TERCERA PARTE

Septiembre
Diecinueve años, dos meses y dieciocho días

Creo que estoy hecha para vivir. Me imagino que mi vida en realidad es clara. Mi aliento muy suave, mis piernas muy ligeras, mi mente muy abierta. Creo que me resulta fácil ser feliz. Creo que amo vivir. Presiento un resplandor que se encuentra en algún lugar justo detrás, muy cerca, intangible.


Todo puede ser tan sencillo. En realidad se necesita muy poco. Sol. Viento. Orientación. Coherencia. Compromiso. Amor. Libertad.

Libertad…


Pero él dice

que nunca

me dejará marchar.

Lunes, 3 de septiembre

El paisaje se materializó unos minutos después de que el avión aterrizara. Las nubes coronaban las copas de los árboles y esparcían una neblina desmembrada en lluvia.

Espero que el tiempo haya sido igual de jodido durante mi ausencia, pensó Annika. Les estaría bien empleado a todos esos cabrones.

El avión se detuvo junto a un brazo mecánico en la terminal dos de Arlanda, la misma desde la que habían despegado. Annika se había desilusionado profundamente al partir. La terminal dos era sólo un pequeño apéndice junto a la auténtica terminal internacional y apenas tenía tiendas libres de impuestos. Allí sólo se hallaban las pequeñas compañías aéreas, nacionales e internacionales, los vuelos charter y regulares juntos, y nada de glamour.

La terminal tampoco disponía de aduana.

Al menos algo especial, pensó mientras pasaba por la zona verde.

Fue la última en recuperar su equipaje. El autobús del aeropuerto estaba completamente lleno y se vio obligada a viajar de pie todo el trayecto hasta la Cityterminalen. Cuando se apeó en el viaducto de Klaraberg había comenzado a llover con fuerza. Sus bolsas de tela absorbieron la humedad como esponjas y el contenido quedó empapado. Maldijo entre dientes y tomó el 52 en Bolindersplan.

El piso estaba en silencio y blanco, las cortinas descansaban inmóviles a la luz de la mañana. Soltó las bolsas sobre la alfombra del recibidor y se dejó caer en el sofá del salón, muerta de cansancio. El avión tenía que haber despegado del aeropuerto de Antalya a las 16.00 de la tarde de ayer, pero, por razones que nunca fueron realmente aclaradas, permanecieron en el hangar turco ocho horas y, dentro del avión, cinco horas más antes de despegar. Bueno, esto formaba parte de los viajes improvisados. Tampoco ella tenía prisa por llegar a ninguna parte.

Se recostó, cerró los ojos y dejó que los sentimientos se apoderaran de ella. Los había reprimido durante los cálidos días pasados en Turquía, concentrada en absorber el sonido, la luz y los olores asiáticos. Se había hartado de comer ensaladas y kebabs y había bebido vino en el almuerzo. Ahora sintió cómo el estómago se le comprimía y la garganta se le encogía. Al intentar pensar en su futuro no vio nada. En blanco. Vacío, sin contornos.

Tengo que olvidar, pensó. Ahora empieza todo.

Se durmió, medio tumbada, y se despertó a los diez minutos, helada a causa de la ropa mojada. Se desvistió rápidamente y bajó corriendo al cuarto de baño en el edificio exterior.

Al regresar entró en la cocina de puntillas y miró en el cuarto de servicio. La habitación estaba vacía. Se quedó paralizada y sorprendida. Mientras regresaba a Estocolmo había pensado con irritación en la presencia de Patricia, creía que deseaba estar sola, pero estaba equivocada. La ausencia del peluche negro sobre la almohada la llenó de añoranza, no le gustaba esta sensación.

Inquieta, se dio una vuelta por el apartamento, entrando y saliendo de las habitaciones, hizo café pero no pudo bebérselo. Tiró la ropa húmeda formando un montón en el suelo del salón, luego la colgó de las sillas y los pomos de las puertas. La habitación se llenó de un olor a humedad mohosa, abrió una ventana.

¿Y ahora qué?, pensó.

¿De qué voy a vivir?

¿Qué voy a hacer con mi vida?

Se hundió de nuevo en el sofá, el cansancio dio paso a la angustia que se comprimió como en una bola justo debajo del esternón, le resultaba difícil respirar. Las cortinas de la ventana abierta se elevaban dentro de la habitación, ondeaban, respiraban y volvían a hundirse. Annika vio que el suelo frente a la ventana estaba mojado, se levantó para secarlo.

Es sólo una casa que van a remozar, pensó de pronto. No importa. No tiene sentido. A nadie le importa que se estropee el suelo. ¿Para qué molestarse?

Sin pretenderlo, estableció un paralelismo entre el abandono de la casa y su vida que la llenó súbitamente de océanos de autocompasión. Se dejó caer de nuevo en el sofá, puso sobre sus rodillas la barbilla, se acunó y lloró. Los brazos se le anquilosaron al sujetarse las piernas convulsivamente.

Todo se ha terminado, pensó. ¿Adónde puedo ir? ¿Quién me puede ayudar ahora?

La certeza cristalina se apoderó de ella.

La abuela.

Marcó el número, cerró los ojos y rogó para que estuviese en casa y no en Lyckebo.

– Sofia Hällström -contestó la anciana.

– ¡Oh, abuela!

Annika lloró.

– Pero, pequeña, ¿qué ha ocurrido?

La mujer se asustó, entonces Annika se obligó a contener el llanto.

– Me siento tan sola y miserable… -repuso.

La abuela suspiró.

– Así es la vida. A veces es una lucha. Lo importante es no abandonar, ¿has oído?

– ¿Qué sentido tiene todo esto? -preguntó Annika, con las lágrimas colgándole de los labios.

La voz de la anciana sonaba algo cansada.

– La soledad es dura -respondió-. El hombre no puede vivir sin su rebaño. Has sido expulsada del grupo social al que deseabas pertenecer, te parece que pendes de un hilo. No es tan extraño, Annika. Lo raro sería que te sintieras bien. Permítete sentirte mal y cuídate.

Annika se secó la cara con el dorso de la mano.

– Solo deseo morirme -dijo ella.

– Te entiendo -repuso la abuela-, pero no te vas a morir. Tienes que vivir para poder enterrarme cuando me llegue el día.

– ¿Qué coño dices? -exclamó Annika en el auricular-. ¿Estás loca? ¡Tú no puedes morirte!

La mujer rió levemente.

– No, no estoy loca, pero todos nos tenemos que morir. Tienes que cuidarte y no hacer nada precipitado, amiguita. Tranquilízate y deja que el dolor se apodere de ti. Puedes escapar de él durante un tiempo pero al final siempre acaba alcanzándote. Deja que te arrope, siéntelo, vive en él. No morirás. Sobrevivirás, y cuando llegues al otro lado serás más fuerte, mayor y más sabia.

Annika esbozó una sonrisa.

– Como tú, abuela.

La mujer rió.

– Tómate una taza de chocolate con leche, Annika. Acurrúcate en una esquina del sofá y mira una de esas series de televisión, yo suelo hacerlo cuando me siento mal. Ponte una manta sobre las piernas, tienes que estar caliente y a gusto. Ya verás como todo se arregla.

– Gracias, abuela -murmuró Annika.

Permanecieron en silencio durante un momento, Annika comprendió lo egoísta que era.

– ¿Cómo va todo por tu casita? -preguntó súbitamente.

La abuela suspiró.

– Bien, aquí ha llovido desde que te fuiste, he venido al pueblo a comprar y lavar algo de ropa, me has encontrado de casualidad.

Dios existe, pensó Annika.

– He hablado con Ingegerd, han estado muy ocupados en Harpsund -informó la abuela con un tono de voz chismoso.

Annika sonrió.

– ¿Cómo va la cura de adelgazamiento del primer ministro?

– Nada bien, ha sido aplazada por tiempo indefinido. Pero allí ha estado otro que ha comido aún menos.

Los chismes de la abuela con la nueva ama de llaves de Harpsund no le interesaban en absoluto, pero preguntó educadamente.

– Sí, ¿quién?

– Ese ministro que dimitió, Christer Lundgren. Llegó un día antes de que todo se hiciera público y se quedó una semana. Todos los periodistas le buscaron, pero nadie lo encontró.

Annika se rió.

– ¡Vaya! ¡Estabas en el centro de los acontecimientos!

Rieron juntas, la bola en el pecho de Annika se deshizo lentamente y se esfumó.

– Gracias, abuela -dijo con un hilo de voz.

– Ven a verme si te sientes mal. Whiskas te echa de menos.

– No lo creo -repuso Annika-, de la forma en que lo mimas. ¡Dale un besito de mi parte!

El calor del cariño de la abuela permaneció después de colgar, sin embargo, las lágrimas volvieron a brotar. Tristes pero no desesperadas, a borbotones pero, no obstante, ligeras.

Cuando el teléfono sonó, la aguda señal la hizo sobresaltarse.

– Vaya, ya has regresado. ¡Joder has estado mucho tiempo fuera! ¿Qué tal?

Annika se secó la cara con el dorso de la mano.

– Bien, muy bien. Turquía es maravillosa.

– Te creo -replicó Anne Snapphane-. Quizá debería ir. ¿Cómo está la sanidad?

Annika no pudo contenerse, se echó a reír antes de poder pensar. Anne Snapphane la llamaba a pesar de todo lo ocurrido.

– Tienen clínicas especiales para los hipocondríacos -informó Annika-. Tomografia de desayuno, Prozac con el café y antibióticos con el almuerzo.

– No suena mal, ¿cuáles son los niveles de gas radón de los edificios? ¿Y dónde estuviste?

Annika volvió a reír.

– En un gueto turístico a medio construir a veinte kilómetros de Antalya -contestó-, lleno de alemanes. Luego me fui a Estambul y viví en casa de una mujer que conocí en el autobús, trabajé durante una semana en su hotel. Luego estuve en Ankara, es mucho más moderna…

Un suave cosquilleo se extendió por todo su cuerpo e hizo que sus piernas se suavizaran y relajaran.

– ¿Y allí dónde viviste?

– Llegué tarde, por la noche, la estación de autobuses estaba bastante revuelta. Me metí en el primer taxi que vi y dije «Hotel International». Había un hotel con ese nombre, los empleados eran simpatiquísimos.

– ¿Y dormiste en una suite aunque sólo pagaste el precio de una habitación sencilla? -preguntó Anne Snapphane.

Annika se sorprendió.

– ¿Cómo lo has sabido?

Anne Snapphane rió.

– Has nacido con suerte, ¿lo sabías?

Rieron al unísono, conscientes de su afinidad. El silencio que siguió fue cálido y poroso.

– ¿Estás libre? -preguntó Annika.

– Yes, acabé anteayer. El doce comienza el programa de televisión con una especie de preludio otoñal. ¿Qué vas a hacer ahora?

Annika resopló, la bola de angustia volvió a adquirir contornos.

– No lo sé, no he pensado mucho. Siempre puedo volver a trabajar en el hotel de Estambul, necesitan camareras y personal de cocina.

– Vente a Piteå -dijo Anne Snapphane-. Había pensado en volar esta tarde.

Annika volvió a reír.

– No, gracias, acabo de pasar el último día cambiando de asiento en el avión.

– Entonces ya estás acostumbrada. Venga, ¿has estado alguna vez por encima del Klarälven?

– Apenas he deshecho las maletas -repuso Annika.

– Mejor. Mis padres tienen una casa grande en Pitholm, hay sitio para ti. Puedes volver a casa mañana si quieres.

Annika observó el desconsolador montón de ropa húmeda y se decidió.

– ¿Cuándo hay plazas libres?

Después de colgar se dirigió apresuradamente a su dormitorio y buscó el viejo bolso del periódico. Metió en él dos pares de bragas, una camiseta y cogió el neceser del suelo del salón.

Antes de bajar a encontrarse con Anne Snapphant en Kungsholmstorg buscó un trapo y secó el agua de lluvia debajo de la ventana.


Annika miró a su alrededor desilusionada.

– ¿Dónde están las montañas? -preguntó.

– No seas tan capitalina, ¡cojones! -repuso Anne Snapphane-. Esto es la costa. La Riviera de Norrland. Venga, el taxi nos espera allí.

Caminaron por la pista de asfalto que circundaba el aeropuerto de Kallax. Annika dejó que la mirada recorriese el entorno, abundaban las coníferas y el paisaje era plano. El sol brillaba en un cielo casi despejado. Hacía mucho frío, por lo menos para alguien recién llegado de Turquía. Un avión Viggen pasó retumbando por encina de sus cabezas.

– F21 -explicó Anne Snapphane, y metió las maletas en el portaequipajes del taxi-. Kallax también es aeropuerto militar. Aquí aprendí a lanzarme en paracaídas.

Annika colocó su bolsa sobre las rodillas. Dos hombres trajeados también se apretujaron en el coche, inmediatamente se dirigieron hacia Piteå.

Pasaron por pequeñas aldeas, campos de labranza con heniles cuyas paredes parecían desgastadas pero, durante casi todo el trayecto a lo largo de la E4, se vieron rodeadas por un bosque espeso, en el que las hojas habían comenzado a brillar con colores otoñales aun cuando acababa de empezar septiembre.

– ¿Cuándo llega el invierno? -preguntó Annika.

– Yo me saqué el carné de conducir el siete de octubre, dos días después hubo una tormenta de nieve. Acabé accidentada en un dique -dijo Anne Snapphane.

Se detuvieron en el cruce de Norrfjärden y se apeó uno de los hombres de traje.

Veinte minutos después Annika y Anne se bajaron en la estación de autobuses en el centro de Piteå.

– Se parece a Katrineholm -dijo Annika-. Gobiernan los socialistas, ¿verdad?

– Estás en Norrbotten, cariño -replicó Anne Snapphane-. ¿Tú qué crees?

Guardaron las maletas de Anne en una taquilla dentro de la sala de espera.

– Mi padre nos recogerá dentro de una hora, ¿vamos a tomar algo?

En la pastelería Ekberg de Storgatan, Annika se tomó un sándwich de gambas. Había recuperado el apetito.

– Esto ha sido una buena idea.

– ¿No has tenido problemas de abstinencia? -preguntó Anne Snapphane.

Annika la miró sorprendida.

– ¿De qué?

– La vida. Las noticias. El ministro.

Annika cortó un buen trozo del sandwich de gambas.

– Me cago en el periodismo -contestó secamente.

– ¿No quieres saber qué ha pasado?

Annika negó con un gesto y masticó frenética.

– Okey -repuso Anne Snapphane-. ¿Por qué te llamas Bengtzon con z?

Annika se encogió de hombros.

– Lo cierto es que no lo sé. Gottfried, el abuelo de mi abuelo, llegó a Hälleforsnäs a finales de 1850. Lasse Celsing, dueño de una fundición, había instalado un nuevo martillo pilón y la ocupación de mi antepasado era vigilarlo. Un primo intentó investigar a la familia, fue una mierda. Al llegar a Gottfried se estancó. Nadie sabe de dónde procedía, quizá fuera alemán o checo. Al parecer se registró en los legajos como Bengtzon.

Anne Snapphane le dio un soberbio bocado a su pastel de patata.

– Que poco dramático. ¿Y tu madre?

– Ella viene de la familia más antigua de fundidores de Hälleforsnäs. Tengo los altos hornos prácticamente estampados en la frente. ¿Y tú? ¿Cómo te puedes llamar Snapphane y ser de Lappland?

Anne Snapphane suspiró y lamió la cucharilla.

– Te he dicho que esto es la costa. Todos los de aquí arriba, menos los lapones, vienen de alguna otra parte. Eran madereros, peones camineros, había valones y algunos aventureros. Según el mito familiar, Snapphane se utilizó por primera vez como un improperio contra un ladronzuelo danés antepasado nuestro, que fue ahorcado por robo en el patíbulo a las afueras de Norrfjärden, alrededor del siglo XVIII. Como castigo también llamaron a sus hijos Snapphane, a ellos tampoco les fue mejor. Los altos hornos en la frente, sí, gracias. El símbolo de mi familia es una horca.

Annika esbozó una sonrisa y se comió el último trozo de bocadillo.

– Es una buena historia -dijo ella.

– Seguramente no haya ni una palabra de verdad en ella -apuntó Anne-. ¿Nos vamos?

El padre de Anne se llamaba Hans, conducía un Volvo y parecía realmente contento de conocer a una de las colegas de Anne en Estocolmo.

– Aquí hay muchas cosas que ver -informó entusiasmado mientras el coche se deslizaba lentamente por Sundsgatan-. Por ejemplo, Storfors, Eliasgrottan, la fábrica de curtidos de Böleby, el museo rural de Grans y también Altersbruk, una vieja acería con lago y molino…

– Venga, papá -replicó Anne Snapphane algo embarazada-. Annika ha venido a visitarme. Suenas como el peor guía turístico de la ciudad.

Hasse Snapphane no se enfadó.

– Si quieres ir a alguna parte sólo tienes que pedírmelo -dijo alegremente, y miró a Annika a través del espejo retrovisor.

Annika asintió, miró a través de la ventanilla. Vislumbró un pequeño canal y, enseguida, abandonaron el centro.

Piteå. Aquí era donde vivía el hombre que llamó por «Escalofríos» el día que Studio sex descubrió que Christer Lundgren había estado en un club de alterne. Casado con la prima del ministro, ¿no era así?

Cogió el bolso instintivamente y rebuscó en el fondo, yes! Ahí seguía el cuaderno, lo hojeó hasta el final.

– Roger Sundström -leyó ella-. De Piteå, ¿lo conoce?

El padre de Anne dobló a la izquierda en una rotonda y pensó en voz alta.

– Sundström, Roger Sundström, ¿en qué trabaja?

– No lo sé -respondió Annika y hojeó-. Aquí está, su mujer se llama Britt-Inger.

– Aquí arriba todas las esposas se llaman Britt-Inger -replicó Hasse Snapphane-. Lo siento, pero no puedo ayudarte.

– ¿Por qué preguntas? -inquirió Anne.

– Un tal Roger Sundström me dio una extraña información sobre el ministro de Comercio Exterior la noche anterior a su dimisión.

– Sé de alguien que ya no está interesada lo más mínimo en el periodismo -dijo Anne Snapphane dulcemente.

Annika guardó el bloc en el bolso y lo colocó en el suelo.

– Yo también.

La casa de los padres de Anne Snapphane se encontraba en Oli-Jansgata en Pitholm. Era grande y moderna.

– Vosotras, chicas, podéis coger el piso de arriba -informó el padre-. Yo voy a preparar algo de cenar, Britt-Inger trabaja esta noche.

Annika miró interrogante a Anne.

– Mi madre -repuso-. No era una broma.

El piso de arriba era amplio y luminoso. A la izquierda, junto a la ventana, se veían una mesa, un ordenador, una impresora y un escáner. A la derecha estaban los dos cuartos de invitados, cada una cogió el suyo.

Mientras Hasse calentaba unos restos de comida, ellas echaron un vistazo a los antiguos elepés de Anne que estaban en la mesa del estéreo en el salón del piso de abajo.

– ¡Joder! ¿Tienes éste? -preguntó Annika sorprendida y cogió el disco de Jim Steiman en solitario Bad for good.

– Es una rareza -repuso Anne Snapphane.

– No conozco a nadie aparte de mí que conozca este disco -apuntó Annika.

– Es increíble -dijo Anne-. ¿Sabías que volvió a utilizar cosas de este disco tanto para Meat Loaf como para Streets of Fire?

– Sí -contestó Annika y estudió la parte trasera de la carpeta-. El estribillo de la canción que da título al disco I’ll be bad for good, en la película ha cambiado por We're going nowhere fast.

– Sí -asintió Anne Snapphane-, y Love and death and an American guitar están en la introducción de «Pedazo de carne» Back to hell, pero ahí se llama Wasted youth.

– El viejo Jim es genuinamente total -dijo Annika.

– Casi un dios -replicó Anne.

Permanecieron sentadas en silencio un momento y reflexionaron sobre la grandeza de Jim Steinman.

– ¿Tienes algún disco de Bonnie Tyler? -inquirió Annika.

– Claro. ¿Cuál quieres? Secret dreams and forbidden fire?

Anne colocó la aguja sobre el vinilo, ambas cantaron con la música. Hasse entró y bajó el volumen con cuidado.

– Ésta es una zona residencial -dijo-. ¿Ha comido palt alguna vez?

– No -contestó Annika.

Una vez en la mesa, comprobó que sabía bastante bien y estaba frito como el kroppkakor.

– ¿Quieres ir al cine? -preguntó Anne Snapphane después de que el lavavajillas se pusiera a rugir.

– ¿Tenéis de eso? -contestó Annika sorprendida.

Anne miró a su padre inquisitivamente.

– ¿Todavía queda algún cine?

El padre se encogió de hombros tras el periódico vespertino.

– Lo siento -repuso él-. No lo sé.

– ¿Me puedes dejar la guía de teléfonos? -pidió Annika.

– Arriba junto al ordenador -contestó Hasse Snapphane.

Había dos Roger Sundström, uno cuya mujer se llamaba Britt-Inger. Vivían en Solandergatan.

– Djupviken -dijo Anne Snapphane-. Al otro lado de la ciudad.

– ¿Nos damos un paseo? -preguntó Annika.


El sol había comenzado a ocultarse tras la fábrica de papel. Caminaron por Strömnäs y torcieron por la zona de Nolia, detrás de la Casa del Pueblo. La casa de la familia Sundström constaba de una sola planta y sótano. De ladrillo amarillo, parecía construida en los años sesenta. Annika oyó voces de niños cantando.

– Haz lo que quieras -anunció Anne-. I'm just for the ride.

Annika llamó a la puerta, Roger Sundström estaba en casa. El hombre se quedó receloso y sorprendido cuando Annika se presentó.

– No he podido dejar de pensar en lo que me contaste -dijo Annika-. He venido a Piteå a visitar a mi buena amiga Anne, y aquí estoy.

Los chicos, un niño y una niña, acudieron al recibidor llenos de curiosidad y se escondieron tras las piernas de su padre.

– Venga, entrad y poneos el pijama -ordenó el hombre e intentó dirigir a los niños hacia una habitación que había a la izquierda.

– ¿Cantaremos luego?

– Sí, sí, pero primero lavaos los dientes.

– ¿Podemos pasar? -preguntó Annika.

El hombre dudó un instante, pero luego las acompañó al salón: sofá de cuero en la esquina, mesa de cristal y figuritas de porcelana en la librería.

– Mi mujer, Britt-Inger, está en un cursillo nocturno -informó.

– Qué bonito está todo -dijo Anne Snapphane con un deje de Norrland más pronunciado que de costumbre.

– ¿En realidad qué queréis? -preguntó Roger Sundström y se dejó caer en un sillón de felpa.

Annika se sentó en el borde del sofá.

– Siento mucho que nos presentemos así -contestó Annika-. Pero me preguntaba si recuerdo bien lo que dijiste. ¿Volasteis desde Arlanda con Transwede?

El hombre se rascó ligeramente la barba de dos días.

– Sí -respondió-. Eso es. ¿Queréis un café?

– No, gracias -manifestó Anne-. Nos iremos enseguida.

– Entonces salisteis de la terminal dos, ¿verdad? -dijo Annika-. ¿La de la sala pequeña?

– ¿Cuál? -preguntó el hombre.

– No la gran terminal nacional, sino una que está algo más alejada.

Roger Sundström asintió pensativo.

– Correcto -expresó él-. Tuvimos que tomar un autobús y cargar con el equipaje, porque la aduana se pasaba en Estocolmo.

Annika asintió.

– ¡Exacto! ¿Y fue ahí, en la salita, dónde tú y Britt-Inger visteis al ministro?

Roger Sundström recapacitó.

– Sí -respondió-, tuvo que ser ahí. Porque fue al facturar.

Annika asintió.

– Comprendo que esto suene extraño -dijo-, pero ¿recuerdas en qué gate?

El hombre arqueó las cejas.

– Gueit? -repitió él.

– Puerta, vamos.

– No tengo ni idea.

Annika suspiró en silencio, bueno, lo había intentado.

– Pero -apuntó el hombre- dejamos que los niños se sentaran sobre las maletas dentro de la sala, se lo pasaron bien. Creo que Britt-Inger los filmó. Quizá la puerta se vea en el vídeo.

Annika abrió los ojos.

– ¿Sí? -dijo ella.

– Ya veremos -contestó el hombre y se dirigió a la estantería.

Abrió la puerta del mueble bar y comenzó a remover unas pequeñas cintas de vídeos.

– Mallorca, aquí está -anunció, introdujo la cinta en el adaptador y encendió el aparato de vídeo. La imagen de los pequeños jugando en una piscina para niños centelleó. Al parecer el sol estaba en su cénit, todas las sombras eran diminutas. Dos piernas peludas, seguramente de Roger, aparecían a la izquierda de la imagen. La fecha en una esquina indicaba: July 24, 2.27 p.m.

