campamento -observó.

Y pronto iban a necesitarlo, pues unos nubarrones negros cubrían ya el cielo y el viento soplaba aún con más fuerza. Ese tipo de tormentas se desencadenaba de la nada, era como la tempestad que se había cebado con la nave donde viajaban, arrastrándola cada vez más al sur.

Eleanor no se movió. Su rostro extremadamente pálido se había convertido en una máscara espectral.

– Sinclair, sabes por qué yo…

– Lo sé muy bien, y no quiero oír ni una palabra sobre el asunto -replicó él.

– Pero hay muchos otros sitios donde buscar cobijo. He visto un comedor a nuestra derecha mientras veníamos hacia aquí y…

– El comedor no tenía puertas y en el techo había un boquete del tamaño de la catedral de Saint Paul.

Sin querer, la palabra «catedral» recordó a ambos un poemilla que solían recitarse el uno al otro en tiempos más felices, uno que hablaba sobre unos cocoteros altos como la catedral de Saint Paul y arena blanca como la tiza de Dover. Sinclair desterró de su mente todos esos pensamientos y puso una mano en el codo de la muchacha, a la cual prácticamente sacó del trineo en volandas.

– Eso es una superstición, pura patraña.

– ¿Recuerdas lo de Lisboa…?

No era algo que Copley fuera a olvidar así como así. Se habían presentado ante el altar de la catedral Santa María la Mayor para dar las gracias por lo que parecía una intercesión divina: Sinclair había logrado comprar el pasaje a bordo del Coventry, que zarpaba esa misma noche. Era un día muy feliz para ellos.


– Eso fue una casualidad. No tenía nada que ver con nosotros -replicó Sinclair-. La cuidad había sufrido muchos terremotos antes…

Él no quería darle margen para ningún tipo de fantasía. Debía trazar planes y había trabajo pendiente.

Una vez que los perros estuvieron acomodados entre las lápidas, tras las cuales protegían las cabezas, y escudando del viento los cuartos traseros con el rabo, sostuvo a Eleanor con una mano y llevó la otra a la empuñadura de la espada antes de empezar a subir los peldaños nevados del templo, en cuyo techo y en cuyo chapitel se habían posado las aves que los habían seguido, alineándose como gárgolas. La muchacha alzó la mirada y los vio en el preciso instante en que una de ellas graznó, alargó el pico y batió las alas. La joven se detuvo en seco.

– Es un maldito pájaro -repuso Sinclair con desdén mientras la arrastraba para hacerle subir el resto de los escalones.

Una puerta de doble hoja se alzaba en lo alto de la escalera. Habían cedido los goznes de uno de los batientes y éste se había desencajado y ladeado, congelándose allí mismo. Tras un esfuerzo considerable, Copley fue capaz de empujar el otro hasta abrirlo lo bastante como para poder meterse dentro. Nada más entrar se toparon con un montón de nieve acumulada durante las ventiscas. Él pasó primero y luego tomó a su compañera de la mano para ayudarla.

La estancia resonó con el eco de sus pasos sobre el suelo de piedra. Había varias hileras de bancos mirando hacia delante y encima de los mismos descansaban varios cantorales en avanzado estado de descomposición. Sinclair tomó uno y lo abrió, pero las pocas palabras aún legibles no estaban en inglés. Si debía apostar, se decantaría por alguna lengua escandinava. Lo dejó caer al suelo sin más, pero Eleanor reaccionó por instinto: lo recogió y volvió a dejarlo sobre el banco.

El techo estaba lleno de goteras y las paredes eran de madera, desgastada por las inclemencias climatológicas hasta convertirla en algo tan fino y pulido que cada línea y cada surco de los tablones se veían con la misma facilidad que una mancha de vino en un mantel de hilo blanco. El altar era una sencilla mesa de caballetes debajo de una cruz de talla tosca colgada de las vigas del techo. Eleanor entornó los ojos y se detuvo, arrebujándose en la parka que le estaba tan grande. Por el contrario, él avanzó por la nave con andares altaneros, se detuvo delante del altar, puso los brazos en cruz y habló como si se presentase ante un hacendado local que le hubiera invitado a una cacería.

– Bueno, ¡aquí estoy!

La voz de Sinclair reverberó entre los muros, pero el eco de sus palabras fue silenciado por el silbido del viento que se colaba por las angostas ventanas que hacía tiempo habían perdido sus vidrieras.


– ¿Somos o no bienvenidos aquí? -gritó él de forma provocadora.

Un repentino golpe de viento desmochó la cresta de la nieve amontonada y lanzó al interior del edificio muchos copos, algunos de los cuales cubrieron los zapatos de Eleanor. Ésta se metió corriendo entre los bancos en busca de protección.

– ¿Lo ves? -Sinclair se dio la vuelta con los brazos extendidos-. Ni una palabra de protesta.

Copley sabía que Eleanor le temía cuando se apoderaba de él ese estado de ánimo negro, cambiante y quisquilloso, pero ese lado oscuro había ido creciendo en él desde Crimea, y era tan ineludible e ingobernable como una sombra.

– No me imagino unos aposentos más acogedores que éstos -aseguró mientras miraba en derredor.

Entonces localizó detrás del altar una puerta de grandes bisagras negras. «¿Y si es la sacristía?», se preguntó. El golpeteo de sus botas negras contra el enlosado de piedra levantó nuevos ecos cuando anduvo alrededor del altar, cubierto de antiguos excrementos de rata, tal y como pudo apreciar al examinarlo más de cerca, hasta plantarse ante la puerta y abrirla de un empujón. Al otro lado del umbral había una habitación pequeña con una ventana cuadrada protegida por una contraventana de doble hoja. La estancia contaba con algo de mobiliario: una mesa, una silla, un catre cuya manta estaba enrollada a los pies y una estufa de hierro colado. Estaba tan deprimido que le pareció como si acabara de tropezarse con el salón del Longchamps Club. Apenas podía esperar para enseñárselo a Eleanor.

– Ven aquí -gritó-. Ya tenemos habitación para la noche. Eleanor no deseaba estar tan cerca del altar, eso era evidente, pero tampoco quería contradecir a Sinclair. Acudió hasta la entrada y se asomó. Él le pasó el brazo sobre los hombros y la estrechó con fuerza.

– Voy a traer las cosas del trineo, y veremos en qué podemos convertir esto, ¿eh?

Eleanor se encaminó hacia la ventana y la abrió en cuanto se quedó a solas. Contempló el exterior, donde un fuerte viento barría la llanura helada y levantaba polvaredas de nieve. En el lejano horizonte se recortaba el trazado de una cadena montañosa, cuyo lomo dentado se parecía mucho a alguna criatura recostada.

No vio nada que le alegrara la vista ni le levantase el ánimo o le ofreciera el menor atisbo de esperanza. En suma, no había nada que le persuadiera de que todo aquello no era más que otra visión de la condenación, eternamente iluminada por un gélido sol muerto.

El viento sopló aún más fuerte: silbó en los aleros de la iglesia e hizo vibrar hasta las mismas paredes.

CAPÍTULO VEINTIOCHO

13 de diciembre, 21:30 horas


– ¡SOSTÉN LA VENDA, SOSTENLA en su sitio! -le ordenó Charlotte. Michael presionó la gasa contra el cuello de Danzing, del cual seguía saliendo sangre a borbotones, mientras ella cortaba el extremo de las suturas y dejaba caer las tijeras en la bolsa-. Y no le quites el ojo al monitor de la presión arterial.

Él observó la pantallita: la presión era baja y no había dejado de caer en ningún momento.

La doctora no paró ni un segundo desde que entró en el cobertizo del trineo. Había actuado con rapidez y aplomo, se había inclinado sobre el jadeante herido para cerrarle la mordedura de la garganta. Le había insertado un tubo de respiración y le había anestesiado nada más llegar a la enfermería; luego, le había cosido la herida y ahora le había puesto un catéter intravenoso para hacerle una transfusión de sangre.

– ¿Va a salir de ésta? -preguntó Wilde, no muy seguro de querer saber la respuesta.

– No lo sé… Ha perdido demasiada sangre. Tenía cortada la yugular y la tráquea también estaba muy dañada -respondió mientras colgaba la bolsa de plasma en un soporte. Preparó la jeringuilla nada más comprobar que funcionaba-. Le he dicho a Murphy que solicite asistencia. Este pobre va a necesitar mucha más ayuda de la que podemos ofrecerle aquí.

– ¿Qué le estás inyectando? ¿Una antirrábica? -quiso saber él mientras notaba en las yemas de los dedos la gasa humedecida. Al mirar, la vio coloreada de un rojo intenso.

– Le pongo una inyección antitetánica -replicó Charlotte mientras alzaba la jeringuilla a la luz y empujaba el émbolo-. No dispongo de vacunas contra la rabia, pero claro, tampoco suponía que iba a haber perros aquí abajo.

Le administró la vacuna, pero el monitor de presión arterial y el electrocardiógrafo empezaron a enloquecer antes de que la doctora ni siquiera hubiera tirado a la basura la jeringuilla usada.

– Ay, mierda, un paro cardiorrespiratorio -masculló ella mientras dejaba caer la aguja en la pileta y abría a toda prisa un armario situado en la pared de detrás.

Un pitido constante sonaba por toda la habitación de forma ominosa.


Charlotte cargó las palas del desfribilador, una escena que Michael había visto innumerables veces en las teleseries de médicos, las aplicó sobre el pecho velludo de Danzing, pues le habían cortado con tijeras la camisa de franela y estaba a plena vista la piel anaranjada a causa de la mercromina. Wilde observó cómo una de las palas lubricadas con pasta conductora cubría el espacio de la piel ocupado por un tatuaje, la cabeza de un husky, y él no pudo evitar preguntarse si no sería Kodiak.

La doctora contó hasta tres y gritó:

– ¡Fuera!

Apretó las palas contra el pecho del herido y pulsó los botones para provocar una descarga que hizo saltar a Danzing: la cabeza se quedó pegada a la camilla y el cuerpo se arqueó hacia arriba.

Pero el zumbido de los monitores no se alteró lo más mínimo.

– ¡Fuera! -volvió a gritar.

Michael retrocedió un paso, pues se había acercado un poco, mientras ella efectuaba una segunda descarga. El cuerpo se estremeció de nuevo, pero las líneas de las pantallas azules permanecieron planas. Le habían saltado varios de los puntos.

Las trenzas colgaron libremente a ambos lados del rostro de Charlotte, quien respiraba pesadamente. Tomó aliento y lo intentó una vez más. Un olor similar al de carne a la parrilla llenó la habitación, pero no hubo cambio alguno. El cuerpo volvió a quedarse inerte y completamente inmóvil. Danzing sangraba algo por el cuello, pero Michael no tenía nada con que limpiarle.

Charlotte se enjugó el sudor de la frente con la manga y lanzó otra mirada a los monitores antes de dejarse caer sobre el taburete de ruedas situado detrás de ella, donde se sentó con los hombros hundidos y el rostro bañado en sudor. Michael permaneció a la espera, preguntándose qué iba a hacer a continuación. La cosa no podía acabar ahí.

Él se levantó de su asiento y apoyó el talón de una mano sobre el pecho del musher.

– ¿Hago fuerza…?

Ella se limitó a negar con la cabeza.

– ¿No debería intentarlo al menos? -preguntó él mientras le hacía un masaje cardiaco tal y como le habían enseñado en los cursos de primeros auxilios-. ¿No convendría hacerle el boca a boca?

– Ha muerto, cielo.

– Tú dime sólo qué podría hacer.

– No hay nada que tú puedas hacer -replicó ella, levantando la mirada hacia el reloj de la pared-. A decir verdad, y si quieres saberlo, murió en el mismo momento en que ese maldito chucho le cogió por banda.

Charlotte se levantó sin volver la vista atrás y alargó la mano hacia un potapapeles. Tomó una pluma y sacudió la cadena que la sujetaba para poder consignar la hora de la defunción.

Danzing seguía con los ojos abiertos. Michael se los cerró.

La doctora fue desconectando todas las máquinas. Luego, reparó en el collar de dientes de morsa y lo recogió del suelo, donde lo había arrojado al quitarle la ropa.

– Era su amuleto… Le traía buena suerte -observó Wilde.

– No la suficiente -replicó ella, entregándoselo a Michael.

Se sentaron en silencio, uno a cada lado del cuerpo, y estuvieron así hasta que Murphy O’Connor asomó la cabeza por la puerta.

– Traigo malas noticias sobre lo del helicóptero… -empezó, y entonces se dio cuenta de lo sucedido-. Ay, la Virgen… -murmuró.

Charlotte retiró el catéter.

– Sin prisa. Pueden tomárselo con toda la calma del mundo.

Murphy se pasó los dedos por los cabellos entrecanos y clavó la mirada en el suelo.

– La tormenta va a ser mucho peor antes del alba. Debían esperar a que amainase, eso me dijeron.

El periodista aguzó el oído. Fuera, el viento aporreaba las paredes de la enfermería con verdadera saña, pero no lo había notado hasta ese momento.

– Dios todopoderoso -murmuró O’Connor. Hizo ademán de marcharse, pero antes le dijo a Charlotte-: Hiciste todo lo posible, estoy seguro. Eres una buena doctora. -Ella no reaccionó ante la lisonja-. Le diré a Franklin que se pase por aquí para echarte una mano con el cuerpo. -Entonces, Murphy miró a Michael-. ¿Por qué no me acompañas a la oficina? Tenemos que hablar.

Murphy se marchó y dejó a Wilde indeciso, pues no deseaba ausentarse y dejar a Charlotte a solas con el cuerpo, no con un cadáver, al menos no hasta que acudiera Franklin o algún otro.

– Estoy bien -le tranquilizó ella, intuyendo su dilema-. Uno se acostumbra a la muerte cuando curra en las urgencias de Chitown¹, así que vete.

Michael se metió el collar de morsa en el bolsillo mientras se ponía de pie y luego fue a la pileta, donde se lavó la sangre de las manos. Entretanto, acudió Franklin.


Luego, se fue, y cuando ya había salido de camino hacia el hall, ella gritó a sus espaldas:

– Ah, por cierto, gracias. Has sido un enfermero de primera.

El periodista encontró a Darryl en la oficina de O’Connor. El pelirrojo sostenía una taza desechable de café. Era evidente que Murphy acababa de ponerle al corriente de la muerte de Danzing. El propio jefe estaba reclinado sobre el respaldo de su silla, donde se había desplomado sin fuerzas. Michael se poyó sobre un archivador abollado y permanecieron en silencio durante más de un minuto. Nadie necesitaba decir nada.

– ¿Alguna idea…? -preguntó O’Connor finalmente.

Se produjo otro largo silencio.

– Si te refieres a lo de Danzing y el perro, no -se aventuró a contestar Michael-, pero si la cosa va sobre los cuerpos desaparecidos, entonces hay una idea que tengo bastante clara.

– ¿Y cuál es?

– Alguien se ha ido de la olla. Tal vez sea un caso del Gran Ojo.

– Ya he hecho mis indagaciones -repuso Murphy-, y han tenido que darme explicaciones todos, incluso el Gnomo. Y no se ha chalado ninguno, bueno, no más de lo normal. Y nadie ha abandonado la estación.

Darryl sopesó esa información antes de decir:

– De acuerdo, en tal caso, quienesquiera que sean los ladrones han ocultado los cuerpos en alguna parte. Otra cosa no, pero por cualquier sitio de por aquí hace frío suficiente para que vuelvan a ser hielo bien sólido. Han vuelto a la base echando leches después de esconderlos.

– ¿Y los perros?

Darryl debía reflexionar sobre eso, pero Michael conocía a los huskies, y estaba seguro de que volverían por su cuenta a menos que alguien los retuviera.

– ¿Pueden sobrevivir a una tormenta como ésta? -preguntó Darryl.

Murphy resopló.

– Esto para ellos es un día de playa. Van a tumbarse y a dormirse tan panchos. La mierda del asunto es que se han borrado las huellas.

A pesar de todo, Michael tuvo un pálpito sobre el posible destino de los canes.

– Stromviken, han ido allí. Ése es el destino de su carrera de entrenamiento.

– Podría ser -concedió Murphy tras pensárselo un rato-, pero si alguien los ha llevado hasta allí, incluso si ha tenido tiempo de darse el viajecito, y eso me parece muy poco probable, ¿cómo demonios ha vuelto a la base sin ellos?


Ningún miembro de la base es capaz de volver a pata hasta aquí con la que está cayendo, ni siquiera yo. Nadie puede ir a ninguna parte con esta tormenta.

– ¿Y si hubiera utilizado una motonieve? -aventuró Michael-. Pudo ponerla detrás del trineo y remolcarla, ¿no?

El jefe O’Connor adoptó una expresión socarrona.

– Por poder ser, pues sí, pero quien fuera obligó a los pobres chuchos a tirar de la motonieve y mover el bloque de hielo.

– Había disminuido mucho de volumen -intervino el biólogo-. Estaba a punto de deshelarse.

Murphy adelantó la cabeza tras una pausa.

– Como prefieras, pero, resumiendo, quienquiera que sea se ha llevado el témpano con los cuerpos a algún sitio, sea a la factoría ballenera, a la colonia de grajos o a una gruta helada de por los alrededores, y ha vuelto a toda pastilla gracias a una motonieve, una motonieve que nadie ha echado en falta…

– Y nadie la ha oído al marcharse ni al volver -terció Michael.

– Cierto, eso también -admitió Murphy mientras volvía a pasarse los dedos por el cabello entrecano-. ¿Veis como no cuadra nada?

Michael le dio la razón. Era verdad. De hecho, era la primera vez que se había detenido a intentar unir todas las piezas del rompecabezas. No le extrañaba que Murphy ya tuviera un aspecto fatigado y muy perplejo.

Bastaba mirar el rostro de Darryl para ver cómo le consumía la rabia. Habían saqueado su laboratorio y le habían robado su más valioso espécimen.

– No ha podido hacerlo un solo ladrón, lo dudo mucho -afirmó-. Me resulta difícil creer que una sola persona haya sacado los cuerpos del tanque y haya sido capaz de sujetarlos al trineo en el breve lapso de tiempo que pasó desde que salí del laboratorio hasta que los eché en falta. -El biólogo meneó la cabeza-. Han debido de ser un mínimo de dos personas para poder moverlo todo.

– Así pues -replicó Murphy-, ¿qué dices? ¿Se te ocurre algún candidato?

Darryl tomó un sorbo de café antes de contestar:

– ¿Qué tal Betty y Tina? ¿Estás seguro de que te han dicho la verdad sobre sus movimientos?

– ¿Y por qué diablos iban a hacerlos las glaciólogas? -inquirió Murphy.

– No lo sé -admitió Hirsch con exasperación-, pero tal vez querían encargarse ellas mismas del trabajo. Quizá creyeron que yo se lo había quitado y ellas tenían sus propios planes.


Semejante despropósito no sólo sonaba traído por los pelos, sino que daba la impresión de que el propio Darryl sabía que esa teoría no había por donde cogerla. Alzó las manos, disgustado, y luego las reposó sobre el regazo.

– Les seguiré la pista -repuso Murphy, dejando entrever en la voz que no estaba demasiado convencido.

– Mientras tanto, quiero un cerrojo para mi laboratorio -insistió el biólogo-. Debo mirar por mi pez.

– Pero ¿de veras piensas que van a volver a llevarse también tu pez? -replicó Murphy-. No, no me lo jures… Te buscaré un candado.

CAPÍTULO VEINTINUEVE

13 de diciembre, 22:30 horas


ELEANOR INTENTÓ HACER ALGO de utilidad en la rectoría mientras Sinclair regresaba con provisiones de su paseo hasta el trineo. Desenrolló la manta de algodón, que estaba más tiesa que una tabla de lavar, y procuró barrer del suelo las cagarrutas de roedor con una vieja escoba que encontró apoyada en una esquina. Cuando abrió la caldera de la estufa encontró una rata petrificada, tumbada sobre un lecho de astillas y de paja. La tomó por la cola y la tiró por la ventana; después cerró con fuerza las contraventanas.

Encontró un paquete de fósforos lucifer encima de la mesa, junto a una vela consumida y un juego de llaves comidas por la herrumbre. Tomó una cerilla para prender lumbre y al cabo de unos instantes logró tener un pequeño fuego ardiendo en la estufa.

Creyó que eso complacería a Sinclair, pero lo cierto fue que miró las llamas con recelo después de colocar unos cuantos libros y las botellas en la estantería, y dijo:

– El humo de la chimenea nos delatará.

‹¿A los ojos de quién?›, pensó ella. ¿Acaso había alguien en kilómetros a la redonda? Se le encogió el corazón ante la perspectiva de tener que apagar la pequeña pero alegre fogata.

– Pero la tormenta lo disipará -continuó Sinclair, pensando en voz alta-. Déjalo, amor.

Él volvió a marcharse de nuevo y Eleanor se dejó caer sobre el catre, pues de pronto le pasaban factura todos los esfuerzos de las horas previas. Se sintió como si estuviera a punto de derretirse por completo y se tendió sobre la raída manta, todavía envuelta por el abrigo. Cerró los ojos cuando sintió que la habitación le daba vueltas y se aferró al catre tal y como había hecho tantos años atrás en el transcurso de aquel horrible viaje a Constantinopla a bordo del Vectis, un vapor que no había dejado de cabecear y bambolearse en la mar encrespada, donde encima se estropearon los motores al poco de abandonar el puerto de Marsella.

Moira estaba convencida de que todos iban a morir, de que el barco zozobraría en medio de la tormenta, y Eleanor había tenido que consolarla toda la noche, hasta que el tiempo cambió de pronto a la mañana siguiente y los motores volvieron a funcionar. Muchas enfermeras sufrieron mareos y cosas peores. Los marineros debieron subirlas a la cubierta de popa para que se recobraran gracias al aire fresco y el sol. Moira se arrodilló junto a la barandilla y elevó a los cielos una retahíla de padrenuestros.

La señorita Florence Nightingale pasó junto a ellas en ese momento y las saludó con una leve inclinación de cabeza. La superintendente también había sufrido la severidad del viaje y caminaba del brazo de su amiga, la señora Selina Bracebridge. Ésta era una mujer casada, a diferencia de la señorita Nightingale, la solterona más famosa de las Islas Británicas, pero las altas instancias militares habían resuelto que sería inapropiado emplear en el extranjero a mujeres solteras para la asistencia médica de heridos, razón por la cual las treinta y ocho enfermeras, con la sola excepción de la jefe del contingente, perdieron la condición de señoritas para recibir la mención honorífica de señoras, con independencia de que estuvieran o no casadas. Asimismo, también les facilitaron uniformes expresamente confeccionados por los modistas con el fin de hacerlas lo menos atractivas posible y difuminar las curvas de la silueta femenina por completo, razón por la cual los vestidos grises no tenían forma alguna y les colgaban como si fueran sacos de lana, y las gorritas blancas eran unos artilugios estúpidos que no favorecían a propósito los rasgos de ninguna de ellas.

Eleanor llegó a escuchar cómo una de las enfermeras le decía a la superintendente Nightingale que se consideraba capaz de sobrellevar todas las penurias del trabajo, pero luego añadió:

– Unas gorras son adecuadas para unos rostros y otras son para otro tipo de caras, pero si yo llego a saber que nos dan éstas, y mire que tenía ganas yo de ejercer de enfermera en Scutari, pues si lo sé, no vengo, señorita.

Las enfermeras que habían aceptado la misión formaban un grupo de lo más variopinto. Ella era muy consciente del recelo con el que iban a ser observadas cuando volvieran de aquella misión. Ciertos sectores de la prensa y la opinión británica las habían ensalzado como a heroínas por marcharse a realizar una tarea penosa pero honorable en las más atroces condiciones, pero en otros se habían cebado con ellas y las habían descrito como jóvenes impúdicas de clase trabajadora, unas buscadoras de fortuna que esperaban engatusar a oficiales heridos en su momento más vulnerable.

Catorce de las enfermeras habían sido reclutadas en hospitales públicos, como era el caso de Eleanor y Moira, pero Nightingale también había seleccionado a seis hermanas procedentes de la Training Institution for Nurses for Hospitals, Families and the Sick Poor, más conocida como Saint John’s House por tener su primera sede en la parroquia de San Juan Evangelista, fundada por el catedrático Todd con los parabienes del obispo de Londres; ocho de la Hermandad Protestante de la señorita Sellon y diez novicias de católicas; cinco del Orfanato de Norwood y otras cinco procedentes del hospital de las Hermanas de la Misericordia en Bermondsey. La incorporación de estas últimas dio que hablar. La confesión católica de muchos soldados no causaba problema alguno, pero levantaba ampollas la idea de que monjas católicas pudieran atender de cerca a hombres de otro credo, protestantes, por ejemplo. ¿Y si aprovechaban la oportunidad de oro que les ofrecía el disfraz de enfermera para hacer proselitismo en secreto a favor de la siniestra Iglesia Católica?

Cuando el Vectis se aproximó al estrecho de los Dardanelos, Eleanor observó que la superintendente se aferraba a la barandilla del barco y clavaba la mirada y su rostro adusto estaba tan pálido como de costumbre, pero había en él una expresión de arrebato. La brisa marina llevó hasta los oídos de la enfermera Ames las palabras con que la señorita Nightingale ensalzaba el paisaje a su amiga Selina.

– Éstas son las fabulosas llanuras de Troya, donde luchó Aquiles y Helena derramó sus lágrimas.

La superintendente parecía extasiada por esa visión. Eleanor sabía que Florence Nightingale procedía de una buena familia y que había sido educada en los mejores colegios, y la envidió por eso. Ella misma había emigrado a Londres en busca de mejorar su propia condición, pero el duro e interminable trabajo en el hospital de Harley Street le rentaba poco dinero y le dejaba poco tiempo para tales fines.

Sinclair había cambiado eso por poco tiempo.

¿Cómo habría reaccionado de haber sabido que ella se acercaba al escenario bélico? Copley le hubiera aconsejado que no lo hiciera, estaba segura de eso, pero le resultaba muy difícil de soportar la perspectiva de que tal vez él pudiera necesitarla mientras ella se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Cogió al vuelo la oportunidad en cuanto se corrió la noticia de que se buscaban voluntarias para Crimea, y Moira, cuyo apego hacia el capitán Rutherford era más interesado que ardiente, la imitó.

– Dios los cría y ellos se juntan -dijo con despreocupación antes de firmar su solicitud.

Refugiada en la antigua factoría ballenera, Eleanor se preguntó cuál habría sido el destino de Moira. Habría muerto hacía décadas, por supuesto.

Sinclair irrumpió otra vez en la habitación con los brazos llenos de misales y cantorales.

– Qué bien nos van a venir -dijo mientras empezaba a hacer trizas los libros para luego arrojarlos al interior de la caldera.

