Capítulo 15

– ¿Estás bien? -le preguntó Nicholas, en tono suave, mien-tras maniobraba el coche por aquella calle residencial. Nell no contestó directamente.

– ¿Tendrá problemas Kabler por esto?

– Quizás. Ha cometido un gran error. Pero tiene mucho poder dentro de la agencia. Y no lo echarán.

– No es culpa suya. No sabía que nos seguían.

– No quiero hablar de Kabler. No me importa en abso-luto. ¿Cómo estás?

– Estoy bien. -Sus manos se agarraban con fuerza a la correa de cuero de su bolso. Tenía que agarrarse a algo, a cualquier cosa. Todo parecía escurrírsele-, ¿Dónde está Jamie? ¿Ha venido contigo?

– Está esperando en el aeropuerto. Que es adonde nos dirigimos.

– No voy a subir a ningún avión contigo.

– Por Dios, ¿crees que voy a secuestrarte?

– No sé lo que piensas hacer.

– Tan sólo quiero sacarte de aquí.

– ¿Y por qué tengo que creerte? ¿Cómo puedo saber que lo que dices es cierto?

Tanek masculló algo y de repente aminoró la velocidad, frenó delante de una farola y apagó el motor.

– De acuerdo. Vamos a hablar.

– No quiero hablar. -Mierda, se sentía como si la estu-vieran rompiendo en trocitos.

– Mírame.

Nell miraba al frente.

Tanek le cogió la barbilla suavemente y la obligó a volver la cabeza hacia él.

– Escúchame con atención: no voy a forzarte a hacer nada que no quieras hacer.

– No podrías.

– Es cierto, me metería en problemas. Te he enseñado demasiado bien. -Resiguió el contorno de la barbilla de Nell con el dedo-. Pero no puedo enseñarte a sobrellevar esto. Solamente tienes que respirar profundamente y esperar has-ta que la conmoción pase.

– ¿Por qué debería estar conmocionada? ¿Porque he vis-to a dos personas volar por los aires? Debería haber pren-dido la mecha yo misma. Fue Richard quien empezó to-do esto.

– Demasiado rencor.

– Cierra la boca. -Nell estaba empezando a temblar-. Pon el motor en marcha. Ya te he dicho que no quiero hablar.

Nicholas intentó rodearla con los brazos.

Nell se puso tensa.

– No me toques. Déjame.

– Cuando pares de temblar. -Nell retrocedió hacia el ex-tremo de su asiento-. De acuerdo. Soy un embustero y no confías en mí. Entonces, utilízame. Úsame. Todo irá bien.

– Quítame las manos de encima.

Tanek se retiró:

– De acuerdo. Habla. Algunas veces ayuda.

– No quiero hablar.

– Cuéntame cosas sobre Richard. -Nell negó con la ca-beza-. Nunca hubiera imaginado que la muerte de ese bas-tardo te afectaría tanto.

– Lo odiaba -repuso Nell, resentida-. Jill no habría muerto si él no hubiera tenido negocios con Gardeaux. Si Kabler no me hubiera detenido, lo habría matado con mis propias manos. Quería que muriera.

– ¿Y también querías que muriera aquella mujer?

– ¿Nadine? No. No lo sé. No creo que pretendiera hacer daño a… No lo sé.

– Pero te han arrebatado la oportunidad, por decirlo de algún modo.

– Sí.

– Y eso te asusta, porque hace que te sientas impotente. Te volverá a suceder. No puedes controlarlo siempre todo. Algunas veces, sólo puedes reaccionar.

– Pon el coche en marcha.

– ¿Adonde vamos?

– Me vas a llevar al aeropuerto.

– ¿Dejarás que vuelva a llevarte al rancho?

– Debes de estar bromeando.

– No es mi intención. ¿Qué vas a hacer?

– Mis planes no han cambiado.

– Pero yo ya no formo parte de ellos, ¿verdad?

– No puedo confiar en ti.

– Pero me necesitas. Eso no ha cambiado. Estás dejando que tus emociones interfieran en tus decisiones. -La miró-. De acuerdo, te mentí. Principalmente, por omisión, pero eso es sólo una mala excusa. Mentí. ¿Crees a Kabler cuando dice que estoy intentando utilizarte como cebo?

– Creo que eres capaz de cualquier cosa.

– No me has contestado.

– No -dijo Nell secamente.

