Capítulo 8

OBANAKO, FLORIDA


– No aceptamos mujeres en nuestros programas de entrena-miento, señoritinga. -El marcado acento del sur del coronel Cárter Randall vibró desagradamente en los oídos de Nell-. Así que mueve tu culito feminista y lárgate.

Nell apartó una vez más la mosca que zumbaba alrede-dor de su cabeza desde que había entrado en la oficina. Es-taba sudando, y la humedad era como un tortazo en toda la cara. ¿Acaso peligraría la imagen de hombres muy machos si ponían en marcha el aire acondicionado?

– No soy feminista. O puede que sí lo sea. Ya no sé lo que eso significa, exactamente. -Buscó su mirada-: ¿Lo sabe usted?

– Oh, sí. Yo sí lo sé. Por aquí ya han venido unas cuan-tas tortilleras suplicando que les enseñemos a ser unos hom-bres de verdad.

– ¿Y usted se lo enseñó?

Él esbozó una desagradable sonrisa.

– No, pero algunos de los chicos les enseñaron a ser mu-jeres de verdad.

Estaba intentando asustarla. Y lo estaba consiguiendo, pero Nell no iba a permitir que él lo advirtiera. Era el tipo de hombre que se divierte dominando. Muy tranquila, pre-guntó:

– ¿Las violaron?

– Yo no he dicho eso, ¿verdad? -Se arrellanó en su asien-to-. No tenemos alojamiento para mujeres aquí, en Obanako. Tendrías que ocupar una litera en los barracones.

– Estoy deseando hacerlo.

– Aquellas tortilleras también. Cambiaron de opinión después de la primera noche.

– Yo no cambiaré de opinión. -Se secó las manos, húme-das, en los téjanos. Ya no estaba segura de si estaba transpi-rando por los nervios o por el calor-. ¿Por qué no aceptan mujeres? Nuestro dinero es igual de bueno.

– Pero vuestros espinazos no. -Le miró descaradamente los pechos-. Nosotros aceptamos a las mujeres… en su lu-gar. Una mujer debería limitarse a hacer aquello que hace bien.

Ella reprimió su creciente indignación. No consegui-ría nada de aquel bastardo chovinista poniéndose de mala leche.

Pero podría ser de gran ayuda conseguir que él se enfa-dara, pensó de pronto.

– He visto unos cuantos hombres fuertes y corpulentos en el patio, intentando escalar una empalizada. No parecía que lo estuvieran haciendo demasiado bien. ¿Teme que una mujer pudiera darles una lección?

Él se tensó.

– Están en su primera semana de entrenamiento. Cuan-do finalice el mes la escalarán en un abrir y cerrar de ojos.

– Puede ser.

Una chispa de mal genio enrojeció su rostro.

– ¿Me estás llamando mentiroso?

– Le estoy diciendo que dudo que un hombre que no puede mantener la disciplina dentro de sus barracones pue-da convertir a blandos reclutas en soldados en unas pocas semanas.

– Aquí, en Obanako, el nivel de disciplina es excelente.

– ¿Por eso permite que las mujeres sean violadas? Eso no es disciplina militar, eso es barbarie. ¿Qué clase de oficial es usted? -Antes de que él pudiera contestar, añadió-: O qui-zá no sea realmente un oficial. ¿Compró su uniforme en una tienda de desechos militares?

– Yo era coronel en los Rangers, zorra.

– ¿Cuánto tiempo hace? -se burló Nell-. ¿Y por qué no sigue en el ejército, en lugar de esconderse entre estos pan-tanos? ¿Demasiado viejo para estar a la altura?

– Tengo cuarenta y dos años, y le doy diez mil vueltas a cualquiera de esta unidad -masculló entre dientes.

– No lo dudo, en absoluto: esos pobres bastardos no pueden ni superar esa empalizada. Debe de hacerle sentir muy superior saber que es más fuerte que ellos.

– No me estaba refiriendo a los novatos, hablaba de… -se detuvo, luchando por contener la rabia-. ¿Crees que esa empalizada es fácil de escalar? Tiene casi diez metros de altura. Quizá tú lo harías mejor, ¿no?

– Posiblemente. Sólo tenemos que verlo. Si la supero, ¿me aceptará en su programa?

