Capítulo 11

Nadie la estaba siguiendo.

Sólo era su imaginación, se dijo a sí misma. Se estaba comportando como una idiota.

Pero sintió un gran alivio al llegar a la rampa de la en-trada.

Hogar. Seguridad.

Se quedó sentada un momento con la mirada fija en el espejo retrovisor. El único vehículo que circulaba era de transporte escolar, e iba lleno de niños.

En fin, se estaba comportando como una paranoica. Esta-ba en Minneapolis, no en Sarajevo. Bajó del coche, abrió rápi-damente el maletero y sacó la primera bolsa de comestibles.

– Deja que la lleve yo.

Tania dio un respingo y se volvió.

Phil bajaba por la rampa de entrada.

– Lo siento. ¿Te he asustado?

– No te esperaba.

Phil le cogió la bolsa de las manos, agarró otras dos del maletero y cerró la portezuela con el codo.

– Deberías haberme llamado.

– Pensé que podría sola. -Tania le sonrió mientras su-bían la rampa de entrada hacia la casa-. Y, además, éste no es tu trabajo.

– Mantenme ocupado. Ahora que ha pasado el verano, no tengo suficiente trabajo sólo con el jardín. -Hizo una mueca-. No sé por qué estoy aquí, ahora que Nell está en Idaho con Nicholas.

– Nos eres de gran ayuda. -No le miraba mientras abría la puerta-. ¿Te… dijo Nicholas que nos protegieras?

Phil frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir? Me dijo que esperara aquí hasta que volviera a contactar conmigo para que le ayudara con alguna otra cosa.

– Pero ¿no que me siguieras y me vigilaras?

– No. -Su mirada se concentró en el rostro de Tania-. ¿Algún baboso te ha estado siguiendo?

– No. -Entró en el recibidor y se dirigió hacia la cocina-. Probablemente haya sido mi imaginación. Realmente, no he visto a nadie. Solamente era un presentimiento. ¿Por qué querría alguien vigilarme?

El gesticuló y le dedicó un silbido suave.

– ¿Quién no lo haría? Además, hay un montón de tíos raros vagando por ahí. Nunca se es lo suficientemente pre-cavido hoy en día. ¿Quieres que te acompañe la próxima vez que tengas que salir a hacer algún recado?

Tania negó con la cabeza.

– Debo de estar atontada. Es sólo mi imaginación.

– ¿Y por qué no? -Dejó las bolsas sobre el mostrador-. Así tendré algo que hacer.

– Ya veremos. -Empezó a sacar las cosas-. Pero gracias de todos modos por tu oferta.

El vaciló, mirándola, antes de dirigirse hacia la puerta.

– Tú y el doctor Lieber habéis sido muy amables conmi-go. No me gusta la idea de que estés preocupada. Si quieres compañía, sólo tienes que decirlo.

Tania sonrió afectuosamente mientras la puerta se ce-rraba tras él. Phil se había convertido en parte de sus vidas en aquellas pocas semanas. Circulaba felizmente por allí, cortando madera, lavando los coches y arreglando el jardín. Le producía un sentimiento agradable ver cómo levantaba la mirada y la saludaba mientras no dejaba de trabajar.

Su sonrisa desapareció al arrojar una bolsa vacía en el re-cipiente para reciclar. No había pensado hasta ahora que Nicholas podía haberle pedido a Phil que los protegiera. De todos modos, ¿por qué iba a hacerlo? Nell era la única que corría peligro y ya no estaba allí. Aquello era América. No había francotiradores escondidos esperando entre las ruinas para perpetrar una carnicería contra cualquier incauto.

Pero su instinto se había perfeccionado en agudeza durante aquellos años llenos de recelos. América tampoco era aquel asilo tan seguro que siempre había pensado. También se cometían asesinatos y explotaban bombas.

Y aún notaba aquellos ojos sobre ella.

Quizá debía dejar que Phil la acompañara cuando fuera a salir.

Sí, claro, pensó disgustada con ella misma. Iba a empezar las clases en la universidad la próxima semana. ¿Acaso podía pedirle al pobre Phil que se sentara fuera, y la esperara, en-treteniéndose en hacer girar los pulgares, sólo porque sus instintos se habían disparado? Puede que sólo fuera un re-cuerdo de Sarajevo. Se supone que las experiencias y los recuerdos se guardan profundamente en la mente. Podía ser que ella…

Negó con la cabeza y lo descartó con firmeza. Actuaría como creía que lo debía hacer, como siempre lo había he-cho. Cuando fuera el momento de salir, tomaría la decisión respecto a pedirle a Phil que la acompañara. Ahora no tenía por qué preocuparse. Estaba segura dentro de esta casa, donde se había creado su propio refugio.


* * *

Creía que ya estaba segura, pensó Maritz. La señora Vlados estaba en el interior de la casa de Lieber, tranquila y sin sen-tirse amenazada.

Se acomodó en el asiento de su coche y cogió un BigMac que había comprado de camino hacia la casa. Estaba bien te-nerla bajo control y, a la vez, seguir su propio camino. No necesitaba vigilarla cada minuto. Además, tampoco Nell Calder se encontraba en la casa en aquellos momentos.

Pero había estado allí. Lo supo cuando interrogó a los vecinos de Lieber y la habían visto por allí.

