SEGUNDA PARTE

Agosto
Dieciocho años, un mes y tres días

Generalmente se describe al amor de una forma trivial y aburrida, rosado monocromo. Pero amar a otra persona puede abarcar todos los colores de la paleta, cambia en fuerza e intensidad, también puede ser negro y verde y amarillo asqueroso.


Esto me ha costado un poco comprenderlo. Me he quedado en los colores claros, cristalinos, me ha costado penetrar en los colores chillones.


Sé que lo hace para ayudarme, pero, sin embargo, me siento desgarrada.


Su teoría es que yo, durante mi infancia, fui sometida a algo que hace que no me pueda relajar sexualmente. He pensado y pensado, pero no consigo encontrar qué podría ser.


Experimentamos para progresar, fundidos en nuestro amor. Yo me siento encima de él, lo siento muy dentro de mí, entonces me golpea con la palma de la mano en el rostro. Yo me detengo, los ojos llenos de lágrimas. Le pregunto por qué lo hace.


Me acaricia con suavidad la mejilla, y después me la mete fuerte y profundamente. Es para ayudarme, me dice, me vuelve a pegar y luego la mete fuertemente hasta correrse.


Después hablamos detenidamente sobre esto, cómo volver a encontrar lo divino en nuestra relación. La confianza falla, me doy cuenta. Debo confiar en él. Si no, ¿cómo podré triunfar?


En el mundo no hay nada

más importante

que nuestra relación.

Miércoles, 1 de agosto

Annika entró en el periódico justo antes de las nueve. Tore Brand estaba sentado en la recepción y la saludó ásperamente.

– Bombas y explosivos -dijo él-. Eso es lo único que le interesa a este periódico.

Se giró hacia la cartelera de los titulares, al fondo, junto al ascensor. Annika siguió la dirección con la mirada, la información tardó en entrar un par de segundos. Sintió como si el suelo se balanceara. No es verdad, pensó, se apoyó en el mostrador de recepción y leyó el titular de nuevo. «Acción terrorista ayer noche – Las Barbies Ninja desafían a la policía», y una gran fotografía de un coche ardiendo.

– ¿Quién ha escrito el artículo? -susurró ella.

– Escándalos y jaleos, eso es lo único que escribimos -dijo Tore Brand.

Se acercó al expositor junto a la garita de cristal y cogió un ejemplar del periódico del día. La portada estaba dominada por una fotografía del ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren. Junto a él, pasándole el brazo por los hombros, se encontraba el primer ministro. Los dos hombres sonreían alegremente. La fotografía había sido tomada ocho meses antes, el día de su nombramiento, cuando había sido presentado a los medios de comunicación. El titular era algo flojo, pensó Annika: «En el ojo del huracán».

Sobre la cabecera del periódico estaba el titular de la cartelera señalando las páginas seis y siete. Hojeó hasta la primera página de noticias con manos temblorosas. La mirada le voló hasta la firma: Carl Wennergren.

Dejó caer el periódico.

– ¿Verdad que es la hostia? -señaló Tore Brand.

– Joder, tienes razón -replicó Annika y se dirigió hacia los ascensores.

Se sentó en la cafetería con una taza grande de café y un bocadillo. La bebida se enfrió mientras leía los artículos, primero el de las Barbies Ninja y luego el del ministro acusado de asesinato.

Se han salido con la suya, pensó, y observó durante mucho tiempo la foto del coche ardiendo. El vehículo estaba a un lado, el chasis vuelto hacia el fotógrafo, que era el mismo Carl Wennergren. El pie de foto explicaba que el coche pertenecía al jefe de la policía de la provincia Estocolmo. Tras las llamas se vislumbraba una casa de ladrillo de los años sesenta. En el artículo las Barbies Ninja exponían su mensaje infantil y violento. No había ni una sola palabra crítica. Annika sintió un malestar que se apoderaba de ella. Joder, pensó. Joder, menudo cabrón de mierda.

El texto del ministro en el ojo del huracán era mejor. Analizaba las acusaciones de Studio sex y les daba el valor que tenían: información no contrastada sobre una turbia sospecha de asesinato. No habían obtenido ningún comentario del ministro, pero su secretaria de prensa, Karina Björnlund, aseguraba que todas las acusaciones eran infundadas.

Annika no sabía qué creer. Christer Lundgren había sido interrogado, eso lo había confirmado el portavoz de la policía ayer tarde en programa de radio. Otros datos, en cambio, eran completamente erróneos. ¿Qué había pasado con las sospechas contra Joachim?

Tiró el bocadillo a la papelera sin haberle quitado siquiera el plástico. Se bebió el café frío en tres sorbos.

Spiken estaba sentado con el auricular pegado a la oreja. No reaccionó al ver aparecer a Annika en su día libre, esto era bastante corriente entre los becarios.

– Estabas completamente equivocada con el asesinato de la chica -dijo cuando colgó el auricular.

– ¿Te refieres al ministro? Esta historia no encaja -respondió Annika.

– Vaya -replicó Spiken-. ¿Qué quieres decir?

– Pensaba investigarlo hoy, si no te importa.

– Tenemos una suerte cojonuda de tener la primicia de las Barbies Ninja -señaló él-. Si no, hubiéramos tenido que sacar más sobre el asesinato y el ministro. Hubiera sido extraño de cojones lanzar un sospechoso de asesinato distinto dos días seguidos, ¿no te parece?

Annika se sonrojó. No encontró ninguna respuesta. Los ojos de Spiken estaban fríos y a la expectativa.

– Gracias a Carl hemos salvado el honor -sentenció el jefe de la mesa de redacción, hizo girar su silla y le mostró a ella la incipiente calva de su cogote.

– Claro. ¿Ha llegado Berit?

– Está en Fårö persiguiendo al presidente del parlamento. La primicia del IB -respondió Spiken sin volverse.

Se fue a su mesa y dejó caer el bolso en el suelo, le ardían las mejillas. Aún tardaría tiempo en conseguir un careto.

Hojeó lo que los otros periódicos sacaban sobre el ministro y la sospecha de asesinato. Ninguno de ellos le daba mucho crédito. Los periódicos matutinos tenían reseñas sobre el ministro Christer Lundgren, que había sido interrogado en relación con el asesinato de una mujer en Estocolmo, el Konkurrenten hacía más o menos el mismo juicio que el Kvällspressen.

¿Cómo puede estar Studio sex tan seguro de esto?, se preguntó Annika. Tienen que saber más de lo que dicen. Seguro que salen con más cosas.

Este simple pensamiento le produjo un retortijón de estómago. ¿Por qué me siento tan jodidamente culpable?, pensó.

El ambiente, a pesar del aire acondicionado, era bochornoso y caliente. Se dirigió al aseo de mujeres y se lavó la cara con agua fría.

Tengo que superar esto, pensó. Tengo que continuar. ¿Qué he pasado por alto?

Apoyó la frente contra el espejo y cerró los ojos. El cristal estaba helado y transmitió su frío a través de la frente hasta el cráneo.

La vieja, pensó. La gorda con el perro, la vecina de Daniella.

Se secó el rostro con una toalla de papel. En el espejo quedó una mancha de sudor, grasa y agua.


Anders Schyman, el nuevo director, estaba preocupado. A pesar de ser consciente de las dificultades éticas que acompañaban a su nuevo cargo, hubiera deseado disponer de un par de días más antes de verse obligado a realizar análisis acrobáticos en el trapecio moral. ¿Qué clase de historia histérica era esa que el reportero Carl Wennergren había encontrado? Un grupo terrorista femenino que quema coches y amenaza a la policía, ¿qué coño? Y ni siquiera una reacción crítica, sólo el predecible comentario del portavoz de la policía diciendo que estaban seriamente preocupados con lo ocurrido y que utilizarían todos los recursos necesarios para atrapar a las causantes de los destrozos.

El director resopló y se hundió en el sofá de dos plazas naranja florido que había en su despacho. Tenía que tirar este sofá, no cabía otra solución. La tapicería estaba tan impregnada de humo de tabaco viejo que todo el mueble olía a cenicero.

Se puso de pie y se sentó tras el escritorio. Realmente ésta no en una estancia agradable. No tenía ventanas, sólo la luz de día indirecta a través de las cristaleras que daban a la redacción, pudo adivinar el contorno de un edificio de aparcamientos detrás de la sección de deportes. Con un suspiro contempló la montaña de cajas que había llegado ayer noche de Sveriges Television con el camión de la mudanza.

Dios mío, la cantidad de basura que uno acumula, pensó.

Decidió ignorar el desembalaje por el momento y, en cambio extendió el periódico frente a él. Leyó de nuevo, lentamente, los polémicos artículos. Era cierto que no era el responsable de la publicación, pero sabía que de ahora en adelante debería conocer todos los mecanismos que formaban los ángulos y el contenido del periódico.

Había algo extraño en el artículo terrorista. ¿Cómo podía estar el reportero en el sitio exacto a la hora exacta? ¿Y cómo era posible que las mujeres hablaran con él? «Recibió un soplo», había explicado Spiken. Esto no se sostenía. Si el grupo quería tener el máximo de publicidad ellas mismas hubieran filmado la acción y la habrían distribuido a todos los medios. En este caso su problema sería que no tendrían ningún control sobre el material. Tenían que haber hecho algún tipo de deal, o tenían demandas muy específicas.

Hablaría de esto con el reportero.

La historia del ministro no era tan rara. Incluso los ministros podíar ser interrogados en relación con crímenes. Él personalmente pensaba que el programa de radio había ido demasiado lejos al nombrar a Christer Lundgren como sospechoso. Por lo que sabía no había nada que lo inculpara. A pesar de todo un periódico como el Kvällspressen debía cubrir la historia.

Anders Schyman suspiró.

Lo mejor sería que se fuera acostumbrando.


Nadie abrió. Annika llamó repetidas veces al timbre, pero la vieja fingió no estar en casa. A través del buzón pudo oír la respiración entrecortada del perro y los pasos pesados de la mujer.

– Sé que está ahí dentro -gritó ella a través del buzón-. Sólo deseo hacerle unas preguntas. ¡Abra por favor!

Los pasos cesaron mientras proseguía la respiración del perro. Ella esperó cinco minutos más.

Vieja estúpida, pensó Annika y llamó, en cambio, al timbre de la casa de Daniella Hermansson. La madre abrió con Skruttis en brazos y un biberón en la mano.

– ¡Vaya! ¡Hola! -exclamó Daniella Hermansson animada-. ¡Pasa! Está un poco revuelto, ya sabes lo que es tener niños pequeños…

Annika murmuró algo y entró en el oscuro recibidor. El apartamento era largo y estrecho, minuciosamente emperifollado y limpio. Al fondo se veían un espejo y un buró campesino, encima de éste había un florero de cristal azul con tulipanes de madera. Annika se sobresaltó al ver su propio rostro. Pálido bajo el bronceado, la piel tirante sobre los pómulos. Apartó rápidamente la mirada y se quitó las sandalias.

– Qué verano más maravilloso estamos teniendo, ¿verdad? -gorgojeó Daniella desde la cocina-. Puedes echar un vistazo si quieres.

Annika observó, fiel a su deber, el dormitorio que daba al patio y el salón que daba a la calle, dijo que el apartamento era muy bonito y «es en propiedad y tiene que ser muy caro, ¿no? ¡Vaya chollo!».

– Es terrible, eso de Christer Lundgren -dijo Daniella y suspiró mientras la cafetera borboteaba junto a ellas, sobre la mesa de la cocina. Skruttis se agarraba a la pierna de Annika y babeaba su falda, ella intentó no prestarle atención.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó y mordió una galleta dietética.

– Tratarle como si fuera un asesino es descabellado. Está claro que es un tacaño, pero no creo que sea una persona violenta…

Annika abrió los ojos de par en par.

– ¿Lo conoces?

Daniella sirvió un café muy flojo en unas tazas de los años cincuenta.

– Claro -contestó la mujer, ofendida-. Es él quien está demorando la reparación de la fachada desde hace un año. ¿Leche y azúcar?

Annika parpadeó sorprendida y se bebió el café de un trago.

– Disculpa -dijo-, pero no te sigo.

– En realidad no es su apartamento, es del periódico, un periódico local socialdemócrata de Luleå. Él es miembro del consejo de administración y lo ha utilizado como si fuera suyo este último año. Es muy simpático.

Daniella rellenó la taza de Annika.

– ¡Así que vive en el edificio! -exclamó Annika.

– En el cuarto piso, escalera izquierda -informó Daniella-. Un apartamento de cuarenta metros cuadrados con una habitación. Balcón. Un bonito estudio. El precio de estas viviendas ronda en la actualidad las mil cuatrocientas coronas por metro cuadrado.

Annika bebió su segunda taza de café y se recostó.

– ¡Joder! -exclamó-. A cincuenta metros del lugar del crimen.

– ¿Más café? -preguntó Daniella.

– ¿Dijiste que era agarrado? ¿En qué sentido?

– Yo soy secretaria de la asociación de vecinos -dijo-. Christer es el presidente. Cada vez que en las reuniones hablamos de mejoras y reparaciones él se opone. No quiere que suban los gastos. Me parece patético. Él no ha comprado el apartamento como hemos hecho todos los demás sino que se aprovecha del periódico del partido, lo único que paga es la cuota. Pero Skruttis, quieres estar con mamá…

Daniella cogió a su hijo en brazos. Éste vertió rápidamente la taza de café de su madre, la bebida caliente corrió por encima de la mesa y cayó sobre las rodillas de Annika. No se quemó, pero la falda adquirió una mancha más.

– No importa -dijo Annika.

Daniella se acercó corriendo con una bayeta que olía mal e intentó secarle la falda, Annika se retiró apresuradamente hacia el recibidor y se puso las sandalias.

– Hasta la vista -dijo, y salió a la escalera.

– Lo siento mucho, Skruttis no quería…

Annika bajó por las escaleras al portal, pasó la entrada y se dirigió al ascensor de la izquierda. No funcionaba. Contrariada, comenzó a subir las escaleras. En el tercer piso se encontró completamente exhausta, tuvo que detenerse y tomar aliento.

Tengo que tomar vitaminas, pensó.

Subió furtivamente los últimos escalones, respiró en silencio con la boca abierta y observó las cuatro puertas de los apartamentos. Hessler. Carlsson. Lethander & Son HB. Lundgren. La mirada se detuvo en el buzón del ministro. El letrero con el nombre estaba escrito a mano y pegado encima de una delgada placa de plástico. Se acercó lentamente a ella, escuchó con cuidado. Puso el dedo en el timbre, dudó. En cambio, abrió el buzón. Desde el interior del apartamento le llegó una corriente de aire caliente.

En ese mismo instante sonó un teléfono al otro lado de la puerta. Asustada, soltó el buzón y dio un soplido quedo. Apoyó la oreja contra la puerta. Distinguió una susurrante voz masculina. El labio superior se le perló de sudor, se lo secó con el dorso de la mano. Miró el buzón. No debería hacerlo.

Aunque si los socialistas se colaban en las casas particulares y realizaban escuchas ilegales, pensó, también ella podía escuchar a escondidas un poco.

Se agachó y abrió de nuevo el buzón. La corriente le golpeó el rostro. Volvió la cabeza y apoyó el oído en la ranura, el aire zumbaba.

– Me tienen que interrogar de nuevo -le pareció oír decir a la voz masculina.

Silencio. Cambió la posición de la cabeza para oír mejor.

– No sé. Esto no está bien.

De nuevo silencio. El sudor le corría por entre los pechos. Cuando la voz regresó era más alta, más irritada.

– ¿Qué coño puedo hacer? ¡La chica está muerta!

Annika cambió de posición para estar más cómoda, se arrodilló. Le pareció oír ruido de carraspeos y pasos. Luego de nuevo la voz, ahora más baja.

– Sí, sí, ya lo sé. No te llevo la contraria. No, nunca lo confesaré. ¿Por quién coño me tomas?

La puerta de enfrente, la de Hessler, se abrió. A Annika le dio un vuelco el corazón, se levantó rápida y torpemente. Posó el dedo con resolución sobre el timbre y miró a Hessler de reojo. El hombre debía de frisar los ochenta, en la mano sostenía la correa de su perrito blanco. Observó recelosamente a Annika, ella le miró y sonrió.

– ¡Qué calor! -dijo ella.

El hombre no respondió. Resuelto, se dirigió al ascensor.

– Lo siento, pero no funciona -informó Annika y volvió a llamar.

Estudió la mancha brillante en medio de la mirilla de la puerta. Se oscureció repentinamente, alguien tapaba la luz. Miró fijamente la mirilla e intentó infundir confianza. Nadie abrió. La oscuridad desapareció y la mirilla volvió a brillar. No pasó nada. Llamó una cuarta vez.

– Hola -gritó a través del buzón-. Me llamo Annika Bengtzor, y soy del Kvällspressen. ¿Le puedo hacer unas preguntas?

Hessler comenzó a bajar las escaleras refunfuñando con el perro saltando por delante.

Volvió a llamar al timbre.

– Vete -dijo una voz desde el interior del apartamento.

La respiración de Annika se aceleró, sintió unas terribles ganas de orinar.

– Será peor si no comenta nada -repuso y tragó.

– ¡No digas chorradas! -exclamó el ministro.

Ella cerró los ojos y respiró.

– ¿Me puede dejar usar el cuarto de baño? -preguntó.

– ¿Qué?

Ella apretó las piernas, el café aguachirle de Daniella amenazaba con hacer explotar su vejiga.

– Por favor -rogó ella-. Tengo que hacer pis.

La puerta se abrió.

– Nunca antes había oído ese argumento -dijo el ministro.

– ¿Dónde está? -preguntó Annika.

Él señaló una puerta verde claro a la izquierda. Se precipitó dentro y cerró, suspiró, tiró de la cadena y se lavó las manos.

El apartamento era demasiado luminoso y terriblemente cálido. Se le podía dar la vuelta, de la cocina al salón, y estar de nuevo en el recibidor

– Ahora tienes que irte -dijo el ministro desde la puerta de la habitación.

Miró inquisitivamente al hombre que estaba frente ella. Parecía cansado y pálido, llevaba una camisa blanca que no se había preocupado de abrochar, y unos pantalones negros arrugados. Tenía el pelo de punta, estaba sin afeitar.

Atractivo, pensó Annika. Y le sonrió.

– Gracias -dijo-. Cuando las ganas aprietan…

Las palabras colgaron con su doble sentido en el aire. Él se volvió y entró en el cuarto.

– Cierra la puerta al salir -dijo él.

Ella le siguió a la habitación.

– Yo no creo que usted lo haya hecho -le comunicó.

– ¿Cómo me encontraste? -preguntó él.

– Research -respondió ella.

Él se sentó en la cama sin contestar. Annika se puso delante de él.

– Pero usted ha visto algo, ¿verdad? Esa es la razón de que le estén interrogando.

El ministro la miró con ojos cansados.

– Prácticamente nadie sabe dónde vivo -repuso-. ¿Cómo sabías que estaba aquí?

Annika miró al hombre inquisidoramente.

– Usted oculta algo, ¿verdad? ¿Qué es lo que esconde?

El ministro se levantó apresuradamente y se acercó a ella.

– No sabes una mierda -le espetó-. ¡Vete de aquí antes de que te eche!

Annika tragó saliva, levantó las palmas de las manos y comenzó a retroceder hacia la puerta.

– De acuerdo -dijo ella-. Ya me voy. Gracias por dejarme utilizar el baño…

Se apresuró a ir hacia la puerta, la cerró silenciosamente tras de sí. Alcanzó a Hessler en el primer piso.

– Es un verano maravilloso, ¿no le parece?


El ministro se abrochó la camisa. Lo mejor sería bajar de nuevo a Bergsgatan. Suspiró, se sentó en la cama y se anudó los zapatos.

Joder, hay que ver los trucos que inventan, pensó, y miró hacia la puerta de la calle por donde había desaparecido la reportera. El servicio, ¡por Dios!

Se puso de pie y dudó si ponerse una chaqueta. Escogió una clara de lino.

¿Cómo coño le había encontrado aquí? Ni siquiera Karina Björnlund sabía que vivía aquí cuando estaba en Estocolmo. Ella siempre le llamaba a su móvil.

Sonó el teléfono, no el móvil sino el fijo. Contestó inmediatamente. Solo unas pocas personas conocían ese número.

– ¿Cómo estás?

Era su esposa, preocupada. Se dejó caer de nuevo en la cama, y para sorpresa suya comenzó a llorar.

– Pero cariño, ¡dime qué pasa!

Ella también lloraba.

– ¿Estáis en casa de Stina?

– Llegamos ayer.

Él se sonó.

– No puedo contarte nada.

– ¿Hay algo de cierto?

Él se pasó la mano por la frente.

– ¿Cómo puedes siquiera preguntarlo?

– ¿Qué quieres que piense?

Ofendida, asustada, recelosa.

– ¿Puedes creer que yo… sería capaz de matar?

Ella titubeó.

– No por ti -respondió ella.

– Pero…

– No hay nada que no hicieras por el partido -dijo resignada.


Q contestó. A Annika la embargó la alegría. Sin embargo, ésta duró poco.

– No puedo decir ni pío -respondió él.

– ¿Es cierto que el ministro es sospechoso? -preguntó Annika, se recostó en la silla y puso los pies sobre la mesa.

Él se rió crudamente.

– Joder, qué pregunta más inteligente. ¿Has llegado a esa conclusión tú misma?

– Está un poco raro -dijo Annika-. Tiene miedo de que se sepa algo. ¿Qué oculta?

La risa se acabó y le siguió un corto silencio.

– ¿De dónde sacas todas esas cosas? -preguntó el policía.

– Escucho, investigo, observo. Por ejemplo, sé que vive muy cerca del lugar del crimen.

– Así que lo has adivinado.

– ¿Tiene esto que ver con el caso?

– Hemos interrogado a todos los vecinos de Sankt Göransgatan 64.

– Es un edificio de propietarios.

– ¿Qué?

– No son arrendatarios, ellos son propietarios de sus pisos.

– ¡Pero qué coño…! -exclamó el policía

– ¿Realmente pensáis que ha sido él?

Q resopló.

– Quizá -repuso.

Annika se quedó completamente pasmada.

– Pero… ¿y el novio? ¿Joachim?

– Tiene una coartada.

Annika se enderezó en la silla.

– Entonces no fue… Parecía como si…

– Lo mejor sería que la prensa no especulara tanto -dijo el policía-. A veces sois un infierno para la gente.

Annika se enfureció.

– ¡Qué dices! ¿Quién coño organizó una rueda de prensa el sábado a las diez de la noche, sólo porque estabais jodidamente necesitados de prensa? No digas chorradas. ¿Qué es eso de que somos un infierno para la gente? Sólo digo una cosa: Osmo Vallo. ¡Venga ya, compara abusos!

– No necesito escuchar esa basura -respondió el policía y colgó.

– ¡Oye! -dijo Annika al auricular-. ¡Hola! ¡Joder!

Tiró el auricular sobre la horquilla y Spiken le lanzó una mirada irritada.

– Estás sentada en mi sitio.

Una mujer de treinta años, vestida con traje sastre, la observaba desde arriba con una mirada recriminatoria a ella y a sus sandalias. Annika levantó la vista, desconcertada.

– ¿Qué pasa?

– ¿Hoy no es tu día libre?

Annika bajó los pies al suelo, se levantó y alargó la mano.

– Tú debes de ser Mariana. Me alegro de conocerte. Yo me llamo Annika Bengtzon.

Aquella especie de dragón con traje sastre tenía un aire noble y un apellido complicado. Se la consideraba una persona de mucho talento.

– Te agradecería que recogieras tus cosas. No es nada agradable encontrarse con esto al empezar el día.

– Estoy de acuerdo -replicó Annika-. Cuando llegué el miércoles tuve que limpiar la estantería y la mesa.

Recogió rauda los papeles que había sobre la mesa.

– Me voy a comer -informó al jefe de la mesa de redacción, cogió su bolso y se marchó.

En los ascensores se tropezó con Carl Wennergren. Llegaba junto a otros reporteros becarios, todos parecían reírse de algo que había dicho Carl. Annika se había preguntado cómo reaccionaría al encontrárselo. Había pensado qué decirle. Ahora ya no necesitaba cavilar más. Decidida, cerró el paso al grupo.

– ¿Puedo hablar un momento contigo? -preguntó secamente.