– ¿He hecho algo que te pusiera en peligro?

– No.

– Entonces, ¿qué he hecho de atroz?

– Me robaste el derecho a decidir. Me mantuviste al mar-gen -dijo con fiereza-. Es mi vida. Tenía derecho a saber lo de Richard. Tenía derecho a estar con Tania cuando estaba en peligro.

– Sí, te robé todos esos derechos, y volvería a hacerlo.

– ¿Y esperas que yo siga adelante como si nada hubiera pasado?

– No, espero que comprendas que te mentiré y te enga-ñaré siempre, si eso ayuda a mantenerte a salvo. Y espero que aprendas a adaptarte a ello. Aunque espero también que te servirás de mí de la manera en que planeaste hacerlo al principio. ¿Por qué no? Piensa con calma y lógica. ¿No ten-go razón?

Quería gritarle e increparle. No se sentía con ganas de ser lógica. Se sentía sola y traicionada, y quería que Tanek sufriera por ello.

– Estás en mi terreno. Yo conozco el camino. ¿No has aprendido nada con la muerte de Richard?

Se estremeció al recordar su última mirada hacia aquel infierno en llamas. Aquella explosión había salido de ningu-na parte. Nunca hubiera soñado que… Pero Nicholas ense-guida supo lo que había pasado. De acuerdo, tenía que dejar a un lado el dolor y la rabia. Le necesitaba. Todo lo demás podía haber cambiado, pero eso no.

– No volveré al rancho.

– Dalo por hecho.

– Y no quiero esperar hasta final de año. Me voy a París.

– Vale -concedió. Nell lo miró fijamente, desconfiada ante tanta conformidad-. Haré las reservas tan pronto lle-guemos al aeropuerto. ¿Te importa que Jamie venga con nosotros? Puede sernos muy útil.

– No, no me importa -respondió ella lentamente.

– Bien. Entonces, ponte cómoda y déjalo todo en mis manos.

– Ésa es la última cosa que haría. No cometeré la misma equivocación otra vez. -Sus miradas se encontraron-. Hay muchos errores que no quiero repetir. No pienses ni por un momento que todo va a ser igual, Nicholas.

– No hace falta que lo digas. -Puso el coche en marcha-. Como tú, aprenderé a adaptarme.


* * *

– ¿Dónde vamos a vivir? -preguntó Nell en cuanto subió al Volkswagen azul oscuro que Jamie acababa de alquilar en el aeropuerto Charles de Gaulle.

– Hace tiempo que tengo un apartamento alquilado en las afueras de la ciudad. Pasaremos la noche allí. Es muy tranquilo, pero no esperes nada lujoso: es más bien discreto.

– ¿Qué quieres decir con «discreto»? -bromeó Jamie-. En París desconocen lo que significa la palabra discreción. -Se sentó en el asiento trasero-. No puedes contar con que Gardeaux no sepa de la existencia de ese apartamento.

– No doy nada por hecho. -Nicholas dirigió el coche ha-cia la salida del aparcamiento-. Por eso quiero que mañana busques y encuentres algo en el campo. No quiero arriesgarme a que alguno de los hombres de Gardeaux vea a Nell. Saben que está viva, pero no tienen ni idea del aspecto que tiene. Y eso puede jugar en nuestro favor… -Nell lo miró, inquisitiva- si realmente decido enviarte a la jaula de los ti-gres -añadió-: Puede que haga lo que Kabler dijo que haría, y te utilice como señuelo.

Nell meneó la cabeza.

– No, no lo harías.

– ¿Por qué molestarme, si estás tan ansiosa por hacerlo tú misma? ¿No? -Se encogió de hombros-. Pero, a pesar de la preocupación de Kabler, tu valor como cebo se ha reducido. Ya no deberías ser un objetivo principal.

– ¿Por qué no?

– La primera vez, te habías convertido en objetivo como castigo para Richard. Maritz te persiguió una segunda vez para intentar sacarte información sobre el paradero de Calder.

– Está perfectamente claro que yo no sabía nada de nada, ¿verdad? -dijo Nell, agriamente.

– Pero ellos no lo sabían. Era lógico que la viuda supiera dónde estaba su marido.

– Entonces, ¿crees que está a salvo? -preguntó Jamie.