Su sonrisa destilaba malicia.

– Si la superas, todos nosotros estaremos muy contentos de aceptarte en nuestro centro. -Se levantó y señaló la puer-ta-. Después de usted, señora.

Ella disimuló su alivio mientras los seguía fuera de la oficina y bajaba los escalones. Por ahora, iba bien.

Quizás.

Mientras se iba acercando, aquella empalizada de made-ra se erigía mucho más alta de lo que ella había imaginado, y aparecía resbaladiza por el barro de las botas de los hombres que habían estado intentando escalarla.

– Apartaos, muchachos -ordenó Randall mientras cogía una de las cuerdas fijas a la cima de la pared. Se la lanzó a Nell-. Es el turno de la señora.

Nell no prestó atención a los gritos y a las burlas de los hombres. Se agarró a la cuerda y empezó a escalar. Entonces se dio cuenta de que aquello era muy distinto a trepar por las cuerdas suspendidas del techo del gimnasio. Si intentaba usar las rodillas, acababa chocando contra la pared de made-ra. La única manera de hacerlo era usando los pies para apo-yarse en la pared y subir a pulso.

Un metro, casi metro y medio.

Sus suelas resbalaron sobre aquella superficie embarra-da y Nell golpeó la pared con todo el cuerpo.

Dolor.

Risotadas de aquellos hombres, abajo.

«No les prestes atención. Aguanta. No te sueltes.»

Se apartó de la pared y aseguró los pies contra ella. Otra vez.

Dos metros.

Resbaló de nuevo. La áspera cuerda le quemó las manos al deslizarse por ella casi un metro antes de poder frenar.

– No te preocupes -le gritó Randall con sorna-. Estamos preparados para cogerte al vuelo, bomboncito.

Más risotadas.

«Olvídalos. Puedes hacerlo. Ignora el dolor. Ve paso a paso. No pienses en nada más. Sólo existe la cuerda y esta pared.»

Empezó a escalar otra vez.

Tres pasos más.

Resbaló y chocó contra la pared.

Cuatro pasos.

¿Cuánto faltaba?

No importaba. Podía hacer cualquier cosa si lo hacía poco a poco.

Tardó diez angustiosos minutos más en alcanzar la cima de la pared y ponerse a horcajadas sobre ella. Miró abajo, a Randall y sus hombres. Tuvo que esperar un momento para normalizar su respiración.

– Lo he hecho, hijo de puta. Ahora, mantenga su pro-mesa.

A él no le gustaba aquello, ya no se reía. Ninguno de ellos se reía.

– Bájate de ahí.

– Ha prometido aceptarme si lo hacía. Un oficial siem-pre mantiene su palabra, ¿verdad?

Él le dirigió una mirada gélida.

– Desde luego, señora, estaremos encantados de tenerte con nosotros. Mañana salimos de maniobras, y sé que te van a gustar. Mucho.

Lo cual significaba que tenía la intención de hacerle la vida imposible. Empezó a bajar por el otro lado de la barre-ra. El la estaba esperando cuando llegó al suelo.

– Éste es el sargento George Wilkins. Él te proporciona-rá tu equipo. ¿Te he mencionado lo mucho que le fastidia la idea de tener mujeres en el ejército?

Nell le hizo una inclinación de cabeza a aquel sargento bajito pero muy musculoso. Wilkins dijo:

– Incluso un niño podría trepar por esa pared. Es pan co-mido, comparado con los pantanos. -Le dio la espalda y se alejó.

– Es mejor que no lo subestimes -le advirtió Randall, casi cordialmente-. Y, si quieres otro consejo, véndate las manos. En el pantano hay todo tipo de hongos y gérmenes. No nos haría ninguna gracia que cogieras alguna infección, dulce señora mía.

Por primera vez, se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos destrozadas y ensangrentadas. Aquellas heridas la preocupaban mucho menos que aquel apodo con aires pa-ternalistas.

– Intento ser toda una señora pero, desde luego, no soy dulce, y mucho menos suya.

Se marchó tras Wilkins.


* * *

El silencio cayó como una losa sobre los barracones cuando ella entró, siguiendo a Wilkins, una hora más tarde.