Carl Wennergren hinchó el pecho y esbozó una sonrisa que brilló en su rostro bronceado. Su pelo aún estaba húmedo después del baño matutino, el flequillo le caía sobre la frente.

– Claro que sí, mujer -contestó-. ¿Qué quieres?

Annika bajó medio tramo de escaleras. Carl Wennergren se despidió de sus amigos antes de seguirla, confiado y relajado. Ella se colocó de espaldas a la pared de la escalera y miró de hito en hito a su colega.

– El lunes recibí una oferta -dijo con voz queda-. Un grupo que se hacía llamar las Barbies Ninja me quería vender una primicia. Por cincuenta mil coronas en metálico me permitían acompañarlas cuando realizaran una especie de atentado contra un policía.

Observó penetrantemente a Carl Wennergren. El joven había dejado de sonreír, el sonrojo le llegaba hasta las orejas. Apretó la boca hasta convertirla en una pequeña línea.

– ¿Qué quieres decir? -dijo algo sofocado.

– ¿Cómo te las arreglaste para hacer el trabajo del periódico de hoy?

Carl Wennergren lanzó el flequillo hacia atrás.

– ¿A ti qué coño te importa? -replicó-. ¿Desde cuándo eres la responsable de la publicación?

Ella le miró sin responder. Carl se volvió para subir las escaleras. Annika no se movió. Después de subir tres peldaños dio media vuelta y regresó, colocó su cara a cinco centímetros de la de Annika.

– No he pagado ni una jodida corona -repuso él-. ¿Qué coño piensas de mí?

– No pienso nada -respondió, y notó que la voz le temblaba un poco-. Solo me pareció extraño de cojones.

– Querían transmitir su mensaje -repuso Carl Wennergren-, pero no me vendieron ninguna primicia. Ningún periódico es tan jodidamente estúpido de pagar por un atentado contra la policía, eso lo sabes hasta tú misma.

– Así que al final te dieron la noticia gratis -dijo Annika.

– Exacto.

– ¿Y a ti te pareció correcto acudir?

Carl Wennergren dio media vuelta y subió las escaleras, de dos en dos.

– ¿Esperaron a prender fuego hasta que cargaste la cámara? -gritó Annika a su espalda.

El reportero desapareció en la redacción sin volverse.

Annika continuó bajando las escaleras. Carl Wennergren podía tener razón. No valía la pena quemar coches si nadie sabía el porqué. Las Barbies Ninja le podían haber dado la noticia.

De lo que estaba segura es de que no sabía que la propuesta se la habían ofrecido antes a ella, porque se había sorprendido mucho.

Annika se dirigió hacia la salida, fingiendo no oír las quejas de Tore Brand.

Hacía más calor que nunca. El sol daba de lleno en el cambio de sentido frente al periódico y el asfalto se había reblandecido. Se encaminó hacía el quiosco de salchichas de Rålambsvägen, compró un pan de pita con ensalada de gambas y se lo comió de pie.


El avance de Aktuellt no mencionó nada en los titulares, ni de la muerte de Josefin, ni del ministro, ni de las Barbies Ninja. Probablemente los temas aparecerían como teletipos en medio de la transmisión, pero de momento nadie del periódico Kvällspressen seguía aquel programa de televisión. Toda la actividad se detuvo cuando la guitarra eléctrica de la sintonía de Studio sex comenzó a sonar a las 18.03. Annika estaba sentada a la mesa de Berit y miraba fijamente el altavoz de la radio.

– La investigación sobre la muerte de la joven de diecinueve años, Josefin Liljeberg, es cada vez más compleja -anunció el presentador mientras la guitarra sonaba de fondo-. En realidad la mujer era bailarina de striptease en un conocido club de alterne de la ciudad. El ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren, ha sido interrogado hoy de nuevo. Ampliaremos esta información en el programa de actualidad, con debates y análisis, en directo desde Studio sex.

Sin levantar la vista, Annika sintió las miradas desde la mesa de redacción, la desconfianza traspasaba la tela de su camisa.

– Miércoles 1 de agosto, bienvenidos a Studio sex desde Radiohuset, Estocolmo -tronó el presentador.

»Josefin Liljeberg era bailarina de striptease de un conocido club de alterne que tiene el mismo nombre que este programa de radio, Studio Sex. En gran parte de los medios, sobre todo en el periódico Kvällspressen, se la ha descrito como una joven cuyo sueño era ser periodista y ayudar a los niños necesitados. La verdad, sin embargo, es completamente distinta. Ahora oiremos una grabación hecha por la joven.

Pusieron una cinta en el cuarto de control. Una voz femenina que intentaba parecer sensual daba la bienvenida a Studio Sex, el club más caliente de Estocolmo, a todos los curiosos y clientes con ganas de sexo. Informaba de las horas de apertura, desde la una del mediodía a las cinco de la madrugada. Y añadía que se podía encontrar a jóvenes agradables, invitarlas a champaña, asistir al show o a un pase privado, ver y comprar películas eróticas.

A Annika le resultó difícil respirar y ocultó su rostro entre las manos. Ella no sabía que esa voz fuera la de Josefin.

El programa prosiguió con datos sobre el asesinato. El ministro había acudido de nuevo a Bergsgatan en Estocolmo para proseguir su interrogatorio. Pusieron una nueva cinta, una puerta que se cerraba, algunos reporteros que gritaban sus preguntas mientras Christer Lundgren se dirigía a la comisaría central.

Annika se levantó, se colgó el bolso del hombro y salió por la puerta trasera. Las miradas que sentía sobre su espalda quemaban el oxígeno de sus pulmones. Tenía que respirar o moriría.


Patricia había puesto el radiodespertador para que se encendiera en P3 a las 17.58. Eso significó que le dio tiempo a orinar y beber agua antes de que comenzara el programa Studio sex. Había dormido pesadamente y sin soñar y se sentía casi drogada cuando regresó trastabillando al colchón. Con movimientos torpes puso los cojines contra la pared. Escuchaba en la oscuridad tras las cortinas negras, las cortinas de Josefin. El hombre de la radio estaba machacando a Josefin, ensuciaba todo lo que era cierto y la convertía en una persona malvada. Patricia lloró. Qué injusto era todo.

Apagó la radio y se dirigió a la cocina. Se preparó una tetera con manos temblorosas. Justo cuando se servía la primera taza llamaron a la puerta. Abrió, era la periodista.

– ¡Qué cabrón! -exclamó Annika, y entró alborotada en el apartamento-. ¿Cómo coño la pueden retratar como si fuera una puta de mierda? ¡No hay derecho!

Patricia se secó las lágrimas.

– ¿Quieres una taza de té? Yo me iba a tomar una.

– Gracias -contestó Annika Bengtzon y se dejó caer en una silla-. Me pregunto qué se puede hacer, acusarles ante el defensor del oyente o algo por el estilo. ¡No se puede tolerar!

Patricia sacó una taza y la colocó delante de la periodista. Annika no parecía encontrarse bien. Estaba aún más pálida y delgada que la última vez.

– ¿Quieres una rebanada de pan? Tengo roscón duro.

Era el favorito de Patricia, con port salut.

– No gracias, me he pasado el día comiendo.

Annika Bengtzon apartó la taza y se acodó sobre la mesa, la miró fijamente a los ojos.

– ¿Estoy completamente equivocada, Patricia? -preguntó-. ¿Mis artículos estaban equivocados?

Patricia tragó saliva y bajó la mirada.

– Que yo sepa, no -respondió.

– Patricia, respóndeme sinceramente. ¿Has visto alguna vez a ese ministro, Christer Lundgren?

Patricia se mordió el labio inferior, los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No lo sé -murmuró-. Quizá.

Annika se recostó en la silla, acongojada.

– ¡Dios mío! -exclamó-. Así que puede ser cierto. ¡Un ministro!

Se levantó y empezó a ir de un lado para otro.

– De cualquier manera, es una cabronada imperdonable pintarla como si fuera una furcia. Y poner esa cinta con su voz, qué putada.

– Esa no era Jossie -apuntó Patricia y se sonó.

– ¿No? ¿Y quién coño era?

– Sanna, la cajera. Ella se ocupa del contestador. Bébete el té, se te va a enfriar.

La periodista se sentó.

– Los de la radio no están tan informados como pretenden -dijo ella.

Patricia no respondió. Se tapó el rostro con las manos. Su vida se había desvanecido al mismo tiempo que la de Josefin, reemplazada por una realidad descontrolada que cada día la arrastraba a nuevos abismos.

– Todo esto es una pesadilla -dijo, era una voz apagada la que llegaba desde detrás de sus manos. Sintió la mirada de la periodista.

– ¿Has recibido alguna ayuda? -preguntó Annika Bengtzon.

Patricia apartó las manos del rostro, suspiró y cogió la taza de té.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Psicólogo o asistente social o algo por el estilo?

Miró sorprendida a la reportera.

– ¿Por qué?

– A lo mejor necesitas ayuda de algún grupo de crisis.

Patricia bebió, el té estaba templado, tragó.

– ¿Qué podrían hacer? Josefin está muerta.

Annika Bengtzon la miró durante un buen rato.

– Patricia -dijo-, por favor, cuéntame todo lo que sabes. Es importante para mí. ¿Fue Joachim?

Patricia colocó la taza sobre el plato y miró fijamente sus rodillas.

– No lo sé -contestó en voz baja-. También pudo haber sido otra persona. Algún pez gordo…

La voz enmudeció, de pronto el silencio llenaba toda la cocina.

– ¿Por qué piensas eso?

Los ojos llenos de lágrimas una vez más.

– No te lo puedo contar -murmuró.

– ¿Por qué no?

Miró a la periodista con los ojos arrasados en lágrimas, la voz se le convirtió en un grito agudo.

– ¡Porque él sabría que he sido yo quien se ha ido de la lengua! ¡No comprendes nada! ¡No puedo! ¡No quiero!

Se levantó precipitadamente y salió de la cocina, se tiró sobre su colchón y se cubrió la cabeza con la colcha. La reportera permaneció sentada un rato, luego oyó su voz desde el umbral de la puerta.

– Lo siento -dijo Annika Bengtzon-. No deseaba entristecerte. Veré si se puede demandar a Studio sex por la mierda que propagan sobre Josefin. Te llamaré mañana. Okey?

Patricia no respondió, respiraba jadeante, y susurraba bajo la sábana, donde un aire irrespirable consumía rápidamente el oxígeno.

La periodista abrió la puerta de la calle y la cerró silenciosamente. Patricia apartó la colcha. Permaneció tumbada inmóvil y miró a través de una rendija de las cortinas negras.

Pronto se haría de noche de nuevo.


¡Gracias a Dios, Jansson había llegado! Él por lo menos tenía cerebro, a diferencia de Spiken.

– Tienes mala cara -dijo Jansson.

– Muy amable -respondió Annika-. ¿Puedo hablar contigo un momento?

Él hizo clic y cerró algo en su pantalla.

– Claro. ¿La burbuja de humo?

Se sentaron en la habitación acristalada junto a la redacción de deportes, el jefe de noche encendió un cigarrillo y soltó el humo hacia el extractor.

– El ministro vive a sólo cincuenta metros del lugar del crimen -informó ella-. Todos los inquilinos de la casa han sido interrogados.

Jansson silbó.

– Esto le da otra dimensión al asunto. ¿Te has enterado de algo más?

Ella bajó la mirada.

– El novio tiene una coartada. Una de mis fuentes dice que pudo ser algún pez gordo quien la asesinó.

Jansson fumaba y observaba a la joven becaria en silencio. No la comprendía. Era inteligente, sin experiencia y deseosa de hacer carrera, una combinación que no era especialmente sana.

– Dime las cosas claras. ¿Cuáles son tus fuentes?

Ella se mordió los labios.

– No dirás nada, ¿verdad?

Jansson asintió.

– La compañera de piso de la muchacha asesinada y el responsable de la investigación en la criminal. Ninguno de los dos habla abiertamente, pero dicen unas cuantas cosas off the record.

Jansson abrió los ojos de par en par.

– No está mal -comentó-. ¿Cómo coño lo has conseguido?

Ella se encogió de hombros.

– Llamando y dando la lata. Fui a casa de la chica. Se llama Patricia. Me preocupa.

Jansson apagó el cigarrillo.

– Hoy tenemos que ir a por el ministro -anunció él-. Ya ha estado en tres interrogatorios. Debe de haber otra razón además de lo del apartamento. Que viva tan cerca es muy interesante, no lo he leído en ninguna parte. Haremos un artículo sobre eso. ¿Cómo lo supiste?

Ella suspiró.

– Tomé un café con su vecina. Luego llamé a su puerta.

Jansson se sorprendió.

– ¿Y abrió?

Ella se sonrojó.

– Necesitaba orinar.

El jefe de noche se reclinó contra el respaldo de plástico de la silla.

– ¿Qué coño dijo?

Ella rió algo ruborizada.

– Me echó.

Jansson sonrió.

– ¿Dónde está Carl? -preguntó Annika.

– Recibió una información de esas muñecas Barbies. Al parecer están de nuevo en acción.

Annika se quedó de piedra.

– ¿Qué fue lo que pasó ayer? -indagó ella.

– En realidad no lo sé -respondió Jansson-. Llegó con las fotos a las nueve.

– ¿Tú sabías que las tenía?

Jansson movió la cabeza negativamente y encendió un cigarrillo más.

– No -respondió-. Fueron una especie de regalo.

– ¿Te parece éticamente defendible que acudamos a actos terroristas? -repuso ella.

Jansson suspiró y apagó el cigarrillo después de dos caladas.

– Hay un gran debate sobre eso -dijo y se levantó-. Ponte de acuerdo con Carl si deseas añadir algunos datos a su artículo.

Annika también se levantó.

– Sure babe -contestó.

El teléfono de Jansson sonaba como un poseso en la mesa de la redacción, él se apresuró a cogerlo.

– Hola, Berit, ¿cómo coño te va? ¿No? ¡Qué cabrón!

Annika se sentó a la mesa de Berit y escribió sus artículos. La conexión del ministro con el lugar del crimen. No tenía mucho que contar. Estuvo sentada durante un largo rato mirando la pantalla, luego descolgó el auricular y llamó a la secretaria de prensa de Christer Lundgren.

– Karina Björnlund -contestó la mujer.

Annika se presentó y preguntó si molestaba.

– Sí, tengo una invitación a comer. ¿Podrías llamar mañana?

Annika se sorprendió.

– ¿Lo dices en serio?

– Te he dicho que estoy ocupada.

– ¿Por qué están interrogando al ministro?

– No tengo ni idea.

– ¿Es porque vive junto al lugar del crimen?

La sorpresa de la secretaria de prensa parecía auténtica.

– ¿Sí?

Annika carraspeó.

– Gracias por dejar que te molestara -dijo irónica-. Has sido de gran ayuda.

– De nada -entonó Karina Björnlund-. ¡Buenas tardes!

¡Jesús!, pensó Annika.

Llamó a la centralita y preguntó dónde se hospedaba Berit, le dieron el número de un hotel de Visby. La reportera estaba en su habitación.

– ¿Qué tal la caza? -preguntó Annika.

Berit exhaló un suspiro.

– El presidente del parlamento se niega a asumir que tuviera conocimiento sobre IB.

– ¿Adónde quieres llegar?

– Él era responsable, uno de los más iniciados durante los años sesenta. Entre otros cargos, durante la mili, estuvo destinado a IB.

Annika parpadeó.

– ¿Te podían destinar ahí?

– Formalmente se dice que estuvo destinado en el departamento de seguridad del Ministerio de Defensa, pero en la práctica continuó con su trabajo político ordinario. ¿Y a ti qué tal te va?

Annika dudó.

– Más o menos. Studio sex ha sacado que ella era una bailarina de striptease.

– ¿Lo sabías?

Annika parpadeó.

– Sí.

– ¿Por qué no escribiste sobre eso?

Berit sonaba sorprendida. Annika se rascó la oreja.

– Yo sólo la he descrito. Esto no tiene que ver con el asunto -respondió.

– ¡Claro que sí! Ahora me sorprendes -dijo Berit.

Annika tragó saliva.

– La imagen de Josefin queda muy chata si se infla eso del club de alterne, ella se convierte sólo en una puta. Hay mucho más, muchos matices más, ella era hija y hermana y amiga y colegiala…

– Y bailarina en un puticlub. Claro que tiene importancia, Annika -interrumpió Berit.

Se hizo el silencio en el teléfono.

– Pienso demandar a Studio sex al defensor del oyente -le espetó Annika.

Berit casi se enfadó.

– Venga, ¿por qué?

– Patricia no sabía que ellos harían públicos estos datos.

– ¿Quién es Patricia?

– La mejor amiga de Josefin.

Berit habló de carrerilla.

– Annika, ahora no te enfades, pero me parece que estás cubriendo este asesinato de una manera demasiado personal. Ten cuidado en no mezclarte con los actores. Esto sólo puede acabar mal. Tienes que conservar tu distancia profesional o no ayudarás a nadie, y menos aún a ti misma.

Annika cerró los ojos y sintió cómo el sonrojo se extendía por su rostro y alcanzaba su cuero cabelludo.

La alborotada percepción del fracaso llenó su mente.

– Sé lo que hago -dijo algo chillona.

– No estoy segura del todo -respondió Berit.

Acabaron rápidamente la conversación. Annika permaneció sentada durante un buen rato con las manos cubriéndole el rostro, se sentía machacada y a punto de llorar.

– ¿Has terminado el artículo del apartamento? -le gritó Jansson desde la mesa de redacción.

Ella se recompuso rápidamente.

– Yes -respondió-. ¡Ahora mismo lo mando a «la lata»!

Ella soltó el teclado y dejó que el artículo volara a través de los cables. Jansson levantó el pulgar afirmativamente cuando apareció en su pantalla. Recogió rauda sus cosas de la mesa de Berit y se levantó para marcharse. En ese mismo instante, Carl Wennergren apareció corriendo desde los ascensores.

– ¡Preparad mi «careto», esta noche me hago inmortal! -exclamó.

Todos los hombres de alrededor de la mesa de redacción levantaron la vista mientras el reportero realizaba una especie de entusiasta danza de guerra con un cuaderno y un bolígrafo en las manos.

– Las Barbies Ninja han intentado incendiar el puticlub donde trabajaba la bailarina de striptease, ¿y adivinad quién tiene las fotos en exclusiva?

Los hombres de la mesa se levantaron todos a una y se acercaron a palmear a Carl Wennergren en la espalda, Annika vio agitarse la cámara automática del reportero por encima de sus cabezas como si fuera un estandarte victorioso. Se colgó apresuradamente el bolso del hombro y abandonó la redacción por la puerta trasera.

La temperatura había bajado varios grados, pero el aire parecía más espeso que nunca. Pronto llegará una tormenta de verdad, pensó Annika. Pasó frente al quiosco de salchichas cerrado y decidió no tomar el autobús. En cambio, caminó lentamente hacia Fridhemsplan, y sin pensarlo subió hacia Kronobergsparken.

El acordonamiento había desaparecido por completo, pero la montaña de flores estaba creciendo, aunque puestas en el sitio erróneo, en la entrada del cementerio, pero daba igual. La verdad sobre Josefin no era importante, sólo vivía el mito y éste funcionaba como una proyección de la necesidad afectiva de la gente.

Torció y bajó hacia Hantverkargatan. Las luces azules titilaban a través de la noche estival.

Pensó en el incendio de las Barbies Ninja, y al segundo siguiente: ¡Dios mío, Patricia!

Pasó trotando la escuela de Kungsholmen y bajó la cuesta. A lo lejos brillaban las tres coronas del ayuntamiento bajo la última luz solar. Unos curiosos se habían agrupado, vio a Arne Påhlson del Konkurrenten de pie junto a un coche de bomberos. Se acercó con cautela. Uno de los estrechos carriles de Hantverkargatan estaba acordonado, los coches se abrían paso por el resto de la calle. Había tres coches de bomberos, dos coches de policía y una ambulancia detenidos frente a la anónima puerta de Studio Sex. La acera y la fachada estaban negras de humo, parecía como si se hubiera desatado una guerra. Se colocó detrás de un grupo de jóvenes que, con latas de cerveza en las manos, discutían acaloradamente sobre lo ocurrido.

De pronto se abrió la puerta del club y salió un policía vestido de civil. Annika lo reconoció inmediatamente, a pesar de que esta vez no vestía la camisa hawaiana. Hablaba con alguien cubierto por la puerta, Annika se abrió paso a empellones. Vio un brazo delgado de mujer señalar algo en la calle.

– ¿Dónde? -le oyó decir al policía.

Patricia salió a la calle. Annika tardó algunos segundos en reconocerla. La mujer estaba muy maquillada y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo alta. Vestía un sujetador rojo de lentejuelas y un tanga del mismo color. Los chicos alrededor de Annika se pusieron a gritar y silbar, Patricia se estremeció y miró asustada hacia el grupo. Vio inmediatamente a Annika. Sus miradas se encontraron, a Patricia se le iluminó el rostro. Agitó la mano en un saludo, Annika se quedó petrificada. Sin pensarlo se agachó rápidamente entre los hombres y retrocedió. Los hombres empujaban, oyó gritar a una mujer. Corrió hasta la primera bocacalle, no había estado nunca antes ahí, se apresuró hacia Bergsgatan, pasó de largo la comisaría, el aparcamiento y giró en Agnegatan. Tomó el atajo por el patio y acabó temblando y jadeando junto a su puerta. La llave le temblaba tanto en la mano que apenas pudo abrir.

Estoy perdiendo el control, pensó, y bajó la cabeza al comprender su propia cobardía: se avergonzaba de Patricia.

Dieciocho años, un mes, veinticinco días

Cuando la más profunda certidumbre supera a la angustia sobreviene la verdadera confianza. Todo lo demás es un fracaso, lo sé.

Él desea que reviva viejos y horribles recuerdos.

Me empuja al cuarto de baño para que me masturbe.

Ahora tócate hasta correrte, dice. No puedes entrar, le digo yo.

Él abre la puerta del cuarto de baño mientras yo estoy sentada con la ducha entre las piernas, su rostro pálido de cólera.

Puedes follar hasta correrte con un jodido aparato, pero conmigo no, grita.


El pasillo de un hotel, puertas que se cierran. Pánico, tirones y fatiga, desnuda y mojada. Voces en la zona de la piscina, no me atrevo a gritar. A oscuras y en silencio, los azulejos fríos bajo mis pies. Me escondo entre los arbustos, piso un gran insecto y estoy a punto de gritar. Odio las arañas, odio los bichos pequeños. Lloro, tengo frío, tiemblo.

Es necesario vencer el miedo, dominar los demonios.

De vez en cuando me acerco de puntillas a la puerta. Él la abre justo antes de amanecer, cálido, seco, caliente, amoroso.


En el mundo no existe nada

más importante

que nuestra relación.

Jueves, 2 de agosto

El primer ministro vio a los fotógrafos de prensa desde lejos y resopló pesadamente. Los periodistas cargados con sus cámaras habían construido un muro improvisado junto a la entrada a Rosenbad. Sabía que estarían ahí, sin embargo, hubiera deseado equivocarse. Hasta ahora no había hecho ningún comentario sobre la sospecha contra Christer Lundgren, únicamente se había remitido a la joven ministra de Integración, que era la jefa de Gobierno en funciones. No podría seguir así. Los pocos días de verano de sus vacaciones anuales habían quedado en nada, se habían esfumado. Suspiró de nuevo y dio un gran bostezo. Siempre lo hacía cuando estaba nervioso. Daba una impresión de indiferencia a la gente de su alrededor, lo cual era positivo. Como ahora, el hombre en el coche no sabía nada sobre su agitación interior, de su nudo como una piedra en el estómago. Los intestinos se le revolvían de inquietud, tenía que ir al baño con urgencia.

La prensa vio el coche al doblar Fredsgatan. Todo el grupo se agitó como un solo organismo y se colgaron las fundas con los teleobjetivos. El primer ministro los observó a través de la película negra que cubría las ventanillas. Estaba la radio, la televisión y la prensa escrita agitando sus pequeñas grabadoras.

– Todos parecen muñecos -le dijo al guardaespaldas de Säpo sentado en el asiento delantero-. Action-man con sus feas ropas y sus accesorios de quita y pon, ¿no?

El guardia asintió. Todos asentían cada vez que él hablaba. Sonrió cansado. Ya podían la prensa y la oposición ser igual de complacientes.

