BING NATHAN Y COMPAÑÍA
BING NATHAN

Es el guerrillero del agravio, el campeón del descontento, el detractor militante de la vida contemporánea que sueña con forjar una nueva realidad con las ruinas de un mundo fallido. A diferencia de la mayoría de los inconformistas de su clase, no cree en la acción política. No pertenece a movimiento ni partido alguno, nunca ha hablado en público y no tiene deseos de sacar a la calle hordas coléricas para quemar edificios y derribar gobiernos. Su postura es puramente personal, pero si vive de acuerdo con los principios que ha establecido para sí mismo, está convencido de que otros seguirán su ejemplo.

Cuando habla del mundo, entonces, se está refiriendo a su mundo, a la reducida y limitada esfera de su propia vida y no al mundo en general, que es demasiado amplio e imperfecto para que tenga influencia alguna en el suyo. Se concentra por tanto en lo habitual, lo particular, en los detalles casi imperceptibles de los asuntos cotidianos. Las decisiones que toma son necesariamente menores, aunque eso no quiere decir que carezcan de importancia, y día tras día procura cumplir con la norma fundamental de su descontento: oponerse a las cosas tal como son, resistir en todos los frentes a la situación establecida. Desde la guerra de Vietnam, que empezó veinte años antes de que él naciera, el concepto denominado «Estados Unidos de América», sostiene, está agotado; el país ya no es una propuesta factible, pero si algo continúa uniendo a las masas agrietadas de esta nación difunta, si en la opinión pública norteamericana aún existe unanimidad con respecto a una idea, es la creencia en la noción de progreso. Él argumenta que es una posición equivocada, que la evolución tecnológica de las pasadas décadas en realidad sólo ha conseguido disminuir las perspectivas vitales. En una cultura de usar y tirar generada por la avaricia de empresas movidas por la rentabilidad, el panorama se ha vuelto aún más mezquino, más alienante, más vacío de sentido y voluntad de consolidación. Sus actos de rebelión son baladíes, quizá, gestos irascibles que consiguen poco o nada incluso a corto plazo, pero contribuyen a realzar su dignidad como ser humano, a ennoblecerlo a sus propios ojos. Asume que el futuro es una causa perdida y si el presente es todo lo que cuenta ahora, entonces debe ser un presente imbuido del espíritu del pasado. Por eso rehúye los teléfonos móviles, los ordenadores y todos los objetos electrónicos: porque se niega a tomar parte en las nuevas tecnologías. Por eso pasa los fines de semana tocando la batería y otros instrumentos de percusión en un grupo de jazz de seis miembros: porque el jazz está muerto y ya sólo se interesan por él unos cuantos privilegiados. Por eso montó su negocio hace tres años: porque quería defenderse. El Hospital de Objetos Rotos está situado en la Quinta Avenida, en Park Slope. Flanqueado por una lavandería automática y una tienda de ropa de tiempos pasados, es un pequeño establecimiento comercial dedicado a la reparación de objetos de una época a punto de desaparecer de la faz de la tierra: máquinas de escribir manuales, plumas estilográficas, relojes mecánicos, radios de válvulas, tocadiscos, juguetes de cuerda, máquinas de chicles de bola y teléfonos de disco. Poco importa que el noventa por ciento de sus ingresos provenga de enmarcar cuadros. Su tienda presta un servicio único e inestimable, y cada vez que trabaja en otro producto averiado de las antiguas industrias de hace medio siglo, pone en ello la pasión y fuerza de voluntad de un general librando una batalla.

Tangibilidad. Ésa es la palabra que más utiliza cuando discute sus ideas con los amigos. El mundo es tangible, afirma.