– Ésta es tu litera. -El sargento señaló un catre bajo una de las ventanas con mosquitera-. Mientras estés aquí.

Se dio la vuelta y se fue.

Nell intentó ignorar a los hombres que estaban en la ha-bitación cuando se desnudó y se echó sobre el catre. Pero sólo lo intentó, literalmente, ya que no pudo conseguirlo. Sentir aquellos ojos clavados en ella, como si fueran hierros de marcar. ¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó desespe-rada. Era de locos. Tenía que haber alguna otra manera de conseguir hacer lo que quería hacer.

Ignorarlos. Sí, podía haber otras formas, pero ninguna tan rápida como la que había escogido. Ella había confec-cionado un plan y debía seguirlo.

Ordenó la ropa y después se volvió hacia el M16 y la pistola que Wilkins le había entregado. ¿Se suponía que de-bía limpiarlas o algo así? En todas las películas de guerra que había visto siempre había una escena donde un pobre nova-to desaliñado era castigado por no limpiar su rifle.

– ¿Puedo ayudarla?

Ella se irguió y se dio la vuelta.

Sólo era un crío. Un alto y desgarbado muchacho de no más de diecisiete años. Su nariz, afilada, estaba totalmente cubiertas de pecas, y sonreía tímidamente.

– Me llamo Peter Drake. -Se sentó en el catre-. Estaba ahí fuera, viendo cómo escalabas la pared. No creo que al coronel le haya hecho ninguna gracia verte llegar arriba. Pero a mí me ha gustado. Me gusta cuando la gente triunfa -sonrió con un orgullo infantil.

Infantil. Mientras lo observaba, de repente, sospechó que aquel adjetivo era demasiado apto. Randall debía de ser una especie de malvado demonio para aceptar un chico co-mo éste.

– ¿De verdad? -le preguntó con amabilidad-. Bueno, triunfar te hace sentir bien.

Frunció el ceño.

– Yo no he podido subirla y el sargento se ha enfadado conmigo. El no me gusta.

– Entonces, ¿por qué no te vas de este lugar?

– Mi padre quiere que esté aquí. Él fue un soldado, como el coronel Randall. No me aceptaron en el ejército. Dice que aquí me convertiré en un hombre.

Nell sintió asco.

– ¿Y qué dice tu madre?

– Ella ya no está -dijo vagamente-. Yo soy de Selena, Mississippi. ¿Tú de dónde eres?

– De Carolina del Norte. No tienes acento del sur.

– No estoy mucho por allí. Mi padre me envía a escuelas, fuera. -Empezó a jugar con las correas de la mochila de Nell-. Me parece que tú no le gustas al coronel. ¿Por qué?

– Porque soy una mujer. -Hizo una mueca-. Y porque he escalado la empalizada.

El echó una mirada por el barracón.

– A algunos hombres tampoco les gustas. El coronel Randall ha venido hace unos minutos y nos ha dicho que, por él, no pasaría nada si ellos te hacían daño.

No era más de lo que Nell esperaba.

Peter sonrió de nuevo:

– Pero yo te ayudaré. No soy muy inteligente, pero sí fuerte.

– Gracias, pero puedo arreglármelas yo sola.

El rostro del muchacho se nubló.

– ¿Quizá piensas que no soy suficientemente fuerte por-que no he podido escalar la empalizada?

– No es eso. Estoy segura de que eres lo bastante fuerte para hacer cualquier cosa que quieras. -Él aún la miraba con aquella expresión herida. Nell no podía involucrar a aquel niño en su conflicto, pero se sintió como si le hubiera dado una patada a un perrito-. Pero quizá podrías ayudar-me contándome cosas sobre estos hombres. Eso me serviría de mucho.

– No sé. Apenas hablan conmigo.

– ¿Quiénes crees que son los que podrían hacerme daño?

El chico señaló a uno, calvo, muy corpulento, cuatro li-teras más allá.

– Scott. Él es capaz. A mí me llama tonto del culo.

– ¿Alguien más?

– Quizá Sánchez. -Miró intranquilo hacia un pequeño pero fibroso latino que les observaba con una desagradable sonrisa. Y, después, se giró hacia un pelirrojo de unos vein-te años-. Y Blumberg. Un día, en las duchas, empezaron a tocarme, pero se detuvieron cuando vino Scott.