El coche se detuvo con un frenazo ligero y balanceante. El guardaespaldas salió del asiento delantero antes de que las ruedas se detuvieran por completo y con su cuerpo protegió al primer ministro al tiempo que le abría la puerta.

Las preguntas llovieron sobre el jefe de Gobierno como un diluvio ponzoñoso.

– ¿Qué opina de los indicios de criminalidad contra el ministro de Comercio Exterior?

– ¿Cree que esto perjudicará al partido?

– ¿Va a cambiar la línea de la campaña electoral?

– ¿Cree que Christer Lundgren debe dimitir?

Salió con dificultad del coche, levantó sus pesados kilos y resolló teatralmente. Micrófonos, grabadoras, objetivos y cintas capturaron aquel ligero resoplido. Daba la sensación de que el primer ministro no se tomaba aquello en serio. Vestía una camisa azul claro abrochada hasta el cuello, pantalones arrugados y sandalias sin calcetines.

– Bueno -dijo el primer ministro y se detuvo delante del foco de luz de la televisión.

Habló con una voz lenta, relajada y bastante baja que sonaba resignada.

– Christer no es sospechoso de nada. Por supuesto que esto no influye de ninguna manera en nuestra exitosa campaña electoral. Realmente deseo que Christer continúe en el gobierno, tanto por el gobierno como por Suecia y por Europa. Necesitamos a gente que pueda trasladar nuestro mensaje político al nuevo siglo.

Fin de la primera respuesta, pensó, y comenzó a dirigirse hacia la entrada. La prensa lo siguió como una ameba adherida. Todo se sucedía de acuerdo con sus planes.

– ¿Por qué ha interrumpido sus vacaciones?

– ¿Quiénes estarán presentes en la reunión de crisis de hoy?

– ¿Todavía confía en Christer Lundgren?

El primer ministro dio aún unos cuantos pasos antes de responder, tal y como lo había preparado con su asesor de imagen. Era el momento del comentario. Cuando se volvió hacia el grupo esbozó una amplia sonrisa.

– ¿Tengo pinta de ser un hombre en crisis? -preguntó, e intentó que sus ojos brillaran. Al parecer funcionó, unos cuantos componentes de la ameba se rieron.

Se acercó a la puerta, el hombre del Säpo se preparó para abrirla. Ahora era el momento el final. Esbozó una expresión algo preocupada.

– Bromas aparte -dijo sujetando con la mano la mirilla de metal-. Claro que lo siento por Christer en estos momentos. Esta clase de comentarios periodísticos sin base son siempre una gran prueba. Pero os aseguro que esta clase de datos exagerados no tiene la más mínima importancia para el gobierno o el partido. Todos habréis leído el Kvällspressen de hoy, ahí tienen muy claro por qué han interrogado a Christer. Resulta que tiene un apartamento junto a Kronobergsparken. Hasta los ministros tienen que vivir en alguna parte.

Sonrió con tristeza y asintió a su propia sabiduría antes de traspasar las puertas de seguridad del palacio de gobierno. Antes de que se cerraran manaron más preguntas por entre la rendija:

– ¿… es la razón de tantos interrogatorios?

– ¿… se sabe algo especial?

– … algún comentario de los últimos…

Se concentró en subir lenta y relajadamente las escaleras dado que los periodistas le podían ver a través de la puerta de cristal. ¡Carroñeros de mierda!

– ¡Joder, qué calor hace aquí! -exclamó y se desabrochó irritado un par de botones de la camisa-. Coño, si voy a tener que pasarme aquí dentro todo el puto día, ocupaos de que por lo menos se pueda respirar.

Entró en un ascensor y dejó que las puertas se cerraran antes de que el hombre del Säpo pudiera entrar. Ahora, verdaderamente tenía que cagar.


El cordón del zapato se rompió y Annika blasfemó. No tenía otros nuevos en casa. Se sentó en el suelo del recibidor con un suspiro cansado, se quitó la zapatilla deportiva e hizo otro nudo. Pronto no le quedaría más cordón con el que poder atarlos. Tenía que acordarse de comprar unos la próxima vez que fuera a Konsum.

Bajó cuidadosamente las escaleras, no deseaba sobrecargar las rodillas más de lo necesario. Sentía las piernas rígidas y poco elásticas, no se había preocupado de correr durante el verano.

El aire en el patio trasero era denso. Todas las ventanas del inmueble estaban abiertas de par en par, parecían desnudos agujeros negros en la rígida fachada del edificio. Las cortinas colgaban como cansados telones que se abrían hacia los escenarios interiores, sin moverse ni un milímetro. Annika arrojó una toalla en el cuarto de baño comunitario del patio y salió por el portal haciendo jogging hacia Agnegatan.

Al japonés de la esquina de Bergsgatan ya le había dado tiempo a colgar el cartel de los titulares del Kvällspressen. Carl Wennergren lo volvía a encabezar con sus Barbies Ninja. Hizo jogging detenida enfrente durante unos segundos mientras leía las cortas líneas: «Exclusiva fotográfica, sólo en Kvällspressen: atentado contra club de alterne».

El pulso se le aceleró, comenzó a sudar. En la foto se veía la puerta del local volando por los aires hacia la calle, el fuego incendiaba la entrada.

Me pregunto dónde estaba Patricia cuando ocurrió la explosión, pensó ella. Me pregunto si se asustó mucho.

Del artículo se deducía que el club de alterne no había sufrido graves daños. Se sorprendió al sentirse aliviada.

Se volvió y siguió por Agnegatan hasta Kungsholmsstrand. Al llegar al agua torció a la izquierda y aumentó la velocidad. Relativamente pronto sintió una punzada en los pulmones, estaba totalmente desentrenada. Dejó que las zapatillas golpearan el asfalto del camino cada vez con más intensidad, no se preocupó del dolor. Al ver el palacete de Karlberg frente a ella, a su derecha, aceleró el paso. El pecho se elevaba como un fuelle, el sudor le caía en los ojos. Al regresar tomó Lindhagensgatan, a través de Rålamhovsparken y subió por Kungsholmstorg. Cuando al final de aquel entrenamiento entró en la ducha, estaba tan cansada que estuvo a punto de desmayarse.

Tengo que cuidarme, pensó. Tengo que entrenar con más regularidad, de lo contrario no aguantaré. Las piernas le temblaban al subir lentamente las escaleras hasta su apartamento.


Llegó a la redacción justo antes del almuerzo. Berit aún no había regresado, Annika volvió a tomar prestada su mesa.

Su contribución al periódico del día consistía en un artículo sobre el apartamento del ministro. El titular era llamativo: «Kvällspressen revela: por esto interrogan al ministro». Le satisfizo el comienzo de la columna:

Christer Lundgren vive junto al lugar del crimen. Tiene un apartamento secreto a sólo 50 metros del cementerio.

Ni siquiera la secretaria de prensa de Lundgren sabía de su existencia.

– ¿Cómo me ha encontrado? -preguntó el ministro cuando el Kvällspressen le visitó ayer en su pequeño estudio.

A continuación seguía una descripción de la vivienda, datos sobre el interrogatorio a todos los inquilinos del inmueble y luego la cita de Daniella: «Como si él fuera un asesino, es una locura. No es una persona agresiva».

Había omitido su tacañería.

Siguieron unas líneas crípticas en torno a que la policía, a pesar de todo, se interesaba más por el ministro que por el resto de los que vivían en el edificio. Ella había mantenido ese fragmento escueto, ya que no tenía certeza de lo que la policía buscaba.

Mariana, la dragona con traje sastre y apellido aristocrático, había escrito una reseña sobre que el lugar de trabajo de Josefin era un club llamado Studio Sex.

Berit tenía una pequeña crónica en la que el presidente del parlamento negaba cualquier conocimiento del asunto IB.


Una persona desconocida estaba sentada a la mesa de redacción con el teléfono de Spiken pegado a la oreja. Annika encendió el ordenador y observó por encima de la pantalla. ¿Sabía él quién era ella? Comprendió que debía acercarse y saludar, titubeó, se pasó la mano por el cabello a medio secar. Cuando colgó, se acercó a él. Justo cuando había tomado aliento para presentarse al jefe por la espalda, el teléfono volvió a sonar, él lo cogió inmediatamente. Annika se quedó de pie detrás de la silla, la boca seca y la mirada perdida. Entonces vio el Konkurrenten. La foto de Josefin con gorra de bachiller dominaba la primera página. El titular era grande y negro: «bailarina de striptease en un club de alterne». Annika se sujetó a la silla giratoria del jefe de la mesa de redacción y se inclinó sobre el periódico. El subtítulo añadía: «La asesinada Josefin era una trabajadora del sexo».

– ¿Cómo coño pudimos perder ese ángulo? ¡Quizá me lo puedas explicar!

Annika levantó la vista, encontró la fría mirada del jefe de la mesa de redacción. Ella se pasó la lengua por los labios y alargó su mano.

– Annika Bengtzon, encantada de conocerte -dijo algo forzada.

El jefe de la mesa de redacción apartó la vista, estrechó apresurado su mano y murmuró su nombre, Ingvar Johansson. Cogió el Konkurrenten y se lo mostró a Annika.

– Por lo que sé, tú te has encargado de cubrir esto. ¿Cómo coño se nos pudo pasar que fuera una puta?

Annika sintió cómo su pulso se desbocaba, la boca totalmente seca.

– No era una puta -contestó con voz temblorosa-. Bailaba en el club de su novio.

– Sí, completamente desnuda.

– No, llevaba las bragas puestas. El novio seguía escrupulosamente la ley.

El jefe de la mesa de redacción la miró fijamente.

– ¿Si lo sabías, por qué no escribiste nada sobre eso?

Ella tragó saliva, los latidos del corazón retumbaban en sus oídos.

– Bueno, yo seguramente hice… mal. Pensé que no era importante.

El teléfono sonó de nuevo y el jefe de la mesa de rediacción se volvió. Annika carraspeó y sintió cómo las lágrimas le crecían. Joder. Joder. Joder. Ahora la he fastidiado. La he cagado.

Se volvió y se dirigió hacia la mesa de Berit, el suelo se le movía. ¡En este periódico, al parecer, no podía hacer nada bien!

El teléfono de la mesa de Berit sonaba sin parar, se apresuró, suspiró y contestó.

– Hola, soy Lisbeth -dijo una voz de mujer madura.

Annika se dejó caer en la silla, cerró los ojos e intentó controlar un incipiente ataque de hiperventilación.

– ¿Quién? -preguntó desconcertada.

– Lisbeth, la asistente social.

La voz se había vuelto recriminadora. Annika suspiró en silencio.

– Sí, claro -respondió-. De la casa de la juventud de Täby. ¿En qué te puedo ayudar?

– Los jóvenes van a realizar hoy su manifestación contra la violencia -informó-. Saldrán de aquí en tres autobuses a las dos de la tarde. Seguramente llegarán al lugar del crimen a las dos y media.

Annika se frotó la frente.

– A las dos y media -repitió.

– Bueno, pensé que os gustaría saberlo -dijo Lisbeth.

– Sí, muy bien, gracias -replicó Annika y colgó.

Se dirigió al cuarto de baño, se enjuagó el rostro y las muñecas con agua fría. El pánico desapareció poco a poco.

Coño, en realidad no es para tanto, pensó. Tengo que ser más distante con las cosas. Es normal que la gente piense que lo he hecho mal, so what?

Se alisó el pelo, fue a la cafetería y se compró un bocadillo. Quizá ella tuviera razón, desde una perspectiva completamente ético-periodística.

Valía la pena investigarlo.

Se llevó el bocadillo y una Fanta Light a la mesa de Berit. El defensor del lector del día resultó ser una mujer.

– Me gustaría presentar una denuncia -dijo Annika.

– Sí, claro, ¿eres tú la afectada? -preguntó la defensora del lector.

– No, es una chica que ha muerto.

La defensora del lector era simpática y paciente.

– Entonces son los parientes los que deben hacer la denuncia, o tú tienes que obtener su permiso.

Annika recapacitó.

– Se trata, por un lado, de un periódico y, por otro, de un programa de radio, ¿podéis encargaros de ambos?

– Nosotros podemos estudiar el artículo periodístico, pero no el programa de radio. De eso se ocupa la Comisión de Control de Radio y Televisión.

Annika resopló.

– ¡Pero ahí sólo se ocupan de la imparcialidad y la objetividad!

– Sí, es cierto que se ocupan de esos asuntos, pero también se encargan de cuestiones éticas y de publicación. Las reglas son casi las mismas que para la prensa escrita. ¿De qué tipo de publicación se trata?

– Muchas gracias por su ayuda -dijo Annika en tono cortante y colgó.

Llamó a la Comisión de Control de Radio y Televisión en Haninge.

– Sí, nos podríamos encargar del asunto -anunció la directora de departamento, que fue quien contestó.

– ¿Puedo poner yo la denuncia? -preguntó Annika.

– No, sólo tramitamos las denuncias privadas si se trata de asuntos de interés general, en cuestiones relacionadas con la imparcialidad y la objetividad. Por lo que se refiere a la intrusión en la vida privada, es la persona afectada quien tiene que presentar la denuncia.

Annika cerró los ojos, apoyó la frente contra su mano.

– Si lo hiciera, ¿cuál sería la resolución?

La directora del departamento recapacitó.

– La resolución no está cantada -contestó-. Hemos tenido algunos casos, en alguno de ellos les han dado la razón a los descendientes. ¿Podrías precisar algo más?

Annika contuvo la respiración.

– Se trata de una mujer asesinada. Ha sido descrita como una bailarina de striptease en un programa de radio. Sus familiares más cercanos no habían aprobado que estos datos se hicieran públicos.

No era realmente cierto, Annika no había hablado con los padres de Josefin. Pero sí era verdad en lo que concernía a Patricia.

– Entiendo -dijo la directora del departamento. Parecía como si hubiera escuchado Studio sex.

Dudó.

– No está del todo claro -continuó-. La comisión tiene que recibir una denuncia y estudiar el caso. También hay que tener en cuenta el interés general.

Annika se dio por vencida. Comprendió que no llegaría a ninguna parte. Dio las gracias y colgó.

Pero no estaba equivocada del todo, pensó.


Comenzó el Eko del mediodía, Annika apoyó las piernas sobre la mesa y escuchó distraídamente el transistor de Berit. Abrieron con cinco titulares, uno sobre Oriente Próximo, otro en relación con los comentarios del primer ministro sobre Christer Lundgren y además tres cosas que Annika olvidó en cuanto las oyó. Dejó volar sus pensamientos mientras hablaban de Oriente Próximo. Cuando salió el primer ministro ella subió el volumen. La conocida voz sonaba algo juguetona.

– ¿Tengo pinta de ser un hombre en crisis?

El reportero comenzó a hablar y explicar que el primer ministro había estado relajado y de muy buen humor al llegar a Rosenbad por la mañana. El jefe de Gobierno no estaba en absoluto preocupado por la acusación contra el ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren, sino que esperaba confiado en los resultados de la campaña electoral. Sin embargo, lo sentía y comprendía el mal trago por el que pasaba su colega.

Regresó el primer ministro en persona.

– Claro que lo siento por Christer en estos momentos. Este tipo de escritos periodísticos sin base son siempre una gran prueba para un político. Pero os aseguro que esta clase de datos exagerados no tiene la más mínima importancia para el gobierno o el partido.

Acabó la noticia. Siguió una pesquisa sobre el sindicato municipal y Annika apagó la radio. Si había algo que le parecía insufrible eran los asuntos municipales.


– ¿Eres tú quién anda diciendo tonterías?

Patricia parpadeó soñolienta hacia la franja de luz entre las cortinas, cambió el auricular de oído e intentó incorporarse.

– Diga-respondió-. ¿Quién…?

– No te escabullas. ¡Dime la verdad ahora mismo!

Era una voz chillona y enfadada.

Patricia tosió y se restregó los ojos, deseó que el período del polen acabara.

– ¿Es Barbro? -preguntó cuidadosamente.

– ¡Claro que soy Barbro! ¿Quién iba a ser? ¿Alguna de vuestras amigas pornográficas, quizá?

La madre de Josefin comenzó a gritar por el auricular, de una manera desarticulada y desvariando. Patricia inspiró e intentó ordenar sus ideas. Las palabras se retorcían, se mezclaban unas con otras y se volvían difusas. Le salieron en español, como solía ocurrirle cuando se sentía muy estresada.

No entiendo[3]

– ¿No comprendes la que has organizado? -aulló la madre de Josefin-. Has mancillado su recuerdo para siempre. ¿Cómo pudiste?

Los pensamientos se iluminaban, algo estaba mal.

– ¿Qué ha ocurrido? Tiene que ser un malentendido…

La voz del auricular descendió a un susurro.

– Sabemos lo que eres. Una puta de ballet, ¿oyes? ¡Y además tuviste que arrastrar a Josefin a esa mierda!

Patricia se puso de pie y gritó en el auricular.

– ¡No es cierto, no es cierto! ¡Yo no he arrastrado a Josefin a nada!

– Una cosa es segura -berreó Barbro Liljeberg Hed-, vas a salir de mi apartamento y lo vas a hacer hoy mismo. Recoge tus cosas de mierda y regresa a África o de donde vengas.

– Pero…

– Vete antes de las seis.

Clic. La línea murió. Patricia escuchó durante un momento el vacío zumbido. Lentamente colocó el auricular sobre su base y se dejó caer en el colchón. Se sentó con las rodillas debajo de la barbilla, los brazos alrededor de las piernas y se balanceó lentamente, de delante hacia atrás.

¿Adónde podría ir?

Entonces volvió a sonar el teléfono. Se estremeció como si hubiera recibido un golpe. Sin pensarlo lo agarró, lo arrancó de la pared y lo arrojó al recibidor.

– Jodida bitch de mierda -gritó y comenzó a llorar.


Annika dejó que la señal sonara y sonara. Patricia debería estar en casa ahora, quizá durmiera, pero debería oír el teléfono. ¿Y si le ha ocurrido algo?

La preocupación se mezcló con la vergüenza que sintió ayer, primero por la mujer y luego por la traición.

Preocupada, se dio una vuelta por la redacción, tomó una taza de café y miró la CNN durante un rato. Al pasar por su mesa recordó que había olvidado comentar la manifestación en el lugar del crimen.

– Hazlo tú misma -dijo Ingvar Johansson-. Todos los demás reporteros están ocupados.

Se encaminó a Foto-Pelle y encargó un fotógrafo para las dos y cuarto.

– Tendrás que ir con Pettersson -informó Pelle-. Viene de camino.

Ella sonrió educadamente y protestó en su interior. De nuevo el cochambroso Golf.

– Le espero fuera -dijo y cogió su bolso.

Bajó en ascensor, salió del edificio y se sentó en un mojón de cemento que había junto al estacionamiento. El aire se tornó tórrido, plomizo y eléctrico, crujía en sus pulmones al respirar. Cerró los ojos y escuchó el sonido de la ciudad, éste quizá no le sería arrebatado durante mucho tiempo.

Al abrir los ojos no consiguió fijar la imagen. La mujer que se dirigía a la entrada del Kvällspressen le resultaba conocida, pero tardó un segundo en darse cuenta de quién era.

– ¡Patricia! -chilló Annika y corrió hacia ella-. ¿Qué haces por aquí?

La joven miró a su alrededor desconcertada y descubrió a Annika. Salió y estuvo a punto de ser estrujada por la puerta corredera. Tore Brand gritó algo ahí dentro, Patricia comenzó a llorar.

– Pero ¿qué ha pasado?

Annika se acercó a la joven y le pasó el brazo por el hombro, se la llevó hacia el edificio de aparcamientos.

– Me han echado -dijo Patricia.

Annika respiró.

– Es lo mejor que te podía pasar -respondió-. Pronto encontrarás otro trabajo.

Patricia la miró sorprendida.

– Del club no. Del piso.

– ¿Los padres de Josefin?

Patricia asintió y se secó las lágrimas.

– La madre de Jossie es una bitch -relató-. Una bitch racista, debería hacer algo de magia negra contra ella.

– ¿Dónde vas a vivir?

La joven se echó el pelo hacia atrás y se encogió de hombros.

– No sé. Quizá con algún viejo. Hay cantidad de suggardaddies. [4]

Annika se decidió sin apenas pensarlo, quizá contribuyó su prolongada sensación de vergüenza y traición. Abrió el bolso y rebuscó en él.

– Toma -dijo y puso sus llaves en la mano de Patricia-. Hantverkargatan 32, interior, último piso. ¿Tienes dinero? Haz copias, Sven tiene las llaves de repuesto.

– ¿Qué? -balbució Patricia.

Annika la miró seriamente.

– Es muy probable que me echen del periódico -informó ella-. Entonces no sabré qué hacer. ¿Es tu colchón?

Patricia asintió.

– Tengo un dormitorio de más, el cuarto de servicio detrás de la cocina. Ponlo ahí. ¿Y los otros muebles del apartamento?

– La cama es de Joachim, la mesa la compró Jossie a través del Gula Tidningen.

– ¿Trabajas esta noche?

La mujer volvió a asentir.

– ¿Trabajas todos los días?

– Casi -dijo quedo.

– Okey, es tu business. No ensucies nada porque me enfadaría.

Patricia la observó con los ojos abiertos.

– ¿Cómo puedes confiar en mí? No me conoces.

Annika esbozó una sonrisa.

– No tengo nada de valor -respondió.

En ese mismo instante apareció Pettersson conduciendo por Gjörwellsgatan, Annika lo oyó debido a que el motor se calé a la entrada.

– Coge el 62 en Rålambsvägen, va Hantverkargatan abajo.

Patricia sonrió liberada.

– Lo sé.

Annika se levantó y se dirigió hacia el fotógrafo.

– Esta noche habrá tormenta -gritó Pettersson a través de la ventanilla.

Patricia se despidió agitando la mano y se marchó. Annika luchó por esbozar una sonrisa en dirección a Pettersson, así que ahora, al parecer, también era una especie de Enok Sarri.

– Será mejor aparcar lejos del parque -dijo y se sentó en el asiento del copiloto.

– ¿Por qué? -preguntó el fotógrafo.

– No estoy segura de que les agrade nuestra presencia -contestó Annika.

Permanecieron sentados en silencio todo el trayecto hasta el cementerio. El coche sólo se caló dos veces, aparcaron en el garaje de Vivo que tenía la entrada casi al lado de Fleminggatan.

Annika caminó lentamente cuesta arriba por Kronobergsgatan hacia el parque. Tenían tiempo de sobra, los autobuses acababan de abandonar Täby. Se sentó en un portal con vista hacia el cementerio, el fotógrafo paseó de un lado para otro por la acera de enfrente.

Durante el invierno echaré de menos estos días, pensó ella. Cuando ventee y nieve y esté quitándole el hielo al parabrisas por la mañana, desearé estar aquí y ahora. Cuando conduzca hacia Katrineholm para cubrir una reunión municipal más o hablar con unas viejas enfadadas por el cierre de alguna oficina de correos en Bie, entonces me acordaré. Aquí y ahora. Caos y muerte. El calor y mi pulso.

Miró hacia el cielo, de un azul intenso. Desaparecía tras el parque con un tono acerado, brillante y afilado.

El Enok aficionado quizá tuviera razón, pensó. Quizá tengamos tormenta de cualquier manera.


El primer autobús se deslizó por Kronobergsgatan a las dos menos veinte. Annika permaneció sentada y esperó, el fotógrafo sacó un teleobjetivo y comenzó a disparar cuando los jóvenes se apearon. Los otros dos autobuses llegaron un par de minutos más tarde. Annika se levantó y se sacudió el trasero de la falda. Tragó saliva, la boca seca, ¡joder!, siempre se olvidaba de llevar agua cuando salía a trabajar. Se acercó al grupo lentamente, buscó con la mirada a Martin Larsson-Berg, a Lisbeth y a Charlotta. No los vio.

Los jóvenes estaban alborotados y extenuados. Unos cuantos gritaban y lloraban afligidos, otros parecían agresivos. Se detuvo en Sankt Göransgatan, lo que vio no le gustó nada. A pesar de la distancia pudo observar que muchos de los jóvenes estaban agotados. Tenían los rostros grises por la excitación y la falta de sueño. Cruzó la calle y se dirigió hacia Pettersson.

– Oye -dijo ella-, creo que lo mejor es pasar de esto.