Los seres humanos son tangibles. Están dotados de cuerpo, y como el cuerpo siente el dolor y padece la enfermedad y experimenta la muerte, la vida humana no ha cambiado ni un ápice desde el comienzo de la humanidad. Sí, el descubrimiento del fuego dio calor al hombre y acabó con la dieta de carne cruda; la construcción de puentes le permitió cruzar ríos y corrientes sin mojarse los dedos de los pies; la invención del aeroplano hizo posible que saltara océanos y continentes mientras creaba fenómenos nuevos como el desfase horario y la proyección de películas durante el vuelo: pero aunque haya cambiado el mundo circundante, el hombre mismo no ha cambiado. Los hechos de la vida son constantes. Vivimos y después morimos. Nacemos del cuerpo de una mujer y, si logramos sobrevivir a nuestro nacimiento, nuestra madre debe alimentarnos y cuidarnos para garantizar que sigamos viviendo, y todo lo que ocurre entre el momento del nacimiento y la muerte, toda emoción que nos embargue, todo arrebato de ira, toda oleada de deseo, todo acceso de llanto, todo ataque de risa, todo lo que sintamos a lo largo de nuestra vida también habrán de haberlo sentido todos los que vinieron antes de nosotros, ya seamos cavernícolas o astronautas, ya habitemos en el desierto de Gobi o en el Círculo Polar Ártico. Todo eso se le ocurrió en un súbito y epifánico estallido cuando tenía dieciséis años. Hojeando una tarde un libro ilustrado sobre los manuscritos del Mar Muerto, dio con unas fotografías de las cosas que habían descubierto junto con los manuscritos en pergamino: platos y servicios de mesa, cestas de paja, cazuelas, jarras, todo ello absolutamente intacto. Estudió con atención las fotos durante unos momentos, sin llegar a comprender por qué le parecían tan absorbentes aquellos objetos, y entonces, al cabo de unos instantes más, acabó entendiéndolo. Los dibujos ornamentales de los platos eran idénticos a los de las vajillas del escaparate de la tienda de enfrente de su apartamento. Las cestas eran idénticas a las que millones de europeos utilizan hoy para hacer la compra. Los objetos de las fotografías tenían dos mil años de antigüedad, y sin embargo parecían nuevos, absolutamente contemporáneos. Ésa fue la revelación que cambió su manera de pensar sobre el tiempo humano: si una persona de hace dos mil años, que vivía en un alejado reducto del Imperio romano, podía crear un utensilio doméstico de aspecto exactamente igual al que se utiliza hoy día, ¿cómo podían ser su manera de pensar, su personalidad o sus sentimientos diferentes de los suyos propios? Ésa es la historia que nunca se cansa de repetir a sus amigos, su argumento en contra de la creencia predominante de que las nuevas tecnologías modifican la conciencia del hombre. Microscopios y telescopios nos han permitido ver más cosas que nunca, afirma él, pero en nuestra vida cotidiana sigue rigiendo la visión normal. El correo electrónico es más rápido que el postal, sostiene, pero en el fondo no es más que otra forma de escribir cartas. Va desgranando un ejemplo tras otro. Es consciente de que los vuelve locos con sus conjeturas y opiniones, de que los aburre con sus largas y ociosas peroratas, pero se trata de cuestiones importantes para él y una vez que empieza, le resulta difícil parar.

