Capítulo 18

NOCHEVIEJA, 22.35 HORAS


Gardeaux parecía un afable político, educado, maduro, muy elegante con aquel traje renacentista verde y dorado. Son-reía cortésmente a su esposa, ignorando la horda de perso-nalidades influyentes que los rodeaba. Encantador.

Por su aspecto, Nell no podría haber adivinado jamás que su querida estaba justo al otro lado del salón… o que era un asesino de niños.

– ¿Qué estás mirando? -susurró madame Dumoit al pa-sar junto a ella-. No te hemos traído aquí para que te que-des en un rincón con cara de susto. Paséate. Luce el vestido de Jacques.

– Lo siento, madame.

Nell dejó la copa de vino sobre la bandeja del primer ca-marero que vio y se dirigió hacia la multitud. Con aquel ves-tido renacentista, quedaba perfectamente camuflada entre toda aquella gente disfrazada. Y había tanta, que podía desa-parecer en segundos y volver a ocultarse entre las sombras. Veinticinco minutos más, y Nicholas haría acto de presencia.

Hacía demasiado calor en aquel salón, y la música era ensordecedora.

Ahí seguía Gardeaux. Ahí seguía el asesino de niños. ¿Cómo era capaz de sonreír de aquella manera si tenía la in-tención de matar a Nicholas dentro de una hora?

Cielos, estaba asustada.

Gardeaux se volvió, con la mano extendida y una amplia sonrisa de bienvenida iluminándole la cara.

Un hombre se le acercaba. Un hombre bajito, que pare-cía estar un tanto incómodo metido en un esmoquin.

Nell se quedó helada.

¿Kabler?

Kabler también sonreía. Encajó la mano de Gardeaux, saludándolo. Le dijo algo en tono alegre antes de darle unos amistosos golpecitos en la espalda.

No podía ser Kabler. Kabler le odiaba. Kabler jamás es-taría allí.

Sí estaba allí, y trataba a Gardeaux como si fuera su me-jor amigo.

Pero era policía. Debía de estar allí bajo otra identidad… o por alguna razón.

Nell se acercó disimuladamente al grupo, con la mirada fija en aquellos dos hombres.

Gardeaux le presentó a su esposa. Su buen amigo, Joe Kabler, jefe del Departamento Antidroga, en Norteamérica.

Sabía quién era Kabler. Kabler, su buen amigo.

El dinero podía comprar a casi todo el mundo, le había dicho Nicholas.

Nell no hubiera imaginado nunca que también pudiera comprar a Kabler.

A continuación, sonrió a la esposa de Gardeaux y co-mentó algo sobre una fiesta tan exquisita y lo amables que habían sido al invitarle. Su mirada se paseó por el salón. Sin duda, era uno de ellos.

¡Y podía reconocerla!

El corazón le dio un vuelco. ¿Qué es lo que estaba ha-ciendo, allí, paralizada? Rápidamente, se alejó de ellos y se dirigió hacia la salida.

¿La habría visto Kabler?

Tenía miedo de mirar por encima de su hombro y averi-guarlo. En todo caso, sólo habría podido verle el perfil, casi de espaldas.

¿Sólo? Eso sería suficiente. Habían estado juntos duran-te horas.

Cruzó precipitadamente la puerta que llevaba al vestí-bulo.

«Por favor. Que no me haya visto.»

Bajó a toda prisa los cuatro escalones hasta el jardín. Se arriesgó, por fin, a echar una rápida ojeada hacia atrás.

Kabler, con el ceño fruncido, se abría paso entre la gen-te que ocupaba el vestíbulo.

La alcanzó justo al pie de aquellos escalones y, tras asir-la del brazo, la obligó a volverse hacia él.

– Déjeme. -Le miró a los ojos-. Hay gente a menos de veinte pasos de nosotros. Gritaré.

– No lo harás. No quieres estropear lo que te ha traído hasta aquí, sea lo que sea. Te dije que te alejaras de Tanek. Mira lo que te ha hecho. -Hablaba en un tono casi herido-. No quiero hacerte daño. Déjalo. Todavía puedo salvarte.

– ¿Intercediendo por mí ante su amigo Gardeaux? -re-plicó ella, duramente.

– Esa basura no es mi amigo, y tampoco atendería a nin-guna explicación si supiera que estás aquí.

– ¿No se lo ha dicho?

– Le he dicho que me parecía que había visto a un cono-cido mío. No quiero que mueras, Nell. Deja que coja a Ta-nek. También es escoria, como los demás.

– ¿Y usted, qué es?

Kabler pareció desmoronarse.

– Ya no podía luchar contra ellos. Llevaba demasiado tiempo haciéndolo. Llegué a mi casa desde Idaho, aquel día, y uno de los hombres de Gardeaux me estaba esperando. El médico de mi hijo también. Mi hijo tiene leucemia. Se me-rece la mejor atención, y ahora puedo dársela. No puedes vencerles. Tienen demasiado dinero y poder. Nadie pue-de vencerles.