El fotógrafo bajó la cámara y la miró sorprendido.

– Joder, ¿por qué? -preguntó él.

Annika se giró hacia los autobuses.

– Míralos. Están completamente histéricos. Sabe Dios si es especialmente beneficioso animar la psicosis general como hacen allí en la casa de la juventud. Estos jóvenes probablemente no hayan ido a sus casas a comer y dormir desde el domingo.

– Bueno, pero ellos fueron quienes llamaron.

Annika asintió.

– Sí, es cierto. Piensan que esto es importante. Pero en realidad nuestra obligación es la de pensar por ellos, si es que no lo pueden hacer por sí mismos.

El fotógrafo se impacientó.

– ¡Qué coño! -exclamó él-. Quiero un contrato fijo. No pienso fastidiar este trabajo sólo porque tú repentinamente tienes problemas morales.

El grupo de jóvenes había crecido hasta convertirse en una muchedumbre que se extendía en torno al cementerio como el mar alrededor de una isla. Ella aún dudaba.

En ese mismo momento, Annika vio llegar y aparcar en Sankt Göransgatan el coche del Konkurrenten, Arne Påhlson descendió de él.

Esto zanjó el asunto.

– Ven, vamos a acercarnos -le dijo a Pettersson.

Subió hacia el cementerio con el fotógrafo pisándole los talones, vio los arcos de hierro forjado de la verja. Tenía la boca completamente seca y el pulso se aceleraba. Cuando se hallaba a un par de metros, los jóvenes comenzaron a gritar y a señalarles.

– Ahí están. ¡Allí! ¡Carroñeros, carroñeros!

Annika se detuvo, Pettersson comenzó a disparar. Toda la atención del grupo se dirigió hacia los dos periodistas.

– ¿Está Lisbeth? -preguntó Annika, pero su voz no se oyó.

– Marchaos, basura de mierda -gritó un chico que no debía de tener más de trece años. Dio unos pasos agresivos hacia Annika, ésta retrocedió instintivamente. La cara del muchacho estaba hinchada por el llanto y el cansancio, le temblaba todo el cuerpo por la adrenalina y la rabia. Annika lo miró fijamente, boquiabierta.

– Pero -dijo ella- si no queremos molestaros en absoluto. No deseamos entrometernos…

Una muchacha de cierta envergadura dio un paso adelante y le propinó a Annika un fuerte empujón en el hombro.

– Jodido buitre -berreó, la saliva voló fuera de su boca.

Annika se tambaleó hacia atrás, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Intentó enfrentarse a la mirada de la chica enfurecida con tranquilidad y sosiego.

– Pero bonita, no podemos hablar como personas…

– ¡Buitre! -gritó la muchacha-. ¡Basura, basura!

El grupo de jóvenes se estrechó en torno a Annika, de pronto tuvo miedo. También la empujaron por la espalda, dio un paso adelante y chocó con la chica corpulenta.

– ¿Qué coño haces, puta? -gritó la muchacha-. ¿Vienes a por mí?

Desesperada, Annika buscó con la mirada a Pettersson. ¿Dónde coño estaba?

– ¡Pettersson! -chilló-. Pettersson, joder, ¿dónde estás?

Su voz le llegó desde algún lugar cerca de la entrada al garaje.

– ¡Bengtzon! -gritó él, desesperado-. ¡Están intentando quitarme las cámaras!

De pronto se oyó una voz por encima de todas las demás, amenazadora e histérica, que cortó el aire a través del grupo.

– ¿Dónde están, dónde están?

La chica, que había asido el bolso de Annika, lo soltó rápidamente y dirigió su atención hacia la voz. Annika vio un número del Kvällspressen salir volando por encima de las cabezas de los jóvenes. El grupo se abrió, vio a varios de ellos enrollar sus periódicos. A través de una brecha en el mar de gente surgió Charlotta, la compañera de clase de Josefin. Al verla, Annika retrocedió un paso más.

La muchacha parecía trastornada. Tenía los ojos sanguinolentos, las pupilas dilatadas y negras, había saliva alrededor de su boca, sus movimientos eran temblorosos y descoordinados, llevaba el cabello revuelto y sucio y jadeaba.

– ¡Eres… una buitre! -exclamó y se precipitó sobre Annika-. ¡Hija de puta!

Charlotta golpeó a Annika en la cabeza con el periódico tan fuerte como pudo. Annika levantó las manos instintivamente para cubrirse la cabeza, pero le llovieron los golpes. Otros periódicos le azotaron los brazos y la espalda, los gritos a su alrededor crecieron hasta transformarse en un clamor colectivo.

Annika notó que todos sus pensamientos desaparecían, se revolvió, empujó a un joven y salió corriendo. Fuera, ¡oh Dios mío!, ayúdame a salir de aquí, oyó sus propios pasos retumbar en la calle. El verdor pasaba volando por su lado derecho, el suelo se movía, los edificios saltaban con movimientos irregulares. Se figuró que Pettersson corría detrás de ella y que los jóvenes les perseguían.

La bajada al garaje apareció negra como la tinta después de la explosión de luz del parque, tropezó.

– ¡Pettersson! -gritó-. ¿Estás aquí?

Llegó al coche. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad pudo ver al fotógrafo bajar por la rampa. Se aseguraba las cámaras en una mano, el chaleco de fotógrafo se le salía de los hombros y tenía los pelos de punta.

– Me han intentado arrancar la ropa -dijo irritado-. ¡Y el pelo! Fue una gilipollez acercarse a ellos.

– ¡Cierra el pico, coño! -gritó Annika-. ¡Siéntate en el coche de mierda y salgamos de aquí!

Abrió la puerta del conductor, se sentó y abrió la puerta del copiloto. Annika se lanzó sobre el asiento, la temperatura en el coche parecía de unos cien grados. Bajó rápidamente la ventanilla. Parecía increíble, pero el coche arrancó al primer intento, Pettersson condujo hacia la salida con las ruedas chirriando. Al salir a la calle la luz les volvió a golpear, Annika quedó cegada durante unos segundos.

– ¡Ahí están!

Los gritos les llegaron a través de la ventanilla bajada y vieron cómo la masa se encaminaba hacia ellos como un muro.

– ¡Conduce, joder! -exclamó y subió la ventanilla.

– Es dirección prohibida -aulló el fotógrafo-. Tengo que ir hacia arriba por el cementerio.

– Ni de coña -gritó Annika-. ¡Sigue, sigue!

Cuando Pettersson consiguió salir a Kronobergsgatan el coche se detuvo. Annika bajó el cerrojo del coche y se tapó los oídos con las manos. Pettersson giraba y giraba la llave de contacto. El motor de arranque rodaba sin arrancar. El gentío les rodeó, alguien intentó subirse al techo del coche. Los jóvenes golpeaban con los puños por toda la carrocería, sus gritos cambiaron de carácter y se volvieron rítmicos y fuertes.

– ¡Quémalos, quémalos!

De pronto Annika vio revolotear un Kvällspressen, su artículo sobre el luto en Täby se estrujó contra el parabrisas. La foto de las muchachas junto a sus poemas dejó un rastro de tinta de imprenta sobre el cristal.

– ¡Quémalos, quémalos!

Estrujaron el periódico sobre el capó y le prendieron fuego. Annika berreó con voz alta y descontrolada.

– ¡Pero, coño, arranca este coche de mierda de una vez! ¡Conduce! ¡Conduce!

Varios periódicos comenzaron a arder. Al otro lado de la ventanilla ardía la foto de los poemas y las chicas. El coche se balanceaba, parecía que intentaban volcarlo. El ruido de los golpes aumentó. De pronto el coche arrancó y Pettersson gritó. Dio un tirón hacia delante, el fotógrafo embragó y el motor se aceleró. Apretó el claxon y el coche se arrastró lentamente entre la multitud, la persona que se había subido al techo descendió. Annika bajó la cabeza hacia las rodillas, cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos. No levantó la vista hasta que doblaron en Fleminggatan.

Pettersson sollozaba. Temblaba y apenas podía conducir. Bajaron hacia el centro, torcieron y aparcaron junto al quiosco de salchichas próximo al edificio de Trygg Hansa.

– No deberíamos habernos acercado -sollozó él.

– Deja de lloriquear -repuso Annika-. A lo hecho, pecho.

Sus manos temblaban, se sentía embotada y paralizada. Aunque el fotógrafo no era más joven que ella, sintió que la responsabilidad de calmar la situación era suya.

– Venga -dijo algo más amable-. Conseguimos salir bien de ésta.

Buscó en su bolso y encontró un paquete de toallitas sin abrir.

– Suénate -dijo-. Te invito a una taza de café.

Pettersson hizo lo que ella le dijo, contento de que Annika tomara el mando. Entraron en el quiosco de salchichas, que resultó tener café y dulces de mazapán.

– Joder, ha sido horrible -comentó Pettersson en voz baja y mordió el mazapán-. Nunca en la vida me había pasado algo tan aterrador.

Annika esbozó una sonrisa.

– Qué suerte la tuya -dijo ella. Tomaron el café, en silencio, frente a frente. -Deberías arreglar el coche -dijo Annika. El resopló.

– No me lo recuerdes -respondió.

Tomaron otra taza de café más.

– ¿Qué hacemos con esto? -preguntó él.

– Nada -contestó Annika-, y esperemos a que nadie haga nada.

– ¿Quién podría hacerlo? -inquirió Pettersson pasmado.

– No puedes ni imaginártelo -dijo Annika.

Condujeron de vuelta al periódico, pero tomaron un camino más largo por Gamla Stan y Södermalm. Pasar por Kronobergsparken estaba descartado.


Eran casi las cuatro y media cuando llegaron a la redacción.

– ¿Cómo os ha ido? -preguntó Ingvar Johansson, el jefe de la mesa de redacción.

– De pena -dijo Annika-. Nos atacaron y quemaron periódicos encima del capó del coche.

Ingvar Johansson parpadeó escéptico.

– Venga ya -repuso.

– La verdad del día -replicó Annika-. Fue desagradable de cojones.

Inesperadamente sintió necesidad de sentarse y se dejó caer sobre la mesa de redacción.

– ¿Así que no habéis hablado con ellos? ¿Ninguna foto? -preguntó el jefe decepcionado.

Annika le miró con la sensación de que una gruesa pantalla de plexiglás se interponía entre ellos.

– En efecto -respondió ella-. En realidad no era nada interesante. Los jóvenes sólo habían salido a pasar el rato, se habían excitado hasta entrar en una especie de psicosis colectiva. Tuvimos suerte, podrían haber volcado el coche y haberle prendido fuego.

Ingvar Johansson clavó los ojos en ella, se volvió y cogió el teléfono.

Annika se levantó y se fue a la mesa de Berit. De pronto sintió que las piernas le temblaban, estaba a punto de llorar.

Me estoy volviendo una llorona de mierda, pensó.

Se sentó y estuvo leyendo los teletipos de TT y algunos extraños periódicos sindicales hasta que comenzó la sintonía de Studio sex a las 18.03.

La hora que siguió la recordaría como una pesadilla surrealista, que retornaría a sus sueños durante el siguiente decenio. Evocaría la sensación de lo abierta y desprevenida que estaba cuando la guitarra eléctrica rompió a sonar, lo ingenua que era y de cómo se dejó fusilar.

– Hoy la prensa vespertina ha llegado a nuevas cotas de bajeza en su avidez por el sensacionalismo -tronó el presentador-. Exhiben a jóvenes llorando en los periódicos, propagan embustes y le hacen el juego a los políticos para que éstos engañen a la opinión pública. Más sobre esto en el programa de debate y actualidad, en directo desde Studio sex.

Annika oyó las palabras sin que le entraran del todo. Se imaginaba el significado, pero no deseaba entenderlo.

La guitarra eléctrica finalizó su estruendo y regresó el presentador.

– Jueves 2 de agosto, bienvenidos a Studio sex desde Radiohuset, Estocolmo -entonó.

»Hoy analizaremos la cobertura que el periódico Kvällspressen ha hecho del asesinato de la bailarina de striptease Josefin Liljeberg. Con nosotros en el estudio se encuentran dos personas que conocieron bien a Josefin, aquí tenemos a su mejor amiga Charlotta y al rector de su escuela, Martin Larsson-Berg, además hemos hablado con su novio Joachim…

Será mejor oír lo que dicen que estar luego tumbada rumiando sobre ello, pensó Annika.

Se arrepentiría muchas veces de esa decisión. Las palabras se grabaron como un mantra en su centro de lenguaje.

– Comencemos por ti, Charlotta, ¿puedes contarnos lo que han hecho contigo en el Kvällspressen?

Charlotta comenzó a gimotear en el estudio de radio. Al parecer, el presentador pensaba que eso causaba un buen efecto, pues la dejó continuar durante medio minuto antes de pedirle que se calmara. Entonces ella lo hizo en un instante.

– Bueno -dijo Charlotta y sollozó-, fue la reportera esa, Annika Bengtzon, la que me llamó a mi casa y quería hablar sobre mi dolor.

– ¿De qué manera? -preguntó el presentador y sonaba increíblemente compasivo y comprensivo.

– Mi mejor amiga había muerto, y ella me llamó en medio de la noche y voceó: «¿Cómo te sientes?».

– Es horrible -estalló el presentador

Charlotta sollozó.

– Sí, es lo peor que me ha pasado en la vida. ¿Cómo se puede vivir después de algo así?

– ¿Ocurrió lo mismo con usted, Martin Berg-Larsson?

– Larsson-Berg-corrigió el rector-. Sí, más o menos. Yo no era buen amigo de la muchacha, como es natural, pero conozco a su familia. Su hermano es un estudiante muy inteligente, sacó el bachillerato la primavera pasada y en otoño continuará sus estudios en Estados Unidos. En el instituto Tibble nos parece muy bien que nuestros alumnos continúen sus estudios superiores en el extranjero.

– ¿Cómo le sentó recibir esas horribles preguntas en medio de la noche?

– Bueno, me conmocionó, claro. Al principio pensé que le había ocurrido algo a mi mujer, ella navegaba…

– ¿Cómo reaccionó?

– Bueno, fue como si…

– ¿Fue la misma reportera que importunó a Charlotta, la becaria Annika Bengtzon?

– Sí, la misma.

Crujió el diario del presentador.

– Veamos lo que ha escrito Annika Bengtzon, escuchen…

El hombre comenzó y en un tono de burla leyó del artículo de Annika sobre Josefin, sus sueños y deseos, la cita de Charlotta, y la orgía de pena de Täby.

– ¿Qué dicen ustedes de esto? -concluyó con una voz abismal.

– Es terrible cuando una no puede estar a solas con su dolor -chilló Charlotta-. Que los medios de comunicación no respeten a las personas en crisis. Y hoy, en nuestra manifestación contra la violencia, ¡volvieron a importunarnos!

Martin Larsson-Berg carraspeó.

– Bueno -dijo-, pero uno también debe comprender a los medios de comunicación. Nosotros nos hemos ocupado adecuadamente de la situación de crisis en Täby y deseamos ser un ejemplo para…

El presentador le interrumpió.

– Pero el Kvällspressen y Annika Bengtzon no se han conformado con eso. El periódico también se ha ocupado de limpiar la imagen del ministro sospechoso, Christer Lundgren. En su batida a favor de la socialdemocracia hacen que esta culpa recaiga en la persona que más cerca estuvo de ella, su novio. Nuestro reportero ha hablado con él.

Una cinta comenzó a sonar. Annika estaba pegada a la silla. Un sudor frío recorría su cuerpo, la sensación de irrealidad era total. Aunque la redacción estaba llena de gente, nadie la miraba. Ella no existía. Ya estaba muerta.

– Yo quería a Josefin, ella era lo más importante de mi vida -dijo una clara voz masculina. Sonaba joven y vulnerable.

– ¿Qué sentiste cuando el Kvällspressen te señaló como el asesino? -preguntó el reportero con mucho tacto.

– Bueno, no se puede describir. ¿Qué puedo decir? Leer que uno… no, es incomprensible.

Sollozó de veras.

– ¿Has pensado demandar al periódico?

Nuevo sollozo.

– No, no sirve de nada, ya se sabe. Esos colosos emplean todo el dinero que sea necesario para destruir a una persona sola. Nunca podría ganarle a la prensa amarilla. Además, eso me despertaría muchos recuerdos dolorosos.

Regresó el presentador, ahora entrevistaría a otro reportero que al parecer funcionaba como una especie de experto.

– Bueno, esto es un problema, ¿verdad?

– Sí, es completamente cierto -respondió el comentarista preocupado-. Un joven ha sido señalado como asesino por una becaria estival que se ha puesto la falda nueva y ha salido a hacer periodismo de investigación, y luego la mentira se establece como verdad. Pocas veces se consigue justicia. Cuesta mucho dinero entablar un pleito contra un periódico por difamación, pero queremos resaltar, para todos los que se sientan explotados y difamados por los medios, que se puede conseguir ayuda legal para acabar con los periodistas mentirosos.

– ¿Éste podría ser el caso de Joachim?

– Sí, podría serlo. Solo nos cabe esperar que tenga las fuerzas necesarias para llevar este caso ante los tribunales. Sería muy interesante que se sentaran precedentes.

El presentador hojeó sus papeles.

– Pero ¿por qué una joven becaria hace esto?

– Bueno, parte de la explicación es que está dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de conseguir un puesto en un periódico. La prensa vespertina vive del número de ejemplares, y cuanto más sensacionalista sea el titular mayores serán las ventas y mayores los beneficios. Los periodistas que se dedican a este tipo de trabajo ganan mucho dinero a través de sus sucios negocios, por desgracia ésta es la realidad.

– ¿Así que cuanto más escandaloso sea un titular, más sueldo recibe el reportero?

– Sí, así se puede resumir el asunto.

– Pero ¿crees que es tan sencillo que ella se haya vendido al mejor postor?

– No, por desgracia pueden existir otros motivos más dudosos.

– ¿Cuáles crees?

El comentador carraspeó.

– El caso es que -respondió- hay más de diez mil lobbyists en Estocolmo, que sólo buscan una cosa: intentar con dinero que los medios y los que toman decisiones hagan lo que les piden sus clientes. Influir en los medios se conoce como «plantar» noticias. Se engaña o se compra a un periodista para que haga nuestros encargos.

– ¿Crees que éste es el caso en este asunto?

– Sí, estoy completamente seguro -respondió el comentarista con voz firme-. Parece bastante claro, para cualquiera que tenga algo de conocimiento de este negocio, que los artículos de Annika Bengtzon sobre Christer Lundgren se tratan de una manifiesta «plantación».

– ¿Cómo puedes saberlo? -preguntó el presentador impresionado.

– Me gustaría presentar una prueba, una secuencia que grabé esta mañana en Rosenbad -dijo el comentarista triunfante.

La voz del primer ministro llenó el éter.

– Claro que lo siento por Christer en estos momentos. Esta clase de escritos periodísticos sin base son siempre una gran prueba. Pero os aseguro que esta clase de datos exagerados no tiene la más mínima importancia para el gobierno o el partido. Todos habréis leído el Kvällspressen de hoy, ahí tienen muy claro por qué han interrogado a Christer. Resulta que tiene un apartamento junto a Kronobergsparken. Hasta los ministros tienen…

Regresó el estudio.

– Bueno, ahí podemos oírlo nosotros mismos -dijo el comentarista-. El primer ministro nos remite directamente a los datos del periódico y desea que otros medios sigan el ejemplo.

– ¿Qué responsabilidad tiene el poder, en este caso el gobierno?

– Bueno, debe ser criticado, por supuesto, por aprovecharse de una periodista joven y sin experiencia. Los jóvenes becarios de verano sin una rutina fija son, por desgracia, fáciles de manipular.

El presentador volvió a tomar la palabra.

– Hemos intentado hablar con el director del Kvällspressen para que pudiera responder a estas críticas, pero nos han informado de que estaba ocupado…

Annika se levantó y se dirigió hacia el cuarto de baño, el suelo se balanceaba. La sensación fue más patente cuando entró en el pasillo por detrás de la redacción, donde se vio obligada a apoyarse en la pared. Me estoy rompiendo, pensó. No voy a conseguirlo. No voy a llegar. Vomitaré en el suelo.

Vomitó en el lavabo del cuarto de baño para discapacitados, el desagüe se atascó cuando intentó enjuagar los restos. Se miró en el espejo y se sorprendió al ver que aún seguía completa, estaba como siempre, respiraba y el corazón le latía.

Nunca más podré salir a la calle, pensó. Estoy acabada para siempre. Nunca más conseguiré trabajo. Seguramente no me querrán en el Katrineholms-Kuriren, me echarán.

Rompió a llorar.

¡Oh Dios mío! ¿Dónde voy a vivir? Si no puedo pagar el alquiler, ¿adónde podré ir?

Se dejó caer sobre el suelo y lloró contra el dobladillo de su falda.

Lyckebo, pensó de pronto y dejó de llorar. Me mudaré a casa de la abuela. Allí no me encontrará nadie. La abuela se muda al piso en Hälleforsnäs en octubre, entonces yo me podré ir a vivir allí.

Se sonó con un trozo de papel higiénico y se secó las lágrimas.

¡Sí, eso es lo que haría, por supuesto! La abuela le había prometido que la ayudaría, ella no la defraudaría. Y pertenecía al sindicato, por lo menos recibiría el desempleo durante un año, luego ya vería. Podría marcharse al extranjero, eso hacía mucha gente. A recoger naranjas a Israel o uvas a Francia, o ¿por qué no Nueva Zelanda?

Se levantó. Había muchas salidas.

– Una no debe ser tan jodidamente limitada -se dijo en voz alta.

Se había decidido. Nunca más pondría un pie en un periódico, especialmente en éste. Recogería su bolso y la caja con sus apuntes y abandonaría el periodismo para siempre. Llena de resolución, abrió la puerta.

Aquel balanceo marino no parecía acabar del todo. Se mantuvo cerca de la pared para no caerse.

Al llegar a la mesa de Berit metió rápidamente sus cosas en el bolso.

– Vaya, estás ahí, ¿podrías venir a mi despacho un momento?

Era Anders Schyman el nuevo director, ella se volvió, sorprendida.

– ¿Quién, yo? -preguntó.

– Sí, claro, estoy en la pecera de las cortinas horribles. Ven cuando tengas un momento.

Sintió las miradas furtivas de la redacción mientras se dirigía al despacho del director.

Una cosa era segura, pensó, por lo menos no podía ser peor.


No era una habitación agradable. Las cortinas gastadas eran verdaderamente horrorosas, el aire estaba cargado y viciado.

– ¿Qué es lo que huele tan mal? ¿No ha vaciado el cenicero?

– No fumo. Es el sofá. No te sientes en él, se pega a la ropa.

Ella permaneció en pie, él se sentó en la mesa.

– He llamado a Studio sex -dijo él-. Nunca he visto un ataque personal parecido, y además no nos han permitido defendernos. Ya he enviado por fax una denuncia a la Comisión de Control de Radio y Televisión. Es cierto que el jefe de redacción está de viaje, pero yo he estado aquí todo el día. ¿Han intentado hablar contigo?

Ella no contestó, cabeceó negativamente.

– Yo conozco al comentarista experto. Trabajó durante un corto período de tiempo en mi programa, pero tuve que despedirlo. Era imposible estar con él encerrado en una habitación. Intrigaba y hablaba mierda de la gente hasta que la redacción estuvo a punto de venirse abajo. Gracias a Dios no era fijo sino autónomo. Cuando me decidí, se tuvo que marchar aquel mismo día.

Annika miraba fijamente el suelo.

– Hablando de «plantar» -dijo Anders Schyman y sacó un fax de entre el desorden que había conseguido acumular sobre su mesa-. Hemos recibido una pista anónima sobre un jefe de un partido de derechas que ha sido interrogado en relación con el asesinato de Josefin.

Él le extendió el texto a Annika, ella lo cogió embotada.

– ¿Quién lo envía? -preguntó ella.

– Eso mismo me pregunto yo -respondió el director-. ¿Ves el número del remitente, arriba en la esquina? Es de la oficina de publicidad de los socialistas.

– Joder, qué épico -dijo ella.

– ¿Verdad?

Se quedaron en silencio. Annika tomó impulso.

– Yo no he sido sometida a ninguna «plantación» -indicó ella.

Anders Schyman la miró detenidamente, esperó a que continuara.