Tiene una presencia voluminosa e imponente, de oso desaliñado, con barba cerrada de color castaño y pendiente de oro en el lóbulo de la oreja izquierda; mide un metro noventa y con su anchura, que le hace andar como un pato, pesa ciento veinte kilos. Su uniforme diario consiste en unos mustios vaqueros negros, botas de trabajo amarillas y una camisa a cuadros de leñador. No se cambia con frecuencia de ropa interior. Hace ruido al masticar. No ha tenido suerte en el amor. Entre todas las ocupaciones de su vida, tocar la batería es con la que más disfruta. Fue un niño revoltoso, un alborotador indisciplinado y desmedido, de agresividad torpe y dispersa, y cuando sus padres le regalaron una batería en su duodécimo aniversario, con la esperanza de que sus impulsos destructivos adquiriesen una forma distinta, su intuición resultó acertada. Diecisiete años después, su colección ha pasado de las piezas básicas (caja, tam-tam 1 y 2, tamboril, bombo, platillo, platillos charlestón) a incluir más de dos docenas de tambores de diversas formas y tamaños procedentes de todas partes del mundo, entre los que se cuentan ejemplares de murumba, batá, darbuka, okedo, kalangu, rommelpot, bodhrán, dhola, ingungu, koboro, ntenga y tabor. En función del instrumento, toca con baquetas, mazas o a mano limpia. Su armario de instrumentos está lleno de accesorios como campanas tubulares, gongs, rombos, castañuelas, cencerros, campanillas, tablas de lavar y kalimbas, pero también toca con cadenas, cucharas, guijarros, papel de lija y sonajeros. El grupo con el que toca se llama Mob Rule, [1] y hacen un promedio de dos o tres conciertos al mes, principalmente en pequeños bares y clubs de Brooklyn y el bajo Manhattan. Si ganaran más dinero, dejaría gustosamente todo lo demás y se pasaría el resto de la vida viajando por el mundo con ellos, pero apenas sacan lo suficiente para cubrir los gastos del local de ensayo. Le encanta el sonido áspero, discordante e improvisado que crean -el funk paliza, como a veces lo llama-, y no les faltan seguidores leales. Pero no son suficientes, ni de lejos, de modo que se pasa la mañana y la tarde en el Hospital de Objetos Rotos, enmarcando carteles de cine y reparando reliquias fabricadas durante la niñez de sus abuelos.

Cuando Ellen Brice le habló el verano pasado de la casa abandonada de Sunset Park, lo vio como una oportunidad de poner a prueba sus ideas, de ir más allá de sus solitarios e inocuos ataques al sistema y participar en una acción común. Es el paso más audaz que ha dado hasta ahora y no tiene problemas para conciliar la ilegalidad de lo que están haciendo con su derecho a hacerlo. Son tiempos desesperados para todo el mundo, y una casa de madera abandonada que se está derrumbando en un barrio tan venido a menos como ése no es sino una clara invitación para vándalos y pirómanos, un adefesio que pide a gritos que fuercen la entrada para saquearla, una amenaza al bienestar de la comunidad. Al ocupar esa vivienda, sus amigos y él están contribuyendo a la seguridad de la calle, haciendo la vida más llevadera a las personas del barrio. Estamos a primeros de diciembre y ya llevan casi cuatro meses ocupando la casa ilegalmente. Como fue él quien tuvo la idea de instalarse allí y quien reclutó a los combatientes del pequeño ejército, además de ser el único que sabe algo de carpintería, fontanería e instalación eléctrica, es oficiosamente el cabecilla del grupo. No un amado jefe, quizá, sino un dirigente tolerado, pues todos son conscientes de que el experimento se vendría abajo sin él.

Ellen fue la primera persona a quien invitó. Sin ella, nunca habría puesto los pies en Sunset Park ni descubierto la casa, y por tanto parecía apropiado concederle el derecho de ser la primera en negarse. Se conocían desde que eran pequeños, cuando iban a la escuela primaria en el Upper West Side, pero luego se perdieron de vista durante muchos años, sólo para descubrir siete meses antes que ambos vivían en Brooklyn y además en Park Slope, no muy lejos el uno del otro. Ellen entró una tarde en el Hospital para enmarcar algo, y aunque al principio no la reconoció (¿podría alguien reconocer a una mujer de veintinueve años a quien ha visto por última vez cuando era una niña de doce?), cuando escribió su nombre en la hoja de pedido comprendió al instante que se trataba de la Ellen Brice que había conocido de niño. Qué extraña resultaba la pequeña Ellen Brice, ya mayor y trabajando en una agencia inmobiliaria de la Séptima Avenida esquina con la calle Nueve, pintora en sus momentos de ocio lo mismo que él es músico en sus ratos libres, aunque él tiene un remedo de carrera y ella no. Aquella primera tarde en la tienda metió la pata con sus habituales preguntas amables pero faltas de tacto y pronto se enteró de que seguía soltera, de que sus padres se habían jubilado y vivían en un pueblo costero de Carolina del Norte y de que su hermana estaba embarazada de gemelos. Su primer encuentro con Millie Grant aún quedaba a seis semanas de distancia en el futuro (la misma Millie a quien está a punto de sustituir Miles Heller), y como Ellen y él estaban los dos oficialmente disponibles la invitó a tomar una copa.

