ELLEN BRICE

Está de pie en el porche de la casa, mirando entre la niebla. Es un domingo por la mañana y fuera el aire es templado, demasiado cálido para principios de diciembre; da la impresión de ser un día de otra estación u otra latitud, un tiempo húmedo y agradable que le hace pensar en los trópicos. Cuando mira al otro lado de la calle, la niebla es tan espesa que no se ve el cementerio. Qué mañana tan extraña, dice para sí. Las nubes han bajado hasta el suelo y el mundo se ha hecho invisible: lo que no es ni bueno ni malo, concluye, simplemente raro.

Es pronto, las siete y pocos minutos, temprano para un domingo en cualquier caso, y Alice y Bing siguen durmiendo en sus respectivas camas de la planta superior, pero como de costumbre ella está despierta desde las primeras luces, aunque en realidad no puede hablarse de luz en esta mañana gris, saturada de niebla. No recuerda la última vez que logró dormir seis horas enteras, seis horas seguidas sin despertarse por una pesadilla o descubrir que se le habían abierto los ojos al amanecer, y es consciente de que esas alteraciones del sueño son mala señal, un aviso inequívoco de que van a presentarse problemas, pero a pesar de que su madre no se cansa de decírselo, no quiere volver con el tratamiento. Tomarse una de esas pastillas es como ingerir una pequeña dosis de muerte. Una vez que se empieza con esas cosas, la vida diaria se convierte en un régimen anestesiante de olvido y confusión, y no hay momento en que una no se sienta como si tuviera la cabeza rellena de bolas de algodón y tacos de papel. No quiere cerrar las puertas a la vida sólo por seguir viviendo. Quiere tener los sentidos despiertos, pensar cosas que no se le vayan de la cabeza en el momento en que se le ocurran, sentirse viva en todas las circunstancias en que antes se sentía viva. Los ataques de nervios ya están fuera del orden del día. Ya no puede permitirse el lujo de rendirse, pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerse firme en el momento presente, en su interior va creciendo de nuevo la presión y empieza a sentir las punzadas del pánico de siempre, el nudo en la garganta, la sangre corriendo con demasiada rapidez por sus venas, el corazón encogido y el frenético ritmo del pulso. Miedo sin objeto, tal como el doctor Burnham se lo describió una vez. No, dice ahora para sí, miedo a morir sin haber vivido.