– Puede ser. Ya no debería figurar en la lista de Gar-deaux. -Le dirigió una rápida mirada a Nell-. Pero puede que aún estés en la de Maritz. Tiende a ser bastante obsesivo.

Es el espantapájaros.

– Lo sé -Nell alejó el escalofrío que aquel pensamiento le produjo-. Pero también esto puede ir a nuestro favor.

– Por otro lado, quizá te vea tan sólo como un trabajo más y te deje tranquila.

– Podría empezar a buscar otro sitio hoy mismo -dijo Jamie-. Cuando lleguemos al apartamento, os dejaré allí, y daré una vuelta con el coche, a ver qué encuentro.


* * *

Nicholas abrió la puerta del apartamento y se hizo a un lado para que Nell entrara.

– Muy bonito. -Nell echó una ojeada a la sala de estar. Confortable, elegante, espaciosa. Tenía que haber imaginado este último adjetivo. A Nicholas siempre le gustaba tener mucho espacio-. ¿Cuál es mi habitación?

Nicholas señaló una puerta a la izquierda.

– Hay un albornoz en el armario. Mañana compraremos cualquier otra cosa que necesites.

– De acuerdo. -Y se dirigió hacia la puerta que le había indicado.

– Ven a la cocina cuando hayas acabado de refrescarte. El casero siempre mantiene la nevera surtida con lo básico. Haré una tortilla. No has comido nada en el avión.

– No tengo… -Se detuvo. Tenía hambre, y era una solem-ne tontería quedarse con las ganas de comer tan sólo para evitar a Nicholas-. Gracias.

– Sí, tienes que estar fuerte -murmuró-. Después de todo, el partido ha dado comienzo.

Nell ignoró el toque de ironía y llevó su bolsa al dormi-torio. Dios sabe que no le quedaba demasiada energía en aquellos instantes. El esfuerzo por mantener el control le es-taba pasando factura.

Entró en el baño y se lavó la cara. Se sentía absolutamente horrible, pero su aspecto no lo era tanto. La cara que le miraba desde el espejo estaba pálida y un poco ojerosa, pero despren-día la misma belleza que Joel le había dado hacía unos meses.

Joel. Sintió una aguda punzada de remordimiento al recordar lo desagradable que se había mostrado con ella la última vez que se habían visto, en el hospital donde Tania estaba ingresada. No podía culparlo por ello. Estaba preo-cupado por Tania, y Nell casi había conseguido que la ma-taran. Pero, si Nicholas estaba en lo cierto y ahora Nell ya no era un objetivo, entonces Tania también debía de estar a salvo. Lo único que podía hacer era esperar.

Se secó la cara y fue a la cocina.

– Sirve el café y siéntate a la barra. -Nicholas estaba sa-cando unos platos del armario-. La comida estará lista en un minuto.

Nell sirvió café de la máquina que había encima del mostrador y llevó dos tazas a la barra de la cocina.

El puso las tortillas en la barra y se sentó en un tabure-te, frente a ella.

– Bon appétit.

Nell cogió el tenedor. La tortilla estaba rellena de cham-piñones y queso, y era sorprendentemente sabrosa.

– Está deliciosa. ¿Aprendiste a cocinar en Hong Kong, en aquella cocina?

– Aprendí lo que pude. Las tortillas son fáciles de hacer. -Empezó a comer la suya-. ¿Qué piensas hacer?

– Cazar a Maritz.

– Debes tener un plan, maldita sea.

– Lo sé. Pensaré en uno. Aún no he tenido tiempo.

– ¿Quieres escuchar el mío?

– No, si significa esperar más.

Las manos de Tanek se tensaron alrededor de su tenedor.

– Será sólo poco más de un mes, joder.

Nell no dijo nada.

– Mira, Gardeaux es un hombre muy cauto, pero siente verdadera pasión por las espadas. ¿Qué crees que haría si tu-viera la oportunidad de conseguir la espada de Carlomagno?

– ¿Carlomagno? -Recordó vagamente haber visto aque-lla espada en la vitrina de un museo-. ¿Vas a robarla?

Nicholas negó con la cabeza.

– Pero voy a decirle a Gardeaux que lo hice y que he reemplazado la buena por una falsificación.

– No te creerá.

– ¿Por qué no? -sonrió-. Sabe que ya lo he hecho ante-riormente.

Nell lo miró fijamente.

– ¿Lo dices en serio?