Eleanor no dijo nada cuando las páginas arrugadas alimentaron la fogata, cada vez mayor, a pesar de que el sacrilegio le hacía sentir todavía más incómoda.

Él cerró la caldera cuando el fuego rugía y anunció que se iba a por otras cosas. Fue hasta la puerta y arrastró dentro un saco de lona que había dejado fuera y del mismo sacó cabos de vela, platos y copas de latón, cucharas dobladas, cuchillos y una licorera agrietada.


– Mañana realizaré un reconocimiento más minucioso, pero por ahora tenemos cuanto necesitamos.

Copley había vuelto a su comportamiento militar: reconocer los alrededores, reunir provisiones, hacer planes. Eso supuso un alivio para Eleanor y esperaba que ese estado de ánimo durase mucho, pues sabía perfectamente que el lado siniestro de Sinclair podía volver siempre, y en cualquier momento.

Palmeó la bolsa de comida que había cogido del cobertizo de los perros, ahora recostada sobre una pata de la mesa.

– ¿No deberíamos calentar algo para la cena? -comentó.

Lo dijo como quien pedía permiso para tomarse un suflé de chocolate.

– Comida… y bebida -agregó mientras depositaba sobre la mesa una de las botellas negras de vino.

CAPÍTULO TREINTA

14 de diciembre


LA ENFERMERÍA DE POINT Adélie no tenía una morgue propiamente dicha porque no la necesitaba: toda la Antártida era un módulo de baja temperatura. Murphy se decantó por conservar el cuerpo del musher en el lugar más frío y protegido de todos: en la bóveda existente debajo del almacén de muestras de glaciología. No era la primera vez. Habían guardado allí el cuerpo del geólogo muerto el año anterior después de rescatar el cadáver de la grieta.

La perspectiva no hizo demasiado tilín a Betty ni a Tina, pero ambas comprendían la gravedad de la situación y se mostraron predispuestas a buscarle un sitio al cuerpo de Danzing.

– Lo guardas ahí siempre y cuando el cuerpo esté protegido y sellado. No podemos arriesgarnos a contaminar el hielo de las muestras -contestó Betty.

– Además, tampoco me apetece tener los ojos muertos de ese desdichado pegados en mi cogote, la verdad -añadió Tina-. Ya da bastante grima tenerlo ahí abajo.

El jefe O´Connor tuvo que estar de acuerdo con eso y se ofreció voluntario para ayudar a Franklin con la preparación de los restos mortales, pues en su fuero interno tenía el convencimiento de que al menos le debía eso a Danzing. Primero metieron el cuerpo en una bolsa de cadáveres transparente, cerraron la cremallera y luego introdujeron el bulto dentro de un saco de lona verde oliva.

Michael y Franklin usaron una camilla de ruedas para recorrer el trayecto lleno de baches que iba desde la enfermería hasta el laboratorio de glaciología. La fuerza del viento derribó dos veces la camilla y Michael se vio obligado a depositar el cadáver en su sitio, y pudo notar cómo empezaba a ponerse rígido, ya fuera a causa del rígor mortis o de la temperatura. En cualquier caso, la sensación de estar levantando una estatua humana le puso el vello de punta.

Los escalones de descenso al subterráneo habían sido hechos con pico y pala en el permafrost. Michael y Franklin tomaron el cuerpo por los pies y por los hombros a fin de llevar en vilo al difunto, una forma más viable que intentar bajarlo en la camilla. Una luz blanca se encendió cuando el dúo pasó delante de un detector de movimiento, bañándolos con un brillo apagado. En un rincón de la bodega había tallada en la tierra algo muy similar a una mesa de autopsias. Franklin la señaló con una indicación de mentón y balancearon el cuerpo entre los dos hasta depositarlo en dicho lugar con un golpe seco.


En el extremo opuesto de la bóveda, una muestra cilíndrica de hielo descansaba asegurada por un torno encima de una mesa de laboratorio. El periodista vio colgados del estante de la pared varios taladros, barrenas y sierras. Tuvo la sensación de que aquel sitio era el más frío y aterrador de todo el continente helado. Bastaba una piedra de molino delante de la entrada para poder llamarlo cripta.

– Vámonos de aquí echando leches -dijo Franklin.

Michael creyó haberle visto santiguarse de tapadillo.

Betty los esperaba en lo alto de las escaleras, abrazándose el cuerpo con los brazos para combatir la gelidez del viento.

– Espero que no vaya a estar ahí mucho tiempo -le dijo a Franklin.

– Éste sale de aquí en cuanto pueda acercarse el próximo avión -contestó el aludido mientras salía pisando fuerte de camino al recibidor.

Michael se demoró, pues tenía una buena loncha de rosbif en el bolsillo para el polluelo de págalo.

– Menudo alegrón se va a llevar Ollie -observó Betty, sonriente.

Michael apartó la nieve que había vuelto a apilarse sobre el cajón de plasma antes de arrodillarse y mirar dentro. Ahí estaba el huérfano, más grande que nunca. El pico gris asomaba fuera del nido hecho con las finas virutas de madera. El ave se removió y se puso de pie al ver a su benefactor. Éste extendió el rosbif y el polluelo, tras mirarlo un segundo, se lanzó adelante, se lo quitó de un picotazo y se lo tragó de golpe.

– Debería traerte un rábano picante un día de estos -comentó Michael. El págalo alzó los ojos hacia él, tal vez a la espera de más comida-. Alguna vez volarás y te irás, ¿no?

– ¿Cómo? ¿Y perderse lo bueno? -bromeó la glacióloga mientras él se incorporaba de nuevo-. Afróntalo, está amaestrado y probablemente no sobreviviría ni un día en el mundo salvaje. Ahí fuera no van a darle rosbif.

– ¿Y qué será del bicho cuando me vaya? No es algo que pueda llevarme a Tacoma precisamente.

– No te preocupes. Tina ya ha rellenado los papeles de la adopción. Ollie estará bien.

Eso le concedió cierta tranquilidad de espíritu. Hacía mucho tiempo que no había tenido ocasión de rectificar nada, y mucho menos de salvar algo. Por eso, aunque fuera algo tan nimio e insignificante como el destino de un polluelo, estaba muy agradecido por ese inesperado respiro. Tenía la esperanza de que tal vez pudiera redimirse de la tragedia de las Cascadas poco a poco.

Se topó con los equipos de búsqueda organizados por Murphy mientras caminaba con dificultad en la nieve. Uno de ellos estaba compuesto por Calloway, el maestro de buceo, y otro recluta a quien no lograba identificar porque llevaba un sombrero de ala ancha calado hasta las orejas.

– Buenas tardes, tronco -le llamó el falso australiano a grito pelado mientras agitaba la tormenta. Michael alzó una mano enguantada en señal de reconocimiento. Calloway añadió-: Avísame si ves por ahí a los perros perdidos, ¿vale?

– Acudiré a ti primero si los veo.

Michael pasó cerca del laboratorio de biología marina y vio encendidas las luces. Era capaz de escuchar la música clásica incluso a pesar del ulular del viento. Se desvió de su camino e intentó abrir la puerta, pero apenas logró entreabrirla. Pudo ver un cable atado a la manivela por la parte de dentro.

– ¿Quién va? -oyó gritar a Hirsch.

– Soy yo, Michael -respondió él, también a gritos.

– Un momento.

Darryl se aproximó a la puerta, retiró el cable de la manivela y le dejó entrar.

– Menudo sistemita de seguridad te has montado… Alta tecnología -observó Michael, burlón, mientras pisaba con fuerza para sacudirse la nieve de las botas.

– Tendrá que valer hasta que Murphy me consiga un pasador de verdad.

– Pero un pestillo sólo va a servirte de algo mientras tú estés dentro. ¿Qué harás cuando te ausentes?

– Voy a poner un cartel.

– ¿Y qué dice?

– Que hay varios especímenes anfibios sueltos por aquí y que son venenosos.

El periodista se echó a reír.

– ¿De veras piensas que va a funcionar?

– No, lo cierto es que no -admitió mientras volvía a su asiento delante de la mesa-, pero por otra parte, creo que los ladrones se han llevado lo que realmente querían.

Darryl tenía delante de él, encima de la mesa, un pez de unos treinta centímetros abierto en canal y sujeto con alfileres por los extremos a fin de que no se le cerrara. El espécimen era transparente en su práctica totalidad. Las agallas eran blancas y su sangre, si es que la tenía, parecía tener el mismo color que el agua. Sólo había una nota discordante: el dorado del ojo muerto, fijo en el infinito. Michael recordó las clases de Biología en el instituto al ver aquello.

El biólogo ya había alineado a la siguiente víctima, otro pez que permanecía casi inmóvil al fondo de un tanque frío en cuyos bordes se estaba solidificando una capa de escarcha. Le separaba de la actual pieza diseccionada una hilera de frascos de cristal del tamaño de unos chupitos. Todos los frasquitos estaban llenos de una solución, salvo tres de ellos, que contenían también unos órganos pequeños extraídos y preservados para su estudio posterior.

– ¿Es necesario que el pobre vea el descuartizamiento?

– Por eso he puesto la hilera de frascos: para taparle la visibilidad.

– Parece una perca -observó el periodista al estudiar el pez diseccionado.

– Tienes un ojo clínico -le felicitó Darryl-. Los blénidos antárticos o notothenioidei son un suborden de peces dentro del orden de los perciformes.

– ¿Cómo dices…?

– Hace cincuenta y cinco millones de años la temperatura del océano Antártico disminuyó sin cesar -empezó Darryl, claramente feliz de poder abordar ese tipo de temas-, y pasó de los veinte grados centígrados a la temperatura actual, en torno a los dos grados bajo cero. El bioma marino se vio cada vez más aislado. El agua se enfrió mucho y la migración era más difícil, de modo que los peces de aguas poco profundas se vieron en la tesitura de adaptarse o morir. La mayoría de las especies se extinguió.

– ¿Y estos tipos no?

– Estos chavales se endurecieron -repuso Darryl con manifiesta satisfacción y cariño-. Los nototénidos se mantuvieron en el fondo del mar, donde el aumento de presión baja el punto de congelación, y se tomaron su tiempo para aclimatarse y desarrollar un metabolismo de bajo consumo, dando la mejor solución individual al problema del oxígeno: aprendieron a almacenarlo y a conservarlo más tiempo en sus tejidos.

– ¿No en la sangre? -preguntó Michael, recordando lo que Darryl le había contado sobre el tema antes de su primera inmersión-. Entonces, ¿no tienen hemoglobina?

– Así que prestabas atención -observó el biólogo-. Estoy impresionado. Bueno, sigo… la sangre es transparente al no tener glóbulos rojos, pero sí tiene anticongelante natural, una glicoproteína hecha de hidratos de carbono y aminoácidos. Esa glicoproteína rebaja el punto de congelación del agua entre doscientas y trescientas veces…

A Michael le costaba seguir el hilo de la explicación.

– Entonces, ¿tienen un anticongelante natural, como el que usamos para los coches?

– No del todo -repuso Darryl mientras extraía el corazón del pez con suma delicadeza y lo sostenía con unas pinzas hasta dejarlo caer en uno de los frascos. El periodista percibió un olorcillo a formaldehido-. Las moléculas del anticoagulante del pez no se comportan como las del etilenglicol que le echas al radiador del coche. Éstas evitan que el pez se congele incluso en aguas muy frías, siempre que tenga cuidado de…

Alguien aporreó con fuerza la puerta. Cuando Michael se volvió, vio cómo se estiraba el cable de sujeción de la manivela.

– ¿Y qué diablos pasa ahora? -se quejó Darryl.

– Lo más probable es que sea Calloway… Estaban registrando la estación de arriba abajo.

Darryl se levantó a regañadientes de su asiento.

– ¿A santo de qué vienen aquí? ¿Para rebuscar en la escena del crimen?

– No buscan los cuerpos -le avisó Michael-. El jefe O´Connor desea llevar esto con la mayor discreción posible.

El biólogo se detuvo en seco y se volvió hacia Wilde.

– ¿Creen que tengo aquí dentro a los perros?

Meneó la cabeza mientras deshacía el nudo.

– Eh, tronco, ¿a qué le tienes miedo? -preguntó el falso australiano en cuanto se abrió paso con el recluta del sombrero de ala ancha calado hasta las cejas. Los recién llegados se sacudieron la nieve de los abrigos y las botas nada más entrar en el laboratorio.

– A nada, pero me gusta que la gente llame antes de entrar.

– Sí, hombre, lo haré -aseguró Calloway, dándole una palmada en el hombro- la próxima vez.

Echó un vistazo a la mesa del laboratorio y a la víctima diseccionada.

– ¿Es un draco…? -aventuró Calloway-. No veas qué filetitos más ricos puedes hacer con los más grandes. -Se dejó caer por la mesa de trabajo y examinó el contenido de los frascos-. Me da en la nariz que de esas cosas de ahí voy a pasar.

Michael reconoció al recluta del sombrero: era Osmond, trabajaba en la cocina, pues era uno de los pinches del tío Barney. El tipo se puso a husmear en los armarios y debajo de las mesas del laboratorio. «¿Qué demonios se pensará este chaval que puede encontrar ahí?», se preguntó el periodista.

– Pero este pescadito de aquí, el coleguita aún está fresco -comentó Calloway con el falso deje tan propio del interior de Australia. Fijó la vista en el pez del tanque fresco-. A juzgar por esos morritos huesudos tiene pinta de ser un pez hielo de Charcot Land.

– No vas descaminado -repuso Darryl, bastante más calmado. Él siempre apreciaba a las personas que acreditaban conocimientos de la vida marina- Acabamos de pescarlo con las últimas trampas.


Michael dio un rodeo a la mesa para echarle un vistazo más de cerca. Vio un pez de cuerpo elongado, cabeza cubierta de escamas plateadas y labio chato y proyectado hacia delante como el pico de un pato. Darryl también acudió, tal vez para señalar alguno de los rasgos más singulares del ejemplar, pero se tropezó con Osmond. Éste ya había completado el tosco registro del lugar y había decidido unirse al grupo.

– ¡Ahí va, si puedes ver a través de él…! -observó Osmond, arrastrando las palabras. Michael lo tenía por un tipo de muy poquitas luces-. Es igualito que Casper, el simpático fantasma de dibujos animados.

Todos a su alrededor sonrieron cuando Osmond inclinó la cabeza sobre el recipiente para ver más de cerca al pez. Entonces, de pronto, el biólogo miró el ala de su sombrero y gritó:

– ¡No, atrás!

Darryl intentó darle una manotada al sombrero, pero ya era tarde: un montoncito de nieve y hielo se desparramó como una cascada de diamantes desde el ala hasta el tanque. El pez se removió, sorprendido por el movimiento: posiblemente interpretó la agitación del agua como la posibilidad de conseguir comida, razón por la cual alzó la cabeza hacia la superficie. La lluvia de cristales de hielo cayeron a pocos centímetros, y algunos rozaron la nariz y las agallas del draco o pez de hielo.

– ¡Maldita sea…! -bramó el biólogo.

Michael entendió el motivo de esa reacción al cabo de un segundo: el tembloroso pez dejó de moverse y se quedó rígido.

Apareció una fina celosía compuesta por una miríada de hexágonos de hielo y se produjo una reacción en cadena: el entramado se extendió de la cola a la cabeza del pez. Se quedó petrificado como una tabla de planchar y más muerto que Carracuca. Flotaba lentamente en el agua con el dorso traslúcido orientado hacia el fondo y la mirada fija en la nada.

Wilde no salía de su asombro.

– ¿No dijiste que estos peces llevaban anticongelante en la sangre?

– Y así es -replicó Darryl con voz lastimera-, y eso es lo que los mantiene vivos en aguas tan frías, pero sólo en las profundidades. El hielo flota, ¿recuerdas?, y jamás baja hasta el bentos, donde viven ellos. Si estos peces llegan a entrar en contacto con el hielo, los cristales de hielo actúan como un agente diseminador y sobrepasan sus defensas.

– Jo, tío, lo siento un montón -se disculpó Osmond, sosteniendo el sombrero con ambas manos-. Jamás pensé que pudiera suceder algo así.

Miró a su alrededor, estudiando el rostro de los demás para ver si estaba metido en un aprieto.


– Está bien, tronco -dijo Calloway-. Si el pescadito no es lo bastante bueno para los probetas, todavía sigue siendo fetén para meterlo en la olla y hacer una buena bouillabaise.

– No, éste no -negó el biólogo-. Puedo descongelarlo y tomar una muestra de la sangre.

– ¿La sangre…? -inquirió Calloway, dubitativo-. ¿Y qué sacas de ahí?

– Esa sangre, amigo mío, contiene secretos que algún día el mundo se alegrará de poder usar.

El falso australiano tironeó al recluta de la manga, como si dijera: «Dejemos a esta panda de chiflados con sus locos experimentos». Los dos se escabulleron hacia la puerta.

– Seguro que tiene razón, doctor -convino antes de lanzarse al exterior, donde los atrapó una ráfaga del ululante viento y su correspondiente remolino de nieve.

Darryl se ayudó de unas tenacillas para coger al draco por la cola y sacarlo del agua para depositarlo con cuidado sobre la mesa. Estaba tan duro que se balanceaba un poco sobre la mesa.

– Ahora entiendo por qué no pones una alfombra de bienvenida a la puerta del laboratorio -dijo Michael.

– Y por eso mismo quiero un pestillo -replicó Hirsch.

Tomó el escalpelo y se sumergió en su trabajo de tal modo que era como si su amigo no estuviera allí.

Al cabo de un par de minutos, Michael se puso el equipo y salió para encontrarse con la tormenta en ciernes.

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

15 de diciembre


DABA LA IMPRESIÓN DE que la tormenta no estaba de paso, sino que había venido a quedarse encima de la base; eso hizo que la orden de confinamiento de Murphy permaneciera en vigor, para gran frustración de Michael. Nadie debía abandonar la estación bajo ningún concepto.

– Los cuerpos van a seguir congelados, estén donde estén -aseguró el jefe O´Connor-, y los perros, bueno, sabrán buscarse la vida y sobrevivir a la tormenta.

Michael debió aceptar su palabra a ese respecto.

La noticia de la muerte de Danzing había caído como un jarro de agua fría entre los habitantes de la estación y el comedor estuvo a rebosar durante el responso fúnebre en honor del musher. Plegaron la mesa de ping pong y la sacaron al pasillo para hacer sitio donde poner unas sillas de despacho, se ésas con ruedas, junto a los sofás; pero aun así fue imposible reunir asientos para todos. El resto de los reclutas y los probetas se sentaron en la moqueta que alfombraba el suelo de una pared a otra y se abrazaban con los brazos las rodillas recogidas. Murphy permaneció de pie delante de la pantalla de plasma del televisor, vistiendo una corbata negra sobre la camisa vaquera en señal de duelo.

– Muchos de vosotros conocíais a Erik mucho mejor que yo, lo sé. Por eso quiero dejaros tiempo para que todos podáis decir algo. -Michael casi había olvidado el nombre de pila de Danzing. Un apodo o un apellido solía bastar en ese aire colegial de la estación-. Pero nunca he conocido a nadie tan echado para delante y animoso, bueno, tal vez si exceptuamos a Lawson.

Hubo algunas risitas y el aludido, que estaba recostado contra la pared junto a Michael, Charlotte y Darryl, sonrió con timidez.

– Y en cuanto a esos perros, muchachos, él los adoraba como si fueran sus hijos. -Agachó la cabeza y la sacudió con tristeza-. No sé qué se torció ni lo que le pasó a Kodiak, si fue un tumor cerebral, unas fiebres, no lo sé, pero tengo la absoluta seguridad de que Danzing, digo Erik, lo entendería incluso ahora. Esos perros le querían tanto como él a ellos. -Hundió los dedos en el pelo y se pasó la mano por la cabeza-. Por esa razón vamos a encontrar al resto del tiro. Os lo prometo. Vamos a localizarlos por él.

– ¿Cuándo…? -gritó uno de los reclutas.


– Tan pronto como sea seguro -replicó O´Connor-, y en cuanto sepamos que no están infectados como Kodiak.

A Michael no se le había pasado por la cabeza la amenaza del contagio. ¿Y qué ocurría si los demás huskies habían contraído el mismo mal que el líder? ¿Y si todos se habían convertido en asesinos?

Murphy se miró el dorso de la mano para leer la chuleta del discurso.

– Ignoro cuánto sabéis sobre la vida de Danzing en el mundo real, pero para que quede constancia, me gustaría decir que estaba casado con una gran mujer, María, forense del condado… -La ironía inmediata del asunto le obligó a detenerse durante unos instantes-. Ella vive en Florida.

«En Miami Beach», recordó Michael.

– Ya he hablado con ella en un par de ocasiones y le he contado cuanto debe saber. Me pidió que bendijera en su nombre a cuantos estáis aquí abajo, en especial a Franklin, a Calloway y al tío Barney, por su maña en los pucheros al prepararle esos desayunos de sémola de maíz… Y a todos en general por vuestra amistad. Me dijo que jamás le había visto más feliz que cuando vino aquí abajo, a ponerse detrás de un trineo a tropecientos bajo cero. -Volvió a lanzar una mirada nerviosa a sus notas-. Ah, sí, y también me encomendó darle especialmente las gracias a la doctora Charlotte Barnes por lo duro que luchó para salvar a su marido…

Todos se volvieron hacia Charlotte, que apoyaba el mentón encima de los brazos entrecruzados sobre el pecho. Ella asintió de forma apenas perceptible.

– … y a Michael Wilde.

Aquello pilló fuera de juego al destinatario.

– Al parecer, Erik hablaba mucho sobre ti y lo famoso que ibas a hacerle.

– Haré cuanto esté en mi mano -contestó Michael lo bastante alto para que todos pudieran oírle.

– Le explicó a María que les estabas haciendo fotos a él y a los perros, a los últimos perros que van a verse por aquí, no necesito recordárselo a nadie, para publicarlas en esa revista tuya, Eco-World.

La cabecera era Eco-Travel, pero Michael no estaba dispuesto a corregirle.

– Así será -contestó Michael, apropiándose de la prerrogativa del editor. De hecho, tenía en mente intentar convencer a Gillespie de que pusiera una fotografía de Danzing y sus perros en la portada. Era lo menos que podía hacer por él.

Michael sólo era capaz de mantener la cabeza gacha y sumirse en sus propios pensamientos mientras Murphy desgranaba algunos detalles más sobre la vida de Erik Danzing, pues, al parecer, había tenido un millón de trabajos diferentes, desde apicultor y empleado en una perrera hasta conductor de vehículos en una funeraria; «allí fue donde conoció a María», explicó el jefe O´Connor.

Michael tenía intención de conseguir la dirección postal de María antes de abandonar la base antártica. El collar de dientes seguía en su poder y deseaba enviárselo en cuanto estuviera de vuelta en el mundo civilizado. Tal vez incluso con alguna de las fotografías que le había hecho a su esposo, en todo el esplendor de su gloria, mientras guiaba el trineo en plena tormenta.

Y también tomó conciencia de que debía telefonear cuanto antes a la casa de los Nelson, en Tacoma. Deseaba tener noticias de cómo había tenido lugar el traslado y si había el menor indicio de recuperación por parte de Kristin ahora que estaba en su antigua casa. Él sabía a la perfección cuál iba a ser la respuesta, y también que sería Karen quien se la diera, pero aun así, tenía la sensación de que era su deber comprobarlo, y entonces se preguntó cuánto tiempo más iba a prolongarse todo aquello. Hasta donde él sabía de comas y estados vegetativos, Kristin podía seguir así de forma indefinida.

El tío Barney se sonó los mocos ruidosamente con un pañuelo rojo a escasa distancia de él cuando Murphy se puso a contar la historia de una colosal comida que Danzing se había metido entre pecho y espalda.

A continuación, Calloway se puso de pie para detallar una larga y divertida anécdota sobre la vez en que había intentado meter al difunto en un traje estándar de submarinismo. Betty y Tina hablaron de la gran ayuda que les había prestado mientras intentaban descargar unas muestras de hielo en medio de una tormenta furibunda.

Michael escuchó la ventisca que arreciaba y aullaba alrededor de las angostas ventanas y los ondulados muros de metal del módulo donde se hallaban. Podía amainar en una hora o prolongarse durante una semana. Algo sí había aprendido del Polo Sur: carecía de sentido apostar.

Murphy llevó la batuta al rezar un padrenuestro con voz entrecortada después de que hubieron hablado todos los presentes. Tras unos breves momentos de silencio, Franklin se sentó frente al piano de la esquina e interpretó una enardecida versión de Old time rock´n roll, el viejo éxito de Bob Seger, y uno de los temas favoritos de Danzing. Franklin logró darle a la pieza una interpretación llena de vitalidad y fueron muchos los que corearon el estribillo:

-Today´s music ain´t got the same soul. I like that old time rock ´n´ roll. Don´t try to take me to a disco… [15]

Cuando terminaron la canción, el tío Barney anunció que se marchaba a preparar una buena comida de sémola de maíz con carne en honor a Danzing. Lo serviría todo en el comedor.


Estaban saliendo cuando Murphy les hizo señales a Michael y a Lawson para que se acercaran:

– Eh, vosotros, ¿alguien ha visto a Ackerley por alguna parte?

Era muy fácil no percatarse de la presencia del Gnomo en una habitación incluso aunque estuviera presente, pues siempre se comportaba con gran sigilo y retraimiento, pero Michael debió admitir que no recordaba haberle visto.

– Probablemente les estará hablando a sus plantas y habrá perdido la noción del tiempo -replicó Lawson.

O´Connor asintió, dejando claro que pensaba lo mismo, pero dijo:

– ¿Os importaría ir a echar un vistazo y comprobar si está bien? Acabo de intentar hablar con él por el interfono, pero no lo coge.

A Michael le apetecía mucho reunirse con Charlotte y Darryl en el comedor, pues se le había ido el santo al cielo en lo tocante a las comidas tras pasarse el día entero en su cuarto tomando notas para el reportaje. Sin embargo, difícilmente podía negarse.

– No os preocupéis -apuntó Murphy-, os guardaremos algo de cena. -Se volvió hacia Lawson-. Por cierto, ¿cómo está tu pierna? ¿Aguantas bien de pie?

Michael recordó entonces las palabras de Charlotte: a Lawson se le había caído el equipo de esquí sobre el tobillo.

– Está bien, no da muchos problemas. Además, lo que no se usa, se atrofia.

Bill Lawson siempre tenía ese punto de más, ese toque de entrenador gritando consignas en la banda mientras se juega el partido clave de la temporada.

– Quizá prefieras usar bastones de esquí -terció Murphy-. Las rachas de viento alcanzan los ciento treinta kilómetros por hora.