Nada salió de esa copa, ni de la cena a que la invitó tres noches después, pero cuando eran niños tampoco había habido nada entre ellos de manera que así continuó siendo también en su edad adulta. Ambos estaban libres, sin embargo, y aun cuando no había idilio alguno entre ellos, continuaron viéndose de vez en cuando y empezaron a establecer una modesta amistad. A él no le importaba que no le hubiera gustado el concierto de Mob Rule al que asistió (el estruendoso caos de su trabajo no era para todo el mundo), ni tampoco le preocupaba excesivamente el hecho de que a él sus cuadros y dibujos le parecieran sosos (meticulosas y bien ejecutadas naturalezas muertas, así como paisajes urbanos que, en su opinión, carecían de estilo y originalidad). Lo que contaba era que parecía disfrutar oyéndole hablar y que nunca le decía que no cuando la llamaba. Algo en él reaccionaba a la sensación de soledad que parecía envolverla, le conmovía su callada bondad y la vulnerabilidad que había en sus ojos, y sin embargo cuanto más se afianzaba su amistad, menos sabía qué pensar de ella. Ellen no era una mujer carente de atractivo. De figura esbelta, tenía un rostro agradable, pero proyectaba un aura de inquietud y derrota, y con aquella piel suya demasiado pálida y su pelo liso y sin lustre había que preguntarse si no estaría sumida en cierta depresión, viviendo en alguna habitación del sótano del hotel Melancolía. Siempre que la veía hacía lo imposible por arrancarle una sonrisa, con resultado desigual.

A principios de verano, el mismo día sofocante en que Pilar Sanchez se fue a vivir con Miles Heller en el sur de Florida, estalló una crisis en el norte. El contrato de arrendamiento del local a pie de calle que albergaba el Hospital de Objetos Rotos estaba a punto de expirar y el dueño le pedía un incremento del veinte por ciento en el alquiler. Él le explicó que no podía permitírselo, que el cargo mensual adicional lo obligaría a cerrar el negocio, pero el muy cabrón se negó a ceder. La única solución consistía en dejar su apartamento y encontrar otro más barato en otro sitio. Ellen, que en la inmobiliaria de la Séptima Avenida trabajaba en la sección de alquileres, le habló de Sunset Park. Era un barrio más deprimente, observó ella, pero no estaba lejos de donde él vivía ahora y los alquileres andaban por la mitad o la tercera parte de los de Park Slope. Aquel domingo, fueron a explorar juntos el territorio entre las calles Quince y Sesenta y cinco de la parte occidental de Brooklyn, una zona extensa y variopinta que va desde Upper New York Bay a la Novena Avenida, habitada por más de cien mil personas, incluidos mexicanos, dominicanos, polacos, chinos, jordanos, vietnamitas, norteamericanos blancos y negros, y una colonia de cristianos de Gujarat, India. Almacenes, fábricas, instalaciones abandonadas en los muelles, una vista de la Estatua de la Libertad, la terminal del ejército, ya cerrada, donde antes trabajaban diez mil personas, una basílica llamada Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, bares de moteros, entidades donde cobrar cheques, restaurantes latinoamericanos, el tercer barrio chino más grande de Nueva York y las doscientas quince hectáreas del cementerio de Green-Wood, donde están enterrados seiscientos mil cadáveres, entre ellos los de Boss Tweed, Lola Montez, Currier e Ives, Henry Ward Beecher, R A. O. Schwarz, Lorenzo Da Ponte, Horace Greeley, Louis Comfort Tiffany, Samuel F. B. Morse, Albert Anastasia, Joey Gallo y Frank Morgan, el mago de El mago de Oz.