No hay duda de que venir aquí ha sido un paso acertado, y no lamenta haber dejado el pequeño apartamento de la calle President en Park Slope. Se siente animada por el riesgo que han asumido conjuntamente, y Bing y Alice se han portado muy bien con ella, mostrándole una actitud protectora y generosa, una amistad constante, pero a pesar de que ahora se siente menos sola, ha habido ocasiones, muchas en realidad, en que estar en su compañía no ha servido más que para empeorar las cosas. Cuando vivía sola nunca tenía que compararse con nadie. Su lucha era suya, sus fracasos, también, y podía sufrirlos en los confines de su espacio angosto y solitario. Ahora está rodeada de gente apasionada y enérgica, y a su lado se siente como una holgazana estúpida, una irremediable nulidad. Alice pronto obtendrá su título de doctora en Filosofía y un puesto en alguna universidad, Jake está publicando relato tras relato en pequeñas revistas, Bing tiene su banda y su extraño negocio alternativo y hasta Millie, la de afilada lengua, a la que nunca echará de menos, se está abriendo camino como bailarina. En cuanto a ella, se encamina rápidamente a un callejón sin salida, más deprisa de lo que un cachorro se convierte en perro viejo, más de lo que un capullo tarda en florecer y marchitarse. Su actividad artística se ha estrellado contra la pared y pasa el grueso de su tiempo enseñando apartamentos vacíos a posibles inquilinos: trabajo para el que no es la persona más indicada y del que teme que puedan despedirla en cualquier momento. Todo eso ya ha sido bastante duro, pero luego está la cuestión de los encuentros sexuales, del folleteo que no ha tenido más remedio que escuchar a través de las delgadas paredes, del hecho de ser la única persona libre en una casa con dos parejas. Ha pasado mucho tiempo desde que hizo el amor por última vez, dieciocho meses según sus últimos cálculos, y ansia tanto el contacto físico que apenas puede pensar en otra cosa. Se masturba todas las noches en la cama, pero la masturbación no soluciona nada, sólo ofrece un alivio momentáneo, es como una aspirina que se toma para calmar un dolor de muelas, y no sabe cuánto tiempo más resistirá sin que la besen, sin que la amen. Bing está disponible ahora, es cierto, y nota que está interesado en ella, pero en cierto modo no se imagina con Bing, no se ve poniéndole los brazos en torno a la ancha y peluda espalda ni tratando de encontrar sus labios entre las zarzas de su espesa barba. Una y otra vez desde que Millie se fue ha pensado en insinuársele, pero cuando lo ve en el desayuno a la mañana siguiente sabe que no es posible. Sus pensamientos han empezado a inquietarla, los jueguecitos a que se entrega en su cabeza sin querer, las súbitas e incontrolables fugas hacia la oscuridad. A veces le vienen en breves fogonazos -un impulso de prender fuego a la casa, de seducir a Alice, de robar el dinero de la caja en la inmobiliaria-, y entonces, con la misma rapidez que llegan, quedan reducidos a nada. Otros son más constantes, de impresión más perdurable. Incluso el hecho de salir está erizado de peligros, porque hay días en que no puede mirar a la gente con que se cruza por la calle sin desnudarla en su imaginación, quitándole la ropa de un tirón rápido y violento para luego examinar su cuerpo mientras pasan de largo. Esos extraños ya no son personas para ella, se reducen simplemente a los cuerpos que poseen, a estructuras de carne que envuelven huesos, tejidos y órganos internos, y con el denso tráfico de peatones que circula por la Séptima Avenida, la calle donde está su oficina, todos los días se le presentan a la vista cientos si no miles de especímenes. Ve los enormes y rígidos pechos de mujeres gordas, los diminutos penes de los niños, el vello púbico en ciernes de chicos de trece años, las rosadas vaginas de las madres que empujan el carrito del niño, ojetes de ancianos, partes pudendas aún sin vello de niñas pequeñas, muslos exuberantes, piernas flacas, vastas y trémulas nalgas, pelo en el pecho, ombligos hundidos, pezones invertidos, vientres con cicatrices de operaciones de apendicitis y cesáreas, zurullos saliendo de anos abiertos, meadas fluyendo de largos penes, parcialmente erectos. Le repugnan esas imágenes, se asombra de que su mente sea capaz de crear tanta basura, pero una vez que empiezan a venirle no puede impedir su avance. A veces llega a imaginarse que se detiene para introducir la lengua en la boca de cada transeúnte, de todas y cada una de las personas que entran en su campo de visión, ya sean viejas o jóvenes, hermosas o deformes, que se detiene para lamer la superficie entera de cada cuerpo desnudo y mete la lengua en vaginas humedecidas, aprieta los labios en torno a gruesos y endurecidos penes, se entrega con igual fervor a cada hombre, mujer y niño en una orgía de amor indiscriminado, democrático. No sabe cómo poner coto a esas visiones. La dejan con muy mal sabor de boca y agotada, pero los frenéticos pensamientos le vienen a la cabeza como si alguien se los inoculara, y aun cuando lucha por suprimirlos, es una batalla que nunca gana.

Desviaciones fugaces, accesos de histeria, inmundicia que surge de la vida interior, pero en el mundo exterior de cosas materiales sólo en una ocasión ha permitido dar rienda suelta a sus deseos, sólo una vez con consecuencias duraderas. La balada de Benjamín Samuels se remonta al verano de 2000, hace ocho años, ocho años y medio para ser exactos, lo que significa que desde entonces ha transcurrido casi un tercio de su vida y aún no la ha olvidado, nunca ha dejado de escuchar esa canción en su cabeza, y mientras permanece de pie en el porche en esta nebulosa mañana de domingo se pregunta si podrá ocurrirle otra vez algo tan decisivo. Tenía veinte años y acababa de terminar segundo año en Smith. Alice volvía a Wisconsin para trabajar de orientadora principal en un campamento de verano cerca del lago Oconomowoc y le preguntó si quería un trabajo allí también, porque podía arreglarlo fácilmente. No, no le interesaban los campamentos de verano, contestó, había tenido una experiencia desagradable en uno cuando tenía doce años, de modo que buscaría algo más cerca de casa, con el profesor Samuels y su mujer, que habían alquilado una casa al sur de Vermont para dos meses y medio y necesitaban a alguien que les cuidara a los niños: Bea, Cora y Ben, dos niñas de cinco y siete años y un chico de dieciséis. El chico era mayor y no necesitaba que lo cuidaran, pero aquel año había echado a perder el curso aprobando por los pelos algunas asignaturas y tenía que darle clases de Inglés, Historia de Estados Unidos y Álgebra. El muchacho estaba de mal humor cuando empezó el verano: sin posibilidad de acercarse a su querido campo de fútbol de Northampton y con la perspectiva de once semanas de insoportable exilio con sus padres y hermanas en el quinto pino. Pero ella era preciosa entonces, nunca ha estado más guapa que aquel verano, con una figura más llena y redondeada que la que ahora tiene la escuálida criatura en que se ha convertido, ¿y por qué iba a quejarse un chico de dieciséis años de tener que dar clase con una atractiva mujer en camiseta corta y sin mangas y pantaloncitos elásticos de color negro? Al comienzo de la segunda semana ya eran amigos, y cuando empezó la tercera pasaban juntos la mayor parte de la tarde en el pabellón, un pequeño edificio situado a unos cincuenta metros de la casa, donde veían películas que ella cogía en Al's Video Store cuando iba a comprar a Brattleboro. Las niñas y los padres siempre estaban acostados para entonces. Tanto el profesor Samuels como su mujer estaban escribiendo un libro aquel verano y seguían un horario rígido: en pie a las cinco y media todos los días y a la cama a las nueve y media o las diez. No les preocupaba lo más mínimo que su hijo y ella pasaran tanto tiempo juntos en el pabellón. Se trataba de Ellen Brice, al fin y al cabo, la chica modosita y cumplidora que tan bien se había portado en la clase de Historia del Arte del profesor Samuels, y podían contar con ella para comportarse de forma responsable en toda circunstancia.