– Bueno, una espada no. -Bebió un sorbo de café-. Pero para el caso es lo mismo. Desde abril, tengo a un espadero de Toledo trabajando en tallar y reproducir la espada de Carlomagno. Le enviaré a Gardeaux unas fotografías y le ofreceré la posibilidad de que uno de sus expertos la examine antes. Sin pruebas químicas, no le será posible notar la di-ferencia. Si le pido a Gardeaux una cita a solas para enseñar-le la espada, dudo que pueda resistirse.

– ¿No sabrá que intentas matarle?

– Sí.

– Entonces, sería un loco si te recibiera.

– No si lo hace en su territorio, en su mansión repleta de invitados y rodeado de su gente.

– Pero entonces serías tú la víctima.

– No si Gardeaux puede evitarlo. Sus socios podrían dis-gustarse mucho.

Estaba hablando sobre Sandéquez, comprendió Nell. Su póliza de seguro.

– Aun así, es peligroso.

– Pero puede que resulte… si estás de acuerdo en esperar.

– Y qué pasa con Maritz?

Nicholas vaciló.

– Existe la posibilidad de que no esté en Bellevigne. Gar-deaux puede que piense, después del ataque a Tania, que se-guir protegiéndolo es demasiado arriesgado.

La mirada de Nell se clavó en la cara de Nicholas.

– Entonces, ¿adonde le puede haber enviado?

– Jamie contactará con alguna gente e intentará descu-brirlo.

– Tú sabías perfectamente que yo suponía que Maritz iba a estar allí.

– Y quizá lo esté. Simplemente, no lo sé. -Terminó su café-. Y fuiste tú quién me dijo que debíamos alejarnos de París.

– No quiero a Gardeaux si no tengo a Maritz.

– En ese caso, intentaremos localizarle para ti.

– No quiero retrasarlo más, Nicholas. Lo quiero ahora mismo.

– Yo no intentaría algo tan tosco como ponerte trabas. -Se inclinó hacia ella-. ¿Debo entender que rehúsas esperar más tiempo?

– No me has dado ninguna razón.

– Te he dado una, e importante: es más seguro.

– Acabas de decirme que Gardeaux haría lo que fuera para evitar que te maten.

– Salvo, claro está, dejar que le maten a él. Y la protec-ción de Sandéquez no llega hasta ti.

Nell apartó su taburete y se puso en pie.

– He esperado demasiado ya. Encuéntrame a Maritz o lo encontraré yo misma.

Salió de la cocina y fue directamente hacia su dormito-rio. No quería discutir más con él. Sus argumentaciones po-dían ser muy buenas, pero aquel asunto tenía que terminar de una vez. Todo estaba cambiando, rompiéndose en astillas a su alrededor. Lo negro era blanco. Lo blanco era negro. Nada era igual. Y duraba demasiado.

Necesitaba acabarlo.

Se dio una larga ducha caliente y después puso una con-ferencia a Tania, al hospital. Supo que le habían dado el alta aquella misma mañana. Así que llamó a su casa.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó tan pronto como se puso al teléfono-. ¿Cómo está tu tobillo?

– Molesta un poco. Sólo puedo caminar con la muleta. ¿Dónde estás?

– En París.

Hubo un silencio al otro lado de la línea antes que Tania preguntara:

– ¿Maritz?

– Sí, si podemos localizarlo. Nicholas dice que quizá no esté en Bellevigne, ya que el atentar contra ti podría haberlo convertido en persona non grata para Gardeaux. Tengo que encontrar la manera de que venga a mí. -Hizo una mueca-. Una tarea ardua. Nicholas dice que puede que yo haya sido simplemente un trabajo más para él, y que mi estatus de ob-jetivo ya no sea tal.

– Gracias a Dios. -Hubo una pausa, hasta que Tania pre-guntó, curiosa-: ¿Por qué razón?

Las manos de Nell se tensaron alrededor del auricular mientras le venía a la mente la imagen de una casa victoriana ardiendo.

– Te lo contaré en otro momento. Mañana nos traslada-mos, pero te llamaré en cuanto nos hayamos instalado, para ver cómo te encuentras.

– Mañana no. -La voz de Tania se ensombreció de re-pente-. Asistiremos al funeral de Phil. Lo incinerarán en la ciudad natal de sus padres, en Indiana, y no volveremos has-ta la noche, tarde.