– ¿La fecha es correcta? -preguntó Annika.

– Creo que sí -contestó Roger-. Habrá que adelantar la cinta.

Una mujer rubia durmiendo en un avión, con la barbilla caída. La fecha había saltado a July 27, 4.53 p.m.

– Mi mujer -explicó el hombre.

Y entonces apareció, un bronceado y sonriente Roger conduciendo un carrito cargado con el equipaje y los niños, July 27, 7.43 p.m. El niño estaba de pie y se sujetaba al manillar, la niña estaba sentada encima de las maletas. Ambos saludaban con la mano a su madre que estaba grabando. La imagen se movió e hizo un barrido por la sala.

– ¡Ahí! -exclamó Annika-. ¿Habéis visto? ¡64!

– ¿Qué? -inquirió Roger.

– Rebobina -pidió Annika-. ¿Tienes fotofija?

Roger toqueteó el mando a distancia.

– ¡Joder! -exclamó Anne-. ¿Cómo te dio tiempo a verlo?

– Estuve hoy ahí y me acordé de esto -repuso Annika-. Continúa, quizá haya más.

De pronto apareció mucha gente frente a la cámara. Alguien la golpeó, Roger apareció de nuevo en la imagen.

– ¡Christer! -gritó desde la pantalla, alzó la mano y saludó.

El Roger de la grabación se puso de puntillas, miró a la izquierda, se volvió hacia su esposa y le habló.

– ¿Has visto? ¡Era el Christer de Anna-Lena! Va a volar con nosotros.

– Ve a saludarlo -dijo una voz femenina invisible.

Roger Sundström se volvió, y Annika vio en la pantalla cómo de pronto la gente se apartaba, y a lo lejos en la imagen, si bien desenfocado, vio cómo Christer Lundgren corría hacia una puerta. Era el ex ministro de Comercio Exterior, no había ninguna duda.

– ¿Habéis visto? -exclamó Annika-. ¡Tiene un billete en la mano! Es cierto que va a volar.

El Roger de la grabación perdió al ministro entre la gente, miró hacia otro lado, gritó «Christer», y entonces la pantalla quedó en negro. La imagen se disolvió, la cinta se rebobinaba. Annika sintió que una intensa ola de adrenalina le recorría todo el cuerpo.

– No es extraño que no lo vierais en el avión -dijo ella-. Christer Lundgren embarcó desde la puerta 65. No la 64.

– ¿Adónde voló entonces? -preguntó Anne Snapphane desconcertada.

– Tendremos que investigarlo -respondió Annika-. Muchísimas gracias por las molestias, Roger…

Ella apretó su mano y se apresuró a salir.

– ¿Qué era lo que yo decía? -se regocijó al llegar a Ankarskatavägen-. ¡Ese cabrón estuvo en alguna parte esa noche, y no puede decir dónde!

Dio unos pasos de danza sobre la calzada.

– Sabemos dónde estuvo -repuso Anne Snapphane sobria-. En el puticlub.

– No -replicó Annika-. Viajó a alguna parte, a un lugar supersecreto.

– ¡Venga ya! -exclamó Anne-. No digas chorradas.

Annika hizo una pirueta.

– Es tan jodidamente secreto que prefiere ser acusado de asesinato y dimitir.

– ¿En lugar de qué?

Annika se detuvo.

– De decir la verdad -dijo ella.

Diecinueve años, cuatro meses y siete días

Tengo que decidir lo que es importante. Tengo que llegar a una conclusión de lo que soy. ¿Existo, a no ser a través de él? ¿Respiro, si no es a través de su boca? ¿Pienso, fuera de su concepción del mundo?


He intentado hablar de esto con él. Su lógica es sencilla y clara. ¿Existo yo, a no ser a través de ti?, pregunta él. ¿Vivo sin ti?, inquiere. ¿Puedo amar sin tu amor? Luego responde. No.


Él me necesita. No puede vivir sin mí. No me abandones nunca, dice. En el mundo no hay nada más importante que nuestra relación.


Él dice

que nunca

me dejará marchar.


Llevo mucho tiempo sola.

Martes, 4 de septiembre

Patricia había dormido unas horas cuando se despertó debido a una sensación desagradable e indefinida. Se incorporó en el colchón, se apartó el cabello del rostro, vio al hombre y gritó.

– ¿Quién eres? -le preguntó al joven que estaba junto a la puerta. La miraba como si la hubiese estado observando un buen rato.

Patricia se cubrió con la colcha hasta la barbilla y retrocedió hasta la pared.

– ¿Quién eres? -repitió ella.

– Me llamo Sven -contestó Sven-. ¿Dónde está Annika?

Patricia tragó saliva e intentó comprender la situación.

– Yo… ella… no lo sé.

– ¿No regresó ayer de su viaje?

Patricia carraspeó.

– Sí, creo que sí. Su ropa estaba colgada secándose cuando volví a casa.

– ¿A casa?

Ella bajó la mirada.

– Annika me dijo que podría vivir aquí un tiempo. Yo vivía con una amiga que… Ayer no la vi. No ha dormido en casa.

Las palabras quedaron en el aire, vibrantes, Patricia sintió una extraña sensación de déjà vu.

– ¿Y dónde crees que está ahora?

Ella había oído antes esta pregunta, la habitación le dio vueltas, respondió lo mismo que entonces.

– No lo sé, quizá haya salido a comprar, quizá esté en tu casa…

El muchacho la observó inquisitivo.

– ¿Y tampoco sabes cuándo volverá?

Ella dijo que no con la cabeza, sintió cómo las lágrimas le quemaban.

Sven se puso en pie.

– Ahora que hemos aclarado quién soy yo y qué quiero. ¿Quién coño eres tú?

Patricia suspiró.

– Me llamo Patricia. Conocí a Annika cuando trabajaba en el Kvällspressen. Me dijo que podía vivir aquí un tiempo.

– ¿Así que eres periodista? ¿Qué escribes? ¿La conoces desde hace mucho tiempo?

El malestar hizo que Patricia sintiera un hormigueo por la columna vertebral. Había contestado a tantas preguntas, había tenido que responder por tantas cosas con las que no tenía nada que ver. El hombre dio unos pasos hacia delante y se situó justo encima de ella.

– Últimamente Annika no ha sido la misma -comentó él-. Pensaba que podría hacer algún tipo de carrera aquí, en la gran ciudad, pero estaba condenada al fracaso. ¿Eres tú quien la ha influenciado?

Las palabras relampaguearon en la cabeza de Patricia, gritó.

– ¡Yo no he influenciado a nadie! ¡Nunca! ¿Cómo puedes decir que es mi culpa?

Miró al hombre de hito en hito, éste retrocedió un paso.

– Annika volverá a mudarse pronto a casa, a Hälleforsnäs -dijo él-. Espero que entonces tengas algún sitio adonde ir. Me quedo un par de días, dile que volveré esta noche.

Patricia oyó sus pasos a través del apartamento, después oyó cerrarse la puerta de la calle. Un gemido surgió de su boca, se acostó de lado, se hizo un ovillo y entrelazó las manos con fuerza. Comenzó a llorar, sollozó hasta quedarse dormida.


Hasse Snapphane bebía café y leía el periódico cuando Annika entró en la cocina.

– Hay huevos duros en la cocina -dijo.

Annika pescó uno, lo enjuagó bajo el grifo y se sentó.

– Mi hija duerme, ¿verdad?

Annika asintió y sonrió.

– Ha trabajado duro durante mucho tiempo -le comentó.

Hasse Snapphane suspiró y cerró el periódico.

– Me parece bien que haya dejado de trabajar allí. Aquel lugar no era bueno para ella. El nuevo puesto en la tele tiene mejores condiciones, un horario de trabajo más humano y hay más mujeres en puestos de dirección.

Annika analizó al hombre cuidadosamente, parecía inteligente.

– ¿Puedo usar el teléfono? -preguntó Annika cuando él se levantó para coger su maletín.

– Claro, pero tened cuidado con la música de Jim Steinman durante un rato. Esta noche Britt-Inger vuelve a trabajar hasta tarde.

Se despidió con la mano desde el coche.

Annika se comió el huevo y subió al piso de arriba corriendo sin hacer ruido. Comenzó por llamar a la oficina de información de tráfico aéreo de Arlanda.

– Hola, me gustaría saber si pueden informarme de cuándo partió un vuelo determinado -preguntó ella.

– Sí, claro -respondió el hombre de atención al cliente-. ¿Cuál?

– Hay un pequeño problema -explicó Annika-, pues sólo sé en qué puerta embarcó.

– Eso no importa, si fue hoy o ayer.

Annika se desilusionó.

– No, no fue hoy. ¿Entonces no se puede averiguar?

– ¿Sabes la hora? Nosotros podemos comprobar los vuelos de ayer y los de los próximos seis días.

El corazón de Annika le dio un vuelco.

– Fue hace cinco semanas -dijo ella.

– ¿Y sólo sabes la puerta de embarque? Entonces será algo complicado. Desgraciadamente nosotros no podemos saberlo desde aquí.

– Pero vosotros debéis de tener los horarios -repuso ella-. Sé más o menos a la hora que salió.

– Entonces tendrás que dirigirte a la compañía aérea directamente. ¿De qué se trata? ¿Es un asunto de seguros?

– No, en absoluto -replicó ella.

Hubo un silencio en el auricular.

– Bueno -dijo el hombre de tráfico aéreo-, tendrás que dirigirte a la compañía en cuestión.

Annika suspiró.

– No sé de qué compañía se trata -apuntó ella-. ¿Cuáles vuelan desde la terminal dos?

El hombre las enumeró.

– Maersk Air, una compañía danesa que vuela a Jylland entre otros lugares, Sabena que vuela a Bruselas, Alitalia, Delta Air a Estados Unidos, Estonian Air, Austrian Airlines y Finnair.

Annika anotó.

– ¿Y todas vuelan desde distintas puertas de embarque?

– No -contestó el hombre-, los vuelos internacionales salen de la 65 a la 68 y de la 70 a la 73, que están un piso más abajo, y desde las que se embarca con autobuses.

– ¿Qué? -exclamó Annika-. ¿La 65 es internacional?

– Dentro hay un control de aduanas y de seguridad.

– ¿Y la 64, que clase de embarque es?

– Generalmente, nacional -informó el hombre-. Las puertas van por pares. Si bien es cierto que se pueden cambiar modificándolas de una forma especial…

– Muchas gracias -dijo Annika rápidamente y colgó.

Internacional, vaya. Christer Lundgren voló al extranjero el viernes 27 de julio por la noche y regresó después de las cinco de la madrugada del 28.

– No voló a Estados Unidos -se dijo Annika en alto, y tachó Delta Airlines.

Pudo volar ida y vuelta a Jylland, Finlandia, Bruselas, Tallin o Viena, las distancias eran lo suficientemente cortas y hacían que fueran destinos posibles teniendo en cuenta la hora del regreso. Un vuelo a Italia parecía algo más dudoso.

Pero la cuestión era ¿cómo regresó a casa a medianoche?, pensó. Tuvo que tener una reunión importante de cojones, debió de durar algún tiempo.

Contó con los dedos.

Digamos que salió a las ocho de la tarde, a cualquier sitio a donde fuera no llegaría antes de las nueve y media contando con el control de aduanas. Luego probablemente tendría que desplazarse a algún lugar en taxi o en coche particular, a no ser que la reunión tuviera lugar en el aeropuerto.

A las diez, pensó ella, debió de comenzar la reunión. Digamos que acabó a las once, de vuelta al avión y facturar. Realmente, no pudo estar de vuelta antes de medianoche.

A esa hora del día no hay muchos vuelos regulares, no con estas compañías. ¿Qué es Maersk Air, en realidad?

Suspiró.

Pudo regresar a casa de otra manera, pensó, en coche o en barco. Eso elimina Viena, Bruselas e Italia.

Bajó la vista a su cuaderno. Quedaban Jylland, Finlandia y Tallin. Buscó en la guía la oficina de billetes de Finnair, marcó un número 902 y acabó en el servicio telefónico de la compañía en Helsinki.

– No -dijo una voz amable que sonaba como un Mumitroll-, yo no puedo comprobar los datos en el ordenador de esta manera. ¿No tienes un número de vuelo? En tal caso no podré informarte.

Annika cerró los ojos, se pasó la mano por la frente.

– ¿A qué ciudades voláis desde Estocolmo?

El hombre consultó su ordenador.

– Helsinki, claro -respondió-. Y Oslo, Copenhague, Viena, Berlín y Londres.

Dead end. De esta manera no podría controlar adonde iba el avión, era imposible.

– Una última pregunta -dijo ella-. ¿Cuándo sale el último vuelo a Estocolmo?

– Desde Helsinki. A las 21.45 y llega a Estocolmo a las 21.40. Hay una hora de diferencia.

Ella dio las gracias y colgó.

Tuvo que regresar a casa de otra manera que no fuera en un vuelo regular. Avión privado, pensó. Podía haber alquilado un avión para volver.

Es caro, pensó, y recordó los chismorreos sobre los vuelos privados del primer ministro. El alquiler hay que abonarlo, y ella no creía que el propio Christer Lundgren pagara el gasto. Esto atentaba contra su forma de ser.

Levantó la vista y miró a través de la ventana de trabajo de Hasse Snapphane. A la izquierda se vislumbraba una casa del tipo más frecuente en Piteå, roja estilo Älby de 1975. Enfrente, al otro lado de la calle, otra casa más grande de un piso y buhardilla de ladrillo blanco, con frontones marrones barnizados en el piso superior, y más a lo lejos un bosquecillo.

Tiene que haber una factura de viaje en alguna parte, pensó. No importa cómo regresara a casa el ministro de Comercio Exterior, tiene que haberle pasado la factura a algún ministerio o a alguna administración.

Se dio cuenta de que ni siquiera sabía de qué ministerio dependía administrativamente el Ministerio de Comercio Exterior.

Entró en la habitación de Anne y la despertó.

– He de volver a Estocolmo -anunció Annika-. Tengo mucho que hacer.


Fue directamente desde la Cityterminalen al edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores en la plaza de Gustav Adolf. El edificio, de un rosa amarillo, estaba rodeado de coches oscuros relucientes, se veían hombres que parecían importantes con miradas atentas y jubilados con cámaras de bolsillo. La muchedumbre le puso nerviosa, se dirigió insegura hacia la entrada. Un gran automóvil con una estilizada corona real como ridicula matrícula, bloqueaba la entrada. Al pasarlo, un guardia de seguridad extremadamente obeso con uniforme verde oliva le bloqueó el camino a Annika.

– ¿Adónde vas?

– A entrar -respondió Annika.

– Ahora está lleno de periodistas -informó el guardia.

¡Joder, coño!, pensó Annika.

– Pero voy al registro.

– Entonces tendrás que esperar -replicó el hombre y cruzó las manos autoritariamente sobre sus genitales.

Annika no se movió.

– ¿Por qué?

El guardia la miró fijamente.

– Tenemos visita oficial, el presidente de Sudáfrica está aquí.

– ¡Ah, coño! -exclamó Annika y se dio cuenta de lo alejada que había estado de las noticias.

– Vuelve después de las 15.00 -apuntó él.

Annika dio media vuelta y se marchó hacia Norrbro. Miró el reloj, quedaba más de una hora. Cesó de llover y se decidió a dar un rápido paseo por Söder. En Turquía se había entrenado regularmente y sentía la necesidad de apoderarse de nuevo de su cuerpo, con el consiguiente bienestar. Ahora caminó con rapidez y energía a través de Gamla stan hacia las escaleras de alrededor de la plaza de Mosebacke. Con el bolso colgado en diagonal sobre el pecho se apresuró a subir y bajar las escaleras hasta que el pulso se le desbocó y el sudor comenzó a resbalarle. Se detuvo en lo alto de Klevgränd y contempló Estocolmo, los pequeños callejones que cortaban las fachadas de Skeppsbron, el casco blanco del af Chapman reluciendo en el agua, la montaña rusa azul claro de Gröna Lund apoyada contra el follaje como una nueva rama enmarañada.

Tengo que encontrar alguna manera de quedarme aquí, pensó.


A las tres menos cinco habían desaparecido todos los coches frente al palacio Arvfurstens.

– Quisiera saber cómo hacen los ministros cuando viajan -le dijo Annika educadamente a la señora de AA. EE. tras el mostrador. Sintió de pronto una gota de sudor correr por su nariz y se la secó rápidamente.

La dama arqueó ligeramente las cejas.

– Bien -dijo algo afectada-. ¿Y quién pregunta?

Annika sonrió.

– No estoy obligada a identificarme. Usted ni siquiera tiene derecho a pedirme que lo haga. Sin embargo, está obligada a responder a mis preguntas.

La dama se quedó de piedra.

– ¿Cuál es el procedimiento cuando un ministro se va de viaje? -preguntó Annika suavemente.

La voz de la señora había adquirido un tono gélido.

– La secretaría del ministro reserva el viaje a través de la agencia que en aquel momento trabaje para el Gobierno, siguiendo un procedimiento público de subasta. Nyman & Schultz son los encargados actualmente.

– ¿Tienen los ministros su propio presupuesto de viajes?

La dama suspiró en silencio.

– Sí, claro.

– Bueno. Entonces deseo hacer una solicitud para ver documentos públicos. Una factura que el anterior ministro de Comercio Exterior Christer Lundgren redactó el 28 de julio del año en curso.

La dama del AA. EE. apenas pudo ocultar su satisfacción.

– No, no puedo hacerlo -replicó.

– No -repuso Annika-. ¿Por qué no?

– El ministro de Comercio Exterior, desde el punto de vista administrativo, se encuentra bajo el Ministerio de Industria y no del de AA. EE., como venía siendo habitual hasta la designación del primer ministro actual -apuntó ella-. Este trasladó las funciones para la promoción de la exportación de AA. EE. al Ministerio de Industria, en cambio, AA. EE. se ocupa de las cuestiones de asilo e inmigración.

Annika parpadeó.

– ¿Entonces el ministro de Comercio Exterior no envía ningún recibo aquí?

– No, ninguno -contestó la dama.

– ¿Tampoco los gastos de representación u otras facturas?

– No, nada de nada.

Annika se quedó perpleja. El presentador de Studio sex aseguró que habían encontrado el recibo del puticlub en AA. EE., ella estaba completamente segura de ello. Todo el programa tronaba en su cerebro como una canción de moda, sin que pudiera evitarlo.

– ¿Dónde está el Ministerio de Industria?

Subió pasando de largo el Medelhavsmuseet, hasta Fredsgatan 8.

– Una factura de viaje y un recibo de representación del 28 de julio de este año -dijo Annika-. ¿Tardará mucho?

La encargada era una mujer amable y eficiente.

– No, esto va muy rápido. Regresa dentro de una hora y lo tendremos listo. Pero no tardes mucho más, luego cerramos…

Se fue a Drottninsgatan y se dio una vuelta. Lloviznaba, las nubes negras detrás del parlamento presagiaban más lluvia por la noche. Se paseó sin interés y observó las ofertas de música, pósters y ropa barata. Todo estaba lejos de su alcance, estaba arruinada. El impulsivo viaje en avión a Luleå se había comido sus últimas quinientas coronas.

Anne Snapphane se había enfadado un poco cuando ella quiso volver a casa de inmediato.

– Olvídate de ese ministro de los cojones -le había dicho-. Deja que se pudra en paz.

Annika se había sentido algo embarazada, pero insistió.

– Tengo que hacerlo -había contestado-. Quiero saber lo que ocurrió.

Caminó por la calle peatonal hasta Klarabergsgatan. Entró en un horrible café americano arriba en la plaza, pidió un vaso de agua con hielo en la caja. Querían cinco coronas por un vaso de agua del grifo, Annika se tragó una respuesta hiriente y rebuscó en el bolsillo de su abrigo. La lluvia arreció, valía la pena gastarse cinco coronas en lugar de empaparse.

Se sentó en la barra y miró a su alrededor. El café estaba lleno de jóvenes vestidos a la moda con tazas de cappucino y espresso. Annika bebió un trago de agua y masticó un trozo de hielo.

Hasta ahora se había negado a pensar, pero ya era inevitable. Tenía un mes de carencia en el paro por haber abandonado voluntariamente su trabajo en el Katrineholms-Kuriren, y no recibiría más pagas del Kvällspressen.

En realidad tengo muy pocos gastos, pensó, y los anotó.

El alquiler del piso era de sólo 1.970 coronas al mes, además eran dos compartiéndolo. La comida no tenía por qué ser cara, podía vivir de tallarines. Se ahorraría la tarjeta de transporte, podía comprar un abono de billetes, caminar y colarse en el metro. El teléfono era necesario, ese gasto tenía prioridad. La ropa y la cosmética no serían ningún sacrificio, por lo menos durante un tiempo.

Necesito un trabajo extra, pensó.

– ¿Puedo coger esta silla?

Un muchacho con el pelo teñido de dos colores y maquillaje estaba delante de ella.

– Claro -murmuró Annika.

Y aprovechó para ir al baño. Era gratis.


Regresó a Fredsgatan después de cincuenta minutos. La funcionaria desapareció rápidamente al interior para buscar los papeles. Al regresar parecía preocupada.

– No he encontrado ninguna factura de viaje de ese día, pero aquí tienes el recibo.

Annika cogió la copia del recibo de la visita al club de alterne Studio Sex. Era de 55.600 coronas, la cuenta por «entretenimiento y bebidas».

– ¡Jesús! -exclamó Annika.

– No será fácil que la acepte el revisor -apuntó la funcionaria sin levantar la mirada.

– ¿La ha pedido mucha gente? -inquirió Annika. La mujer dudó.

– No muchos -contestó y levantó la vista-. Pensamos que serían muchos más, pero hasta el momento sólo han sido unos pocos.

– Pero ¿no hay ningún recibo de un viaje?

La mujer respondió negativamente.

– He mirado una semana antes y otra después.

Annika recapacitó, estudió el recibo y la torpe firma.

– ¿Podía haber enviado la factura a otro ministerio?

– ¿El ministro de Comercio Exterior? Lo dudo. No obstante, acabaría en nuestras manos.

– ¿Alguna otra administración? Él viaja con mucha frecuencia y colabora con diferentes organizaciones y empresas.

La funcionaria suspiró.

– Sí, claro -repuso-. Entonces quizá sea la empresa quien pague, no lo sé.

Annika insistió.

– Pero ¿si viajó por encargo del Gobierno y la factura no está aquí, dónde puede estar?

Sonó el teléfono de la mujer, Annika observó que estaba estresada.

– Lo siento, no lo sé. Quédate con la copia, te la regalo.

Annika dio las gracias y salió, la mujer contestó a su teléfono.


El piso estaba en silencio y tranquilo. Se dirigió directamente al cuarto de servicio y miró dentro. Patricia estaba tumbada durmiendo, enroscada como un ovillo. Cerró la puerta con cuidado, encajó con un ligero clic.

– ¡Annika!

Entreabrió la puerta.

– ¡Annika!

La voz de Patricia sonaba asustada y triste. Annika entró sorprendida en la habitación.

– ¿Qué pasa? -preguntó, y esbozó una sonrisa.

Patricia se levantó rápidamente, se tiró al cuello de Annika y comenzó a llorar.

– Pero, Dios mío, ¿qué pasa? -inquirió Annika aterrorizada-. ¿Ha ocurrido algo?

El pelo de Patricia se enredaba en sus pestañas, intentó apartarlo con cuidado para poder ver.

– No viniste a casa -dijo Patricia-. No dormiste en casa, y tu novio estuvo aquí preguntando por ti. Creí… que había ocurrido algo.

Annika rió y acarició el cabello a la mujer.

– Loca -dijo ella-. ¿Qué podría pasarme?

Patricia soltó a Annika, se secó las lágrimas y los mocos en la camiseta.

– No sé -murmuró.

– Yo no soy Josefin -apuntó Annika sonriendo-. No tienes que preocuparte por mí.

Vio el desconcierto de la otra joven y se vio obligada a reír.

– ¡Coño, Patricia, venga! Eres peor que mi madre. ¿Quieres un café?

Patricia asintió, Annika se fue a la cocina.

– ¿Unas rebanadas?

– Sí, gracias -dijo Patricia.

Annika recogió unos platos de la noche anterior mientras Patricia se ponía un chándal. El ambiente alrededor de la mesa era algo apagado.

– Lo siento -se disculpó Patricia y se untó una rebanada con mermelada.

– ¡Bah! -contestó Annika-. No pasa nada. Sólo estás algo confundida, no es tan extraño.

Comieron en silencio.

– ¿Te vas a mudar? -preguntó Patricia cuidadosamente después de un rato.

– Ahora no. ¿Por qué?

Patricia se encogió de hombros.