Lawson se mostró de acuerdo, por lo que ambos se vistieron y tomaron unos bastones de la consigna de la oficina, y mientras todo el grupo se dirigía hacia el iluminado comedor, ellos dos se dirigieron en otra dirección, hacia la inhóspita y oscura explanada donde el viento levantaba pequeños ciclones de nieve y hielo y los zarandeaba de un lado para otro como si fueran simple hojarasca. Algunos golpes de aire fueron tan fuertes que Michael acabó estampado contra una pared o valla semienterrada, no logró identificarla, y se vio en la necesidad de esperar a que remitiera un poco la intensidad del vendaval para erguirse y continuar adelante, pero el huracán no cesaba nunca.

Había ocasiones en la Antártida en donde sólo deseabas quietud, paz, una tregua temporal por parte de los elementos, una oportunidad de que todo estuviera en calma para poder respirar hondo y alzar la vista hasta el cielo. El firmamento antártico podía ser realmente hermoso, parecía imposible concebir algo más perfecto siendo como era de un añil prístino, como un cuenco cocido a fuego lento hasta obtener ese esmalte de intenso color azul. Otras veces, como en el momento presente, el brillo de ese cuenco se había difuminado hasta convertirse en un fulgor mortecino tan vasto que resultaba imposible apreciar dónde se hallaban los límites entre aquel continente infinito y el vacío cielo, dónde estaba la frontera entre arriba y abajo.

Los bastones habían sido una gran idea. El periodista llegó a pensar que él no hubiera podido mantenerse en pie si no hubiera sido por ellos y que Lawson, con un tobillo dañado, no habría dejado de dar un traspié tras otro. De hecho, Wilde había tenido la precaución de caminar varios metros por detrás de su compañero, no fuera a caerse hacia atrás, echarse a rodar y le arrollara.

Si un remolino derribaba a alguien mientras andaba sobre una superficie helada, el desdichado no dejaba de rodar como una pelota hasta chocar contra algún obstáculo que al fin le frenaba. Una mañana había visto a un probeta llamado Penske, un meteorólogo, pasar dando vueltas por delante del módulo de administración hasta golpearse con el palo de la bandera, al cual se había agarrado como si le fuera la vida en ello.

De vez en cuando se frotaba los cristales de las gafas con los guantes para retirar los copos de nieve, y por un momento se le ocurrió la humorada de hacer una pequeña fortuna comercializando en el Polo Sur gafas protectoras con un pequeño limpiaparabrisas incorporado.

Tuvo ganas de llamar a Lawson para interesarse por su pierna en más de una ocasión, quería saber si estaba bien o prefería regresar, pero sabía que el viento iba a llevarse sus palabras nada más pronunciarlas y la temperatura era lo bastante baja como para que se le helaran y se partieran los dientes si mantenían la boca abierta demasiado rato.

Pasaron por delante del laboratorio de glaciología, donde Michael echó un vistazo por si veía a Ollie, pero el págalo ya había aprendido a permanecer dentro del cajón de embalaje durante noches como aquélla. También distinguió a su paso el de biología marina y el de climatología hasta que Wilde vio por fin cómo Lawson torcía hacia la izquierda y se encaminaba en dirección a una especie de gran remolque achaparrado al que la herrumbre había tiznado de rojo; descansaba sobre unos bloques de hormigón ligero fijados al permafrost y una luz brillante refulgía a través de los estrechos ventanales.

Lawson se detuvo a frotarse el tobillo dolorido debajo del tosco enrejado de madera que enmarcaba la rampa de subida e hizo señas a Michael de que se acercara. La puerta era una abollada placa metálica llena de rozaduras y cubierta por las desteñidas calcomanías de Phish, un grupo de rock.

Wilde llamó varias veces con el puño y, tras haber avisado de su presencia, empujó la puerta y se coló dentro.

Los cristales de las gafas se le empañaron de inmediato y debió subírselas sobre la frente a fin de poder ver; luego, se echó hacia atrás la capucha, apartó unas gruesas cortinas de plástico y las traspasó, encontrándose con un mar de estanterías y armarios de unos dos metros de altura, casi todos abarrotados de muestras de musgo y líquenes de la zona. En cada balda o en cada mueble era posible ver unos pocos rótulos blancos escritos con trazos delgados e inseguros. Unos tubos fluorescentes parpadeaban en el techo y en algún lugar de aquella impenetrable maraña de estantes sonaban unos bafles de baja calidad, reproduciendo el sonido metálico de guitarras en una interminable sesión de música improvisada.

Detectó algo más al aguzar el oído: un sonido acuoso, similar a un resuello ahogado. Cuando su acompañante traspasó la entrada, el periodista actuó de forma instintiva y le hizo una señal para que guardara silencio. Lawson pareció quedarse confuso, pero Michael le indicó mediante señas que no se moviera de su posición, junto a la puerta. Luego, y sin soltar los bastones de esquiar, comenzó a abrirse paso por el dédalo de armarios. «¿Cómo va a estar aquí otro de los perros?», se preguntó. «¿Y si es más de uno? ¿Debo dar media vuelta y avisar al jefe O´Connor para que envíe refuerzos?». También sopesó la posibilidad de que Ackerley estuviera metido en algún lío y necesitase ayuda de forma inmediata.

El volumen de la música iba en aumento conforme se acercaba, pero además seguía ese extraño sonido tan similar al que se oye cuando alguien bebe a lengüetazos, o mejor aún, sorbe la sopa o los cereales con mucha leche. ¿Y si era eso? ¿Y si Ackerley se estaba comiendo unos Corn Flakes mientras se pegaba un bailoteo?

Michael se hallaba entre dos armarios imponentes. Uno estaba etiquetado como «Morrena glaciar, cuadrante SO», y en el rótulo del otro podía leerse: «Especímenes de Stromviken». Escuchó desde esa posición. Alguien masticaba, y desde luego no eran cereales. Por el sonido, parecía un estofado. Pero ¿por qué comerse una porquería recalentada en el laboratorio cuando el tío Barney servía una cena estupenda en honor al difunto?

Echó un vistazo a través de los estantes y alcanzó a ver una gran mesa de laboratorio no muy diferente a la de Darryl: un par de fregaderos, un microscopio y varias botellas de productos químicos. Sin embargo, no había nadie sentado en el taburete.

Volvió a mirar, y entonces descubrió volcadas un par de macetas; es más, una de ellas se había hecho añicos al estrellarse contra el suelo. Un iPod descansaba encima de un anaquel, acunado entre sus minúsculos altavoces. Michael salió de entre los armarios y se acercó a la mesa del laboratorio. Los sonidos de masticar y sorber procedían de algún otro sitio, y a menos altura, cerca del suelo. Vio las puntas de las botas de goma con los cierres abiertos nada más doblar la esquina. Aferró los bastones con más fuerza.

El ruido de succión se transformó en otro de desgarro, como cuando se despedaza la carne. Siguió avanzando hasta dar toda la vuelta a la mesa. Lo primero de todo vio unos hombros enormes cubiertos por una camisa de franela a punto de reventar. Un hombrón permanecía inclinado sobre un cuerpo. Estaba muy atareado. Michael habría pensado que se trataba de Danzing en ese primer momento de no haber estado bien seguro de…

… que éste había muerto.

Alzó uno de los bastones puntiagudos.

– Eh, tú, deja ya eso… -gritó, pues no tenía mejor forma describir ese comportamiento.

Aunque no tardó en averiguar qué mantenía tan atareado a ese sujeto.

El hombre acuclillado volvió la cabeza con sobresalto. La barba estaba tan ensangrentada que parecía que se la habían pintado de rojo con una brocha. También tenía los ojos inyectados en sangre y parpadeaba sin cesar.

Michael retrocedió a causa de la sorpresa mientras el hombre soltaba un gruñido y se abalanzaba sobre él de un salto. Uno de los bastones salió volando e impactó contra un armario.

– ¿Qué pasa ahí? -chilló Lawson, y empezó a abrirse paso por el laberinto de estantes, dándose golpes contra ellos.

El hombre sujetó a Wilde por el cuello casi como si quisiera algo. «Pero ¿qué quiere? ¿Ayuda?», dijo Michael para sus adentros. Entonces, soltó por la boca una vaharada de olor a sangre y a putrefacción. Y lo peor de todo era que el agresor que rasgaba la tela de la camisa de Michael era Danzing: muerto, helado, con la garganta destrozada por los colmillos de Kodiak.

El periodista retrocedió a trompicones hasta impactar contra otro montón de baldas. Él y su agresor cayeron al suelo en medio de una lluvia de tierra y semillas. Michael le cruzó la cara con el mango del bastón, deseando tener a mano algo más contundente con lo que poner fin a un forcejeo que acabó con el rostro de Danzing sobre el suyo, lo cual le permitió ver sus dientes manchados de sangre y unos ojos negros llenos de rabia y también de un pesar infinito, aunque eso Michael lo aquilató más tarde, cuando tuvo tiempo para darle vueltas a toda la escena.

De pronto, otro bastón de esquiar pasó zumbando junto a la mejilla de Michael tras abrirle un agujero en el hombro a Danzing. Éste se revolvió hacia atrás y nada más ver a Lawson se precipitó contra él, pero resbaló al pisar las semillas diseminadas por el piso. Michael aprovechó la ocasión para rodar sobre sí mismo e incorporarse a duras penas. Entretanto, Danzing tiró al suelo a Lawson de un empellón para quitárselo de encima. Éste quedó despatarrado sobre el suelo, desde donde se defendió como gato panza arriba, agitando los bastones como un poseso.

En lugar de reanudar el ataque, el musher se alejó a trompicones y se puso a mover los brazos como un simio mientras derribaba cuantas baldas se encontró en su camino en medio de una nube de tierra, semillas y arenilla. A su paso dejó un reguero de colgadores y estantes tirados.

Michael trepó por encima de los restos y se abrió camino hasta llegar a las cortinas de plástico y luego traspasó la puerta, desde donde sólo fue capaz de atisbar un manchón de sangre en la rampa y una figura oscura que cruzaba a tientas por delante de la celosía de madera y se perdía en la vorágine de la tormenta.


15 de diciembre, 22:30 horas


– ¿Qué puñetas me estáis diciendo? -les espetó el jefe O´Connor a Michael y Lawson cuando le arrinconaron en la cocina. El tío Barney estaba terminando de freír la cena no muy lejos de allí, y podía oírlos-. ¡Danzing está muerto, por el amor de Dios!

– No lo está -repitió Michael en voz baja y sin perder la templanza-. Eso es lo que intento decirte.

– ¿Tú también le viste? -inquirió Murphy a Lawson en busca de que le confirmase lo imposible.

– Sí, yo también.

Lawson lanzó una mirada a Michael, urgiéndole a continuar. Aquél añadió:

– Y ha matado a Ackerley. -Murphy se quedó pálido como la cal y por un momento dio la impresión de que iba a tragarse la lengua-. Encontramos a Ackerley en su laboratorio. Ya estaba muerto para entonces. Danzing se estaba ensañando con el cuerpo. De hecho, ahora mismo está en algún lugar de ahí fuera.

Murphy apoyó la espalda contra un frigorífico, incapaz de procesar cuanto le estaban contando, y Michael no podía culparle por ello. Tampoco él lo creería fácilmente de no haberlo visto con sus propios ojos, de no haber sido él quien hubiera sufrido el ataque del musher.

– Así pues, no está en la bolsa de cadáveres -observó Murphy, pensando en voz alta- ni en el almacén de muestras donde le dejamos.

– No, no está ahí -respondió Lawson.

– Y Ackerley está muerto -repitió el jefe O´Connor, como si todavía intentase digerir la terrible noticia.

– Muy cierto -le confirmó Michael-. Tal vez deberíamos ir a por Danzing antes de que se aleje demasiado.

– Pero si se ha vuelto loco como una cabra y se queda ahí fuera, se quedará tieso como un pajarito, ¿no? -apuntó Murphy, como si se aferrara al último rayo de esperanza.

Michael no supo qué contestar a eso. El razonamiento parecía perfectamente lógico. Un demente sin llevar siquiera un sombrero de protección debía morir expuesto a semejantes temperaturas, o por caerse en alguna grieta. El problema era que ya nada tenía sentido. Él había estado presente en la enfermería mientras expiraba y había visto a Charlotte escribir la hora de la defunción. Quienquiera que anduviera en la tempestad no tenía por qué ser Danzing necesariamente, aun cuando él no sabía qué nombre darle.

– ¿Qué hicisteis con el cuerpo de Ackerley? -inquirió Murphy mientras hacía todo lo posible por recobrar la serenidad.

– Lo dejamos donde lo encontramos -contestó el periodista-. Charlotte debería examinarlo lo antes posible, y entonces, quizá deberíamos guardarlo en algún sitio.

– Si me permiten, caballeros -se excusó el tío Barney mientras pasaba entre el tercero y abría el frigorífico para coger mantequilla.

Se marchó enseguida a una posición desde la cual no podía escucharlos, y ellos retomaron la conversación.

– Sí, pero no en el mismo lugar que el último -repuso el jefe O´Connor con un hilo de voz-. A éste vamos a meterlo en la vieja cámara frigorífica de carne, la de ahí fuera. Si la doctora le echa un vistazo y resulta que también se equivoca, no me apetece que éste se ponga a correr por ahí como el otro. -Él mismo fue consciente de sus palabras y se refrenó, y luego dijo-: Ya sabéis a qué me refiero. Erik era un tipo genial y Ackerley también era un buen compañero, pero todo este maldito asunto es un auténtico espanto, es horroroso… -Murphy dejó de hablar porque le falló la voz. No era capaz de procesar todo cuanto se le venía encima.

Wilde no creía que Charlotte se hubiera equivocado al certificar la muerte del musher. Eso resultaba imposible de aceptar. Danzing había muerto, y no sabía cómo había revivido, aunque él no estaba preparado para mantener esa discusión en aquel momento. Ni ellos. Lawson se inclinó para atender su tobillo lesionado, pues parecía resentirse tras la escaramuza habida en el laboratorio de botánica y de pronto, el pelo de Murphy parecía tener más canas que nunca.

– Ya puestos, podemos buscar al mismo tiempo a la Bella Durmiente y al Príncipe Azul -apuntó Michael, deseoso de conseguir el permiso del jefe O´Connor.

– Y no te olvides de los perros del trineo -añadió Lawson-. Vamos a tener una auténtica pesadilla de papeleo como la NSF llegue a enterarse de que hemos perdido los perros que había prohijado el pobre Danzing, el último equipo que nos habían permitido tener…

– Danzing solía ejercitarlos haciéndoles correr hasta Stromviken -empezó Wilde-, y el tiempo ha mejorado, para variar. La tormenta empieza a amainar.

– No por mucho tiempo -repuso Murphy-. El último informe habla de otro frente. Mañana mismo lo tendremos aquí a primera hora de la tarde.

– Razón de más para ponerse manos a la obra -insistió Michael. Lawson asintió.

– ¿Y qué hay de ti tobillo? -preguntó Murphy O´Connor-. Tiene pinta de que no deberías forzarlo.

– No tengo problema para ir en motonieve, y si al final los encontramos, los perros o los cuerpos, al menos sé traer el trineo de vuelta a la base.

– De acuerdo -cedió el jefe O´Connor, como si hubiera decidido no discutir más sobre ese tema-, pero no esta noche. Esperaremos a que se estabilice el tiempo y mañana a primera hora, si la climatología lo permite, os preparo un viaje hasta la estación ballenera. -Echó mano al walkie-talkie que llevaba sujeto a la cintura y agregó-: Voy a decirle a Franklin que aparque junto a la bandera dos motonieves con el depósito lleno y listas para partir a las nueve.

CAPÍTULO TREINTA Y DOS

15 de diciembre


SINCLAIR SE HABÍA MARCHADO hacía horas, y aunque la posibilidad de que sufriera un percance que le impidiera regresar junto a ella era uno de los mayores temores de su compañera, Eleanor también tenía el talante con el cual iba a volver. Estaba de un humor de perros en el momento de su partida. Esa tormenta sin fin le había desquiciado y el confinamiento obligado en aquella iglesia helada le había irritado mucho.

– ¡Maldito sea este lugar infernal! -había aullado. Sus palabras reverberaron en la capilla abandonada y chocaron contra las gastadas vigas del tejado-. ¡Malditas sean estas piedras y malditos sean estos maderos!

Había agarrado un candelabro del altar y lo había arrojado al suelo, donde había rodado con gran estrépito. Los talones de sus botas resonaban cuando golpeteaban contra el piso de la nave. Había arrancado una puerta rota y la había lanzado hacia el camposanto para luego proferir sus imprecaciones contra el cielo plomizo, obteniendo por toda respuesta el coro de lúgubres aullidos de los huskies, aovillados entre lápidas y losas.

Eleanor le temía en especial cuando perdía los papeles y elegía a todo lo sagrado como blanco de sus bravatas. La joven estaba convencida de que Sinclair había recibido una respuesta en Lisboa y ella no tenía el menor deseo de oír de nuevo el veredicto.

– ¿No deberíamos meter los perros en la iglesia, Sinclair? -se aventuró a sugerir, apoyándose en la jamba de la rectoría-. Están desprotegidos. Morirán ahí fuera…

El interpelado movió la cabeza como si el cuello fuera un resorte, permitiéndole a la joven apreciar en los ojos de su compañero ese brillo enloquecido y febril que había visto por vez primera en Scutari.

– Me encargaré de que entren en calor -gruñó.

Se puso el sobretodo y salió dando grandes zancadas para perderse en la tormenta. No se molestó en cerrar la puerta al salir. Parecía inmune a los elementos hostiles. Una nube de hielo y nieve se arremolinó en torno a la iglesia. Ella escuchó ladrar a los canes mientras Sinclair los enganchaba al trineo.

Eleanor se arrebujó en ese abrigo suyo, el de la tela milagrosa, y se acercó a cerrar la puerta. Había contemplado cómo azuzaba con insultos a los perros desde la parte posterior del trineo, que avanzó colina abajo hasta desaparecer de su vista. Entonces, ella apoyó su peso contra la tosca madera y empujó hasta cerrar la puerta que él se había dejado abierta.

El esfuerzo la debilitó tanto que se dejó caer sobre la última bancada. Temía estar a punto de desmayarse, razón por la cual apoyó la cabeza en el respaldo del asiento de delante y se tomó un respiro. La madera estaba fría y no era lisa del todo. Eso le alertó y estudió la superficie. Había unos signos grabados a arañazos en el respaldo. ¿Sería un nombre? Las letras estaban desdibujadas por el tiempo y en todo caso, fuera lo que fuese, no estaba escrito en inglés. Todo cuanto podía distinguir era algunos números cuyo orden parecía sugerir una fecha: 25.12.1937. El día de Navidad de 1937. Un simple vistazo le bastó para recordar y empezó a devanarse los sesos. Ella y Sinclair se habían embarcado a bordo del Coventry para realizar ese viaje aciago en 1856. Y si esa inscripción, los números del banco, era una fecha, la habían grabado ochenta y un años después de que los marineros la hubieran arrojado al océano.

Ocho décadas era tiempo suficiente para que hubieran muerto todas las personas que la conocían y a quienes ella conocía.

Ese lugar estaba abandonado desde hacía muchos años, tal vez incluso décadas, y ella siguió calculando: ¿cuánto tiempo podía haber transcurrido? ¿Cuánto tiempo había dormido en el seño del iceberg, en el fondo del océano? ¿Habían pasado siglos? ¿Qué mundo era ése en el que ahora, para su desgracia, había revivido?

Se despojó de un guante y acarició los trazos de la fecha con las yemas de los dedos, como si pudiera sentir la verdad que rezumaban los mismos. Al principio le incomodaba hasta el mismo sentido del tacto, y aún no se había habituado a sentir el menor contacto físico, pues tras haber pasado tanto tiempo en su prisión helada, le resultaba extraña incluso su propia piel. Por supuesto, siempre estaba la cuestión del decoro. En su fuero interno, ella no daba valor alguno a esa unión furtiva y abortada en la iglesia portuguesa.

Y ahora, en este frío y terrible lugar donde había ido a parar, no quedaba nada capaz de reverdecer las ascuas de ese fuego o nutrir un solo pensamiento de calidez.

Pero Eleanor sabía en el fondo de su corazón que había otro obstáculo en el camino, algo que siempre había estado allí como perenne recordatorio: el omnipresente reproche de lo sucedido, y aunque era precisamente eso lo que la unía a Sinclair, probablemente para toda la eternidad, eso era lo que los separaba. Cada uno veía una necesidad más urgente y un deseo imperativo en la palidez extrema y en la mirada desesperada del otro. Era revelador que sus labios parecieran yermos, sus dedos fueran carámbanos y sus corazones permanecieran guardados, como espadas en sus vainas.

Poco había cambiado desde Crimea en ese aspecto. Todo cuanto ella conocía desde entonces eran privaciones.


Escaseaba todo lo necesario en un hospital: vendas, mantas, medicinas y cojines de uso clínico para apoyar el resto de las extremidades después de una amputación. Eso fue lo primero que descubrieron las enfermeras de Nightingale nada más llegar al hospital de campaña en Scutari, un nombre derivado de su primera denominación: Selimiye Kilasi, el cuartel de Selimiye, pues había pertenecido al ejército turco. La enfermera Ames jamás había vivido no concebido una miseria como la que se encontró allí y algunas de las compañeras manifestaron su asombro por el modo en que el ejército británico trataba a sus heridos, y eso que ellas procedían de mundos más duros, pues habían trabajado en asilos de beneficencia y en prisiones. Combatientes lisiados en el campo de batalla no recibían ningún tipo de asistencia ni se les proporcionaba medicina de ningún tipo, y allí se quedaban, incapaces de moverse por su cuenta ni de alimentarse. Los soldados enfermos de disentería, los que sufrían una diarrea incontrolable o las víctimas de la misteriosa fiebre hemorrágica de Crimea -que había diezmado las filas de un modo atroz- yacían tirados en pasillos atestados o en duros camastros empapados de sangre, implorando en vano un vaso de agua. Las cloacas de debajo del hospital emitían un hedor insoportable, pero era tal el frío que se le colaba por las ventanas rotas que los hombres habían optado por tapar los agujeros con paja, lo cual intensificaba la pestilencia en las salas. Varias de las enfermeras, las más delicadas, se contagiaron enseguida y se convirtieron desde el principio en una carga en vez de una ayuda.

El primer encargo de las enfermeras entre las cuales se contaban Eleanor y Moira fue el de zurcir sábanas y lavar la ropa de las camas. Se indignaron. No habían acudido a Crimea con tal fin, ellas habían venido para atender a los heridos y asistir a los cirujanos en las operaciones y al staff médico en general, pero había un clima de hostilidad y recelo muy grande por parte de los doctores, y éstos se negaron a admitirlas en muchas salas o no aceptaban su colaboración cuando conseguían el acceso a las mismas.

– Esos tipos del alto mando se piensan que vamos a robarles los gemelos -comentó Moira con disgusto al no poder entrar en una habitación llena de heridos-. Estoy escuchando a esos desgraciados vertidos con harapos suplicar por un poco de agua o una gota de morfina y allí estoy yo, a menos de diez pasos. ¿Y qué hago? Remendar un agujero del calcetín.

La falta de combatividad y de agresividad por parte de la superintendente Nightingale dejó perpleja a la enfermera Ames en un primer momento, pero no tardó en comprobar la sagacidad de ésta. El ejército británico tenía unos usos centenarios y parecían escritos en piedra por lo inamovible de los mismos. La superintendente era consciente del desafío que representaba su presencia y lo limitó al máximo, evitando la confrontación hasta el límite de lo posible, y así, poco a poco, sin alarmar a nadie, fue extendiendo las responsabilidades y las tareas de su equipo. En cuanto los altos mandos vieron la utilidad de tener ropa y vendajes limpios, apreciaron lo ventajoso de tener preparados té caliente, cereales, caldo de pollo o de ternera y jalea que las enfermeras preparaban en una improvisada cocina. Y las enfermeras de batas sin forma y gorras estúpidas no tardaron en ser bendecidas por los soldados, hombres mutilados y agonizantes que muchas veces morían lejos del hogar, tirados sobre mantas raídas.

Pero fue Florence Nightingale en persona quien se ganó el corazón y la admiración de todos. Entraba sin mostrar miedo alguno en las salas atestadas por víctimas de la fiebre, a las cuales no acudían ni los mismos médicos militares. La postura de los galenos era la siguiente: los infelices de las salas de apestados sobrevivirían o sucumbirían a la enfermedad por sus propias fuerzas, razón por la cual no tenía sentido alguno que también ellos se expusieran a un posible contagio. Desde tiempos inmemoriales, los oficiales habían recibido las mejores atenciones y todos los medios disponibles mientras que los soldados rasos de cualquier cuerpo y todos los de infantería sufrían las más horribles agonías sin recibir apenas atención médica, pero Florence Nightingale atendía a los heridos por igual, ya fueran aristócratas o simples reclutas. Se granjeó pocos amigos entre los oficiales al quebrantar un protocolo tan antiguo, y aquéllos la vieron como una traidora a los de su propia clase, pero obtuvo a cambio la devoción imperecedera de las tropas y de la propia Eleanor.

Durante su cuarta noche en Scutari, la superintendente acudió en busca de la joven Ames para pedirle que le acompañara en su ronda mientras ésta rellenaba una jarra de agua de un manantial que chorreaba unos hilillos amarillentos de líquido turbio y apenas potable. La dama lucía un largo vestido gris y llevaba el pelo recogido con un pañuelo blanco. Sostenía una lámpara por el asa curva situada en la chata base de latón.

– Y trae esa jarra de agua, por favor.

La señorita Nightingale le dirigía la palabra en contadas ocasiones, por lo cual ella se apresuró a llenar la jarra hasta el borde, se puso debajo del brazo un rollo largo de vendas y la siguió dócilmente. La joven estaba exhausta después de otro día extenuante, pero no pensaba renunciar a esa oportunidad a pesar de haberse pasado horas y horas de pie. El hospital de campaña era enorme y un recorrido por todas las habitaciones como el que la superintendente realizaba cada noche debía de suponer una distancia superior a los cinco kilómetros. Los camilleros y los doctores más hostiles a su presencia se apartaban dondequiera que llegaran Nightingale y su asistente, y en cambio, las dos mujeres eran recibidas con murmullos de agradecimiento y señales de respeto por parte de los soldados enfermos.

Un muchacho de no más de diecisiete años sollozaba tendido en una yacija, lamentando la pérdida de ambas piernas por debajo de la rodilla. LA señorita Nightingale se detuvo para consolarle y se despidió de él con un beso en la frente. Luego, ofreció un vaso de agua a otro soldado que había perdido un ojo y un brazo durante el combate; el hombre lo sostuvo con la temblorosa mano izquierda, y por un momento, Eleanor debió preguntarse si ese tembleque era debido a la debilidad o al hecho de que una dama de buena cuna atendiera a alguien como él.