Bueno, pensó que debía de ser ella. Nell Calder nunca había sido tan atractiva como se la describieron, pero Lieber era un brillante cirujano y constaba en los archivos del hospital como el médico que había atendido a Nell Calder. ¿Para qué un cirujano plástico si no para cambiar de cara?

Mordió el bocadillo y lo masticó con placer.

Pronto resolvería el asunto Calder. Además, no estaba realmente preocupado por ello. Si había estado allí, era más que probable que el doctor o su amita de casa supieran dón-de se encontraba en aquellos momentos. Lo que pudieran saber, se lo dirían. De hecho, él ya habría actuado, pero Lie-ber no era como el director de la funeraria. No sería tan fá-cil eliminar las huellas si los borraba a ambos de la escena. No era mala idea concederse una semana más y ver si la se-ñora Calder aparecía por aquella casa.

Además, estaba disfrutando mientras vigilaba a Tania Vlados. El segundo día había descubierto, para su satisfac-ción y sorpresa, que ella se había dado cuenta de su presencia. No había cometido ningún error pero sabía que él esta-ba allí. Lo podía leer en la tensión de su espalda, en aquella mirada rápida por encima del hombro, en el súbito cambio de ritmo de sus pasos.

Hacía tiempo que no acechaba una pieza. Gardeaux siempre insistía en matar rápida y eficientemente. Entrar y salir. No entendía el placer de la caza, el miedo de la víctima que casi era más excitante que el asesinato en sí.

Acabó su BigMac y metió el envoltorio en la bolsa. Es-peraría otra media hora antes de conducir hasta la casa e ins-peccionarla. Seguro que Tania Vlados ya no tenía que salir.

Se sentía segura allí dentro.


* * *

Nell cayó al suelo. El golpe fue tremendo.

– Levántate -le dijo Nicholas-. Rápido. No te quedes ja-más en el suelo. Si no te levantas, eres vulnerable al ciento por ciento.

¿Rápido? No podía ni respirar y mucho menos mover-se. El gimnasio entero le daba vueltas.

– Levántate.

Se levantó… lentamente.

– Te habrían matado un segundo después de caer en la colchoneta -dijo Nicholas. Le hizo un gesto para que lo em-bistiera otra vez-. Vamos.

Nell frunció el ceño.

– ¿No crees que primero deberías enseñarme a defen-derme?

– No. Te estoy enseñando qué es lo que hay que hacer si te derriban. A veces, lo consiguen, aunque pelees bien. Tie-nes que aprender a relajarte totalmente y convencerte de que no tienes huesos. Así no te harás daño cuando golpees contra el suelo. Después, debes aprender a rodar para evitar nuevos golpes y ponerte de pie de un salto.

– Pero lo que quiero es aprender a devolver los golpes. ¿Ésta es la manera habitual?

– Quizá no. Pero es mi manera. Ataca.

Ella le atacó.

Tanek la lanzó contra la colchoneta y se sentó encima.

– Si yo fuera Maritz te golpearía la nariz de abajo a arri-ba y te metería las astillas del tabique nasal en el cerebro.

Nell levantó la mirada. Estaba intentando hacerla sentir tan desvalida e incompetente como fuera posible.

– No, no lo harías.

– ¿Crees que se apiadaría? Olvídalo.

– No, dijiste que a Maritz le gusta usar el cuchillo. Si me hubiera derribado, ¿por qué desperdiciaría la oportunidad?

El rostro de Tanek reflejó sorpresa antes de acusar aquella puntualización poniéndose muy serio.

– En cualquier caso, ya estarías muerta.

– Hoy. Mañana lo haré mejor. Y pasado mañana mucho mejor aún.

Tanek la miró durante un rato, con una expresión que reflejaba una mezcla de emociones que Nell no pudo definir.

– Sé que lo harás. -Sus nudillos fueron sorprendente-mente dulces al rozar la línea de sus mejillas-. Condenada.

De repente, Nell se dio cuenta de la postura dominante de Tanek, del control muscular de sus piernas, del poder de aquellas manos, que no dejaban que ella pudiera levantar las muñecas de la colchoneta. Tanek olía a sudor y a jabón, y el aroma la envolvió. Era… desconcertante. Desvió su mirada de él.

– Deja que me levante, y volvamos a empezar.

Por un momento, Nell sintió la tensión de los músculos de sus muslos contra su cadera. Después, Tanek se apartó de ella y se puso de pie. Le ofreció una mano y la ayudó a levantarse.

– No.

Nell abrió los ojos, sorprendida.

– ¿Qué quieres decir? Apenas hemos empezado.

– Hemos hecho un montón de progresos, más de los que había planeado. -Empezó a ir hacia la puerta-. No más por hoy.

– Tú me lo prometiste. Me lo debes.

La miró por encima del hombro.

– Entonces, apúntalo en la columna de débitos. Estoy se-guro de que llevas las cuentas. Ahora, ve a tomar un baño bien caliente para aliviar los golpes. Mañana a la misma hora.

Nell cerró los puños, frustrada, mientras la puerta se ce-rraba de golpe tras él. Primero, la hacía sentir indefensa, y después se iba, sin dejar que ella pudiera recuperar siquiera la conciencia de su propia fuerza. Puede que aquélla fuera su estrategia. Quizá pensaba que, si la desanimaba y la socava-ba constantemente, acabaría dándose por vencida.

De todos modos, su marcha había sido demasiado brus-ca. Sospechó incluso que él no quería realmente dar la se-sión por finalizada.