– ¿Estás bien para ir? Phil lo entendería.

– Él me salvó. Dio su vida por mí. Por supuesto que iré.

Había sido una pregunta estúpida, pensó Nell. Tania hubiera ido arrastrándose si hubiera sido necesario.

– Cuídate. Dale recuerdos a Joel.

– Nell-dijo Tania, vacilante-, no le reproches su enfado. Lo superará. Se enfada con todo el mundo porque se culpa de lo que pasó.

– Yo no le reprocho nada. Tiene razón: la víctima debería haber sido yo, y no tú -y añadió-: Nos fuimos tan rápido que no tuve ocasión de enviar flores para Phil. ¿Lo harás por mí?

– En cuanto cuelgues.

– Lo haré ahora mismo. Que descanses. Adiós, Tania.


* * *

Tania dejó el teléfono en su lugar y se volvió hacia Joel.

– Nell está en París.

– Bien. ¿Puedo enviarle un billete a Tombuctú?

– No estás siendo justo. Ella no es la culpable.

– No tengo ganas de ser justo. Estoy muy, pero que muy furioso.

– Contigo mismo, por no dejar conectado el sistema de alarma. Yo no te culpo.

– Deberías hacerlo -contestó bruscamente-. Cometí una imprudencia.

– Desconocías que hubiera algún peligro. Ni yo misma lo sabía. Tan sólo era un presentimiento.

– Que no compartiste conmigo.

– Tú eres un hombre muy ocupado. ¿Iba a hacerte per-der el tiempo por lo que podría haber sido una tontería?

– Sí.

Tania negó con la cabeza.

– Maldita sea, casi te matan.

– Y has estado revoloteando sobre mí desde entonces. Has cancelado todas tus visitas, y ahora ni tan sólo puedo ir al baño sin que me acompañes. -Tania sonrió amargamen-te-. Es muy embarazoso.

– Pues no debería serlo. Soy médico. -Se puso de pie y cruzó la habitación-. Y, como tu médico, te ordeno que de-jes descansar tu tobillo por hoy y te metas en la cama. -La tomó en brazos y fue hacia las escaleras-. Y no me discutas.

– No discutiré. Estoy cansada. -Recostó la cabeza en el hombro de Joel y empezaron a subir las escaleras-. Es cu-rioso cómo una opresión en el corazón hace que el cuerpo se canse. Aquel pobre chico era…

– No pienses en ello.

– No he pensado en nada más que desde que sucedió. Tanta maldad…

Joel la dejó con cuidado sobre la cama y la cubrió con una colcha de ganchillo.

– Nunca volverá a tocarte -dijo con fiereza.

El fantasma de una sonrisa rozó los labios de Tania.

– ¿Vas a mantenerlo a raya cancelando todas tus citas y llevándome al baño?

Joel se sentó en la cama, a su lado, y le cogió una mano.

– Ya sé que yo no soy Tanek. -Sus palabras brotaban ti-tubeantes-. Soy Paul Henreid, no Humphrey Bogart, pero juro que no permitiré que te vuelvan a hacer daño.

– No sé de lo que estás hablando. ¿Quién es Paul Henreid?

Casablanca. La película. No importa. -Le retiró el ca-bello hacia atrás para despejarle la cara-. Lo que sí importa es que ahora sabes que me aseguraré de que estés a salvo el resto de tu vida.

Tania se quedó muy quieta y dijo en voz baja:

– Creo que estás diciendo algo trascendental, pero de manera bastante torpe. ¿Debo entender que ya no pretendes alejarme noblemente de tu vida?

– Debería hacerlo. Probablemente, me estoy compor-tando como un auténtico bastardo al no…

– Cállate… -Sus dedos le taparon la boca-. No lo eches a perder. Dime las palabras que quiero escuchar.

– Te quiero -dijo Joel, simplemente.

– Oh, lo sabía. Ahora el resto.

– Quiero que vivas conmigo. No quiero que me dejes. Nunca.

– Bien. ¿Y?

– ¿Te casarás conmigo?

Una gozosa sonrisa iluminó el rostro de Tania.

– Estaré encantada. -Lo atrajo entre sus brazos-. Y tú también. Te lo prometo, Joel. Te voy a hacer tan feliz…

– Ya lo haces. -La abrazó con más fuerza y musitó-: No entiendo por qué me quieres, pero aquí estoy.