– Así que decidió unirse al grupo. ¿Cuánto le paga, Kabler?

– Lo suficiente. Mi esposa puede al fin tener algunas de las cosas que desde hace tanto tiempo se merece. Mis hijos irán a buenas escuelas y tendrán un futuro mejor. Podré darles todo lo que necesiten o quieran.

– Me alegro por usted. Yo ya no tengo a mi hija. Gar-deaux la asesinó.

– Pero tú estás viva. Y quiero que sigas viviendo. Tú no eres como ellos.

– ¿Y soy como usted?

Él sacudió la cabeza.

– No me importa lo que pueda sucederles. No me im-portó Richard, ni aquella mujer. Estaban tan podridos como Gardeaux.

Nell le miró sin dar crédito a lo que oía. De repente, todo cuadraba.

– Fue usted. Usted los mató.

Él asintió.

– Sólo tuve que decirle a Gardeaux dónde podía encon-trarlos. Y quería que, antes, te llevara a ti hasta allí, para que resultara creíble que me habían seguido. -Sonrió amargamente-. Ocupo una posición muy valiosa, y Gardeaux no quería perderla.

– Usted me utilizó. Hizo lo mismo que tanto critica en Nicholas.

– Tenías derecho a saber lo de Richard.

– ¿Y cómo piensa explicar usted su presencia en esta fies-ta? Sus hombres saben perfectamente quién es Gardeaux.

– Sólo he venido para conseguir información. Cumplo con mi trabajo. -Miró un momento por encima del hombro-. Hace demasiado rato que estamos aquí fuera. Tanek debe es-tar a punto de llegar y no quiero que te metas en medio.

– Va a ayudarle a matar a Nicholas.

– No necesita mi ayuda. No es ése el motivo por el que he venido. Gardeaux quería que yo asistiera a la fiesta, le diera unas palmaditas en la espalda y neutralizara así cual-quier daño que Nicholas pudiera ocasionar a su imagen. -Asió el brazo de Nell-. Voy a llevarte a mi habitación y me quedaré allí contigo. Cuando todo haya terminado, dejaré que te vayas.

Cuando todo hubiera terminado. Cuando Nicholas es-tuviera muerto.

– ¿Y qué pasa si le digo que no voy a subir con usted?

– Entonces tendré que decirle a Gardeaux quién eres. Y también te matará. -Añadió suavemente-: Pero no quiero hacerlo, Nell. Quiero que salgas de aquí sana y salva. ¿Vie-nes conmigo?

No era un farol. La delataría. Quería salvarla, sí, pero preferiría dejarla morir que romper su afiliación con Gar-deaux.

– Le acompaño.

Inmediatamente, Kabler la asió por el codo, y cruzaron el vestíbulo.

– Llevo un arma bajo esta ridícula chaqueta. Creo que es mejor que lo sepas. -La condujo hacia las escaleras para su-bir al piso superior-. Sonríe -murmuró.

La mirada de Nell se fijó durante un instante en el anti-guo reloj de pared que había junto a las puertas del salón. Su mano se agarró con fuerza a la barandilla.

Las diez cincuenta y cinco.


* * *

23.10 HORAS


Cuatro personas bajaron de la limusina en cuanto se detuvo, nada más llegar al patio. Dos mujeres, con elegantísimos vestidos renacentistas bajo sendas capas de terciopelo, y sus acompañantes, de esmoquin. Charla. Risas.

Era la oportunidad perfecta para que Nicholas se uniera al grupo y se colara en la casa. Salió de entre las sombras de los árboles del jardín y cruzó el foso a toda prisa.

Alcanzó a los cuatro invitados mientras cruzaban el patio.

– Ah, Tanek, por fin. -Gardeaux estaba de pie junto a los escalones de la puerta principal. No miraba a los cuatro re-cién llegados, sino a Tanek-. Te estaba esperando.

Nicholas se detuvo en seco y luego se acercó aún más al grupo.

– Nunca puedo resistirme a una fiesta.

– Me temo que tendrás que perderte ésta. -Hizo un ges-to, y los cuatro invitados se separaron como el mar Rojo-. Parece que te has quedado sin escolta.

Nicholas los observó mientras se apresuraban a subir de nuevo a la limusina.

– ¿Son de los tuyos?

– Efectivamente. ¿Acaso creías que no esperaría que in-tentaras una treta tan simple? Tú mismo me dijiste a que hora pensabas llegar, y yo sólo he tenido que tenderte la trampa. No puedo permitir que entres en el salón. Quizá me pondrías en un compromiso. -Miró por encima de su hombro-. Rivil, vamos a acompañar al señor Tanek al auditorio. ¿Te acuerdas de Rivil, Tanek?