Aunque, de hecho, lo que importaba era que se había ido, y que ella no recuperaría esa mañana. No podía permi-tírselo. Iría tras él y…

¿Qué? ¿Lo traería a rastras de vuelta? Discutir con Ta-nek no le serviría de nada. Tendría que hacer sencillamente lo que él le había dicho, y considerar aquel día como perdi-do. Y esperar que él mantuviera su promesa al día siguiente.

Una hora más tarde, se preguntaba si, para ese entonces, ella estaría en condiciones de enfrentarse a él. Poco a poco, se metió en el agua caliente y se apoyó contra la parte curvada de la bañera. Los músculos de sus hombros y espalda esta-ban más rígidos y doloridos a cada minuto que pasaba. Tenía un terrible cardenal en la cadera, otro en el muslo izquierdo, y cinco marcas rosadas en su antebrazo derecho, justo por donde Tanek la había agarrado.

Nadie podría decir que Tanek era un hombre que no dejaba huella, pensó lamentándose. Cada vez que la había tocado hoy, le había hecho daño.

Excepto cuando le rozó la mejilla con los nudillos. En-tonces no le había causado dolor alguno.

Pero incluso aquel momento de suavidad había sido in-quietante.

Tenía que olvidarlo. Cerró los ojos y dejó que el calor del agua invadiera su cuerpo. Sí, había que olvidarlo todo, excepto prepararse para la mañana siguiente.


* * *

– ¿Lista para empezar? -Tanek le hizo un gesto para que se le acercara-. Vamos.

Nell se quedó mirándolo. El rostro de Tanek no expre-saba nada.

– ¿No irás a acabar la clase antes de tiempo otra vez?

– De ninguna manera. Pero acabarás deseando que lo haga.

Ella lo embistió.

Con un movimiento rápido, Tanek la levantó y la tiró contra la colchoneta.

– No te pongas rígida. Haz como si no tuvieras huesos. Cuando caigas, rueda y ponte de pie.

«No te pongas rígida -se dijo Nell a sí misma mientras intentaba ponerse en pie-. No te pongas rígida.»

Decirlo era muy fácil. Pero, cuando estás volando por los aires, tensar los músculos es tan natural como respirar.

Después de una hora, estaba tan agotada que ya no po-nía tensión en ninguna parte de su cuerpo.

– ¿Lo dejamos ya? -le ofreció Tanek, de pie, mientras ella, tambaleándose, se esforzaba por levantarse.

– No. -Le costaba hablar-. Sigamos.

Después de otros treinta minutos de entrenamiento, Ta-nek la levantó, la cargó en brazos hasta su habitación y la dejó sobre la cama. Y añadió, bruscamente:

– Recuérdame que, la próxima vez, sea yo el que diga cuándo es suficiente. Tú continuarías hasta que te matara.

Salió de la habitación.

Descansaría un momento, decidió Nell, pero después se obligaría a meterse en la bañera. Por Dios, cómo le dolía todo. Cerró los ojos. Mañana se acordaría de no ponerse rí-gida al caer. Mañana rodaría y se pondría de pie…

Algo frío y húmedo le rozaba la mano, que colgaba a un lado de la cama.

Abrió los ojos.

Sam. Seguramente, había seguido a Tanek hasta allí y se había quedado encerrado.

– ¿Quieres salir? -preguntó-. Tendrás que esperar un minuto, hasta que pueda moverme. No estoy en muy buena forma.

El pastor alemán la miró un momento y después se echó en el suelo, junto a la cama.

Sam se mostraba comprensivo. Sabía lo que era el dolor y quería consolarla. Nell, muy despacito, extendió la mano y le acarició la cabeza.


* * *

Al día siguiente, no puso tensión en la caída, pero no fue ca-paz de ponerse en pie de un salto.

El día después, rodó por el suelo durante las primeras caídas pero en un momento dado, el cansancio pudo más que ella.

Al tercer día, consiguió relajarse, rodar y ponerse en pie. Se sintió como si hubiera pintado una obra maestra. ¡Estaba casi a punto!

– Bien -dijo Tanek-. Hazlo de nuevo.

No lo consiguió en los dos días siguientes. Tanek hacía que las caídas fueran más duras y los descansos más cortos.

Sólo estaba dos horas en el gimnasio cada día, pero po-drían haber sido veinticuatro. Cuando no se encontraba allí, pensaba en ello, preparándose mental y físicamente para el próximo encuentro con Tanek. Continuaba con sus esbo-zos, hablaba con Michaela, comía, dormía… pero todo era irreal. Se sentía como si estuviera dentro de un capullo, como si en el mundo no existiera nada más que la figura do-minante de Tanek, el gimnasio y las caídas.

Pero se estaba haciendo más fuerte, más ágil y rápida. Muy pronto, a Tanek no le sería posible dominarla del todo.


* * *

Tanek oyó el sonido de unos pasos suaves en el corredor.

Nell había salido de su habitación. Una pesadilla. Otra vez.

Se dio la vuelta en la cama, con los ojos abiertos, fijos en la oscuridad.

Tania le había explicado cosas sobre las pesadillas, pero no era lo mismo saber de qué iban, que ver cómo Nell in-tentaba sobrellevarlas. La había seguido varias veces, pero no había dejado que ella se diera cuenta de su presencia. So-bre todo, después de haberle visto la cara cubierta de lágri-mas. Seguro que no quería que él la sorprendiera mostrando su parte débil.