– Solo quería saberlo…

Annika sirvió más café.

– ¿Se ha escrito mucho sobre Josefin mientras estuve de viaje? -preguntó y sopló la bebida.

– Casi nada. La policía dice que todos los indicios señalan en una dirección, pero no dicen que vayan a detener a nadie. Por lo menos de momento.

– ¿Y todo el mundo piensa que se refieren al ministro? -inquirió Annika.

– Más o menos -contestó Patricia.

– ¿Han escrito mucho sobre él?

– Menos aún. Parece como si al dimitir se hubiera muerto.

Annika suspiró.

– No se hace leña del árbol caído.

– ¿Qué? -preguntó Patricia.

– Así razonan, no se escudriña más cuando alguien acepta las consecuencias de sus errores y dimite. ¿De qué han escrito mientras yo he estado fuera?

– En Rapport dicen que los votantes van a fallar -relató Patricia-. Muchos ni piensan en votar, hay mucho desprecio hacia los políticos. Los socialistas quizá no consigan ganar.

Annika asintió, era lógico. Un ministro sospechoso de asesinato en una campaña electoral tiene que ser una auténtica pesadilla.

Patricia se secó los dedos en un trozo de papel de cocina y comenzó a recoger la mesa.

– ¿Has vuelto a hablar con la policía últimamente? -preguntó Annika.

Patricia se quedó de piedra.

– No.

– ¿Saben que vives aquí?

La mujer se levantó y se dirigió al fregadero.

– No lo creo -respondió.

Annika se levantó.

– Quizá deberías decírselo. A lo mejor necesitan preguntarte algo más.

– No me digas lo que tengo que hacer -replicó Patricia secamente.

Le dio la espalda, llenó de agua una cacerola para calentarla y lavar los platos.

Annika se sentó un rato en la mesa, observó la rígida espalda de la otra mujer.

Enfádate, pensó, y se fue a su habitación.


La lluvia repicaba con fuerza contra el alféizar de la ventana. Y si nunca escampa, pensó Annika y se dejó caer sobre la cama. Se tumbó encima de la colcha sin encender ninguna lámpara. La habitación estaba a oscuras y sin sombras. Miró fijamente el papel de la pared, gris ayuntamiento, ligeramente amarillento.

Tenía que haber alguna relación, pensó. Tuvo que ocurrir algo justo antes del 27 de julio que hizo que el ministro de Comercio Exterior volara desde la terminal dos de Arlanda, tan confundido y estresado que ni siquiera se dio cuenta de que sus familiares le llamaban. Los socialistas debían de estar aterrorizados.

Pero pudo ser algo privado, razonó Annika de pronto. Quizá no le enviaba ni el Gobierno ni el partido, quizá tuviera una amante en algún lugar.

¿Podía ser tan sencillo?

Luego se acordó de su abuela.

Harpsund, pensó. Si Christer Lundgren hubiera metido la pata en un asunto privado el primer ministro nunca le hubiera permitido ocultarse en su residencia de verano. Tenía que haber sido algo político.

Se estiró boca arriba, se pasó las manos por detrás de la nuca, inspiró hondo y cerró los ojos. Patricia trajinaba en la cocina, la oyó golpear la vajilla.

Estructuración, pensó. Ordena los hechos. Empieza desde el principio. Elimina los deseos, sé lógica. Sopesa los pros y los contras. ¿Qué ha ocurrido en realidad?

Un ministro dimite después de ser declarado sospechoso de un asesinato, y no de una muerte cualquiera: una violación en un cementerio. Imaginemos que el hombre es inocente. Digamos que ha estado en otro lugar la madrugada en que la mujer fue asesinada y violada. Supongamos que tiene una coartada perfecta.

¿Por qué diablos no limpia su nombre? Su vida está arruinada, políticamente está más que muerto, socialmente es un apestado.

Solo hay una explicación, pensó Annika. Mi primera idea es buena: la coartada es aún peor.

Okey, aún peor, pero ¿para quién? ¿Para él mismo? Lo dudo, eso sería imposible.

Solo queda una alternativa: peor para el partido.

Así pues había llegado a una conclusión.

¿El resto? ¿Qué podía ser peor para el partido que tener un ministro sospechoso de asesinato en medio de una campaña electoral?

Se retorció agitada en la cama, se puso de lado y miró fijamente la pared de la habitación. Oyó cómo Patricia abría la puerta de la calle y bajaba por las escaleras, seguramente iría a ducharse.

Una certidumbre llegó a su cerebro ligera como la brisa.

Sólo la pérdida del poder era peor. Christer Lundgren hizo algo aquella noche que provocaría que los socialistas perdieran el poder si salía a la luz. Tenía que ser algo fundamental, algo esencial. ¿Qué podía desequilibrar al partido del Gobierno?

Annika se sentó erguida en la cama. Recordó las palabras, las volvió a oír en su cabeza. Se encaminó al teléfono del salón, se sentó en el sofá con el aparato sobre las rodillas. Cerró los ojos, hizo unas cuantas y profundas inspiraciones.

Si Anne Snapphane aún se hablaba con ella, aunque la hubieran echado del periódico, quizá Berit Hamrin también la considerara todavía como una colega. Si no lo intentaba nunca lo sabría.

Marcó decidida el número de la centralita del Kvällspressen. Al preguntar por Berit alteró algo la voz, no quería que la telefonista la reconociera.

– ¡Annika, qué alegría saber de ti! -exclamó Berit con sinceridad-. ¿Cómo te va?

Su corazón se tranquilizó.

– Bien, gracias. He estado un par de semanas en Turquía; ha sido muy interesante.

– ¿Has hecho el reportaje sobre los kurdos?

Berit pensaba que ella aún era periodista.

– No, sólo he ido de vacaciones. Oye, estoy pensando en una cosa relacionada con IB. ¿Podemos vernos y hablar un rato?

Si Berit se sorprendió no lo demostró.

– Claro, ¿cuándo?

– ¿Qué haces esta noche?

Acordaron encontrarse en la pizzería media hora más tarde. Patricia entró por la puerta, en chándal y con una toalla enrollada en la cabeza.

– Voy a salir un rato -anunció Annika y se levantó.

– He olvidado decirte una cosa -dijo Patricia-. Sven dijo que se quedaría un par de días.

Annika se encaminó hacia el perchero.

– ¿Trabajas esta noche? -preguntó Annika mientras se ponía el abrigo.

– Sí, ¿por qué?


La lluvia caía a cántaros y hacía que las grasientas ventanas del restaurante brillaran como strass en la oscuridad. Berit ya había llegado. Su paraguas se había doblado con el viento. Annika se balanceó empapada a través de la puerta.

– Me alegro de verte -dijo Berit y esbozó una sonrisa-. Tienes muy buen aspecto.

Annika se rió y se despojó del abrigo mojado.

– Dejar el Kvällspressen ha sido milagroso para mi salud. ¿Cómo van las cosas por el periódico?

Berit suspiró.

– Bastante revueltas. Anders Schyman intenta dirigir las cosas, pero el resto de los redactores jefe le pone muchas trabas.

Annika agitó su pelo mojado y se lo atusó hacia atrás.

– ¿Sí?

– Schyman quiere establecer nuevas rutinas, reuniones diarias y seminarios sobre la orientación del periódico.

Annika abrió los ojos.

– Ya entiendo. Los otros chillarán al unísono pensando que quiere convertir el Kvällspressen en SVT, ¿verdad?

Berit asintió y sonrió.

– Exacto. En pocas semanas te ha dado tiempo a aprender mucho de los entresijos del periódico.

Un camarero se encargó de su exiguo pedido, café y Ramlösa. Se marchó enfadado.

– ¿Va muy mal la campaña electoral de los socialistas? -preguntó Annika.

– Horrible -contestó Berit-. Han oscilado del 54 por ciento que tenían en los sondeos de primavera a estar por debajo del 35 por ciento.

– ¿Es debido al asunto IB o al asunto del puticlub?

– Seguramente a una combinación -repuso Berit.

El vaso y la taza fueron depositados sobre la mesa con un golpe innecesario.

– ¿Recuerdas nuestra conversación sobre el archivo IB? -inquirió Annika cuando el camarero desapareció.

– Claro -dijo Berit-. ¿Por qué?

– Tú creías que el archivo internacional original aún existía. ¿Por qué piensas eso? -interrogó Annika y le dio unos traguitos al agua mineral.

Berit recapacitó antes de responder.

– Por muchas razones. Ya había habido registros de opinión con anterioridad, durante la guerra; se prohibieron cuando terminó y, mucho más tarde, el ministro de Defensa Sven Andersson dijo que el archivo de los años de guerra «había desaparecido». En realidad siempre estuvo en los archivos del Alto Estado Mayor bajo las siglas F/S que se hicieron públicos hace unos años.

– Entonces los socialistas han mentido con anterioridad sobre archivos perdidos -constató Annika.

– En efecto. Y algunos años después, Sven Andersson dijo que el archivo IB se había destruido en 1969. La última noticia es que se quemó en 1973 justo antes de que se destapara el escándalo IB. Pero nunca se registró ninguna destrucción de los archivos, ni del nacional ni del internacional.

– ¿Quieres decir que se documentaban las destrucciones? -preguntó Annika

Berit bebió del café y esbozó una mueca.

– ¡Uh! Esto está recalentado. Bueno, IB formaba parte de la burocracia tradicional sueca. Hay cantidad de papeles suyos en los archivos de los servicios de información del Estado Mayor. Todo se registraba, incluso los informes sobre la destrucción de datos. No hay nada de esto en relación con estos archivos, lo que significa que probablemente aún existan.

– ¿Algo más? -inquirió Annika.

Berit reflexionó.

– Siempre han asegurado que los archivos nacional e internacional se destruyeron al mismo tiempo y que no existían copias. Por lo menos sabemos que una cosa es mentira.

Annika miró a Berit detenidamente.

– ¿Cómo conseguiste que el presidente del parlamento reconociera en el periódico su relación con IB?

Berit se pasó la mano por la frente y suspiró.

– Buen argumento -contestó.

– ¿Me lo puedes contar?

Berit permaneció sentada en silencio un momento, metió dos terrones de azúcar en el café y lo revolvió.

– El presidente siempre ha negado que conociera a Birger Elmér -dijo en voz baja-. Aseguraba que ni siquiera se habían visto. Pero yo sé que no es cierto.

Se calló, Annika esperó.

– En la primavera de 1966 -continuó por fin Berit-, se reunieron Ingvar Carlsson y Birger Elmér en el piso del presidente en Nacka. La mujer del presidente también estuvo presente. Cenaron. Acabaron hablando sobre la esterilidad del matrimonio. Birger Elmér opinó que la pareja debía adoptar un niño, lo cual harían más tarde. Yo le conté esto al presidente y entonces habló…

Annika miró fijamente a Berit.

– ¿Cómo coño supiste eso?

Berit la observó cansada.

– Eso no te lo puedo contar, tú misma lo debes comprender -repuso.

Annika se recostó en la silla. El pensamiento la turbó. ¡Dios mío! Berit debía de tener una fuente en la cúpula más alta del partido.

Permanecieron sentadas en silencio un buen rato, la lluvia retumbaba ahí fuera en la calle.

– ¿Dónde estaban los archivos antes de desaparecer? -preguntó Annika finalmente.

Berit suspiró.

– El archivo nacional estaba en Grevgatan 24 y el archivo internacional en Valhallavägen 56. ¿Por qué lo preguntas?

Annika había sacado papel y bolígrafo y anotaba las direcciones.

– Quizá no fueran los propios socialistas los que se encargaron de que los archivos desaparecieran.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Berit.

Annika no contestó. Berit se cruzó de brazos.

– Muy poca gente sabía de la existencia de los archivos, y menos aún dónde se guardaban.

Annika se inclinó hacia delante.

– La copia del archivo internacional se encontró en la oficina de correos del Alto Estado Mayor, ¿no es así?

– Efectivamente -contestó Berit-. El paquete llegó a la oficina de correos y distribución del Estado Mayor, se registró, se incluyó en el diario y se catalogó. Los papeles no fueron clasificados como secretos.

– ¿Qué día llegaron?

– El 17 de julio.

– ¿De dónde procedían? -preguntó Annika.

– El diario no lo indicaba -dijo Berit-. El remitente era lo que se conoce como látigo: punto, barra, punto, que significa anónimo. Puede proceder de cualquier autoridad.

– Pero ¿por qué una autoridad permanecería anónima en este caso? -preguntó Annika sorprendida.

Berit se encogió de hombros.

– Quizá encontraron los papeles dentro de un armario y luego no desearon cargar con la culpa por haber estado sentados encima de ellos durante tantos años.

Annika exhaló un suspiro, un dead end más.

Permanecieron sentadas en silencio y observaron a los otros clientes. Al fondo del local había unos cuantos hombres con monos azules que tomaban su pizza nocturna y dos mujeres vocingleras con una cerveza cada una.

– ¿Dónde se encontraba exactamente el documento cuando lo leíste? -preguntó Annika.

– Acababa de llegar al archivo -contestó Berit.

Annika esbozó una sonrisa.

– Tienes amigos en todas partes.

Berit correspondió a la sonrisa.

– Una debe llevarse bien con las telefonistas, secretarias, funcionarios y personal de archivos.

Annika apuró el vaso.

– ¿Y no había nada que delatara la procedencia de los documentos?

– No. Fueron entregados en dos grandes sacas.

Annika arqueó las cejas.

– ¿Sacas? ¿Sacas de patatas?

Berit asintió.

– No se me ocurrió pensar dónde habían estado, me concentré en el contenido de los documentos. Fue uno de los mejores soplos de mi vida.

Annika sonrió.

– Comprendo. ¿Cómo eran las sacas?

Berit la observó durante unos segundos.

– Ahora que lo dices, las sacas tenían un texto impreso.

– ¿No viste lo que decía? -preguntó Annika.

Berit cerró los ojos y se pellizcó con el dedo gordo y el índice entre los ojos, suspiró, se pasó la mano por la frente y se chupó los labios.

– ¿Y…? -demandó Annika.

– Pudo ser una valija -apuntó.

Annika no comprendió.

– ¿Qué coño es una valija?

– En la Convención de Viena hay un parágrafo que trata de la inviolabilidad de la comunicación entre un Estado y sus representantes en el extranjero, me parece que es el artículo 27. Eso significa que el correo diplomático se envía en unas valijas especiales que son inmunes a los controles. El correo del gobierno pasa la aduana en las sacas. Pudo ser una de esas sacas.

Annika sintió que el vello se le ponía de punta.

– ¿Cómo pudo llegar al Estado Mayor?

Berit titubeó.

– Una valija sueca nunca llegaría hasta allí. En realidad siempre van desde Asuntos Exteriores a las distintas embajadas y al revés.

– Pero ¿ésta era extranjera?

Berit meneó la cabeza.

– No, me debo de confundir. Una valija sueca es azul con un texto amarillo que dice «diplomatic». Esta era gris con el texto rojo. No pensé en lo que ponía, sólo me interesaba tener una idea del tamaño del archivo, si contenía los papeles originales o copias. Por desgracia no eran los originales…

Permanecieron sentadas en silencio un momento, Annika observó a su antigua compañera.

– ¿Cómo sabes todo esto? Artículos y convenciones…

Berit sonrió.

– A lo largo de mi vida he escrito sobre casi todo. Algunas cosas se quedan.

Annika dejó que su vista resbalara por la ventana.

– Pero ¿podía haber sido una valija extranjera?

– O un saco de patatas -replicó Berit.

– ¿Ves por dónde van los tiros? -preguntó Annika.

– ¿Cuáles? -preguntó Berit sorprendida.

– Te lo contaré cuando esté segura -dijo Annika-. ¡Gracias por ayudarme!

Le dio a Berit un rápido abrazo, abrió el paraguas y se introdujo en el aguacero.

Diecinueve años, cuatro meses y treinta días

Él adivina el abismo como una vertiginosa sensación en la oscuridad, hace equilibrios al borde sin ser consciente del precipicio. Esto se manifiesta en exigencias convulsivas y labios apretados. Me chupa y me succiona hasta que mi clítoris es tan grande como una ciruela, asegura que los chillidos son de placer no de dolor. La hinchazón dura unos días, me escuece cuando me muevo.


Ando a tientas. La oscuridad es enorme. La angustia cuelga como una humedad gris en mi interior, imposible respirar. El llanto habita justo bajo la superficie, siempre presente, inseguro, cada vez más difícil de controlar. La realidad se encoge, se reduce por la presión y el frío.


Mi única fuente de calor propaga al mismo tiempo una crudeza heladora.


Y él dice

que nunca

me dejará marchar.

Miércoles, 5 de septiembre

– Aquí no se puede vivir, coño. No hay agua caliente, ni siquiera un jodido retrete. ¿Cuándo vas a volver a casa?

Sven estaba sentado en la cocina en calzoncillos y comía leche cuajada.

– Ponte algo -dijo Annika y se anudó la bata-. Patricia está durmiendo ahí dentro.

Se dirigió a la cocina y se sirvió café.

– Justo -refunfuñó Sven-. ¿Qué coño hace aquí?

– Necesitaba un sitio donde vivir. Yo tenía un habitación vacía.

– Y esta cocina -replicó Sven- es peligrosísima. Vas a prenderle fuego a toda la casa.

Annika suspiró en silencio.

– Es una cocina de gas, no es más peligrosa que las eléctricas.

– No digas chorradas -le espetó Sven.

Annika no respondió, bebió su café en silencio.

– Escucha -dijo Sven suplicante después de algunos minutos-, deja todo esto y vente a casa conmigo. Ahora ya lo has probado, has visto que no funciona. Tú no eres una periodista peleona, esta ciudad no es para ti.

Se levantó, se puso detrás de su silla y comenzó a darle un masaje en los hombros.

– Pero yo, sin embargo, te quiero -murmuró él, se inclinó y le mordió el lóbulo de la oreja. Sus manos se deslizaron por su cuello y asieron cuidadosamente sus pechos.

Annika se levantó y sirvió el café.

– Aún no voy a volver a casa -dijo cuidadosamente.

Sven la miró inquisitivamente.

– ¿Y tu trabajo? -inquirió él-. Tienes que empezar en el KK después de las elecciones.

Ella respiró profundamente.

– Tengo que irme -anunció-. Hoy tengo mucho que hacer.

Se apresuró a salir de la cocina y vestirse. Sven se situó en la puerta y la estudió mientras ella se ponía los vaqueros y la camiseta.

– ¿Qué haces durante todo el día? -preguntó.

– Investigo una serie de cosas -contestó Annika.

– ¿No estarás viendo a otro?

Annika dejó que los brazos le colgaran en un gesto de abandono.

– Por favor -repuso-. Aun cuando tú piensas que soy una nulidad como periodista hay otros que piensan que soy okey

Él la interrumpió abrazándola.

– Yo no creo, en absoluto, que seas una nulidad -replicó él-. Al contrario. Me cabrea mucho cuando hablan mal de ti en la radio. Yo ya sé lo fantástica que eres.

Se besaron apasionadamente, Sven comenzó a bajarle la cremallera.

– No -dijo Annika y apartó al hombre de su lado-. Tengo que irme si quiero hacer…

Él la acalló con un beso y la tumbó en la cama.


El archivo del Fina Morgontidningen estaba pared con pared de la entrada del Kvällspressen. Annika se apresuró a pasar a través de las puertas con la mirada clavada en el suelo. No deseaba encontrarse a nadie conocido y pasó discretamente por la recepción y entre las estanterías de periódicos. Tres hombres estaban sentados donde los microfilmes, en la mesa grande, ella dejó su bolso en la mesa pequeña.

El número nueve de Folket i Bild Kulturfront de 1973 salió a comienzos de mayo. Cogió el archivador del Morgontidningen de abril de ese mismo año y comenzó a hojear. Esto era una idea peregrina, tenía que reconocérselo a sí misma. Arrancó el apunte del cuaderno y lo puso frente a ella:

Archivo nacional, Gravgatan 24.

Archivo internacional, Valhallavägen 56.

Las hojas del periódico estaban amarillentas y rasgadas por algunas partes. El texto era diminuto y difícil de leer, no tenía más de siete puntos. La edición era embrollada y dispersa. Los anuncios de moda la hicieron reír, la gente de principios de los setenta parecía ridícula.

Pero el contenido de los artículos le resultó increíblemente familiar. Millones de personas estaban amenazadas de hambruna en África, a los jóvenes les costaba adaptarse al mercado laboral, Lasse Hallström había hecho una nueva película para televisión que se titulaba: ¿Vamos a tu casa, a la mía o cada uno a la suya?

Por lo visto también se celebraba el campeonato del mundo de hockey sobre hielo, Olof Palme había pronunciado un discurso en Kungälv. La guerra del día se combatía en Vietnam y Camboya, el escándalo del Watergate comenzaba a desmadejarse en Washington. Suspiró. Ni una línea sobre lo que buscaba.

Cambió de archivador, del 16-30 abril al 1-15 abril.

El lunes 2 de abril era un día como otro cualquiera. El fin de semana anterior la guerrilla de Camboya había mantenido intensos combates con las tropas gubernamentales en Phnom Penh. Un abogado danés llamado Mogens Glistrup había alcanzado notoriedad con un nuevo partido de sólo un hombre llamado Partido del Progreso. John Mitchell, el anterior ministro de Defensa estadounidense, había accedido a ser interrogado por una comisión del Senado. Y en la página 17 debajo de todo a la izquierda, junto a la noticia «Impresionante aurora boreal sobre Estocolmo», rezaba:

«Extraño robo en unas oficinas».

El pulso de Annika aumentó, se desbocó hasta que pareció llenar la habitación.

Según el corto texto, unas oficinas en Grevgatan 24 habían sido registradas durante el fin de semana, seguramente la noche del domingo. Lo extraño era que no faltaba nada. Todo el material de oficina estaba en su sitio, pero los armarios y cajones estaban revueltos.

Yo sé lo que robaron, pensó. ¡Dios mío, sé lo que desapareció!

La segunda noticia la encontró en el suplemento 2, arriba a la izquierda en la página 34. Habían allanado una oficina en Valhallavägen 56. La noticia era escueta, comprimida entre una foto de Carl Gustaf, el príncipe heredero, que había pescado una trucha salmonada en Mörrumsån y un artículo sobre el cierre de la fábrica Gullfiber AJ3 en Billesholm.

Al parecer, ningún redactor del periódico había visto la relación entre los dos robos, quizá ni siquiera la policía.

Copió los dos artículos y volvió a colocar los archivadores en la estantería.

Voy por buen camino, pensó.

Luego cogió el 62 hasta Hantverkargatan.


Sven se había marchado, Patricia aún dormía. Ella se sentó en el salón con el cuaderno y el teléfono.

¿Qué áreas de responsabilidad tiene el ministro de Comercio Exterior?, escribió y suspiró.

Comercio y exportación, pensó. Promover el comercio con otros países. ¿Qué autoridad podría pagar estos viajes?

La Comisión de Exportación, escribió.

¿Qué exporta Suecia en realidad? Coches. Bosque. Papel. Mineral de hierro. Electricidad. ¿Quizá energía atómica?

El Consejo Superior de Energía Atómica, escribió.

¿Más? Medicinas.

Sanidad, anotó.

Productos electrónicos. Armas.

¿Armas? Sí, la exportación de armamento entraba dentro de las atribuciones de Comercio Exterior.

El Inspector de Material Bélico, escribió y a continuación estudió la lista. Esas eran las exportaciones que se le ocurrían, debía de haber muchas más que no conocía.

No vale la pena especular más, pensó, y marcó el número de la Comisión de Exportación.

El jefe de información no estaba y una mujer se hizo cargo de la llamada.

– No pertenecemos a la administración. Aquí no facilitamos ningún documento -dijo secamente.

– ¿Está segura de eso? -repuso Annika-. ¿Podría decirle al jefe de información que me llamara cuando regrese?

Dio su nombre y número.

– Se lo notificaré, pero la respuesta será la misma -contestó la dama, enfadada.

Gilipollas, pensó Annika.

A continuación, buscó el Consejo Superior de Energía Atómica, advirtió que se encontraba en Klarabergsviadukten 90. Estaba cerrado hasta las 12.30. No encontró a ningún Inspector de Material Bélico en la guía, así que llamó a información.

– Han cambiado el nombre por Inspección de Productos Estratégicos -informó la telefonista de Telia.

El registrador de Sanidad estaba almorzando. Annika carraspeó, dejó el bolígrafo y se recostó en el sofá.

Lo mejor sería comer algo.


Klarabergsviadukten 90 era un complejo de cristal relativamente nuevo junto al puente de Kungsholm. Annika se paró frente a la puerta y leyó la lista de empresas: grupo Amu, Departamento de Protección de la Naturaleza, Consejo Superior de Energía Atómica, Inspección de Productos Estratégicos-IPE.