Tania lo besó exultante de alegría.

– Debes seguir con esta humildad. Creo que todo irá bien. -Desapareció su sonrisa-. Pero escoges un momento nada oportuno para hacer estas declaraciones. He intentado de mil maneras conseguir que me llevaras a la cama, y ahora no es…

– Ya sé que no te encuentras bien. Yo no querría…

– No es por mi tobillo, es por… la circunstancia. Llora-mos la muerte de un amigo.

Joel asintió con la cabeza y la besó suavemente en la mejilla.

– Te dejo descansar. Voy a preparar la cena.

Tania sacudió la cabeza.

– No harás tal cosa. Es un momento especial para no-sotros. Te quedarás aquí conmigo, y nos cogeremos las ma-nos, y nos contaremos el uno al otro nuestros pensamien-tos. -Se hizo a un lado en la cama y tiró de él para que se echara junto a ella. Se abrazó muy estrechamente a Joel-. ¿Lo ves? ¿A que se está bien?

A Joel le temblaba la voz.

– Sí, se está bien.

– Y cuando se nos acaben las palabras, podemos encen-der el televisor.

– ¿El televisor? -repitió, sorprendido-. ¿Quieres ver la televisión?

– Y el vídeo. -Le besó en el cuello-. Y me pondrás la cin-ta de Casablanca. Tengo que conocer a ese Paul Henreid.


* * *

– Quiero que te vayas, Maritz -dijo Gardeaux-. No has he-cho nada más que disparates desde lo de Medas. -Se acerco al aparador y se sirvió una copa de vino-. Y ahora aumentas tu error viniendo aquí cuando yo te lo he prohibido expresamente.

Maritz se sonrojó.

– Tenía que verle. No ha contestado mis llamadas telefónicas.

– Eso debería haberte dado una pista.

– Necesito protección. La policía me persigue. Tania Vlados me vio. Sabe quién soy.

– Porque eres torpe. Yo no trabajo con torpes.

– Aún puedo serle útil. Si no me hubiera ordenado salir del país, me hubiera encargado de Richard Calder por us-ted. No tenía por qué llamar a alguien de fuera para ocupar-se de él.

– Sí, lo hice. Tenía que asegurarme. Ya no confío en ti, Maritz.

– Todo lo que tengo que hacer es regresar y acabar con Tania Vlados. Entonces, no habrá ningún testigo.

– No te acercarás a ella. No puedo arriesgarme a que te detengan. Sabes demasiado. Te quedarás en Francia. Ahora, piérdete.

– ¿Y, más adelante, me llamará? ¿Cuando sea seguro?

– Dentro de un tiempo. Estaremos en contacto.

Estaba mintiendo, pensó Maritz. ¿Acaso el muy bastar-do pensaba que era un estúpido? Permanecería oculto y en-tonces, un día, alguien aparecería para asegurarse de que nunca más sería arrestado ni podría convertirse en una ame-naza para Gardeaux.

– Necesitaré dinero. -Gardeaux solamente lo miró-. No se lo estoy pidiendo. Usted me lo debe.

– Yo pago por éxitos, no por fracasos.

– He trabajado para usted durante seis años. Ha sido mala suerte que esta vez no haya tenido éxito.

– Y no tengo ningún otro trabajo para ti.

– La mujer de Calder.

– Ya no es importante.

Ansiosamente, buscó otro blanco.

– Tanek. Rivil me dijo que el nombre de Tanek figura en la lista de pasajeros de un vuelo que ha llegado hoy a París. Iré por Tanek.

– Te dije que él es intocable.

– Usted lo odia. No tiene sentido. Permítame ir tras él.

– Tiene perfecto sentido… ahora. Está protegido. -Sonrió-. Pero su protección puede desaparecer mientras ha-blamos.

– Puedo esperar. Pero deje que yo me haga responsable de este trabajo.

– Lo consideraré. -Gardeaux fue hasta la puerta y la abrió-: Dale tu dirección a Braceau y espera a que yo te llame.

O a que aparezca un visitante con vocación de verdugo, pensó Maritz, resentido.

– Lo haré.

Salió y cerró la puerta con decisión.

Gardeaux no quería saber nada de él, así que era hombre muerto. No podía ser más claro. Pero no se sentaría a espe-rar que lo mataran. Aún podía solucionarlo y conseguir de nuevo la bendición de Gardeaux.