– ¿Scott los frenó?

– No, pero ellos no querían que él lo supiera. -Tragó sa-liva-. Dijeron que… lo dejaban para más adelante.

Si eran homosexuales, quizá Nell no tendría que preo-cuparse ni por Sánchez ni por Blumberg. Pero no, la viola-ción era un crimen violento, no pasional, y ellos habían deseado torturar a aquel chico indefenso. -Creo que deberías irte de aquí, Peter.

Él negó con la cabeza.

– A mi padre no le gustaría. Dice que yo soy demasiado blando. Que necesito aprender a enfrentarme a ello.

¿Enfrentarse a un abuso y una violación? Debería haber imaginado lo que su hijo tendría que soportar en aquel in-fierno machista. Nell se encendió de ira. No podía hacer nada en ese momento para ayudar a Peter. Incluso lo más probable es que no fuera capaz de ayudarse a sí misma.

– Tu padre se equivoca. Este no es sitio para ti. Vete a casa.

– Él me volvería a traer de nuevo -y añadió sin más-: no me quiere allí.

Maldita sea. Justo lo que no quería, sentir aquella lásti-ma que la desarmaba. Lo miró fijamente, con la frustración de la impotencia, y cambio de tema:

– ¿Sabes algo de armas?

El rostro de Peter se iluminó.

– El primer día nos lo enseñaron todo sobre los rifles. Y cada mañana tenemos prácticas de tiro.

– ¿Y qué hay de las pistolas?

– También, sólo un poco. Sé cómo cargarlas y cómo montarlas.

Ella se sentó en la cama cerca de él.

– Enséñame.


* * *

– ¿Has tenido noticias de ella? -preguntó Tanek en cuanto Tania cogió el auricular.

– Nada. ¿No está en Seattle?

– No, y Phil dice que tampoco está en Denver. Nuestras suposiciones estaban equivocadas.

– ¿Piensas que puede estar en Florida?

– No lo sé. -Se frotó la nuca-. Quizá nos haya dejado pistas falsas. Podría estar en cualquier sitio.

– ¿Qué vas a hacer?

– ¿Que qué voy a hacer? Coger un avión a Florida dentro de treinta minutos. Estaré en Obanako a media mañana. Te envío a Phil de vuelta por si acaso aparece por vuestra casa.

– No es necesario. Yo estaré aquí.

– Sí lo es -repuso Tanek secamente-. Y cuando aparezca, no irá a ninguna parte antes de que yo hable con ella.


* * *

Se estaban acercando.

Los músculos de Nell se tensaron bajo las sábanas al oír movimiento en la oscuridad. Había estado escuchando, es-perando aquel momento desde hacía horas.

No intentaban disimular, ni ser sigilosos. ¿Para qué tan-ta molestia? Nadie acudiría en su ayuda.

Excepto Peter. Continúa dormido, Peter. No dejes que te hagan daño.

Estaban más cerca. Cuatro sombras en la oscuridad. ¿Quién era el cuarto? No importaba. Todos eran el enemigo.

– Enciende la luz. Quiero verle la cara cuando se la meta.

Luz.

Scott. Sánchez. Blumberg. El cuarto de ellos era más viejo, con una cara indescriptible y el pelo muy corto.

– Está despierta. Mirad, chicos, nos estaba esperando. -Scott se acercó un poco-. No nos gustan las lesbianas que vienen a darnos lecciones, ¿verdad?

– Largaos.

– No, no podemos dejarte sola. Queremos enseñarte lo bien que subimos. Imagínate: vamos a subir y bajar tantas veces sobre ti, que mañana no podrás juntar las piernas. -Se humedeció los labios-. Ahora, estate quietecita y haz todo lo que te digamos. No nos gustan las mujeres con uniforme de soldado. Más bien nos molesta. Quítatelo.

– Dejadla en paz -intervino Peter.

Estaba sentado en el borde de su litera y parecía más frá-gil y torpe que antes, en camiseta y calzoncillos caqui.

– Cállate, tonto del culo -ordenó Scott sin tan sólo mi-rarlo.

– No deberíais hacerle daño. Ella no os ha hecho nada.