Aquí puedo matar dos pájaros de un tiro, pensó Annika.

Llamó al Consejo Superior de Energía Atómica pero no obtuvo respuesta. En cambio, llamó al timbre del nuevo Inspector de Material Bélico.

– Edificio A, quinto piso -dijo una voz vacilante por el intercomunicador.

Salió del ascensor en el quinto piso y se encontró con múltiples copias de sí misma, el rellano era una sala de espejos de acero pulido. Sólo había una puerta, la de IPE. Llamó al timbre.

– ¿A quién deseas ver?

La mujer rubia que abrió la puerta era amable pero circunspecta.

Annika miró a su alrededor. La oficina parecía pequeña e íntima, el pasillo se extendía hacia ambos lados. No había ninguna recepción, al parecer, la mujer que abrió la puerta se sentaba en la oficina contigua.

– Me llamó Annika Bengtzon -dijo nerviosa-. Desearía consultar unos documentos públicos.

La mujer rubia pareció inquietarse.

– El noventa por ciento de nuestros archivos son secretos -dijo disculpándose-. Puedes hacer una solicitud y estudiaremos si podemos entregarte el documento en cuestión.

Annika suspiró en silencio. Seguro. Debería de haber pensado en eso.

– ¿Hay algún registrador aquí? -preguntó.

– Por supuesto -contestó la mujer y señaló hacia el pasillo-. Su oficina está allí, la penúltima puerta.

– Pero el archivo no estará aquí -apuntó Annika y se dispuso a marcharse.

– Sí, está aquí -replicó la mujer.

Annika se detuvo.

– ¿Entonces las facturas de viaje de hace cinco o seis semanas las tenéis aquí?

– Sí, pero no en el archivo. Soy yo quien se ocupa de estas facturas. Las guardo hasta el momento de hacer el balance. Soy la encargada de hacer las reservas de los viajes, que en realidad son muchos. IPE participa en numerosos congresos internacionales.

Annika observó a la mujer detenidamente.

– ¿Las facturas de viajes son secretas?

– No -contestó la mujer-. Forman parte del diez por ciento de documentos públicos.

– ¿Con qué frecuencia participan ministros en estos congresos?

– Si un ministro participa por parte de la Inspección, generalmente es Asuntos Exteriores quien se hace cargo de los gastos.

– ¿Y si es el ministro de Comercio Exterior?

– Bueno, entonces Asuntos Exteriores se ocupa de la factura.

– Pero éste depende del Ministerio de Industria desde el punto de vista organizativo.

– Ah, entonces la factura debería llegar aquí.

– ¿Siempre es así? -preguntó Annika.

De pronto la mujer se volvió recelosa.

– Quizá no siempre -replicó.

Annika la observó.

– Quisiera saber si tienes una factura de Christer Lundgren del 27, 28 de julio del año en curso.

La mujer observó a Annika detenidamente.

– Sí, la tengo.

Annika parpadeó.

– Perfecto. ¿La puedo ver?

La mujer se chupó los labios.

– Primero debo hablar con mi jefe -respondió y retrocedió hacia su despacho.

– ¿Por qué? -inquirió Annika-. Dijiste que las facturas de viajes eran documentos públicos.

– Bueno, pero éste es algo especial.

Annika podía oírse el pulso retumbar en los oídos.

– ¿Por qué?

La mujer dudó.

– Cuando llega la factura de un ministro, especialmente cuando no se espera, la sorpresa es mayúscula. Es muy extraño.

– ¿Qué hiciste? -preguntó Annika.

– Se la enseñé a mi jefe. Él llamó a algún ministerio y le dieron la autorización. La aboné hace un par de semanas.

Annika tenía la boca completamente seca.

– ¿Me puedes dar una copia de la factura y de los billetes?

– Primero tengo que preguntárselo a mi jefe -respondió la mujer y desapareció a otro despacho.

Salió al cabo de un rato y se dirigió hacia el fondo del pasillo. Treinta segundos más tarde le entregó a Annika unas fotocopias.

– Aquí tienes -dijo y esbozó una sonrisa.

A Annika le temblaban los dedos cuando recibió el documento.

– ¿Dónde estuvo? -inquirió y hojeó los papeles.

– Voló con Estonian Air a Tallin la noche del 27 y alquiló un avión privado para regresar por la noche, aterrizó en Barkarby. El avión privado era estonio. ¿Deseas la suma de la cantidad en coronas suecas?

– No, gracias, no es necesario -respondió Annika.

Miró fijamente las copias de los recibos de las tarjetas de crédito que tenía frente a ella. Habían llegado a la Inspección el lunes 30 de julio. El ministro alquiló el avión con la Eurocard del gobierno. Annika esperaba encontrar la misma firma desordenada que en el recibo de Studio Sex, pero ésta era redonda e infantil.

– Muchísimas gracias -dijo Annika y sonrió a la mujer-. No sabes lo mucho que esto significa para mí.

– De nada -repuso la mujer.


Sus pies resonaban contra el asfalto casi sin tocarlo, rebotaban sobre las cámaras de aire de las zapatillas y la lanzaban hacia arriba junto a sus entrecortadas carcajadas.

¡El jodido agarrado no pudo esperar a que alguien pagara sus gastos!

Casi parecía levitar mientras regresaba a Hantverkargatan. ¡Tenía razón! El ministro había estado en otra parte y no deseaba que se supiera.

Cabrón, pensó. ¡Está quemado!

El teléfono sonaba cuando abrió la puerta de la casa, se lanzó sobre él y respondió jadeando.

– Hola, soy el jefe de información de la Comisión de Exportación -dijo un hombre con una pronunciación bien clara-. Al parecer deseabas tener acceso a unos documentos.

Annika se dejó caer sobre el sofá con el abrigo y el bolso colgando del hombro.

– Me han informado de que la Comisión Superior de Exportación no pertenece ahora a la administración y que no es posible tener acceso.

– Sí que lo es, tienes que hacer una petición por escrito, luego la registramos y comprobamos si el documento se puede entregar. Aunque muchos son confidenciales.

Vaya, pensó. Ahora sí se puede.

– Muchísimas gracias por llamar -dijo Annika fatigada.

La señora de la Comisión con la que había hablado primero no tenía ni idea, pero Annika no tenía fuerzas para irritarse por la estupidez de los funcionarios. Muchos aún no sabían que el principio de acceso del pueblo a los documentos públicos era una parte del derecho de libertad de prensa de la Constitución. Todos los documentos públicos debían ser entregados inmediatamente si alguien los solicitaba, a no ser que fueran confidenciales.

Una tenía que hacer de todo, pensó Annika, si quería que las cosas salieran bien.

Se levantó y colgó el abrigo y el bolso, luego llamó a la empresa Cherry para informarse de cuándo podía empezar a trabajar.

– Estamos completos -informó el jefe de personal-. Llama en primavera.

La realidad la alcanzó como un ladrillazo en la nuca. Colgó el auricular y exhaló un suspiro. ¿Qué podía hacer?

Se puso de pie inquieta, bebió agua en la cocina y miró en el cuarto de Patricia. La mujer dormía profundamente con la boca abierta. Annika se la quedó mirando un rato.

Patricia sabe mucho más de lo que me ha contado, pensó. Es una estupidez que la policía no sepa dónde está.

Cerró la puerta con cuidado y se dirigió de nuevo al teléfono. Q estaba en su oficina.

– Claro que me acuerdo de ti -dijo él-. Tú eras la que investigaba sobre Josefin Liljeberg.

– Entonces trabajaba como periodista -repuso Annika-. Ahora lo he dejado.

– Vaya -contestó el policía, divertido-. ¿Por qué me llamas?

– Sé dónde vive Patricia.

– ¿Quién?

Ella se sintió como una imbécil.

– La compañera de piso de Josefin.

– ¡Ah, ya caigo! ¿Dónde vive?

– En mi casa. Compartimos apartamento.

– Ya he oído eso antes -dijo el policía-. Ten cuidado.

– No digas tonterías -replicó Annika-. Me gustaría saber cómo va la investigación.

Él rió.

– Vaya.

– Sé que el ministro estuvo aquella noche en Tallin -dijo ella-. ¿Por qué no quiere que eso se sepa?

La risa del policía cesó.

– Eres la hostia investigando cosas. ¿Cómo lo descubriste?

– Seguro que vosotros lo sabíais desde el principio.

– Sí, claro. Sabemos muchas cosas que no filtramos a la prensa.

– ¿Sabéis lo que estuvo haciendo allí?

El policía dudó un instante.

– En realidad, no. Eso no formaba parte de la investigación.

– ¿No has pensado en ello? -preguntó Annika.

– No mucho -contestó el policía-. Me imagino que en una reunión política.

– ¿Un viernes por la noche?

Permanecieron en silencio.

– A mí no me interesa lo que hizo el ministro -replicó el policía-. Solo me incumbe el asesino.

– ¿Y no es Christer Lundgren?

– No.

– El asesinato está policialmente resuelto, ¿verdad? -inquirió Annika.

Q resopló.

– Gracias por contarme lo de Patricia. No es que la echemos de menos, pero nunca se sabe.

– ¿No me puedes contar nada de la investigación? -preguntó Annika suplicando.

– Entonces deberías tener algo más que darme. Ahora tengo cosas que hacer…

Colgaron. Annika se dejó caer de espaldas sobre el sofá y cerró los ojos Tenía unas cuantas cosas en las que pensar.


– ¿Tienes un momento?

Anders Schyman levantó la vista, Berit Hamrin asomaba su cabeza por la puerta.

– Claro -contestó el director y cerró el documento que tenía en la pantalla-. Pasa.

Berit cerró la puerta cuidadosamente tras de sí y se sentó en el nuevo sofá de cuero.

– ¿Cómo van las cosas? -preguntó Berit.

– Más o menos -repuso Schyman-. Sabes que es difícil maniobrar con este acorazado.

Berit sonrió.

– No cambia de curso con facilidad -dijo ella-. Pero quiero que sepas que a mí me parece que haces lo correcto. Son necesarios los pasos que estás dando hacia una evaluación y una mayor toma de conciencia.

El hombre suspiró levemente.

– Está bien que alguien piense como yo -apuntó él-. Hay veces en las que creo que nadie más lo hace.

Berit se restregó las manos.

– Bueno -dijo-, he estado pensando en la situación de la redacción de sucesos. Tenemos una plaza libre después del traslado de Sjölander a nacional. ¿Se va a cubrir?

Schyman se volvió hacia la estantería y sacó un archivador, lo hojeó y meditó.

– No -repuso a continuación-. El consejo de redacción ha decidido que Sjölander se quede en la redacción de nacional, sucesos tendrá que funcionar contigo y los otros dos. El presidente desea que por el momento mantengamos un perfil discreto con los sucesos. Está conmocionado después de la crítica de Studio sex.

Berit se mordió el labio.

– Me parece que está equivocado -apuntó Berit cuidadosamente-. No creo que frenando salgamos de esta crisis. Creo que deberíamos acelerar. Reivindicarnos, trabajar de verdad pero meditando bien lo que hacemos. Por desgracia, eso es imposible con el personal con el que contamos en la actualidad.

Anders Schyman asintió.

– Estoy de acuerdo contigo. Pero, tal y como están las cosas ahora mismo, no tengo ninguna posibilidad de realizar una apuesta así. Eso implica, como bien has dicho, tanto una reestructuración como nuevos puestos de trabajo.

– Respecto a eso, tengo una proposición -apuntó Berit, y el director sonrió.

– Ya me imagino -repuso él.

Berit se impacientó.

– Annika Bengtzon es una joven muy despierta. Le da la vuelta a las cosas, piensa de una forma completamente distinta. A veces es algo impulsiva, pero eso se puede corregir. Creo que deberíamos contratarla.

El director agitó los brazos.

– Lo siento -dijo-, pero por ahora está completamente quemada como reportera de sucesos. Al presidente le da un ataque con sólo oírla nombrar. Yo estaba a su favor cuando se contrató a Carl Wennergren y esto estuvo a punto de costarme el puesto, Jansson me apoyó, pero el resto de los jefes de la redacción pensó que había que echarla dándole una patada en el culo.

– Eso fue lo que hicisteis -replicó Berit con acritud.

Schyman se encogió de hombros

– Sí -repuso él-, pero eso no la mató. Hablé con ella antes de que se marchara, estaba enfadada pero serena.

Berit se levantó.

– Estuve con ella ayer por la noche. La chica tiene algo entre manos. Está investigando algo relacionado con IB, no sé exactamente qué.

– Puede mandarnos el material como colaboradora -indicó Anders Schyman.

Berit sonrió.

– Se lo diré, si la veo.


Patricia llamó a la puerta del dormitorio de Annika.

– Perdona -dijo Patricia-, pero no hay nada en casa y hoy te toca comprar a ti.

Annika dejó el libro y levantó la mirada.

– ¡Uf! No tengo un duro.

Patricia cruzó los brazos por encima del pecho.

– Entonces tendrás que conseguir un trabajo.

Annika se levantó, se dirigieron a la cocina. La nevera estaba en efecto prácticamente vacía, con sólo una lata de sardinas.

– ¡Qué mierda! -exclamó Annika-. He llamado a la empresa Cherry pero no tienen nada hasta primavera.

– ¿Has mirado el periódico del INEM? -preguntó Patricia.

– ¿La gaceta del terror? No.

– Quizá haya algún trabajo de periodista.

– Ya no soy periodista -contestó Annika secamente, se sirvió un vaso de agua y se sentó a la mesa.

– Entonces coge el trabajo del club -dijo Patricia y se dejó caer en la silla de enfrente-. Necesitamos una crupier.

– Joder, yo no puedo trabajar en un puticlub -replicó Annika y bebió del vaso.

Patricia arqueó las cejas y miró a Annika desdeñosamente.

– ¿Así que tú eres mucho más fina que Josefin y que yo? ¿Este trabajo no es bueno para ti?

Annika sintió cómo se le encendían las mejillas.

– No quería decir eso.

Patricia se inclinó hacia delante.

– Nosotras no somos putas. Ni siquiera vamos desnudas. Yo llevo un biquini rojo, es muy bonito. Tú tienes unos pechos grandes, podrías usar el de Josefin. Es azul.

Annika sintió que las mejillas se le encendían aún más.

– ¿No bromeas? -preguntó.

Patricia se rió.

– No es para tanto. Pero tengo que hablar con Joachim, yo no decido nada en el club. ¿Quieres que lo haga?

Annika dudó.

Esta era la oportunidad de ver en qué trabajaba Josefin, pensó. Podré conocer a su novio y jefe. Llevaré puesto su sujetador y sus bragas.

Este último pensamiento le hizo sentir un cosquilleo en la vulva, una sensación que la llenó de excitación y vergüenza.

Asintió.

– Okey -dijo Patricia-. Si estás durmiendo cuando llegue a casa dejaré una nota en la mesa.

A continuación se marchó a trabajar.

Annika permaneció sentada a la mesa de la cocina un buen rato.

Diecinueve años, cinco meses y dos días

El conocimiento nunca está de rebajas. Las experiencias nunca se regalan. En el momento de la compra el precio siempre parece muy caro, impagable. Sin embargo, ahí estamos con nuestras tarjetas de crédito, nos identificamos y endeudamos nuestra paz de espíritu por muchos años.

Poco a poco, cuando la cuenta vuelve a estar en orden y las letras abonadas, pensamos que valió la pena. Ese es mi consuelo hoy en día, pues hoy me he decidido. He comprendido lo que tengo que hacer. He tirado de la tarjeta de plástico y he recuperado mi alma.


Ayer faltó poco. Apenas recuerdo la razón, era algo que él no encontraba y aseguraba que yo lo había tirado. No era cierto, por supuesto, y él lo sabía.


Sé lo que tengo que hacer. La espalda contra la pared. Tengo que enfrentarme a él, y sé que me resultará caro.


Pues él dice

que nunca

me dejará marchar.

Jueves, 6 de septiembre

La nota yacía plegada sobre la mesa de la cocina, el texto se componía de dos letras. «OK».

Annika se estremeció y tragó saliva, se apresuró a tirar el papel. Sven entró en la cocina, desnudo y con los pelos de punta. Annika se vio obligada a sonreír.

– Pareces un niño pequeño -dijo ella.

Él la besó ligeramente.

– ¿Hay alguna pista por los alrededores?

– Ninguna pista iluminada, pero hay caminos por todo Kungsholmen, por allí se puede correr.

– Tonto el último -dijo Sven y salió corriendo hacia el recibidor para coger la ropa deportiva.

Corrieron juntos todo el camino, Sven ganó, por supuesto, pero Annika no quedó muy rezagada. Luego hicieron el amor en la ducha del edificio exterior, decididos y en silencio para que no resonase en todo el patio.

Una vez en el piso Annika preparó café.

– El entrenamiento comienza la semana que viene -anunció Sven. Annika sirvió la bebida en las tazas y se sentó en una silla frente a él.

– Me voy a quedar aquí algún tiempo -señaló ella.

Sven se revolvió en su asiento.

– He estado pensando una cosa -dijo-. ¿No te parece una tontería que tengamos cada uno un piso en Hälleforsnäs? Podríamos alquilar uno de cuatro habitaciones o comprar una casa.

Annika se levantó y abrió la nevera, estaba igual de vacía que la noche anterior.

– ¿Podrías comprar algo? -preguntó ella-. Hay una tienda de Ica en la plaza.

– No escuchas lo que digo -repuso Sven.

Ella se sentó y resopló.

– Sí -dijo ella-, pero tú no me escuchas a mí. Voy a vivir aquí un tiempo.

El hombre miró fijamente su taza de café.

– ¿Cuánto?

Annika respiró lentamente unos segundos.

– No lo sé -respondió ella-. Por lo menos unas semanas.

– ¿Y tu trabajo?

– Estoy de baja.

Sven se inclinó sobre la mesa y posó su mano sobre la de ella.

– Te echo de menos -dijo él.

Ella soltó apresuradamente sus dedos, se levantó y sacó las latas vacías de la despensa.

– Si no compras lo tendré que hacer yo -apuntó ella.

Sven se puso de pie.

– ¡Joder! Tú no escuchas lo que digo -exclamó él-. Quiero vivir contigo. Quiero casarme contigo. Quiero tener hijos.

Annika sintió cómo sus manos se hundían, observó los envases de aluminio.

– Sven -dijo ella-, no estoy preparada.

Él agitó los brazos.

– ¿A qué estás esperando? Yo ya te he dicho que lo deseo.

Levantó la vista hacia él, luchó por mantener la calma.

– Sólo te estoy diciendo que primero quiero terminar un proyecto aquí. Estoy haciendo una cosa y puede tomarme algún tiempo.

Sven se acercó a ella un paso más.

– Y yo digo que quiero que vengas a casa. Ahora. Hoy.

Annika introdujo la última lata de Coca-Cola en una bolsa, los restos del fondo salpicaron el suelo.

– Ahora tú eres el sordo -dijo ella y salió de la cocina. Se vistió y bajó al supermercado de Kungsholmstorg. En realidad le disgustaba la tienda: era estrecha, desordenada y pretenciosa. El surtido estaba dominado por pequeñas y caras exquisiteces en bonitos envases, múltiples clases de ajos marinados y ningún tapón para el fregadero. El personal la miró disgustado cuando entró con la bolsa de latas y botellas de plástico. A ella le importó una mierda, el dinero que conseguía por devolver los envases llegaba para un bollo y un cartón de huevos.

El apartamento estaba en silencio y vacío cuando regresó, Sven se había marchado.

Encontró una botella de aceite y una lata de champiñones en la despensa, batió tres huevos y se hizo una buena tortilla. Miró fijamente hacia la casa del patio mientras comía, luego se tumbó en la cama con la vista en el techo.


Patricia abrió la puerta de Studio Sex con llave y clave.

– Dentro de poco tendrás una -le dijo por encima del hombro.

Annika asintió y notó su corazón acelerado. Se arrepentía tanto de lo que estaba haciendo que todo su cuerpo se lo gritaba.

Tras la puerta la oscuridad tenía un tono rojizo, una escalera de caracol conducía hacia la luz.

– Ten cuidado -anunció Patricia-. Más de un cliente ha estado a punto de matarse.

Annika se agarró al pasamanos con fuerza mientras descendía lentamente al mundo subterráneo.

El lodo pornográfico, pensó. Así es. Vergüenza y esperanza, curiosidad y asco.

A la entrada del recibidor se encontraba la mesa de la ruleta, este hallazgo la llenó de tranquilidad y seguridad. Unos cuantos sillones de cuero, una mesa redonda y a la derecha una mesita con teléfono y caja registradora.

– Esta es la entrada -informó Patricia-. Sanna se encarga de esto.

Annika dejó que la mirada vagara por las paredes blanqueadas, ligeramente sucias. El suelo de parqué estaba cubierto de alfombras orientales, copias baratas de Ikea. Del techo colgaba una lámpara roja con una bombilla de pocos vatios, la luz apenas conseguía traspasar la pantalla.

Detrás de la mesita se veían dos puertas disimuladas.

– Allí están el vestuario y la oficina -indicó Patricia señalando con un movimiento de cabeza-. Comencemos por cambiarnos. Te he lavado el biquini de Jossie.

Annika respiró hondo y espantó la sensación de excitación morbosa. Patricia entró, prendió el interruptor y la fría luz azulada del tubo fluorescente llenó la habitación.

– Esta es mi taquilla -señaló Patricia-. Tú puedes coger la número catorce.

Annika colocó su bolso tras la puerta de chapa.

– No tiene cerradura -dijo y le dio gracias a Dios por haber sacado del bolso cualquier cosa que pudiera identificarla.

– Joachim dice que no las necesitamos -informó Patricia-. Toma. Me parece que te valdrá.

La mujer le alargó un sujetador de lentejuelas azul cielo y un par de tangas minúsculos. Annika los cogió, le pareció que el tejido ardía, se dio la vuelta y se desvistió.

– Tenemos baile, bar y cabinas privadas -comunicó Patricia y sacó de su armario una bolsa de plástico con productos de maquillaje-. Yo me ocupo del bar y apenas poso. Jossie sobre todo bailaba, Joachim no la dejaba posar. Se ponía muy celoso.

Patricia se abrochó su sujetador de lentejuelas rojo por la espalda, Annika vio cómo enrollaba sus calcetines y los introducía en las copas.

– A Joachim le parecen muy pequeñas -explicó ella y cerró la puerta de su taquilla-. Toma, ponte estos zapatos.

Annika tuvo problemas al ponerse el sujetador, casi nunca lo usaba.

– ¿Todas llevan un biquini así? -preguntó.

– No -contestó Patricia y comenzó a maquillarse-. Casi todas van desnudas, excepto cuando bailan. Entonces tienen que llevar un tanga, las actuaciones en público sin ropa están prohibidas en Suecia.

Annika suspiró, se agachó y se abrochó las altísimas sandalias de tacón de aguja.

– ¿Qué clase de hombres vienen por aquí?

Patricia se rizó las pestañas.

– De todo tipo -repuso-, y todos tienen dinero. Suelo mirar los recibos, por pasar el rato. Son abogados, vendedores de coches, directores, políticos, policías o viejos que trabajan en lavanderías, constructoras, agencias de publicidad, medios de comunicación…

Annika se quedó de piedra. Dios mío -pensó-, imagina que viniera algún conocido. Se pasó la lengua por los labios.

– ¿Vienen muchos famosos?

Patricia le alargó la bolsa de plástico con el maquillaje.

– Toma. Ponte mucho. Sí, vienen algunos famosos. Uno de los clientes habituales es un viejo famoso de televisión. Va siempre vestido con ropa de mujer y se encierra en un cuarto privado con dos chicas. La semana pasada Joachim comprobó que, hasta el momento, el viejo de la televisión se ha gastado 260.000 coronas en cuarenta y nueve visitas.

Annika arqueó las cejas, recordó a «Escalofríos».

– ¿Cómo puede permitírselo?

– ¿No creerás que lo paga de su bolsillo?

Patricia cogió un llavero de la mesa de maquillaje.

– Joachim llegará más tarde. Date prisa y así te enseño el local y te explico los precios antes de que lleguen las chicas. Tendrás que hablar con él sobre cómo utilizar la ruleta.

Permaneció parada junto a la puerta, Annika se apresuró a ponerse mucha sombra de ojos verde oscuro, colorete y perfilador. Al salir del vestuario pasó por delante de un gran espejo y captó un rápido reflejo de sí misma de cuerpo entero. Parecía una puta de Las Vegas.

– La entrada cuesta seiscientas coronas -explicó Patricia-. El cliente puede pagar directamente un cuarto privado en la entrada, entonces cuesta mil doscientas coronas y la entrada es gratis. Luego en el bar puede elegir a la chica que le guste.

Annika se quedó estupefacta.

– Quieres decir que… esto es un burdel.

Patricia se rió.