– ¿Cómo podría olvidarle? -Lo observó mientras bajaba las escaleras-. Me causó un gran impacto.

A Rivil le seguía un hombre más bajo al que Nicholas reconoció enseguida: Marple, un ser abominable, un exper-to con el garrote, y de excelentes reflejos. Gardeaux había convocado a los mejores.

– Hábil juego de palabras -dijo Gardeaux-. Pero me ale-gra comprobar que no estás demasiado desconcertado. Todo será más interesante si no te desmoronas. -Fijó la mirada en la espada enfundada en cuero que sostenía Nicholas, y su cara se iluminó-. ¿Es eso?

El asintió.

Gardeaux bajó los escalones sin perder tiempo y cogió la espada.

– Te has tomado todas estas molestias para nada. Estás fuera de juego, Tanek. -Empezó a desenvolver la espada, pero se detuvo-. Llevémonos a nuestro invitado de aquí.

– ¿Y qué pasa si me niego? -dijo Tanek.

– Rivil te noqueará y te llevaremos a rastras. -Gardeaux se encaminó hacia el auditorio-. Sencillo, ¿no?

No cabía protestar más. Gardeaux le conocía bien y sa-bía que no iniciaría una discusión inútil.

Tanek dejó que Rivil y Marple le condujeran hasta el auditorio.


23.20 HORAS


Nada más entrar en el recinto, Gardeaux, impaciente, se deshizo del envoltorio de cuero de la espada. La alzó, de-jando que brillara bajo la luz de los focos.

– Espléndida -murmuró-. Magnífica. Noto su poder.

La acarició como si se tratara de su ser más querido y, luego, empezó a bajar por el largo pasillo central, hacia la pista.

– Traedle. No habías estado nunca en mi auditorio, ¿ver-dad? Tan sólo hace unas horas, los más grandes espadachines, los campeones de esgrima de toda Europa, han estado compitiendo aquí. Excepto Pietro. Aunque es muy probable que, de haberlo hecho, los hubiera vencido a todos. -Gar-deaux se detuvo ante la pista y señaló con un vago ademán al alto y delgado floretista que les esperaba allí-. Quiero pre-sentarte a Pietro Daniel. -No se podía distinguir ni un solo rasgo de aquel hombre bajo su equipo completo de esgrima, blanco, y su careta de malla-. Hace mucho tiempo que de-seaba que os conocierais. -Le ofreció la espada de Carlomagno a Nicholas-. Incluso te presto la espada del empera-dor para que luches contra él. Seguro que te trae suerte.

Nicholas ignoró el arma.

– No voy a luchar. No tengo intención de proporcionar-te ningún espectáculo.

– Pietro, ven.

El espadachín abandonó la pista de un salto y se acercó a ellos, blandiendo ligeramente la espada. Rivil y Marple se apartaron.

– Enséñale a Tanek tu espada. Últimamente está intere-sado en este tipo de armas.

Pietro extendió el brazo hasta colocar la espada a sólo una pulgada del pecho de Nicholas.

– Fíjate en la punta, Tanek.

La punta afilada estaba húmeda, y brillaba bajo la luz de los potentes focos.

– Colono -siguió Gardeaux-. Me hice traer un pequeño cargamento fresco desde Medellín en cuanto supe que ve-nías. Todo lo que Pietro tiene que hacer es rasgarte la piel. ¿Recuerdas qué minúscula era la herida de O'Malley? Pero no duró mucho, ¿verdad? Casi al instante se formó una di-minuta ampolla alrededor del rasguño. Cuando O'Malley murió, no era más que una masa llena de ampollas y llagas. El virus devoró sus entrañas.

Nicholas no podía apartar los ojos de la punta de la es-pada. Es un arma. Eres un hombre inteligente. Aprovecha la oportunidad al máximo.

– Y si gano, Rivil y Marple me apuntarán con una pistola y tú mismo te encargarás de darme la estocada igualmente.

– Yo no he dicho que sea una oportunidad de oro.

– Mientras tú, como si fueras Dios, ves tus deseos hechos realidad.

– No hay nada tan emocionante -dijo Gardeaux. Le ofreció la espada a Tanek una vez más-. Vamos, toma.

Pietro acercó la punta aún más, casi hasta rozarle la camisa.

– Tómala -ordenó en un susurro Gardeaux.

Todo iba demasiado rápido, pensó Nicholas. Todavía faltaban veinte minutos para que Nell cortara la luz.

– No querrás morir así, ¿verdad? -añadió Gardeaux.

La imagen de Terence retorciéndose de dolor acudió a su mente. Se retiró un paso de la espada de Pietro.

– No, no quiero. -Extendió el brazo y asió la empuña-dura del arma que Gardeaux le ofrecía. Se volvió y, de un salto, se plantó en la pista-. Adelante.


23.35 HORAS


Nell apartó de un tirón las cortinas de terciopelo que cu-brían la ventana.