Ellen le enseñó seis o siete apartamentos ese día, ninguno de los cuales le gustó, y entonces, mientras caminaban junto al cementerio, torcieron al azar por una manzana desierta entre las avenidas Cuarta y Quinta y vieron la casa, una pequeña y absurda construcción de madera con un porche techado en la parte delantera, que daba toda la impresión de haber sido arrancada de las llanuras de Minnesota para soltarla por error en pleno Nueva York. Se levantaba entre un solar lleno de basura que albergaba un coche desmantelado y la osamenta metálica de un edificio de pequeños apartamentos cuya construcción se había interrumpido hacía más de un año. El cementerio estaba justo enfrente, lo que significaba que no había edificios al otro lado de la calle y que además la casa abandonada apenas llamaba la atención, pues se encontraba en una manzana donde no vivía casi nadie. Le preguntó si sabía algo de ella. Los dueños habían muerto, contestó Ellen, y como los hijos habían dejado de pagar los impuestos sobre la propiedad durante varios años consecutivos, la casa pertenecía ahora al Ayuntamiento.

Un mes después, cuando se decidió a hacer lo imposible, a arriesgarlo todo a la oportunidad de vivir en una casa sin pagar alquiler durante el tiempo que el Ayuntamiento tardara en localizarlo y darle la patada, se quedó asombrado cuando Ellen aceptó su proposición. Intentó convencerla de que desistiera, explicándole lo difícil que sería y la cantidad de problemas en que iban a meterse, pero ella se mantuvo firme y dijo que no había vuelta de hoja; ¿y para qué iba a molestarse en pedírselo si quería que le contestase que no?

Una noche allanaron la casa y descubrieron que había cuatro habitaciones, tres pequeñas en el piso de arriba y otra más grande en la planta baja, que formaba parte de una ampliación construida en la parte de atrás. El lugar se hallaba en un estado lamentable, todas las superficies con una capa de polvo y hollín, manchas de humedad en la pared de detrás de la pila de la cocina, el linóleo cuarteado, las tablas del piso astilladas, una cuadrilla de ratones y ardillas haciendo carreras de relevos bajo el tejado, una mesa desmoronada, sillas sin patas, telas de araña que colgaban de los rincones del techo; pero por raro que pareciese, no había ni una ventana rota, y aunque por los grifos salían chorros parduscos, más parecidos al té del desayuno inglés que al agua, las cañerías estaban intactas. Una buena limpieza, dijo Ellen. Eso es todo lo que hace falta. Un par de semanas fregando y pintando, y ya podrían instalarse.

Pasó varios días buscando gente que ocupara las dos habitaciones restantes, pero ninguno de la banda estaba interesado y a medida que avanzaba por su lista de amigos y conocidos, descubrió que la idea de vivir como ocupante ilegal en una casa abandonada no tenía tanto atractivo como él había supuesto en principio. Entonces Ellen habló por casualidad con Alice Bergstrom, su compañera de cuarto en la universidad, y se enteró de que iban a echarla del subarriendo de renta limitada que tenía en Morningside Heights. Alice estudiaba un doctorado en Columbia, ya tenía bastante avanzada la tesis, que no esperaba concluir hasta dentro de un año, y marcharse a vivir con su novio era totalmente impensable. Aunque hubiesen querido, no habría sido posible. Él vivía en un estudio más pequeño que un sello de correos y sencillamente no había sitio para que dos personas pudieran trabajar allí al mismo tiempo. Y ambos tenían que trabajar en casa. Jake Baum era un escritor de ficción que hasta el momento sólo había producido relatos breves (algunos publicados, la mayor parte no) y apenas lograba ir tirando con el salario que ganaba en su trabajo de profesor a tiempo parcial en un colegio universitario de Queens. No tenía dinero para prestarle, no podía ofrecerle ayuda para buscar otro apartamento y, como Alice estaba casi sin blanca, no sabía a quién recurrir. Su beca incluía cierto estipendio, pero no daba lo suficiente para vivir e incluso con su trabajo a tiempo parcial en la sección norteamericana del PEN American Center, donde colaboraba en el programa Libertad para Escribir, subsistía a base de tallarines, arroz y judías, más algún sándwich de huevo de cuando en cuando. Tras escuchar la historia de la apurada situación de su amiga, Ellen le sugirió que hablara con Bing.

