Capítulo 74

Walter pasó el resto del día trabajando en las páginas web de sus clientes. No podía dejar de pensar en Hannah, encerrada allí abajo, sola y a oscuras.

Por fin le había dirigido la palabra, pero entonces había sonado el timbre de la puerta y a él le había entrado el pánico, y ahora todo se había ido al garete. Ahora Hannah creería que era un monstruo. Necesitaba encontrar la manera de arreglar aquel descalabro y empezar de cero.

Walter bajó a la cocina a buscar la guía telefónica. La floristería más cercana estaba en la ciudad vecina, Newburyport. Llamó al número que aparecía en el listín, y el hombre que contestó le dijo que era demasiado tarde para efectuar una entrega a domicilio, pero que la tienda estaba abierta hasta las cinco. Le dio las gracias y colgó.

A Walter no le gustaba salir de casa. Gracias al prodigio de internet, no era necesario. Le llevaban a casa todos sus pedidos de ropa, medicamentos, películas, libros y hasta la comida. Las únicas veces que salía de casa era para ir a ver a María.

María sabía que se sentía muy solo. Ella le decía que fuese valiente. Walter había rezado meses y meses para tener fortaleza de espíritu. Y entonces, un buen día, María le había dicho que fuese en coche a Harvard Square. No le explicó por qué. Sólo le dijo que era una sorpresa.

Walter estaba sentado al volante y a través de los cristales tintados veía pasar a los estudiantes universitarios. Era primavera y hacía calor y mucho sol. Deseó con toda su alma poder estar él también ahí fuera, mezclarse con la multitud, pero si salía del coche, la gente le vería la cara bajo la luz inclemente. Se pararían y se lo quedarían mirando. Algunos hasta se reirían de él.

La terrible soledad que Walter había experimentado durante toda su vida le removió las entrañas, se desperezó y luego desapareció, reemplazada por el inmenso amor de María. Su Santa Madre le dijo que era hermoso y lo hizo mirar a la izquierda.

Una mujer muy sexy, con el pelo largo y rubio, cruzaba la calle en dirección a él. Llevaba tacones, falda corta y una camisa ajustada. Tenía una tez perfecta. Los hombres la miraban, volvían la cabeza para seguirla con la vista, y ella lo sabía. Era la mujer más guapa que Walter había visto en su vida.

«Ése es mi regalo para ti», le había dicho María. Imbuido del espíritu de la Santa Madre, Walter arrancó el coche y siguió a la mujer a la que llegaría a conocer como Emma Hale. María le dijo que Emma era una mujer muy especial, que, con el tiempo, llegaría a amarlo. María le indicó lo que tenía que hacer.

Lo había intentado todo para conseguir que Emma lo amase, y cuando eso no funcionó, María le dijo que volviese a Boston y le presentó a Judith Chen.

Ahora Walter tenía a Hannah y ésta se negaba a hablarle. Debía arreglar las cosas de algún modo. Cogió las llaves del coche y salió a la calle.

El hombre de aspecto fornido que estaba detrás del mostrador y la chica que preparaba los arreglos florales se lo quedaron mirando cuando apareció por la puerta, y lo siguieron con la mirada mientras se dirigía a la cámara de refrigeración y examinaba las rosas. Walter sentía sus ojos clavados como hierros candentes en su nuca.

Decidió decantarse por un ramo muy vistoso de flores de distintas variedades. Se oyó el sonido de una campanilla cuando la puerta se abrió a su espalda. Con las flores en la mano, Walter se volvió y vio a un niño de unos cinco años parado en el pasillo.

– ¿Es usted un monstruo bueno? -le preguntó.

La cara del niño se transformó en una gigantesca llama borrosa de color blanco, como una estrella que lo observara desde el espacio exterior.

Walter se metió la mano en el bolsillo y apretó con fuerza la estatuilla. Su Santa Madre derramó sobre él todo su amor.

– A mí no me dan miedo los monstruos -continuó el niño-. Todas las noches, mi padre me lee un cuento sobre los monstruos que viven dentro de mi armario. No dan miedo. Sólo tienes que ser amable con ellos.

La madre del niño se disculpó y se llevó a su hijo. El hombre del mostrador sonrió levemente al tiempo que envolvía las flores. Walter pensó en Hannah mientras esperaba, recordó su piel, tan cálida y suave, apretándose contra su cuerpo cubierto de cicatrices.

Cuando llegó a casa, Walter bajó al sótano inmediatamente. Lo primero que hizo fue conectar la electricidad de la habitación de Hannah. A continuación, depositó las flores en la bandeja deslizante que empleaba para pasarle la comida, las empujó hacia dentro y miró por la mirilla. Hannah estaba tumbada en la cama, de espaldas a la puerta.

– Te he traído un regalo -dijo Walter.

Hannah no respondió, no se movió.

– ¿Hannah, me oyes?

No le contestó.

– Esperaba que pudiésemos hablar.

No hubo respuesta.

– Hannah, por favor… dime algo.

Nada.

– Si quieres comer, tendrás que hablar conmigo.

Walter esperó. Pasaron varios minutos, pero ella seguía sin hablar.

Walter subió a la planta superior enfurecido y empezó a pasearse arriba y abajo por la cocina, con las manos temblorosas. Cuando se hubo calmado un poco, se dirigió al armario a rezarle a María en busca de consejo.

La voz de su Santa Madre era muy débil, apenas la oía. Se volvió cada vez más y más débil, como si estuviera muriéndose, hasta que al final dejó de hablar.

Necesitaba ir al Sinclair. Necesitaba rezar delante de María, la de verdad, la María real, la que lo había salvado. Necesitaba ponerse de rodillas, apoyar la cabeza sobre el suelo de la capilla y, con las manos entrelazadas y hundidas en el vientre, rezar hasta que su Santa Madre le hablase y le dijese lo que debía hacer.

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