Había luz en el auditorio.

Su mano se cerró con fuerza, retorciendo el terciopelo. Nicholas ya estaba allí. Gardeaux le había llevado al recinto para matarle.

– Apártate de la ventana -le ordenó Kabler desde el otro extremo de la habitación.

Ella se volvió y le miró fijamente.

– No puede hacer esto. Tanek está ahí. ¿Está enterado de lo que van a hacerle?

– No he querido saber los detalles. -La estudió durante unos instantes-. Lo siento, pero pareces estar un tanto de-sesperada. Tendré que tomar precauciones. -Desenfundó el arma de nuevo y la apuntó-. Ven, siéntate. Yo no soy como Richard…, sé que eres inteligente y capaz. No quiero que me cojas por sorpresa.

– ¿Sería capaz de matarme?

– No quiero hacerlo.

– Pero lo haría. ¿Y eso no le convierte en la misma basu-ra que es Gardeaux?

Kabler apretó los labios.

– Nunca seré como él.

– Lo será si me mata. -Empezó a avanzar hacia la puerta, desafiadora-. Pero no creo que lo haga.

– Apártate de la puerta.

– Usted quizá dejaría que Gardeaux me matara, pero es incapaz de hacerlo con sus propias manos. Nosotros nos parecemos, y somos muy diferentes a ellos. -Nell estaba apostando fuerte, apelando a la razón, haciéndole dudar-. No hay nada que pueda justificar que usted me mate.

– No te muevas. No puedo dejarte ir.

Pero ella no podía detenerse. El pánico la invadía. Su mano agarró el tirador de la puerta.

Kabler masculló algo y se lanzó a la carrera hacia ella.

Nell se volvió como un rayo y le lanzó un puñetazo en el abdomen. Él soltó un grito ahogado y se dobló en dos.

Una patada en la ingle. Y un certero golpe en la nuca, con el filo de la mano. Kabler casi no se movía, pero aún estaba consciente. Nell tenía que dejarlo fuera de combate. Cogió el arma, que él había soltado al recibir la primera embestida, y lo golpeó con la culata en la cabeza.

Se desplomó.

Ella abrió la puerta y voló escaleras abajo, cruzó el pasi-llo como una exhalación y bajó las escaleras casi de un salto. Su mirada buscó el reloj de pared. Las once cincuenta.

No tenía tiempo de despistar al guarda apostado junto al auditorio.

No tenía tiempo de cortar la luz y proporcionar a Ni-cholas la penumbra que necesitaba.

Llegaba demasiado tarde.


23.51 HORAS


¿Dónde demonios estaba Nell?

Pietro avanzó hacia él, casi tocándole con la punta de la espada, y luego retrocediendo con un ágil y elegante movi-miento.

Tan sólo se dedicaba a jugar con él. Estaba dando un buen espectáculo para satisfacer a Gardeaux. Había tenido ocasión de herirle una docena de veces en los últimos diez minutos. Nicholas se movía de manera tan torpe y ridícula como un oso, blandiendo la espada, esquivando estocadas, apartándose del camino de su contrincante.

Echó una rápida ojeada al reloj del auditorio.

Las once cincuenta y dos.

– ¿Estás cansado, Tanek? -le preguntó Gardeaux desde la primera fila-. Pietro puede aguantar horas.

Las once cincuenta y tres.

Ya no podía esperar más.

Bajó la espada.

– ¿Te rindes? Estoy decepcionado. Creía que…

Nicholas enarboló la espada y la lanzó, como si de una jabalina se tratara, hacia Pietro. Éste aulló de dolor al recibir el golpe en un muslo, y se desplomó.

Nicholas abandonó la pista y corrió a toda prisa hacia el asiento donde Nell había escondido el arma.

Una bala pasó silbando junto a su cabeza.

– Detenedlo. No le disparéis, idiotas.

No, Gardeaux no quería de ningún modo perder el con-trol de la situación.

Nicholas buscó bajo el asiento y logró asir la pistola.

Pero le alcanzaron antes de que pudiera siquiera empu-ñarla. Rivil forcejeó con él y logró quitársela. Gardeaux es-taba de nuevo ahí, frente a Tanek. Sonriendo.

Probablemente, era la misma sonrisa que Terence había visto, impotente, pensó Nicholas. Sintió una oleada de rabia en todo el cuerpo.

– Hijo de puta.

Se abalanzó hacia Gardeaux y le soltó un puñetazo en plena cara.

Rivil le dio una patada en el estómago. Marple lo golpeó en la sien con la culata de la pistola. Tanek cayó al suelo, lu-chando por no desvanecerse.

Gardeaux se acercó y se inclinó sobre él, mirándole a los ojos, muy cerca. Tenía un corte en el labio. Sangraba y aquella estúpida sonrisa había desaparecido.

– Vosotros, traedme la espada de Pietro.