Acostarse con Ben no fue idea suya; al menos al principio. Le encantaba mirarlo, la fuerza y la esbeltez de su cuerpo de jugador de fútbol solía excitarla, pero no era más que un muchacho, no hacía ni seis meses que había cumplido los dieciséis y, por muy atractivo que pudiera parecerle, no tenía deseo alguno de intentar nada. Pero al cabo del primer mes de los dos y medio que estuvo allí, en una calurosa noche de julio llena de un rumor de ranas arbóreas y de un millón de chicharras, el muchacho dio el primer paso. Sentados en su posición habitual, cada uno a un extremo del pequeño sofá, mientras las polillas se daban contra las mosquiteras, como de costumbre, y la noche olía a pinos y a tierra húmeda, como siempre, estaban viendo una bobada de comedia o una del Oeste, igual que todos los días (la selección de Al's era limitada) y ella empezaba a tener sueño, lo bastante para reclinar la cabeza y cerrar los ojos durante unos momentos, quizá diez, puede que veinte segundos, y antes de que los abriera de nuevo, el joven señor Samuels se había puesto a su lado en el sofá y la estaba besando en la boca. Debería haberle dado un empujón o haber vuelto la cabeza, o haberse puesto en pie para marcharse, pero no pudo pensar lo bastante rápido para hacer ninguna de esas cosas y permaneció donde estaba, sentada en el sofá con los ojos cerrados, y dejó que la siguiera besando.

Nunca los pillaron. Durante mes y medio siguieron con su pequeña aventura sexual (ella nunca llegó a considerarlo un asunto amoroso) y luego el verano tocó a su fin. Puede que no estuviera enamorada de Ben, pero sí lo estaba de su cuerpo, e incluso ahora, ocho años y medio después, sigue pensando en la increíble suavidad de su piel, la sensación de sus brazos en torno a su cuerpo, la dulzura de su boca, su sabor. Debería haber seguido viéndolo en Northampton después del verano, pero su deprimente rendimiento académico del año anterior había alarmado tanto a sus padres que lo enviaron a un internado de New Hampshire y de pronto desapareció de su vida. Lo echó de menos bastante más de lo que esperaba, pero antes de que llegara a comprender cuánto tiempo tardaría en olvidarlo, cuántas semanas, meses o años, se encontró en un apuro diferente. No le había venido el periodo. Se lo contó a Alice y su amiga la arrastró rápidamente a la farmacia más próxima para comprar un test de embarazo. Los resultados fueron positivos, es decir, negativos, desastrosa e irrevocablemente negativos. Pensaba que habían sido muy prudentes, habían tenido mucho cuidado precisamente para evitar que eso sucediera, pero estaba claro que se habían descuidado en algún momento, ¿y qué iba a hacer ahora? No podía decir a nadie quién era el padre. Ni siquiera a Alice, que la instaba a ello una y otra vez, ni tampoco al propio padre, que no era más que un muchacho de dieciséis años; ¿por qué castigarlo con la noticia cuando no estaba en condiciones de ayudarla, cuando ella era la única culpable de todo aquel sórdido asunto? No podía hablar con Alice, no podía explicárselo a Ben y no podía confiarse a sus padres: no sólo no podía decirles quién era el chico, sino tampoco quién era ella. Una chica embarazada, una estúpida universitaria con un niño que se gestaba en sus entrañas. Su padre y su madre no podían enterarse de lo que había pasado. La sola idea de tener que contárselo bastaba para que le dieran ganas de morirse.