Las mayoría de las habitaciones estaban a oscuras, sin otra luz que la de la luna llena filtrándose por las ventanas rotas y los postigos caídos, razón por la cual la enfermera Ames debía vigilar donde ponía el pie a fin de no pisar a un enfermo dormido ni a un muerto. La superintendente era una mujer liviana y de porte erguido, dotada de una capacidad singular para moverse con pie firme entre aquel dédalo de catres y pacientes. El tenue resplandor de su lámpara caía como una bendición sobre aquellos rostros sucios, ensangrentados y amoratados. En más de una ocasión, la joven vio cómo un soldado se apoyaba sobre un muñón a fin de inclinarse y besar el aire después de que hubiera pasado Nightingale. ‹Dios mío, están besando su sombra›, se maravilló.

La señorita Florence se detuvo varias veces para servir un trago de agua fresca a un enfermo sediento o sustituir un vendaje indecente por uno nuevo, pero en la mayoría de las ocasiones apenas podía ofrecer más que una sonrisa o una palabra de consuelo al pasar, dada la vastedad del hospital y las necesidades, que eran un pozo sin fondo. A Eleanor le quedó claro que esa ronda nocturna era una especie de pacto sellado entre la señorita Nightindale y los soldados, y la muchacha se sintió una privilegiada por poder presenciar el rito, aunque al mismo tiempo siempre tenía el corazón en un puño a causa del miedo.

Buscaba con la mirada al teniente Sinclair Copley en todas las habitaciones donde entraba y en cada cama junto a la que pasaban. Se moría de ganas de verle y al mismo tiempo temía en qué estado le encontraría si alguna vez le llevaban hasta el hospital. Revisaba las listas de ingreso todas las mañanas, a pesar de saber que estaban incompletas y confeccionadas de cualquier manera, y eso en el mejor de los casos, y además, el teniente podía haber ingresado inconsciente, mudo a causa de un golpe o delirando de fiebre. Eleanor había hecho todas las pesquisas posibles hasta enterarse de que lord Lucan y el conde de Cardigan habían destinado al regimiento de lanceros al sitio de Sebastopol, pero ahí acababa su información, pues las noticias del frente llegaban a cuentagotas y eran tan poco fiables como las listas de ingresos del hospital.

Estaban a punto de completar la ronda y cruzaban la última de las habitaciones cuando Eleanor creyó oír su nombre. La muchacha se detuvo y Nightingale alzó la lámpara con diligencia para que la luz iluminase más espacio. Alzaron la cabeza una docena de soldados que descansaban sobre el armazón de una cama. Todos las miraron, pero ninguno de ellos despegó los labios.

Eleanor escuchó de nuevo esa llamada y entrevió en el rincón más lejano de la sala una figura cubierta por una sábana gastada por el uso. El hombre estaba debajo de una ventana sin cristales y tenía el rostro vuelto hacia ellas.

– ¿Es usted, señorita Ames?


La interpelada no reconoció a la persona que le hablaba, pues una capa de mugre le cubría el rostro, pero identificó la voz enseguida.

– ¿Teniente Le Maitre? -contestó al tiempo que se acercaba.

La figura soltó una risilla entre dientes hasta que se echó a toser.

– Con Frenchie basta.

– ¿Es un conocido suyo? -inquirió la señorita Nightingale, que había seguido a Eleanor hasta la cama del herido.

– Sí, señorita. Es miembro del 17º regimiento de lanceros.

– En tal caso, voy a dejar que le visite usted -contestó ella con voz dulce-. De todos modos, prácticamente ya hemos terminado por esta noche. -La superintendente tomó del alféizar un cabo de vela, lo encendió con la lámpara y se la entregó a Eleanor-. Buenas noches, teniente.

– Buenas noches, señorita Nightingale. Y que Dios la bendiga.

Florence agachó la cabeza con humildad y se dio media vuelta para luego echar a andar con sus largas faldas haciendo frufrú mientras culebreaba entre heridos, camas y catres.

Eleanor colocó el candil al borde de la ventana y se arrodilló junto al camastro. Frenchie siempre había ido muy acicalado y bien vestido, pero ahora vestía una camisa blanca hecha jirones con pinta de ser un nido de piojos. El pelo largo y sucio le caía a mechones sobre una frente brillante a causa de la fiebre. Tampoco iba afeitado y su piel húmeda emanaba una palidez verdosa incluso a la luz tenue de la vela.

Eleanor había visto a cientos de hombres de tal guisa y aquello tenía muy mala pinta. Se apresuró a tomar una venda limpia y humedecerla en el agua restante para usarla como paño para enjugarle el sudor de la frente. Le hubiera gustado mucho haber traído una camisa limpia para poder quitarle aquella tela infestada de piojos. La sábana le colgaba de forma hueca por debajo de la cintura.

– ¿Padeces de fiebres o te han herido?

El enfermo reclinó la cabeza sobre el catre y retiró la sábana para dejarle ver sus piernas. La derecha estaba ensangrentada y llena de cicatrices, pero la izquierda tenía peor aspecto: a la altura de la espinilla asomaba un hueso amarillento por debajo de la piel, surcada de estrías cárdenas.

– ¿Te alcanzaron? -inquirió ella con horror, y se avergonzó de pensar inmediatamente en Sinclair. Había luchado junto a Frenchie en la misma batalla.

– Me dispararon y mi caballo se precipitó barranco abajo -le explicó-. Rodamos por la pendiente y él acabó encima de mis piernas.

La muchacha humedeció la tela otra vez y después formuló la pregunta que realmente le interesaba, la única que deseaba hacer.


– Sinclair no estaba allí. Le vi por última vez mientras cabalgaba con Rutherford y el resto del regimiento en dirección a un lugar llamado Balaclava. -Frenchie volvió a cubrirse las piernas con la sábana; después, se pasó la lengua por los labios-. Tengo la cantimplora debajo de la cama.

Ella asintió y se puso a tantear. Un bicho de muchas patitas le correteó por encima de la mano mientras rebuscaba por los alrededores, pero al final la encontró y le desenroscó el tapón para que pudiera beber lo que a juzgar por el olor era ginebra. Ella sostuvo la boquilla junto a los labios y él bebió un largo trago, y luego otro. Después cerró los ojos.

– Debería haber imaginado que tú serías una de las enfermeras -murmuró.

– ¿Qué quieres que haga por ti? Me temo que ahora no llevo casi nada encima.

– Ya lo has hecho… -contestó.

– Mañana regresaré durante mi guardia y te traeré una camisa y una sábana limpias y una buena navaja.

Él alzó la mano unos centímetros para hacerla callar.

– Lo que de veras me gustaría es poder escribir a mi familia.

Era una petición de lo más frecuente.

– Traeré papel y pluma -le aseguró Eleanor.

– Que sea lo más pronto posible -repuso él, y la muchacha supo la razón de tanta prisa.

– Ahora descansa, Frenchie -dijo ella, y se levantó tras estrecharle el hombro con una mano-. Mañana por la mañana nos vemos.

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

16 de diciembre, 10:00 horas


MICHAEL Y LAWSON IBAN como bólidos sobre el hielo, pero todavía no habían visto señal alguna de Danzing ni de los perros perdidos. Avanzaban a toda máquina y Wilde era consciente de que debían ir más despacio, ya que en cualquier momento podían tropezarse con alguna grieta de reciente formación, pero la velocidad era su medicina predilecta. Él se lanzaba a la acción, a la acción física, cuando una dificultad amenazaba con superarle. Era capaz de rehuir los pensamientos que le atormentaban mientras estuviera en acción y mantuviera la mente ocupada en tomar en décimas de segundo una decisión sobre una escalada o bajar en kayak unos rápidos o nadar con esnórquel por un cañón coral. Era lo bastante listo para saber que no podía dejar atrás los problemas, y eso que aun así lo había intentado muchas veces, pero un indulto temporal solía bastar para darle un respiro.

Ahora mismo, por ejemplo, intentó anclarse al presente y concentrarse en el morro de la motonieve mientras avanzaba por el yermo paisaje hasta que vio el lánguido vuelo de un gran albatros blanco cuando se aproximó a la costa. De hecho, el ave le acompañó durante un tiempo con un subibaja de círculos perezosos gracias a los cuales pudo mantener el ritmo velocísimo de las máquinas.

Lawson se había abierto en abanico y estaba realizando una aproximación directa a la factoría ballenera mientras que Michael se ceñía más el contorno de la costa y avanzaba cerca de la playa, jalonada de huesos blanqueados y edificios destartalados pertenecientes al antiguo enclave noruego.

Los dos pilotos convergieron para reunirse en la explanada donde había estado el patio de faenado. El silencio fue abrumador cuando apagaron los motores. Necesitaron unos segundos para acostumbrarse a él; luego, Michael fue capaz de escuchar el viento levantando nubes de nieve y el lejano grito del albatros. Miró al cielo, donde vio al ave sobrevolar el sitio con sus enormes alas desplegadas. No daba muestras de posarse.

Lawson deslizó las gafas hacia arriba y le observó.

– Si los chuchos están ahí, nos habrán oído llegar…

– Cierto -convino el reportero-, pero también nosotros deberíamos haberlos oído a ellos. De todos modos, nos queda algo de tiempo antes de la próxima tormenta… ¿Por qué no echas un vistazo por aquí mientras yo subo hasta la colina?


El animoso joven asintió y se llevó un par de bastones para conservar el equilibrio.

– Me reuniré contigo en una hora -anunció.

Michael le vio alejarse con paso renqueante y miró el reloj antes de subirse otra vez a la motonieve y acelerar el motor sin meter ninguna marcha mientras estudiaba el camino; luego, pasó como una exhalación por el sombrío callejón que discurría entre las salas de calderas hasta llegar a la cumbre de la colina, coronada por un campanario inclinado.

Echó pie a tierra cuando llegó a mitad de la ladera y dejó allí la motonieve para no tener que andar sorteando las tumbas y las lápidas del camposanto contiguo a la iglesia. Ascendió a pie el resto del trayecto y se plantó delante de las escaleras de piedra; luego, las subió también.

Abrió a empujones la pesada puerta de madera y entró en la humilde nave de bancos gastados y suelo de piedra. Al fondo había una mesa de caballete haciendo las veces de altar y en la pared de detrás, una cruz de tosca talla. Había salido de las estación científica con tantas prisas que se había dejado allí buena parte de su equipo, pero sin embargo, aún podía sacar unas cuantas fotografías con al siempre fiable Canon. Además, el permiso de estancia en la base expiraba dentro de un par de semanas, por lo cual planeó regresar una vez más y hacer las cosas bien, especialmente debido a que la iglesia había sido construida hacía más de un siglo y el lugar conservaba todavía un extraño aire expectante Aún no sabía cómo, pero deseaba captar esa sensación de que los extenuados balleneros iban a entrar en cualquier momento para ocupar los asientos y un sacerdote estaba a punto de recitar las Sagradas Esrcituras a la luz de una lámpara de aceite.

Michael descubrió un devocinario de cubiertas gastadas debajo de un banco y cuando intentó cogerlo, descubrió que se había quedado allí congelado. Sacó una fotografía y luego se preguntó si no le estarían entrando veleidades artísticas.

Metió la cámara debajo de la parka, se puso otra vez los guantes y anduvo en dirección al altar, pero en ese momento le pareció oír unos arañazos y se detuvo. ¿Aún podían quedar ratas allí? Volvió a escucharse el ruido. Un viejo tomo encuadernado en cuero descansada sobre la mesa de caballete, pero el tiempo había borrado el título. El sonido se hizo más claro cuando dio otro paso. Procedía de detrás del altar, donde vio una puerta con una tranca negra echada. Quizá fuera allí donde una vez vivió el sacerdote o tal vez hubiera un espacio reservado para guardar los objetos de valor relacionados con el culto: cálices, candelabros, biblias, etc.

Dio una vuelta para rodear la mesa del altar y se quedó de piedra al oír un sonido. Se acercó más, y volvió a escucharlo. Era una voz de mujer.

– ¡Abre la puerta, por favor! ¿Por qué regresaste para encerrarme mientras dormía? No puedo soportarlo. ¡Abre la puerta, Sinclair!

¿Sinclair? Michael se desprendió de un guante para manipular con más facilidad la manivela del pasador. Escuchó al otro lado de la puerta jadeos de la mujer, que parecía a punto de echarse a llorar.

– No soporto estar sola, no me dejes aquí.

Descorrió el herrumbroso cerrojo y tiró con fuerza para abrir la chirriante puerta.

Se quedó anonadado al ver a una mujer, una mujer joven para ser más exactos, abrigada con una parka naranja que le venía muy grande. La muchacha puso cara de espanto y retrocedió a trompicones. La melena castaña le caía en cascada sobre el rostro, donde brillaban unos grandes ojos verdes, cuya mirada penetrante podía advertirse incluso en esa estancia mal iluminada. Ella retrocedió hasta interponer entre ellos una estufa de hierro que emitía un fulgor apagado y una mesa de madera sobre la cual descansaba una botella de vino. En una esquina se apilaban devocionarios y trozos de madera.

Los dos se miraron el uno al otro, incapaces de articular palabra. Michael no cesaba de darle vueltas a la cabeza. Conocía a esa mujer. ¡Claro que la conocía! Había visto por vez primera esos ojos verdes en el fondo del mar, y también allí, debajo de esa lápida de hielo, había observado ese cierre de marfil que ahora pendía de su cuello. Era la Bella Durmiente.

Pero no estaba dormida ni muerta.

Estaba viva y los jadeos interrumpían su respiración entrecortada.

Él se quedó en estado de shock. La mujer se hallaba allí, enfrente de él, a escasos metros de distancia, pero no podía dar crédito a sus ojos: percibía en movimiento a la misma mujer que había estado atrapada en un iceberg. Se le fue la cabeza en mil direcciones para buscar una explicación plausible y razonable, pero al cabo de unos momentos siguió con las manos vacías. ¿Qué explicación podía haber para semejante misterio? ¿Suspensión animada? ¿Y si había sufrido una alucinación de la que había despertado en algún momento? No se le ocurría nada que justificase la presencia tan próxima de la aterrada y debilitada joven.

Alzó la mano sin guante en un ademán tranquilizador, pero él mismo percibió el temblor de sus dedos.

– No voy a hacerte daño.

Ella no pareció muy convencida, y siguió con la espalda pegada a la pared, junto a la ventana.

Michael se puso otra vez el guante para proteger la mano, ya entumecida por el frío, pero lo hizo con movimientos suaves y sin quitarle la vista de encima de la joven. ¿Qué más podía decirle?

– Me llamo Michael… Michael Wilde.

Fue algo extraño, pero el sonido de su propia voz le inspiró confianza.


Sin embargo todo dio a entender que a ella no le ocurría lo mismo, pues no le contestó y recorrió la habitación con los ojos en busca de una posible escapatoria.

– Vengo de Point Adélie. -Aquello no debía de significar nada para ella, de modo que agregó-: La base científica. -‹¿Tendría algún sentido esa aclaración?›, se preguntó-. El lugar donde estabas antes de venir… aquí.

Él sabía que ella hablaba inglés, y con acento británico nada menos, pero no estaba seguro de la impresión que causaban sus explicaciones ni si las comprendía siquiera.

– ¿Puedes…? ¿Puedes decirme tu nombre?

Ella se humedeció los labios y se echó hacia atrás un mechón de pelo con un gesto nervioso.

– Eleanor -dijo con voz suave y desasosegada-. Eelanor Ames.

Eleanor Ames. Pronunció el nombre varias veces, como si así pudiera anclarlo a la realidad.

– ¿Y eres de… Inglaterra?

– Sí.

– Yo soy norteamericano -dijo, llevándose una mano al pecho.

Aquello se estaba convirtiendo en un esperpento tan absurdo que le entraron ganas de reír. Se sentía como si estuviera leyendo una de esas malas historias de ciencia ficción. Lo siguiente era que él sacara una pistolita de rayos o que ella le exigiera ser llevada ante el líder de Michael. Durante unos instantes se preguntó si no estaba a punto de chiflarse del todo.

– Bueno, encantado de conocerla, Eleanor Ames -dijo él, a punto de echarse a reír de nuevo ante lo absurdo de semejante situación.

Y habría sido de lo más embarazosa si ella no la hubiera suavizado en una muestra de tacto al hacer una pequeña reverencia.

El periodista recorrió la habitación con la mirada. El armazón de la cama sólo estaba cubierto con una vieja manta sucia debajo de la cual había un par de botellas, las halladas en el fondo del mar dentro del cofre.

– ¿Dónde está su amigo? -La muchacha no respondió de inmediato y él la miró a los ojos, donde adivinó que estaba sopesando qué respuesta iba a darle-. Le llamó Sinclair, ¿no es así?

– Se ha ido… me ha abandonado.

Michael no le creyó ni por asomo. Ella le estaba encubriendo, fuera cual fuese la razón. Quienquiera que fuera, y con independencia de lo que resultara ser, la expresión y la voz de la muchacha delataban unas emociones manifiestamente humanas. No había nada misterioso en ellas. Y en lo tocante al paradero desconocido de su compañero, Sinclair, ése era el menor de los interrogantes que flotaban en el aire. ¿Cómo había acabado presa en un glaciar? ¿Y cuándo había sucedido eso? ¿Cómo se habían escapado del bloque de hielo en el laboratorio? ¿Y cómo es que la había encontrado allí, en Stromviken?

Tal vez hubiera una forma amable y suave de interrogarla acerca de todo eso, pero él estaba bien seguro de no conocerla. Entonces vio una bolsa con comida para perros apoyada sobre la pared y decidió empezar con una pregunta sencilla y fácil.

– Entonces, ¿es el tal Sinclair quien se ha llevado los perros?

Se produjo otro nuevo silencio mientras ella sopesaba la respuesta y llegaba a la conclusión de que no ganaba nada con nuevas mentiras. Abatió los hombros y dijo:

– Sí.

Hubo un nuevo impasse bastante incómodo. Él vio el círculo carmesí de los ojos y los labios agrietados que ella se humedecía, y los ojos se le fueron a la botella situada encima de la mesa, sabedor de cuál era su cometido.

Pero ¿sabía ella que él lo sabía?

Cuando volvió a mirarla, supo la respuesta a su pregunta: sí. Ella bajó los ojos como si se avergonzara y le subió un rubor hético a las mejillas.

– No puedes quedarte en este lugar. Se avecina una tormenta -le anunció-. Pronto la tendremos aquí.

Wilde percibió en ella confusión y perplejidad. ¿Cuál era la naturaleza de su relación con Sinclair? Después de todo, aquel tipo la había dejado encerrada entre cuatro paredes y se había ido a sólo Dios sabía dónde. ¿Era su amante? ¿Su marido? ¿Acaso era él la única persona que ella conocía en el mundo de los vivos, o tal vez nadie salvo Sinclair podía conocerla a ella? Michael no tenía muy claro a qué carta atenerse, sólo sabía que no podía dejarla abandonada en esa iglesia congelada. Debía hallar una forma de hacerla salir de forma inmediata.

– Siempre podemos regresar a por Sinclair más tarde -sugirió Michael-. No le abandonaremos, pero ¿por qué no vienes con nosotros?

Ella abrió aún más los ojos y echó una ojeada a la puerta abierta en dirección a la iglesia vacía. Él interpretó el mensaje inequívoco de esa mirada: ‹¿Quién más iba a venir a importunarla?›

– He venido con un amigo -le explicó-. Podemos llevarte a la base.

– No puedo ir.

Michael se hacía una idea de lo que le rondaba por la cabeza a la muchacha, o al menos en parte.

– Pero allí podremos atenderte.

– No, no voy a ir -se negó la joven, aunque le falló la voz y le cambió hasta la expresión de la cara.

Parecía como si la última protesta le hubiera privado de las pocas fuerzas que le quedaban. Se alejó de la ventana y se sentó al borde de la cama, apoyándose con ambas manos, como si las necesitase para sujetarse. Una racha de viento más fuerte hizo temblar las contraventanas y avivó el fuego de la caldera, que brilló con más intensidad.

– Te doy mi palabra de que nadie va a hacerte daño -le aseguró Michael.

– Tu intención no es ésa -admitió-, pero al final me lo harás.

Él no estuvo muy seguro de entender lo que ella pretendía decir, pero a lo lejos ya oía el zumbido del motor de la motonieve de Lawson mientras subía la ladera de la montaña. Eleanor alzó la cabeza, alarmada. ‹¿Qué se imaginará que es ese ruido? ¿Influirá en su decisión?›, se preguntó el periodista.

¿De qué mundo y de qué época procedía esa mujer?

– Debemos irnos -la instó Wilde.

Eleanor se sentó al borde de la cama con el propósito manifiesto de poner en orden las ideas y se quedó inmóvil como una estatua, tan quieta como había estado en el hielo.

Tan inmóvil como Kristin en la cama del hospital.

La motonieve se acercó más y el ronroneo del motor entró en la iglesia vacía. Luego, el vehículo se detuvo a la entrada.

Eleanor Ames taladró al desconocido con la mirada, como si intentara resolver un problema muy complejo, exactamente como le ocurría a él. Michael sólo podía suponer el tipo de preguntas que se estaba haciendo, todos los factores que ella podía ponderar: las vidas, y no sólo la suya, que ella intentaba salvar o proteger.

– Hola, ¿hay alguien ahí? -llamó Lawson, cuyas botas resonaron sobre el suelo de piedra.

La mujer jugueteó con la raída manta. Michael la miró y optó por no decir nada, temeroso de pronunciar las palabras equivocadas.

– Eh, Michael, estás por aquí, lo sé -gritó Lawson mientras se acercaba dando zancadas hacia el altar-. Debemos ponernos en marcha enseguida.

La expresión de Eleanor se llenó de angustia y de fatiga. Wilde únicamente había visto algo similar en el rostro de un hombre en las Cascadas tras haberse pasado toda la noche luchando contra el fuego que amenazaba su casa sin la ayuda de nadie. Y sin conseguirlo.

Ella tosió, pero estaba demasiado fatigada como para taparse la boca con la mano.

– ¿Puede decirme algo? -inquirió la mujer con la voz llena de derrota y resignación.

– Por supuesto, pregunte lo que quiera.

Lawson se hallaba lo bastante cerca como para que Wilde pudiera oír la succión de las botas justo en el umbral.

– ¿En qué año estamos?

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

16 de diciembre, 11:30 horas


APENAS HABÍA UNA LIGERA brisa cuando Copley abandonó la iglesia, pero enseguida se desató un fuerte viento. Condujo el deslizador entre los maltrechos edificios de la antigua factoría ballenera hasta llegar a la altura de la herrería, donde, amontonados contra la pared, descansaban docenas de arpones tan largos como la lanza que él había usado en combate; entonces, se dirigió hacia el noroeste, donde se veía un montículo de hielo que le impedía divisar todo cuanto se extendía más allá. No sabía con qué se encontraría detrás, pero ¿acaso les quedaba otra alternativa? Sólo parecía haber una: entregarse ambos a los hombres de los que habían logrado escapar por los pelos. Sinclair no confiaba en nadie y jamás volvería a hacerlo.

De hecho, y era triste decirlo, ni siquiera se fiaba de su amada y la había encerrado en la rectoría antes de marcharse definitivamente. Había regresado poco después de salir y la había encontrado tumbada en el catre, desmayada. Así que se fue sin hacer ruido, atrancando la puerta. Ella podía cometer cualquier tontería en su actual estado de debilidad. Sinclair temía que al despertarse sucumbiera a cualquier impulso e intentara suicidarse, aun cuando no estaba seguro de cómo iba a arreglárselas para conseguirlo, pues hasta donde él sabía, su maldición, por la cual pagaban un precio tan terrible, los protegía de enfermedades capaces de matar a cualquiera: cólera, disentería, la misteriosa fiebre de Crimea… e incluso de un centenar de años en el fondo del océano. No obstante, albergaba la sospecha de que el diabólico mecanismo que alimentaba la vida eterna de él y Eleanor no podría sobrevivir a la destrucción física de sus cuerpos.

Bajó los ojos y buscó con la mirada la parte posterior de la bota que el perro guía había destrozado con sus colmillos. La herida de la pantorrilla había dejado de sangrar e incluso se había curado, pero de modo imposible de definir sabía que aquello no era carne viva. Era un parche, un remiendo, un apaño, algo que permitía seguir caminando, hablando y respirando a un esqueleto. Al parecer, le estaba permitido romperse, pero no consumirse.

Justo lo contrario a la divisa de la brigada, caviló con amargura. No había muerte ni gloria, sólo una especie de parada obligada que le recordaba los días de ocio forzado que la brigada de caballería ligera se había visto obligada a soportar en Crimea.

Durante semanas, se habían limitado a observar desde sus monturas los movimientos de la infantería; habían permanecido en posición, siempre a la espera de un momento decisivo que no parecía llegar jamás. Bajo la dirección de los lores Lucan y Cardigan, dos hombres que se despreciaban mutuamente a pesar de ser cuñados, el 17º regimiento de lanceros había ido dando tumbos de un destino a otro, siempre a buen recaudo no fuera a pasarles algo. Sinclair y muchos compañeros habían empezado a sentirse objeto de burla por parte del resto de la tropa. Los lanceros eran esos creídos ataviados con penachos y pellizas, galones dorados y unos impecables pantalones de montar de color cereza, ésos que andaban comiendo huevos duros y galletitas mientras sus compatriotas hacían el trabajo sucio de asaltar todos los reductos.

El sargento Hatch, recién recobrado de su brote de malaria, rompió su pipa de pura contrariedad y arrojó los trozos al suelo cuando en un momento crítico de la batalla el alto mando dejó que escapara la caballería rusa en un completo caos sin intentar aniquilarla ni perseguirla siquiera.

– ¿A qué esperan? ¿A que nos manden una invitación formal escrita con letras de oro? -refunfuñó el suboficial mientras refrenaba a su fogoso corcel. Lanzó una mirada envenenada a los cerros próximos, donde estaba lord Raglan, primer comandante en jefe del ejército británico. Gracias a su catalejo el sargento podía ver al envejecido manco rodeado de sus ayudantes-. Otra ocasión como ésta no se nos va a presentar.

Parecía impaciente hasta el capitán Rutherford, cuya flema era tan célebre como sus patillas de boca de hacha. Tras darle un buen tiento a su petaca, donde mezclaba ron y agua, se ladeó sobre la silla de montar y le confió a Sinclair:

– Hoy va a ser otro de esos días eternos.

Sinclair tomó el frasco y dio un largo trago. La guerra había sido un enorme e incesante aburrimiento desde que desembarcó el regimiento. El movido viaje por un mar encrespado se había saldado con la muerte de un buen número de caballos; después habían venido las interminables jornadas de marcha por los estrechos desfiladeros y las llanuras desiertas, por donde habían ido dejando un reguero de cadáveres sin enterrar para que se convirtieran en comida para los buitres, las alimañas y unas extrañas criaturas escurridizas a las cuales sólo era posible ver de noche. Iban y venían en sus merodeos hasta donde los soldados apostaban los puestos de guardia. Sinclair le había preguntado a uno de los exploradores turcos sobre la naturaleza de las mismas. El hombre escupió sobre el hombro izquierdo para combatir el mal agüero y luego le contestó en un murmullo:

Kara-kondjiolos.