Se escondería, pero no haría ninguna llamada a Braceau.

Estaría demasiado ocupado tratando de salvar el pellejo.


* * *

– Una llamada en la línea privada, monsieur Gardeaux. -Henri Braceau sonreía mientras le ofrecía el teléfono-. Medellín.

Gardeaux agarró el auricular.

– ¿Ya está?

– Hace diez minutos.

– ¿Algún problema?

– Suave como la seda.

Gardeaux colgó.

Braceau lo miraba inquisitivamente.

– Llama a Rivil. Dile que se ocupe del asunto que discu-tí con él. De inmediato.


* * *

– Ha sido un funeral muy bonito. -Joel abrió la puerta y encendió las luces del recibidor-. Me han gustado los padres de Phil.

– Ningún funeral es bonito. -Tania cojeaba y entró lo más rápido que pudo en la casa, evitando mirar el césped cu-bierto de nieve. La barricada amarilla ya no estaba allí, pero sí el recuerdo de la sangre sobre la nieve-. Todos los funera-les son horribles.

– Ya sabes lo que quiero decir -dijo Joel.

– Lo siento. No he querido ser brusca contigo. -Cojeó hasta la ventana-. Hoy ha sido un día difícil.

– También para mí. Siéntate y descansa. Haré un poco de café. Los dos lo necesitamos.

Tania no se sentó. Se quedó de pie, mirando fijamente hacia la nieve, hacia el lugar en donde tuvo que arrastrarse para intentar escapar del cuchillo de Maritz, el lugar en el que Phil murió…

– Toma.

Joel se encontraba allí de nuevo, con una taza para ella. Debía haber estado mirando por la ventana más tiempo del que había pensado. Cogió la taza.

– Estás pálida como una lápida -dijo Joel-. No deberías haber venido. Ha sido demasiado para ti.

– El está libre -susurró.

– Ya no puede hacerte daño. Ni siquiera creen que siga en el país.

– Nell no está segura de dónde está. Dice que quizá ten-ga que atraerlo hacia ella.

– Debería dejárselo a la policía.

– La policía no puede detener a gente como ésa. Ellos sólo piensan en seguir matando y matando…

– No es ninguna clase de demonio sobrenatural, Tania. Es un hombre.

A ella le había parecido un demonio. Joel no lo entendía. Pero Nell sí. Ella se había enfrentado al monstruo y conocía su poder.

Se volvió de nuevo hacia la ventana.

– Le odio.

La mano de Joel apretó cariñosamente su hombro.

– Phil era un buen chico.

– No sólo porque mató a Phil. Me hizo tener miedo. Pensaba que yo ya había sentido terror antes, pero nunca como con él -se estremeció-. Todavía ahora estoy asustada.

– ¿Quieres que nos vayamos de aquí? Venderemos esto Y nos iremos.

– ¿Y permaneceremos escondidos durante el resto de nuestras vidas? Eso le encantaría. Sería una victoria para él.

– Entonces, ¿qué quieres hacer?

Parecía como si el invierno que rugía fuera, de repente hubiera invadido la habitación. Cruzó los brazos para pro-tegerse del frío.

– No lo sé. -Permaneció un momento en silencio-. Nell no está segura de si podrá conseguir que Maritz vaya tras ella.

Joel se puso tenso.

– No me gusta el camino que está tomando esta conversación.

– Pero seguro que vendría por mí.

– No -contestó Joel cansado.

– Con Nell fue sólo un trabajo, pero, mientras me ace-chaba, se fue involucrando conmigo. Deberías haber visto su cara cuando comprendió que no tenía tiempo suficiente para matarme antes de que los guardias de seguridad llega-sen. Nunca he visto una expresión de frustración tal. -Son-rió amargamente-: Oh, sí, vendría por mí.

Joel sacudió a Tania para que lo mirase.

– He dicho que no.

– No me gusta estar asustada. Desde que le tengo miedo, siempre está presente, vive conmigo.

– ¿Me has oído? No vas a ir. No voy a dejar que te alejes de mi vista.

– ¿Qué ocurrirá si desaparece? Me pasaré el resto de mi vida mirando por encima de mi hombro. -Su expresión se tornó dura-. No va a ganar, Joel. No dejaré que gane.

– Por Dios, esto no es un juego.

– Lo era para él.