De haber sido una persona más valiente, habría tenido el niño. Pese a toda la conmoción que habría causado un embarazo llevado a su término, quería seguir adelante y dejar que naciera el niño, pero la atemorizaban las preguntas que le harían, le daba mucha vergüenza encararse con su familia, era demasiado débil para afirmar su postura, dejar la universidad y engrosar las filas de las madres solteras. Alice la llevó en coche a la clínica. Se suponía que era una intervención rápida y sin complicaciones, y desde el punto de vista médico todo salió según lo esperado, pero ella lo vivió como algo espantoso y humillante, y sintió odio hacia sí misma por haber obrado en contra de sus impulsos más íntimos, de sus convicciones más profundas. Cuatro días después, se tragó media botella de vodka y veinte pastillas para dormir. Alice tenía que haberse ido el fin de semana y si en el último momento no hubiera cambiado de planes y vuelto a la residencia a las cuatro de la tarde, su compañera de cuarto, que en ese momento dormía, seguiría durmiendo ahora. La llevaron al hospital Cooley Dickinson, le hicieron un lavado de estómago y allí se acabó Smith, aquél fue el fin de Ellen Brice como persona supuestamente normal. La trasladaron al pabellón de psiquiatría del hospital y allí la tuvieron veinte días, y luego volvió a Nueva York, donde pasó una larga temporada, infinitamente deprimente, viviendo en casa de sus padres, durmiendo en la habitación de su infancia, viendo al doctor Burnham tres veces por semana, asistiendo a sesiones de terapia de grupo y tomando diariamente una cantidad de pastillas con las que debía sentirse mejor pero que no surtían efecto. Finalmente, se le ocurrió matricularse en unas clases de dibujo en la escuela de Bellas Artes, que al año siguiente se convirtieron en un curso de pintura, y poco a poco empezó a sentir que casi vivía de nuevo en el mundo, que en el fondo podía haber algo semejante a un futuro para ella. Cuando el cuñado del marido de su hermana le ofreció trabajo en su inmobiliaria de Brooklyn, dejó finalmente la casa de sus padres y se fue a vivir sola. Sabía que no era una ocupación adecuada para ella, que tener que hablar con tanta gente todos los días podría convertirse en un implacable sufrimiento para sus nervios, pero lo aceptó de todos modos. Necesitaba salir, librarse de la inquieta mirada de sus padres, y ésa era su única oportunidad.

Eso fue hace cinco años. Ahora, mientras sigue en el porche de la casa con el abrigo puesto y bebiendo el café de la mañana, comprende que debe empezar de nuevo. Por doloroso que resultara escuchar hace dos meses el comentario de Millie, la brutal y desdeñosa condena de sus lienzos y dibujos era completamente merecida. Su trabajo no le dice nada a nadie. Es consciente de que no le faltan dotes, ni tampoco talento, pero se ha encerrado en un rincón persiguiendo una sola idea y esa idea no es lo bastante sólida para soportar el peso de lo que trata de lograr. Había pensado que la delicadeza de su toque la conduciría a la sublime y austera región habitada en otro tiempo por Morandi. Quería pintar cuadros que evocaran la callada maravilla de la objetualidad pura, el éter sagrado que respira en los espacios entre las cosas, expresar la existencia humana en una plasmación minuciosa de todo lo que está por ahí, más allá de nosotros, a nuestro alrededor, igual que el invisible cementerio se encuentra justo delante de ella, aunque no pueda verlo. Pero se equivocaba al depositar su fe en los objetos, al confiar únicamente en cosas, al malgastar el tiempo en los innumerables edificios que ha dibujado y pintado, las calles vacías, sin un alma, los garajes, gasolineras y fábricas, los puentes, las autopistas elevadas, los viejos almacenes de ladrillo rojo destellando a la tenue luz de Nueva York. Todo ello causa un efecto de tímida evasión, de hueco ejercicio de estilo, mientras que lo que siempre ha querido ella ha sido dibujar y pintar representaciones de sus propios sentimientos. No habrá esperanza alguna a menos que empiece otra vez desde el principio. Se acabaron los objetos inanimados, dice para sí, se terminaron las naturalezas muertas. Volverá a la figura humana y hará que sus pinceladas sean audaces y expresivas, más gestuales, más desenfrenadas, tanto como el pensamiento más disparatado que pueda albergar en su interior.