– Claro que no. Las chicas pueden tocar al cliente y darle masajes, pero nunca en la polla. Los viejos se pueden satisfacer a sí mismos mientras la chica posa a dos metros de distancia.

– ¿Cómo coño puede alguien pagar mil doscientas coronas por masturbarse? -inquirió Annika sinceramente sorprendida.

Patricia se encogió de hombros.

– No me lo preguntes a mí -contestó-. Paso de todos ellos. Yo estoy muy ocupada en el bar. Aquí está el despacho.

Patricia abrió la puerta con una llave del llavero. La habitación era igual de grande que el vestuario, el mobiliario estaba compuesto por los tradicionales muebles de oficina, una fotocopiadora y una caja fuerte.

– La puerta se puede quedar abierta -indicó Patricia-. Tengo que transcribir las cifras del bar del mes de agosto, Joachim sólo tendrá los libros aquí hasta el sábado.

Fueron a la sala de striptease, Annika contuvo el aliento inconscientemente. Las paredes y el techo estaban pintados de negro y el suelo recubierto de una moqueta rojo oscuro. Los muebles eran negros y cromados de los años ochenta y despedían un olor a barato. A lo largo de la pared izquierda se extendía una larga barra de bar, en la pared de la derecha había unas puertas pintadas de negro que conducían a los cuartos privados. Al fondo se encontraba un pequeño escenario con una barra de cromo reluciente que iba del suelo al techo y le daba al estrado un aire a cuartel de bomberos. La habitación no tenía ventanas, el bajo techo estaba sujeto por columnas de hormigón pintadas de negro, lo que reforzaba una sensación de bunker.

– ¿Qué es esto en realidad? -preguntó Annika-. ¿Un antiguo garaje?

– Creo que sí -contestó Patricia y se colocó tras la barra-. Lavado y reparaciones. Joachim ha instalado una bañera de presión en el foso.

Colocó varias botellas sobre la barra.

– Mira -indicó-. Champaña sin alcohol, mil seiscientas coronas. Las chicas se quedan con el veinticinco por ciento de las dos primeras botellas, por la tercera se quedan con el cincuenta.

Annika parpadeó con sus rígidas pestañas.

– Increíble -exclamó.

Patricia miró hacia el escenario.

– Jossie era sensacional vendiendo -relató-. Era la más guapa de todas las chicas de aquí. Bebía champaña con los clientes durante toda la noche, pero nunca entraba en los cuartos privados. No obstante, los viejos pagaban, era tan guapa…

Los ojos de Patricia brillaron de emoción, se apresuró a recoger las botellas de champaña.

– Josefin debía de ser muy rica -apuntó Annika.

– Apenas -repuso Patricia-. Joachim se quedaba con el dinero, como pago por su operación de pechos. Esa era la razón de que siguiera aquí. Además sólo trabajaba los fines de semana, los otros días se ocupaba de la escuela.

– ¿Joachim también se queda con el dinero de las otras chicas?

– No, claro que no. Todas las chicas están aquí por el dinero. Ganan mucho, más de diez mil por noche, sin impuestos.

Los ojos de Annika parpadearon.

– ¿Qué dice Hacienda de eso?

Patricia suspiró.

– No tengo ni idea, Joachim y Sanna se encargan de las finanzas.

– Pero si tú registras el dinero del bar en el libro de contabilidad, entonces tendréis que pagar impuestos.

Patricia se irritó.

– Como comprenderás hay libros distintos. ¿Vamos a la ruleta?

Annika dudó.

– ¿Entonces yo? ¿Qué voy a ganar?

Patricia arrugó la frente y se dirigió hacia la entrada.

– No sé lo que habrá pensado Joachim -repuso.

Annika le dio la espalda al oscuro y horrible local. Se balanceó sobre sus zapatos, el tacón se hundió en la moqueta sintética y levantó un polvillo rojo oscuro.

La mesa de la ruleta estaba gastada, el tapete verde tenía marcas de quemaduras y ceniza. La zona de juego, tan real con sus números y sus cuadrados, hizo que desapareciera su inseguridad.

– Hay que cepillar el tapete -indicó Annika e inspeccionó la mesa de juego.

Mientras Patricia buscaba los instrumentos, Annika dejó que su mano se deslizara por el borde de la mesa. Esto podía hacerlo, no era peligroso. Ella no estaba en la propia sala de sexo, aquella entrada no se diferencia mucho del vestíbulo del Stadshotel de Katrineholm.

Patricia le enseñó dónde estaban los utensilios, Annika cepilló la mesa y recogió las fichas.

– ¿Por qué son de distintos colores? -preguntó Patricia.

– Para diferenciar a los jugadores -explicó Annika y apiló las fichas alrededor de la ruleta, veinte en cada pila-. ¿Dónde está la bola?

– Hay dos, una grande y otra pequeña -dijo Patricia y sacó una caja de cartón-. No sé cuál es la correcta.

Annika sonrió y sopesó las bolas en sus manos. El movimiento le resultó familiar, le dio fuerzas.

– Giran con distinta velocidad. Yo prefiero la grande.

Hizo girar la ruleta en el sentido contrario a las agujas del reloj, tomó la bola grande entre el corazón y el pulgar, la soltó contra el canal de la ruleta, lanzándola en sentido contrario. Patricia se quedó boquiabierta.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó.

– Se debe al giro de la muñeca -explicó Annika-. La bola tiene que dar por lo menos siete vueltas, si no el lanzamiento es inválido. Yo suelo hacer una media de once.

La bola redujo velocidad y se desplomó en el número 19. Annika se inclinó sobre la ruleta.

– Cuando lance de nuevo la bola tengo que hacerlo desde el número en el que la he cogido.

– ¿Por qué? -inquirió Patricia.

– Para impedir las trampas.

– ¿Cuáles son los premios?

Annika le explicó por encima lo que pleno, caballo, transversal, cuadro y otras apuestas significaban y el valor de las combinaciones vecino y seisena. Todas las apuestas tenían diferentes premios.

Patricia se llevó las manos a la cabeza.

– ¿Cómo se puede calcular el premio?

– Se hace bastante rápido -reconoció Annika-. Al principio es más fácil si se te da bien sumar mentalmente, pero pronto se aprenden las diferentes combinaciones.

Le mostró cómo contaba la ganancia, veinte fichas en cada pila, las partía por la mitad, dejaba que los dedos se deslizaran por el borde de forma que el resto de las fichas siguieran. Patricia observaba fascinada el rápido movimiento de dedos de Annika.

– ¡Joder, qué chulada! -exclamó-. Quizá la ruleta sea algo para mí.

Annika se rió y lanzó la bola.

En ese mismo instante llegaron las otras chicas.


Sanna, la relaciones públicas, estaba completamente desnuda junto a su atril cuando los clientes comenzaron a llegar. Sonreía y bromeaba, flirteaba e incitaba, les decía a los hombres lo calientes que se pondrían. Annika reconoció su voz como la del contestador automático. Una vez que Sanna les hubo cobrado, los clientes dirigieron sus miradas hacia Annika y la alcanzaron como flechas, le produjeron la sensación de que el sujetador se encogía y el pecho se le veía más. Bajó la vista, miró fijamente las quemaduras del tapete, y se obligó a no cubrirse con las manos. Nadie estaba interesado en jugar a la ruleta.

– Tienes que coquetear -le dijo Sanna fríamente después de que un grupo de ejecutivos italianos entrara en la sala de striptease-. Tienes que ser un poco más sexy, coño.

Annika se sintió avergonzada.

– No soy muy buena haciendo esto -respondió con una voz demasiado clara.

– Entonces tendrás que aprender. No sirve de nada tenerte ahí parada si no haces dinero.

Los ojos de Annika brillaron.

– La mesa está aquí de cualquier manera -replicó-. ¿Te molesta que yo esté? ¿Quieres que pague por respirar?

La carcajada de un hombre desde la escalera de caracol las hizo callar.

– Me parece que tenemos dos gatas salvajes en la misma jaula -dijo el hombre que bajaba lentamente por la escalera.

Annika supo inmediatamente que era Joachim, pelo rubio y largo, ropa cara y provocativa, una gruesa cadena de oro colgando del cuello. Era la clase de tipo por el que Josefin se operaría los pechos.

Se acercó y saludó.

– Annika -dijo ella-. Me alegro de estar aquí.

Sanna frunció el ceño.

Joachim la estudió detenidamente, asintió aprobador al llegar a sus pechos.

– Tú estarías bien en el escenario -apuntó él-. Si quieres puedes tener un número esta misma noche.

Nadie me pregunta el apellido, pensó Annika y se esforzó por sonreír con naturalidad.

– Gracias -dijo ella-, pero primero probaré con la ruleta.

– ¿Sabes? -señaló él-, Sanna tiene razón. Tienes que ganar mucho dinero, si no no valdrá la pena.

La sonrisa de Annika se borró.

– Lo intentaré -repuso y bajó la vista.

– Quizá, primero deberías estar en el bar con las otras chicas unas cuantas noches, aprender cómo funciona esto.

Joachim estaba muy cerca de ella, Annika sentía su presencia electrizante. Era atractivo, tenía que reconocerlo. Cerró los ojos un instante antes de levantar la vista y encontrar su mirada.

– Sí -contestó ella-, es una buena idea. Pero me gustaría ver si consigo que algún cliente juegue al salir.

Justo en aquel mismo instante salieron dos vendedores de seguros medio borrachos de la sala de striptease. Tenían la frente perlada de sudor y la ropa ligeramente desordenada. Annika fue hacia ellos, les puso el pecho en el rostro y les pasó los brazos por sus hombros.

– Hola, chicos -dijo-. Ya habéis tenido suerte en el amor, pero una noche sólo es una noche de verdad si se tiene también suerte en el juego, ¿verdad?

Esbozó la mejor de sus sonrisas, las rodillas le temblaban. Joachim tenía un muslo pegado a su trasero, deseaba gritar bien alto.

– No, joder -dijo uno de ellos.

Annika dio un paso hacia delante y se separó del muslo de Joachim, abrazó al otro hombre.

– ¿Y tú qué? Tú pareces un chico con suerte, un auténtico caballero. Ven y juega una partida conmigo.

El hombre sonrió.

– ¿Y qué gano yo? ¿Te gano a ti?

Annika consiguió reír.

– ¿Quién sabe? -replicó ella-. Quizá ganes tanto dinero que puedas comprar a la chica que quieras.

– Okey -repuso el hombre y sacó la cartera, su amigo le siguió de mala gana.

Puso un billete de cien sobre la mesa.

Annika sonrió abatida. El viejo acababa de pagar varios miles por beber Pommac y ver chicas desnudas, y ahora ella tenía que sudar por un billete de cien.

– Con esto ni siquiera se consigue poner la bola en juego -dijo ella suavemente-. Mira, guapo, aquí jugamos fuerte. Grandes apuestas, grandes ganancias. Mil coronas, veinte fichas.

El hombre dudó, Annika pasó la mano sobre el tapete.

– Si aciertas un cuadro consigues cinco mil coronas -informó-, una seisena seis mil ochocientas. Casi siete mil coronas. Puedes recuperar todo el dinero que te has gastado esta noche.

Los ojos de los dos hombres se iluminaron al mismo tiempo. Era cierto.

Cada uno compró fichas por mil coronas con su tarjeta de crédito, colocaron una seisena sobre los números 11 y 16: una apuesta conjunta de mil doscientas coronas. Annika tiró la bola rápidamente y con fuerza, giró unas trece vueltas antes de comenzar a caer.

– No va más -anunció ella con la raqueta.

La bola cayó en el número 3. Con un estudiado movimiento de mano limpió la mesa y apiló las fichas.

– Hagan juego -dijo y miró de soslayo la expresión de desilusión de los hombres. Esta vez fueron más cuidadosos, sólo apostaron esquina y cambiaron de números, del 9 al 16. Nueva bola, no va más, el número 16. Uno de los viejos ganó diez fichas.

– Aquí tienes -dijo Annika y empujó la pequeña pila-. Quinientas coronas. Ya te lo había dicho, eres un chico con suerte.

El hombre se iluminó como un sol, y Annika comprendió que el grifo estaba abierto. Cada uno de los hombres se gastó tres mil coronas más antes de que, finalmente, abonaran su última cuenta con Sanna y abandonaran el local. Annika alcanzó a ver cómo esta escribía «comida y bebida» en la cuenta.

Joachim había estado sentado detrás del atril observándola.

– Sabes de esto -dijo él y se acercó-. ¿Dónde has aprendido a ocuparte de un casino?

– En el Stadshotel de… Piteå -contestó, sonrió y tragó saliva.

– ¿Entonces conocerás a Peter Holmberg? -preguntó él y sonrió.

Annika sintió cómo su propia sonrisa vibraba en la comisura de sus labios. Joder, pensó, me va a descubrir antes de haber comenzado siquiera.

– No -replicó- pero a Roger Sundström de Solandergatan, ¿lo conoces? ¿Y a Hasse de Oli-Jansgatan arriba en Pitholm?

Joachim cambió de tema.

– Cobras demasiado por las fichas -indicó él-. No está permitido. Juegas muy fuerte.

– Puedo acomodar el precio según los jugadores. Nadie sabe lo que el otro ha pagado por sus fichas, las fichas no lo indican. Sigo todas las reglas.

– Te arriesgas a que quiebre la banca -espetó Joachim.

Annika dejó de sonreír.

– Solo existe una manera de que un jugador gane a la ruleta -dijo ella-. Ganando a la primera, dejándolo inmediatamente y marchándose. Nadie, que haya empezado ganando, lo hace. Es fácil de cojones ser crupier. Todo consiste en mantener a los jugadores hasta que hayan perdido todo lo que han ganado.

Joachim esbozó una sonrisa.

– Nos lo vamos a pasar bien juntos, tú y yo -anunció y dejó que su mano se deslizara por el brazo de ella.

Luego se fue a su oficina. Annika se dio la vuelta y sintió que la mirada de Sanna le quemaba la espalda.

Están juntos, comprendió. Joachim y Sanna son pareja.

El sonido de unos zapatos de tacón bajando por la escalera hizo que Annika levantara la vista. No creyó lo que veía. El agresivo presentador de televisión bajaba tambaleándose a Studio Sex vestido con una minifalda, medias y una blusa transparente con un sujetador por debajo.

– Hola, chicas -saludó el hombre con una voz aguda.

– Bienvenida, señora -repuso Sanna y sonrió flirteando-. ¿Con qué bellezas podemos tentarte hoy?

El hombre nombró a unas cuantas chicas, Annika notó que la miraba fijamente. Ella solía ver su programa: duros y divertidos debates con políticos y famosos. Y sabía que tenía familia.

El hombre entró en la sala de striptease junto a Sanna, Annika suspiró cansada. Le dolían los pies a causa de los zapatos. Durante un instante pensó en quitárselos, nadie notaría la diferencia detrás de la mesa, pero en ese mismo instante salieron los ejecutivos italianos. Parecían enfadados. Annika se acercó a ellos y les habló en inglés. No funcionó. Cambió al francés, igual de mal, pero en español le fue mejor.

Se jugaron trece mil coronas, Sanna parecía enfadarse más cuanto más perdían los italianos.

No le gusto, pensó Annika. Sabe que soy la amiga de Patricia, me ve como una prolongación de Josefin. Quizá no sea tan extraño.

Miró con el rabillo del ojo su mínimo biquini de lentejuelas, azul cielo, la ropa de trabajo de Josefin.

– Tengo que ir al servicio -murmuró.

La tarde, que se arrastraba lentamente, se trocó en una noche intangible. Abajo, en el viejo garaje pornográfico, no existía otro tiempo que no fuera la noche, otra estación del año que no fuera la oscuridad. Annika permaneció sentada un momento en el vestuario bajo la luz azulada del tubo fluorescente, cerró los ojos y sintió cómo le quemaban las lágrimas.

¿Qué hago aquí? Pensó. ¿Me deslizaré lentamente en este submundo y lo haré mío? ¿Pensaré en ganar mucho más dinero posando en cuartos privados? Y aparte, lo que hago con el precio de las fichas es ilegal, si me pillaran podría acabar en prisión.

Se puso más maquillaje pálido sobre el rostro bronceado.

Patricia entró en el vestuario y le sonrió animosa.

– He oído que te va muy bien.

Annika asintió.

– No está mal.

Patricia parecía orgullosa.

– Ya sabía yo que eras eficiente.

Annika cerró los ojos, no puedo creérmelo, pensó, no puedo escuchar estas alabanzas. No quiero encontrar aprobación en este lugar. El puticlub no será mi nuevo hogar, éstas no serán mis nuevas relaciones sociales. Me merezco algo mejor. Patricia se merece algo mejor.

Se pintó los labios y salió.


Sanna desapareció de madrugada en un cuarto privado con un hombre mayor.

– Es un cliente habitual -susurró la relaciones públicas antes de desaparecer-. No queda casi nadie, cóbrales al salir. Las cuentas están en el atril.

Annika se colocó desconcertada delante de la mesa de la ruleta sin saber qué hacer. Si intentaba que la gente jugara a la ruleta, ¿quién se encargaría de cobrar cuando alguien se fuera?

Decidió rápidamente pasar de la ruleta, y unos segundos después apareció el hombre de TV en la entrada.

– ¿Dónde está Sanna? -preguntó, y ahora Annika reconoció la voz del programa.

– Está ocupada -sonrió Annika-. ¿Puedo ayudarte?

El hombre entregó su tarjeta de crédito, Annika desconcertada se chupó los labios. Se agarró al atril y manoseó los papeles. Vaya, aquí estaba la cuenta del hombre de TV. Nueve mil seiscientas.

Colocó la tarjeta en el aparato y pasó la cuenta. Sabía que era Sanna quien se llevaría el porcentaje del dinero, había escrito su código en la factura. El hombre firmó.

– Oh, cariño, ¿ya te vas? -pió una chica desde la puerta.

Estaba completamente desnuda, tenía el sexo afeitado, trenzas a lo Pippi y pecas pintadas.

– Oh, mi pequeñita -dijo el hombre de la TV y la abrazó.

– Un momento -dijo Annika y se introdujo en la oficina. El cuarto estaba vacío. Puso el recibo sobre la fotocopiadora, cerró los ojos y rezó.

Por favor, que no haga ruido, que no sea lenta en funcionar, que haya papel en el contenedor.

Bajo el cristal de la fotocopiadora, el cañón de luz estático se puso en marcha silencioso y rápido, se separó un papel, entró, se imprimió y se deslizó fuera de la máquina. Ella respiró, pero ¿qué coño haría con él?

Rápidamente enrolló la copia hasta formar un cilindro duro, lo dobló por la mitad y se lo colocó en la entalladura de las braguitas, le rozaba mucho.

– Aquí tienes -anunció Annika y le entregó la cuenta. El hombre estaba de pie chupándole los pezones a la niña Pippi. Cuando la muchacha vio a Annika se separó del hombre.

– Perdona -dijo asustada.

Annika parpadeó. De pronto comprendió que las otras chicas la veían como a alguien con autoridad, quizá porque Josefin lo era. Se decidió rápidamente a aprovechar la situación.

– Que no vuelva a ocurrir -dijo con severidad y le dio al hombre el recibo.

Este se marchó, la chica se apresuró a entrar en la sala de striptease. Annika esperó unos segundos y escuchó en dirección a la sala del club. La tenue música del hilo musical llegaba hasta la entrada, de pronto tiritó de frío. No hacía mucho calor aquí.

Se introdujo en el vestuario, sacó la fotocopia y se la metió dentro del zapato. Salió rápidamente y se apoyó en la mesa de la ruleta. Permaneció allí hasta que finalizó la hora de Sanna con el viejo en el cuarto privado.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó la relaciones públicas.

– Bien -dijo Annika y señaló el recibo.

Sanna observó la suma, sonrió satisfecha y levantó la vista maliciosamente hacia Annika.

– ¿Pagas el impuesto de TV? -preguntó. No esperó ninguna respuesta, agitó el recibo, rió y se dirigió a la oficina.

Annika sonrió a la puerta cerrada.


Patricia preparaba té. Annika estaba sentada en el sofá del cuarto de estar, miraba a través de la oscuridad gris turquesa. Estaba tan cansada que todo su cuerpo lo manifestaba. También tenía ampollas en los pies a causa de las incómodas sandalias.

– ¿Cómo puedes aguantar esto? -dijo con un hilo de voz.

– ¿Qué? -inquirió Patricia desde la cocina.

– Nada -respondió Annika, igual de inaudible.

Sentía la repugnancia como un malestar en el diafragma, cuando cerraba los ojos veía la desnuda delgadez de la chica Pippi.

– Toma -dijo Patricia y colocó la bandeja en la mesita junto al teléfono.

Annika respiró pesadamente.

– No sé cómo voy a aguantar una noche más. ¿Cómo lo consigues?

Patricia esbozó una sonrisa, sirvió el té, le dio una taza a Annika y se sentó en el sofá.

– En todos los trabajos te explotan -dijo Patricia-. Este no es peor que otros.

Annika tomó un sorbo de té y se quemó.

– Estás equivocada -replicó-. Este es de lo peor. Las chicas del club, incluida tú misma, habéis traspasado multitud de límites invisibles para acabar ahí.

Patricia revolvía una rodaja de limón en su taza.

– Quizá -respondió-. ¿Te doy pena?

Annika recapacitó.

– No -repuso-, en realidad, no. Tú sabes perfectamente lo que haces. Has traspasado los límites voluntariamente. Es positivo poder hacerlo, indica una cierta flexibilidad. No tienes miedo, eso es una ventaja.

Patricia miró detenidamente a Annika.

– ¿Y tú? -inquirió-. ¿Qué límites has transgredido?

Annika esbozó una sonrisa estereotipada, no contestó.

Patricia dejó la taza en el suelo, dio un suspiro imperceptible y bajó la vista hasta sus manos.

– Esa mañana -dijo-, la última noche, Josefin y Joachim tuvieron una pelea de locos. Estuvieron chillándose el uno al otro, primero dentro en la oficina, luego arriba en la escalera. Josefin salió corriendo y él la siguió.

Annika estaba sentada, callada, comprendía que aquello era una muestra de confianza. Patricia permaneció en silencio un momento antes de continuar.

– Jossie quería terminar con el club, deseaba tener vacaciones antes de empezar sus estudios. Había entrado en la universidad, en la facultad de Ciencias de la Información. Joachim no quería soltarla. Intentaba enredarla, atarla al club y que dejara sus estudios. Jossie le dijo que se marchaba, que había ganado suficiente dinero como para pagarse diez operaciones de pecho, que su relación se había acabado. Se pelearon.

Patricia volvió a callar, la luz del amanecer se filtraba a través de las ventanas sin tapar. Se percibían los sonidos nocturnos: el autobús que se detenía frente a la puerta de Hantverkargatan, las eternas sirenas de las ambulancias, el viento otoñal susurrando frío y lluvia.

– Solían hacer el amor en el cementerio -murmuró-. A Joachim le excitaba, pero a Jossie le repugnaba. Trepaban por la parte trasera, ahí la valla no es muy alta. A mí me parecía horrible, imagínate, entre las tumbas…

Annika no dijo nada, permanecieron sentadas en silencio un buen rato. Comenzó a llover, primero unas gotas dispersas, luego con más intensidad.

– Sé lo que piensas -dijo Patricia.

– ¿Qué? -preguntó Annika con un hilo de voz.

– ¿Te preguntas por qué siguió con él? ¿Por qué no lo dejó?

Annika suspiró pesadamente.

– Me parece que lo sé -repuso-. Primero ella estaba enamorada y él era bueno, después Joachim comenzó con pequeñas exigencias, bobadas amorosas que a Josefin le parecieron una monada. Él opinaba sobre a quién podía ver y a quién no, sobre lo que hacía, en cómo debía hablar. Al principio todo fue bien, hasta que la burbuja en la que vivían reventó y Josefin deseó volver de nuevo al mundo. Estudiar, ir al cine, hablar por teléfono con sus amigos. Entonces Joachim se enfadó, le pidió que dejara de hacer aquello y se ocupara sólo de él, y cuando no obedecía él la pegaba. Luego se arrepentía, lloraba y decía que la quería.

Patricia asintió sorprendida.

– ¿Cómo sabes todo eso?

Annika sonrió entristecida.

– Hay manuales sobre los malos tratos a las mujeres -contestó-. Los periódicos vespertinos escriben series de artículos sobre la violencia doméstica. Estos abusos suelen seguir el mismo patrón, seguramente con Josefin no era distinto. Todo el tiempo pensaba que sería mejor si ella cambiaba y era tal y como él quería. Posiblemente algunos días fueron buenos. Entonces Josefin creía que iban por buen camino. Pero la necesidad que Joachim tenía de controlarla era cada vez mayor, seguramente sus celos fueron también cada vez más intensos. La criticaba continuamente, incluso delante de otras personas, y socavaba su confianza en sí misma.