– ¿Y eso qué significa?

– Chupasangres -replicó el guía con desagrado-. Muerden a los muertos.

– ¿Como los chacales?

– Peor -repuso el hombre, e hizo un alto para pensar el término adecuado-, como los… malditos.

El teniente Copley había notado que cada vez que era localizada una de esas siluetas, los reclutas católicos se santiguaban de forma ostensible y todos los demás, con independencia de cuál fuera su religión, se acercaban más a las hogueras del campamento. Las criaturas nunca pasaban de ser unas figuras encorvadas que siempre permanecían al amparo de las sombras o se desplazaban casi a rastras.

Supo eso mientras viajaba por unas tierras muy distintas a las campiñas de su Inglaterra natal, y aunque no había visto un paisaje tan conmovedor desde hacía mucho tiempo, nada le hacía olvidar los pendones, las banderitas, los orfeones y los pañuelos al viento que despedían al ejército, ni siquiera la villa de Balaclava que antaño había sido un idílico puerto deportivo y ahora resultaba irreconocible. Antes de la llegada de las tropas británicas el pueblo había sido el lugar predilecto de esparcimiento de los habitantes de Sebastopol. Sus casas solariegas habían sido famosas por los tejados de tejas verdes y los cuidados jardines. Al decir de todos, cada casita y cada poste estaban engalanados con rosas, clemátides, madreselvas y vides de moscatel cuyos granos eran de un color verde claro y bastaba alargar la mano para tomarlos. Las orquídeas alfombraban las laderas de las colinas y las aguas prístinas de la bahía centelleaban como el cristal.

Eso cambió en cuanto atracó en su puerto el Agamemnon, el barco de guerra más poderoso de la armada británica, y el ejército convirtió el pueblo en su teatro de operaciones. Sólo en ese muelle desembarcaron veinticinco mil militares. Una plaga uniformada atestó las casas, marchó sobre los jardines hasta reducirlos a una masa fangosa y pisoteó las vides. La llegada de tantos soldados mareados o enfermos de cólera convirtió el pequeño y coqueto puerto sin salida al mar en una gigantesca y maloliente letrina de basura y heces.

Lord Cardigan no tenía un pelo de tonto: permaneció a varias millas de distancia, disfrutando de las comodidades de su barco privado, el Dryad, a bordo del cual saboreaba las comidas preparadas por su cocinero francés. Una riada de ordenanzas y ayudantes de campo iba y venía hasta agotar a sus caballos para llevar sus despachos. Las tropas no tardaron en apodarle «el Regatita», y usaban ese mote cuando ningún oficial podía escucharles.

– ¿Se sabe algo de Frenchie? -preguntó Rutherford.

Sinclair meneó la cabeza. En el frente no se recibía el correo ni tenían noticias del hospital de campaña desde hacía semanas. Él había visto cómo había quedado la pierna de su amigo tras la tremenda caída y sabía que jamás volvería a ser el mismo de siempre, y eso si vivía para contarlo.

De hecho, ¿sobreviviría alguno de ellos?


Hacía un día precioso, claro y despejado. Áyax piafaba, deseoso de entrar en acción. Sinclair le acarició ese largo cuello castaño suyo y le tironeó con suavidad la larga crin.

– Pronto, muchacho, pronto… -le aseguró, mientras para sus adentros se resignaba a permanecer más y más horas escuchando los ecos de alguna escaramuza lejana o el retumbo distante de los cañones rusos.

Su papel en esa campaña se parecía mucho a la situación de quien se había quedado sin entrada para el teatro y permanecía en el exterior, escuchando el tumulto y las voces del interior, pero incapaz de franquear la puerta. Se preguntaba qué estaría haciendo Eleanor en esos momentos y si se encontraría bien, y si había llegado a Londres alguna de sus cartas.

El capitán Rutherford hizo un gesto con el mentón para guiar la atención de Sinclair hacia la derecha. Un ayudante de campo acababa de abandonar la posición del comandante y bajaba al galope por una ladera casi cortada a pico y donde apenas se veía rastro de un camino. El caballo estuvo a punto de perder pie en muchas ocasiones, pero el jinete siempre fue capaz de recobrar el control en el último segundo y continuar con aquel descenso suicida.

– Sólo conozco a un jinete capaz de montar así -observó el sargento Hatch.

– ¿Quién podrá ser? -se preguntó Rutherford.

– El capitán Nolan, por supuesto -intervino Sinclair.

El mismo oficial cuyas técnicas de equitación hacían furor en toda Europa.

El jinete prosiguió, dejando a sus espaldas una nube de piedrecillas, polvo y gravilla, hasta llegar a terreno llano, donde espoleó a su montura para ir todavía más deprisa.

Lord Lucan salió al trote para encontrarse con el ayudante de campo de lord Raglan y refrenó a su montura a no más de diez metros de Sinclair, en un punto donde lindaban las cerradas formaciones de la caballería ligera y pesada que estaban bajo su mando. El penacho blanco del casco siguió balanceándose.

Nolan subió el último repecho al galope. Su caballo chorreaba sudor por los ijares. El capitán sacó un despacho del portapliegos de su arzón y lo depositó con brusquedad en la mano de lord Lucan. Sinclair era muy consciente de la baja consideración que el capitán Nolan gozaba a los ojos de lord Lucan y la mayor parte de sus oficiales, pero aun así le sorprendió al ademán perentorio con que entregó el mensaje. Lucan era famoso por sus malas pulgas, y cualquier desliz en su presencia podía acabar con un arresto por insubordinación.

Lucan enrojeció de ira, desplegó el mensaje, lo leyó y alzó los ojos, fulminado con la mirada a Nolan, cuya montura seguía removiéndose, inquieta, y le dirigió algunas palabras desafiantes. Sinclair se perdió bastantes frases, pero oyó algo así como:

– ¿Atacar…? ¿Atacar qué cañones, señor? ¿Qué cañones?

Copley y Rutherford intercambiaron una mirada. ¿Otra vez iba a impedir lord Lucan, más conocido como «Don Mirón», que sus tropas participaran en la batalla?

El capitán Nolan repitió algo con urgencia mientras señalaba al documento con tanta energía que se le mecían los rizos negros desparramados sobre el rostro. Después, alargó un brazo en dirección a las baterías rusas emplazadas en un valle al norte de Balaclava, en el extremo opuesto a su actual posición.

– ¡He ahí vuestro enemigo, señor! ¡He ahí vuestros cañones! -clamó el ayudante de campo con tal fuerza que hasta Sinclair lo escuchó con toda claridad.

El teniente Copley esperaba presenciar un estallido de rabia por parte de lord Lucan ante esa nueva impertinencia y que diera la orden de arrestar al ayudante de campo allí mismo, pero en lugar de eso, se limitó a encogerse de hombros, dar media vuelta y marcharse al trote para consultar con su archienemigo, lord Cardigan. Dijera lo que dijera ese comunicado, parecía lo bastante importante como para que optara por no ignorarlo ni adoptara una decisión por su cuenta y riesgo.

Tras unos minutos de intensa deliberación, lord Cardigan saludó no una, sino dos veces, y se aproximó a galope tendido hasta llegar a la posición ocupada por los lanceros. Ordenó a la brigada formar en dos líneas. La primera estaba compuesta por el 17º regimiento de lanceros, el 13º de dragones ligeros y el 11º de húsares. En la segunda marchaban casi todos los miembros del 8º regimiento de húsares y el 4º de dragones ligeros. Entretanto, la caballería pesada permanecía en la retaguardia y no se dio orden de adoptar formación de combate a la artillería montada, que en circunstancias normales debería haberlos seguido. Sinclair dedujo una posible explicación: una parte del valle estaba arado, y en consecuencia era muy difícil cruzarlo.

Si le hubieran pedido que calculara la distancia, Sinclair habría dicho que los cañones estaban a kilómetro y medio escaso. La caballería debía cruzar una llanura muy plana que no ofrecía ningún tipo de cobertura, y las fuerzas rusas controlaban los dos flancos y el frente.

Sinclair distinguió una docena de cañones y varios batallones de infantería al norte, en la cima de la colina de Fedyukhin, y al sur era peor: en la colina de la Calzada había unos treinta cañones y una batería de campaña conquistada por el enemigo al apoderarse de un baluarte el día anterior. Sin embargo, el mayor peligro de todos se hallaba al fondo del valle. Si la caballería ligera debía atacar ese punto, no sólo iban a tener que recorrer todo el camino bajo una lluvia de obuses, sino que además deberían cabalgar directamente hacia la boca de una docena de cañones, respaldados por varias filas nutridas de la caballería enemiga.


Sinclair tuvo por primera vez en su vida la premonición de que iba a morir. Esa convicción no le sobrevino con un estremecimiento ni estuvo acompañada por un deseo loco de salir huyendo, fue una certeza fría y desnuda. Se había considerado prácticamente invulnerable hasta ese momento, no había dudado de ello jamás, por mucho que otros hubieran perecido en el camino por efecto del cólera o las fiebres, o abatidos por los francotiradores de las colinas. Se había sentido inmune, pero esa ilusión se terminó cuando vio el calibre de los cañones fijados en el valle norte de Balaclava.

Sinclair se hallaba en primera línea, flanqueado por Rutherford a la izquierda y el joven Owens a la derecha. El sargento Hatch cabalgaba en la segunda fila.

– Cinco libras a que llego el primero a la batería enemiga -le apostó Sinclair a Rutherford.

– Vale, hecho -aceptó el capitán-, pero, Sinclair, ¿tú tienes cinco libras?

Copley rompió a reír. El asustado Owens se las arregló para esbozar una débil sonrisa al oírles cerrar el trato; ahora, mantenía el mentón siempre bajo y el rostro se le había descarnado. Estaba blanco como la cal y le temblaba ostensiblemente la mano de la lanza.

Sinclair y todos los jinetes de alrededor enmudecieron cuando sonó una corneta. Lord Cardigan se adelantó unos metros hasta situarse completamente solo delante de toda la compañía, desenfundó su sable y lo alzó.

– La brigada va a avanzar. Caminen… Marchen… Al trote…

El sonido de la corneta se apagó y sólo se escuchó el avance de la caballería, lanza en alto. Un silencio extraño se había apoderado de todo el valle, y Sinclair lo percibió. No oía las descargas de los rifles en las alturas ni cañonazos ni el susurro de la brisa sobre la hierba corta. Todo cuanto podía escucharse eran los crujidos de las sillas de cuero y el tintineo de las espuelas. Era como si el mundo entero hubiera contenido la respiración a la espera de ver cómo de desarrollaba semejante espectáculo.

Sinclair dejó sueltas las riendas, sabedor de que no tardaría en tener que cerrar los puños y tirar de ellas con fuerza, urgiendo a Áyax para que se lanzara a una vorágine de fuego. El corcel alzó la cabeza y resopló al aire fresco, satisfecho de trotar al fin sobre un suelo compacto y nivelado.

El joven teniente hizo lo posible por mantener la vista al frente y no apartar los ojos de la esbelta figura del conde de Cardigan, que avanzaba erguido sobre la silla de montar. No le colgaba de los hombros una pelliza, tal y como tenía por costumbre, sino un sobretodo. Cardigan no volvió la vista atrás ni una sola vez, pues como era de todos sabido, eso hubiera sido interpretado como duda, y otra cosa no, pero el lord era un hombre muy seguro de sí mismo. Con independencia de lo que Sinclair y los demás pensaran de él en general, y por mucho que se mofaran de sus ropas lujosas y su insistencia en lo tocante al protocolo, ese día era una figura de lo más motivadora.


Fue entonces cuando el teniente vio al fondo del valle una nube de humo tan redonda y delicada como la roseta de la achicoria amarga, y luego otra, y otra, y otra más. La detonación de la andanada le llegó al cabo de dos segundos, y enseguida levantó géiseres de hierba y tierra. Los disparos se habían quedado cortos, mas él sabía que los artilleros rusos simplemente estaban calibrando el alcance. De pronto, y para sorpresa de Sinclair, el capitán Nolan rompió la formación y picó espuelas para dirigirse directamente tras los pasos de lord Cardigan cuando la primera línea apenas había avanzado cincuenta metros. El modo de cabalgar de Nolan era una flagrante falta de respeto a todas las usanzas militares: blandía la espada, se removía sobre el asiento y se dirigía a Cardigan a grito pelado, pero nadie escuchó sus palabras, ahogadas por el tronar de los cañones.

Copley llegó a pensar que el capitán había enloquecido, pero antes de que el conde pudiera siquiera reaccionar ante semejante numerito un obús ruso estalló en el suelo y un fragmento del mismo alcanzó a Nolan en el pecho, causándole un desgarrón tan brutal que Sinclair pudo ver cómo le latía el corazón entre las costillas. Entonces escuchó un alarido como no había oído otro igual en toda su vida y el caballo de Nolan retrocedió desbocado, llevando consigo el cuerpo ensangrentado todavía erguido sobre la silla y con el brazo inexplicablemente extendido, como si todavía intentase dirigir la carga. El aullido continuó hasta que el corcel se topó con el 4º de dragones ligeros, momento en que al fin el cuerpo de desplomó sobre el suelo.

– ¡Dios mío! -musitó Rutherford-. ¿Qué pretendía ese hombre?

Sinclair no tenía la menor idea, pero ver morir al jinete más capaz de toda la caballería británica a las primeras de cambio no presagiaba nada bueno.

La brigada trotó un poco más deprisa, aunque no mucho. El conde no se dio la vuelta para cerciorarse de cuál había sido el destino del capitán Nolan y siguió guiando a sus tropas en formación cerrada y con paso acompasado. Actuaba exactamente como si estuvieran en un desfile más que lanzando una carga hacia una verdadera catarata de fuego que causaba bajas sin cesar.

– ¡Más juntos! -gritó el sargento Hatch en la segunda fila, ordenando a los jinetes que se movieran para cubrir los huecos dejados por los hombres y las monturas derribadas-. ¡Juntaos, hacia el centro!

Áyax bajó el hocico castaño cuando se avivó el ritmo y condujo adelante a Sinclair. La espada y la escarcela le golpeteaban en los costados, la inclinación del yelmo le escudaba los ojos de los rayos del sol, el asta permanecía firme en su mano, a pesar de que se moría de ganas de recibir la orden de bajarla y sujetarla debajo del brazo. Imploró vivir lo suficiente para poder llegar a usarla.

La brigada debió soportar el fuego cruzado de fusilería y de artillería cuando llegó a la mitad del valle, pues los rusos los acribillaban desde lo alto de las colinas de Fedyukhin y de la Calzada. Las balas de mosquetes y los proyectiles y la metralla de los cañones pasaban silbando sin tregua entre las filas, hundiéndose en los costados de los caballos y derribando limpiamente a los jinetes. Los soldados no pudieron refrenar por más tiempo a los aterrados corceles, o tal vez ellos mismos no eran capaces de controlarse, pero lo cierto fue que las filas perdieron la formación inicial conforme avanzaban hacia el fondo del valle, desesperados por escapar con vida de aquella granizada de balazos. A Sinclair le resonó en los oídos una mezcolanza de plegarias y gritos de alivio, de alaridos de agonía y relinchos de caballos heridos.

– ¡Adelante el 17º de lanceros! -aulló el sargento Hatch mientras su caballo se emparejaba con el de Sinclair por la derecha-. ¡No dejéis que los del 13º lleguen antes que nosotros!

«¿Dónde están Owens y su montura?», se preguntó el teniente. No los había visto caer.

Sonó un toque de corneta y Sinclair al fin pudo bajar la lanza; luego, clavó las espuelas en los costados de Áyax. Cubría el campo de batalla una nube de humo, polvo y despojos tan densa que sólo podía distinguir el emplazamiento de artillería situado delante de él. Veía las llamaradas de los disparos y oía los estragos causados por las balas de cañón; una sola de ellas derribaba a docenas de soldados como si fueran bolos. El estruendo era ensordecedor, tan duro e intenso que le zumbaban los oídos. Los ojos le escocían a causa del humo y el polvo. El corazón le latía desbocado.

Las andanadas habían despedazado a los jinetes que le habían precedido y ahora él se encontraba con sus restos dispersos sobre el terreno, o con sus monturas que intentaban incorporarse sobre patas amputadas por los proyectiles o que se habían partido en la caída.

Áyax saltó por encima del portaestandarte, atrapado debajo de su montura descabezada, y seguro de sí mismo galopó con bravura hacia el corazón de la vorágine, pasando como una flecha sobre el terreno mientras su amo se esforzaba por mantener la lanza recta y firme. Ahora sólo les quedaban cincuenta metros para alcanzar a su objetivo; Copley ya distinguía los uniformes grises y las gorras de los artilleros rusos mientras cargaban otra bala en las piezas. El teniente volaba directo a la boca de un cañón cuando empujaron el proyectil hasta el fondo. Iban a abrir fuego de un momento a otro, y no le daría tiempo de apartarse de la trayectoria del proyectil, pues galopaba encajonado entre dos monturas: por un lado le cerraba el paso el sargento Hatch, y por el otro, el corcel del capitán Rutherford seguía corriendo a su vera con la silla y los estribos vacíos, ya que no había ni rastro del jinete. Sinclair no tenía más alternativa que cargar contra el cañón y llegar antes de que lo disparasen.

Escuchó unos gritos en ruso y vio cómo un enemigo acercaba una chispeante tea a la mecha de la pieza. Apretó los dientes, agachó la cabeza, dirigió la lanza hacia el hombre que sostenía la antorcha y cargó contra la pieza.

Áyax saltó justo cuando el cañón abrió fuego.

Lo último que recordaba era haber volado a ciegas y haber atravesado una compota hirviente de humo, sangre, vísceras y pólvora…, y luego, nada.

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

16 de diciembre, 11:45 horas


EL INFIERNO ABRIÓ SUS puertas de par en par justo cuando Charlotte pensaba que las cosas no podían torcerse más, pues, aunque el tiempo era terrible y había varios pacientes con fiebre, eso era cierto, no había grandes urgencias médicas pendientes de tratar.

Primero, uno de los perros de Danzing enloquecía y mataba a su cuidador, y ahora venía el jefe O´Connor a contarle la sandez ésa de que las mutilaciones sufridas por el cuerpo tirado en el suelo del laboratorio de botánica eran obra del musher.

– Eso es imposible -replicó ella por undécima vez-. Yo misma verifiqué la muerte de Erik. Le puse los puntos del cuello con mis propias manos y le apliqué las palas del desfibrilador no una ni dos, sino tres veces. Y la línea del cardiógrafo era plana. -Se arrodilló y puso los dedos en el cuello helado de Ackerley-. Y vi cómo cerrabais la bolsa donde lo habíais metido.

– Vale, pues ha logrado salir de algún modo -insistió Murphy-. No puedo decirte nada más. Wilde y Lawson lo juran y perjuran.

De no haber conocido bien a Murphy, la doctora se habría preguntado si no estaba borracho o incluso si no se había metido algo más potente. Además, conocía bien a Michael y Lawson, y sabía que no iban a gastarle una broma con algo tan espantoso, teniendo algo horrible entre manos como tenía. Quien fuera había desgarrado de un modo atroz la garganta y los hombros de Ackerley. La sangre había manado a borbotones, empapando la camisa y los pantalones. Resultaba curioso que las gafas hubieran salido relativamente indemnes del ataque, salvo por los trozos de vísceras pegados a los cristales. Fuera o no un hombre la bestia que había cometido semejante atrocidad, aquello superaba con mucho cualquier cosa con la que hubiera debido enfrentarse una noche de guardia en las urgencias de Chicago.

– Querrías hacer un examen más detenido del cadáver, lo sé -dijo Murphy mientras se removía nervioso detrás de la doctora-, pero mira, en vista de lo que ha ocurrido con Danzing, no voy a arriesgarme ni una pizquita.

Charlotte ya había notado el bulto delator de una pistolera debajo de la chaqueta.

– ¿Y eso qué significa exactamente, Murphy?

– Te lo enseñaré.


Como ella tuvo ocasión de descubrir, eso implicaba que entre los dos iban a sujetar el cadáver encima de un trineo e ir luego arrastrándolo con la mayor discreción posible, o sea, yendo poco menos que a hurtadillas por la parte trasera de los edificios situados en las afueras de la base, y así hasta que llegaron a un cobertizo apenas frecuentado y usado como congelador para la carne. Era un antro cavernoso y bastante mal aprovechado, pues estaba lleno de latas de cerveza y de Coca-Cola, y algunas otras cosas de picar.

El jefe O´Connor, que había ido todo el trayecto en la retaguardia, apartó con un movimiento del antebrazo las latas y demás trastos depositados sobre un gran cajón de embalaje de más de un metro de altura. A pocos centímetros por encima del mismo discurría una gruesa tubería metálica de color rojo, aunque la pintura se estaba descascarillando.

– Metámosle ahí dentro -indicó él.

Murphy sujetó al difunto por los hombros y Charlotte por los pies, y bajaron el cuerpo con la mayor suavidad y respeto posibles.

Al incorporarse, Charlotte leyó el rótulo en letras negras del cajón de embalaje: «Condimentos variados Heinz».

– ¿Y por qué meterle aquí es mejor que llevarle a la enfermería y hacerle una autopsia como Dios manda? -quiso saber ella.

– Aquí puede quedarse tranquilo, al menos por un tiempo, y está más seguro -replicó Murphy.

– ¿Tranquilo…? ¿Seguro? ¿Seguro de qué…?

La doctora ignoraba qué giro exacto había tomado el asunto de Danzing, pero en cualquier caso, ¿qué se pensaba Murphy? ¿Qué ese cadáver mutilado iba a resucitar? El jefe O´Connor no le respondió a la pregunta, pero a ella no le gustó ni un pelo el brillo de sus ojos ni el par de esposas tintineantes que acababa de sacar del bolsillo trasero del pantalón. ¿Un par de esposas? ¿Qué iba a hacer? ¿Esposar al muerto?

– ¿Me disculpas un segundo? Enseguida salgo.

Charlotte salió al exterior y le esperó en la rampa, donde el viento soplaba de firme. Era cierto eso de que se les echaba encima otra tormenta.

¿Qué diablos estaba ocurriendo allí? ¿Cómo era posible que hubieran muerto dos personas en tan poco tiempo? Se sentía muy mal por pensar de forma tan egoísta, pero no podía evitar hacerse una pregunta: ¿iba eso a suponer una mancha en su expediente como médico residente de Point Adélie?

– Todo bajo control -dijo Murphy mientras aparecía detrás de ella; luego, se detuvo a asegurar la puerta con un candado y cadenas-. Huelga decir que he informado al tío Barney de que el acceso a esta unidad exterior queda prohibido hasta nueva orden.


La doctora se prometió no usar ningún condimento a partir de ese momento, sólo para estar segura.

– Y está de más decirte que de todo esto ni mu a nadie, al menos hasta que sepamos un poco por dónde nos da el aire… sobre todo en lo referente a Danzing.


16 de diciembre, 14:00 horas


Eleanor era consciente sólo a medias de cuanto sucedía. Recordaba haber cruzado la puerta de la iglesia con ayuda, bueno, casi la habían sacado en volandas, y la habían subido encima de una máquina enorme, sentada sobre algo con aspecto similar a una silla de montar.

Le habían aconsejado que para no caerse rodeara con los brazos la cintura de un hombre, ese que dijo llamarse Michael Wilde, un apellido que le hizo preguntarse si no sería irlandés; pero tomarse esas confianzas era ir demasiado lejos, y se había opuesto con las pocas energías que le quedaban.

Entonces, el otro hombre la había sujetado con una cuerda de una fibra muy fina pero resistente, y luego le había apretado bien la capucha sobre la cabeza. La máquina había salido disparada sobre la nieve como un pura sangre; además, el viento y el polvo de hielo levantado le azotaban con tanta virulencia que no le quedó otro remedio que agachar la cabeza y apoyarse sobre la espalda del tal Wilde y al final, aunque sólo fuera para no caerse, debió abrazar la cintura del hombre y sujetarse con fuerza.

A pesar de que el ruido habría sido ensordecedor de no haber sido por la capucha y de que iban dando tumbos sobre un desierto blanco, se sintió extrañamente arrullada. Se había sentido débil durante todo el día y había luchado por resistirse a la tentación de beber el contenido de las botellas negras que Sinclair había dejado en la rectoría, pero ahora de le escapaban las últimas fuerzas y se iba dejando ir, aunque la sensación no era desagradable. El traqueteo de esa máquina le recordaba el zumbido del vapor a bordo del cual habían viajado hasta Crimea bajo el ojo vigilante de la superintendente, claro. ¡Menudo escándalo le montaría si la viera aferrarse así a un hombre! Ella sabía perfectamente que la señorita Nightingale desaprobaba cualquier muestra de confraternización con los soldados o cualquier incumplimiento de las convenciones sociales. El escándalo debía evitarse a toda costa, y por muy dulce que se mostrase con los heridos, Nightingale solía dispensar a sus colaboradoras un trato seco e inflexible.

Ésa fue la razón, por ejemplo, de que la mañana después de haber encontrado a Frenchie entre los heridos del hospital, Eleanor tuviera que levantarse una hora antes para marcharse de las habitaciones de las enfermeras con todo el sigilo posible. El cielo no había clareado y aún reinaba la oscuridad, por lo cual estuvo a punto de tropezar y caerse un par de veces mientras se dirigía a la torre y subía a la habitación donde estaba el teniente de lanceros. Además de una camisa limpia llevaba doblada en el bolsillo una cuartilla de papel y un lápiz.

Muchos enfermos aún dormían, pero eran bastantes quienes se retorcían de dolor o se removían en sus lechos. La miraron con ojos febriles y labios agrietados. Dos o tres de ellos extendieron los brazos cuando ella pasó a toda prisa. La enfermera Ames tuvo que hacer oídos sordos a sus súplicas para llevar a cabo su misión, pues en menos de una hora debía regresar a su puesto.

Cuando se aproximaba a la habitación de Le Maitre se encontró con uno de los carros de cirugía ya preparado para sus siniestros quehaceres del día. Lo empujaban dos camilleros. El de las orejas grandes y un remolino en el pelo metió tripa y se irguió cuanto pudo antes de decir:

– Buenos días, señorita. Pues sí que se ha levantado pronto.

– ¿Se toma una taza de té con nosotros? -dijo su compañero, un tipo fornido con el rostro picado por la viruela. Levantó del carro una tetera abollada-. Todavía está caliente.