– Si le hacemos daño o no, depende de ella. Todo lo que tiene que hacer es obedecernos, y se lo pasará realmente muy bien -repuso Sánchez.

– Largaos de una vez -repitió Nell.

Peter estaba ahora junto a la cama de Nell.

– No le hagáis daño.

Estaba asustado, comprendió ella. Podía ver los múscu-los de su cara tensos y un leve temblor en sus manos.

– Vuelve a tu litera, Peter.

– Quizás el tonto del culo quiere sumergir su mecha también -dijo Scott-. Pero, no. No es lo suficiente hombre.

– ¿Crees que eres más hombre por violar a una mujer? -le espetó Nell.

– Ahora lo verás. -Se inclinó y le arrancó la sábana de un tirón.

Ella levantó la pistola que había estado sosteniendo y le apuntó directamente a la entrepierna.

– Lo que veo es que te vas a quedar sin pene si no me de-jáis tranquila.

Él dio un paso instintivo hacia atrás.

– Mierda.

– Saltemos sobre ella -propuso Sánchez-. Vamos a qui-tarle esa pistola y se la meteremos por el coño.

– Sí, podéis hacerlo -dijo Nell, intentando mantener su voz firme-. ¿Por qué no lo hacéis, Scott? Quizá no me sería posible dispararos a todos. Claro que el primer disparo te convertiría en eunuco, y el segundo sería para Sánchez. Después, estaría apurada y tendría que apuntar a objetivos más grandes, como un estómago o pecho.

– No lo hará -dijo Blumberg-. Sería asesinato.

– Y un asesinato es mucho peor que una violación. -La mano de Nell asió con más firmeza aún la pistola-. No lo creo.

– Te encerrarían y lanzarían la llave.

– Lo intentarían. -Encontró su mirada y, después, miró a cada uno de los hombres por turno-. Pero lo haré. No de-jaré que nadie me haga daño o me acobarde. Os estáis entrometiendo en mi camino y yo no puedo permitir que eso su-ceda. Si me tocáis, os mandaré al infierno. -Caramba, hablaba como en una película de serie B.

Los ojos de Scott se abrieron desmesuradamente. Su-surró:

– Estás jodidamente loca.

– Posiblemente.

Retrocedió y se alejó de ella.

– ¿Vas a dejar que te intimide? -dijo Sánchez.

– No está apuntando a tu polla -masculló Scott entre dientes.

– Pero ahora sí. -Nell cambió la posición. Sánchez pestañeó.

– Has dicho que sería fácil -murmuró el cuarto hombre.

– Cierra la boca, Glaser -gruñó Scott.

– No me has dicho que iba a ser así. -Glaser se alejó del catre.

– Volveremos más tarde. No puedes aguantar despierta toda la noche. -Scott sonrió malévolamente-. En cuanto cierres los ojos, estaremos sobre ti.

Alargó la mano y apagó la luz.

Ella respiró hondo. De repente, se sintió sola y vulne-rable.

La voz de Scott vino de la oscuridad.

– Eso no lo esperabas, ¿verdad? No puedes mantenerte vigilante para siempre. ¿Qué vas a hacer cuando estemos en el pantano? ¿Crees que a Wilkins le va a importar?

– Dudo mucho que tengas ganas de violar a nadie cuan-do estemos vadeando el pantano.

Nell oyó cómo renegaba en voz baja.

Se iban, comprendió con alivio. Era muy pronto para relajarse, pero el peligro más inmediato había pasado. Se había sentido tan asustada. Aún lo estaba, temblando en la os-curidad.

– Ya vigilaré yo por ti -dijo Peter.

Casi se había olvidado del chico.

– No, vete a dormir. Mañana tendremos un día duro. Necesitarás estar fuerte.

– Yo vigilaré por ti -repitió, tozudo. Se sentó en el suelo, cerca del catre de Nell, y cruzó las piernas.

– Peter, por favor, no… -No pudo seguir.

Ella tampoco tenía la intención de dormir, y estaba cla-ro que no lo podría convencer a él. Bueno, faltaban pocas horas para el amanecer.

– Estaba asustado -dijo, súbitamente, Peter.

– Y yo.

– No lo mostraste.

– Tú tampoco -mintió Nell.