Patricia asintió.

– Fue como un lento lavado cerebral -apuntó-. Él hacía que Jossie se sintiera insegura, decía que ella nunca acabaría sus estudios, que era una puta asquerosa y gorda y solo él podría amarla. Jossie lloraba cada vez más, al final casi siempre sollozaba. No se atrevía a dejarle, Joachim le había jurado que la mataría si lo intentaba.

– ¿La violó? -preguntó Annika-. La violencia sexual suele ser muy frecuente. Algunos hombres se excitan cuando la mujer está aterrorizada… ¿Qué pasa?

Patricia se puso las manos en los oídos, cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes. Comenzó a llorar desconsoladamente.

– Pero Patricia, ¿qué pasa?

Annika abrazó a la joven y la acunó. Las lágrimas caían como la lluvia en el exterior, manaban como a presión, y temblaba descontro-ladamente.

– Esto era lo peor -murmuró Patricia cuando le sobrevino el agotamiento-. Lo peor era cuando él la violaba. Ella chillaba de una manera horrible.

Diecinueve años, seis meses y trece días

Lo veo venir a través de la niebla del recuerdo, el patrón se repite, comienza la rutina. El se acalora hasta llegar a su rabia habitual, comienza dando vueltas y pisotones y diciendo palabrotas, luego me empuja y grita. Me llegan las señales de siempre, el campo de visión se acorta, los hombros encogidos, los codos apretados contra el cuerpo y las manos levantadas cubriendo la cabeza. El enfoque desaparece, brota el sonido, surge la paralización. Una esquina en la que dejarse caer, un ruego silencioso de piedad.


Su voz resuena en mi cabeza, y no puedo oír la mía. La canción del terror retumba en mi interior, el miedo sin nombre, el pánico sin articular. Quizá intento gritar, no lo sé, sus alaridos suben y bajan, me desplazan, el calor se expande, aparece lo rojo. No, no siento ningún dolor. La presión es roja y cálida. La canción acaba con el peor golpe, luego regresa medio tono más alta. Pánico, pánico, terror y amor. ¡No me hagas daño! ¡Oh, por favor, quiéreme mucho!


Y él dice

que nunca

me dejará marchar.

Viernes, 7 de septiembre

Annika sintió ganas de vomitar de cansancio cuando sonó el despertador. Lo apagó rezongando, le dolían las piernas, pesadas como el plomo. La lluvia continuaba repicando sobre el alféizar, a un ritmo discontinuo con diferente fuerza en sus golpes.

Se sentó en el sofá del cuarto de estar y realizó dos llamadas. Tuvo suerte. Los dos hombres estaban localizables. Acordó encontrarse con el primero al cabo de una hora y con el otro al día siguiente. Luego se volvió a meter en la cama e intentó dormir media hora más. Cuando se levantó estaba aún más cansada. Olía a un sudor fuerte y ácido, pero no tuvo fuerzas para bajar a ducharse. Se pasó un poco de desodorante por las axilas y se puso un jersey grueso.

Él ya había llegado, estaba sentado a una mesa junto a la ventana y miraba fijamente a la lluvia correr por la vidriera. Delante tenía una taza de café y un vaso de agua.

– ¿Te acuerdas de mi? -preguntó Annika y alargó la mano.

El hombre se levantó y esbozó una sonrisa.

– Claro -respondió-. Tuvimos un buen encontronazo.

Annika se sonrojó, se dieron la mano y se sentaron.

– ¿Qué quieres exactamente? -inquirió Q.

– Studio Sex lleva doble contabilidad -dijo Annika-. Joachim engaña a Hacienda. Los libros de verdad, en los que figuran las auténticas cifras, sólo están en el club de vez en cuando.

Annika se bebió de un trago el vaso de agua del policía. Q arqueó las cejas.

– Be my guest -dijo él-. De cualquier manera no tenía sed.

– Ahora están ahí hasta el sábado.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó el policía con calma.

– Trabajo allí como crupier. Ya no soy periodista. He dejado mi trabajo y he abandonado el sindicato. A las chicas del club les pagan directamente en mano. No se pagan impuestos ni seguridad social.

– ¿Quién te ha contado todo eso?

– Patricia. Ella no es responsable ni tiene nada que ver con la economía, pero escribe las cifras en los libros de recaudación del bar. Y además lo vi esta madrugada.

El policía se levantó y se dirigió a la barra, pidió otra taza de café y cogió dos vasos de agua. Lo colocó todo sobre la mesa.

– Pareces necesitar una dosis de cafeína -apuntó él.

Annika bebió, el café estaba templado.

– ¿Por qué me cuentas todo esto? -preguntó Q quedamente.

Ella no respondió.

– ¿Sabes lo que estás haciendo? -inquirió él.

Ella bebió agua.

– ¿Qué?

– Estás cooperando con la policía -anunció él-. Creía que eso quedaba por debajo de tu dignidad.

– Ya no tengo que preocuparme de proteger a mis fuentes -respondió Annika secamente-. No represento a los medios, le digo a la policía lo que quiero.

Él la observó divertido.

– ¡Venga ya! -exclamó-. Las cosas no son tan sencillas. Si te conozco bien, estás ahí sentada pensando en el provecho que le sacarás a esto.

Ella se agitó.

– Bullshit -repuso ella-. No me conoces en absoluto.

– Sí, a la periodista que hay en ti.

– Está muerta.

– Bullshit -contraatacó él-. Está herida y cansada. Sólo está tomándose un respiro y pronto saldrá de nuevo a la pista.

– Nunca -espetó ella.

– ¿Así que vas a ser crupier en tugurios de mala muerte el resto de tu vida? Sería una pena.

– Creía que pensabas que soy un coñazo.

Q sonrió ampliamente.

– También lo eres, como un grano en el culo. No está mal, lo necesitamos. Tenemos que sentir que estamos vivos.

Ella lo observó con desconfianza.

– Te estás quedando conmigo -dijo.

– Sí, quizá un poco -repuso él.

– Lo podéis detener por la contabilidad -apuntó ella-. No sé lo que hay en ella, pero debería ser suficiente como para cerrar el club. Además yo misma estoy cometiendo un delito, practico juegos de azar en la ruleta. A Joachim le parece bien.

– Entonces acabarán pillándote -dijo Q-. Más tarde o más temprano.

– Esta noche pienso volver allí, luego lo dejaré. Ayer gané ocho mil coronas, con una noche más me apañaré hasta que me den el desempleo.

– Eso dicen todos -replicó él.

Annika calló, la vergüenza le quemaba el rostro. Comprendió que él tenía razón, bajó la vista hacia sus manos.

– Ya he hablado demasiado -dijo-. Ahora sólo quiero escuchar.

El policía se levantó y regresó con un sándwich de queso.

– Esto es completamente off the record -señaló él-. Si alguna vez escribes algo te asaré a fuego lento.

– Coacción y amenazas -replicó Annika.

Él esbozó una rápida sonrisa y luego se puso serio.

– Tenías razón -informó él-. El asesinato de Josefin Liljeberg está policialmente resuelto.

– ¿Por qué no lo detenéis? -preguntó Annika demasiado alto.

Q se inclinó sobre la mesa de mármol.

– ¿No crees que lo haríamos si pudiéramos? -contestó en voz baja-. Joachim tiene una coartada perfecta. Seis chicos aseguran que estaba en Sturecompagniet a las cinco y que luego se fue con ellos en un taxi limusina a una fiesta privada. Todos los muchachos cuentan la misma historia.

– ¡Pero están mintiendo! -exclamó Annika.

El policía mordió su pan seco.

– Por supuesto -replicó y tragó un bocado-. El problema es demostrarlo. Un camarero de Sturecompagniet asegura que Joachim estuvo allí, pero no puede aclarar a qué hora exactamente. Tampoco puede decir cuándo se marchó. El chófer del taxi limusina confirma que llevó a un grupo de jóvenes borrachos de Stureplan a Birkastan. Joachim tiene el recibo. El chófer no puede confirmar ni desmentir que Joachim estuviera en el taxi, no vio a los muchachos que estaban sentados detrás. Y Joachim no estuvo sentado delante ni pagó. La dueña del piso de Rörstrandsgatan dice que Joachim se quedó dormido en el sofá alrededor de las seis. Seguramente dice la verdad.

– Joachim estaba en el club poco antes de las cinco -dijo Annika encolerizada-. Se peleó con Josefin, Patricia los oyó.

Q suspiró.

– Yes, lo sabemos. Es la palabra de Patricia contra la de siete chicos. Si, y digo si, este asesinato llevara alguna vez a una acusación y consiguiéramos romper la historia de los muchachos, entonces todos tendrían que ser acusados de falso testimonio. Eso es casi imposible.

Permanecieron sentados un rato en silencio, Annika bebió del café frío. El policía comió su sándwich de queso.

– Puede que alguno hable -dijo Annika.

– Sí -repuso Q-. El problema es que la mayoría de ellos estaban tan borrachos que no recuerdan nada. Les han servido la historia como si fuera verdad y creen realmente lo que dicen. Calculo que uno o quizá dos de los chicos son conscientes de que mienten. Pero son los mejores amigos de Joachim. Y de pronto ahora ambos se mueven con mucho dinero. Nunca abrirán el pico.

Annika se sentía cansada, rozando el malestar.

– ¿Qué pasó realmente? -preguntó agotada.

– Lo que tú piensas -contestó Q-. Joachim la estranguló detrás de la lápida.

– ¿Y la violó?

– No, allí no, entonces no. Aunque ella tenía esperma, y la prueba de ADN mostró que era de Joachim, al parecer tuvieron una relación sexual unas horas antes y aún le quedaban restos.

Annika cerró los ojos y rebuscó en su memoria.

– Pero primero anunciasteis que fue una violación -dijo ella-. Dijisteis que había indicios de violencia sexual.

El policía se acarició la frente.

– Casi todas eran antiguas heridas -relató-, sobre todo en el ano. Solía violarla analmente.

Ella sintió de repente ganas de vomitar.

– ¡Joder! -exclamó ella.

Permanecieron sentados en silencio un rato.

– La otra mujer asesinada en Kronobergsparken -dijo Annika de pronto-. Se llamaba Eva, ese asesinato también está sin resolver, ¿verdad?

Q suspiró.

– Yes, ahí pasó lo mismo. Nosotros lo considerábamos resuelto. Fue su ex marido. Lo detuvimos un par de años después, pero tuvimos que soltarlo. Nunca conseguimos meterlo en la cárcel. Ahora ya está muerto.

– ¿Y Joachim va a escapar? -preguntó Annika.

Q se puso la chaqueta.

– No, si tus datos son correctos -contestó-. No nos dará tiempo a organizar un registro esta noche, pero mañana nos pasaremos por ahí. Mantente apartada.

Se levantó y se detuvo junto a la silla de ella.

– Me pregunto una cosa -dijo.

– ¿Qué? -inquirió Annika.

– ¿Qué ocasionó las heridas de la mano?

Annika permaneció sentada pesadamente en la silla mientras el hombre abandonaba la cafetería.


La noche en el club se arrastraba lentamente. Patricia miró a Annika interrogante.

– Tienes mala cara. ¿Te sientes mal?

Annika se secó el sudor frío de la frente, se pringó la mano de maquillaje.

– Creo que sí -contestó-. Tengo frío y me siento mal.

Se sentaron en un banco de madera dentro del vestuario, la luz azulada hizo que relucieran las ampollas rojas en los pies de Annika.

– ¿Cuánto dinero has ganado hoy? -preguntó Patricia.

Annika deseaba llorar.

– No lo suficiente -repuso, bajó la vista a su biquini azul cielo.

Sintió con mayor claridad la sensación de vómito en la garganta. Hoy era viernes y se paseaban aún más chicas desnudas por el local. Se sentaban en las rodillas de los hombres, oprimiendo sus vulvas contra las rayas de sus pantalones y de sus corbatas. Les atraían a los cuartos privados y los embadurnaban con una loción, Apotekt tamaño familiar, que, además de ser económica, no tenía perfume.

– Es importante que no huela a nada -le había explicado Patricia-. Los puteros luego tienen que volver a casa con su mujer.

Annika estaba nerviosa y preocupada, ¿y si lo había malinterpretado todo? No se atrevía a preguntarle a Patricia más sobre los libros y la doble contabilidad, y Patricia no sacaba el tema a colación. ¿Y si la policía hacía la redada aquella misma noche? ¿Y si Joachim sacaba los libros?

Se apartó el pelo del rostro con manos temblorosas.

– ¿Quieres un sándwich o un cafelito? -preguntó Patricia preocupada. Annika se obligó a sonreír.

– No, gracias, pronto estaré mejor.

Joachim estaba sentado en la oficina contigua, afortunadamente ella se ocupaba de unos jugadores cuando llegó.

¿Cómo puede alguien llegar a ser así? -pensó ella-. ¿Qué es lo que no funciona en la cabeza cuando se llega a asesinar al ser amado? ¿Cómo se puede matar a una persona y continuar viviendo como si nada hubiera pasado?

– Tengo que salir de aquí -dijo Patricia-. ¿Vienes?

Annika se agachó y se puso tiritas nuevas en las ampollas.

– Sí -contestó.

El volumen de la música de la sala de actuaciones había subido. Dos chicas se encontraban en el escenario. Una de ellas danzaba alrededor del barrote, contoneándose y lamiéndolo; la otra había sacado a bailar a un hombre del público, que le untaba crema de afeitar en los pechos, mientras ella echaba la cabeza hacia atrás y simulaba gemir de placer.

Annika siguió a Patricia tras la barra del bar y sacó una Coca-Cola de la máquina de refrescos.

– ¿No te resulta pesado ver esto cada noche? -murmuró Annika al oído de Patricia.

– Apúntale un champán al calvo ese -dijo una de las chicas desnudas y Patricia se giró hacia la máquina.

Annika salió, regresó al vestíbulo y sintió un escalofrío. En la entrada hacía frío. Sanna no estaba. Se sentó en el taburete que había colocado detrás de la mesa de la ruleta.

– ¿Cómo van los negocios?

Joachim estaba en la puerta de la oficina, sonreía con los brazos cruzados.

Annika saltó inmediatamente al suelo.

– Más o menos, ayer fue mejor.

Él se acercó a la mesa sin apartar la vista ni dejar de sonreír.

– Me parece que aquí tienes un auténtico futuro -dijo él y se situó detrás de la mesa junto a ella.

Annika se lamió los labios, intentó sonreír.

– Gracias -respondió y bajó las pestañas.

– ¿Por qué viniste a trabajar aquí? -preguntó, con un tono de voz más frío.

Miente, pensó ella, pero cíñete a la verdad tanto como te sea posible.

– Necesitaba dinero rápido -contestó y levantó la vista-. Me echaron del trabajo, dijeron que era muy peleona. Un… cliente se quejó de mí y al jefe le entró el miedo.

Joachim se rió, acarició su hombro y dejó que su mano se entretuviera en uno de sus pechos.

– ¿Dónde trabajabas?

Ella titubeó, luchó contra el impulso de retirarse.

– En un supermercado -repuso-. En la carnicería de Vivo en Fridhemsplan. Cortando salchichas todo el día, ¿crees que es divertido?

Joachim rió con fuerza y retiró su mano.

– Me alegro de que lo dejaras -dijo-. ¿Con quién trabajabas?

El corazón de ella se detuvo. ¿Conocía a alguien ahí?

– ¿Y eso? -inquirió ella y esbozó una sonrisa-. ¿Tienes conocidos en el mundillo de las salchichas?

Él emitió una sonora carcajada.

– Creo que deberías pensar en el escenario -apuntó él al calmarse, y se acercó un paso más-. Tú estarías maravillosa bajo la luz de los focos. ¿Nunca has soñado con ser una estrella?

Le metió ambas manos en el cabello y acarició su cuello. Annika se espantó al sentir un intenso estremecimiento en su vulva.

– Estrella, ¿como Josefin?

La pregunta salió por su boca antes de que le hubiera dado tiempo a pensarla. Joachim reaccionó como si hubiera recibido un puñetazo, la soltó y dio un paso atrás.

– ¡Joder! ¿Qué sabes?

¡Coño! ¿Cómo podía ser tan estúpida?, pensó, y maldijo su bocaza.

– Trabajaba aquí, ¿no? -respondió, y no pudo evitar el temblor.

– ¿La conocías o qué?

Annika sonrió nerviosa.

– No, nunca la había visto. Pero Patricia me contó que había trabajado aquí…

Él se volvió a acercar y colocó su rostro justo delante del suyo.

– Josefin acabó mal de la hostia -dijo él sofocado-. Tenemos clientes muy poderosos, ¿sabes? Pensó que les podría engañar con el dinero. Ten cuidado. No intentes engañar a nadie aquí, ni a los clientes ni a mí.

Joachim se dio la vuelta y subió por la escalera de caracol. Annika se agarró a la ruleta, a punto de desmayarse.

Diecinueve años, siete meses y quince días

Me empuja un deseo de entender. Comprendo que busco explicaciones y coherencia en donde quizá no la haya. ¿Qué sé yo en realidad sobre la condición del amor?


En realidad él no es malo. Sólo vulnerable, pequeño y bruto, marcado por su infancia. No hay nada que indique que su impotencia tenga que expresarse siempre de la misma manera. Cuando madure dejará de pegarme. Mi maldita desconfianza me clava la picota en el estómago: le he juzgado demasiado a la ligera. Mis propios cambios los considero obvios, sin embargo, ignoro los suyos por completo.


No obstante, el frío ha construido un gran nido en mi pecho.


Pues él dice

que nunca

me dejará marchar.

Sábado, 8 de septiembre

Le resulta extraño subir de nuevo en el ascensor. Recordó la última vez que había estado allí, entonces pensó que sería la última.

Nada es para siempre, pensó. Todo es un eterno retorno.

La redacción estaba iluminada, en silencio y casi vacía, justo como a ella le gustaba. Ingvar Johansson estaba sentado de espaldas y hablaba por teléfono. No la vio.

Anders Schyman estaba sentado detrás de su mesa en la pecera.

– Pasa -dijo y señaló un sofá de cuero rojo burdeos que había reemplazado al otro apestoso. Annika cerró la puerta tras de sí, miró hacia la redacción a través de las cortinas gastadas. Le resultaba extraño que todo continuara exactamente igual que cuando se marchó, como si ella nunca hubiera existido.

– Tienes buena cara -dijo.

Joder, qué lata, pensó Annika.

– Antes no estaba tan demacrada -repuso y se sentó en el sofa. El relleno era duro, el cuero frío.

– ¿Qué tal por el Cáucaso? -preguntó él.

Annika no le comprendió, se mordió los labios.

– Ibas a ir allí -aclaró Schyman.

– No había billetes -informó Annika-. En cambio, fui a Turquía.

El director del periódico esbozó una sonrisa.

– ¡Qué suerte! -dijo-. Allí abajo se está armando una guerra. Al parecer, el ejército se ha movilizado.

Annika asintió.

– Las tropas gubernamentales han conseguido armas.

Permanecieron sentados un momento en silencio.

– ¿Qué te traes entre manos? -preguntó Schyman.

Annika tomó aliento.

– Aún no lo he escrito, porque no tengo ordenador. Pensaba contártelo para que me dieras tu parecer.

– Adelante -dijo el director.

Annika sacó sus fotocopias del bolso.

– Es sobre el asesinato de Josefin Liljeberg y el ministro sospechoso -indicó ella.

Anders Schyman esperó en silencio.

– El ministro es inocente del asesinato -relató ella-. La policía lo considera policialmente resuelto. Fue el novio, Joachim, el dueño del puticlub. No lo pueden detener, ya que tiene seis testigos que corroboran su coartada. No se les puede acusar o juzgar a todos por falso testimonio, pero la policía está segura de que mienten.

Annika calló y hojeó sus papeles.

– ¿Entonces nadie será condenado por el asesinato? -preguntó Schyman lentamente.

– No -repuso Annika-. Continuará sin resolver a no ser que los que confirman la coartada se desmoronen. El delito prescribe dentro de veinticinco años.

Ella se puso de pie y colocó dos facturas sobre la mesa del director del periódico.

– Mira -indicó ella-. Esta es la factura de Studio Sex de la noche del 27 al 28 de julio. Siete personas pagaron 55.600 coronas por entretenimiento y refrescos. Josefin cobró la cuenta, se puede ver en este código, y se pagó con una tarjeta del Diners Club a nombre de Christer Lundgren. Mira la firma.

Anders Schyman cogió la fotocopia y la estudió.

– Es ilegible -dijo él.

– Sí -repuso Annika-. Mira esta otra.

Annika le alargó la factura del viaje a Tallin.

– Christer Lundgren -leyó Schyman y levantó la vista hacia Annika-. ¡Son firmas de dos personas distintas!

Annika asintió y se lamió los labios. Tenía la boca seca y echó de menos un vaso de agua.

– El ministro de Comercio Exterior nunca estuvo en el puticlub -anunció ella-. Creo que la factura de Studio Sex la firmó el secretario de Estado del ministro.

Anders Schyman cogió la primera factura y la colocó cerca de sus gafas.

– Sí -replicó él-. Es posible.

– Christer Lundgren estuvo esa noche en Tallin -señaló Annika-. Voló con Estonian Air a las 20.00 la noche del 27 de julio, se puede comprobar en esta factura. Allí se reunió con una o varias personas y regresó en un vuelo privado esa misma madrugada.

El director del periódico cambió de papel.

– ¡Hay que ver! -exclamó sorprendido-. ¿Y qué hizo allí?

Annika tomó un ligero aliento.

– La reunión era muy secreta -respondió Annika-. Estaba relacionada con la exportación de armamento. No quiso entregar los recibos en su propio ministerio para que no los localizaran. Los envió a la Inspección de Productos Estratégicos.

Anders Schyman levantó la vista y la observó.

– ¿La autoridad que controla la exportación de armamento sueco?

Annika asintió.

– ¿Estás segura?

Ella señaló en silencio el comprobante.

– Vaya. -El director dio un respingo-. ¿Por qué?

– Sólo se me ocurre una razón -repuso Annika-. La exportación no estaba en regla.

Anders Schyman frunció el entrecejo.

– Suena descabellado. ¿Por qué realizaría el Gobierno un negocio de armas dudoso?

Annika se enderezó y tragó saliva.

– Creo que no tuvieron más remedio -dijo ella en silencio.

Schyman se recostó en su silla.

– Ahora la historia flojea por alguna parte -replicó él.

– Lo sé -contestó Annika obstinada-, pero los hechos se sostienen. Christer Lundgren fue a Tallin esa noche e hizo algo tan controvertido que prefirió pasar por sospechoso de asesinato y dimitir que contar lo que pasó. Así están las cosas. Es un hecho. ¿Y qué podría ser más jodido que eso?

Ella se levantó gesticulando. Anders Schyman la observó interesado.

– Me parece que tienes una teoría -apuntó divertido.

– IB -indicó Annika-. Una copia del archivo internacional llegó al Alto Estado Mayor el 17 de julio de este año, venía del extranjero en valija diplomática. Era una señal al gobierno: Haced lo que pedimos, si no llegará el resto. El original.

– Pero -dijo Schyman- ¿cómo es posible?

Annika se sentó en la mesa y suspiró.

– Los socialistas estuvieron espiando a los comunistas durante la posguerra, almacenaron toda la información posible sobre ellos. ¿Crees que los chicos del otro bando se quedaron con los brazos cruzados durante todo ese tiempo?

Señaló por encima del hombro a la embajada rusa.

– No lo creo -continuó-. Evidentemente, éstos estaban al día de lo que hacían los suecos.

Se puso de pie, cogió su bolso y sacó el cuaderno.

– Primavera de 1973. Elmér y sus amigos sabían que Guillou y Bratt les seguían la pista. El pánico se apoderó de los socialdemócratas. Claro que los rusos lo sabían. Comprendieron que los suecos intentarían borrar todas las pruebas del espionaje. ¿Qué hicieron entonces?

Annika le alargó la copia de la noticia del Fina Morgontidningen del 2 de abril de 1973.

– Los rusos robaron el archivo -prosiguió ella-. El jefe del KGB de la embajada en Estocolmo se encargó de sacarlos del país, seguramente en valija diplomática.

Schyman cogió el cuaderno y leyó en silencio.

– ¿Quién era el jefe del KGB en Estocolmo a comienzos de los setenta? Sí, el hombre que hoy es presidente de un martirizado país caucásico. Incluso habla sueco. Un mandatario con un único y gigantesco problema: carece de armas para combatir a la guerrilla, y Naciones Unidas ha decidido que nadie se las venda.

El director del periódico manoseó los recibos.

Annika se sentó en el sofá y expuso su conclusión.