Nell iba a la sala de estar, se enroscaba sobre el sofá y contemplaba el Delacroix, o miraba por la ventana, a las montañas. Se quedaba allí una hora, a veces dos, antes de volver a su habitación.

¿Conseguía dormir, al meterse en la cama de nuevo?

Tanek pensaba que realmente poco. Nunca parecía descansada del todo, sino inestable, a punto de perder el dominio.

Aun así, ello no interfería en su fuerza de voluntad y su constancia. Por muchas veces que él la golpeara, Nell siem-pre volvía por más. Fortaleza de espíritu y coraje indomable envueltos en un frágil y bello envoltorio. Cuando cometía errores, aprendía de ellos. No importaba lo cansada o dolo-rida que estuviera, Nell aguantaba. Lo soportaba todo.

Soportaba la dureza de Tanek, su brutalidad, su indife-rencia frente al dolor que ella sentía.

Dios, cómo deseaba Tanek que volviera a la cama.


* * *

Lo que Nell tanto anhelaba sucedió, finalmente, el martes. Descubrió que las caídas ya no le dolían, y que podía rodar por el suelo para alejarse de un atacante y ponerse en pie de un salto, lista y rauda para defenderse.

– Caramba…, creo que ya lo tienes -dijo Tanek-. Hazlo otra vez. -Y la tiró al suelo, con más fuerza.

Pero Nell se puso de pie segundos después de haber gol-peado la colchoneta.

– Bien. Ahora ya podemos empezar. Mañana comenza-remos ataque y defensa.

– ¿De verdad? -Sonrió ella, encantada.

– A no ser que prefieras que continúe lanzándote por todo el gimnasio.

– Me imagino que lo harás igualmente -repuso secamente.

– Pero ya podrás concentrarte en lo que te enseñe, sin distraerte en si te hago daño o no. -Le lanzó una toalla y la contempló mientras se secaba el sudor de la cara y añadió-: Lo has hecho bien.

Aquéllas eran las primeras palabras de alabanza que le dedicaba, y el rubor cruzó por su cara.

– Pero he ido muy lenta. No creí que llegaría a aprender-lo nunca.

– Has ido más rápida que yo. -Se secó la cara y el cue-llo-. Tenía catorce años y un marcado sentido de la supervi-vencia. Resistí cada etapa del entrenamiento, y no había col-chonetas en el almacén donde Terence me enseñó. Casi me rompió el cuello una docena de veces, hasta que aprendí.

– ¿Terence?

– Terence O'Malley.

Otra vez, casi podía ver cómo Tanek volvía a cerrarse en sí mismo.

– ¿Y quién era Terence O'Malley?

– Un amigo.

Una respuesta corta, concisa. Quería zanjar el tema pero esta vez Nell ignoró el hecho. Él lo sabía todo sobre ella. Ya era el momento de conocerle mejor.

– ¿El amigo que Gardeaux asesinó?

– Sí. -Cambió de tema-: Te mereces un premio. ¿Qué te gustaría?

– ¿Un premio? -repitió Nell, sorprendida-. Nada.

– Dímelo. Creo en el sistema pedagógico de premios y castigos. -Añadió secamente-: Y últimamente ya has tenido suficientes castigos.

– No hay nada que… -se le ocurrió algo-. Excepto, quizás…

– ¿Qué es?

– Aquello que dijiste sobre Maritz… Cuando me tenías en el suelo. Algo sobre golpearme bajo la nariz para matar-me. ¿Podría aprenderlo? ¿Ahora?

La miró un momento y empezó a reír.

– Ni bombones, ni flores ni joyas. Sólo una nueva lec-ción. Debería haberlo sospechado. -Su sonrisa desapareció-. Muy mal. Esperaba que estarías harta de tanta violencia. Ya te he servido una ración más que suficiente.

¿Violencia? Dolor y frustración sí, pero Tanek nunca había sido violento. Nell siempre había sido consciente de que la fuerza que él ejercía era medida y sin malicia.

– No creo que hayas estado especialmente violento.

– ¿No? Pues a mí me lo ha parecido. -Se encogió de hom-bros-. Debe ser que no estoy demasiado acostumbrado a lan-zar contra el suelo a mujeres que no pesan ni la mitad que yo.

Estaba claro que a Tanek no le gustaba aquello. Detrás de su máscara fría, detestaba haber tenido que hacerle daño.

– Yo te pedí que lo hicieras.

– Exacto. -Se acercó y le cogió la mano-. Y, ya que me lo pediste… No pude negarme. -Acercó la mano de Nell a sus labios-. Como no puedo negarme a obsequiarte matando a Maritz de un soplido. -Le dio la vuelta a la mano y le dejó un beso en la palma-. Con mis propias manos.

La cogió desprevenida. Le miró, sin poder apartar la mi-rada de sus ojos. Tenía los pelos de punta, se sentía sin alien-to, como antes de aprender a caer adecuadamente en la colchoneta.

– ¿No te satisface más pintar que asesinar a un hombre, Nell? -le preguntó tranquilamente.

Le soltó la mano y salió del gimnasio.


* * *

Al día siguiente, Michaela trajo consigo grandes cajas de cartón del Barra X.

Nell estaba sentada en su taburete habitual, tomando apuntes, cuando las descubrió en un rincón. Las tapas esta-ban abiertas y parecían estar llenas de tejidos.