– ¿Ah, no? -Parecía contento-. Temía que Scott se diera cuenta. El es como mi padre. Se da cuenta de todo.

– ¿Eso te dice tu padre?

– Claro. Dice que un hombre debe enfrentarse a sus errores. Dice que él nunca hubiera llegado a ser alcalde de Selena si no se hubiera enfrentado a sus faltas y las hubiera corregido.

Estaba empezando a detestar al padre sin rostro de Peter.

– Tu padre no habría podido ser más valeroso que lo que tú acabas de ser. Habría estado orgulloso de ti.

Hubo un silencio.

– No, nunca está orgulloso de mí. No soy listo.

La llana sinceridad de su respuesta le produjo un escalo-frío de lástima.

– Bueno, yo sí lo he estado.

– ¿De veras? -le pregunto ansiosamente-. Y yo también, de ti. -Hizo una pausa-. Eso significa que somos amigos, ¿verdad?

Nell quería decirle que no. No quería su ayuda ni la res-ponsabilidad que ello representaba. Él se había nombrado aliado suyo en aquella lucha, y más adelante podía sufrir por esa razón. Y ella no quería acarrear ese sentimiento de cul-pabilidad.

Era demasiado tarde. Nell ya no podía apartarlo de ella.

– Sí, eso es lo que significa.

– Les hemos dado una lección, ¿verdad?

Ella le miró.

– Sí, realmente. Lo hemos hecho.


* * *

– ¿Eve Billings? No conozco a nadie con ese nombre -con-testó Randall, suavemente-. Y nosotros no aceptamos a mu-jeres en Obanako, señor Tanek.

Nicholas le lanzó sobre la mesa una de las fotografías que Tania le había dado.

– Podría estar usando otro nombre.

– Una mujer muy guapa. -Randall apartó las fotos-. Pero sigo sin haberla visto.

– Lo encuentro muy raro. Alquiló un coche en el aero-puerto de Panamá City. -Abrió su bloc de notas de un gol-pe-. Y el número de licencia del Ford aparcado detrás de su oficina es el mismo.

La sonrisa de Randall desapareció.

– No nos gusta que la gente meta las narices en nuestro campamento.

– Y a mí no me gusta la gente que me miente -repuso Ni-cholas, sin levantar la voz-. ¿Dónde está ella, Randall?

– Ya le he dicho que no está aquí. -Randall hizo unos gestos expansivos-. Eche un vistazo, si quiere. No la encon-trará.

– Eso será muy incómodo… para usted.

Randall se puso de pie.

– ¿Me está amenazando?

– Le estoy diciendo que quiero que la traiga aquí y que no le gustarán los problemas que voy a causarle si no lo hace.

– Aquí estamos muy acostumbrados a los problemas. Es para lo que entrenamos a nuestros hombres, para en-frentarlos.

– Deje de decir estupideces. A las autoridades de Panamá City no les gusta tenerlo instalado frente a su puerta, y sólo esperan la primera ocasión para cerrarle el negocio por acti-vidades ilegales.

– ¿Qué actividades ilegales? -dijo Randall hecho una fu-ria-. Nadie la ha tocado, maldita sea.

– Secuestro.

– Fue ella la que vino a verme. Maldita sea, me obligó a aceptarla. Ella misma se lo dirá.

– Y yo le diré a todo el mundo que usted la secuestró y después le hizo un lavado de cerebro. Será una gran historia para la prensa. -Nicholas sonrió-. ¿Qué le parece?

– Me parece que es usted un hijo de puta. -Añadió enfu-rruñado-: ¿Quién es ella? ¿Su esposa?

– Sí -mintió Tanek.

– Pues debería mantener a esa zorra en casa y fuera de mi vista.

– Dígame dónde está y estaré encantado de sacarla de aquí.

Randall calló un momento y, después, sonrió maliciosa-mente. ¿Y por qué no? Abrió la tapa de su escritorio, sacó un mapa y lo desenrolló.

– Está de maniobras. Quería comprobar lo dura que po-día ser. No le puedo decir dónde se encuentra en este mo-mento, pero llegará aquí al atardecer -Señaló con el dedo un punto en el mapa-. Siempre acampan en el mismo sitio. Cypress Island. Debería estarme agradecido. Estoy seguro de que tendrá una verdadera alegría al verle después del día que habrá pasado. -Sonrió abiertamente-. Aunque quizás usted no estará tan contento de verla, después de haber teni-do que vadear por el pantano para llegar a la isla.