– Entonces, ¿qué hace el presidente? Saca sus viejos papeles de Grevgatan 24 y Valhallavägen 56. Si el gobierno sueco no le suministra armas, él se encargará de que pierdan el poder durante unos cuantos años. El gobierno, primero, se niega a escuchar. Quizá pensaron que no tenía ningún archivo, por eso se le envía una advertencia al Estado Mayor, una selección de copias del archivo internacional, no lo suficientemente completa como para hacer caer al gobierno, pero lo bastante como para que los socialistas tengan otro debate sobre IB. Entonces el primer ministro envía a su ministro responsable a la reunión con los delegados del presidente. Se encuentran a mitad de camino, en Estonia. Se acuerda la entrega, las armas se envían inmediatamente a través de un tercer país, probablemente Singapur. El ejército recibe las armas.

Annika se pasó la mano por la frente.

– Todo va según los planes -prosiguió-. Sólo hay un problema. La misma noche que tiene lugar la reunión en Tallin es asesinada una joven cerca de la casa del ministro. Debido a la más desagradable de las coincidencias, el secretario de Estado del ministro de Comercio Exterior había estado con un grupo de representantes sindicales alemanes en el puticlub donde trabajaba la muchacha, y pagó la cuenta con la tarjeta del ministro. El ministro está jodido. No puede hacer nada. No puede decir ni dónde ha estado ni qué ha hecho…

El silencio se volvió pesado en el cubículo de cristal. Annika percibió que el cerebro de Anders Schyman funcionaba a toda máquina. Este cogió el cuaderno y las copias, anotó algo, se rascó la cabeza.

– ¡Joder! -exclamó él-. Esto es la hostia… ¿Qué dice él?

Annika carraspeó en un intento desesperado por humedecer la garganta. No dio resultado.

– Solo he podido hablar con su mujer, Anna-Lena. Christer Lundberg se niega a ponerse al teléfono. Luego he intentado sacarle algo a su portavoz de prensa, Karina Björnlund. Le relaté todo el guión, exactamente lo que pienso que ha sucedido. Ella dijo que intentaría conseguirme un comentario, pero nunca me volvió a llamar…

Permanecieron sentados en silencio un momento, el director la miraba impulsivo.

– ¿A cuántas personas le has contado esto? -preguntó.

– A nadie -repuso Annika rápidamente-. Sólo a ti.

– Y a Karina Björnlund. ¿Alguien más?

Annika cerró los ojos y pensó.

– No -contestó ella-. A ti y a Karina Björnlund.

Ella sintió cómo se le agarrotaban los músculos, ahora venía el argumento en contra.

– Esto es muy interesante -dijo Anders Schyman-, pero no se puede publicar.

– ¿Por qué no? -replicó Annika apresuradamente.

– Hay demasiados cabos sueltos -repuso Schyman-. Tu razonamiento es lógico y bastante probable, pero no se puede demostrar.

– ¡Tengo copias de los recibos! -exclamó Annika.

– Sí, claro, pero no es suficiente. Eso lo sabes tú misma.

Annika no respondió.

– Que el ministro estuviera en Tallin es una noticia, pero esto no le da una coartada. Estaba en casa a las cinco, a la hora en que la joven fue asesinada. ¿Te acuerdas de la vecina que se lo encontró en la puerta?

Annika asintió, Schyman prosiguió:

– Christer Lundgren ha dimitido, y no se hace leña…

– … del árbol caído, lo sé -repuso Annika-. Pero se pueden publicar los datos, los robos en las direcciones donde se encontraban los archivos, la factura del viaje, el recibo del puticlub…

El director del periódico suspiró.

– ¿Con qué finalidad? ¿Para demostrar que el gobierno vende armas de contrabando? Piensa en el juicio sobre la libertad de prensa que se nos vendría encima.

Annika bajó la vista y miró fijamente el suelo.

– Esta historia está acabada, Annika -resumió Anders Schyman.

– ¿La factura del viaje a Tallin? -preguntó con un hilo de voz-. ¿No podría ser algo?

Schyman suspiró.

– Quizá -repuso-, si la situación fuera diferente. Por desgracia el presidente del periódico tiene alergia a esta historia. Se cierra en banda en cuanto se le nombra el asesinato o al ministro. Y que un ministro vaya a una reunión en un país vecino no es tan comprometido como para que ponga mi puesto en peligro. No tenemos nada que pruebe a quién vio o por qué razón. Un ministro de Comercio Extenor probablemente viaje trescientos días al año.

– ¿Por qué le pasó la factura a la Inspección de Productos Estratégicos? -inquirió Annika tranquilamente.

– Esto es muy irregular, pero no creo que sirva para hacer un articulo. El ministerio entrega cientos de facturas al día, ésta ni siquiera es discutible. No es extraño que el ministro responsable del comercio exterior viaje al extranjero.

Annika sintió cómo le oprimía el pecho. En el fondo sabía que Anders Schyman tenía razón. Ahora sólo deseaba morir, que el suelo se abriera y desaparecer.

El director del periódico se levantó y miró hacia la redacción.

– Tú harías falta aquí -dijo él.

Annika no comprendió.

– ¿Qué? -preguntó.

Schyman suspiró.

– Necesitaríamos a una persona de tu calibre en la redacción de sucesos. Ahora mismo sólo tenemos a tres personas, Berit Hamrin, Nils Langeby y Eva Britt Qvist. A Berit le gustaría tener gente competente a su lado.

– Nunca he visto a los otros dos -dijo Annika en voz baja.

Schyman se volvió hacia Annika.

– ¿Ahora qué haces? ¿Has encontrado otro trabajo?

Ella dijo que no con la cabeza.

El director se acercó y se sentó a su lado en el sofá.

– Siento de verdad que no podamos publicar tus datos -dijo-. Has hecho un trabajo de investigación sensacional, pero la historia es demasiado increíble para poder publicarla.

Annika no contestó, miró fijamente sus manos. Estaban frías y húmedas. Schyman la observó en silencio durante un instante.

– Lo peor es que probablemente tengas razón -afirmó.

– Tengo una cosa más -anunció Annika-. No la puedo escribir yo misma, pero se la puedes dar a Berit.

Cogió su bolso y sacó la copia de la cuenta del hombre de TV. Era una fotocopia de segunda generación, la había sacado de una fotocopia de la copia original, en la oficina de correos de Hantverkargatan.

– Pagó por dos chicas y se pasó más de una hora en una sala privada con ellas. A la salida compró tres películas con animales. Aquí tienes la noticia, pagó con la tarjeta de crédito de Sveriges Television.

Schyman emitió un silbido.

– Vaya, vaya -exclamó-. Aquí tenemos algo sencillo y cristalino: famoso de la TV se va de putas con el dinero de las dietas.

Annika sonrió cansada.

– Me alegra poder contribuir en algo -repuso con ironía.

– ¿Por qué no lo escribes tú misma? -preguntó Schyman.

– No quieras saberlo -replicó ella.

– Pero desearás algo a cambio, ¿qué quieres?

Annika miró hacia la redacción desierta, bañada ligeramente por el sol de otoño.

– Un trabajo -susurró ella.

Schyman se encaminó hacia su mesa y hojeó un archivador.

– Correctora de textos en el equipo nocturno de Jansson a partir de noviembre -dijo él-, suplencia por baja de maternidad, ¿qué te parece?

Annika pestañeó para contener una lágrima sin que se notara.

– Perfecto, lo tomo -repuso.

– Es una suplencia de medio año, así que habrá que negociarla -anunció el director-. El horario de trabajo es horrible. Comienzas a las 22 y trabajas hasta las 6, cuatro días de trabajo, cuatro libres. Tendrás que esperar el anuncio oficial, pero esta vez no me rendiré. Esta suplencia es tuya. ¿De acuerdo?

Él se levantó y le alargó la mano. Ella se puso de pie y la cogió, avergonzada de su mano fría y húmeda.

– Me alegro de que hayas vuelto -dijo Schyman y esbozó una sonrisa.

– Una cosa más -dijo Annika-. ¿Te acuerdas de que en Studio sex dijeron que encontraron la factura del puticlub en AA. EE.?

Schyman parpadeó, pensó y cabeceó.

– No lo recuerdo.

– Yo estoy segura -señaló Annika-. Pero la factura no se encontraba allí, sino que estaba en el Ministerio de Industria. ¿Qué crees que significa eso?

Schyman la observó detenidamente.

– Seguramente lo mismo que tú -repuso él-. Ellos no encontraron la factura.

Annika esbozó una sonrisa.

– Exacto.

– Algún cabildero se la proporcionó -constató Schyman-. Se la «plantaron».

– Irónico, ¿no? -replicó Annika y salió de la jaula.


La lluvia se dejaba caer desde algún lugar justo por encima de las copas de los árboles, el viento era frío. Se levantó el cuello del abrigo y se dirigió hacia Fridhemsplan. Sentía una tranquilidad interior grande y cálida, podría formar parte del periódico. La corrección de textos no era de lo más emocionante, pero, sin embargo, le parecía un primer premio. Estaría sentada en una esquina de la redacción y revisaría los artículos de los demás, corregiría los errores gramaticales, acortaría cuando fuera necesario, añadiría si faltaba algo. Escribiría el texto de los pies de foto y pequeños recuadros con datos, ayudaría en las propuestas de titulares y en aclarar conceptos.

No se hacía ninguna ilusión de por qué Schyman le había ofrecido aquel trabajo. En el periódico nadie lo quería, siempre se veían obligados a coger a alguien de fuera. A pesar de que el trabajo era muy significativo para el resultado final de la edición era considerado como un trabajo de mierda. Ningún «careto», nada de glamour, y ninguna posibilidad de brillar en el café después de terminar la jornada. Ningún factor de reconocimiento.

Nunca han jugado juegos de azar en una casa de putas, pensó Annika.

El viento se volvió más frío al llegar a Västerbron. Caminó lentamente, llenó los pulmones de aire, lo retuvo un momento. Cerró los ojos encarando la brisa y dejó que el cabello volara libremente.

Noviembre, pensó. Quedaban casi dos meses. Libertad para pensar y recargar las pilas. Limpiar el piso de Hälleforsnäs antes de entregarlo. Ir al Museo Moderno, ver el musical de Oscars. Visitar a la abuela, jugar con Whiskas.

De pronto echó de menos a su gato. No podría tenerlo en la ciudad, tendría que quedarse con la abuela.

Y tenía que acabar con Sven.

Ahí estaba. Ahora salía. Aquél era el pensamiento que había aplazado durante todo el verano. Tembló en medio del viento, se ajustó la chaqueta. El verano había acabado definitivamente, era hora de sacar la ropa de otoño.

Siguió caminando por Drottningholmsvägen, pateando las húmedas hojas que empezaban a amontonarse en las aceras. No fue hasta que estuvo justo al lado del parque cuando levantó la vista hacia el follaje.

La vegetación se cernía sobre Kronoberg como una masa atractiva y putrefacta.

Subió lentamente hacia el cementerio, la humedad hacía que el hierro reluciera. El aire estaba quieto, el viento no tenía fuerzas para llegar a la acera. El sonido de la ciudad se amortiguaba y discurría a lo lejos, absorbido por el verdor mortecino.

Annika se detuvo a la entrada, colocó la mano sobre el candado, cerró los ojos. Pudo recordar inmediatamente el brillo del verano, el calor y el mareo el día en que Josefin yacía ahí dentro desparramada entre las tumbas, el juego del sol sobre el granito, el temblor del suelo al pasar el metro.

Qué absurdo era todo, pensó. ¿Para qué vivió Josefin Liljeberg? ¿Por qué nació, por qué aprendió a leer, a escribir, por qué se preocupó por los cambios que experimentó su bonito cuerpo? ¿Para qué?, ¿sólo para morir?

Tiene que haber algún significado, pensó Annika. Tenía que haber un fin oculto en todo. ¿Si no, cómo podríamos aguantar?

– Hola, ¿qué haces por aquí?

Annika suspiró.

– Hola, Daniella -respondió-. ¿Cómo estás?

– Bien, muy bien -dijo Daniella Hermansson-. Hemos estado en el parque pero ha empezado a hacer frío. Skruttis ya tiene plaza en la guardería. Empieza el lunes. Estamos un poco nerviosos, Skruttis y yo, ¿verdad, Skruttis?

El bebé miró enfadado desde el cochecito.

– ¿Quieres subir a tomar una taza de café? Skruttis tiene que comer, nosotras podemos hablar de cosas de mujeres.

Annika recordó horrorizada el tibio café de Daniella.

– Otro día -replicó y esbozó una sonrisa-. Tengo que ir a casa.

Daniella miró rápidamente a su alrededor y se acercó entrañablemente a Annika.

– Oye, tú que trabajas en la prensa -dijo en un susurro teatral-. ¿Llegaron a pillar a ese tipo?

– ¿Al que asesinó a Josefin? No, no lo hicieron.

Daniella suspiró.

– Es horrible que ande suelto.

– La policía sabe quién es -relató Annika-. Lo acabarán atrapando, por otra cosa. Lo meterán en prisión.

Daniella Hermansson respiró.

– ¡Dios mío, es bueno saberlo! Sí, nosotros nunca creímos que fuera Christer.

– Tampoco tu vecina, la mujer del perro.

Daniella rió, una risita nerviosa e iniciada.

– Mira -dijo-, no se lo digas a nadie, pero Elna encontró el cuerpo a las cinco de la mañana.

Annika se quedó de piedra, tuvo que esforzarse para parecer amable.

– ¿Sí? -inquirió-. ¿Y eso?

– El perro de la señora, ¿lo has visto, Jesper? Precioso, ¿verdad? Bueno, el perro entró corriendo y mordió a la chica, la tía Elna se desesperó. No se atrevió a llamar a la policía, creía que meterían a Jesper en la cárcel. ¿Has oído algo más alucinante?

Daniella se partió de risa, Annika tragó saliva.

– No -repuso-. No, nunca.

Skruttis dio un berrido desde el cochecito, cansado de su parlanchina madre.

– Bueno, corazón, ahora nos vamos a casa y te daré un plátano, eso te gusta, ¿verdad, corazoncito?

La mujer se contoneó a lo largo de Kronobergsgatan hasta llegar a su puerta. Annika se quedó observándola.

Todo tiene una explicación, pensó.

Empezó a caminar lentamente en dirección opuesta, hacia el cuartel de bomberos. Al doblar la esquina vio los coches de policía, bloqueaban toda la cuesta de Hantverkargatan. Se detuvo.

Han llegado temprano, pensó. Espero que encuentren los libros.

Tomó otro camino hacia casa.

Diecinueve años, once meses y un día

La aspereza contra la piel desnuda, el aire pesado a causa del polvo, el oxígeno consumido: mi espacio vital se ha reducido al tamaño de un féretro. La tapa oprime el cerebro, las rodillas y los codos arañados.

Hoyo profundo, tumba oscura, olor a tierra.

Pánico.


Él dice que lo equivoco todo, que aprecio las proporciones de una forma completamente errónea. La vida no es pequeña, soy yo quien es demasiado grande.


Él dice

que nunca

me dejará marchar.

Domingo, 9 de septiembre

Maduró la resolución durante la noche. Acabaría la relación. Había otra vida. Por fin había encontrado su camino de salida.

La decisión la llenó de tristeza y vacío. Ella y Sven habían estado juntos desde hacía mucho tiempo. Nunca había hecho el amor con otro hombre. Sollozó en la ducha.

Había escampado, el sol era pálido y frío. Se preparó un café y llamó a SJ para informarse del horario de los trenes. Dentro de una hora y diez minutos saldría el próximo tren a Flen.

Abrió la ventana del cuarto de estar, se sentó en el sofá y contempló el lento aleteo de las cortinas. Podría quedarse aquí. Podría vivir su propia vida.

Annika se había levantado, se había puesto la chaqueta y ya se disponía a salir cuando oyó un ruido de llaves al otro lado de la puerta de la calle. Se sobresaltó, pero se relajó al ver que era Patricia quien entraba.

– Hola -dijo Annika-. ¿Dónde has estado?

Patricia cerró la puerta cuidadosamente tras de sí, permaneció agarrada al tirador unos segundos y luego levantó la mirada.

– ¿Cómo pudiste? -le espetó sofocada.

Su rostro estaba encendido y los ojos enrojecidos por el llanto. Annika se quedó completamente horrorizada, un momento después comprendió lo que había ocurrido.

– Estabas en el club -dijo-. ¡Te detuvieron en la redada!

– Me has quemado, has hundido el club, ¿cómo pudiste hacerlo?

Patricia se dirigió hacia ella con los labios retorcidos y las manos como garras, Annika permaneció inmóvil e intentó tranquilizarla.

– Yo no he fastidiado ningún club -explicó.

Patricia dio un paso y la empujó, tiró las llaves del apartamento al suelo, Annika dio un par de pasos involuntarios hacia atrás.

– Lo hice para ayudarte -gritó Patricia-. Necesitabas dinero, te conseguí un trabajo. ¿Por qué me has hecho esto?

Annika levantó las palmas de las manos mientras retrocedía hacia el cuarto de estar.

– Venga, Patricia, no quería hacerte daño, lo tienes que entender. ¡Te deseo lo mejor! Quiero ayudarte, quiero que escapes del club, de la degradación…

– ¿No entiendes lo que va a pasar? -chilló Patricia-. ¡Joachim me echará la culpa! ¡Se ha follado a todas las chicas, todas han sido suyas! Yo era de Josefin, no me guarda ninguna lealtad. ¡Me arrastrará a la mierda con él! ¡Oh Dios!

La mujer rompió a llorar, Annika la cogió por los hombros, la agitó.

– ¡Eso no es cierto! -exclamó-. Las otras chicas contarán la verdad. Irán a la policía y dirán la verdad, te creerán.

Patricia lanzó la cabeza hacia atrás y rió, en voz alta y aguda.

– Annika, eres tan inocente… -respondió con las lágrimas cayéndole por las mejillas-. Crees que la bondad siempre vencerá al final. Crece de una vez, niñata: nunca es así.

Se zafó de ella y corrió al cuarto de servicio, metió sus cosas en la bolsa de deporte y arrastró el colchón tras de sí. Este se enganchó en la puerta, Patricia tiró y maldijo.

– No tienes por qué irte -dijo Annika.

El colchón se desenganchó, Patricia estuvo a punto de caerse. Temblaba a causa del llanto mientras tiraba de la gomaespuma.

– Voy a seguir aquí -anunció Annika-. Me han vuelto a dar un trabajo en el Kvällspressen. Puedes vivir conmigo todo el tiempo que quieras.

Patricia ya había alcanzado la puerta de la calle, pero ahora se quedó paralizada.

– ¿Qué has dicho? -preguntó-. ¿Has conseguido trabajo?

Annika sonrió nerviosa.

– He conseguido mucha información y se la he contado al director del periódico, me ha vuelto a contratar.

Patricia dejó caer el colchón al suelo, se volvió y se acercó a Annika. Sus ojos negros ardían como el fuego.

– ¡Joder! -espetó-. Menuda hija de puta que quema a una amiga.

Annika intentó explicarse.

– Pero no era nada contra ti, o el club…

– También se lo contaste a la policía, ¡hija de puta! ¿Cómo coño podían saber que los libros de contabilidad estarían justo ahí? Me has jodido, a tu amiga, ¡por un jodido trabajo! -Patricia perdió el control y berreó.

– ¡Joder, eres hija de puta! ¡Que te jodan!

Annika retrocedió, oyó sus propias palabras resonar en su cabeza. Dios mío, Patricia tiene razón, ¿qué he hecho, qué he hecho?

La joven corrió de nuevo hasta el colchón, tiró de él y abandonó el piso sin cerrar la puerta. Annika se apresuró hacia la ventana y vio a Patricia caminar arrastrando el colchón por la gravilla del patio. Apoyó la frente contra el cristal frío. Se dirigió lentamente hacia el cuarto de servicio. Había un vaso caído en el suelo, en la pared aún colgaba el vestido rosa de Josefin. Annika sintió que sus ojos se arrasaban en lágrimas.

– Lo siento -susurró-. No quería que pasara esto.


El aturdimiento duró todo el camino hasta Flen. Vio pasar volando las granjas de Sörmland, incapacitada para sentir o comer. El traqueteo de los raíles fue como un conjuro en su cerebro, Studio Sex, su culpa, Patri-ci-a, su culpa, enga-ño, su culpa, su culpa, su culpa…

Se llevó las manos a los oídos y cerró los ojos.

El autobús estaba en la parada junto a la estación, siempre era un pequeño consuelo. Partió hacia Hälleforsnäs unos minutos después, pasó por Mellösa y se detuvo junto al supermercado de la construcción de Flenmo.

Quizá sea la última vez que volver a casa sea así, pensó.

Se apeó como de costumbre, permaneció parada junto a Konsum y vio cómo el autobús desaparecía cuesta abajo hacia el quiosco de salchichas. No tenías fuerzas para ir a casa, no tenía ánimos para encontrarse con el piso abandonado. Después de dudarlo un rato se decidió a ir a casa de su madre.

Sería una exageración decir que su madre se alegró.

– Pasa -dijo-. Acabo de hacer café.

Annika se sentó a la mesa de la cocina, todavía en un estado de vergüenza aturdida.

– He encontrado una casa -anunció su madre y sacó una taza más.

Annika simuló no oírla, miró hacia el techo de chapa de la fábrica.

– Porche y piscina -continuó su madre más alto-. Ladrillo mexicano. Es grande, siete habitaciones. Sven y tú también tendréis sitio.

– No quiero vivir en Eskilstuna -replicó Annika sin abandonar la vista.

– Está en Svista, en las afueras. Hugelstaborg. Es una buena zona. Gente bien.

Annika parpadeó borrando la imagen frente a ella, cerró los ojos irritada.

– ¿Para qué quieres siete habitaciones?

Su madre detuvo sus labores, ofendida.

– Sólo quiero tener sitio para vosotros, para ti y Sven y Birgitta. Y para los nietos, claro.

Annika se puso en pie, su madre parpadeó significativamente.

– Entonces tendrás que confiar en Birgitta -repuso Annika-. No voy a tener hijos en mucho tiempo.

Se dirigió al fregadero, cogió un vaso del armario superior y lo llenó de agua del grifo. La siguió la mirada de su madre, ligeramente desaprobadora.

– ¿Sven no tiene nada que decir a esto?

Annika se volvió.

– ¿Qué quieres decir?

Su madre irguió el cuello.

– Hay gente que piensa que tú pasas de él. Mudarte a Estocolmo así, sin preguntarle.

Annika palideció de rabia.

– ¿Y tú qué sabes? -espetó.

Su madre manipuló torpemente el paquete de cigarrillos, el celofán crujió, y cliqueó varias veces el encendedor antes de que el tabaco prendiera. Dio una calada profunda y tosió con fuerza.

– Tú no sabes nada de Sven y de mí -replicó Annika mientras la mujer concluía de toser-. Crees que debería haber dicho que no a esta oportunidad por él, ¿eh? ¿Mi carrera y mi trabajo tienen que depender de su jodido permiso? ¿Es ésa tu opinión? ¿Eh?

Su madre tenía lágrimas en los ojos cuando recuperó la respiración.

– ¡Huy, huy, huy! Tengo que dejar este veneno.

Intentó sonreír, pero Annika no respondió a la sonrisa.

– Claro que deseo que apuestes por tu trabajo. Tienes mucho talento. Pero ahí arriba es muy duro, eso lo sabemos todos. Nadie te culpa de tu fracaso.

Annika se volvió y rellenó el vaso una vez más. Su madre se acercó y le acarició torpemente el brazo.

– Annika -dijo-. No te enfades conmigo.

– No estoy enfadada -repuso Annika a media voz sin volverse.

Su madre dudó.

– A veces lo parece -contestó.

Annika giró, sus ojos estaban cansados cuando miró a su madre.

– No comprendo por qué siempre piensas en mudarte a una casa cara en Eskilstuna. ¡No tienes dinero! ¿Y dónde vas a trabajar? ¿Vas a venir a trabajar todos los días aquí a Konsum?

Ahora le tocó a la madre darse la vuelta.

– En Eskilstuna hay mucho trabajo -dijo ofendida-. Las cajeras honradas y cuidadosas no crecen en los árboles.

– Pero ¿por qué no empiezas por eso? ¡Busca trabajo! Lo erróneo es comenzar por la casa millonaria, ¿no lo entiendes?

La mujer le dio unas profundas caladas al cigarrillo.

– No me respetas -dijo.

– ¡Claro que sí! -exclamó Annika, y agitó los brazos-. ¡Dios mío, tú eres mi madre! Lo único que quiero es que tengas los pies en la tierra. Si quieres vivir en una casa, ¿por qué no comprarla en Hälleforsnäs? ¡Aquí no cuestan tanto! Hoy he visto un cartel de «Se vende» arriba en Flensvägen, ¿has preguntado cuánto piden por ella?