– ¿Qué es eso?

Michaela miró un momento las cajas.

– Unas ropas viejas que tengo que llevar a Lasiter esta tarde. La Sociedad Vasca de Ayuda organiza una subasta de caridad este sábado. Tengo que meterlas en la furgoneta. Iba a repasarlas esta mañana para ver si necesitan algún remien-do. -Se encogió de hombros-. Los niños son muy brutos con la ropa.

– ¿Los niños?

– Tengo dos nietos. ¿No te lo había dicho?

¿Michaela era abuela? Era difícil creerlo. No podía ima-ginársela con un nieto sobre las rodillas.

– Un niño y una niña de mi hija Sara -explicó Michaela-. Seis y ocho años. Ven, deja ese bloc a un lado y ayúdame a llevar las cajas a la furgoneta.

Nell, obediente, dejó el bloc de dibujo sobre la barra de la cocina y la siguió.

– Tú coge ésa. -Michaela le dio una de las cajas-. La fur-goneta está en el patio. -Cargó con la otra caja y la sacó de la cocina.

Nell esbozó una mueca mientras la seguía. Michaela ha-cía mejor de general que de abuela. Se la imaginaba perfec-tamente reuniendo sus tropas y…

Algo había caído de la caja. Se detuvo para recogerlo.

Era una zapatilla de tenis, una zapatilla de tenis roja, muy pequeña.

Una zapatilla de niño. ¿Cuántas veces había recogido zapatillas como ésta y, después de haber metido a Jill en la cama, las había tenido que colocar en el armario?

No podía recoger aquella zapatilla.

Sólo podía mirarla.

Jill

– Apresúrate, tengo que vigilar el horno. -Michaela la llamaba, impaciente.

Nell se obligó a arrodillarse y recoger la zapatilla. Se quedó allí, agachada, con la zapatilla en la mano. El tacto era tan agradable, tan… familiar.

– Dios mío -susurró. Y empezó a mecerse, con aquella diminuta zapatilla contra su pecho, adelante y atrás-. No… no… no…

– ¿Qué es lo que te…? -Michaela apareció en el umbral. Vaciló un instante y fue hacia ella-. Ah, se te ha caído una zapatilla. -La cogió y la metió en la caja-. Ya la cojo yo. Ve a lavarte la cara. Te has tiznado de carboncillo mientras dibu-jabas. -Salió de la habitación a zancadas, con la última caja.

Lentamente, Nell se puso en pie y se dirigió hacia el baño. No tenía la cara sucia. Sus mejillas estaban surcadas por las lágrimas. Estúpida. Desesperarse por una zapatilla. Cuando soñaba, perdía el control de sus sueños, pero creía que podía mantenerlo mientras estaba despierta, que se esta-ba haciendo más impermeable, que incluso empezaba a cu-rarse. ¿Acaso sería siempre así, durante el resto de su vida?

– No te quedes todo el día ahí-la apremió Michaela, al otro lado de la puerta-. Necesito que me ayudes a pelar patatas.

Michaela nunca le había pedido ayuda para hacer la comi-da. Consideraba que la cocina era de su dominio exclusivo. Había fingido no darse cuenta de aquel momento de debilidad de Nell, y ahora intentaba mantenerla ocupada. La amabili-dad se presenta, a veces, bajo las formas más insospechadas.

– Voy. -Abrió la puerta-. Lo siento, yo…

– ¿Por qué? No has ido con cuidado y se te ha caído una zapatilla. -Michaela se dirigió hacia la cocina-. No me inte-resa tanta charla. Ven y ayúdame.


* * *

– Está muy bien. -Nicholas inclinó el boceto hacia la luz de la lámpara-. La has captado.

Nell negó con la cabeza.

– No del todo. Es terriblemente frustrante intentar dibu-jar a una persona que revolotea tanto.

– Michaela no revolotea. Como definición, le falta la idea de pisar fuerte.

– Pues lo que sea. -Cogió el boceto y lo metió en su por-tafolio-. Pero creo que mañana estaré lista para montar el caballete y usar los óleos. -Lo miró desde detrás de sus pestañas-. ¿Tengo derecho a un premio extra?

– No. -Se arrodilló cerca del fuego y removió los leños-. Ya te doy suficiente tiempo de gimnasio. Más, sería una sobredosis.

Nell ya esperaba aquella respuesta, pero no se perdía nada por intentarlo. Probablemente, Tanek tenía razón. Estaba satisfecha con sus progresos desde que Nicholas había empeza-do a enseñarle los rudimentos del ataque y la defensa. Pero tardaría mucho aún en conseguir que aquellos movimientos se automatizaran y los practicara sin esfuerzo, casi instintivos.

– No aprendí demasiado sobre armas en Obanako -in-sistió.

– No soy experto en ese área. Pero a Jamie sí le gustan las armas. Si nos visita, quizá puedas persuadirlo para que te enseñe.

– O cuchillos.

La miró a los ojos.

– Te enseñaré a defenderte de un ataque con cuchillo, pero no a usarlo. De cualquier forma, no tendrías ninguna posibilidad contra Maritz. No puedes aprender en tres me-ses lo que a él le ha costado años. -Se puso en pie y fue a ser-virse otra taza de café-. Sería mejor que tuvieras otra arma, o un plan perfecto o, sencillamente, buena suerte.