Eleanor declinó la invitación y cruzó la habitación a toda prisa hacia la esquina opuesta, donde halló al lancero con los ojos bien abiertos y contemplando al amanecer a través de la ventana rota.

Ella se acuclilló junto a la cama de Le Maitre y dijo:

– He vuelto. -Él pareció darse cuenta de su presencia sólo en parte-. Y he traído lo que me pediste -anunció, mientras le enseñaba el papel y el lápiz. Él se humedeció los labios cuarteados y asintió en señal de reconocimiento. Eleanor sacó la camisa limpia y añadió-: Y también te he traído esto. Nos libraremos de esa camisa vieja en cuanto encuentre algo de agua para asearte un poco.

El herido la miró como si apenas entendiera el idioma en que ella le hablaba y Eleanor comprendió que una noche de fiebre se había cobrado su peaje.

– Frenchie -continuó ella con un hilo de voz-, me avergüenza admitir que ni siquiera me sé tu nombre de pila.

El soldado sonrió por vez primera.

– Muy pocos lo saben.

Ella se alegró mucho de descubrir que quedaba una chispa de vida en él.

– Es Alphonse. -Soltó una tos seca y luego añadió-: Ahora ya sabes por qué: es poco inglés.


La señorita Ames buscó acomodo en una esquina de la cama, teniendo buen cuidado de no rozar siquiera las piernas dañadas del herido. Extendió el papel sobre su regazo.

– ¿Vas a escribir a tu familia?

Él asintió y le dictó una dirección en el condado de West Sussex. La enfermera Ames la tomó y aguardó su dictado.

Chers Père et Mère, Je vous é cris depuis l´hôpital en Turquie. Je dois vous dire que j´ai eu un accident, une chute de cheval, qui m´a blessé plutôt gravement. -Eleanor mantuvo el lápiz en el aire. No se le había pasado por la imaginación que la familia de Le Maitre hablara en francés-. Ay, cuánto lo siento. No sé escribir en francés -se disculpó. Frenchie había cerrado los ojos para concentrarse mejor-. ¿Puedes dictármela en inglés?

Eleanor escuchó un traqueteo de ruedas a la entrada de la habitación y varias voces se enzarzaron en una discusión. El hospital empezaba a despertar.

– Por supuesto -contestó con voz frágil-. Qué tontería por mi parte. Es sólo que nosotros en casa lo hablamos… -Enmudeció, respiró hondo y empezó de nuevo-. Queridos padre y madre. Os envió estas líneas desde el hospital de Turquía. Una amiga mía las escribe por mí. -El traqueteo de ruedas se hizo más audible-. Me he herido al caer del caballo…

Ella garabateó las palabras deprisa y alzó los ojos a tiempo de ver al sanitario orejudo empujando hacia su rincón el carro de instrumental quirúrgico con la misma pachorra que si fuera un carrito de flores. El forzudo llevaba una mampara blanca debajo del brazo. No había lugar a dudas sobre sus intenciones.

– Ay, ¿no pueden esperar sólo un poquito más? -les pidió Eleanor, poniéndose en pie.

– Son órdenes del doctor -repuso el primero mientras su compañero fijaba la base de un biombo en el suelo y procedía a extenderlo para ocultar la cama.

Las amputaciones se habían hecho a la vista de todos hasta la llegada de Florence Nightingale. Ésta había insistido en el uso de esas pantallas para conceder cierta intimidad al enfermo y evitar al resto de los pacientes la visión de un espectáculo horrendo, máxime cuando a lo mejor podía tocarles a ellos después.

– El teniente acaba de empezar a dictarme una carta para su familia. ¿No pueden atender a algún otro enfermo primero?

– Eleanor -la llamó Frenchie, tirándole de la manga-. ¡Eleanor! -Ella se volvió hacia él, y vio que Le Maitre había sacado una pitillera plateada de debajo del colchón-. ¡Toma esto!


Era la misma que había visto correr de mano en mano en el Longchamps Club, después de las carreras de Ascot. Lucía el adusto emblema del regimiento, una calavera, y también su lema: «O Gloria».

– Hágaselo llegar a mi familia, por favor.

– Pero podrá dársela usted mismo más adelante -replicó ella cuando él se la apretó con fuerza sobre la palma de la mano.

– Tenemos un trabajo que hacer, señorita -dijo el camillero forzudo.

Ella dejó caer la pitillera en el bolsillo de la bata justo cuando un cirujano de cabellos canos se acercó al catre dando grandes zancadas.

– ¿Qué problema hay aquí? -preguntó con voz atronadora mientras fulminaba con la mirada a Eleanor-. No tenemos todo el día. -Levantó la sábana de un tirón, examinó la pierna destrozada de Le Maitre durante unos breves instantes y dijo-: Taylor, el tajo.

El enfermero de las orejas grandes tomó una tabla de madera manchada de sangre reseca y la metió debajo de la pierna que iban a amputar. Frenchie aulló de dolor.

– Átele los brazos, Smith. Y en cuanto a usted -le dijo el cirujano a la enfermera-, no recuerdo haber dado permiso a las protégées de la señorita Nightingale para entrar en las habitaciones de mi responsabilidad.

– Pero, doctor, yo sólo…

– Se dirigirá a mí como reverendo doctor Gaines, si es que esa ocasión llega alguna vez.

¿Era médico y sacerdote al mismo tiempo? Eleanor había aprendido a temer a los doctores católicos más que al resto en el poco tiempo que llevaba en el hospital militar. El cloroformo en pequeñas dosis era admitido como una forma indiscutible de mitigar el dolor durante las amputaciones, salvo por los galenos religiosos: éstos se oponían a su uso al considerar la novedad de la anestesia como un invento moderno sin más fin que paliar el sufrimiento noble y purificador que había establecido el Todopoderoso.

La enfermera Eleanor se volvió para mirar a Le Maitre, rojo y congestionado a causa del dolor ahora que le habían puesto en alto la pierna. Le habían atado los brazos con cuerdas sujetas al armazón de hierro de la cama. Taylor sostenía un vaso de whisky delante de él, pero los labios de Frenchie temblaban demasiado como para poderlo beber, y el líquido le chorreaba por el mentón.

– Dadle el protector bucal -ordenó el cirujano mientras se ataba a la espalda las tiras de su bata. Taylor tomó un gastado trozo de cuero y se lo puso a Frenchie entre los dientes.

– Procura morder esto con fuerza, no sea que te arranques la lengua de un bocao -le aconsejó el camillero, y le palmeó el hombro de forma amistosa; dejó ambas manos sobre los hombros y se puso detrás de él, en la cabecera de la cama, para sujetarle.

– Vale, Smith, agárrele la otra pata -ordenó el doctor mientras ponía una mano donde sobresalía la rodilla partida.

Smith descargó todo su peso sobre la mano apoyada en el muslo de la pierna derecha mientras le estiraban la izquierda sobre el tajo con la misma despreocupación que si fuera la piel de un cuello de pavo. Eleanor permanecía a los pies de la cama incapaz de articular palabra de puro horror. El reverendo doctor Gaines tomó de la carreta una sierra de amputar con mango de madera. Miró a Eleanor y le dijo:

– Quédese si quiere, así puede limpiarlo todo después.

Pero la enfermera Ames ya había decidido no moverse de allí. Frenchie la miraba fijamente como si su vida pendiera de un hilo, y la muchacha se sentía incapaz de abandonarle en semejante trance.

El cirujano ajustó la pierna con brusquedad hasta asegurarse de tener fijo en el centro del tao una zona situada escasos centímetros por encima de la rodilla, y una vez logrado su propósito la sujetó con una de esas manazas suyas y situó la hoja dentada del serrucho sobre la piel verdosa y amoratada.

Eleanor tuvo la desconcertante ocurrencia de que la sierra era el arco de un violín hasta que el doctor respiró hondo y empezó a moverla arriba y abajo.

Enseguida brotó un surtidor de sangre y Le Maitre chilló, contorsionándose con tal fuerza que el protector bucal salió despedido. El cuerpo del paciente se combó, pero el doctor hizo presión hacia abajo y echó hacia atrás la sierra antes de que el primer grito se hubiera apagado. El hueso se partió con un gran chasquido. Frenchie intentó volver a gritar, pero el dolor era tan intenso que no profirió sonido alguno. La pierna ya estaba prácticamente separada, salvo algún trozo de hueso y algunos jirones de músculos, pero el cirujano serraba ahora con gran rapidez, produciendo un ruido entre sibilante y viscoso, y pronto la pierna resbaló hacia su bata llena de salpicaduras de sangre para luego caer y quedar inmóvil a los pies del reverendo doctor Gaines. Éste no le prestó la menor atención, dejó el serrucho sobre la cama y rebuscó en la carretilla hasta encontrar un torniquete con el que atajar la hemorragia del muñón, que sangraba a borbotones.

Frenchie se desmayó antes de que el cirujano le arrancase las rebabas de piel con los dedos.

Luego, sacó de un bolsillo del delantal una aguja con el hilo ya preparado y procedió a suturar la herida con unas puntadas muy desmañadas. Al terminar, vertió sobre el muñón que había cosido de cualquier modo un chorro generoso de alcohol etílico y le dijo a Eleanor:

– Veo que aún no se ha caído redonda.


Las piernas le temblaban, pero sí, la enfermera seguía de pie, aunque sólo fuera por privarle del placer de verle desvanecerse.

– Ahora, vamos a dejarle a sus cuidados -concedió el cirujano mientras se secaba las manos sobre el frontal de la bata-. Ah, líbrese de esto -ordenó, tocando la parte amputada con la punta del zapato.

Acto seguido, se dio media vuelta y se marchó de la habitación. Todo había sucedido en menos de diez minutos.

Taylor y Smith se demoraron para recoger los utensilios y plegar el biombo. Se llevaron un dedo a la ceja en señal de despedida y se alejaron.

– Al siguiente hay que amputarle una mano -anunció Taylor.

– Pues eso va a ir por la vía rápida -replicó Smith.

La sangre empapaba la cama y hacía que el suelo circundante fuera muy resbaladizo, pero Eleanor tenía una tarea perentoria: deshacerse de la extremidad. La sábana estaba prácticamente fuera del colchón, así que la usó para envolver la pierna; luego, lo tiró todo a un cubo de la basura y se marchó en busca de un balde de agua y una mopa. Volvió con ellos y se puso a fregar el suelo. Entretanto, el sol subía en el horizonte y por la ventana se filtraba la luz blanquecina de la alborada. El día prometía ser magnífico.

Al terminar se acordó de la camisa que le había traído al paciente. Se moría de ganas por quitarle esa camisa llena de piojos y ponerle la limpia, aunque por nada del mundo deseaba despabilar a Le Maitre. Sin embargo, tampoco debía despertarse lleno de mugre, así que se sentó al borde de la cama y le levantó los hombros con la mayor suavidad posible. La cabeza se balanceó sin fuerza. El teniente tenía la piel fría y los labios habían adquirido un suave color azul.

– ¿Señora…? Si me disculpa… -dijo el soldado de la cama contigua. Eleanor alzó los ojos, aún sin soltar a Frenchie-. Creo que el pobre ha muerto.

Ella volvió a tenderle sobre el colchón y puso los dedos sobre el corazón del oficial. No latía. Después, llevó la mano al pecho. No se oía nada.

Eleanor se echó hacia atrás y apoyó la espalda contra la pared. Detrás de ella, un pájaro se posó sobre el alféizar de la ventana y se puso a trinar con alegría. El reloj de la torre dio la hora y ella supo que la señorita Nightingale pronto empezaría a buscarla.

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

16 de diciembre, 17:00 horas


MICHAEL ERA CONSCIENTE DE que si la puerta de Charlotte estaba cerrada a esa hora, probablemente era porque la pobre mujer intentaba dar una cabezada, que en verdad le hacía mucha falta, pero, por desgracia, no tenía más alternativa que despertarla.

Llamó con los nudillos, y al no recibir respuesta inmediata volvió a golpear la puerta más fuerte.

– ¡Echa el freno! -dijo ella, y Michael oyó cómo sus zapatillas se arrastraban hasta la puerta. Charlotte abrió. Llevaba puesto el jersey de reno y unas mallas holgadas de color púrpura de la Universidad del Noroeste. Al ver que se trataba de Michael, dijo-: Tengo que avisarte. Acabo de tomarme un Xanax.

A juzgar por su mirada somnolienta, Michael la creyó.

– Necesitamos que veas a alguien.

– ¿A quién?

¿Cómo podía explicárselo de forma que ella no pensara que se trataba de una broma pesada?

– ¿Te acuerdas de esa mujer? ¿La que estaba congelada en el hielo?

– Sí -contestó Charlotte, ahogando un bostezo-. ¿Habéis vuelto a encontrarla?

– Así es -confirmó Michael-. Bueno, la cuestión es que la hemos traído de vuelta.

– ¿A la base?

– A la vida.

La doctora se quedó allí, rascándose la mejilla con el dorso de las uñas, con aire distraído.

– Repite lo que has dicho.

– Está viva. La Bella Durmiente ha despertado, y está viva.

Por la expresión de su semblante, Michael sospechó que a Charlotte le parecía un chiste, y además de los malos.

– ¿Y me has despertado para eso? -preguntó-. Porque he tenido un día muy duro, y además…

– Te estoy diciendo la verdad. Es real. -Michael la miró directamente a la cara para que pudiera ver no sólo que era sincero, sino que además no sufría del Gran Ojo, y que aquello estaba sucediendo de verdad.

– No sé qué pretendes -dijo Charlotte, cediendo un poco en su resistencia-, pero ya que has conseguido que me levante de la cama, ¿dónde está ese fenómeno?

– En la puerta de al lado. En la enfermería.

Ella salió de su habitación tambaleándose de un lado a otro, todavía algo aturdida, y Michael se apartó de su camino. Lawson, que paseaba en la zona de espera igual que un padre impaciente en la maternidad, no dijo nada cuando la doctora entró en la sala de consulta con Wilde pegado a sus talones.

Eleanor estaba tumbada en la mesa como un cadáver en un féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho. Sobre una silla había una parka naranja. Llevaba un vestido largo y pasado de moda, de color azul oscuro y con un broche blanco en el pecho. Tenía los ojos cerrados, pero no estaba dormida. Su boca se veía entreabierta y respiraba débilmente a través de ella.

Michael pudo ver que Barnes también había despertado. Pero de golpe.

‹No perdamos la cabeza›, fue lo primero que pensó Charlotte.

¿Quién era aquella joven? Desde luego, se parecía muchísimo a la mujer que había podido entrever a través del hielo.

– Se desvaneció hace una hora -le explicó Michael-, cuando tratamos de sacarla de la vieja iglesia y de la estación ballenera.

¿La estación ballenera? ¿Aquel lugar decrépito y abandonado? ¿Una chica que no debía tener más de diecinueve o veinte años tendida en la enfermería con aquellas ropas anticuadas? Nada parecía tener lógica. Charlotte se juró a sí misma pensárselo dos veces antes de volver a tomas Xanax. Después cogió la muñeca de la mujer y le buscó el pulso. Era estable, pero débil, aunque sus dedos parecían barritas de pescado congeladas.

– Por cierto, se llama Eleanor Ames.

Charlotte la miró a la cara. Era bonita, y le recordó a los retratos del siglo XIX que había visto colgados en el Instituto de Arte de Chicago. Sus rasgos eran elegantes y delicados, y tenía las cejas finas y arqueadas, pero la impresión general era extrañamente etérea e inmaterial, como si en verdad estuviera contemplando un retrato o una maravillosa estatua de cera. Había en ella algo que no parecía del todo real.

‹Concéntrate -pensó Charlotte-. Tú solo concéntrate en tu trabajo. No te dejes distraer por elementos que aún no tienen sentido para ti›, caviló. Era una lección que había aprendido una y otra vez en urgencias.


– Eleanor -dijo, inclinándose sobre ella-, ¿puedes oírme? -Los párpados pestañearon-. Soy la doctora Barnes. Charlotte Barnes. -Se volvió para mirar a Michael-. ¿Habla inglés?

Michael asintió enérgicamente.

Es inglesa.

Charlotte se tomó un instante para asimilar aquello.

– ¿Puedes abrir los ojos y mirarme?

La interpelada se giró ligeramente sobre el cabecero y abrió los ojos. Contempló a Charlotte con expresión perpleja, y su vista saltó del reno rampante de su suéter a sus anchos rasgos faciales.

– Eso está bien -dijo Charlotte para animarla-. Muy bien. -Le dio unas palmaditas en el dorso de la mano. ‹Pero si no es la mujer del hielo, si no es la Bella Durmiente, ¿qué otra persona puede ser? ¿Y cómo ha conseguido llegar aquí, al Polo Sur?›, caviló. Charlotte trató de espantar aquellos pensamientos. ‹Concentración›, se exigió-. Vamos a subir tu temperatura corporal, y enseguida verás cómo te sientes mucho mejor.

Charlotte usó el estetoscopio para auscultar el corazón y los pulmones. El vestido de la mujer, confeccionado al estilo victoriano, desprendía un olor gélido y salobre. ‹Es como si hubiera estado bajo el agua›, dijo para sus adentros. Charlotte pidió a Michael que fuera al comedor y que trajera ‹algo rico y caliente, tal vez un tazón de chocolate›, mientras ella terminaba un examen superficial. Procedió con cautela para no hacer nada que pudiera conmocionar a una paciente con una sensibilidad de otros tiempos. Sin importar quién era no de dónde venía, era evidente que vivía en otro siglo, aunque fuese tan sólo en el interior de su mente. Barnes había visto una vez a un paciente que creía ser el Papa, y siempre había tenido la delicadeza de dirigirse a él como Su Santidad. Como era de esperar, Eleanor parecía estupefacta ante el tensiómetro, y la pequeña linterna con la que le examinó las pupilas también provocó su asombro. Durante todo el tiempo observó a Charlotte, cada vez más consciente y despierta, aunque algo aturdida por la perplejidad que sentía ante todo aquello. Charlotte se preguntó qué pensaría ella, una mujer negra, grandullona, vestida con un suéter de estampado llamativo y unas mallas púrpuras, y con una trenza de cabello canoso recogida sobre la cabeza en un descuidado moño.

– ¿Es usted… enfermera? -susurró por fin.

‹Bueno, podía haber sido peor›, se consoló la doctora.

– No, soy médico.

La joven tenía acento inglés.

– Yo también soy enfermera -contestó, levantando una mano pálida hacia su propio pecho.

– ¿De veras? -dijo Charlotte, contenta de oírla hablar, mientras preparaba una jeringuilla para extraerle una muestra de sangre.

– Sí, con la señorita Nightingale.

– ¡Caramba! -exclamó. Tardó un rato en asimilar lo que acababa de oír. Eleanor había pronunciado aquellas palabras con la esperanza de que causaran cierta impresión en Charlotte. Y, sin duda, lo consiguieron. Mientras levantaba la aguja para verla a la luz, Charlotte hizo una pausa y dijo-: Un momento. ¿Se refiere usted a Florence Nightingale?

– Sí -contestó Eleanor, satisfecha, al parecer, de que el nombre todavía fuese conocido-. En el hospital de la calle Harley…, y después en Crimea.

¿Florence Nightingale? ¿La dama de la lámpara? ¿De qué época era? La historia nunca había sido la asignatura favorita de Charlotte. ¿Cuándo había vivido, hacía doscientos años más o menos?

‹Concéntrate›, volvió a recordarse Charlotte. ‹Concéntrate›. No debía hacer nada que alarmara a la paciente o que, en un caso como aquél, pusiera patas arriba un sistema de creencias crucial para su estabilidad mental.

– En ese caso, señorita Ames, ha recorrido usted un largo camino para llegar a un lugar como éste. -Charlotte le recogió una manga del vestido; el tejido era áspero, estaba tieso y tenía el tacto de un disfraz de teatro-. Incluso hoy día, no es fácil llegar aquí. -Frotó con alcohol una zona del brazo-. Ahora quiero que esté muy quieta. Sentirá un pequeño pinchazo, pero será cuestión de unos segundos.

Eleanor bajó la mirada hacia la aguja y observó cómo le sacaba la sangre, como si nunca antes hubiera visto aquel procedimiento. ¿Y si era verdad que nunca lo había visto?, se preguntó Charlotte. ¿Podría haberlo visto en su época? Sólo por curiosidad, Charlotte se dijo que en cuanto terminara el examen buscaría información sobre Florence Nightingale. ‹Por razones puramente académicas›, añadió para sí.

Justo cuando retiraba la aguja, entró Michael con una bandeja en la que no sólo traía una taza de chocolate, sino también una magdalena rellena de arándanos y unos huevos revueltos cubiertos con un film de plástico. Mientras Michael buscaba un lugar donde dejar la bandeja, Charlotte abrió el minifrigorífico donde guardaban los medicamentos perecederos y las bolsas de plasma rojo, y depositó allí la muestra de sangre. Al hacerlo, se dio cuenta de que Eleanor seguía todos sus movimientos. Para ser alguien que aseguraba tener cientos de años, parecía más viva a cada minuto que pasaba.

Pero ¿cómo podía llevar varios siglos congelada dentro de un iceberg? A Charlotte le costaba aceptarlo. Sin embargo cualquier otra explicación sobre quién era Eleanor o cómo había llegado a Point Adélie, uno de los lugares más remotos e inaccesibles sobre la faz de la Tierra, parecía aún más difícil de creer.


– ¿Tienes hambre -inquirió Michael, que por fin había encontrado sitio donde poner la comida en un mueble con ruedas para instrumental médico. Lo empujó hasta la mesa de examen y preguntó-: ¿Puedes sentarte?

Con la ayuda de Charlotte, consiguió pasar un brazo por los frágiles hombros de Eleanor e incorporarla hasta que se quedó sentada y con la espalda apoyada en unos almohadones. La joven miró la comida con una especie de desinterés educado, como si fuese algo que ya había visto antes pero que no era capaz de situar en su memoria.

– Prueba el chocolate -le animó Michael-. Está caliente.

Cuando Eleanor se llevó la taza a sus labios exangües, Michael le dijo a Charlotte:

– Murphy está fuera. Quiere hablar contigo.

– Estupendo, porque a mí también me gustaría hablar con él.

Charlotte cogió la carpeta en la que había anotado los resultados del examen y dejó a la misteriosa Eleanor Ames con Michael. Para ser sincera, se alegró de salir de allí. Desde que entró en la enfermería no había dejado de sentir escalofríos, y su impresión era que no se trataba tan sólo de una reacción al tacto de la piel fría y húmeda de la paciente ni de sus ropas congeladas. Era como si, a pesar de toda su preparación y su experiencia, se hubiera topado por fin con algo que la sobrepasaba por completo.

En la enfermería reinaba el silencio, sólo roto por el silbido del viento al otro lado de la ventana. Eleanor dejó el tazón -en los labios se le quedó un poco de espuma blanca- y, con la mirada baja, le dijo a Michael:

– Siento haberte hecho daño en la iglesia.

Él sonrió.

– Me he dado golpes peores.

Cuando él y el otro hombre -¿Lawson?- intentaron sacarla del pequeño cuarto trasero, Eleanor se había negado a irse, e incluso recordaba haber aporreado el pecho y los brazos de Michael con una serie de puñetazos que no habrían hecho daño ni a una mosca. Un segundo después, tras malgastar en el ataque sus últimas fuerzas, se había desplomado sollozando. Mientras ella protestaba, incapaz ya de oponer resistencia, Michael y Lawson se la habían llevado fuera y la habían colocado sobre el asiento de la máquina de Michael. Después se habían puesto en marcha hacia el campamento mientras la tormenta empezaba a arreciar.

– Sé que sólo intentabas ayudarme.

– Y aún sigo intentándolo.


Ella asintió de modo casi imperceptible y levantó los ojos para mirarle a la cara. ¿Cómo podía él saber o tan siquiera imaginar por todo lo que había pasado? Eleanor cogió un trocito de la magdalena y después miró en derredor.

– ¿Dónde estoy?

– En la enfermería. Pertenece a la estación científica americana de la que te hablé.

– Sí, sí… -musitó ella, comiéndose por fin el minúsculo trozo de magdalena-. Pero entonces, ¿esto pertenece a América?

– En realidad no. Este lugar, Point Adélie, forma parte del Polo Sur.

El Polo Sur. Debería haberlo imaginado. Al parecer, el Coventry se había desviado tanto de su rumbo que había acabado llegando al Polo, el lugar más inexplorado de la tierra. Eleanor se preguntó si el barco había resistido aquella travesía, y si alguno de los hombres que viajaban a bordo había sobrevivido para contar su relato. En caso de que así fuese, ¿habrían tenido la osadía de contarlo todo? ¿Se habrían atrevido, por ejemplo, a explicar a sus amigos en la taberna cómo habían encadenado al heroico soldado y a la enfermera inválida para después arrojarlos al océano?

– Los huevos llevan queso fundido -dijo Michael-. Al tío Barney, nuestro cocinero, le gusta prepararlos así.

Estaba intentando ser amable. Y lo había sido. Pero había muchas cosas que nunca podría saber y que ella jamás se atrevería a contarle a nadie. ¿Cómo podían creer incluso lo poco que les había explicado hasta ahora? Si ella misma no lo hubiera vivido en sus carnes, habría creído que era demasiado fantástico para ser cierto.

Eleanor cogió el tenedor y probó los huevos. Estaban ricos, tenían un toque salado y seguían calientes. Mientras, el tal Michael Wilde la veía comer con gesto de aprobación. Era alto, tenía la cara sin afeitar y su cabello negro parecía tan despeinado e indómito como el de su hermano pequeño cuando venía de volar la cometa en las colinas.

Su hermano pequeño, que ya debía de llevar más de cien años en la tumba.

Todos se habían ido. Era como si en su cabeza repicara sin cesar un toque de difuntos. No soportaba pensar en ello, así que tomó otro bocado de huevos revueltos.

Aunque estaba deseando hacerle mil preguntas, Michael no quería interrumpir su almuerzo. ¿Quién sabía cuánto tiempo habría pasado desde que tomó su última comida? ¿Años? ¿Décadas? ¿Más? Todo en ella, desde su ropa a sus ademanes, la señalaba como una persona de otra época.

Pero ¿cómo era capaz de empezar siquiera a aceptar en su mente un concepto como aquél?

Al final, fue Eleanor quien rompió el silencio al preguntarle:

– ¿Y qué hace la gente aquí, en este campamento?

– Estudiar la flora, la fauna y los cambios climáticos. -¿Calentamiento global? Michael prefirió dejarlo correr. Algo le decía que Eleanor ya había recibido suficientes noticias malas en su vida-. En cuanto a mí, soy fotógrafo. -¿Esa palabra significaría algo para ella?-. Hago daguerrotipos, o algo parecido, y escribo para una revista, en Tacoma. Es una ciudad del noroeste de Estados Unidos, cerca de Seattle. La gente de Seattle suele hacer chistes con los de Tacoma.