– Yo no he hablado con nadie de esto, sólo un poco con Berit y Anne Snapphane.

– ¿Ni siquiera con los jefes de redacción?

Annika lo negó.

– No mucho -respondió en voz baja.

– ¿Así que lo has cubierto tú sola?

Él sonaba algo escéptico, ella se revolvió.

– Bueno, casi -dijo y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Yo soy la única responsable.

– No, no -se apresuró a decir Anders Schyman-, no era eso lo que quería decir. Me parece que la cobertura ha sido buena, por no decir muy buena. El único fallo es que no tuviéramos nada del puticlub. Tú lo sabías, ¿no?

Ella asintió.

– Deberíamos haber escrito sobre esto mucho antes. Pero hacer como el Konkurrenten y Studio sex, presentar a la chica como una prostituta, eso es mucho peor. ¿Cómo te enteraste de la existencia del apartamento del ministro?

Annika suspiró.

– Tomando café con su vecina.

– Fantástico -repuso Anders Schyman-. ¿Qué pasó, en realidad, con esos jóvenes de Täby?

Los ojos de Annika brillaron.

– Eso -dijo ella- es increíble de cojones. Son ellos mismos los que nos llamaron y nos pidieron que fuéramos, tanto a la casa de la juventud como hoy al parque.

– Sí, he oído que fue bastante salvaje.

Annika dejó caer el bolso al suelo y aplaudió.

– Sienten pena y por eso no se les puede cuestionar. Dan pena y entonces uno no se les puede acercar en absoluto. En este país de mierda no se puede nombrar nada que sea desagradable o polémico. Creemos que la muerte, la violencia y el sufrimiento desaparecerán si los enterramos y nunca más hablamos de ellos. ¡Esto es erróneo! ¡No se da cuenta! ¡Es mucho peor! ¡Esos jóvenes de ahí fuera estaban locos! ¡Nos habrían podido prender fuego, joder!

– Me parece que ahora exageras un poco -terció Anders Schyman tranquilizador.

– ¡Y una mierda! -gritó Annika-. Esos patéticos y jodidos representantes sociales han cogido el monopolio de todo lo que tiene que ver con el dolor y la comprensión. Grupo de crisis ¡una mierda! Todo lo que hacen es anular el buen sentido y la inteligencia de los jóvenes. La mayoría de ellos nunca había hablado con Josefin, ¡estoy segura de cojones! ¿Por qué coño tenían que participar en una jodida orgía de dolor de una semana? Estaban en trance, Schyman, no sabían lo que hacían. Nos designaron como el mal, el objeto de su odio, las víctimas. ¡No me diga que exagero, joder!

Ella tenía el rostro encendido por la excitación y el enfado, la respiración era entrecortada y aguda. El director la observó interesado.

– Creo que estás en lo cierto -dijo él.

– ¡No te jode! -replicó ella.

Él sonrió.

– Es una suerte que no utilices tantas palabrotas cuando escribes -dijo él.

– ¡Joder, qué comentario más estúpido! -exclamó ella-. Coño, está claro que no lo hago.

Anders Schyman comenzó a reír. Annika se acercó a él.

– No es divertido -dijo ella-. Esto es muy serio. Los jóvenes del cementerio formaron una turba enfurecida. No es seguro que nos hubieran hecho daño, pero nos amenazaron de cojones. En realidad deberíamos denunciarlos a la policía. El coche de Pettersson tiene quemaduras en la pintura, no es que importe mucho ese coche de mierda, pero aun así. Deberíamos advertir que la gente no se puede comportar de cualquier manera aunque tenga el dolor como coartada.

– Hay grupos de crisis que hacen un trabajo sensacional -repuso el director en tono serio-. Decir que todas las organizaciones de ayuda son iguales es tan poco serio como afirmar que todos los periódicos vespertinos sólo revuelven la miseria de la gente.

Annika no respondió, el hombre la observó un momento en silencio.

– Últimamente has trabajado mucho, ¿verdad? -dijo él.

Ella tomó rápidamente una postura defensiva.

– No estoy sobreactuando por estar extenuada -replicó secamente.

El director se levantó.

– No me refiero a eso -contestó-. ¿Estás ahora en tu jornada ordinaria?

Ella bajó la vista.

– No, empiezo el sábado.

– Tómate libre el fin de semana. Vete a algún sitio y descansa, lo necesitas después de una prueba como ésta.

Ella se volvió y abandonó la habitación sin pronunciar una palabra más. Mientras se dirigía a las escaleras oyó los gritos de júbilo de Jansson desde la redacción:

– ¡Joder, hemos hecho un periódico de la hostia! El presidente del parlamento confiesa «Yo controlé el IB», el primer ministro comenta la sospecha de asesinato y, además, las Barbies Ninja son detenidas, ¡y tenemos las fotos en exclusiva!

Ella se apresuró a entrar en el ascensor.


Cuando llegó al patio de su casa recordó que no tenía las llaves del apartamento. La puerta se abría sólo con llave, no con código. Estuvo a punto de llorar de nuevo.

– Mierda -blasfemó y empujó la puerta. Se sorprendió al ver que cedía. Un trocito de cartón verde cayó al suelo dando vueltas. Annika se agachó y lo cogió. Reconoció el dibujo, era de la caja de crema corporal de Clinique.

Patricia, pensó Annika. Se dio cuenta de que yo no podría entrar y bloqueó el pestillo.

Subió las escaleras, le parecieron interminables. En su puerta había un sobre pegado, las llaves tintinearon al despegarlo.

«Mil gracias por todo. Aquí tienes tus llaves, he hecho copias. Estoy en el club y volveré mañana temprano. PD. He comprado algunas cosas, espero que no te importe».

Annika abrió la puerta. La recibió un aire fresco a jabón, las gasas se agitaron con ostentación por la corriente. Cerró la puerta y las cortinas se desinflaron. Se paseó lentamente por las habitaciones y echó un vistazo.

Patricia había limpiado todo el apartamento, menos su dormitorio. Ahí la cama estaba igual de deshecha que siempre. La nevera estaba llena de pequeños y exquisitos quesos, aceitunas, humus, fresas, y en la repisa contigua había ciruelas, uvas y aguacates.

Nunca me dará tiempo a comer todo esto antes de que se estropee, pensó Annika, luego se acordó de que ahora eran dos.

Entreabrió cuidadosamente la puerta del cuarto de servicio. El colchón de Patricia estaba en una esquina, la cama primorosamente hecha con sábanas de flores. A su lado había una bolsa de deportes con ropa. De la pared colgaba de una percha el vestido rosa de Josefin.

Quiero seguir aquí, pensó. No quiero volver a Tattarbacken. No quiero pasarme el resto de mi vida viviendo en Lyckebo.


Aquella noche soñó por primera vez con los tres hombres del programa Studio sex: el presentador, el reportero y el comentarista. Estaban en silencio, oscuros y sin rostro junto a su cama. Sintió su fría y escrutadora mala voluntad como un retortijón en el estómago.

– ¿Cómo podéis afirmar que fue mi culpa? -gritó ella.

Los hombres se acercaron.

– ¡Lo he estado pensando! ¡Quizá cometí un error, pero por lo menos lo he intentado!

Los hombres intentaron dispararle. Sus armas retumbaron en su cabeza.

– ¡Yo no soy Josefin! ¡No!

Se inclinaron al mismo tiempo sobre ella y, cuando su aliento helado alcanzó su conciencia, su propio grito la despertó.

La habitación estaba oscura como el carbón. Fuera diluviaba. Los truenos y los rayos llegaban al mismo tiempo. La ventana del dormitorio se batía con el viento, toda la habitación estaba helada.

Se levantó tambaleándose para cerrar la ventana, le costó a causa del viento. En el silencio después de la lluvia, sintió como un reguero piernas abajo. Le había llegado la menstruación. La bolsa de compresas estaba vacía, pero tenía algunas Libresse en el bolso.

Mientras la tormenta pasaba lloró largamente, ovillada como una pelota en su cama.

Dieciocho años, seis meses y catorce días

Él se siente muy ofendido, y yo soy tan impotente con mis protestas… Sé que él tiene razón. Nunca nadie me amará como él. No hay nada que él dudara hacer por mí, sin embargo, yo me preocupo más por las apariencias que por él.


Mi desesperación crece, mi imperfección florece: venenosa, heladora, azul. La destrucción de no ser nunca lo suficientemente buena. Yo quiero ver la televisión cuando él desea hacer el amor, entonces me disloca un brazo. Se apodera el vacío, negro y húmedo, sin contornos, impenetrable. Él dice que fallo, y yo no encuentro ninguna salida.


Tenemos que trabajar juntos, volver a encontrar nuestro cielo. El amor es eterno, fundamental. Nunca dudo de ello. Pero ¿quién dijo que sería fácil? Si la perfección nos fuera dada a todos, ¿por qué tendríamos que luchar por ella?


Ahora no puedo abandonar.


Somos lo más importante que

nos ha sucedido

en nuestra vida.

Viernes, 3 de agosto

Anders Schyman se empapó en el corto trayecto hasta el coche. La lluvia caía con una fuerza formidable, intentando vengarse por todos los días de calor con aquel único e intenso aguacero. El director del periódico blasfemó e intentó, apretujado tras el volante, quitarse la chaqueta a la fuerza. La camisa que llevaba debajo estaba empapada por la espalda y por los hombros.

– Se secará -murmuró, animándose a sí mismo.

Su jadeo había hecho que las ventanillas se empañaran, puso el ventilador al máximo.

Su mujer agitó la mano desde la ventana de la cocina, él secó la ventanilla lateral y le lanzó un beso, suspiró y condujo hacia la ciudad. La visibilidad era nula a pesar de que el limpiaparabrisas funcionaba a la máxima potencia. Tenía que limpiar constantemente el vaho del parabrisas para poder ver algo.

El tráfico fluía moderadamente por Saltsjöbadsleden, pero al pasar por el centro de Nacka encontró un atasco. Un accidente en Värmdö-leden había ocasionado compactas colas de coches de más de diez kilómetros. Resopló sonoramente. El humo de los coches se levantaba como una neblina por entre las gotas de agua. Al final apagó el motor y dejó el defrost puesto.

No llegaba a comprender al Kvällspressen. Lo había leído detenidamente desde hacía cuatro meses, desde el primer momento en que le ofrecieron responsabilizarse de la redacción. Había muchas cosas que eran claras, como que el periódico siempre se movía en la frontera de lo que es defendible ética y moralmente. Un tabloide tenía que ser así. A veces se cometían abusos, pero eran, sin embargo, increíblemente pocos. Había estudiado en detalle las denuncias y las sentencias del defensor del lector y el Consejo de Prensa, los periódicos vespertinos formaban, por supuesto, parte de la estadística. Tenían muchísimas más denuncias que todos los demás, lo cual era perfectamente normal. Sin embargo, las sentencias en contra eran sólo unas pocas al año. Se sorprendió al descubrir que la lista de artículos censurables la encabezaba la prensa local, los pequeños periódicos del país que no sabían apreciar dónde estaba la línea divisoria.

Había llegado a la conclusión de que el periódico Kvällspressen pertenecía a una empresa de comunicación muy consciente, que los artículos, las carteleras y los titulares estaban bien sopesados y se basaban en la continuidad, la franqueza y la discusión.

Pero, a aquellas alturas, Schyman ya había descubierto que la realidad distaba años luz de su visión idealizada.

En el Kvällspressen generalmente no tenían ni puta idea de lo que hacían. Por ejemplo, enviaban a esa chica de Sörmland a informar entre cadáveres y turbas enfurecidas y esperaban que siempre hiciera artículos responsables y cristalinos como el agua. La tarde anterior había hablado con el jefe de la mesa de redacción y el jefe de noche, ninguno de los dos había discutido los reportajes sobre la muerte de Josefin Liljeberg con Annika. A él eso le pareció una irresponsabilidad y una incompetencia por parte de ellos.

Y luego estaba esa extraña historia sobre el grupo terrorista femenino, nadie en la redacción parecía saber cómo se había originado. Un becario entraba bailando en la redacción con‹unas fotos sensacionales en la mano, todos se regocijan y lo publican sin pensarlo dos veces.

No podía seguir así. Para poder hacer equilibrios sobre esa línea divisoria uno tenía que ser muy consciente de dónde estaba. La catástrofe se ocultaba al acecho tras la primera esquina, él ya podía sentir su rancio aliento. El programa de radio Studio sex de ayer era sólo la primera señal, el Kvällspressen se había convertido en una presa fácil. Si la redacción comenzaba a sangrar en este momento, los buitres no tardarían en llegar. Y otros medios de comunicación se dedicarían a despedazar al periódico. No importaría cómo o qué se escribiera, todo sería considerado erróneo y reprobable. El abismo se encontraba cerca si no se afilaba el juicio rápida y seriamente, tanto en lo relativo al número de ejemplares, como a lo periodístico y económico.

Exhaló un suspiro. Los coches del carril contiguo comenzaron a moverse. Arrancó y luego dejó el coche en punto muerto con el freno de mano puesto.

No tenía ninguna duda de que en la redacción existían unos conocimientos y una competividad fantásticos. Lo que fallaba era la administración, la coherencia y la responsabilidad general. Todos los periodistas deberían ser conscientes de su función y de su capacidad, sus objetivos debían ser conocidos.

Así iba descubriendo una de las muchas funciones que se esperaban de él en la redacción: debería ser como el foco contra la valla de espino. La luz debía dirigirse contra el abismo, manteniendo discusiones, seminarios, reuniones diarias y nuevas rutinas.

Los coches de la izquierda se movían más y más rápido, él no avanzaba ni un milímetro. Blasfemó e intentó mirar hacia atrás, no vio una mierda. De repente puso el intermitente y torció a la izquierda con un indiferente desprecio al peligro. El conductor que venía detrás se abalanzó sobre el claxon.

– Recupera tu vida -le murmuró al espejo retrovisor.

En ese mismo instante el tráfico se detuvo de nuevo. El carril de al lado, el que acababa de abandonar, se puso en marcha y se movió con fluidez.

Apoyó la cabeza contra el volante y suspiró en voz alta.

Annika miró cautelosamente en el cuarto de servicio. Patricia dormía. Cerró la puerta silenciosamente, se puso el café sin hacer ruido y fue de puntillas a buscar el periódico de la mañana. Lo tiró sobre la mesa de la cocina, de casualidad cayó con la hoja de la columna «Radio» hacia arriba. Los ojos de Annika se dirigieron al titular, leyó las palabras del reportero de radio con creciente malestar.

«El programa de noticias más despierto e interesante es, sin duda, Studio sex de P3. Ayer trató de la persistente vulgaridad de los periódicos vespertinos y su despiadada explotación de la gente desconsolada. Por desgracia, éste es un debate de la máxima actualidad y…».Annika rasgó el periódico, lo estrujó hasta convertirlo en una pelota y lo metió en la bolsa de la basura. Luego se dirigió al teléfono del cuarto de estar y llamó para cancelar su suscripción.

Intentó comerse medio aguacate, pero la carne grasienta y verde creció en su boca y le entraron ganas de vomitar. Probó algunas fresas pero el efecto fue el mismo. Pudo beberse el café y el zumo de naranja, tiró el resto del aguacate y unas fresas para que Patricia creyera que se las había comido. Luego escribió una nota en la que le explicaba que pasaría el fin de semana en Hälleforsnäs. Dudó sobre si regresaría de nuevo. Si no lo hacía, Patricia podría quedarse el apartamento, lo necesitaba.

Cuando abrió la puerta del patio la lluvia la golpeó como si fuera un telón. Permaneció un rato parada mirando fijamente el edificio exterior, apenas se veía tras la cortina de agua.

Es perfecto, pensó. No habrá nadie en la calle. Nadie me verá. Mamá no tendrá que avergonzarse.

Salió al aguacero y se empapó antes de llegar al basurero. Allí tiró la bolsa medio llena con el periódico, las fresas y los trozos de aguacate y caminó lentamente hacia el metro.

Llega un momento en el que ya no se puede estar más empapado, pensó. Lo había oído alguna vez en una película.

En la estación central comprendió que tendría que esperar casi dos horas antes de que saliera un tren hacia Fien. Se sentó en uno de los bancos de la sala grande e iluminada. El ruido de los pasajeros, los trenes, las voces de los altavoces, todo se mezclaba en una cacofonía de ciudad y caos.

Annika cerró los ojos y dejó que los sonidos perforaran su cerebro. Éstos la hicieron llorar. Después de un rato comenzó a sentir frío, fue a un cuarto de baño con aire caliente para secarse las manos y permaneció allí hasta que los otros usuarios que esperaban se enfadaron.

Por lo menos no saben quién soy, pensó. No saben que yo soy la perdedora. Gracias, Dios mío, por no haberme dado nunca un «careto».

El pequeño tren de cercanías pronto estuvo abarrotado. Ella acabó frente a un hombre gordo, húmedo de sudor y lluvia, que abrió un ejemplar del Kvällspressen; Annika procuró no mirar.Berit había conseguido que el presidente del parlamento reconociera su implicación en el asunto IB.

«Estuve destinado con Elmér», decía el titular de la primera página. Bueno, pensó. Eso ya no es asunto mío.

En Fien tuvo que esperar otra hora más al autobús de Hälleforsnäs. La lluvia seguía cayendo, se había formado un pequeño lago en la calle, detrás de la parada del autobús. Se sentó en la sala de espera de la estación con el rostro de cara a la pared, no deseaba hablar con nadie.

El mediodía les alcanzó antes de que el autobús parase al pie de Tattarbacken. El aparcamiento junto a Konsum estaba desierto y lleno de agua, nadie la vio apearse. Estaba cansada y temblorosa, subió hacia su casa con las piernas doloridas después de la carrera del día anterior.

Su piso estaba oscuro y olía a polvo. Se quitó la ropa mojada sin encender ninguna luz y se metió en la cama. A los tres minutos ya estaba dormida.

– Es sólo cuestión de tiempo -dijo el primer ministro. El jefe de prensa protestó.

– No podemos estar seguros. Nadie sabe dónde se detendrá la piedra.

El jefe de prensa sabía de qué hablaba. Anteriormente había sido uno de los reporteros políticos más osados y experimentados de Suecia. Su tarea, en la actualidad, era ocuparse de vigilar a los medios en provecho de la socialdemocracia. El era, junto a los estrategas electorales americanos, quien más tuvo que decir cuando se preparó la campaña electoral del partido del gobierno. Aunque el primer ministro estaba al tanto de que votaba a los liberales.

– Tengo que reconocer que estoy preocupado -dijo el jefe de Gobierno-. No quiero dejar esto al azar.

El hombre corpulento se levantó y se dirigió inquieto hacia la ventana. La lluvia caía formando una cortina gris ahí fuera y ocultaba la vista sobre Riddarfjärden. El jefe de prensa lo detuvo.

– No deberías estar ahí de pie pensando, se te ve desde la calle -dijo él-. Tu fotografía sería la perfecta ilustración de un gobierno en crisis.

El primer ministro se detuvo, asustado. Su mal humor se incrementó aún más y se volvió directamente hacia su ministro de Comercio Exterior.-¡Coño! ¡Joder! ¿Cómo pudiste ser tan estúpido? -exclamó.

Christer Lundgren no reaccionó, continuó mirando fijamente hacia el cielo gris plomizo desde su sitio en la esquina. El primer ministro se dirigió hacia él.

– No podemos entrar y comenzar a cambiar las rutinas de la administración, lo sabes de sobra, ¡joder!

El ministro levantó la mirada hacia su jefe.

– No, en efecto. Ni de la policía ni de otros, ¿no?

Los ojos del primer ministro empequeñecieron tras las gafas.

– ¿No comprendes la situación en la que nos has metido? ¿Entiendes las consecuencias de lo que has hecho?

Christer Lundgren se levantó apresuradamente y se situó justo delante del primer ministro.

– Sí, sé exactamente lo que he hecho -gritó-. ¡He salvado a este partido de mierda, eso es lo que he hecho!

El jefe de prensa se interpuso entre ambos.

– No podemos deshacer lo hecho -dijo con tranquilidad-. Debemos sacar el mayor provecho de esta situación. Intentar alterar los papeles sólo acabaría en desastre. Simplemente, no podemos hacerlo. No creo que ningún periodista consiga encontrar las facturas.

Dio una vuelta alrededor de los ministros.

– Lo más importante es que cooperemos con la policía sin que se enteren de todo.

Posó formalmente una mano sobre el hombro del ministro de Comercio Exterior.

– Christer -dijo-, ahora todo depende de ti.

El ministro se sacudió el peso de su omóplato.

– Soy sospechoso de asesinato -respondió sofocado.

– Sí, es una ironía -repuso el jefe de prensa-. Tienes la muerte del gobierno sobre tu mesa. En realidad es de eso de lo que trata todo el asunto, ¿no es cierto?

Cuando se despertó ya era de noche. Sven estaba sentado en el borde de su cama y la observaba.

– Bienvenida a casa -dijo y esbozó una sonrisa.

Ella le devolvió la sonrisa. Tenía sed y un ligero dolor de cabeza.-Suenas como si hubiera estado fuera una eternidad -res ponchó.

– A mí me lo parece -repuso él.

Ella apartó las sábanas y se levantó, se sintió aturdida y mareada.

– No me encuentro bien del todo -murmuró ella.

Se dirigió trastabillando hacia el cuarto de baño y se tomó un Pa nodil. Abrió la ventana para airearlo. La lluvia había remitido pero m acabado. Sven apareció en la puerta.

– ¿Vamos a comprar una pizza? -preguntó él.

Ella titubeó

– No tengo mucha hambre.

– Tienes que comer -contestó él-. Has adelgazado muchísimc

– He tenido mucho que hacer -dijo ella y pasó por delante de í hacia el recibidor. Sven la siguió a la cocina.

– Al parecer en la radio se portaron contigo como unos cabrone -dijo él.

Llenó un vaso de agua del grifo.

– Vaya -repuso ella-. ¿Así que ahora escuchas programas d debates y análisis? -No, fue Ingela.

Ella se detuvo con el vaso en la boca.

– ¿El «cubo de espermas»? -preguntó sorprendida-. ¿Sales co: ella?

Sven se enfadó.

– Ese es un viejo mote de lo más cabrón. Ella ya se ha arrepentid* de eso.

Annika sonrió.

– Fuiste tú quien lo inventó.

El también sonrió.

– Sí, bueno -dijo y rió.

Annika bebió el agua a tragos profundos, él se le acercó y la abraz por detrás.

– Tengo frío. Tengo que vestirme -dijo y se separó de él. Sven la besó.

– Claro. Yo llamo al Maestro -repuso él. Annika se fue al dormitorio y abrió la puerta de su armario. La rop que aún colgaba allí le pareció que olía a cerrado y estaba arrugada. Oy›, Sven llamaba a la pizzería local y encargaba dos «cuatro». Sven cordaba que a ella no le gustaban los mejillones.

– Ahora te quedarás en casa, ¿verdad? -gritó después de colgar.

Ella ojeó la ropa.

– ¿Qué te hace pensar esto? Mi beca no finaliza hasta el catorce de agosto, todavía me queda una semana y media. Él se apoyó en el quicio de la puerta.

– ¿Aún te quieren ahí, después de cómo te han puesto?

Se le calentaron las mejillas, buscó dentro del armario.

– La prensa vespertina pasa de lo que diga un programa de P3.

Sven se acercó a ella y la volvió a abrazar.

– Me da igual lo que digan de ti -susurró él-. Para mí tú siempre serás la mejor, a pesar de que todos los demás piensen que no vales nada.

Se puso unos vaqueros que le quedaban demasiado grandes y un viejo jersey.

Sven cabeceó descontento.

– ¿Siempre tienes que vestir tan descuidada? -preguntó él-. ¿No tienes ningún traje?

Ella cerró la puerta del armario.

– ¿Cuánto tardarán las pizzas?

– Hablo en serio -contestó él-. Ponte otra cosa.

Annika se detuvo, respiró.

– Venga -rogó ella-. Tengo hambre.

Dieciocho años, diez meses y seis días

Añoro lo sencillo, lo brillante. Cuando el día flotaba entre las sombras de la noche como un espíritu: puro, claro, de suave fragancia. El tiempo, un agujero ingrávido. La embriaguez, el primer contacto, el viento, la luz, el sentimiento total de perfección. Desearía más que nada en el mundo recuperar ese instante.