Joel la atrajo hacia sí de un tirón.

– Cállate, no quiero perderte. ¿Me oyes? No vas a ir a ninguna parte.

Tania se recostó contra Joel.

«Eso es, Joel, quiéreme contigo. Protégeme del frío. Mantenme a salvo. No me dejes ir.»


* * *

La vivienda que encontró Jamie para ellos era una pequeña casita en la costa. Estaba situada encima de un gran acantila-do, mirando al Atlántico y la escarpada costa.

– ¿Te molesta? -le preguntó Nicholas a Nell-. Jamie probablemente no lo pensó.

Jamie masculló una exclamación de sorpresa.

– No me molesta.

Era verdad; estar allí, de pie, en lo alto de aquel acantila-do barrido por el viento no la incomodaba. Era completa-mente diferente al balcón adosado de Medas. Quizá ya había pasado suficiente tiempo y su dolor se había apaciguado. Nell se volvió y fue en dirección a la casita. Limpia, acoge-dora, y decorada sin pretensiones.

Jamie la siguió.

– Soy un estúpido. ¿Me perdonas?

– No hay nada que perdonar. El lugar es agradable.

– Muy bien. Tendrás que disfrutar de la brisa del mar tú sola durante unos días. Nick y yo tenemos que volver a París.

Se volvió rápidamente para encararse a él.

– ¿Para qué?

– Pardeau, el contable de Gardeaux. Nick quiere ver qué puede averiguar por ese flanco.

Nunca se tiene una póliza de seguro que lo cubra todo, le había dicho Nicholas.

– ¿Qué pasará con Maritz?

– Mientras estemos allí, consultaremos unas cuantas fuentes -dijo Nicholas desde la puerta-. Aquí estarás a sal-vo. Nadie puede reconocerte y Jamie fue muy cuidadoso en asegurarse de que este sitio fuera seguro. Te he dejado ano-tado el número de teléfono del coche en el bloc que está en-cima de la barra.

– ¿Por qué no puedo ir con vosotros?

– Por la misma razón que nos hemos trasladado aquí. No quiero que te reconozcan. Una vez empecemos a inves-tigar, Gardeaux sabrá que estoy en París. Si te vieran conmi-go, sacarían conclusiones y nuestra ventaja desaparecería. ¿Lo encuentras razonable?

– Sí -dijo Nell lentamente-. ¿Cuándo volveréis?

– Dentro de uno o dos días. ¿Puedo confiar en que te quedarás aquí?

– ¿Por qué me iba a ir si todavía no sé dónde está Maritz?

– Prométemelo.

– Me quedaré aquí. ¿Satisfecho?

Nicholas sonrió como un truhán.

– Demonios, no. He olvidado lo que es estar satisfecho. -Se volvió-: Vamos, Jamie.

– Id con cuidado -dijo Nell impulsivamente.

Nicholas arqueó una ceja.

– ¿Preocupada? ¿Significa eso que estoy perdonado?

– No, pero nunca he dicho que deseara que te hirieran.

– Entonces, tendré que mostrarme agradecido por los pequeños dones.

Nell fue hasta la puerta para contemplar cómo se iban. El Volkswagen aceleró por la tortuosa carretera de dos ca-rriles y, en unos minutos, estuvo fuera de su vista.

Se había quedado sola.

La soledad le sentaría bien, se dijo. Le permitiría pensar, hacer un plan. No había estado realmente sola desde hacía meses. Nicholas siempre estaba a su lado, hablándole, enseñándole cosas, haciéndole el amor… No, amor, no. Sexo. Nunca habían hablado de amor entre ellos.

Pero, a veces, se había parecido al amor.

Por esa razón, era bueno que hubiera terminado aquella relación. Ella y Nicholas eran tan diferentes como la noche al día. Él había dejado bien claro lo que quería de ella, y no era precisamente un compromiso. No había futuro con un hombre como él.

¿Futuro?

Por primera vez se dio cuenta de que estaba pensando más allá de Maritz. ¿Era un signo de que estaba empezando a curarse?

Posiblemente. Era demasiado pronto para decirlo, pero, si se había curado, se lo debía tanto a Nicholas como al paso del tiempo.

Nicholas le había mentido, le había hecho daño y la ha-bía curado.

Estaba pensando demasiado en Nicholas. Quizá fuera más seguro no pensar en él en absoluto.

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