Él mismo tenía la impresión de que estaba balbuceando cosas sin sentido. Pero mientras hablaba, ella seguía comiendo, y eso hacía feliz a Michael. No es que la joven atacase el plato con ganas, sino que más bien reproducía los movimientos como si comer fuese una habilidad que estuviera intentando recordar.

– ¿Y la negra? ¿De verdad es médico? -preguntó, con tono de incredulidad.

‹Muy bien›, pensó Michael. Procediera de la época y del lugar que procediera, la joven iba a tener que someterse a una buena sesión de aprendizaje.

– Sí. La doctora Barnes. Charlotte Barnes. Es una doctora muy respetada.

– La señorita Nightingale cree que las mujeres no deben ser médicos.

– ¿Quién es esa señorita Nightingale?

– Florence Nightingale, ¿quién iba a ser? -Lo dijo como si estuviera enseñándole su tarjeta de visita, la referencia que de algún modo la legitimaba.

Michael estuvo a punto de reírse. A cada momento todo se le antojaba extraño. Se preguntó si Eleanor le enseñaría aquella especie de carta de recomendación a Charlotte.

– Ella defiende con mucho ardor nuestro trabajo como enfermeras, pero también cree, igual que yo, que cada sexo debe desempeñar roles distintos.

Una larga sesión de aprendizaje.

Michael dejó que siguiera con su comida. Mientras tanto hablaron, aunque con muchas vacilaciones, de otros temas, como el tiempo, la tormenta que iba en aumento o el trabajo que hacían en la estación polar. De vez en cuando, Michael debía sacudirse en su fuero interno para recordar que estaba hablando con una mujer que aseguraba, y hasta el momento disponían de pocas pruebas para contradecirla, haber nacido en algún momento del siglo XIX. Una persona que debía haberse ahogado, pues ¿de qué otra manera podía haber acabado congelada en un glaciar submarino? A Michael le habría gustado preguntarle sin tapujos por todo aquello, pero se acababan de conocer y las palabras no le salían con facilidad, aunque fuese un periodista entrenado para hacer preguntas difíciles.


Además, tenía miedo a la reacción de Eleanor. ¿Podía provocar en ella una especie de colapso mental?

La joven dio un sorbo al chocolate.

– Hemos pensado que de momento puedes quedarte aquí, en la enfermería -anunció Michael-. Tendrás tu intimidad, y la doctora Barnes está en la puerta de al lado, por si la necesitas.

– Es muy considerado por vuestra parte -respondió ella. Se limpió los labios con la servilleta de papel y después examinó con curiosidad el adorno floral que recorría el borde.

– Podemos intentar incluso conseguirte algo más de ropa -comentó Michael-, aunque no puedo asegurarte que te quede bien. -Eleanor era menuda y delgada, y cualquier prenda que le pidiera prestada a Betty, Tina o Charlotte iba a parecer una tienda de campaña.

– Lo que llevo valdrá -respondió ella-. Aunque me gustaría poder lavarme la ropa… y -añadió, ruborizándose- bañarme, si es posible.

Eran precisamente tales consideraciones las que habían convencido a Michael, Murphy y Lawson de que lo mejor era alojar a Eleanor en la enfermería, aislada de los demás. No sólo por su propia salud y seguridad, sino porque estaba condenada a ser objeto de intensos exámenes si el resto de reclutas y probetas se enteraban de su presencia. Eleanor se convertiría en la Miley Cirus de la Antártida. Y Michael sabía que su vida de ahora en adelante iba a ser muy distinta de la de cualquier otra persona. En cuanto un avión de suministro la llevara de nuevo de regreso al mundo exterior, al Dateline NBC y al People Magazine y a sus entrevistas con Larry King y Barbara Walters, la pobre no iba a saber ni de dónde le llovían los golpes. Lo único que podía hacer Michael era tratar de protegerla todo el tiempo que estuviera en su mano.

Incluso cuando rescató a Kristin de la montaña, él se había convertido en una noticia local. Con eso era suficiente. No quería ver cómo ninguna otra persona se convertía en foco de los medios de comunicación.

Eleanor terminó el chocolate y dobló meticulosamente la servilleta de papel, con la intención evidente de guardarla. Charlotte regresó en ese momento con un par de pijamas de hospital nuevos y una bata de felpa. Al entrar miró a Michael, como para darle a entender que Murphy le había explicado también el plan y que a partir de ahora podían contar con ella.

– Muy bien. Entonces, os veré mañana a las dos -dijo Michael, recogiendo la bandeja. Eleanor pareció algo alarmada al verle marchar. A Michael no le sorprendió, ya que se había convertido en su primer amigo en este mundo. Le sonrió y añadió-: Mañana te traeré más magdalenas recién hechas. Te lo prometo.

Por el gesto desolado de Eleanor, pensó que aquello debía de ser un exiguo consuelo.

CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

26 de octubre de 1854, pasada la medianoche


SINCLAIR NUNCA LLEGÓ A saber cuánto tiempo estuvo tendido en el campo de batalla. Tampoco estaba seguro de qué era lo que le había despertado. Tan sólo sabía que había salido la luna llena y que el firmamento estaba cuajado de estrellas. Soplaba un viento gélido que hacía flamear los pendones desgarrados y arrastraba con él los gemidos de los corceles y los soldados que aún no querían, o no podían, morir.

Él era uno de ellos.

Todavía tenía la lanza en la mano, y cuando logró levantar la cabeza unos centímetros del suelo logró ver que el astil se había partido en dos, aunque al parecer no sin antes ensartar al artillero ruso. Se vio obligado a bajarla de nuevo para recuperar el aliento; a pesar de la brisa, el aire apestaba a humo y putrefacción. Tenía la guerrera y los pantalones tiesos de sangre seca, pero sospechaba que no se trataba de la suya.

Cuando consiguió levantar otra vez la cabeza, vio a su caballo Áyax, que yacía muerto a unos pasos. La mancha blanca de su hocico estaba cubierta de sangre y de polvo y, por algún motivo, Sinclair pensó que era imprescindible limpiársela. El corcel le había servido bien y él le tenía mucho cariño. No era justo que lo dejara allí en condiciones tan indignas.

Pero no se levantó, porque no podía. Se quedó tendido, escuchando los sonidos de la noche y preguntándose qué había sucedido. Cómo había terminado todo. Si se ponía a gritar en voz alta, ¿acudiría a ayudarle algún amigo, o más bien un enemigo para rematarle? Le ardían los ojos y tenía la garganta seca. Se palpó el cinturón con la esperanza de hallar en él una cantimplora. Después rebuscó en el suelo, entre el polvo que le rodeaba, y encontró una espuela junto con la bota a la que estaba cosida. Se giró sobre el costado y vio que era un cadáver. Usando la pierna como anclaje, logró incorporar el torso. Le dolían los huesos y apenas podía moverse, pero buscó dentro de la guerrera -una guerrera británica- y encontró un frasco. Consiguió abrirlo y dio un largo trago. Era ginebra.

La bebida favorita del sargento Hatch.

Se frotó los ojos con el dorso de la mano y se inclinó para estudiar el rostro del cadáver, pero toda la cara había desaparecido, arrancada por el estallido del cañón. Le palpó el cuello y encontró una cadena, y aunque la luz de la luna no brillaba lo bastante para leerla, supo que la medalla que colgaba de ella conmemoraba la campaña del Punjab. Soltó la medalla, terminó de vaciar el frasco y volvió a tumbarse.

Se preguntó cuántos miembros de la brigada habrían sobrevivido a la carga.

Se estaba levantando una niebla helada que poco a poco fue cubriendo el suelo. A lo lejos oía de vez en cuando el seco disparo de una pistola. Tal vez eran sólo los veterinarios, que acababan con los sufrimientos de los caballos mutilados. O soldados heridos que hacían lo mismo para terminar con sus propios dolores. Un temblor incontrolable recorrió el cuerpo de Sinclair; sin embargo, pese a lo frío que estaba el suelo, notaba la piel caliente y pegajosa por debajo del uniforme.

Antes de que pudiera oír cómo se aproximaba la criatura, notó una tenue vibración en el suelo y se obligó a sí mismo a tenderse y permanecer inmóvil. Era lo único que podía hacer para evitar el temblor de sus miembros, pero, fuese lo que fuese, aquella cosa siguió acercándose a él de forma furtiva, moviéndose al amparo de la niebla. El teniente Copley tuvo la impresión de que avanzaba a cuatro patas, con la cabeza cerca del suelo… ¿olisqueando? ¿Qué era eso? ¿Un perro salvaje? ¿Un lobo? Tomó un poco de aire y contuvo la respiración. ¿No sería una de aquellas criaturas invisibles que al caer la noche acechaban junto a las hogueras? Los turcos tenían un nombre para ellos: Kara-kondjiolos. Chupadores de sangre.

La criatura se había detenido junto al cadáver de Áyax, pero lo único que pudo distinguir Sinclair sin levantar la cabeza fueron dos omóplatos afilados que se inclinaban sobre la carne ya en descomposición. Sinclair tenía el sable a su lado, dentro de la vaina, pero era consciente de que no conseguiría desenfundarlo desde el suelo, y mucho menos empuñarlo en condiciones. Tanteó la cartuchera. Estaba vacía: la pistola debía de haber salido despedida por los aires cuando cayó. En su lugar, buscó en el cadáver de Hatch, palpó el cuero de su correaje y después lo exploró con los dedos hasta encontrar la cartuchera del sargento. Por suerte, la pistola todavía seguía allí. Sinclair la desenfundó con el mayor sigilo posible.

El engendro emitió un sonido bajo e ininteligible, algo a medio camino entre el graznido de un buitre y un grito humano.

Sinclair amartilló la pistola y la criatura se detuvo. Él vislumbró un cráneo liso con ojos brillantes y oscuros que se levantaba de entre la niebla.

Aquel ser desconocido reptó con cuidado sobre el caballo muerto y se detuvo para examinar los rasgos desaparecidos del sargento Hatch.

Después se acercó a él, y Sinclair sintió una mano, o más bien una garra, algo que en cualquier caso tenía uñas muy aguzadas y que le tocaba la pierna. Se quedó quieto, fingiendo estar muerto, mientras notaba cómo una boca lamía con avidez la sangre que le cubría las ropas. Sabía que tan sólo dispondría de un disparo, y tenía que asegurarse de que fuese certero. La bestia siguió el reguero de sangre hasta su pecho y Sinclair pudo oler su aliento a pescado muerto y ver sus orejas puntiagudas. Una lengua áspera recorrió el tejido de su uniforme, e incluso eso pudo soportarlo, pero cuando de repente los dientes le mordieron la carne para extraer su sangre y aquella boca húmeda empezó a chuparle la herida, no pudo evitar un respingo.

La criatura levantó la cabeza, y por primera vez Sinclair pudo ver su rostro, aunque después de aquello nunca supo describirlo de forma exacta. Su primer pensamiento fue que era humano -los ojos inteligentes, la boca arqueada, la frente redondeada-, pero el cráneo tenía una forma extrañamente alargada y la piel coriácea cubría una máscara siniestra y contraída en una grotesca sonrisa.

Con mano temblorosa, el teniente apuntó con la pistola y disparó.

La criatura profirió un chillido y se llevó la mano a la oreja arrancada por el balazo. Después le miró con indignación, pero aun así retrocedió. Copley luchó por incorporarse. La bestia seguía retirándose, moviéndose en cuclillas, muy despacio, pero él habría jurado que llevaba sobre los hombros una pelliza de piel, como un soldado de caballería.

¿Qué demonios era aquel ser?

Sinclair rodó sobre un costado y trató de gritar, pero sus voces apenas se oían. Alrededor del merodeador se formó un remolino de niebla, y un instante después tan sólo quedó una bolsa de vacío en la noche. Sinclair aferró con fuerza la empuñadura de la pistola y disparó otra vez a la criatura.

Después oyó pasos cautelosos que se acercaban desde otra dirección.

– ¿Quién ha disparado? -preguntó una voz con un marcado acento cockney.

Una linterna se balanceaba cerca del suelo.

– ¿Eres inglés?

Entonces, la luz amarilla de la linterna cayó sobre su cara y Sinclair consiguió murmurar a través de sus labios despellejados y llenos de sangre:

– Teniente Copley. Del 17º de lanceros.


16 de diciembre, 18:00 horas


Sinclair pensó que si había sobrevivido a todo aquello, a la alocada carga de la brigada ligera y a una noche entera tirado en el campo de batalla, ¿qué no sería capaz de resistir? Sobre todo, teniendo a Eelanor a su lado.

Mientras conducía el trineo, confiaba por completo en el infalible sentido de la orientación de los perros para encontrar el camino de vuelta a la estación ballenera. Lo único que podía hacer era agacharse sobre los patines, con el rostro enterrado en la capucha y las manos enguantadas aferradas a las barras. Por dos veces los animales dieron un amplio rodeo para esquivar grietas recién abiertas que probablemente Sinclair no habría visto, pero que los perros parecían detectar. Pensaba recompensarlos con una generosa ración de grasa y carne de la foca muerta que llevaba en el trineo.

Se había alejado hacia el norte lo máximo que le dictaba la prudencia, buscando señales de presencia humana, pero empezaba a temer que se encontraban realmente en los confines de la tierra. Recordaba que, mucho tiempo atrás, el Coventry había navegado hacia el sur arrastrado por vientos hostiles, acompañado tan sólo por los solitarios albatros que volaban en círculos sobre las vergas de la nave. Por la impresión que le daban hasta el momento los alrededores, Eleanor y él se encontraban en un lugar tan remoto, congelado y yermo que sólo podía tratarse del mismísimo Polo, el destino más terrible de todos.

Pero la foca podía ayudarles. Había visto cómo Eleanor se debilitaba, y sabía que el contenido de las botellas era viejo, estaba rancio y había perdido buena parte de sus propiedades. De hecho, teniendo en cuenta de dónde procedía, a Sinclair le sorprendía que aún les hiciera algún efecto. En sus viajes por Europa no había tenido más remedio que extraer sangre de los muertos que encontraba en los campos de batalla y en los depósitos de cadáveres. Ahora, había partido en busca de carne y sangre frescas, aunque fueran animales, y las había encontrado entre los esqueletos blanqueados y las rocas azotadas por el viento de la costa. A las focas les gustaba tomar el sol allí, por fría que fuese su luz, tumbadas entre los millones de huesos rotos como bañistas en la playa de Brighton. Había evitado a los especímenes más grandes, que sin duda eran los machos, uno de los cuales se había acercado torpemente a él mientras trompeteaba su reclamo. En su lugar, había elegido a un ejemplar de piel parda y lustrosa y largos bigotes negros que debía de ser una hembra. La foca se había alejado de las demás para tumbarse bajo el enorme arco de un espinazo de ballena, y cuando Sinclair se acercó a ella no dio muestras de miedo. De hecho, apenas reaccionó cuando él desenvainó la espada, limitándose a mirarle impasible. Sinclair se puso encima de ella, plantando una bota a cada lado de su cuerpo. La foca le miró con ojos saltones y húmedos, mientras él intentaba adivinar dónde se encontraba el corazón. Quería que la herida fuese lo más pequeña y precisa posible, para que la sangre se quedara dentro del cadáver en vez de derramarse por el suelo. Apoyó la punta en el lugar elegido, y sólo entonces la foca miró el arma con cierta curiosidad. Después, Sinclair apoyó todo su peso en la espada y apretó hacia abajo. La hoja entró con suavidad, y el animal se agitó y se combó mientras el acero la atravesaba hasta clavarse en el permafrost del suelo. En lugar de retirar la espada, Sinclair la dejó allí para detener la hemorragia. Instantes después, la foca dejó retorcerse y se quedó inerte.

Mientras las demás focas le miraban sin alarmarse ni tan siquiera preocuparse por el destino que acababa de sufrir su congénere, Sinclair limpió la espada en la nieve y arrastró a su presa hasta el trineo. Gracias a ella tendrían provisiones para algunos días. Pero las perspectivas a largo plazo para él y Elanor seguían siendo tan lúgubres como antes.


Sinclair no era marino, pero como alguien que después de Balaclava se había pasado más de dos años huyendo, había aprendido a interpretar las señales del tiempo tan bien como cualquiera. Por eso se dio cuenta de que la temperatura, que era inhumana para empezar, estaba descendiendo todavía más, mientras en el horizonte el cielo se veía cada vez más oscuro y amenazador. En circunstancias normales, Sinclair gozaba de un buen sentido de la orientación, y más de una vez había recomendado a los demás oficiales de caballería la dirección que debían seguir, pero en este lugar maldito resultaba casi imposible saber dónde estaba. No había noche ni estrellas. Tampoco día, o al menos lo que todo el mundo consideraba como tal. ¿Cómo podía uno medir el movimiento de un sol que nunca se ponía o rastrear sombras que apenas cambiaban? En cuanto a puntos de referencia, a veces conseguía distinguir, aunque tierra adentro y demasiado lejos para alcanzarla, una hilera negra de montañas que serpenteaba por la vasta llanura como una cicatriz oscura en una mejilla blanca y suave. Eso era todo.

En cuanto se puso en marcha de nuevo, el tiempo cambió aún más rápido. El viento zarandeaba el trineo y los perros tenían que tirar con todas sus fuerzas para enderezar la trayectoria. Por suerte, Sinclair llevaba encima de la guerrera de su uniforme el abrigo rojo nuevo con cruces blancas en la espalda y en las mangas que había encontrado en el cobertizo, y además iba acurrucado tras el deslizador, que le protegía del viento. Le dolían las rodillas de estar en cuclillas, pero si se incorporaba corría el riesgo de que el viento lo tirara del trineo. Por otra parte, le preocupaba Eleanor. ¿En qué condiciones la encontraría? No le había hecho ninguna gracia encerrarla con llave en la sacristía, pero tenía miedo de lo que pudiera hacer. No sabía muy bien si Eleanor se hallaba en plena posesión de sus facultades mentales o estaba temporalmente enajenada.

Por experiencia, sabía que la fiebre iba y venía como los ataques de malaria que sufría el sargento Hatch, pero también era consciente de que aquella sed terrible nunca cedía. Siempre seguía allí, a veces escondida como un manantial subterráneo y a veces brotando a la luz para exigir que la saciaran. Sinclair se preguntó cómo Eleanor, que en las mejores condiciones era delgada como un junco, y además muy joven, conseguía resistir aquel impulso inexorable. El mal que los afligía a ambos era a la vez una bendición que los protegía de muchas otras flaquezas humanas y una maldición que los retenía para siempre en las garras de su oscuro poder. Libertador y carcelero al mismo tiempo. Había veces en que dudaba de que ella tuviera la voluntad o incluso el deseo de seguir adelante en tales circunstancias, pero Copley estaba seguro de que la fuerza de su propio empeño era suficiente para los dos. Quisiera o no, ella necesitaba lo que él le llevaba; por encima de todo, le necesitaba a él. Gritó a los perros para animarlos, pero el viento pareció recoger sus palabras y arrastrarlas de vuelta contra sus dientes, que castañeteaban de frío.

CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

16 de diciembre, 18:45 horas


CUANDO MICHAEL SALIÓ DE la enfermería no podía dejar de darle vueltas a todo aquello. Era demasiado increíble, demasiado asombroso, demasiado imposible para asimilarlo. ¿De veras había estado hablando con una persona que llevaba congelada en hielo más de cien años antes de que él tan siquiera hubiese nacido?

Se dijo que debía calmarse y serenarse, tomarse las cosas con lógica. Proceder paso a paso. Y precisamente esos primeros pasos, agarrado con fuerza a las sogas que servían de guía entre los módulos, lo llevaron más allá del laboratorio de glaciología. Sabía que Danzing se encontraba allí fuera, en alguna parte, pero ¿por qué no asegurarse de que no estaba escondido en la guarida donde habían depositado su cuerpo? Seguramente Murphy ya lo había comprobado, pero el periodista necesitaba verificarlo con sus propios ojos. Al menos aquello sería algo que podría confirmar más allá de cualquier duda, y si había algo que necesitaba en aquel momento era certeza. O algo. Lo que fuese.

Ahora que la realidad amenazaba con soltar amarras y escapar, Michael estaba más decidido que nunca a encadenarla bien al muelle.

Para su alivio, ni Betty ni Tina se hallaban a la vista. Con cautela, bajó los escalones helados que llevaban hasta la cámara donde habían depositado el cuerpo del musher. Las bolsas de plástico que lo envolvían estaban desgarradas y yacían hechas jirones sobre la mesa congelada. Michael no pudo evitar que la escena le recordara una versión macabra de la resurrección: Jesucristo se levantaba de la tumba y dejaba tras de sí tan sólo el sudario.

Cuando volvió a subir las escaleras siguió encontrando malas noticias. Al pararse junto al cajón de plasma para ver si estaba Ollie, se encontró la caja vacía. Las virutas de madera que había en la parte posterior conservaban su forma de nido, pero aparte de un par de plumas grises no encontró otra señal del pájaro. Sacó un poco de sémola tostada que había cogido cuando fue a buscar comida para Eleanor, y los tiró en la caja por si el ave regresaba. No era más que un págalo, considerado poco más que la plebe de la Antártida, pero Michael le iba a echar de menos.

Después, con la cabeza gacha, desanduvo el camino y dejó atrás la sala de recreo, de donde salían voces estridentes y música de piano. En circunstancias normales habría entrado para unirse a la fiesta, pero no en este momento.


Ahora lo único que quería era tiempo para reflexionar a solas y dejar que sus pensamientos se asentaran.

Por suerte, el biólogo no estaba en la habitación. Michael corrió las cortinas para tapar el panel de la ventana y encendió la lámpara del escritorio, que tenía una bombilla incandescente, un objeto poco común «rescatado» de una diminuta zona de descanso al final del habitáculo. Después se sacó los zapatos, se quitó los calcetines sudados y metió los dedos de los pies entre las largas hebras de la alfombra. Trabajo. Sólo necesitaba concentrarse un rato en su trabajo; lo había estado descuidando. Cogió la botella de whisky escocés del estante del armario y se sirvió tres dedos. Con el portátil en la mesa, empezó a descargar las decenas de fotografías que había tomado desde su llegada a Point Adélie. Había imágenes de las focas de Weddell que habían dado a luz a sus crías sobre témpanos de hielo durante sus primeros días en aquel lugar, y otras en las que aparecían las aves, petreles de nieve y carroñeros varios que frecuentaban la base. Los dedos de Michael dudaron un segundo sobre el teclado mientras volvía a preguntarse qué habría sido de Ollie.

Había fotos de la caseta de inmersión y un par de instantáneas de Darryl dentro de ella; con su traje de buceador completo y sus cabellos pelirrojos húmedos y brillantes parecía un duende de Santa Claus. En una de las fotos enarbolaba sobre el hombro un lanzaarpones como si fuera una jabalina. Había unas cuantas imágenes de Danzing y los perros, algunas en las que había posado y otras que Michael le había sacado sobre la marcha mientras entrenaba a la traílla. Y había una en la que Kodiak lamía los cristales de hielo de la barba del musher. Tras elegir las mejores fotos, las movió a una carpeta aparte. Después descargó otro lote de imágenes y se descubrió a sí mismo mirando el rostro de la Bella Durmiente.

O de Eleanor Ames, por lo que sabía ahora.

La mujer tenía los ojos abiertos y miraba a través de una gruesa capa de hielo. Michael amplió la foto, y al hacerlo los ojos verdes de Eleanor destacaron todavía más en la imagen. Era como si le estuvieran contemplando directamente a él, y Michael se sintió como si le devolviera la mirada a ella. Como si estuviera asomándose a un abismo temporal, a la sima que separaba la vida y la muerte. Bebió otro sorbo de whisky. ¿De verdad era eso lo que debería estar haciendo?

El viento subió un punto más y azotó los costados del módulo. Las cortinas se agitaron, y pensó que tenía que cerrar mejor la ventana.

Michael se retrepó en el asiento mientras observaba la foto y se preguntaba qué estaría haciendo ahora Eleanor. ¿Seguiría durmiendo? ¿O se habría despertado, aterrorizada ante aquel nuevo cautiverio?

En ese momento, por debajo del ulular del viento creyó oír algo que parecía un grito humano. Se levantó del asiento, separó las cortinas, se puso la mano a modo de visera sobre los ojos y se asomó al exterior, pero no consiguió distinguir nada en medio del remolino de nieve. Algo que agradeció. Si hubiese sido Danzing, ¿qué habría podido hacer?

Le dio otra vuelta a la manivela que cerraba la ventana.

Entonces le pareció escuchar de nuevo aquel grito, y esta vez habría jurado que se trataba de un lamento bajo y profundo que pronunciaba palabras indescifrables; pero aunque apagó la lámpara, volvió a cubrirse los ojos y se asomó de nuevo, no consiguió vislumbrar nada.

«Guau», pensó, corriendo de nuevo las cortinas. «Este whisky debe de tener más grados de lo que creía».

Se dejó caer de nuevo sobre la silla y, tras echar otro vistazo a la foto de Eleanor, abrió más imágenes que había tomado en la estación ballenera abandonada. El casco oxidado del Albatros yacía en la playa, había montones de huesos blanquecinos esparcidos entre las rocas y lápidas inclinadas en ángulos absurdos en el cementerio.

Las cortinas volvieron a moverse, pero él se dio cuenta de que esta vez no era por culpa de la ventana. Alguien debía de haber abierto la puerta al final del vestíbulo, y eso siempre enviaba por toda la sala una corriente de aire que llegaba hasta el cuarto de baño común y la sauna. Debía de ser Darryl, y Michael ya estaba preparando lo que iba a contarle -o lo que iba a callarse- con respecto al descubrimiento de Eleanor, cuando oyó el sonido de unas pisadas húmedas y pesadas en el vestíbulo. Cerró la carpeta del ordenador en el mismo instante en que los pasos se detenían fuera de la habitación. Esperó a oír cómo la llave de Darryl entraba en la cerradura -los dormitorios cerrados con llave eran la regla, obedeciendo a Murphy-, pero en vez de eso simplemente vio cómo se movía el pomo. Sólo giró un poco, hasta que topó con la resistencia del cerrojo.

Michael entrevió una sombra por debajo de la puerta y oyó a alguien jadear. Sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca, se levantó muy despacio y caminó descalzo y de puntillas hasta la puerta. Después agarró el picaporte, que había vuelto a moverse, lo sujetó con fuerza y pegó la oreja a la puerta. Era de contrachapado fino; deseó como nunca en su vida que fuera de roble macizo. Un hilillo de agua gélida se coló por debajo de la puerta y le mojó los pies.

Al otro lado volvieron a tentar el pomo, pero éste siguió sin ceder. Michael intentaba no respirar.

Oyó cómo alguien exhalaba profundamente y, después, el crujido de unas ropas cubiertas de escarcha. Michael apretó la oreja contra la puerta y también apoyó en ella el hombro.