Rivil fue a buscarla.

Nicholas intentó levantarse, pero Gardeaux le puso un pie en el pecho y se lo impidió.

– ¿Te sientes impotente, Tanek? ¿Estás tan asustado que tienes ganas de vomitar? -Rivil le entregó la espada de Pietro-. Pues no es nada, comparado con cómo te vas a sentir dentro de uno o dos días. -Le apuntó con la espada en el hombro izquierdo-. No será una herida profunda. Quiero que tengas una muerte muy lenta.

Nicholas no podía apartar los ojos del líquido que hu-medecía la afilada punta mientras se le acercaba.

Gardeaux le clavó la espada en el hombro.

Nicholas rechinó los dientes para no gritar de dolor.

Gardeaux retiró la espada.

Nicholas cerró los ojos mientras notaba un tibio chorro de sangre bajando hacia su pecho.

¡Feliz Año Nuevo!

Gardeaux se volvió hacia la puerta al otro lado del audi-torio.

Entraba gente. Gardeaux se quedó paralizado, mientras la orquesta empezaba a tocar Auld Lang Syne y recorría el pasillo hacia la pista.

– ¿Qué demonios está pasando?

Todo el mundo lanzaba confeti y hacía sonar las trom-petillas del cotillón.

¡Feliz Año Nuevo!

– Dios mío, ahí está el primer ministro. -Gardeaux miró a Nicholas-. ¡Rivil, saca a Tanek de aquí inmediatamente! Por la otra puerta. Todavía no le han visto. -Con mucho cuidado, limpió la espada de Pietro y la escondió bajo los asientos. Sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la sangre del labio-. Marple, la espada de Carlomagno está en la pista. Dile a Pietro que la coja antes de que la encuentre alguno de esos idiotas. -Forzó una sonrisa y se dirigió hacia el gentío de invitados que estaba literalmente invadiendo el auditorio.

Rivil agarró a Nicholas, lo puso en pie y lo arrastró ha-cia la salida.

De repente, Nell apareció frente a ellos:

– Ya me lo llevo yo. -Rivil intentó apartarla-. He dicho que ya me lo llevo yo. -Sacó una pistola de entre los plie-gues del vestido. Le temblaba la voz-: Suéltalo, bastardo.

Rivil se encogió de hombros y soltó a Nicholas.

– Llévatelo. Gardeaux sólo ha dicho que quiere que sal-ga de aquí. Ya ha terminado con él. No le importará con quién se vaya. -Y se alejó para reunirse con la gente que ro-deaba a Gardeaux.

Nell sujetó a Nicholas por la cintura y le hizo pasar un brazo sobre sus hombros.

– Apóyate en mí.

– No tengo más remedio. No me encuentro muy bien.

– Lo siento -murmuró ella. Las lágrimas le corrían por las mejillas. -He intentado… Kabler… No he podido…

– Estoy demasiado aturdido para entender lo que dices. Mejor cuéntamelo luego. -Echó una mirada por encima de su hombro-. Pero ¿qué demonios hace toda esa gente aquí?

Nell abrió la puerta de salida.

– Llegaba demasiado tarde -respondió, nerviosa-. No se me ocurría una manera de librarme del guardia y de poder hacer lo que me dijiste a tiempo. Así que he ido al salón, he subido al escenario de la orquesta y he anunciado que Gar-deaux quería dar la bienvenida al Año Nuevo en el mismo escenario donde los atletas consiguen sus más grandes triunfos. Y el guarda no ha podido impedirnos el paso. La gente lo ha arrastrado hacia dentro. Es todo lo que se me ha ocurrido hacer…

– Bien hecho.

– No, de bien hecho, nada -repuso ella, enfadada-. He lle-gado demasiado tarde. Te han hecho daño. ¿Cómo te sientes?

– Me retumba la cabeza. Me ha clavado una espada en el hombro.

Ella intentó coger aire:

– ¿Una espada? ¿La espada de quién?

– De un upo muy desagradable. Pietro. Creo que es me-jor que me lleves a un hospital.

– Dios mío.

Tanek se debilitaba por momentos:

– Bien pensado: llévame hasta Jamie. ¿De acuerdo?

Ella asintió y le ayudó a cruzar el patio. Los guardas del puente levadizo ni siquiera les preguntaron nada cuando lo cruzaron.

– Me dijiste que tendría que librarme de ellos -le recor-dó Nell, con una leve y triste sonrisa-. Pero no parece que les importe en absoluto.

– A Gardeaux tampoco.

Nell lo sujetó con más fuerza:

– Que se vaya al infierno.

Se sentía desconsolada, y Tanek quería confortarla. Pero ahora no podía. Más adelante. Lo haría más adelante.


* * *

La sala de urgencias del hospital Nuestra Señora de la Mer-ced estaba llena a rebosar, y el doctor Minot, médico de guardia, no estaba de humor para atender la petición de Nicholas.