Su oscuridad oculta el horizonte. No es sencillo navegar en la oscuridad. El círculo es redondo y malvado. Yo origino la oscuridad que él lleva en su interior y que oculta nuestro amor entre la niebla. Mis pasos son inseguros, tropiezo en nuestro sendero. Su paciencia decae.

Yo pago el precio.


Pero en el mundo no hay nada

más importante

que nuestra relación.

Lunes, 6 de agosto

El agua del café estaba hirviendo, la vertió sobre el filtro, se derramó y se quemó.

– ¡Joder! -exclamó, los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¿Te has hecho daño?

Patricia estaba en la puerta del cuarto de servicio, en bragas y camiseta, el pelo revuelto, adormecida. Annika sintió inmediatamente un ataque de mala conciencia.

– Oh, lo siento, no quería despertarte, lo siento mucho…

– ¿Ha pasado algo?

Annika se volvió y vertió el resto del agua.

– Mi trabajo pende de un puto hilo -repuso-. ¿Quieres un café o vas a seguir durmiendo?

Patricia se restregó los ojos.

– Esta noche no trabajo -contestó-. Tomaré una taza.

Se puso unos shorts y desapareció por la escalera hacia el retrete. Annika se apresuró a sonarse y a secarse los ojos. Sacó unas cuantas rebanadas de pan del congelador y las introdujo en la tostadora, puso en la mesa queso, mermelada y Bregott. Oyó a Patricia regresar y cerrar la puerta.

– Pero ¿qué te ha pasado?

Patricia miró fijamente la pierna de Annika, ésta también se fijó.

– El jueves me persiguió una turba -contestó-. Estuvieron a punto de quemarnos el coche cuando nos marchábamos.

Patricia la miró de hito en hito.

– ¡Dios mío! ¡Parece una película de James Bond!

Annika rió, la tostadora de pan hizo clic y lanzó las rebanadas haciendo un arco por el aire. Cada una cogió la suya, Patricia se rió.

Se sentaron a la mesa de la cocina y prepararon el desayuno, Annika echó de menos el periódico matutino. Miró por la ventana, la lluvia rebotaba contra la chapa de los tejados.

– ¿Qué tal en el campo? -preguntó Patricia.

Annika suspiró.

– Como era de esperar con este tiempo. El viernes dormí en casa de Sven, mi novio, luego fui a casa de mi abuela, que está en una parcela que pertenece a Harpsund. Puede alquilarla siempre que quiera, porque trabajó allí de ama de llaves durante treinta y siete años.

– ¿Qué es Harpsund? -preguntó Patricia.

Annika sirvió el café.

– Es una propiedad que hay entre Flen y Hälleforsnäs -explicó-. Un viejo llamado Hjalmar Wicander se la regaló al Estado al morir en 1952. La única condición fue que el primer ministro la utilizara como residencia de recreo y representación.

– ¿Qué es una residencia… de recreo?

– Una casa de verano con salón de fiestas -contestó Annika y sonrió-. Harpsund ha sido muy popular entre nuestros primeros ministros, el que parece más encantado de todos es nuestro primer ministro actual. Es de Sörmland y tiene parientes por ahí. Me lo encontré paseando una noche de midsommar hace unos años.

Patricia abrió los ojos de par en par.

– ¿Has estado allí?

– Solía acompañar a mi abuela cuando era pequeña.

Comieron en silencio.

– ¿Trabajas hoy? -preguntó Patricia.

Annika asintió.

– Tú tienes un trabajo muy pesado, ¿verdad? -dijo Patricia-. Y peligroso, si es que intentan quemarte.

Annika esbozó una sonrisa.

– También le prendieron fuego a tu trabajo.

– Pero no fue nada personal -repuso Patricia.

Annika suspiró.

– Sin embargo, me gustaría continuar trabajando aquí.

– ¿Por qué tienes que dejarlo?

– Mi beca finaliza la semana que viene. Sólo uno o dos becarios pueden continuar durante el otoño.

– ¿Y no puedes ser tú? Tú has escrito mucho.

Annika titubeó.

– Mañana tienen una reunión con el sindicato, entonces sabremos quién se queda. ¿Qué vas a hacer hoy?

La mirada de Patricia se ensimismó y se perdió a través de la lluvia.

– Pensaré en Josefin -respondió-. Hablaré con los espíritus y la buscaré en el más allá. Cuando entre en contacto con ella le preguntaré quién lo hizo.


Anne Snapphane estaba sentada a su mesa cuando Annika llegó a la redacción.

– Así que aún vives -constató Annika.

– Apenas -repuso su colega-. El fin de semana ha sido una mierda. Los jefes han estado completamente atontados. Lo que el jefe de la mesa de redacción preparaba durante el día, el jefe nocturno lo tiraba a la basura por la noche. He escrito cinco artículos que han sido anulados.

Annika se dejó caer en su silla. La dragona de traje sastre había dejado tras de sí un campo de batalla compuesto por tazas de café vacías, teletipos de TT y kleenex usados.

– Estuve dudando antes de venir -dijo Annika-. Ahora sé por qué.

Anne Snapphane comenzó a reír. Annika tiró todo lo que había en la mesa, incluidos cinco cuadernos, dos libros y tres tazas de porcelana marcadas con el nombre Mariana a la papelera.

– Que te den por el culo, pija de mierda -espetó.

Anne Snapphane se reía tanto que se cayó de la silla.

– Joder, no es para tanto… -dijo Annika.

Anne se sentó de nuevo, se secó las lágrimas e intentó controlar 1; risa.

– No, no lo es -replicó y rió-. Pero otras cosas divertidas sí lo son. Por ejemplo, me voy de aquí.

Annika abrió los ojos.

– ¿Has conseguido trabajo? ¿Dónde?

– Una productora en Södra Hammarbyhamnen. Seré la researcher de un programa para mujeres en un canal por cable. Comienza el doce de septiembre. Será muy escandaloso. Estoy realmente ilusionada.

– Pero quizá podrías continuar aquí.

– No sé si quiero, estoy agotada de cojones. Además, los de la televisión me harán un contrato fijo.

– Enhorabuena -la felicitó Annika, bordeó la mesa y abrazó a su amiga-. ¡Dios mío, qué suerte la tuya!

– Oíd, tortilleras, ¿tenéis tiempo para trabajar?

Spiken había regresado a su puesto de jefe de la mesa de redacción.

– Que te den por el culo, viejo verde de mierda -gritó Anne Snapphane.

– ¿Estás loca? -dijo Annika quedo.

– ¿A quién le importa? Me voy a ir -dijo Anne Snapphane y se levantó.

Fue a Anne a quien le dieron el trabajo, la historia de un gato que cuidaba la policía de Norrköping. Había estado rondando por la estación durante dos semanas y lo iban a sacrificar.

– Tenemos que conseguir una foto del gato de los cojones en la celda -dijo Anne Snapphane-. Imagínate el titular: «Morrito de nieve en el corredor de la muerte».

Spiken miró de reojo a Annika.

– No tengo nada para ti, de momento quédate standby.

Annika tragó saliva. Comprendió. La puerta del frigorífico se cerraba.

– Okey -contestó ella-. Me iré a leer los periódicos.

Se dirigió a las repisas donde se archivaban los ejemplares atrasados del Kvällspressen y cogió los del viernes en adelante. No había leído ningún periódico ni visto la televisión durante todo el fin de semana. La radio no pensaba oírla nunca más en su vida, a no ser que la obligaran.

Comenzó a leer detenidamente el artículo de Berit sobre el IB. Ahora el presidente reconocía que había aprovechado sus contactos con Birger Elmér para eludir el mes de actualización del servicio militar, en otoño de 1966.

Había campaña electoral y el presidente era vicesecretario de SSU, aquel mes de entrenamiento militar le venía muy mal al partido. Por eso Elmér ordenó que se destinara al presidente a IB.

Eso significaba que podía continuar, como de costumbre, con su trabajo político, al mismo tiempo que cumplía con su servicio militar.

Según la tarjeta de reclutamiento que Berit había pescado, el presidente fue destinado al departamento de seguridad del Alto Estado Mayor, lo que podía ser un nombre en clave de IB. En 1966 ya tenía treinta y tres años, por lo que nunca más le volvieron a citar para realizar su actualización del servicio militar.

Annika dejó caer el periódico. ¿Cómo había conseguido Berit que el presidente reconociera todo eso? Este había negado cualquier implicación con IB durante tres decenios, y de pronto ponía todas las cartas sobre la mesa. Extraño.

La página siguiente contenía fotos espectaculares de la detención de las Barbies Ninja, todas tomadas por Carl Wennergren. En el texto se explicaba que el grupo terrorista había decidido atacar a un juez que vivía en Eketorpsvägen en Djursholm. La razón era que el magistrado había dejado recientemente en libertad a un pederasta por falta de pruebas. La policía había recibido un soplo y había llamado a su fuerza especial. Evacuaron a los vecinos de los alrededores y formaron discretos controles en la calle. Parte de la fuerza especial se había atrincherado en el polideportivo de Stockhagen justo al lado de la casa del juez, el resto se había ocultado entre los árboles del jardín del magistrado.

Las Barbies Ninja quedaron totalmente sorprendidas por el contraataque de la policía, y se rindieron después de que dos de las mujeres fueran heridas por disparos en las piernas.

El artículo hizo sentir mal a Annika. Había desaparecido la cantinela poco crítica que formaba la trama de los textos anteriores, en éstos los policías eran los héroes. Si había algunos artículos que debían ser estudiados uno de ellos era éste, pensó ella.

– Nos inundarán las lágrimas de la gente que desea cuidar a Morrito de nieve -dijo Anne Snapphane.

Annika sonrió.

– ¿Cómo se llama el gato en realidad?

– En el collar ponía Harry. ¿Has comido?


El ministro condujo hasta la pequeña aldea llamada Mellösa. Frenó y miró hacia la izquierda a través de la lluvia. El desvío tenía que estar en alguna parte.

Una gran casa amarilla emergió del cielo grisáceo, abajo junto al lago, aunque no parecía ser el camino correcto. El coche de atrás hizo sonar el claxon.

– ¡Pero cálmate, joder! -exclamó el ministro y pisó el freno. Detrás de él, el Volvo frenó en seco, giró y evitó, por los pelos, chocar con él.

Su coche alquilado tosió y se caló, la ventilación zumbaba, el limpiaparabrisas resonaba. Sintió que las manos sobre el volante le vibraban.

Dios mío, ¿qué estoy haciendo?, pensó. No puedo poner en peligro la vida de los demás sólo porque yo…

Se sorprendió irónico de la ambigüedad de sus pensamientos, arrancó el coche y condujo lentamente. Doscientos metros más adelante vio la indicación.

Harpsund 5.

Torció a la izquierda y pasó la vía del tren. El camino serpenteaba a lo largo de la iglesia, la escuela y las granjas como en un paisaje de otros tiempos. Grandes casas solariegas con galerías acristaladas y acicalados setos pasaban de largo por entre la niebla.

Aquí los terratenientes han debido de exprimir a la clase obrera desde hace mil años, pensó.

Después de algunos minutos traspasó las grandes columnas de piedra de la verja que formaban parte de la entrada a la residencia de verano del primer ministro. A la izquierda se veía el espacioso y bien cuidado establo, detrás estaba el edificio principal.

Estacionó a la derecha de la entrada principal, permaneció sentado en el coche durante un momento y contempló la casa. Se componía de un edificio solariego de dos plantas, construido en 1910, un pastiche carolino. Suspiró, buscó su paraguas, abrió la puerta del conductor y corrió hacia la entrada.

– Bienvenido. El primer ministro telefoneó. Le he preparado algo de comer.

El ama de llaves cogió el paraguas mojado y su húmeda chaqueta.

– Gracias, pero he comido algo por el camino. Sólo deseo ir a mi habitación.

La mujer no mostró ninguna decepción.

– Por supuesto. Por aquí.

Ella subió delante hasta el segundo piso y se detuvo en una habitación con vistas al lago.

– Sólo tiene que llamar si desea algo.

El ama de llaves cerró la puerta silenciosamente, él se quitó la camisa y los zapatos. El primer ministro tenía razón. Aquí nunca le encontrarían.

Se sentó en la cama, cogió el teléfono y se lo puso sobre las rodillas, respiró hondo tres veces.

Luego marcó el número de Karungi.

– Se acabó -anunció él cuando ella respondió.

Escuchó durante un rato.

– No, cariño -repuso él-. No llores. No me meterán en la cárcel. No, te lo prometo.

Miró fijamente a través de la ventana y esperó no estar mintiendo.


La tarde se arrastraba lentamente. A Annika no le asignaron ningún trabajo. Comprendió la indirecta, ni siquiera era especialmente agradable. La habían apartado de todo lo que tuviera que ver con el asesinato de Josefin y el ministro sospechoso de asesinato. Carl Wennergren se ocupaba de todos estos artículos.

En un ataque de hastío llamó a la criminal y preguntó por Q.

Le encontró en su oficina.

– Fueron muy duros contigo en la radio el jueves -dijo él.

– Estaban equivocados -respondió ella-. Yo tenía razón. No sabían de qué hablaban.

– No sé si estoy de acuerdo contigo -contestó divertido-. Tú puedes ser entrometida de cojones.

Ella se enfadó.

– ¡Joder, si soy más flexible que una bailarina de ballet!

Él se echó a reír.

– Yo no pienso precisamente en esa metáfora cuando me llamas -repuso él-. Pero seguro que lo superarás. Tú eres una mujer fuerte. Tendrás que aguantar un poco de caña.

Sintió sorprendida que él tenía razón.

– Escucha -dijo ella-, estaba pensando en las Barbies Ninja.

Él se tornó inmediatamente serio.

– ¿Qué?

– ¿Llevaban dinero encima?

Oyó cómo el policía contenía la respiración.

– ¿Por qué coño preguntas eso?

Ella se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

– Curiosidad…

Q pensó, un buen rato.

– ¿Sabes algo? -preguntó él quedamente.

– Quizá -respondió ella.

– Give it to me, baby -dijo él.

Ella rió cruelmente.

– Eso es lo que tú quisieras.

Permanecieron en silencio.

– Encima no -prosiguió él.

El corazón de Annika se aceleró.

– ¿En el coche? ¿En su casa? ¿En el sótano?

– En casa de una de ellas.

– ¿Alrededor de cincuenta mil? -preguntó Annika inocentemente.

Q chasqueó.

– Si pudieras contarme todo lo que sabes -dijo él.

– Lo mismo digo -repuso ella.

– Cuarenta y ocho mil quinientas -informó.

La confirmación subió como en burbujas a su cerebro. ¡Ese cabrón lo hizo!

– ¿Tú quizá me podrías decir de dónde vienen? -inquirió él suavemente.

Ella no respondió.


Cuando arrancó la sintonía de Studio sex, Annika apagó la radio y bajó al restaurante. Acababa de servirse un plato que parecía de comida para perros de la mesa de las ensaladas, cuando una cajera con permanente gritó su nombre.

– Te llaman por teléfono -informó.

Era Anne Snapphane.

– Deberías escuchar esto -dijo en voz baja. Annika cerró los ojos y sintió cómo el corazón se le hundía hasta los zapatos.

– No aguanto otra ejecución -repuso ella.

– No, no -dijo Anne-. No se trata de ti. Es sobre el ministro.

Annika respiró hondamente.

¿Qué? [5]

– Al parecer fue él quién lo hizo.

Annika colgó y se dirigió hacia la salida con su plato de ensalada.

– ¡Oye! -gritó la de la permanente-. No puedes llevarte la vajilla de aquí.

– Denúnciame a la policía -respondió Annika, empujó la puerta y salió.

En la redacción reinaba un silencio sepulcral. Se oía el eco de la voz del presentador de Studio sex desde diferentes altavoces de alrededor del recinto, todos los periodistas estaban sentados acodados y absorbían la información.

Annika se dejó caer con cuidado en su silla.

– ¿Qué pasa? -le murmuró a Anne Snapphane.

Anne se inclinó por encima de la mesa.

– Han encontrado el recibo -dijo ella en voz baja-. El ministro estuvo en el puticlub la misma noche en que asesinaron a Josefin. Ella cobró su cuenta media hora antes de morir.

Annika palideció por completo.

– ¡Dios mío!

– Todo concuerda. Christer Lundgren participó en un gran congreso con socialdemócratas y representantes sindicales alemanes aquí en Estocolmo, el viernes día 27 de julio, pronunció un discurso sobre el comercio y la cooperación internacional. A continuación se llevó a los alemanes de copas.

– Menudo cabrón -repuso Annika.

– Eso no es todo. Al parecer Studio sex ha encontrado la factura. Los alemanes figuran en el revés del recibo.

Annika suspiró.

– ¿Ha dimitido ya?

– ¿Crees que lo hará? -inquirió Anne Snapphane.

– ¿No te resulta familiar la historia? -repuso Annika-. ¿Socialista en club de alterne con el dinero de los contribuyentes?

Un hombre chistó desde la zona de correctores. Annika encendió su radio y subió el volumen. Surgió la voz del presentador.

– Nuestro reportero encontró el fatídico recibo del club de alterne en el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Para entonces la policía ya seguía la pista del ministro.

La voz del hombre estaba llena de un triunfo contenido. Tomó impulso, hablaba lenta y proféticamente.

– Había… efectivamente… un testigo.

Comenzó la crónica, el reportero parecía encontrarse en una habitación grande y vacía. El eco rebotaba contra las paredes, Annika se estremeció.

– Me encuentro en Estocolmo, en las escaleras del edificio donde se halla el apartamento secreto del ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren -dijo el reportero susurrando excitado-. Hasta hace unos días nadie sabía de su existencia, ni siquiera su portavoz de prensa, Karina Björnlund. Pero había algo con lo que el ministro no había contado: sus vecinos.

Aparecieron unos efectos de sonido, unos zapatos que subían por una escalera de mármol arenosa.

– Estoy subiendo al apartamento de la mujer que se ha convertido en la clave de la investigación del asesinato de la bailarina de striptease Josefin Liljeberg -informó el reportero jadeando.

Al parecer el ascensor seguía sin funcionar, constato Annika.

– Se llama Elna Svensson, y sus tempranos hábitos matutinos y sus precisas observaciones han comprometido al miembro del gobierno.

Sonó un timbre, Annika lo reconoció. No había duda de que se encontraba en Sankt Göransgatan 64. La puerta se abrió.

– Él entraba cuando Jesper y yo salíamos -dijo Elna Svensson.

Annika reconoció inmediatamente la voz desabrida: era la mujer obesa dueña del perro.

– A Jesper le gusta jugar en el parque antes de que yo desayune. Café y bollo de trigo, eso es lo que desayuno…

– ¿Y justo esa mañana usted se encontró, al salir, al ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren?

– ¡Ya se lo he dicho!

– ¿Y él entraba en el edificio?

– Él entró, y parecía impetuoso. Casi pisa a Jesper, y no pidió disculpas, no.

¿Impetuoso?, pensó Annika, anotó la palabra en su cuaderno.

– ¿A qué hora sucedió todo esto?

– Yo me levanto a las cinco, tanto los días laborables como los festivos. Esto fue justo después.

– ¿Vio usted algo extraño en el parque?

La anciana se puso nerviosa.

– No. Nada de nada. Tampoco Jesper. Él hizo sus necesidades y nos volvimos.

Apareció el presentador, junto a él estaba el comentarista. Discutieron un rato sobre si el ministro debía dimitir, de cómo influiría esto en la campaña electoral, sobre el futuro de la socialdemocracia y el desarrollo de la democracia. No había preguntas que le quedaran demasiado grandes a Studio sex en una tarde como aquella.

– ¡Joder, esto me saca de quicio! -exclamó Anne Snapphane.

– ¿Qué? -preguntó Annika.

– Que fueran ellos quienes encontraran esa factura de mierda. ¿Por qué no fui yo a AA. EE. y la pedí?

– La cuestión es cómo sabían ellos que existía -dijo Annika.

– Hemos intentado ponernos en contacto con Christian Lundgren -informó el presentador-, pero el ministro se ha ocultado. Nadie sabe dónde se encuentra, ni siquiera su portavoz de prensa, Karina Björnlund, quien sostiene que tampoco conocía su visita al club de alterne.

Entonces irrumpió la voz nasal de Karina Björnlund por la radio.

– No tengo ni idea de dónde estuvo esa noche -dijo-. A mi me dijo que tendría una reunión informal con unos representantes extranjeros. Me pareció muy extraño.

– ¿Se podía haber referido a los representantes sindicales alemanes? -indagó el reportero insinuante.

– No sabría responder -respondió ella.

– ¿Y dónde se encuentra ahora?

– No lo he visto durante todo el día -contestó-. Me parece de una total despreocupación por su parte dejarme con toda la responsabilidad en una situación tan complicada.

Anne Snapphane puso los ojos en blanco.

– Esta Karina Björnlund no es ninguna Einstein, ¿verdad?

Annika se encogió de hombros.

– El primer ministro no ha querido comentar nuestro nuevo descubrimiento -dijo el presentador-. Se ha remitido a la rueda de prensa que se celebrará mañana a las once en Rosenbad.

– ¿Crees que Lundgren dimitirá? -preguntó Anne Snapphane.

Annika arqueó las cejas.

– Depende -respondió después de recapacitar-. Si los socialistas desean acabar con el debate lo soltarán como si fuera una patata caliente. Le nombrarán gobernador o director de banco o cualquier otra cosa sin importancia ahí arriba, en el infierno lapón.

Anne Snapphane amenazó con el dedo.

– Ten cuidado, capitalina de mierda, estás hablando de mi terruño.

– Provinciana -repuso Annika-. Esto, por otra parte, significaría que el gobierno reconoce que ha tenido a un asesino entre sus ministros, aun cuando nunca sea juzgado. Si todos los socialistas tuvieran las manos limpias, el ministro, desde un punto de vista lógico, debería continuar.

– ¿A pesar del recibo del puticlub?

– Puedes estar segura de que tendrán una buena excusa. Probablemente todo sea culpa del chófer -contestó Annika y esbozó una sonrisa.

El presentador estaba listo para resumir su programa y lo hizo con autoridad y seguridad. Annika tuvo que reconocer a su pesar que los datos eran sensacionales y estaban bien trabajados.

– Un ministro del gobierno socialdemócrata invita a siete representantes sindicales a un club de alterne -dijo el presentador-. Una bailarina rubia y de grandes pechos registra su cuenta a las cuatro y media de la madrugada. El ministro la firma y escribe claramente el nombre de los alemanes en la parte posterior del recibo. Media hora más tarde regresa a su apartamento, impetuoso. Sin darse casi cuenta pisa al perro de su vecina. A cincuenta metros de su apartamento se encuentra más tarde a la bailarina de striptease asesinada. Ésta murió entre las cinco y las siete de la mañana. El ministro ha sido llamado a declarar en varias ocasiones, y ahora se oculta en un lugar desconocido…

Las últimas palabras quedaron en el aire cuando la guitarra eléctrica menzó a rugir. Annika apagó la radio.

Los viejos de la dirección se reunieron alrededor de la mesa de redacción. Ahí estaban Spiken y Jansson, Ingvar Johansson, Foto-Pelle y el jefe de deportes, Anders Schyman y el jefe de la redacción. Se quedaron de pie dándoles la espalda a todos.

– Mira qué foto más simbólica -dijo Annika-. No comprenden que están hundiendo el periódico con ese jodido muro de espaldas.

El grupo se movió de forma colectiva hacia la mesa de Carl Wennergren.

– ¿Siempre trabaja Jansson?

– Tres ex mujeres y cinco hijos que sustentar -contestó Anne Snapphane.

Annika comió lentamente su marchita ensalada. Quizá sea así como uno acaba en este trabajo, pensó. Quizá sea mejor dejarlo antes de terminar como la banda de fieltro, un grupo de viejos hipócritas obsesionados con los escándalos cuyos cerebros sólo piensan en setenta y dos puntos Bodoni.

– Tú ocúpate de «Escalofríos» -dijo Spiken al pasar.

Una semana y media, pensó Annika, apretó los dientes y se fue a devolver el plato y la cubertería a la cafetería.

– Quizá me venga bien pasar una noche tranquila -dijo cuando se volvió a sentar.

– ¡Ja! -exclamó Anne Snapphane-. Eso es lo que tú crees. Fíjate en el tiempo que hace. Todos los locos están sentados en casa llamando ininterrumpidamente a los teléfonos de noticias, en especial al nuestro.