– ¿No hay otro acceso?

– Está en el centro del pantano. La carretera más cerca se encuentra a casi tres kilómetros y medio. -Randall marcó una línea en el mapa-. ¿Lo ve?

– Lo que veo es que está usted demasiado orgulloso de sí mismo.

– Si lo prefiere, puede quedarse por aquí y esperar a que vuelvan. Serán sólo otros cuatro días.

Nicholas cogió el mapa y se dio la vuelta para marcharse.

– Que tenga buen viaje. Y transmita mis mejores deseos a la señora.

Ese estúpido estaba empezando a molestarle. Se detuvo a medio camino. No, no tenía tiempo. Qué lástima.

Salió de la oficina.


* * *

– ¡Espabila, Billings! -gritó Wilkins mientras avanzaba pe-nosamente por el agua que les llegaba hasta la cadera-. Te estás quedando atrás. No vamos a esperarte.

Nell ignoró la burla. No se estaba rezagando; había cua-tro hombres por detrás de ella.

– Los que no puedan mantener el paso, servirán de co-mida a los cocodrilos.

Otra vez. La táctica del miedo. Nell intentó que Wilkins no viera que funcionaba. Había podido ver a una de esas ho-rribles bestias pocas horas antes.

– Yo me quedaré a tu lado -le susurró Peter a su espal-da-. No tengas miedo.

Pero sí, estaba asustada. Asustada, cansada y con unas ganas terribles de salir de aquel horrible lugar. Se había pa-sado al menos siete horas sumergida en agua sucia y fan-go. Las cinchas de la mochila le estaban llagando los hom-bros y…

Una forma silenciosa y ondulante cruzó el agua cerca de ella.

Serpientes.

Ella odiaba las serpientes.

– Muévete, Billings.

Se forzó a apartar la vista de aquella amenaza que espe-raba justo bajo la superficie, y se abrió paso a través del agua. Poco a poco. Minuto a minuto. Lo conseguiría. Nin-guna pesadilla duraba eternamente…

Excepto una.


* * *

Nicholas aparcó el coche de alquiler a un lado de la carrete-ra y registró su maleta, en el asiento de al lado. Sacó un cu-chillo y un pañuelo blanco. Se lo ató alrededor de la cabeza, para mantener el pelo hacia atrás, y se metió el cuchillo en la cintura de los téjanos. No era exactamente el atuendo reco-mendado para atravesar un pantano, pero serviría, no había más remedio.

Salió del coche y miró con asco el agua amarillenta, al otro lado de la carretera. Según el mapa de Randall, ése era el punto más cercano a Cypress Island al que podía llegar sin aventurarse en el pantano. Se agachó y aseguró los nu-dos de los cordones de sus zapatillas de tenis. Tendría suer-te si atravesando aquellas aguas fétidas y embarradas no perdía una.

Odiaba los pantanos. Hubiera sido demasiado pedirle a Nell que escogiera un bonito y limpio campo de supervi-vencia en la montaña, como el de Washington. No, ella tenía que zambullirse en el bochorno y la humedad de un panta-lón repleto de mosquitos, cocodrilos y otros depredadores de dos piernas como Randall. Le gustaría estrangularla.

Apretó los dientes al saltar al agua y empezó a avanzar por el pantano.


* * *

– Parece que tenemos un pequeño problema. -Wilkins son-rió al volver vadeando hacia ellos-. Necesito un voluntario.

Nell le miró, aturdida, sin apenas entender lo que decía.

– ¿Quién va a ser?

Estaba convencida de que se volvería hacia ella.

Pero la mirada de Randall se fijó en Peter.

– Te presentas voluntario, ¿verdad Drake? Bien. Eres perfecto para este trabajo. Joven y rápido. Ponte delante, a la cabeza del grupo.

– ¿Qué quiere que haga?

– Sólo hay un pequeño problema. El camino está blo-queado.

– De acuerdo. -Empezó a avanzar.