– La herida es superficial, monsieur. La trataremos con antibióticos y con una antitetánica. No hay necesidad de ha-cer un análisis de sangre.

– De todos modos, le agradecería que lo hiciera -insistió Tanek-. Ya sabe cómo somos los hipocondríacos.

– No podemos perder tiempo discutiendo por tonterías. Si quiere, enviaremos una muestra al laboratorio. Tendrá los resultados mañana mismo.

– Necesito saberlo ahora.

– Eso es imposible. No puedo…

Nell se acercó hasta a estar a tan sólo unos centímetros del doctor:

– Lo hará. -Sus ojos sacaban chispas-. Hará ese análisis y nos dará los resultados ahora. No mañana. Ahora.

El joven médico dio un involuntario paso hacia atrás y forzó una sonrisa.

– De todos modos, haremos cualquier cosa para compla-cer a tan encantadora dama.

– ¿Cuánto tardará?

– Cinco minutos. Ni uno más. -Y se batió en retirada, con rapidez.

Nicholas le dedicó una sonrisa cansada.

– ¿Qué le habrías hecho?

– Cualquier cosa. Desde noquearlo hasta acostarme con él. -Se sentó en la camilla-. ¿Cómo te encuentras?

– Me siento protegido.

– No te he protegido demasiado en Bellevigne.

– Las cosas van como van. No esperabas encontrarte con Kabler. Y yo tampoco. ¿Dónde está Jamie?

– En la sala de espera. Sólo permiten un acompañante. ¿Podrá evaluar el doctor Minot la gravedad de la infección?

El asintió.

– Los virus no son nada anodinos. No pueden pasarse por alto en un microscopio.

– ¿Y qué vamos a hacer si está muy extendida?

Tanek esquivó la pregunta.

– No alardeemos de la cantidad de microbios antes de…

– Cállate -la voz le temblaba-. No te atrevas a bromear en estas circunstancias.

– De acuerdo -sonrió-, nos limitaremos a esperar.

El médico no volvió al cabo de cinco minutos. Les hizo esperar un cuarto de hora y, al entrar en la habitación, frun-ció el ceño.

– Ya está. Todo normal. Una total pérdida de tiempo. Espero que estén satisfechos.

Nell le miró fijamente, sin dar crédito.

– ¿Completamente normal? -preguntó Nicholas.

– Completamente normal.

Tanek se reclinó en la almohada.

– Gracias a Dios.

– Ahora le recetaré un antibiótico y un sedante suave para las posibles…

– Necesito un teléfono -le espetó Nicholas, volviendo a incorporarse-. En esta habitación no hay ninguno.

– Podrá llamar después de… -miró a Nell y concluyó-: Le diré a la enfermera que le traiga uno. -Y salió de la habi-tación.

– ¿Cómo es posible? -murmuró Nell-. ¿Qué ha pasado? Es un milagro.

– No, no es un milagro. -La enfermera entró con un te-léfono y lo conectó. Inmediatamente, Tanek descolgó y marcó el número de Gardeaux-. Es mucho más sencillo.


* * *

Cuando Gardeaux contestó la llamada, todavía seguía en el auditorio. La fiesta aún continuaba, cuatro horas después, y no parecía que fuera a terminarse todavía.

– ¿Me perdonan un momento? -se disculpó Gardeaux mientras le alcanzaban el teléfono inalámbrico-. Alguien que llama a estas horas de la noche puede necesitar ayuda.

– O quizás otra copa -bromeó el primer ministro-. Dí-gale que se sume a la fiesta. Estamos degustando el mejor vino de Francia.

Gardeaux sonrió y se alejó unos pasos, a una zona más tranquila. Podría haberse negado a contestar la llamada de Tanek, pero quería disfrutar de ese placer.

– ¿Qué hay, Tanek? -le preguntó-. ¿Ya te ha entrado el pánico? No te servirá de nada pedirme ayuda. Sabes perfec-tamente que no hay antídoto.

– Sólo quería decirte que la espada de Carlomagno es falsa.

La rabia invadió a Gardeaux:

– Dirías eso aunque fuera auténtica.

– La fabricó Hernando Armendáriz en Toledo. Puedes comprobarlo.

Gardeaux inspiró profundamente, intentando controlar su enfado.

– En el fondo, eso no tiene importancia. He ganado, sea como sea. Eres hombre muerto. Y ahora, si me disculpas, tengo que volver con mis invitados.

– No te voy a retener mucho más. Sólo quiero añadir que mañana recibirás un informe del Hospital Nuestra Se-ñora de la Merced. -Hizo una pausa-. Y te aconsejo que te eches una miradita en el espejo.

Y colgó.