A la noche siguiente se vieron los tres en un bar de Brooklyn y al cabo de diez minutos de conversación Bing estaba convencido de que Alice sería una valiosa contribución al grupo. Era una chica alta y corpulenta de Wisconsin, de origen escandinavo, cara redonda y brazos musculosos, una persona seria y responsable que además tenía mucho ingenio y un agudo sentido del humor; rara combinación, pensó él, que la convertía en segura candidata desde el principio. Y le gustaba que fuera amiga de Ellen; también eso era importante. Por razones que nunca entendería Ellen había asumido aquella desquiciada y quijotesca aventura, resultando ser una admirable compañera, pero seguía preocupado por ella, aún le inquietaba esa sempiterna y retraída tristeza que parecía acompañarla adondequiera que fuese y se alegró al ver lo a gusto que parecía en presencia de Alice, lo animada y contenta que estaba mientras charlaban los tres en el bar, y esperaba que el hecho de vivir con su amiga en la casa fuera un buen remedio para ella.

Antes de hablar con Alice Bergstrom ya había conocido a Millie Grant, pero tardó varias semanas después de aquella noche en el bar en armarse de valor y preguntarle si le interesaba quedarse con la cuarta y última habitación. Para entonces ya estaba enamorado de ella, de una forma en que nunca lo había estado en la vida, y le daba mucho miedo proponérselo porque la idea de que rechazase el ofrecimiento era más de lo podía soportar. El tenía veintinueve años y, hasta que se encontró con Millie después de una sesión de Mob Rule en Barbes el último día de primavera, su historial con las mujeres había sido un continuo y absoluto fracaso. Era ese chico gordo que nunca tuvo novia en el instituto, el torpe naíf que no perdió la virginidad hasta cumplidos los veinte, el batería de jazz que nunca se había ligado a una extranjera en algún club, el payaso que pagaba a las putas para que se la mamasen cuando se sentía desesperado, el hambriento sexual que se masturbaba como un idiota con películas pornográficas en la oscuridad de su habitación. No sabía nada de mujeres. Tenía menos experiencia que muchos adolescentes. Había soñado con chicas, había ido detrás de ellas, les había declarado su amor, pero una y otra vez lo habían rechazado. Ahora, cuando estaba a punto de acometer la mayor empresa de su vida, cuando se disponía a ocupar ilegalmente una casa en Sunset Park y tal vez acabar en la cárcel, iba a hacerlo con un grupo íntegramente formado por mujeres. Por fin le había llegado la hora del triunfo.