Nell se puso en tensión. Joven y rápido. ¿Por qué tenía que ser rápido? Se apresuró a seguir a Peter.

Dios santo.

Se quedó paralizada.

Justo frente a ellos, en la rama baja de un ciprés, había una serpiente enroscada, como una guirnalda de colores. No era posible pasar bajo el ciprés sin rozarla.

– ¿Quieres verlo de cerca, Billings? -preguntó Wilkins, detrás de ella-. Deshazte de esa serpiente, Drake.

– Espere. -Nell se humedeció los labios-. ¿Qué clase de serpiente es?

– Es sólo una pequeña serpiente de leche.

– ¿Y por qué no rodeamos el árbol?

– Los buenos soldados no huyen de los problemas, los solucionan.

Serpiente de leche. Sus recuerdos se agitaban. Existía otra serpiente casi idéntica a la de leche. Sólo que la disposi-ción de las rayas era diferente. Recordó vagamente unos versos populares que su abuelo le había enseñado y le había hecho aprender de memoria.

Pero no podía acordarse ni del verso entero ni de la otra serpiente.

– Ve por ella, Drake -ordenó Wilkins.

Peter dio un paso hacia delante.

La serpiente coral. El otro reptil que se confundía con la serpiente de leche era la coral asesina.

– ¡Detente!

Peter la miró por encima de su hombro y le sonrió.

– No te preocupes, tuve una serpiente como mascota cuando era pequeño. Sólo tienes que cogerlas por detrás de la cabeza y ya no pueden morderte.

– No lo hagas, Peter. Podría ser venenosa. La serpiente de leche y la coral parecen idénticas.

– Es una simple serpiente de leche. Mire las rayas amarillas junto a las rojas. Significa que es inofensiva. -La mirada de Wilkins se concentró en la cara de Peter-. Vamos, muchacho.

Peter avanzó hacia la serpiente.

Rojo después de negro…

¿Por qué no podía recordar los versos?

– Tranquila -le decía Peter, en voz muy baja, a la ser-piente-. No voy a hacerte daño, preciosa. Sólo quiero apar-tarte del camino.

Su tono era casi cariñoso, pensó Nell fríamente. Proba-blemente, en cualquier momento, la serpiente le mordería.

Wilkins observaba, sonriendo.

No le gusto al sargento.

Pero Wilkins no sería capaz de poner deliberadamente a un chico como Peter en peligro, ¿o sí? ¿Tan sólo porque lo despreciaba? Quizá la serpiente era realmente inofensiva.

O tal vez Wilkms estuviera equivocado.

Rojo sobre negro…

– ¡No! -gritó Nell.

Apartó a Peter de un empujón y saltó hacia delante. Co-gió la serpiente por detrás de la cabeza y la lanzó, lo más le-jos posible, con todas sus fuerzas. La serpiente chocó contra el agua tres metros más allá.

– No deberías haber hecho eso -le reprochó Peter-. El sargento ha dicho que tenía que hacerlo yo.

– Cállate -repuso Nell entre dientes.

Probablemente era una serpiente de leche, pero ella no podía permitirse tomar riesgos. Y ahora se iba a marear, se-guro. Aún podía sentir la húmeda frialdad de las escamas de la serpiente en la palma de su mano. Observó, medio aturdi-da, cómo la serpiente surcaba rápidamente el agua, aleján-dose de ellos.

– El chico tiene razón -dijo Wilkins, impasible-. No era asunto tuyo, Billings.

– Usted quería un voluntario. -Desesperadamente, Nell intentaba controlar sus estremecimientos mientras volvía a meterse de nuevo en el agua-. Yo me he presentado como tal.

– No tenías por qué ser tan bruta con el pobre animal -le reprochó Peter cuando se colocó detrás de ella-. Podrías ha-berle hecho daño.

Y, en la rama de ese otro árbol… ¿Era musgo trepador, o quizás otra serpiente? Sólo musgo.

– Lo siento.

– Mi serpiente era verde. No tan bonita como ésa. Ama-rilla, roja y negra… ¿Qué pasa?

– Nada.

No era verdad. Nell acababa de recordar el verso com-pleto.

Rojo sobre negro, carece de veneno.

Rojo sobre amarillo, mata al primer mordisco.

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