Gardeaux miraba el teléfono con el ceño fruncido. Ta-nek era demasiado rebuscado. Desde luego que no iba a mi-rarse al espejo. ¿Acaso se suponía que debía verse como un monstruo por lo que había hecho? Había salido triunfante. No había motivo para…

En el espejo del baño, la imagen reflejada era lo que debía ser: la de un hombre poderoso, de éxito, un conquistador. Se volvió y empezó a alejarse. De repente, giró sobre sus talones.

Los pequeños focos del espejo iluminaban el corte que Nicholas le había hecho de un puñetazo en el labio.

Alrededor de la minúscula herida, aparecían los prime-ros signos de una ampolla.

Gardeaux gritó.


* * *

– ¿Coloño? -Nell sacudió la cabeza, incrédula, mientras ayudaba a Nicholas a entrar en el coche, después de aban-donar el hospital-, ¿Gardeaux ha sido infectado con colo-ño? Eso es imposible. No lo entiendo.

– ¿Ha ido todo según lo previsto? -Jamie los miraba des-de el asiento del conductor, con una amplia sonrisa de satis-facción-. ¿Le has dado a ese bastardo su merecido?

– No podría asegurarlo del todo -repuso Nicholas, aco-modándose en el asiento de atrás-. Lo averiguaremos maña-na, pero apuesto lo que sea a que en estos momentos se di-rige al hospital más cercano.

– Pero ¿cómo…? -inquirió Nell.

Nicholas sacó un pañuelo del bolsillo y, con mucho cui-dado, se quitó el anillo de sello que llevaba en el dedo.

– Una versión moderna de los anillos envenenados del Renacimiento. Pensé que sería lo indicado, ya que Gardeaux está tan interesado en todo lo que concierne a esa época. -Envolvió el anillo con el pañuelo y ató las cuatro puntas antes de depositar el hatillo en el cenicero del coche-. Cuan-do recibe un impacto, la inicial grabada en el centro se hun-de ligeramente y permite que el veneno fluya.

Nell sintió un escalofrío ante la idea de que Nicholas había llevado el anillo puesto durante toda la pelea contra los hombres de Gardeaux.

– He ido con mucho cuidado. -Nicholas la miraba; le es-taba leyendo el pensamiento.

– Has tenido mucha suerte -repuso ella-. ¿Y dónde con-seguiste el colono?

– Donde Gardeaux consiguió el suyo. Medellín. A través de Paloma y Juárez.

Paloma y Juárez. Los socios de Sandéquez en el tráfico de drogas.

– ¿Te proporcionaron veneno para matar a uno de los suyos?

– No fue así de fácil. Pasé dos semanas en Medellín, im-paciente, esperando que tomaran una decisión. Pero, de he-cho, el asunto podría haber tenido un final totalmente dis-tinto. Y he tenido que esperar hasta el último momento para saber el desenlace. -Se reclinó, cansado, apoyando la cabeza contra el respaldo del asiento-. Todas las cartas estaban des-cubiertas y yo tenía que hacer una jugada maestra. Pensé que la muerte de Sandéquez podría ser la clave. Así que fui a París y presioné a Pardeau. Él tenía un documento regis-trado del dinero de la recompensa que había pasado del De-partamento Antidrogas de Colombia a manos de Gardeaux. Le dije que me iba a Medellín y que podía escoger entre preocuparse por Gardeaux o por los traficantes de drogas de todo el país. Dejó que me llevara los libros.

– Y tú se los pasaste a Paloma y Juárez para probarles que Gardeaux había asesinado a Sandéquez.

– Y no les gustó. Para ellos, la fidelidad lo es todo. Es su garantía de supervivencia. Si Gardeaux había matado a San-déquez, ¿quién podía asegurar que no pondría en peligro toda la estructura de la organización quitando de en medio a alguno más? Por otro lado, no es una buena política ad-mitir que hay una fractura entre jefes, y Gardeaux les era muy útil. Podrían haber considerado que valía la pena co-rrer el riesgo que representaba seguir manteniéndole en su puesto.

– Pero ¿decidieron que era mejor no correrlo?

– Les dije que me encargaría de todo, que ellos no ten-drían que hacer nada. Si alguien de fuera mataba a Gardeaux, eso solucionaría su primer problema. Dos semanas después, me dijeron que habían decidido contar conmigo. Gardeaux les había encargado una nueva provisión de coloño y ellos iban a encargarse de sustituir el veneno por otro líquido inofensivo. Me dieron el anillo envenenado, me desearon suerte y me mandaron de vuelta.

– ¿Y por qué no me lo dijiste? -preguntó Nell, resentida.

– Porque podía no ser verdad. Existía la posibilidad de que me hubieran enviado a Bellevigne con una sentencia de muerte, de que no hubieran cambiado el veneno por sue-ro. De que no hubiera colono en el anillo. O de que sí lo hu-biera, pero también en la espada de Pietro. Con eso, se ha-brían librado de ambos. Había demasiadas variantes.

– ¿Y por qué me mandaste esconder la pistola si tenías el anillo?