¿Por qué se enamoró Millie de él? No se lo explica, no está seguro de nada en lo que se refiere a los tenebrosos dominios de la atracción y el deseo, pero sospecha que el motivo podría estar relacionado con la casa de Sunset Park. No con la casa en sí misma, sino con el plan de vivir en ella, que ya le rondaba por la cabeza en la época en que la conoció; estaba pasando del capricho y la vaga especulación a una decisión concreta de actuar, y aquella noche debía estar consumido por su idea, despidiendo una lluvia de chispas mentales que lo envolvían como un campo magnético y cargaban el ambiente de una energía nueva y vital, de una fuerza irresistible, por así decir, haciéndolo quizá más atractivo y deseable que de costumbre, y ésa pudiera haber sido la razón de que Millie se sintiera atraída hacia él. No era una chica guapa, no, con arreglo a los criterios convencionales que definen lo bonito (nariz muy afilada, ojo izquierdo ligeramente desviado, labios demasiado finos); no lo era, pero tenía una espléndida e hirsuta melena pelirroja y un cuerpo ágil y atractivo. Aquella noche acabaron juntos en la cama y al comprender que su velludo y orondo corpus horrendus no la repelía, la invitó a cenar a la noche siguiente y terminaron acostándose otra vez. Millie Grant, de veintisiete años, bailarina a tiempo parcial, camarera también a tiempo parcial en un restaurante, nacida y criada en Wheaton, Illinois, una chica con cuatro pequeños tatuajes y un anillo en el ombligo, partidaria de numerosas teorías conspirativas (desde el asesinato de Kennedy a los atentados del 11 de septiembre pasando por los peligros del servicio público de agua potable), amante de la música estrepitosa, que hablaba por los codos, vegetariana, activista de los derechos de los animales, una persona vivaracha, llena de iniciativa, con mucho genio y risa de ametralladora: alguien a quien agarrarse en un camino largo y difícil. Pero ella se soltó. No entiende lo que ocurrió, pero al cabo de dos meses y medio de vida en común en la casa, una mañana anunció de buenas a primeras que se iba a San Francisco a incorporarse a una nueva compañía de danza. Había hecho una prueba en primavera, le explicó, había sido la última eliminada y ahora que una de las bailarinas se había quedado embarazada y lo había dejado forzosamente, la habían contratado a ella. Lo siento, Bing. Estuvo bien mientras duró y todo eso, pero aquélla era la oportunidad que estaba esperando, y sería imbécil si la dejara escapar. Él no sabía si creerla o no, si «San Francisco» era simplemente una expresión que quería decir «adiós» o si en realidad se marchaba para allá. Ahora que se ha ido, se pregunta si se portó bien en la cama con ella, si fue capaz de satisfacerla sexualmente. O al revés, si acaso tenía ella la impresión de que él sentía demasiado interés por todo lo sexual, si sus comentarios obscenos sobre los extraños acoplamientos que había visto en las películas porno habían conseguido alejarla de su lado. Nunca lo sabrá. No ha llamado desde la mañana que se fue de la casa y no espera volver a saber de ella nunca más.

Dos días después de la marcha de Millie, escribió a Miles Heller. Se le fue un poco la mano, quizás, afirmando que había cuatro personas en la casa en vez de tres, pero en cierto modo cuatro era mejor número que tres y no quería que Miles pensara que su gran insurrección anarquista se había reducido a su insignificante persona y a un par de mujeres. En su cabeza, la cuarta persona era Jake Baum, el escritor, y aunque es cierto que Jake viene a ver a Alice un par de veces a la semana, no es miembro permanente de la comunidad. Duda de que a Miles le importe en un sentido o en otro, pero en caso contrario será fácil inventarse alguna historia que explique la discrepancia.

Tiene mucho cariño a Miles Heller, pero también cree que no está bien de la cabeza y se alegra de que su amigo abandone de una vez su postura de vaquero solitario. Siete años atrás, cuando recibió la primera de las cincuenta y dos cartas que Miles le ha escrito, no dudó en llamar a Morris Heller para decirle que su hijo no estaba muerto como todo el mundo temía sino trabajando de cocinero de platos rápidos en un restaurante de la parte sur de Chicago. Miles llevaba seis meses desaparecido por entonces. Justo después de esfumarse, Morris y Willa invitaron a Bing a su apartamento para preguntarle sobre Miles y lo que él creía que podía haberle pasado. Nunca olvidará cómo rompió a llorar Willa, ni tampoco la expresión de angustia en el rostro de Morris. Aquella tarde no tuvo sugerencias que ofrecer, pero prometió que si alguna vez tenía noticias de Miles o se enteraba de algo sobre él, se pondría inmediatamente en contacto con ellos. Hacía siete años que los venía llamando: cincuenta y dos veces, una después de cada carta. Le duele que Morris y Willa no hayan saltado a un avión para aterrizar en uno de los diversos sitios donde Miles ha ido a dar con sus huesos, no necesariamente para arrastrarlo con ellos de vuelta, sino sólo para verlo y obligarlo a que se explicara. Pero Morris afirma que no hay nada que hacer. Mientras el muchacho se niegue a volver a casa, no tienen más remedio que esperar a que se le pase y confiar en que acabe cambiando de idea. Bing se alegra de que Morris Heller y Willa Parks no sean sus padres. Sin duda son buena gente, pero están tan chalados y son tan testarudos como Miles.

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