Capítulo 22

Jonathan Hale está de pie frente al ventanal de la sala de estar y acaricia entre los dedos el relicario que contiene la foto de Susan. Durante el día lo guarda en el bolsillo del pantalón; de noche se lo lleva consigo a la cama por temor a que, si lo mete dentro de algún cajón, eso signifique de algún modo que está abandonando a Emma, colocándola en el mismo estante que a Susan, su esposa muerta, y empezando así el proceso del olvido.

Sólo que a un hijo no se le puede olvidar. Nunca conseguirás olvidar la llamada desesperada de Kimmy, la mejor amiga de su hija; Kimmy, preguntando por qué Emma no ha ido a clase y no le devuelve ninguna de sus llamadas. ¿Es que está enferma, señor Hale? ¿Pasa algo malo? Nunca olvidarás ese momento angustioso en que descubres el apartamento vacío de tu hija o en que te obligas a ti mismo a tragarte el miedo minuto a minuto, a medida que esos primeros días se convierten, desgarradoramente, en una semana, que luego se alarga hasta dos, y luego cuatro, y siete… y pese a todo, mientras los meses pasan, sigues creyendo que la policía la encontrará con vida, que todavía hay tiempo, todavía hay tiempo. Sigues aferrándote a esa esperanza y a tu fe en Dios cuando suena el timbre de la puerta y ves al detective de pie en el umbral. Nunca olvidarás la expresión de dolor en el rostro del detective Bryson cuando te da la noticia de que el cadáver de una mujer que coincide con la descripción de tu hija ha sido hallado en el río. Abre una carpeta y ves la foto de la cara hinchada de una mujer, la piel cérea y blanca, devorada por los peces. Lleva una cadena de platino y un relicario, el mismo que le regalaste a tu hija por Navidad. Recuerdas a Emma sentada en el sillón, arropada en los cálidos pliegues de su albornoz, mientras la luz del sol penetra por la ventana y el jardín de atrás permanece cubierto de nieve recién caída. La ves abriendo el relicario y recuerdas la expresión de su cara cuando reconoce la foto de su madre, muerta hace tantos años… Recuerdas ese momento y otros mil momentos más mientras examinas la fotografía del interior de la carpeta, la tarjeta blanca con el número del depósito justo debajo de su barbilla, y pese a todo, todavía sigues creyendo que se trata de un error, que tiene que ser un error.

El detective aguarda a que digas: «Sí, es mi hija. Es Emma». Sólo que no puedes pronunciar esas palabras porque, una vez que las pronuncies, estarás diciendo adiós.

Hale dirige su atención a los encargados de retirar la nieve. Piensa que ojalá fuese aún otoño, su estación favorita. Se imagina las hojas rodando por el césped del jardín delantero, ese olor maravilloso, a limpieza y a aire fresco, y eso le trae a la memoria un recuerdo de Emma a los siete años: atraviesa corriendo la alfombra de hojas de todos los colores, chillando, con una caja de zapatos en la mano. En el interior de la caja hay un arrendajo azul. Tiene herida una de las alas y agita la otra frenéticamente, tratando de arrancar el vuelo.

«Tienes que ayudar al pajarito, papá, está herido.»

Para borrar esa estampa de sufrimiento del rostro de su hija, Hale abre la guía telefónica y llama a los veterinarios mientras el pájaro emite unos sonidos lastimeros, impregnados de dolor. Al fin, encuentra a uno que trata aves: se encuentra en Boston, a escasa distancia de allí.

Hale presiente cómo va a acabar aquello. Espera poder ahorrárselo a Emma, pero la niña insiste en acompañarlo.

Cuando el veterinario les comunica la noticia, Emma se vuelve hacia su padre para que solucione el problema. Este le dice que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros, aunque nosotros no podamos entenderlo. Ella llora y él la coge de la mano en el camino hacia el coche, sin el pájaro, y ella no habla durante todo el trayecto de vuelta a casa. Un año más tarde, ella vuelve a sujetarlo de la mano mientras él se la lleva de la tumba de su madre, recitándole el mismo discurso.

Hale recuerda cuando creía firmemente en esas palabras, en su fe. Ahora ya no cree.

Alarga el brazo para coger su copa. Está vacía. La llena de nuevo con hielo picado. Los viejos libros de recetas de Susan están en un estante junto a la cocina. Cuando vivía, siempre era ella la que cocinaba. Ahora Hale tiene a gente que cocina para él. Varias veces han elaborado las recetas que Susan había garabateado en las tarjetas o señalado en sus libros de cocina favoritos, pero la comida nunca sabe igual.

Ha intentado tirar los libros a la basura en más de una ocasión, pero todas y cada una de las veces se sentía como si estuvieran arrancándole una parte de su ser. No tuvo ninguna dificultad para donar la ropa de Susan, pero no puede desprenderse de los libros de cocina. Tirarlos, dárselos incluso a algún amigo, sería como decir adiós por partes. «Sólo puedo desprenderme de ti por partes.» Hale piensa en todas las cosas de Emma que aguardan a ser empaquetadas y se pregunta cuáles de aquellas cosas se aferrarán a él con fuerza, suplicándole, implorándole que no se desprenda de ellas, rogándole seguir allí para ser recordadas.

Con la copa en la mano, Hale vuelve a meterse con paso tambaleante en su despacho -está completamente borracho-, abre la puerta y ve a Malcolm Fletcher sentado en un sillón de cuero.

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