– Era un seguro de vida. Sabía que sus hombres no deja-rían que me acercase a Gardeaux. Por eso quería que corta-ras la luz. Pensaba actuar justo entonces.

Pero ella no pudo darle esa oportunidad.

– No llegué a tiempo.

– Aun así, me hice con la pistola. Me sirvió para que Gardeaux se me acercara. -Sacudió la cabeza-. Casi no lo consigo.

– Sólo casi -intervino Jamie-. Y ahora, ¿qué? ¿Gardeaux irá por ti?

– Dentro de las próximas veinticuatro horas dejará de preocuparle otra cosa que no sea él mismo.

– ¿Hacia dónde vamos? ¿A la casita?

– No -se apresuró a decir Nell-. No quiero ir allí. Pre-fiero que me llevéis a París.

Nicholas asintió.

– Sí, Jamie. Además, quiero que te lleves a Pardeau de París un par de días, hasta que estemos seguros de que nos hemos librado de Gardeaux. Prometí protegerle.

– ¡Cómo no! Por supuesto: protejamos a todos los ani-males e idiotas que nos rodean -exclamó Nell.

Jamie le dirigió una mirada de advertencia y puso el mo-tor en marcha.

– ¿Deduzco que tengo un problema grave? -inquirió Nicholas, con voz profunda.

Nell no contestó.

É1 cerró los ojos.

– En este caso, supongo que es mejor que descanse y re-ponga energías. Despertadme cuando lleguemos a París.


* * *

Nell cerró la puerta de golpe cuando entraron en el aparta-mento.

– Métete en la cama. Iré a la farmacia y te traeré lo que te han recetado.

– No es necesario.

– Sí lo es. ¿O es que no me crees capaz de eso, tampoco?

– Ya empezamos -suspiró Nicholas.

– Deberías haber dejado que te ayudara.

– Dejé que me ayudaras.

– Podrías haberme dicho lo del coloño. Podrías haberme contado todo el asunto.

– Sí, podría haberlo hecho.

– Pero dejaste que yo creyera que las cosas eran de una manera, mientras tú… -Se detuvo y, con voz cansada, aña-dió-: Quizá tenías razón. Ni siquiera he sido capaz de hacer lo que me habías pedido. Casi te matan por mi culpa.

– Has hecho todo lo posible.

– No es suficiente. Debería haberme librado de Kabler más rápidamente. Debería haber estado donde tenía que es-tar y cortar la luz. -Las lágrimas inundaban sus mejillas-. Te he fallado, maldita sea.

– Tú nunca me has fallado. Pero no eres superwoman. Las cosas van como van -le espetó él. Cruzó la habitación y la agarró por los hombros-. Y la razón por la que no te pedí que me ayudaras con lo del coloño fue porque no que-ría que tuvieras nada que ver con toda esa porquería. Vi lo que le hizo a Terence. No podía soportar la sola idea de que te acercaras a un peligro de ese calibre.

– Y preferiste correr el nesgo tú sólito. ¿Cómo te crees que me he sentido cuando me has dicho que tu herida era…?

– ¿Cómo te has sentido, Nell?

– Lo sabes perfectamente.

– Quiero que me lo digas tú. Por una vez, dímelo, Nell.

– Me he sentido culpable, asustada y…

– No querías perderme.

– De acuerdo, no quería perderte.

– ¿Por qué?

– Porque me he acostumbrado a ti, porque eres…

– ¿Por qué?

– Porque te quiero, maldita sea. -Hundió la cara en el pecho de Tanek-. Y duele. No quería que esto sucediera. Y no debería haber pasado. He luchado con todas mis fuerzas. Eres la última persona que… Tú y tu maldita testarudez. Morirás. Como murió Jill. Y no puedo soportar la idea de volver a pasar por lo mismo.

– Todos morimos. No puedo prometerte que viviré eter-namente. -La abrazó con fuerza-. Pero sí te prometo que te querré mientras viva.

– Eso no basta. No quiero. ¿Me oyes? -Lo rechazó-. Vamos, vete a la cama, no quiero seguir mirándote. Voy a buscar la receta. -Cogió su bolso de encima de la mesa y se dirigió hacia la puerta-. Y todo eso no significa absoluta-mente nada. No voy a permitir que… Ya se me pasará.

– No lo creas. -Tanek sonrió-. Lo mejor que podemos hacer es aceptarlo y asumir las consecuencias.

Ella se fue dando un portazo y, una vez fuera, se detuvo para enjugarse las lágrimas con el dorso de la mano. ¿Acep-tarlo? No podía. Había creído morir ante la visión de la herida de Nicholas, ante la posibilidad de que muriese. El do-lor que casi la había destruido al saber que Jill estaba muerta había vuelto a devorarla, a aniquilarla. No podía pasar por aquello otra vez.

Jamás lo aceptaría.

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