– Devuélvemelo… -murmuró la voz.

A Michael se le heló la sangre en las venas. Esperó, dispuesto a bloquear de nuevo la puerta, cuando escuchó risas en el otro extremo del módulo, donde estaban los baños, y el restallido de un toallazo.


– ¡Madura! -exclamó alguien.

De pronto el picaporte dejó de moverse y la sombra que había bajo la puerta desapareció. Sonó un chapoteo apresurado, de unas botas mojadas pisando sobre la alfombra seca. Segundos después, Michael oyó un portazo en el extremo más alejado del módulo y la puerta del dormitorio empezó a abrirse. Michael, que seguí aferrando el pomo, oyó maldecir a Darryl:

– Esta mierda de llave…

Michael soltó el pomo, que terminó de girar por fin. El pelirrojo entró, vestido con albornoz y zapatillas y con una toalla enrollada al cuello. Al ver a Michael detrás de la puerta se sorprendió.

– ¿Qué pasa? ¿Ahora trabajas de portero?

Michael rodeó al biólogo y se asomó al pasillo.

– ¿Has visto a alguien?

– ¿Cómo? -dijo Darryl, secándose la cabeza con vigor-. Ah, sí, creo que alguien acaba de salir. -Dejó su llave sobre el tocador-. ¿Por qué? -Michael empujó la puerta y echó la cerradura. El gélido reguero de agua sobre la alfombra ya había empezado a secarse.

Al ver el portátil abierto, Darryl preguntó:

– ¿Estabas trabajando?

– Sí -respondió Michael mientras apagaba el ordenador-. Eso estaba haciendo.

– ¿Has encontrado algo interesante en Stromviken?

– No, nada nuevo -replicó el reportero, volviéndose para ocultar cualquier gesto que pudiera delatarlo.

– Creo que voy a tomar un trago de eso -observó el biólogo al ver la copa de licor escocés.

Mientras Michael le servía whisky en un vaso, Darryl tiró la toalla sobre la cómoda. La toalla cayó al suelo, y al hacerlo tiró un cepillo y unos cuantos objetos más.

– Lo siento. El tiro de tres nunca ha sido mi fuerte.

Darryl se agachó y recogió algunas cosas de la alfombra, pero después se quedó pensativo mientras sopesaba el último objeto en su mano.

Cuando Michael le tendió la copa, Darryl le entregó a cambio lo que acababa de recoger: un collar de dientes de morsa que se desenroscó en la mano de Michael como una serpiente.

– Podrías enviárselo por correo a su viuda cuando vuelvas al mundo exterior -sugirió el biólogo-. Seguro que le gustaría tenerlo.


16 de diciembre, 20:20 horas


Una vez que Michael salió de la enfermería -algo que Eleanor lamentó-, la doctora la llevó hasta el cuarto de baño, le enseñó cómo funcionaba la ducha de agua caliente y le dejó todo lo que necesitaba. Había, por ejemplo, un cilindro alargado y suave al tacto que soltaba una pasta para frotarse los dientes cuyo sabor le recordaba a la lima, y también un cepillo con cerdas muy finas y transparentes. Eleanor se preguntó de qué animal las habrían sacado.

– Si necesitas algo más, estoy en la puerta de al lado -dijo la doctora.

Y entonces Eleanor se quedó sola; sola en un cuarto de aseo que no se parecía a nada que hubiera visto antes, con ropa limpia para ponerse por primera vez en más de ciento cincuenta años y sin tener la menor idea de qué iba a ser de ella a continuación. O qué iba a ser de Sinclair, allá donde estuviese. ¿Seguiría de exploración? ¿Tal vez cazando? ¿Acaso una tormenta lo había sorprendido demasiado lejos de la iglesia y se había perdido en un paraje desconocido?

¿Y si había regresado, sólo para encontrar que habían descorrido el cerrojo de la puerta y que la habitación se hallaba vacía? En tal caso, Sinclair se daría cuenta de que alguien había perturbado su descanso. Eleanor sintió una punzada en su interior, la misma que habría experimentado si la situación de ambos hubiera sido la contraria…, si ella hubiese tenido razones para creer que le habían arrebatado a Sinclair y se lo habían llevado Dios sabe dónde. Desde el día en que él regresó del campo de batalla y Eleanor vio su nombre en la lista de los recién ingresados, ambos estaban unidos de una forma que ella nunca podría explicarle a nadie.

Pues nadie lo entendería.

Lo había encontrado en una de las salas destinadas a pacientes con fiebres altas. Unas sucias cortinas de muselina colgaban de barras combadas por el peso, y como muy pocos de los médicos o incluso de los camilleros se atrevían a arriesgarse a que los contagiaran, no había nadie a quien preguntar dónde habían puesto a Copley. Ignorando los patéticos gritos de los que pedían agua o auxilio, de los hombres que morían de sed o atrapados en terribles delirios febriles, Eleanor había recorrido la sala de la enfermería, mirando a todas partes…, hasta que descubrió una cabeza pelirroja sobre una almohada de paja en el suelo.

– ¡Sinclair! -había exclamado Eleanor, corriendo a su lado.

Él levantó la mirada, pero no dijo nada. Después sonrió. Era una sonrisa adormilada y, gracias a ella, la enfermera Ames supo que Sinclair no creía que Eleanor estuviera realmente allí. Era la expresión de un hombre que disfrutaba conscientemente de una visión aun sabiendo que se trataba de un ensueño.

– Sinclair, soy yo -dijo Eleanor, arrodillándose junto a su jergón y agarrando su mano flácida-. Estoy aquí. De verdad.


La sonrisa se borró, como si aquel contacto erosionara el frágil sueño de Sinclair en lugar de reforzarlo.

Ella apretó su mejilla contra el dorso de la mano de Sinclair.

– Estoy aquí y tú sigues vivo. Eso es lo único que importa.

Él retiró la mano, molesto por esa nueva intromisión.

A Eleanor se le llenaron los ojos de lágrimas, pero buscó en el dispensario hasta que encontró un cántaro de agua estancada -la única disponible-, y volvió para mojarle la cara y la frente. Tenía costras de sangre seca en el bigote, y también se las limpió.

Detrás de ella había un soldado tendido en el suelo, a juzgar por los andrajos de su uniforme, un escocés de las Tierras Altas, que le tiró de la falda para suplicarle un poco de agua. Eleanor se volvió y derramó unas gotas sobre sus labios agrietados. Era un hombre ya algo mayor, de treinta y tantos años, con los dientes rotos y la piel blanca como tiza. Eleanor pensó que no le quedaban muchas horas de vida.

– Gracias, señorita -murmuró-. Se lo advierto, no se acerque a él. -Se refería a Sinclair-. Es mala gente. -De pronto apartó su pálido rostro, presa de un ataque de tos.

Está delirando, pensó Eleanor antes de devolver su atención a Sinclair. Pero fue como si, en aquellos breves segundos, su mente se hubiera despejado un poco. Ahora la miraba de forma consciente.

– Dios mío -musitó-. Eres tú.

La rompió a llorar y se agachó para abrazarle. Podía sentir la piel y los huesos de Sinclair a través del fino camisón que le habían puesto, y se preguntó cuánto tardaría en conseguir unas gachas calientes de la cocina. O en encontrarle una cama como Dios manda.

Sinclair estaba débil y cansado, pero era capaz de pronunciar unas cuantas palabras seguidas de cada vez, y Eleanor se esforzaba por completar sus frases. No quería terminar de agotarle -y además sabía que tenía otros deberes que cumplir-, pero su sola presencia parecía devolverle las fuerzas, y además temía dejarle solo aunque fuesen unas horas nada más. Cuando, por fin, no le quedó más remedio que hacerlo, le prometió volver en cuanto tuviera oportunidad, y Sinclair la siguió con la mirada hasta que la enfermera Ames desapareció tras las cortinas de muselina que ondeaban como mortajas.

Mientras se miraba en la superficie lisa y sin manchas del espejo del cuarto de baño, Eleanor recordó perfectamente la expresión del rostro de Sinclair y lo vio con tanta claridad cómo se veía ahora a sí misma. Giró las manecillas de la ducha tal como la doctora le había enseñado y, tras dejar el resto de su ropa en una cesta de mimbre, se metió con cautela bajo el chorro caliente. El agua brotaba de un artefacto circular y parecía vibrar conforme caía sobre ella. Había una pastilla de jabón -entre todos los colores, ¿tenía que ser verde?- en una especie de hornacina entre las losas de la pared. Al igual que la pasta con que se había cepillado los dientes dejaba sabor a cítrico, el jabón tenía la fragancia de un bosque de coníferas. ¿Acaso en aquel nuevo y peculiar mundo todo poseía sabores y aromas extraños? Eleanor dejó que el cálido torrente de cayera sobre los brazos, y después sobre los hombros. Como no sabía cuánto duraría aquella milagrosa cascada, puso el rostro bajo el surtidor. Todo era tan raro y tan inesperado que se sentía como si hubiera vuelto a desembarcar en Crimea.

El agua caía como un millar de diminutas gotas de lluvia que repiqueteaban sobre sus párpados y le resbalaban por el cuello y los pechos. Poco a poco se inclinó hacia delante, hasta que el agua de corrió sobre la coronilla y le soltó los largos cabellos castaños a ambos lados de la cara. Era una de las sensaciones más deliciosas que había experimentado en toda su vida, y se quedó allí mucho rato, apoyada con las palmas abiertas en los azulejos blancos, como hojas de té en remojo -se dijo a sí misma- mientras el agua formaba un pequeño charco bajo sus pies. Por primera vez en décadas sintió calor en la piel y pensó que tal vez, si se quedaba así el tiempo suficiente y siempre que el agua no se agotara, aquel calor lograría penetrar hasta su corazón y mitigar el incesante dolor que llevaba sufriendo tanto tiempo.

CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

17 de diciembre, medianoche


LA CAMPANA DE LA torre repicaba cuando Sinclair volvió por fin a la iglesia, pero sólo era el viento que movía el badajo. Sin embargo, su sonido les había ayudado a él y a los perros a orientarse en medio de la tormenta. Entró tambaleándose, con la foca muerta encima de los hombros, mientras los canes, liberados del arnés, ladraban y corrían junto a sus pies. Enseguida se dio cuenta de que la puerta de la sacristía estaba entreabierta. Dejó caer la foca sobre el altar, se acercó a la puerta y se asomó al interior.

El fuego de la chimenea estaba apagado y su compañera había desaparecido.

Se quedó allí, jadeante y con un brazo a cada lado del hueco de la puerta. Era posible, aunque improbable, que ella hubiese encontrado alguna forma de abrir el cerrojo y escapar, pero ¿cómo?

¿Y por qué?

– ¡Eleanor!

Gritó su nombre una y otra vez, provocando como respuesta un coro de ladridos entre los perros que recorrían las naves de la iglesia. Sinclair subió las escaleras del campanario corriendo y trató de escrutar entre aquel ciclón de nieve y hielo, pero apenas alcanzaba a vislumbrar los almacenes y cobertizos de abajo. Aunque se aventurase a pie en la ventisca, la tormenta era tan intensa que no conseguiría orientarse ni moverse en una dirección sin desviarse. Si Eleanor se había internado en la tempestad, Sinclair no lograría encontrarla de nuevo… ni hallar su propio camino de regreso.

Sabía que lo único que podía hacer era esperar, aguardar el momento oportuno hasta que amainase el temporal. Aunque odiaba reconocerlo, no resultaba inconcebible que Eleanor hubiese cometido una imprudencia imperdonable, que hubiera elegido, por propia voluntad, no continuar. Sinclair era consciente de la desesperación de Eleanor, una desesperación que él mismo compartía; pero en su fuero interno no podía aceptar que ella hubiera hecho algo así. Registró su humilde morada buscando un signo revelador de despedida, un mensaje de cualquier tipo, tal vez con letras arrancadas del cantoral. Pero no encontró nada, y sabía que ella, por muy grande que fuese su dolor, no le habría abandonado de ese modo. No, ella no se iría así, sin decir ni una palabra. Sinclair la conocía demasiado bien para creer algo así.

Lo cual sólo dejaba la otra alternativa: que alguien se la hubiese llevado.

Contra su voluntad.

Se preguntó si, durante su ausencia, los hombres del campamento habrían aprovechado para venir y llevarse a Eleanor, las huellas que hubiesen podido dejar en la nieve ya se habrían borrado, y con los perros empapados y sueltos dentro de la iglesia resultaría imposible encontrar pisadas de posibles intrusos, pero ¿quién más podía haber sido? ¿Y a qué otro lugar podrían habérsela llevado, salvo a su campamento?

Por último, la cuestión a la que derivaban todos sus pensamientos: ¿cuál era la mejor forma de rescatarla?

Los obstáculos eran inmensos, sobre todo porque no conseguía ver cómo iba a terminar el juego. Aunque encontrara a Eleanor y la liberara, ¿adónde podrían huir los dos en este continente rodeado de hielo? Sinclair se sentía como si contemplara un estrecho desfiladero que lo llevaba a una perdición segura, igual que le había ocurrido aquella fresca mañana de octubre en Balaclava. Pero de algún modo, se recordó a sí mismo, había sobrevivido a aquel apocalipsis, y a cosas aún peores. Por muy negra que fuera la página, siempre se las había arreglado para pasarla y entrar en un nuevo capítulo de su vida.

Además, disponía de ciertas ventajas, pensó torvamente. Tenía una copa de sangre fresca de foca reposando como un cáliz junto a su codo, al lado de un libro de poesía que había viajado con él de Inglaterra a Crimea, y ahora a este espantoso puesto de avanzada. Abrió el poemario al azar. Su mirada cayó sobre el papel amarillento y tieso como pergamino, y leyó…

Solo, solo, siempre solo, en este inmenso y vasto océano. Jamás hubo un santo que se apiadara de mi alma atormentada.

¡Tantos hombres! ¡Tan lozanos! Todos ellos yacen muertos. Mientras mil criaturas viscosas siguen con su vida, como yo.

Aunque para la mayoría de los hombres aquellas palabras no eran más que un bálsamo ligero, para él suponían un gran consuelo. Tan sólo el poeta parecía adivinar la espantosa verdad de su situación. Mientras los perros aullaban, Sinclair cortó otra porción de grasa de la foca muerta que yacía en la mesa y la arrojó a la nave inferior. Los canes se abalanzaron sobre la pitanza, arañando con sus garras el suelo de piedra, y los ecos de sus ladridos resonaron entre las vigas del techo.


Desde su alto taburete, tras el altar profanado, Sinclair inspeccionó su reino vacío. Podía imaginarse las caras de los balleneros que antaño ocuparon los bancos, sus rostros sucios de grasa y hollín, sus ropas mugrientas con manchas de sangre seca. Elevarían sus miradas a aquel mismo altar, con el sombrero en la mano, para escuchar al sacerdote que ensalzaba las virtudes de la vida ultraterrena y los abundantes tesoros que les aguardaban en el Cielo para compensar los tormentos que sufrían a diario. Se sentarían allí, en aquella iglesia desolada -incluso el crucifijo era tosco y feo- en medio del desierto helado, entre montones de entrañas y huesos aún calientes, para oír relatos que les hablaban de nubes blancas, de un sol dorado, de una felicidad sin límites y de la vida eterna. De un mundo que no era un matadero maloliente como el que habitaban. ¡Ah!, pensó Sinclair, ¡cómo los habían embaucado!

Del mismo modo que a él lo habían engatusado con historias de gloria y valor. Cuando yacía en su jergón del hospital de campaña, consumido por un ansia inexplicable y cada vez más intensa, se había visto impulsado a cometer un acto del que llevaba largo tiempo arrepintiéndose, pero que ya no podía remediar. La sed de sangre que le había despertado aquella criatura impía en Balaclava era demasiado poderosa para resistirse a ella, y Sinclair la había saciado con un escocés indefenso que estaba demasiado débil para resistirse.

Los turcos habrían contado a Sinclair entre los malditos. Y él no habría podido discutírselo.

Sin embargo, a la noche siguiente, cuando Eleanor acudió a su lado, Sinclair se encontraba mucho más fuerte. Revivido. Sentía que podía volver a respirar de verdad y que lo veía todo mucho más diáfano. Incluso sus facultades parecían restablecidas.

¿Cómo se sentía uno al figurar entre los condenados?

Pero en el semblante de Eleanor había detectado algo inquietante. Pensó que debían de ser los primeros síntomas de la misteriosa fiebre de Crimea, que él conocía muy bien, pues los había notado innumerables veces en otras personas. Sus temores se confirmaron cuando ella se tambaleó y derramó la sopa, y los camilleros tuvieron que escoltarla fuera de la enfermería. A la noche siguiente, cuando fue Moira y no Eleanor quien vino a atenderle, Sinclair supo que había ocurrido lo peor.

– ¿Dónde está Eleanor? -había preguntado, apoyando un codo en el suelo para incorporarse. Incluso aquel leve movimiento era doloroso. Sinclair sospechaba que se había fracturado una o dos costillas al caer del caballo, pero no había nada que hacer para recomponer una costilla rota, y cualquier cosa que pudieran intentar los cirujanos lo mataría con toda seguridad.

– Eleanor está descansando -dijo Moira, rehuyéndole la mirada mientras dejaba junto a él un cuenco de sopa, aún caliente, y una jarra de agua salobre.

– Quiero saber la verdad -repuso él, agarrándola de la manga.

– La señorita Nightingale quiere que Eleanor reponga fuerzas.

– Está enferma, ¿verdad?

Sinclair pudo ver la expresión esquiva de sus ojos mientras secaba una cuchara en el bolsillo de su delantal y la metía en el cuenco de sopa.

– ¿Es la fiebre? ¿En qué fase se encuentra?

Moira se tragó un sollozo y apartó la mirada.

– Cómase la sopa ahora que está caliente.

– Al diablo la sopa. ¿En qué fase se encuentra? -El corazón le dio un vuelco en el pecho al imaginarse lo peor-. Dime que aún sigue viva.

Moira asintió, enjugándose las lágrimas con un triste remedo de pañuelo.

– ¿Dónde está? Tengo que ir a verla.

Moira meneó la cabeza y dijo:

– Es imposible. Está en las habitaciones de las enfermeras, y no se le puede mover.

– Entonces tendré que ir yo.

– Ella no quiere que nadie la vea en ese estado. Y no hay nada que pueda hacer para ayudarla.

– Eso tendré que juzgarlo yo.

Sinclair apartó a un lado la manta andrajosa y se puso en pie a duras penas. El mundo daba vueltas a su alrededor: las paredes mugrientas, las cortinas llenas de moscas, los cuerpos maltrechos que yacían en el suelo en filas desordenadas. Moira le agarró por la cintura para evitar que se cayera.

– ¡No puede ir allí! -protestó-. ¡No puede!

Pero Sinclair sabía que sí podía, y que Moira le ayudaría a hacerlo. Palpando entre la paja que había amontonado a modo de almohada encontró la guerrera de su uniforme, arrugada y llena de manchas. Con la ayuda a regañadientes de Moira, terminó de vestirse y se dirigió a la puerta, bamboleándose a ambos lados. Se encontró ante dos pasillos interminables, ambos oscuros y atestados, pero que llevaban en direcciones opuestas.

– ¿Por dónde?

Moira le sujetó con firmeza del brazo y le guió hacia la izquierda. Pasaron junto a varias salas llenas de enfermos y moribundos; la mayoría estaba en silencio y otros murmuraban quedamente para sí. A los que sufrían una agonía o un delirio demasiado intensos como para mantenerlos callados les suministraban una piadosa dosis de opio, con la esperanza de que ya no despertaran. De cuando en cuando pasaban junto a camilleros o a oficiales médicos que los miraban con curiosidad, pero el hospital era tan grande y el personal que trabajaba en él se veía tan abrumado por sus tareas y sus responsabilidades que nadie tenía tiempo para preocuparse de preguntarles adónde iban.

El hospital, que en su origen había funcionado como cuartel, estaba construido como un inmenso cuadrado, con un patio central en el que podían congregarse miles de soldados, y tenía torres en cada una de las cuatro esquinas. Los alojamientos de las enfermeras se encontraban en el torreón noroeste, y Sinclair tuvo que apoyarse con fuerza en el hombro y el brazo rollizo de Moira mientras ambos subían por la angosta escalera de caracol. Cuando llegaron al primer rellano, vieron el resplandor de una linterna que bajaba hacia ellos, y Moira escondió rápidamente a Sinclair en un estrecho hueco. Cuando la luz se acercó más, Moira dio un paso adelante y dijo:

– Buenas noches, señora.

Desde las sombras, Sinclair vio que Moira había saludado a la mismísima señorita Nightingale, que bajaba lámpara en mano con un pañuelo negro anudado a modo de lazo sobre su cofia blanca.

– Buenas noches, señorita Mulcahy -respondió. El blanco del cuello, el delantal y los puños resplandecían a la luz de la linterna-. Supongo que vuelve para estar al lado de su amiga.

– Así es, señora.

– ¿Cómo se encuentra? ¿Le ha bajado la fiebre?

– No que yo sepa, señora.

– Siento mucho oírlo. Iré a verla cuando termine mi ronda de visitas.

– Gracias, señora. Sé que ella lo apreciaría mucho.

Cuando Nightingale movió la linterna, Sinclair contuvo la respiración entre las sombras.

– Creo recordar que las dos se alistaron juntas para esta misión, ¿me equivoco?

– Así es, señora.

– Y también volverán juntas de ella -aseguró Nightingale-. Sin embargo, procure que los lazos de la amistad, por estrechos que sean, no la distraigan de nuestro propósito en este lugar. Como sabe, todas nosotras nos hallamos permanentemente bajo la lupa ajena.

– Sí, señora. Tiene razón.

– Buenas noches, señorita Mulcahy.

Con un frufrú de seda negra, la señorita Nightingale siguió bajando peldaños. Cuando la luz de su linterna se desvaneció, Sinclair salió de entre las sombras. Sin decir nada, Moira le hizo una señal para continuar. En el siguiente rellano, Sinclair oyó a varias enfermeras que intercambiaban con voz cansada las noticias del día -una estaba describiendo a un pomposo oficial que le había exigido que dejara de vendar la herida de un soldado de infantería para servirle a él una taza de té-, mientras otras fregaban cacharros. Moira se llevó un dedo a los labios para mandarle silencio y le condujo por otro tramo de la escalera, hasta lo más alto de la torre, donde encontraron una minúscula habitación con una ventana alta que asomaba a las oscuras aguas del Bósforo.

Arremangándose las faldas para no pisarlas, Moira se acercó a la cama y susurró:

– Mira a quién te he traído, Ellie.

Antes de que Eleanor pudiera siquiera girar la cabeza sobre la almohada, Sinclair se había arrodillado junto a su lecho para cogerle la mano. La tenía flácida y caliente, húmeda al tacto.

La señorita Ames tenía la mirada desenfocada, y parecía extrañamente molesta por la interrupción. Sinclair dudó de que hubiera reparado tan siquiera en su presencia.

– Si el instrumento está desafinado -dijo-, no deberían tocarlo.

Moira miró a Copley, como para confirmar que Eleanor desvariaba a ratos.

– Y vuelve a poner la partitura en el banco. Así es como se pierde.

Estaba de vuelta en Inglaterra, tal vez en el hogar familiar, o probablemente en casa del párroco, donde en tiempos iba a practicar piano, según le había contado a Sinclair. Éste apretó los labios contra el dorso de la mano de Eleanor, pero ella la apartó y la sacudió sobre la manta como para espantar moscas. En el hospital había moscas por todas partes, pero Sinclair reparó en que aquí, en lo alto de la torre y de cara al mar, no se veía ninguna.

Se preguntó cómo podría librarse de Moira. Para lo que quería hacer -para lo que tenía que hacer si quería salvarle la vida a Eleanor- necesitaba estar a solas, sin que nadie lo viera. Moira estaba escurriendo sobre un cubo de agua un paño que después usó para secar la cara de Eleanor.

– Moira, ¿crees que podrías conseguir un poco de oporto?

– No va a ser fácil -respondió ella-, pero lo intentaré.

Moira, que no era tonta, le tendió el paño y después se retiró con discreción.

Él estudió el rostro de la enfermera a la luz de la luna. Su piel mostraba un brillo febril, y sus ojos verdes resplandecían con la felicidad del desvarío. No era consciente de su propio sufrimiento; a todos los efectos, ni siquiera estaba allí. Su espíritu había abandonado su cuerpo y viajaba por las tierras de Yorkshire, y Sinclair temía que el suyo tardaría poco en seguirlo. Había visto a cientos de soldados gritar y desgañitarse, murmurar y reír de forma parecida un segundo antes de volver la cabeza hacia la pared y morir en el mismo suspiro.

– ¿Puedes tocarme algo al piano? -preguntó.

La joven suspiró y sonrió.

– ¿Qué te gustaría oír?

El joven le apartó la manta de los hombros suavemente. El calor de la fiebre subía desde debajo de la lana.

– Elige tú.

– Me gustan las baladas tradicionales. Puedo tocar Barbara Allen, si quieres.

– Me encantaría oírla -dijo Sinclair, tirando del camisón para desnudar su hombro. La muchacha se estremeció al sentir la brisa que entraba por la ventana abierta. Él inclinó su cabeza sobre ella.

Los dedos de Eleanor se movieron como si acariciara un teclado, y bajo su respiración jadeante tarareó los primeros compases de la canción.

Aunque seguía teniendo la piel caliente al tacto, se le había empezado a poner la carne de gallina. Sinclair le puso la mano sobre el pecho para protegerla del relente de la noche. Incluso así, por debajo del olor de la lana y el alcanfor, el aroma de Eleanor era tan dulce para él como un prado en una mañana de verano. Y cuando sus labios le rozaron la piel, le supo a leche recién ordeñada en el cubo.

La muchacha cantaba en voz baja:

– Oh, madre, madre, hazme la cama…

Sinclair se temía que lo que iba a hacer ya no tendría vuelta atrás.

– Que quede suave y bien lisa…

Pero ¿qué otra opción le quedaba?

– Hoy mi amor ha muerto por mí…

Al amanecer, la joven se habría ido. Él la rodeó con sus brazos. Tenía un nudo en la garganta.

– Yo moriré por él mañana…

Ella se estremeció como si la hubiera picado una abeja cuando él la mordió, cuando cerró la boca sobre su piel y la saliva corrupta de Sinclair se mezcló con la sangre de la muchacha. Dejó de cantar de golpe y su cuerpo se puso rígido.

Momentos después, cuando él volvió a levantar la cabeza, con los labios mojados tras su tétrico abrazo, los miembros de Eleanor se relajaron. Ella le miró con aire somnoliento y dijo:

– Pero es una canción muy triste. -Secándose las lágrimas de la cara con los dedos, añadió-: ¿Quieres que toque algo alegre?

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