– Finlandeses -repuso la madre, desdeñosa.

– Ahora dices tonterías -dijo Annika.

– Y tú -le espetó su madre-. Tú no quieres vivir aquí. Tú solo quieres vivir en Estocolmo.

Annika agitó los brazos.

– ¡No es porque no me guste Hälleforsnäs! Adoro este pueblo. Pero el trabajo que deseo no está aquí.

Su madre apagó el cigarrillo en la aguachirle. Sus mejillas brillaban, la rabia había formado círculos rojos alrededor de sus ojos. La voz le temblaba.

– No quiero vivir en una vieja casucha en aquel agujero, ¿no lo entiendes? Antes prefiero seguir viviendo aquí, en este piso.

– ¡Pues hazlo! -exclamó Annika, cogió su bolso y salió por la puerta.


Se montó en su bicicleta y fue cuesta abajo hacia la casa de Sven. No era buena idea aplazarlo más tiempo. Él vivía en las viejas caballerizas propiedad de la acería, un edificio que había sido majestuoso y de categoría pero que en la actualidad formaba parte del abandonado final de Tattarbacken.

Estaba en casa, sentado en el sofá, bebiendo unas cervezas y viendo un partido de fútbol por la televisión.

– ¡Cariño! -exclamó, se levantó y la abrazó-. No sabes lo feliz que me hace verte por casa.

Ella se apartó cuidadosamente de su abrazo, el corazón le retumbaba, las piernas le temblaban.

– He venido a hacer las maletas, Sven -dijo ella, con voz trémula.

Él sonrió.

– Sí, yo también quiero que vivamos juntos.

Ella se atosigó e intentó respirar, a punto de romper a llorar.

– Sven -dijo-, me han dado un trabajo en Estocolmo. En el Kvällspressen, quieren que vuelva a trabajar con ellos. Comienzo en noviembre.

Ella sostenía con las manos atenazadas el asa del bolso, aún con los zapatos puestos.

Sven agitó la cabeza.

– Pero no puedes -dijo él-. No puedes coger el tren cada día, ¿no lo entiendes?

Annika cerró los ojos y sintió cómo llegaban las lágrimas.

– Me voy -apuntó-. Para siempre. He dejado el piso y el trabajo en el KK.

Al mismo tiempo comenzó a retroceder instintivamente hacia la puerta.

– ¿Qué coño dices?

Sven se dirigió hacia ella.

– Lo siento -lloró-. Nunca quise hacerte daño. Te he querido de verdad.

– ¿Dejarme? -dijo él sofocado y la agarró de los brazos.

Ella dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, las lágrimas le corrían por el rostro y el cuello.

– Tiene que ser así -dijo ella sin aliento-. Tú te mereces a alguien que te quiera más. Yo ya no puedo hacerlo.

Sven comenzó a zarandearla, primero lentamente, luego cada vez con más violencia.

– ¿Qué coño quieres decir? -gritó-. ¿Quieres decir que me dejas? ¿A mí?

Annika lloraba, la cabeza golpeaba la puerta de la calle, intentó zafarse.

– Sven -dijo ella-, Sven, escúchame…

– ¿Por qué coño te voy a escuchar? -gritó el hombre-. ¡Me has mentido durante todo el jodido verano! Dijiste que querías probar cómo era vivir en Estocolmo, pero nunca tuviste el más mínimo deseo de volver, ¿verdad? ¡Joder, cómo me has engañado!

Annika dejó de llorar de golpe, le miró fijamente a los ojos.

– Estás completamente en lo cierto -repuso ella-. Todo lo que quiero es liberarme de ti.

Él la soltó y la miró con desconfianza.

Annika se dio la vuelta, abrió la puerta de una patada y salió corriendo.

Diecinueve años, once meses y veintiánco días

Ayer no me llegó el llanto ni el pánico horrorizado de cuando el ataque ha finalizado. El acaloramiento fue demasiado fuerte, aumentó hasta que el rojo se convirtió en negro. Dicen que me salvó la vida. La respiración boca a boca me devolvió el espíritu que sus manos se habían llevado. Aún no puedo hablar. Las heridas pueden ser crónicas. Él dice que me atraganté con un trozo de carne, y veo en los ojos de los médicos que no le creen. Pero nadie pregunta nada.


Él llora sobre mi manta. Me ha sujetado la mano durante muchas horas. Se disculpa y ruega.


Si hago como él quiere y suprimo el último obstáculo, borro lo que queda de mi personalidad, entonces no habrá nada. Ha alcanzado su meta. Nada le impide dar el último paso. Entonces él no hará regresar a mi espíritu otra vez.


Él dice

que me matará

si le abandono.

Lunes, 10 de septiembre

El Hosjön brillaba como un zafiro helado a la luz del sol. Annika se dirigió lentamente hacia el lago con Whiskas pisándole los talones. El gato saltaba y bailaba entre sus pies, salvaje de felicidad. Se rió y lo cogió en brazos. El animal se restregó contra la punta de su barbilla, le chupó el cuello y ronroneó como una máquina trilladora.

– Eres el gato más presumido del mundo, ¿sabes? -dijo Annika y le rascó detrás de la oreja.

Se sentó en el embarcadero y observó el lago. El viento, ligero y cálido, encrespaba la superficie centelleante. Annika miró detenidamente, vio las rocas grises emerger del agua y fusionarse con una pared verde oscuro de coniferas en la otra orilla. A lo lejos, donde el lago acababa y surgía el bosque espeso, vivía el Viejo-Gustav. Uno de estos días pasaría a verle, hacía mucho tiempo desde la última vez.

El futuro estaba abierto como una acuarela sin pintar. Dependía de su propia elección llenarlo con motivos y color, elegir la fuerza y la intensidad.

Cálido y rico, pensó, sencillo y luminoso.

El gato se durmió ovillado en sus rodillas. Ella parpadeó, dejó que los dedos jugaran con la suave piel del animal, respiró profundamente y le embargó una intensa sensación de felicidad. Así debería ser la vida, pensó.

Su abuela gritó algo desde la casita, Annika se enderezó, prestó atención. Whiskas se sobresaltó y saltó al embarcadero. La anciana colocó las manos formando un megáfono.

– ¡A desayunar!

Annika subió corriendo hacia la casa, el gato creyó que competían y salió disparado como un loco. Se escondió al acecho arriba sobre las escaleras y saltó a sus pies. Annika pilló al gato juguetón, metió la nariz en su piel y le sopló en la panza.

– Eres un travieso, gatito.

La abuela había puesto en la mesa leche cuajada y frambuesas del bosque, pan de centeno y queso. El aroma a café caliente perduraba en el aire. Annika se percató de lo hambrienta que estaba.

– No, al suelo -le dijo al gato que intentaba saltar a sus rodillas.

– Te va a echar de menos -dijo su abuela.

Annika suspiró.

– Vendré a visitaros a menudo -respondió.

La abuela sirvió el café en tazas pequeñas.

– Quiero decirte que creo que haces lo correcto -apuntó-. Apuesta por tu trabajo. Siempre he creído que ser responsable del propio sustento le llena a uno de dignidad y satisfacción. No hay por qué aguantar a un hombre represor.

Desayunaron en silencio, el sol brillaba sobre la mesa de la cocina y transformaba la superficie del hule en suave y cálida.

– ¿Hay muchos níscalos?

La abuela se rió entre dientes.

– Me preguntaba cuánto tardarías en preguntar. Hay muchísimos.

Annika se levantó corriendo.

– Me voy a buscar unos cuantos para el almuerzo.

Sacó dos bolsas de plástico del cajón inferior de la cómoda de la cocina y se apresuró hacia el bosque, Whiskas saltaba a su alrededor.

En la espesura tuvo que parpadear unos minutos antes de que las siluetas del musgo fueran visibles. Luego no creyó lo que veía, el suelo estaba repleto de níscalos marrones, crecían en grupos de cientos, quizá miles, al filo de la tala.

No le tomó ni una hora llenar las dos bolsas. Durante este tiempo Whiskas cazó dos ratones de bosque.

– ¿Quién va a limpiar todo eso? -preguntó la abuela horrorizada.

Annika rió en alto y vació el contenido de la primera bolsa sobre la mesa.

– Venga -animó, y como siempre tardaron más tiempo en limpiar las setas que en recolectarlas.


Almorzaron pan francés frito y dos montañas de níscalos.

– Se me han terminado la leche, el pan y la mantequilla -anunció la abuela después de lavar los platos.

– Cogeré la bicicleta e iré a comprar -replicó Annika.

La anciana esbozó una sonrisa.

– Qué buena eres.

Annika se peinó y cogió su bolso.

– Ahora quédate con la abuela -le dijo al gato.

Whiskas no hizo caso a sus palabras y saltó alegre hacia la verja.

– No -dijo Annika, cogió al gato y lo llevó en brazos a la casa-. Voy a ir en bicicleta por la carretera, te pueden atropellar. Ahora te quedas aquí.

El gato se revolvió y salió corriendo hacia el bosque, Annika suspiró.

– Enciérralo en cuanto vuelva -le dijo a su abuela-. No quiero que corra por la carretera.

Se dirigió hacia la bicicleta moviendo los brazos. El sol iluminaba el paisaje claro y afilado. Desde lejos se veía relucir el cromo de la bicicleta, descansando junto a la verja.

No fue hasta que estuvo realmente cerca cuando se dio cuenta de que algo iba mal. Sujetó el manillar y la bicicleta se tambaleó. Las dos ruedas estaban rasgadas, al igual que el sillín. Lo observó incrédula, sin comprender lo que veía.

– Esto es sólo el principio, puta de mierda.

Vaciló un instante y levantó la vista. Sven se encontraba en la zanja un par de metros más allá. Ella comprendió lo que se avecinaba.

– He destrozado tu piso de mierda -espetó él-. He cortado toda tu jodida ropa de puta.

El hombre sollozó y se tambaleó. Annika comprendió que estaba borracho. Bordeó con cuidado la verja sin perderle de vista.

– Sven, estás enfadado -dijo-. Estás borracho. No eres tú mismo. Piensa en lo que dices.

Él comenzó a llorar, agitando los brazos.

– ¡Eres una puta y ahora vas a morir!

Ella dejó caer el bolso en el suelo y salió corriendo. La visión desapareció, todo quedó en blanco. Corría ciega de rabia, una rama le golpeó el rostro y le hizo un corte en la mejilla, se cayó y se levantó. El sonido, dónde estaban los sonidos, Dios mío, corre, corre, pies golpeando la tierra, coño, coño, dónde está él, ¡Dios mío, ayúdame!

Corría sin ver nada, por entre los árboles, cruzando el camino, por zanjas, hasta que desapareció entre la maleza. Allí, tropezó con la raíz de un árbol y permaneció en el suelo bocabajo con las hormigas bullendo por su cara. Cerró los ojos y esperó la muerte, pero ésta no llegó. En cambio, sí volvieron el sonido, el viento entre los árboles, su propia respiración, el silencio.

No le veo detrás de mí, pensó, y también: Tengo que ir hacia una zona habitada. Necesito ayuda.

Se levantó vacilante y en silencio, se sacudió las ramas y las hormigas, escuchó, ¿dónde estaba?

Aquí no, ahora no. Miró a su alrededor, no debía de encontrarse lejos de la casa del Viejo-Gustav.

Con cuidado y ligeramente agachada corrió hacia Lillsjötorp. Los níscalos se deshacían bajo sus zapatillas deportivas. Los troncos pasaban volando, marrones, rugosos, le rozaban las manos, saltó por encima de un riachuelo junto a la acería abandonada.

Allí vislumbró el rojo Falun por entre los árboles, la casa del Viejo-Gustav. Se enderezó y subió corriendo todo lo que pudo hacia la casa.

– ¡Gustav! -gritó-. Gustav, ¿estás en casa?

Corrió hacia la baranda, tiró de la puerta: cerrada. Se dio la vuelta hacia la leñera donde el viejo siempre solía estar, y allí había alguien, pero no era Gustav.

– Sabía que vendrías aquí ¡puta de mierda!

Sven cogió impulso y corrió hacia ella, llevaba algo en la mano.

Ella saltó por encima de la verja y aterrizó sobre las rosas de Gustav, las espinas y el aroma dulzón se le metieron por la nariz.

– Annika, sólo quiero hablar contigo. ¡Detente!

Ella corrió hacia el bosque, de nuevo a la hondonada, sobre el riachuelo, bordeó el pantano, el jadeo tras ella no remitía, sus pisadas retumbaban sobre el musgo, voló sobre ramajes y piedras. Visión de túnel y sofoco, todo a su alrededor pasaba bailando en fragmentos.

Corro, pensó, no estoy muerta. Me muevo, vivo, no se ha acabado, tengo una oportunidad. Correr no es peligroso, correr es una solución, soy buena corriendo.

Se despertó en ella la necesidad de afrontar un durísimo entrenamiento, forzó la vuelta de la adrenalina, se concentró en la respiración, en la toma de oxígeno, respira, respira, la visión retornó, el estrépito de su cabeza disminuyó, los pensamientos tomaron forma.

Él corre más rápido que yo, pensó, pero está borracho y yo conozco el bosque mejor. Sven corre más rápido sobre superficies planas, debo mantenerme en el monte.

Giró repentinamente hacia el norte, abandonó el camino. Allí arriba estaban el Gorgsjön y el Holmsjön, si los bordeaba podría ir hacia el este, subir al camino de Sörmland y entrar en el pueblo por la acería.

Sintió que le pesaban las piernas, acababa de comer medio kilo de níscalos. Las obligó a aumentar el ritmo, apretó los dientes para combatir el dolor. Ya no se oía el jadeo tras ella. Lanzó una mirada por encima del hombro, árboles y vegetación, cielo y piedras.

Puede haber cogido un camino forestal, intentar atajarme, pensó de pronto, se detuvo de golpe.

El pulso le latía, fuerte y alto, escuchó el bosque. Nada, sólo el viento.

¿Dónde están los caminos forestales?

Algo crujió a su espalda, miró a su alrededor, sintió el pánico acechando tras los troncos.

Dios mío, ¿dónde está el camino? Aquí hay un camino, pero ¿dónde?

Respiró, se obligó a pensar. ¿Cómo era el camino?

Se trataba de un sendero de tala por el que conducían los troncos. La vegetación había comenzado a crecer y el bosque había alcanzado la altura de una persona.

Corre hacia la maleza, pensó.

En ese mismo instante saltó el gato frente a ella y se apretó contra sus piernas, ella tropezó con él.

– Whiskas, estúpido gato. Vete a casa.

Le dio una patada, intentó espantarlo.

– Corre a Lyckebo. Corre con la abuela.

El animal maulló y desapareció tras un matorral.

Annika corrió hacia el este, de pronto el bosque se volvió monte bajo. Tenía razón, ahí estaba el camino. Esperó algunos segundos en el matorral donde se había encontrado al gato, y antes de salir recuperó la respiración, el camino estaba libre. Al poco pasó Gorgnäs, nadie en la casa, Mastorp, nadie tampoco ahí, luego directo hacia el este, para salir al camino, en línea recta.


Sven estaba en la última curva antes de llegar al camino de Sörmland. Ella lo vio con tres segundos de ventaja, se lanzó hacia el norte, subiendo hacia el pantano de la acería. Algo relucía en su mano; comprendió qué. La razón abandonó su cuerpo. Corrió, gritó, se cayó, se tambaleó, se acercó al lago, entró en él, jadeó de frío, nadó, nadó, salió a la playa, escupió, se tambaleó hacia los barracones, y estaba el cercado. Corrió hacia la izquierda, trepó por un gran álamo, que estaba entre las casas de la acería.

– No te escaparás, ¡puta de mierda!

Miró a su alrededor, no lo vio, pasó corriendo una casa blanca, tiró de una puerta de hierro azul claro blanqueada por el sol, corrió hacia dentro en la oscuridad. Cegada, tropezó con una pila de escombros, escupió polvo, fue hacia dentro, más lejos, lloró. La oscuridad se disolvió, las sombras tomaron forma, un horno de fusión, y calderos de tambor abandonados. Filas de pequeñas ventanas de un marrón cenagoso bajo el tejado, hollín y herrumbre. La puerta que había abierto se dibujó como un rectángulo de luz a lo lejos, la silueta del hombre se acercaba lentamente. Vio relucir el arma en su mano. Reconoció su machete de caza.

Ella se giró y corrió, el suelo de chapa retumbaba bajo sus pies, pasó el horno. Subió la escalera, oscuridad, otra escalera, tropezó y se golpeó una rodilla, regresó a la luz, una plataforma, ventanas, grúas, se golpeó la cabeza contra el suministrador de arena de moldear.

– Ya no tienes salida.

El respiró agitadamente, los ojos brillantes de odio y alcohol.

– Sven -gimió ella, retrocediendo hacia el pozo de escombros-, Sven, no lo hagas, en realidad no quieres…

– Puta de mierda -gritó.

En ese mismo instante se oyó un tenue maullido a lo lejos en la escalera. Annika entornó los ojos y miró hacia las sombras, buscó con la mirada entre el hollín y los escombros. El gato, el gato, la había seguido todo el camino.

– ¡Whiskas!-gritó ella.

Sven se acercó un paso, ella retrocedió, el gato se acercó a ellos, maullaba y se arqueaba, daba pequeños paseos y corría, apretaba su hocico contra los oxidados restos de maquinaria, jugueteaba con un trozo de carbón.

– Deja al gato de mierda -exclamó Sven ronco, ella reconoció esa voz, él estaba a punto de llorar-. No me puedes abandonar así. ¿Qué voy a hacer sin ti?

Sven tembló sacudido por un sollozo, Annika no pudo responder, la garganta agarrotada, sin posibilidad de emitir un sonido. Vio relucir el contorno del machete bajo vetas de sol, agitado al azar.

– ¡Joder, Annika, yo te quiero! -gritó.

Ella presintió más que vio cómo el gato se acercaba a él, se estiró con las patas traseras para frotar el hocico contra su rodilla, siguió el brillo lustroso del cuchillo al cortar el aire y alcanzar el vientre del gato.

– ¡No!

Un grito abismal, sin sentido. El cuerpo del gato voló por el aire, formando un amplio arco sobre la entrada de la colada, dejando tras de sí un reguero rojo claro de sangre, los intestinos salieron del cuerpo, colgando como una cuerda de su vientre.

– ¡Hijo de puta!

Ella sintió una fuerza de fuego y hierro, como esa masa que sus antepasados fundieron y moldearon en aquel jodido edificio, furiosa y desenfrenada, el campo de visión se le coloreó de rojo, las impresiones le llegaban a cámara lenta. Se agachó y se estiró hacia una barra oxidada y negra, que estaba muy abajo en el suelo, a una distancia inmedible, la alcanzó y agarró con ambas manos, duras como el hierro, y la agitó con una fuerza que en realidad no tenía.

La barra lo alcanzó justo en la sien. Vio a cámara lenta cómo se le clavaba en el hueso de la cabeza y lo partía como una cascara de huevo, sus ojos giraron y mostraron el blanco, algo manaba de la herida lateral, los brazos colgaban, el machete voló como una estrella a través del firmamento, el cuerpo se tambaleó a la izquierda y los pies abandonaron el suelo. Se desplomó.

El siguiente golpe lo alcanzó en el diafragma, ella oyó cómo se le quebraban las costillas. El cuerpo del hombre se elevó por la fuerza del golpe y cayó lentamente hacia el borde de la cuba de la tolva.

– Ahora, hijo de puta -espetó Annika.

Con un último empujón lo tiró dentro del horno de fusión. Lo último que vio sobre el bordillo fueron los pies seguir al resto del cuerpo.

Soltó la barra que tintineó con fuerza sobre el suelo de cemento en medio del repentino silencio.

– Whiskas -dijo ella con un hilo de voz.

Yacía junto a la entrada de material, el esternón abierto. Una masa burbujeante en su interior, aún con la respiración entrecortada. Sus patas traseras se agitaban, sus ojos la vieron, intentó maullar. Antes de levantarlo dudó, no deseaba herirlo más. Introdujo cuidadosamente parte de los intestinos en su panza, se sentó en el suelo y lo cogió en brazos. Lo acunó lentamente mientras sus pulmones gradualmente se apagaron. Sus ojos dejaron de verla, se quedaron en blanco y en paz.

Annika lloró, acunó el cuerpo destrozado del animalito en sus brazos. El sonido que ella emitía era como quejas y aullidos, largos y monótonos. Permaneció allí sentada hasta que el llanto se acabó y el sol comenzó a ponerse tras la fábrica.

El suelo de cemento era duro y frío. Temblaba. La ropa estaba casi seca, la pierna se le había dormido, se levantó torpemente con el gato en brazos. Siguió lentamente el rastro de la sangre a través del polvo. Se agachó y recogió los restos de intestino, intentó limpiarlos, los colocó en el cuerpo inerte.

Se dirigió lentamente hacia la escalera, el polvo bailaba en el aire. Tenía que bajar muchos tramos, buscó la luz, el rectángulo resplandeciente. El día en el exterior era igual de claro que antes, algo más frío, las sombras más alargadas. Permaneció de pie un instante y dudó, luego dirigió sus pasos hacia la verja de la fábrica y hacia la entrada.


Los ocho obreros que aún trabajaban en la acería se preparaban para irse a casa. Dos de ellos ya se habían sentado en sus coches. Los otros discutían algo mientras el encargado cerraba la puerta.

El hombre que la descubrió dio un grito y la señaló.

Estaba ensangrentada desde la frente hasta la cintura, cargaba el cuerpo del gato en su regazo.

– ¿Qué demonios ha pasado?

El encargado fue el primero en recomponerse y corrió hacia ella.

– Sven está ahí dentro -dijo Annika monótonamente-. En el horno.

– ¿Estás herida? ¿Necesitas ayuda?

Annika no respondió, se dirigió hacia la salida.

– Ven, te vamos a ayudar -dijo el encargado.

Los hombres se reunieron a su alrededor, los dos que habían arrancado los coches apagaron los motores y se apearon. El encargado abrió la fábrica y acompañó a Annika a su oficina.

– ¿Ha ocurrido algún accidente? ¿Aquí, en la acería?

Annika no respondió. Se sentó en una silla sujetando convulsivamente al gato en su regazo.

– Id a ver en la vieja casa, la del horno de cuarenta y cinco toneladas -dijo el encargado con un hilo de voz. Tres de los hombres fueron a ver.

El encargado se sentó junto a ella, observó cuidadosamente a la mujer trastornada. Estaba ensangrentada, pero no parecía herida.

– ¿Qué tienes ahí? -preguntó él.

– Whiskas -contestó Annika-. Es mi gato.

Ella se inclinó y frotó su mejilla contra la suave piel, le sopló ligeramente en una de sus orejas. Tenía tantas cosquillas, solía rascarse siempre con la pata trasera cuando le hacía eso.

– ¿Quieres que yo lo coja?

Annika no respondió, sólo le dio la espalda al encargado y abrazó el cuerpo del gato con más fuerza. El hombre suspiró y salió.

– Vigílala -le dijo a uno de los hombres que estaba apoyado contra la puerta.

Ella no tenía conciencia del tiempo que había estado sentada ahí cuando un hombre posó una mano en su hombro. Qué confianzas, pensó ella.

– ¿Cómo está, señorita?

Ella no respondió.

– Soy el comisario de policía de Eskilstuna -anunció-. Hay un hombre muerto en el horno de allá abajo. ¿Sabes algo?

Ella no reaccionó. El policía se sentó a su lado. La estudió detenidamente durante unos minutos.

– Al parecer has pasado por algo realmente horrible -dijo al cabo-. ¿Es tu gato?

Ella asintió.

– ¿Cómo se llama?

– Whiskas.

Por lo menos podía hablar.

– ¿Qué le ha pasado a Whiskas?

Ella comenzó a llorar de nuevo. El policía esperó en silencio a que se calmara.

– Él lo mató, con el machete -dijo finalmente-. No pude evitarlo. Él le abrió el vientre.

– ¿Quién lo hizo?

Ella no respondió.

– Los trabajadores creen que el hombre que está ahí muerto es Sven Matsson, jugador de bandy. ¿Es eso cierto?

Ella dudó, luego levantó la vista hacia él y asintió.

– Él no tenía que haberle hecho nada al gato -apuntó ella-. De verdad que no tenía que haberle hecho nada al gato. Whiskas. ¿Lo entiendes?

El policía asintió.

– Claro -repuso él-. ¿Y tú, quién eres?

Ella suspiró y respiró hondo.

– Annika Sofia Bengtzon.

Él sacó su cuaderno del bolsillo.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó él.

Ella encontró su mirada.

– Tengo veinticuatro años, cinco meses y veinte días -dijo ella.

– Vaya -replicó él-. ¡Qué precisión!

– Llevo la cuenta en mi diario -repuso ella y bajó la cabeza hacia su gato muerto.

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