– ¿Y qué pasa con Gardeaux? ¿Qué debería hacer con Gardeaux?

– Deja a Gardeaux para mí.

– No puedo. Él dio la orden. -Levantó su taza-. Cuénta-me más cosas acerca de él.

Se sentó en el suelo frente a la chimenea y rodeó sus piernas con los brazos.

– Me dijiste que lo habías investigado tú misma.

– Sé lo que publica el Time. Pero quiero saber lo que tú sabes.

– Gardeaux es listo. Es precavido. Y desea ascender en la jerarquía del mundo de las drogas.

– Creía que ya era alguien importante.

– Tiene cierto rango, y va subiendo. Quiere reinar junto a Sandéquez, Juárez y Paloma. Con los realmente podero-sos. Tiene sed de poder, le encanta. También le gusta el di-nero y las mujeres bonitas, y es un apasionado de las espa-das antiguas y piezas únicas.

Se acordó de aquella mención en la prensa sobre su co-lección de espadas.

– ¿Un apasionado?

Tanek se encogió de hombros.

– Total y absolutamente apasionado. Quizá sea una ex-tensión de su deseo de poder.

– ¿Una especie de manifestación fálica?

– En cierto modo, sí. -Rió Tanek-. Aunque creo que tu retrato es un poco exagerado.

– ¿Tiene esposa?

– Lleva casado más de veinte años, y parece tener una to-tal devoción por ella y por sus dos hijos -añadió-, aunque eso no le priva de tener una amante fija en París.

– ¿Sabes quién es?

– Simone Ledeau, una modelo. Pero no podrás cazarle a través de ella, si es lo que estás pensando. Gardeaux siempre les deja muy claro a sus amiguitas lo que les pasaría si le trai-cionaran.

– ¿Cómo?

– Seguramente, las invita a asistir a uno de sus torneos privados de esgrima en el auditorio que se hizo construir junto a su mansión. Cuando quiere dar un castigo que sirva de ejemplo, tiene a un joven espadachín que se encarga de eliminar a quien representa una amenaza. No se puede ne-gar que tiene estilo.

– ¿Asesinato?

– Asesinato. Aunque le ofrece al otro contrincante una espada para que se defienda.

– ¿Qué sucede si el otro vence?

– Tiene la promesa de Gardeaux de dejarlo libre. Pero no ha tenido que reemplazar a su espadachín preferido, Pietro, durante más de dos años. La esgrima no es exactamente una disciplina que se enseñe en el gimnasio del barrio.

– Pero, según dices, Pietro reemplazó a otro, ¿no? Así que, a veces, el contrincante vence. -De repente, se le ocu-rrió-: ¿Fuiste tú?

– No, no fui yo. -Se miró las manos entrelazadas en su regazo-. Y aquel vencedor, de todos modos, no sobrevivió.

– ¿Gardeaux no deja libre a nadie?

– Los deja libres. -Bruscamente, se puso en pie-: Me voy a la ciudad.

– ¿Ahora? ¿Por qué? -le preguntó Nell, sobresaltada.

– Estoy cansado de preguntas, y de vivir pensando en Gardeaux y Maritz a cada segundo. -Se dirigió hacia la puerta-. Me ahoga.

A Nell no le había parecido que le importaran sus pre-guntas, antes de tocar el tema de los combates de esgrima. Así que le dijo:

– Siento haberte incomodado.

Él se fue dando un portazo, y de repente ella se sintió totalmente desanimada.

Un momento después, oyó el rugido del jeep en el patio. Se puso en pie y fue hasta la ventana. Las luces de posición desaparecían en la distancia, y eso le produjo un sentimien-to súbito de soledad. Tanek se había desplazado hasta el Ba-rra X muchas tardes, en las pasadas semanas, pero era la pri-mera vez que se iba a la ciudad de noche. Nell se sintió extrañamente abandonada.

Idiota. Tanek había roto la rutina. Ella se había acos-tumbrado y se sentía cómoda pasando las veladas con él, frente a la chimenea.

Él es un hombre, y tú estás más disponible que las muje-res de la ciudad.

Sintió un escalofrío al recordar las palabras de Michaela.

Las mujeres de la ciudad. Claro, Tanek no podría vivir en aquel solitario lugar sin alguien que le desahogara sexualmente. Era sorprendente que no hubiera necesitado mucho antes a una mujer.

¿Una mujer en particular?

No era de su incumbencia. Tanek tenía su vida y ella la suya. El abandono era, pues, imposible en su relación.

Algo rozó suavemente su pierna. Bajó la mirada y des-cubrió a Sam, que, a su vez, la contemplaba.

– Hola, chico -le acarició cariñosamente la cabeza-. Se ha ido. ¿Quieres dormir en mi habitación esta noche?

Podrían hacerse compañía el uno al otro.

El también había sido abandonado.


* * *

– Más -jadeó Melissa, mientras le acometía desde abajo para sentirlo más adentro-. Así, así. Ayúdame.

El penetró más. Hasta el final.

Y su orgasmo llegó demasiado pronto. Se derrumbó so-bre ella, temblando.

Sintió las contracciones de Melissa, también en el climax.

Tanek se dejó caer a un lado para tenderse boca arriba y le puso un brazo como almohada. Sabía que debía abrazar-la. La cercanía después del acto era importante para la ma-yoría de las mujeres.

Pero no quería.

No quería estar allí.