Anne tenía razón, por supuesto.

– Me parece que la inmigración es una mierda -dijo una voz. Resonaba a los suburbios del sur de Estocolmo.

– Sí -dijo Annika-. ¿A qué te refieres?

– Que están por todas partes. ¿Por qué coño no arreglan sus problemas en Negrolandia en lugar de venir aquí con su mierda?

Annika se recostó en la silla y suspiró en silencio.

– ¿Podrías ser más preciso?

– Primero se matan ahí en su país, violan a todas las tías. Luego vienen aquí a estrangular a nuestras mujeres. Mira el asunto ese de la tía asesinada en el parque, me juego la polla a que ha sido un negro de ésos.

Por lo menos había gente que no escuchaba Studio sex.

– Bueno -repuso Annika-. No creo que la policía comparta tus sospechas.

– ¡Lo ves! ¡Es la hostia! ¡Los maderos protegen a esos cabrones!

– ¿Qué piensas que se debería hacer? -preguntó Annika suavemente.

– Expulsar a esa chusma. Enviarlos de vuelta a la selva, coño. Al fin y al cabo todos son unos monos.

Annika esbozó una sonrisa.

– Me cuesta un poco compartir tu opinión porque soy negra -replicó.

El hombre al otro lado del auricular se quedó totalmente en silencio. Anne Snapphane dejó de escribir y levantó la vista hacia ella, sorprendida. A Annika le resultaba difícil mantenerse seria.

– Quiero hablar con otra persona -pidió el racista cuando se recompuso.

– Lo siento, pero estoy sola -repuso Annika.

– ¿Quién es ese idiota? -inquirió Anne Snapphane.

– No lo estás -contestó el hombre-. Oigo a una tía por ahí detrás.

– Sí, claro, es Anne. Es coreana. Espera, te la paso -dijo Annika.

– ¡Gilipollas! -exclamó el hombre y colgó.

– Cuánto cretino anda suelto -dijo Annika.

– Coreana, sí, gracias -replicó Anne Snapphane-. Nunca seré tan guapa…

Se levantó su arrugada camiseta clara y oprimió con fuerza su primer michelín.

– No estás tan gorda -repuso Annika y se puso en pie para ir a buscar café.

– Mejor delgada y rica que gorda y pobre -dijo Anne.

Llamaron de nuevo, Annika respondió.

– ¿Puedo permanecer en el anonimato?

La voz era la de una joven asustada.

– Claro -respondió Annika-. ¿De qué se trata?

– Bueno, es sobre este hombre de la televisión, ese viejo presentador…

Nombró a uno de los periodistas de televisión más populares y respetados de Suecia.

– Sí, ¿y…? -inquirió Annika.

– Se viste con ropa de mujer, y toquetea a las jovencitas.

Annika dio un respingo, de pronto recordó que ya había oído esto.

– La gente tiene derecho a vestirse como quiera en este país.

– También va a clubes raros.

– Además tenemos libertad de opinión, de religión y de reunión -repuso Annika y sintió cómo aumentaba su malestar.

La muchacha en el auricular perdió el hilo.

– Bueno, ¿así que no vais a escribir sobre esto?

– ¿Ha hecho algo ilegal?

– Nooo…

– Tú has dicho que toqueteaba, ¿quieres decir que ha violado a alguien?

– Nooo, en absoluto, ellas se dejaban…

– ¿Ha comprado sexo con dinero público?

La muchacha se desconcertó.

– ¿Qué quiere decir eso?

Annika suspiró.

– ¿Se ha ido de putas con el dinero de los contribuyentes?

– No lo sé…

Annika dio las gracias por la información y finalizó la conversación.

– Tenías razón -dijo Annika-. Es la noche de los locos.

La línea caliente volvió a sonar por tercera vez, Annika arrancó el auricular.

– Me llamo Roger Sundström y vivo en Piteå -informó un hombre-. ¿Estás ocupada o tienes tiempo para hablar un momento?

Annika se sentó en la silla de puro asombro. ¡Un loco educado!

– Sí, tengo tiempo. ¿En qué puedo ayudarte?

– Bueno -dijo el hombre con un claro acento de Norrland-, tiene que ver con el ministro este, Christer Lundgren. En el programa de radio Studio sex dicen que estuvo en un puticlub de Estocolmo, pero no es cierto.

Annika prestó atención, el hombre tenía algo en su voz que hizo que lo tomara en serio. Encontró un bolígrafo debajo del teclado.

– Cuéntame -dijo ella-. ¿Qué te hace pensar eso?

– Bueno -respondió el hombre-, en julio fuimos toda la familia de vacaciones a Mallorca. Fue una estupidez, pues hizo más calor en Suecia que en España, pero no lo podíamos saber cuando… bueno, estábamos regresando a Piteå, y habíamos reservado vuelo desde Arlanda con Transwed, pues son algo más baratos…

Un niño reía de fondo. Annika oyó cantar a una mujer.

– Continúa -rogó ella.

– Entonces vimos al ministro -dijo Roger Sundström-. Estaba en el aeropuerto a la misma hora que nosotros.

– ¿Cuándo? -preguntó Annika.

– El viernes 27 de julio, a las ocho y cinco de la noche.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de la hora?

– Lo pone en el billete.

¡Por supuesto!

– Pero ¿por qué crees que el ministro no estuvo en el puticlub? El recibo de Studio sex indica que lo firmó a las cuatro y media de la madrugada siguiente. Una vecina le vio en la puerta de su casa.

– A pesar de que entonces no estaba en Estocolmo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Él estaba volando. Le vimos al facturar. Tenía un maletín y una maleta pequeña.

Annika sintió que se le erizaba el pelo de la nuca, esto podía ser importante. Sin embargo, sospechó.

– ¿Por qué miraste tan detenidamente al ministro? Y ¿cómo es que lo reconociste?

El niño comenzó a cantar, sonaba como Mora Träsk. Roger Sundström rió, algo embarazado.

– Bueno -repuso-, intenté hablar con él, pero parecía muy estresado. Creo que ni siquiera se percató de mi presencia.

– ¿Estresado? -preguntó Annika-. ¿Cómo?

– Estaba completamente sudado, y le temblaba la mano.

– Ese día hacía mucho calor, yo también sudé mucho -dijo Annika.

Roger Sundström contestó pacientemente.

– Bueno, pero él no estaba como de costumbre. Tenía la mirada confusa.

Annika sintió cómo su excitación decrecía, a pesar de todo Roger Sundström era un loco.

– ¿Qué quieres decir?, ¿cómo que confusa?

El hombre se esforzó en pensar.

– Estaba muy tenso, él siempre suele estar muy seguro y relajado.

– ¿Lo conoces? -preguntó Annika sorprendida.

– Christer está casado con mi prima Anna-Lena -contestó Roger Sundström-. Viven en algún lugar de Luleå, sus gemelos tiene la misma edad que nuestra Kajsa. No nos vemos mucho, la última vez fue en el entierro del abuelo, pero Christer no suele estar así, ni siquiera en un entierro…

El guardó silencio, presintió que Annika no le creía.

Annika no sabía qué pensar, pero decidió, por el momento, que el hombre decía la verdad. Por lo menos, él mismo creía en lo que decía.

– ¿También le viste a bordo del avión?

Roger Sundström dudó.

– Era un avión de esos grandes y estaba muy lleno. No creo que lo viera.

– ¿Pudo volar de vuelta a Estocolmo esa misma noche?

El hombre al otro lado del auricular comenzó a dudar de sí mismo.

– No lo sé -respondió-. Quizá haya podido. No sé cuándo sale el último avión.

Annika cerró los ojos y pensó en los datos de Studio sex sobre las diez mil personas que pertenecían a grupos de presión en Estocolmo, quizá tuvieran una oficina local en Piteå.

– Hay una cosa más que me gustaría preguntarte, Roger -dijo ella-, y quiero que me respondas con toda sinceridad. Es muy importante.

– Sí, ¿de qué se trata?

Annika presintió desconfianza y miedo en la voz.

– ¿Te ha pedido alguien que llamaras?

El hombre no comprendió.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Que si alguien te ha pedido que llamaras?

Él volvió a pensar.

– No -replicó-, primero hablé con Britt-Inger. Ella creyó que debía llamar.

– ¿Britt-Inger?

– Mi mujer.

– ¿Y por qué creía Britt-Inger que debías llamar aquí?

– Bueno, los de Studio sex están equivocados -dijo Roger Sundström y comenzó a irritarse-. Primero telefoneé allí, pero no quisieron hablar conmigo. Dijeron que estaba equivocado, aunque yo sé lo que vi, Britt-Inger también lo vio.

Annika pensó febrilmente.

– ¿Y nadie más te ha pedido que llamases?

– Nadie.

– ¿Estás seguro de eso?

– Oiga, señora…

– Okey-dijo Annika rápidamente-. Me parece que tu información es muy interesante. Esto le da a las aseveraciones de Studio sex otro color. Investigaré si puedo utilizar o publicar estos datos en el futuro. Muchísimas gracias por…

Roger Sundström ya no estaba en la línea.

En el mismo momento en que ella colgaba el auricular de «Escalofríos», sonó su propio teléfono.

– ¡Tienes que ayudarnos, no sabemos qué hacer!

Era Daniella Hermansson.

– ¿Qué pasa? -preguntó Annika.

– Llaman todo el tiempo a casa de la tía Elna, ahora está aquí conmigo en mi casa. Hay quince periodistas con cámaras de televisión y antenas y cosas fuera, en la puerta. Están colgados del timbre y armando escándalo y quieren entrar, ¿qué podemos hacer?

Estaba muy nerviosa, Skruttis berreaba al fondo. Annika utilizó su tono de voz más tranquilo.

– No tenéis que dejar entrar a nadie si no queréis. Ni tú, ni Elna Svensson estáis obligadas a hablar con ningún periodista. ¿También te llaman por teléfono?

– Todo el tiempo.

– Cuando hayas terminado de hablar conmigo no cuelgues, entonces dará la señal de comunicar. Si te sientes acosada o asustada por los periodistas de la escalera puedes llamar a la policía.

– ¿La policía? No, no me atrevo.

– ¿Quieres que lo haga yo? -preguntó Annika.

– ¿Podrías? Por favor…

– No cuelgues, que les voy a llamar desde otro teléfono -dijo Annika.

Cogió el auricular de «Escalofríos» y marcó el número directo del centro coordinador de emergencias.

– Hola, estoy llamando desde Sankt Göransgatan 64 -dijo ella-. La prensa ha invadido nuestra escalera, están asustando a las personas mayores. Los reporteros gritan y chillan, llaman a todas las puertas y molestan a la gente. Los de la radio son los peores. Tengo en mi casa a cinco pensionistas aterrorizados. Escalera derecha, segundo piso.

Cambió de auricular.

– Van en camino.

Daniella respiró.

– Muchísimas gracias, no sé cómo agradecértelo. Has sido un cielo, esto no lo olvidaré…

Annika no la escuchó.

– ¿Por qué habló Elna Svensson con el reportero de Studio sex?

– Ella dice que no ha hablado con ningún reportero.

– Ha debido de hacerlo, yo la oí por la radio. Hoy o ayer.

Daniella apartó el auricular y habló con alguien en la habitación.

– La tía Elna dice que no ha hablado con nadie.

Annika recapacitó.

– Entonces, ¿Elna es senil?

La respuesta llegó rápida y segura.

– En absoluto, tiene la cabeza clarísima. Ningún reportero, está segura.

– Ha tenido que hablar con alguien, a no ser que el resto de los periodistas de ahí fuera y yo hayamos alucinado.

– Un policía -informó Daniella-. Habló con un policía por la mañana. Él le dijo que deseaba completar el interrogatorio.

– ¿Utilizó una grabadora?

– ¿Te grabó las respuestas? -preguntó Daniella a la habitación.

Siguió un largo murmullo.

– Sí -respondió Daniella en el auricular-. Para la transcripción. El policía dijo que era muy importante documentar el interrogatorio.

No tienen vergüenza, pensó Annika.

– ¿Y ella está segura del día y la hora en la que se encontró con el ministro?

– Sí, segurísima.

– ¿Cómo puede estar tan segura?

– ¿Puedo contárselo? -preguntó Daniella a su vecina.

Murmullos y susurros. De vuelta al auricular dijo:

– No, no puedo decirte por qué, pero está segura. ¡Ahora pasa algo ahí fuera! Espera, voy a ver…

Soltó el auricular, Annika oyó sus pasos. Seguramente fue a mirar a través de la mirilla. Los pasos regresaron.

– Ha llegado la policía, están limpiando la escalera. Muchísimas gracias por tu ayuda.

– De nada…

Annika colgó el teléfono, la cabeza le daba vueltas. «Escalofríos» volvió a sonar.

– Contesta tú -le dijo Annika a Anne Snapphane, se levantó y se dirigió a la cafetería. Compró una Ramlösa, se sentó junto a la ventana y vio llover. La noche era gris, oscura y pesada. Ni siquiera las farolas de la embajada rusa conseguían romper la oscuridad.

Me pregunto cuándo enterrarán a Josefin, pensó. Probablemente se demore un tiempo. Los forenses y la policía querrán tener la oportunidad de cortarla en pedacitos para no tener que desenterrarla de nuevo.

Pensó en el ministro, se preguntó detrás de qué ventana estaría mirando.

Tenía la mierda hasta el cuello, pensó. ¿Cómo puede ser alguien tan jodidamente estúpido para entregar una factura de un puticlub a AA. EE.?

Es un tacaño, claro.

Bebió su refresco, los pensamientos retornaron a Josefin. La muchacha muerta había sido totalmente olvidada. Desde el momento en que se destapó que era una bailarina de striptease se convirtió en un simple pedazo de carne, el juguete de los poderosos. Annika pensó en sus padres.

Me pregunto cómo habría reaccionado mamá si fuera yo, pensó. ¿Habría llorado a la prensa local?

Seguramente no, a su madre no le agradaban los periodistas. Uno debía ocuparse de sus cosas y pasar de los demás, ése era su lema. Nunca lo había exteriorizado, pero no estaba especialmente contenta con la elección laboral de Annika. También coincidía con Sven, al que tampoco le había agradado que Annika aceptase la beca.

– Es un trabajo durísimo -había dicho Sven-. A ti no te va en absoluto abordar a la gente y asediarla. Tú que eres tan buena…

Se levantó irritada y regresó a su mesa.

– Paso de todo esto -le dijo a Anne Snapphane, cogió su bolso y se marchó.


Patricia se sobresaltó cuando se abrió la puerta de la calle. Annika se dibujaba como una silueta negra contra la afilada luz de la escalera.

– ¿Estabas durmiendo? -preguntó Annika y encendió la luz.

Patricia parpadeó.

– Dejaba que las energías fluyeran -respondió.

– ¿Y te he fastidiado? -dijo Annika y sonrió cansada.

– Siempre están aquí.

Annika colgó sus cosas en el recibidor, su chaqueta clara estaba mojada. Patricia se sentó en el sofá.

– Josefin tenía una chaqueta de verano como ésta -dijo asombrada-. Exactamente igual.

Annika la miró asombrada.

– Tiene unos cuantos años, es de Hennes, me parece.

Patricia asintió.

– También la de Jossie. Aún cuelga en el recibidor de Dalagatan. «Siempre llevaré esta chaqueta», solía decir. Decía cosas así con frecuencia, exageraciones: «siempre», «nunca jamás», «ésta es la más grande de todas», «tú eres la mejor, la mejor amiga que nunca he tenido», «le odio hasta la muerte». Hasta la muerte…

Patricia rompió a llorar, Annika se sentó a su lado en el sofá.

– ¿Has escuchado Studio sex?

Patricia asintió.

– ¿Qué piensas? ¿Fue el ministro?

Patricia entre lágrimas bajó la mirada a sus manos.

– Pudo ser uno de los peces gordos, los que se marcharon justo después de Jossie. Tenían buenas tarjetas de crédito, tarjetas del gobierno. Y los alemanes. Ya se sabe cómo son. Se escondieron en Asunción después de la guerra. Papá solía hablar de ellos con frecuencia.

Annika permaneció sentada en silencio, Patricia lloraba.

– Todas las personas a las que quiero se mueren -gimoteó.

– Pero qué dices -repuso Annika.

– Primero papá, luego Jossie…

– Venga, ¿no pueden ser «todas»? ¿Dónde está tu madre?

Patricia cogió un pañuelo y se sonó.

– Ha cortado conmigo, me llama puta. Ha puesto a toda la familia de su parte.

Annika se levantó y se fue a la cocina a buscar dos vasos de agua. Le dio uno a Patricia.

– ¿Por qué trabajas ahí, entonces?

– Joachim piensa que trabajo bien en el bar -contestó insolente-. Y gano mucho dinero, ahorro diez mil coronas al mes. Cuando tenga suficiente abriré un negocio. Ya sé cómo se llamará: El Cristal. He aprendido de Joachim y lo he comprobado. Este nombre está libre. Venderé cartas de tarot y adivinaré en las estrellas, ayudaré a la gente a encontrar su camino…

– Tú has visto la foto del ministro, ¿estaba entre los viejos del club? -interrumpió Annika.

Patricia se encogió de hombros.

– Todos son iguales, es como si fueran una masa.

Annika reconoció la respuesta, la había oído en alguna parte con anterioridad. Analizó a la joven del sofá. Probablemente evitaba mirar a los hombres.

– ¿Te ha preguntado la policía sobre esto?

– ¡Claro! Me han preguntado todo ocho millones de veces.

– ¿Qué, por ejemplo?

Patricia se levantó irritada.

– Todo, miles de cosas. Estoy cansada. Buenas noches.

Cerró cuidadosamente la puerta del cuarto de servicio tras de sí.

Dieciocho años, once meses y cinco días

No sabemos adonde nos dirigimos. Esa verdad que se encontraba tras la nube ha volado al espacio. Ya no la veo más, ni siquiera puedo presentir su presencia.


Él llora por el vacío. Mi sentimiento es apagado y frío. No me dejo afectar: embotada, estéril.


La congoja es vecina del fracaso. El deseo o es demasiado fuerte o demasiado débil, el amor o es demasiado exigente o demasiado apagado.


Ahora no puedo retroceder.


A pesar de todo, en el mundo

no hay nada más importante

que nuestra relación.

Martes, 7 de agosto

– Tiene que desaparecer -dijo el primero.

– ¿Cómo nos la quitamos de encima? -preguntó el segundo.

– ¿Le disparamos? -inquirió el tercero.

Los hombres de Studio sex estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina y discutían. Ella no podía continuar en el periódico, eso estaba claro.

– No me habéis preguntado a mí -gritó Annika.

Los hombres continuaron murmurando alrededor de la mesa, Annika ya no podía distinguir las palabras.

– Oíd -les gritó-. ¡Quizá no desee seguiros! ¡No quiero ir a Harpsund!

– ¿Quieres desayunar?

Annika abrió los ojos y miró fijamente a Patricia.

– ¿Qué?

Patricia se llevó las manos a la boca.

– ¡Oh! Lo siento, estabas durmiendo. Creí… hablabas. Debías de estar soñando.

Annika cerró los ojos y se alisó el cabello.

– Desconcertante -dijo.

– ¿Sobre Harpsund?

Annika se levantó, se puso la bata y bajó al retrete. Regresó en el mismo momento en que Patricia servía el café.

– ¿Sueles tener pesadillas? -preguntó Patricia.

Annika se sentó y suspiró.

– Hoy se decide -respondió ella.

– Creo que podrás continuar -dijo Patricia y esbozó una sonrisa.

Annika reflexionó.

– Existe una oportunidad. Soy miembro del sindicato de prensa, así que los tendré de mi parte. Aun cuando la dirección esté afectada por lo de Studio sex el sindicato de periodistas me respaldará.

Le dio un bocado al pan, la expresión de su rostro se iluminó.

– Eso es lo que va ocurrir. Posiblemente los jefes me quieran echar, porque se ha perdido el control. Pero el sindicato tiene una visión más humana del periodismo, lucharan por mí.

– ¿Lo ves? -dijo Patricia, y esta vez Annika le devolvió la sonrisa.


La lluvia había cesado. Sin embargo, el primer aliento llenó sus pulmones de humedad. La niebla era tan espesa que apenas podía vislumbrar su coche alquilado.

Saltó a la crujiente gravilla y dejó que la puerta golpeara al cerrarse. El sonido quedó envuelto como entre algodones, pasó la mano como para apartar la niebla.

Bordeó la casa y llegó a la parte trasera, nadie podía imaginar que el lago con sus populares barcas reposaba a unos cientos de metros. Había intuido que la niebla se suavizaría hacia el mediodía, si quería tomar el aire debía ser ahora.

Un coche pasó por la carretera, no pudo verlo.

Es el escondite perfecto, pensó.

Se sentó en un banco, la humedad traspasó inmediatamente sus pantalones. No se preocupó.

Al tomar un aliento profundo y turbio, una sensación de fracaso quemó sus pulmones. La vista sobre el lago era tan poco nítida como su futuro. El primer ministro no había estado abierto a ninguna discusión sobre cuál sería su nueva ocupación. Ahora mismo toda su energía se dirigía a salvar la campaña electoral. Nada podía ponerla en peligro. El primer ministro se desharía hoy de él, lo ejecutaría en público, encontraría algún pretexto para su renuncia y se arrastraría delante de los periodistas. Las amebas, como él los llamaba, tenían poder sobre la campaña electoral, y ésta hoy por hoy era lo más importante.

Además de la verdad, pensó.

Aquella certidumbre sobre su futuro tuvo el mismo efecto como si el sol, de pronto, traspasara las nubes y la niebla desapareciera inmediatamente.

¡Tan sencillo!

De pronto rió en alto.

Joder, podría elegir lo que quisiera.

Si nadie los descubría.

La risa paró de golpe, tragada y ahogada por la niebla.


– Ha dimitido -gritó Anne Snapphane-. Acabamos de recibir el flash por TT.

Annika dejó caer el bolso en el suelo.

– «El primer ministro ha anunciado la dimisión del ministro de Comercio Exterior en una rueda de prensa celebrada en Rosenbad -leyó en la pantalla-. El primer ministro lamenta la decisión de Christer Lundgren, pero comprende sus motivos».

– ¿Y éstos eran? -preguntó Annika y encendió su ordenador.

– Razones familiares -contestó Anne Snapphane.

– Esto huele mal -repuso Annika.

– ¡Venga ya! -exclamó Anne-. Ves fantasmas a plena luz del día.

– ¿Y cuál es la alternativa? ¿Que sea el asesino?

– Ahora mismo casi todo apunta en esa dirección -dijo Anne Snapphane.

Annika no contestó. Hojeó los teletipos de TT. Ya estaban en «dimisión ministro 5». No se le había podido encontrar a Christer Lundgren para un comentario. El primer ministro volvió a recalcar que Lundgren no era sospechoso de ningún tipo de acto criminal, que el interrogatorio policial era rutinario.

– Entonces, ¿por qué dimitió? -murmuró Annika.

La factura del club Studio Sex estaba siendo investigada por una comisión interna de la presidencia del Gobierno.

Soltó el ratón, se recostó y miró hacia la redacción.

– ¿Dónde están los führers? -preguntó.

– Reunión de incorporaciones -respondió Anne.

El estómago le dio un vuelco.

– Voy a por café -dijo rápidamente y se levantó.

Coño, qué nerviosa estoy, pensó.

Cogió un periódico, lo abrió por las páginas seis y siete y se echó a reír.

El gato era diminuto y estaba sentado sobre un colchón de plástico verde oscuro en la celda de los borrachos. Tenía los ojos muy grandes y parecía algo aturdido, quizá a causa del flash anterior. La punta de su cola estaba cuidadosamente colocada sobre sus patas.

«Morrito de nieve en el corredor de la muerte», decía el titular presidiendo la página siete.

– Es una suerte que los medios, por lo menos alguna vez, traten realmente de cosas esenciales -dijo Annika cuando se recompuso.

– Tenemos muchísimas llamadas de los lectores -informó Anne-. Mi trabajo de hoy es elegir un nuevo hogar para Morrito de nieve.

Agitó un montón de números de teléfono.

– La centralita eliminará todas las llamadas que no sean de Östergötland. ¿Qué te parece Arkösund? ¿Crees que Morrito tiene pinta de gato de archipiélago?