– Ha estado bien -murmuró Melissa mientras se acurru-caba más cerca-. Me alegra que te hayas dejado caer por aquí, Nicholas.

El le acarició el cabello. El sexo siempre era satisfactorio para Melissa. Melissa Rawlins era directa, sin complicaciones, pedía poco y daba con generosidad. Tenía treinta y cuatro años, estaba divorciada, regentaba un negocio inmobiliario propio en Lasiter y no buscaba marido. Era perfecta para él.

Pero ya no quería estar allí.

Ella le dio un beso en el hombro.

– Tenía miedo de no volverte a ver. Oí que había una mujer contigo en el rancho. ¿Aún está allí?

Tampoco quería pensar en Nell ahora.

– Sí.

Melissa soltó una risita.

– Pues no debe de ser demasiado buena. -Se incorporó y lo abrazó-. Casi me violas antes de que me pudiera desvestir.

– Violación implica falta de consentimiento. -Tanek la besó en la frente-. No es la palabra adecuada.

– Bueno, no he querido ofrecer mucha resistencia. Te echaba de menos. -Lo despeinó, riendo-. Y tú también a mí.

– Claro. -No podía marcharse aún. Melissa no era una puta. No la podía tomar y largarse sin más. Eso no sería ju-gar limpio. Así que dale algo, bastardo. Se obligó a abrazar-la.-. Siento haberte parecido brusco.

– Me ha gustado. -Bostezó Melissa-. Me encanta cual-quier cosa que me hagas. Aunque, sí, parecías un tanto dis-tinto. -Se acurrucó contra él-. ¿Te importa si duermo un poco? He tenido un día de perros.

– ¿Quieres que me vaya?

– No, solamente quiero echar una cabezadita. -Frotó su mejilla felina contra el hombro de Nicholas-. Sé que pronto querrás más.

– Lo que importa es lo que quieras tú.

– Entonces, pasarás la noche aquí. No te voy a dejar ir ahora que finalmente te has decidido a hacerme una visita.

Nicholas contuvo un brote de impaciencia. Tenía claro lo que Melissa esperaba, ya que, normalmente, Tanek se quedaba toda la noche-. Duérmete. Me quedaré.

– Vale -repuso, medio dormida. Hubo un silencio más o menos largo y, de repente, preguntó-: ¿Quién es ella?

– Una amiga.

– No quiero ser una cotilla -susurró-, simplemente es que… tenía curiosidad. Me has hecho el amor con tantas ganas.

– Hacía mucho tiempo. -Le acarició los labios con su dedo índice-. Calla y duerme.

– No quieres hablar de ella.

– No hay nada de qué hablar.

No quería hablar de Nell y tampoco quería pensar en ella. Debería haber sido capaz de olvidarla con el sexo. Siempre lo había usado para relajarse y huir de la inquietud y, sin embargo, se sentía aún más inquieto, caminando al borde de un precipicio.

No, aquello no funcionaba. No quería estar allí. Quería volver al rancho con ella, contemplar la expresión reconcen-trada de su rostro cuando dibujaba, o ver cómo se sentaba junto a Sam y lo mimaba.

Había que admitirlo.

Quería llevarla a la cama, quería hacerle el amor como nunca antes a nadie.

Pero Nell no estaba preparada. Y quizá no lo estuviera nunca, quizá no pudiera aceptarle durante mucho tiempo… Probablemente, sería mucho mejor si no lo hacía. A Tanek le había costado mucho esfuerzo tener una vida como la que llevaba, y ella se la cambiaría. Ya lo había hecho. Nell no era una mujer a la que se pudiera relegar a un segundo plano y visitarla sólo cuando le fuera conveniente. Aun en los momentos más plácidos, se descubría contemplándola, preocu-pado por sus silencios.

Obviamente, la solución era poner distancia, pero aque-llo no era una opción factible. Continuarían viviendo uno junto al otro, relacionados íntimamente cada día.

Dios santo.


* * *

– ¿Aún no ha vuelto Nicholas de la ciudad? -preguntó Michaela.

– Aún no -repuso Nell, sin levantar la vista del bloc de dibujo.

– Casi es de noche. Normalmente no está tanto rato con ella.

Nell resistió el impulso de preguntarle por la identidad de «ella».

– ¿Por qué has dejado que se marchara? -preguntó Michaela.

– Él hace lo que quiere.

– Podías haberlo retenido. A ella tan sólo la utiliza. La próxima vez, dale lo que busca y no se marchará.

Nell levantó la cabeza como un rayo, y la miró:

– ¿Qué?

– Ya me has oído.

– No estoy muy segura. Creía que usted quería que me fuera lo antes posible.

– He cambiado de opinión. He decidido que puedo acostumbrarme a ti.

– Gracias -contestó Nell con sequedad.

– Y también tú te acostumbrarías a esta tierra. Podrías ayudar a que Nicholas echara raíces aquí, con nosotros.

– Estoy contenta de que piense que le podría ser útil en algo.

– Te has molestado por mis palabras. Yo sólo deseo lo mejor para todos.

– Según su punto de vista, y con sus condiciones.

Michaela sonrió.

– Por supuesto. Pero estoy deseosa de acceder, también, a algo que te haga más feliz. Incluso te regalaré cada día quince minutos de completa inmovilidad para que puedas dibujarme mejor.

– Su generosidad me deslumbra.