Anne Snapphane se inclinó hacia delante, estudió la fotografía durante algunos segundos y respondió ella misma.

– No. No creo que sea amante de los arenques. Me parece que le gustan los pájaros y los ratones. Haversby suena como una auténtica ratonera. ¿Lo mandamos allí?

Annika se levantó de nuevo, inquieta.

¿Por qué Christer Lundgren no participaba en su propia rueda de prensa? ¿Cómo era posible que fuera el primer ministro quien anunciara la noticia y no él mismo? ¿No deseaba dimitir? ¿O creían los estrategas electorales que no aguantaría la presión?

Quizá ambas cosas, pensó Annika. De cualquier manera todo indicaba que ocultaban algo.

Se dirigió al tablón de anuncios, la reunión de incorporaciones comenzaba a las diez. Y no tardaría mucho en acabar. Sintió que necesitaba ir al servicio, de nuevo.

Al salir vio a Bertil Strand hablando con Foto-Pelle junto a la mesa de fotografía. Ella sabía que el fotógrafo era representante sindical y participaba en las discusiones sobre las nuevas incorporaciones. Sin darse cuenta corrió hacia él.

– ¿Qué habéis decidido? -preguntó ella jadeando.

Bertil Strand se volvió lentamente.

– El sindicato está totalmente de acuerdo -dijo neutralmente-. Pensamos que deberías irte hoy mismo. Tu falta de tacto al aproximarte a la gente ha hundido la credibilidad de todo el periódico.

Annika no comprendió.

– Pero ¿puedo seguir?

La mirada de él se empequeñeció, la voz adquirió un matiz helado.

– Creemos que te deberían echar de aquí, ahora mismo.

La sala le dio vueltas, la sangre desapareció de su rostro, se sujetó a la mesa de fotografía.

– ¿Echarme? -repuso ella.

Bertil Strand se volvió, ella soltó la mesa, ¡oh Dios mío! ¡Joder! ¿Dónde está la salida? Tengo que vomitar. La redacción subía y bajaba, las paredes se movían en oleadas.

Brotó la rabia, roja y afilada.

Joder, esto es demasiado, pensó. Ya vale. No soy yo quien se ha comportado de una manera asquerosa. No es mi culpa que el periódico se esté yendo a la mierda. ¡Que mis propios representantes sindicales puedan decir una cosa así!

– ¿Cómo coño te atreves? -le gritó a Bertil Strand.

La espalda del hombre se petrificó.

– Yo soy una de las que paga tus comidas de representante sindical -dijo ella-. Tú estás aquí para ayudarme. ¿Cómo coño me puedes quemar de esa manera?

Él se volvió de nuevo.

– Tú no eres miembro ordinario de este sindicato -dijo secamente.

– No, porque no soy fija. Pero pago exactamente la misma cuota que los otros. ¿Cómo es posible que no tenga los mismos derechos que los demás? ¿Y cómo coño recomienda el sindicato que echen a uno de sus miembros? ¿Estáis locos?

– No vengas con bravatas de las que luego te puedas arrepentir -replicó el fotógrafo y la miró por encima de su cabeza.

Annika dio un paso hacia él, éste retrocedió asustado.

– Eres tú quien debe cuidar sus palabras -dijo ella quedo-. Yo he cometido errores, pero no tan grandes como el que tú estás cometiendo ahora mismo.

De reojo, vio llegar a Anders Schyman con una taza de café, al fondo junto a su pecera. Fijó su mirada y se dirigió hacia él. Ordenadores, personas, estanterías, plantas volaban a su paso como fragmentos hasta que se detuvo frente a él.

– ¿Me vas a echar? -preguntó con un tono penetrante.

El director del periódico la metió en su despacho y corrió las cortinas. Ella se dejó caer en el sofá que olía a tabaco y lo miró de hito en hito.

– Claro que no -respondió.

– El sindicato no me quiere -dijo ella, la voz le temblaba. No empieces a llorar de nuevo, pensó.

Anders Schyman suspiró y asintió y se sentó junto a ella.

– No entiendo a los representantes sindicales de los periodistas -apuntó él-. Al parecer muchos de ellos se hacen representantes sindicales para darse importancia. Pasan completamente de sus miembros, solo desean poder.

Ella le miró desconfiada.

– ¿Por qué me cuentas esto?

Él la miró reposadamente.

– Porque es así en este caso.

Ella parpadeó.

– Por desgracia ahora mismo no tenemos nada para ti -informó Anders Schyman-. No podemos contratar a todos los que están preparados. Sólo había una beca para el otoño.

– ¿Y se la dieron a Carl Wennergren? -preguntó Annika.

– Yes -contestó el director y bajó la mirada.

Annika se rió.

– ¡Enhorabuena! Este periódico realmente apuesta por la gente que se lo merece -repuso y se levantó.

– Siéntate -ordenó Schyman.

– ¿Por qué? -replicó Annika-. No hay ninguna razón por la que deba permanecer en este edificio un jodido segundo más. Me marcho ahora mismo, como desea el sindicato.

– Te queda una semana y media -dijo el director del periódico-. Aguanta.

Ella volvió a reír.

– ¿Para comer mierda?

– En pequeñas dosis y en el momento adecuado puede ser buena para el carácter -dijo Anders Schyman y sonrió.

Ella hizo una mueca.

– Me quedan unos días libres.

– Sí, es cierto. Pero quisiera que te quedaras hasta acabar.

Ella se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo.

– Dime una cosa -dijo-. ¿Le pagaría el periódico a un grupo terrorista por una exclusiva?

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que oyes. Dinero por presenciar un acto terrorista.

Él se cruzó de brazos y la miró inquisitivamente.

– ¿Sabes algo?

– Nunca desvelo mis fuentes -respondió.

– Pero trabajas en este periódico -repuso él-, y yo soy tu jefe

Ella sacó su carné de empleada y lo dejó sobre la mesa.

– Ya no lo soy -replicó ella.

– Quiero saber por qué has preguntado esto -dijo él.

– Yo quiero una respuesta -dijo ella.

Él la observó en silencio durante unos segundos.

– Claro que no -respondió él-. Ni pensarlo. Nunca en la vida.

– Si el periódico lo hubiera hecho después de tu llegada, entonces tú lo sabrías, ¿verdad?

Los ojos de él se oscurecieron.

– Lo doy por descontado.

– ¿Y puede asegurar que no ha ocurrido?

Él asintió lentamente.

– Okey -dijo ella suavemente-. Entonces estoy satisfecha. Bueno. No duró mucho pero fue agradable.

Ella estiró la mano con un gesto arrogante.

Él no la tomó.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Annika miró algo desdeñosa al director.

– ¿Y a ti qué te importa?

Él respondió tranquilamente.

– Me interesa.

– Me voy al Cáucaso -contestó-. Me voy mañana mismo.

Anders Schyman parpadeó.

– No creo que sea una buena idea -repuso él-. Hay una guerra civil.

– No te preocupes por mí -dijo Annika-. Viviré con la guerrilla, así que estaré más segura. Las fuerzas del gobierno no tienen armas. Naciones Unidas se ha encargado de que la carnicería sea unilateral. Que tengas suerte levantando de nuevo este periódico. Tienes un trabajo duro de cojones frente a ti. Aquí los jefes no tienen ni puta idea de lo que hacen.

Agarró el tirador de la puerta y se detuvo.

– Tienes que tirar este sofá -señaló ella-. Huele a mierda.

Dejó la puerta abierta de par en par. Anders Schyman la observó al cruzar la redacción y llegar hasta su mesa, sus movimientos eran agitados y rabiosos. No habló con nadie por el camino.


Anne Snapphane no estaba en su mesa.

Mejor, pensó Annika. Ahora lo importante es marcharse de aquí sin tener un ataque de nervios. No les voy a regalar un espectáculo.

Recogió sus cosas, también se llevó un paquete de bolígrafos, unas tijeras y una grapadora. Bueno. Este asqueroso periódico podía convidar a eso.

Abandonó la redacción sin volverse. Mientras bajaba en el ascensor sintió una repentina punzada en su pecho. Le resultó difícil respirar y miró fijamente su rostro en el espejo del ascensor, igual de azulado y pálido que siempre.

Mierda de iluminación, pensó ella, y suerte que aún es verano. Me pregunto qué cara tendrá una en este ascensor en invierno.

Eso no lo sabré nunca, pensó al instante siguiente. Esta es la última vez que bajo en él.

El ascensor se detuvo con el tirón familiar. Empujó la puerta, pesada como el hierro, y se encaminó hacia la niebla de afuera. Tore Brand debía de estar de vacaciones, había una mujer que no conocía sentada tras los cristales de la recepción. Las puertas de la entrada principal se cerraron tras ella. Bueno, el cuento se acabó.

Permaneció un momento en la calle frente al periódico y aspiró el aire húmedo. Era helador y desagradable.

Recordó sus palabras arriba con Schyman.

¿De dónde coño saqué lo del Cáucaso?, pensó. Aunque no sería mala idea marcharse al extranjero, coger un billete de última hora.

Una figura sobresalió entre la niebla de la calle, era Carl Wennergren. Cargaba dos pesadas bolsas del Systembolaget. ¡Claro, iba a celebrarlo!

– Enhorabuena -dijo Annika cáusticamente cuando éste pasó por su lado.

Él se detuvo y dejó las bolsas en el suelo.

– Sí, es maravilloso -dijo él y esbozó una amplia sonrisa-. Seis meses, es la beca más larga que me pueden dar. Acabaré agotado.

– Debe de sentar bien -dijo Annika-. Conseguir trabajo aquí por méritos y con dinero propio.

El hombre sonrió inseguro.

– ¿Qué dices?

– El niño rico de papá -replicó Annika-. ¿Tenías dinero en el banco o vendiste algunas acciones?

La sonrisa de él desapareció inmediatamente, torció la mirada y apretó los labios.

– Así que te han echado, ¿verdad? -dijo sutilmente.

La voz de ella era aguda al responder.

– ¡Prefiero comer comida para gatos que comprar una beca a costa de un grupo terrorista!

Él dejó que su mirada recorriera su cuerpo.

– Bon appétit -repuso él-. Lo cierto es que estás bastante delgada. La comida de gatos estará mucho más sabrosa si le pones un poco de especias.

Cogió las bolsas y se volvió para entrar en el edificio del periódico, Annika vio que estaban repletas de Moët & Chandon.

– No sólo compraste una exclusiva y una beca, sino que además quemas tus fuentes -dijo Annika.

Él se detuvo, se volvió.

– No digas gilipolleces -replicó él, pero ella vio el miedo reflejarse en sus ojos.

Se le acercó.

– ¿Cómo coño pudo saber la policía que las Barbies Ninja actuarían justo allí? ¿Cómo cojones supieron que tenían que evacuar aquell manzana? ¿Cómo podían estar apostados y ocultos en el sitio exacto.

– Y yo qué sé -contestó Carl y se chupó los labios.

Ella dio un último paso de aproximación, le gritó al rostro.

– Vendiste a tu fuente -dijo ella-. Tú cooperaste con la policía para conseguir una foto de la detención, ¿verdad?

Él arqueó las cejas, echó la cabeza hacia atrás y la observó con desprecio.

– ¿Y qué…?

Ella perdió el control y comenzó a gritar.

– ¡Joder, eres un tipo de mierda! ¡Joder, qué asco!

Él se volvió y se tambaleó hacia la entrada.

– Coño, tía, estás loca -le gritó por encima del hombro-. No estás bien de la cabeza. ¡Puta asquerosa!

Desapareció tras las puertas de cristal, Annika sintió que sus ojos se arrasaban en lágrimas. Joder, él entra con el champán y a mí me tiran a la niebla.

– ¡Oye, Bengtzon!, ¿te llevo a alguna parte?

Se dio la vuelta, Jansson estaba en la salida sentado en un viejo Volvo.

– ¿Qué haces aquí? -gritó ella.

– La reunión de empleo -contestó y apagó el motor. Ella se dirigió hacia el coche al mismo tiempo que el jefe de noche se apeaba.

– Pareces cansado -dijo ella.

– Sí, también he trabajado esta noche -replicó él-. Pero realmente quería asistir a esta reunión. Quería apoyarte.

Ella le miró escéptica.

– ¿Por qué?

Él encendió un cigarrillo.

– Me parece que eres la mejor becaria del verano. Quería que la beca de medio año fuera tuya, Anders Schyman también.

Annika arqueó las cejas.

– Vaya -repuso-. ¿Y por qué no la conseguí?

– El jefe de la mesa de redacción dijo no. Es un jodido estúpido, si quieres que te diga la verdad. La crítica y los diferentes cambios de opinión le acojonan, y además tenías al sindicato en tu contra.

– Sí, gracias -dijo Annika.

Permanecieron un momento en silencio, Jansson fumaba.

– ¿Vas a abandonar ahora?

Annika asintió.

– No me parece que sea bueno prolongarlo -contestó ella.

– Quizá puedas volver más adelante -dijo Jansson.

Ella rió ligeramente.

– No apostaría mi dinero en esto -repuso ella.

El jefe de noche rió.

– ¿Quieres que te lleve a alguna parte?

Annika observó el rostro agotado del hombre y movió la cabeza negativamente.

– Daré un paseo -dijo-. Disfrutaré de este tiempo maravilloso.

Miraron juntos la niebla y sonrieron.


Su ropa apestaba a tabaco adherido, se la quitó y la dejó sobre un montón en el suelo. En su lugar se puso la bata y se dejó caer sobre el sofá del salón.

Patricia estaba fuera, mejor así. Se estiró para coger las guías de teléfonos.

– No puedes darte de baja del sindicato de periodistas así por las buenas -le informó una empleada reprendiéndola.

– Bueno -repuso Annika-, ¿qué tengo que hacer?

– Primero tienes que escribir a tu oficina local y pedir la baja en el sindicato, luego tienes que escribirnos aquí a la central. Después, a los seis meses, tienes que confirmar tu baja tanto en la oficina local como en la central.

– Bromeas -dijo Annika.

– El período de carencia se cuenta a partir del primer día del mes que viene. Por lo tanto, no podrás abandonar el sindicato hasta el primero de marzo del año que viene.

– ¿Quieres decir que hasta entonces tengo que seguir pagando la cuota?

– Sí, a no ser que dejes de trabajar como periodista.

– Mira, esto es justo lo que voy a hacer -dijo Annika-. Desde ahora mismo.

– ¿Has abandonado tu trabajo actual?

Suspiró.

– No, tengo un contrato fijo en el Katrineholms-Kuriren.

– Entonces no puedes darte de baja.

Voy a estrangular a esta vieja de mierda con el cable del auricular, pensó Annika.

– Escúchame -repuso-. Abandono el sindicato, ahora. Hoy. Para siempre. Lo que yo haga o deje de hacer a ti no te importa. No voy a pagar ni una jodida corona más a vuestro apestoso sindicato. Táchame de las listas, inmediatamente.

Al otro lado del teléfono, la empleada se ofendió.

– No puedes hacer eso -replicó-. Y además no es nuestro sindicato, es tu sindicato.

Annika soltó una carcajada en el auricular.

– Joder, sois increíbles. Si no me borro me castigo a mí misma. Envíame los papeles del paro.

– Aquí no nos encargamos de eso.

Annika tragó saliva y cerró los ojos. Parecía que el cerebro le iba a estallar.

– Okey -respondió-. También me borro del paro. ¡Vete a tomar por el culo!

Colgó el auricular, buscó un segundo en las Páginas Rosa y llamó a los anarquistas de Sveavägen.

– Quiero inscribirme en el paro -dijo ella-. ¡Qué bien! Sí, os envío los papeles.

Así de sencillo podía resultar.

Fue a la cocina y se untó una rebanada de pan, se comió la mitad y tiró el resto. Luego cogió un cuaderno y se sentó cómodamente. Cerró los ojos y respiró hondo, a continuación escribió las cartas. Compraría los sobres y los sellos en el japonés de la esquina.


Ya había comenzado a anochecer cuando Patricia entró en el recibidor y pisó el montón de ropa.

– ¡Hola! -gritó en el aire-. ¿Has estado de copas?

– ¿Por qué?

– La ropa apesta a bar.

– Me han echado.

Patricia colgó su chaqueta de una percha y entró en la cocina.

– Está lloviendo de nuevo -informó y se apartó el pelo de la cara.

– Lo sé -respondió Annika-. Acabo de llegar.

– ¿Has cenado?

– No tengo hambre.

– Tienes que comer -exhortó Patricia.

– De lo contrario ¿qué pasa?, ¿mal karma?

Patricia sonrió.

– El karma son los pecados de vidas anteriores que afectan a tu vida actual. Lo que tú tienes se llama hambre. Y la gente se muere de eso.

Se fue a la cocina, batió unos huevos y cocinó. Annika miraba a través de la ventana, el chisporroteo de la lluvia contribuía a oscurecer la noche.

– Pronto llegará el otoño -dijo Annika.

– ¡Aquí tienes! Tortilla de setas -anunció Patricia y se sentó frente a ella.

Annika se sorprendió de comerse toda su ración.

– ¿Qué decías?, ¿que te han echado?

Annika bajó la mirada a su plato vacío.

– No me han prorrogado el contrato. El sindicato quería echarme inmediatamente.

– ¡Son unos idiotas! -exclamó Patricia tan decidida que Annika comenzó a reír.

– Sí, lo son. Me he borrado.

Patricia recogió la mesa y fregó los platos.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Annika titubeó.

– No lo sé -respondió en voz baja-. He renunciado a mi plaza en el Katrineholms-Kuriren y he informado al casero de que dejo el piso de Hälleforsnäs. Envié las cartas por la tarde.

Patricia abrió los ojos de par en par.

– Pero ¿de dónde vas a sacar dinero?

Annika se encogió de hombros.

– Tengo un mes de carencia en el paro, pero me queda algo de dinero en el banco.

– ¿Dónde vas a vivir?

Annika alargó las manos.

– Aquí, de momento -contestó-. Es un contrato de obra, pero pueden tardar hasta un año. Luego ya veré.

– Siempre necesitamos chicas en el club -dijo Patricia.

Annika se rió agudamente sin alegría.

– Sí, yo cumplo los requisitos para el puesto. Tetas y coño, y además en mi juventud también fui crupier.

Patricia se quedó pasmada.

– ¿Sabes de ruleta?

Annika gimió.

– Trabajé algunas noches como crupier en el Stadshotel de Katrineholm durante mis estudios. La puedo hacer girar once vueltas y a veces puedo meter la bola en el treinta y cuatro si la tiro desde el cero.

Rompió a llorar.

– Nosotros necesitamos a alguien en la ruleta -dijo Patricia.

– Voy a irme un tiempo -repuso Annika.

– ¿Adónde?

Se encogió de hombros.

– No me acuerdo de cómo se llama. Está en Turquía, en el Mediterráneo.

– Seguro que es muy bonito -dijo Patricia.

Permanecieron sentadas en silencio un buen rato. Annika rasgó un trozo de papel de cocina.

– Deberías averiguar adónde vas a ir -apuntó Patricia.

– Sí, gracias -repuso Annika y se sonó.

– Espera, voy a buscar las cartas -dijo Patricia.

Se levantó de la silla y corrió hasta el cuarto de servicio. Annika oyó cómo abría la cremallera de la bolsa de deportes. Un momento después Patricia ya estaba en la puerta con una caja de madera marrón en las manos.

– ¿Qué es esto? -preguntó Annika y apretujó el papel hasta convertirlo en una bolita.

Patricia colocó la caja sobre la mesa de la cocina y la abrió. En su interior había una tela negra, la desplegó lentamente.

– El tarot es un antiguo sistema de conocimiento -informó mientras colocaba las cartas sobre la mesa-. Es una filosofía que se expone en cartas con dibujos esotéricos. Cada imagen posee la energía que indican los símbolos, que son una herramienta para orientarse hacia una conciencia superior.

– Disculpa -replicó Annika-, pero yo no creo en estas cosas.

Patricia se sentó.

– No se trata de creer -repuso ella-. Se trata de escuchar. De estar abierta y poder observar tu propio reino interior.

Annika no pudo contener la risa.

– Ahora suenas corno una verdadera loca.

– No te rías, esto es muy serio -dijo Patricia trascendente-. Mira, setenta y ocho cartas, el Arcano Mayor, el Arcano Menor y las Cartas Reales. Éstas representan diferentes conocimientos y perspectivas.

Annika movió la cabeza y se puso en pie.

– No, siéntate -ordenó Patricia y sujetó a Annika por la muñeca-. ¡Deja que te eche las cartas!

Annika dudó, suspiró y se sentó.

– Vale. ¿Qué tengo que hacer?

– Aquí -dijo Patricia y le entregó el juego de cartas-. Baraja y corta.

Annika mezcló y cortó y le entregó la baraja a Patricia.

– No, tienes que cortar tres veces, y luego mezclar y cortar dos veces más.

Annika la miró escéptica.

– ¿Por qué?

– Por las energías. Venga.

Annika suspiró en silencio y mezcló y cortó, mezcló y cortó.

– Bien -apuntó Patricia-. No juntes los montones, elige uno de ellos con la mano izquierda y vuelve a mezclarlo.

Annika arqueó las cejas.

– Muy bien -dijo Patricia-. Ahora tienes que concentrarte en la pregunta para la que deseas respuesta. ¿Te hallas frente a grandes cambios?

– Joder, tú sabes que sí -repuso Annika irritada.

– Bueno, entonces haré la cruz celta…

Patricia extendió las cartas sobre la mesa. Unas las colocó encima de otras, otras al lado y debajo y a continuación en fila.

– Bonitos dibujos -dijo Annika-. Extrañas figuras.

– La baraja está dibujada por Frieda Harris, siguiendo los diseños de Aleister Crowley -informó Patricia-. Le tomó cinco años de trabajo. Los símbolos tienen su raíz en La Orden Hermética del Amanecer Dorado.

– Jesús, José y María -repuso Annika escéptica-. Y ahora muestran mi futuro.

Patricia asintió con seriedad y señaló una carta que estaba debajo de otra.

– Aquí -dijo ella-, ésta es tu carta base. Esta es tu situación hoy en día. La Torre, la decimosexta carta del Arcano Mayor. Como verás, se está derrumbando. Esta es tu vida, Annika. Todo lo que has sentido y tenido como seguro está a punto de desmoronarse, y tú lo sabes.

Annika miró a Patricia inquisidoramente.

– ¿Más?

Patricia movió el dedo y señaló la carta que yacía cubriendo la torre.

– El cinco de oros cruza tu situación, la impide o la favorece. Significa Mercurio en Tauro, tormento y miedo.

– ¿Y? -preguntó Annika.

Patricia la observó.

– Tienes miedo al cambio, pero no tienes por qué tenerlo.

– Bueno, ¿y luego?

– Tu forma consciente de ver la situación es la que uno se podía esperar, el Eon, la carta vigésima, significa autocrítica y reflexión. Tú misma piensas que has fracasado y te examinas a ti misma. Pero tu interpretación subconsciente es mucho más interesante. Mira, el príncipe de espadas. Es un campeón de las ideas creativas e intenta zafarse de todos los idiotas y simples.

Annika se reclinó en la silla, Patricia prosiguió.

– Vienes del siete de oros, la simpleza y el fracaso, y vas hacia el ocho de espadas, interferencia.

Annika suspiró.

– Parece complicado.

– Esta eres tú, la Luna. Curioso. La última vez que me leí el futuro yo también era la Luna. Sexo femenino, la prueba final. Lo siento, pero las cartas no son buenas.

Annika no respondió. Patricia observó el resto de las cartas en silencio.

– Esto es lo que más miedo te produce -indicó Patricia-. El Colgado. La inmovilización, que tu deseo personal sea destruido.

– Pero ¿cómo acaba? -preguntó Annika, y su voz ya no era igual de arrogante.

Patricia señaló dubitativa la décima carta.

– Éste es el resultado. No te asustes, el símbolo no es literal.

Annika se inclinó hacia delante. La carta estaba decorada con un esqueleto negro con guadaña.

– La Muerte.

– No tiene por qué significar la muerte física, representa más bien un cambio radical. Antiguas relaciones que exigen ser disueltas. ¿Ves que la Muerte tiene dos caras? La una corta y destruye, la otra te libera de las viejas cadenas.

Annika se levantó de golpe.

– Me cago en tus viejas cartas de papel -replicó, se dirigió a su cuarto y cerró la puerta.

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