– No es para menos. -Fue hacia la puerta-. No me gusta estarme quieta. Me gusta que los demás noten mi presencia.

– Eso está clarísimo -dijo Nell después de que la puerta se cerrara tras Michaela. Apartó el bloc a un lado.

Aquella mujer era asombrosa, totalmente sorda a cual-quier otro propósito que no fuera el suyo propio.

Pero ¿no era exactamente igual que ella? «Apártate de mí, que tiznas», le dijo la sartén al puchero…

Se puso en pie y fue, inquieta hasta la ventana. El cielo se iba haciendo más oscuro a medida que la noche llegaba. Había echado de menos el reto de las horas de gimnasio. Se había acostumbrado a la rutina, al ritmo de los días.

Se había acostumbrado a Tanek.

Era perfectamente natural y no significaba nada. Se ha-bía ido acostumbrando a Michaela y a Sam también.

¿Dónde estaba Nicholas?

Un súbito escalofrío la recorrió. Quizá no estaba con una mujer. Según Michaela, nunca tardaba tanto en volver. Un hombre que se rodeaba de cercas constantemente sin duda se ponía en peligro cuando las dejaba atrás.

Sam ladró chillonamente y descendió los escalones del porche.

¡El jeep!

Nell se descubrió de repente en el porche, esperando.

Sam corría peligrosamente hacia las ruedas del jeep mientras éste se acercaba a la casa. Nell sonrió al oír que Ta-nek maldecía al perro mientras pisaba a fondo los frenos.

– Llegas tarde. -Bajó los escalones-. Michaela tiene casi lista la sopa. Se hubiera enfadado si tú… -Se detuvo, sor-prendida al ver a Jamie Reardon saliendo del jeep también-. Hola.

Tanek estaba con una rodilla en el suelo, calmando a Sam.

– He ido a recoger a Jamie al aeropuerto. Hace sólo una hora que ha llegado.

Jamie sonrió mientras se acercaba a ella.

– Nick me ha llamado esta mañana, temprano, y me ha dicho que necesitas de mis servicios. Aunque no me guste ver a una dama encantadora empuñando un arma letal, me he visto en la obligación de volar a vuestro lado, natural-mente. -Miró hacia las montañas, el horizonte, y fingió un exagerado temblor-: No puedes imaginarte el sacrificio que significa. Ningún hombre civilizado se aventuraría a aden-trarse en estas tierras salvajes.

Armas. Estaba hablando de armas. Nell cayó en la cuen-ta: le había mencionado a Tanek su carencia de conocimien-tos al respecto, justo la noche anterior. Y él se había referi-do a Jamie, pero de modo tan casual que a ella no le había parecido que fuera a prosperar.

– Gracias por venir.

Tanek se puso en pie y fue hacia el porche.

– Entra y ven a ver mi hogar, Jamie. No es exactamente la cabaña que pensabas.

– Si nuestra Nell ha sobrevivido todas estas semanas -dijo Jamie-, es un signo excelente de que me será posible tolerarlo.

Nell los siguió lentamente mientras entraban en la casa.

Jamie se dio la vuelta y la sonrió.

– No era mi intención aparecer de sopetón. ¿Quieres que me marche?

– No, por supuesto que no. Sólo que me ha sorprendido -dijo rápidamente-. No lo esperaba.

– Ni yo tampoco. -Hizo una mueca-. Pero Nick puede ser muy persuasivo. Te prometo que no molestaré.

Pero todo sería distinto. Con la presencia de Jamie, la si-tuación cambiaba, desaparecía la intimidad.

Que era lo que, obviamente, Nicholas pretendía, o no habría traído a Jamie. Entonces, se estaba aburriendo, esta-ba cansado de malgastar su tiempo exclusivamente con ella.

Ignoró la punzada que le provocó tal pensamiento. De acuerdo, aceptaría el cambio, y lo haría productivo para ella. Estaba aprovechando el tiempo para aprender y Jamie tenia algo que enseñarle.

– No molestas. Estoy contenta de que estés aquí.


* * *

Estaba perdiendo el tiempo, comprendió Maritz decepcio-nado. La mujer de Calder no iba a venir. Pronto tendría que acabar con esto. Lástima. Se sentía muy cercano a Tania Vlados.

Casi atraído.

La había vigilado, conociendo su miedo, saboreándolo. Después de los primeros días, Tania tuvo el presentimiento de que él estaba ahí, aunque rehusaba reconocerlo. Se había concentrado en sus cosas, y eso había hecho que él empeza-ra a sentir tentadora su resistencia. El placer de la caza se volvía cien veces más intenso.

Normalmente, no tenía ningún interés sexual por sus víctimas, pero, esta vez, Maritz jugaba con la idea de poseer-la antes del final. Como una especie de cumplido, para marcar la diferencia entre ella y los otros. Para hacerle ese honor, tendría que actuar por la tarde, cuando Lieber no estuviera en casa y no pudiera molestar. Durante el día, solamente rondaba por allí aquel joven chapuzas, del que podría librar-se en el jardín. Cualquier forcejeo provocaría errores, y Ma-ritz necesitaba información antes de matarla. Preferiría obte-nerla de Tania, si es que ella sabía algo.

Podía ser que tardara mucho en conseguir que Tania Vlados le diera esa información, pensó con orgullo. Se había enfrentado a su vigilancia con una valentía poco común.

Sí, ella se merecía un trato diferente a todos los demás.

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