Pedirá a Alice que pose para ella. Es domingo, un día tranquilo sin muchas cosas que hacer, y aun cuando Alice trabajará hoy en su tesis quizá pueda dedicarle un par de horas de aquí a la noche. Vuelve a entrar en la casa y sube las escaleras hasta su habitación. Bing y Alice siguen durmiendo y se mueve con cuidado para no despertarlos, quitándose el abrigo y el camisón de franela para luego ponerse unos vaqueros viejos y un grueso jersey de algodón, sin preocuparse de bragas ni sostén, sólo la piel bajo los suaves tejidos; esta mañana quiere sentirse lo más suelta y ligera posible, sin trabas para la jornada que le espera. Coge su cuaderno de dibujo y un lapicero Faber-Castell de la parte superior del buró, se sienta luego en la cama y abre el cuaderno por la primera hoja en blanco. Coge el lápiz con la mano derecha, alza la izquierda en el aire, la inclina en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, la mantiene suspendida a unos treinta centímetros de la cara y se pone a estudiarla hasta que ya no parece parte de su cuerpo. Ahora es una mano ajena, de alguien que no es ella, de nadie, de una mujer con dedos esbeltos y uñas redondeadas, las medias lunas sobre las cutículas, la estrecha muñeca con su pequeño abultamiento huesudo que sobresale por la parte izquierda, los nudillos y articulaciones de matiz marfileño, la blanca piel casi traslúcida que cubre arroyuelos de venas, venas azules transportando la roja sangre que serpentea por su organismo mientras su corazón late y el aire entra y sale por sus pulmones. Dedos, carpo, metacarpo, falanges, dermis. Apoya la punta del lápiz sobre la página en blanco y empieza a dibujar la mano.

A las nueve y media llama a la puerta de Alice. La diligente Bergstrom ya está trabajando, un enjambre de dedos que revolotean sobre el teclado del portátil, los ojos fijos en la pantalla, y Ellen se disculpa por interrumpirla. No, no, dice Alice, no pasa nada, y entonces deja de teclear y se vuelve hacia su amiga con una de sus cálidas sonrisas en la cara, no, más que cálida, una sonrisa en cierto modo maternal, no del tipo que a Ellen le dirige su madre, quizá, sino la clase de sonrisa con que todas las madres deberían mirar a sus hijos, una sonrisa que no es tanto un saludo como una ofrenda, una bendición. Ellen piensa: Alice será una madre estupenda cuando llegue el momento…, una madre superior a las demás, dice para sí, y entonces, debido a la yuxtaposición de esas dos palabras, transforma a Alice en Madre Superiora y la ve de pronto con hábito de monja, y en esa momentánea digresión pierde el hilo de sus pensamientos y no tiene tiempo de preguntarle si estaría dispuesta a posar para ella antes de que Alice, a su vez, le haga una pregunta:

¿Has visto Los mejores años de nuestra vida?

Pues claro, contesta Ellen. Todo el mundo ha visto esa película.

¿Te gusta?

Mucho. Es una de mis películas favoritas de Hollywood.

¿Por qué te gusta?

No sé. Es emocionante. Siempre lloro cuando la veo.

¿No te parece un poco simplista?

Naturalmente que es simplista. Es una película de Hollywood, ¿no? Todos los productos de Hollywood resultan un poco superficiales, ¿no crees?

Bien dicho. Pero ésta es un poco menos artificiosa que las demás…, ¿es eso lo que querías decir?

Piensa en la escena del padre que ayuda a su hijo a acostarse.

Harold Russell, el soldado que perdió las manos en la guerra.

El chico no puede quitarse los ganchos él solo, ni abotonarse el pijama ni apagar el cigarrillo. Su padre se lo tiene que hacer todo. Si me acuerdo bien, no hay música en esa escena y apenas hay diálogo, pero es un gran momento de la película. Absolutamente sincero. Increíblemente conmovedor.

¿Y después todos vivieron felices?

Quizá sí, quizá no. Dana Andrews le dice a la chica…

Teresa Wright…

Le dice a Teresa Wright que los van a tratar a patadas. Puede que sí y puede que no. Y el personaje de Fredric March es un borracho, un verdadero alcohólico, impenitente y delirante, de modo que su vida no va a ser divertida de ahí a unos años.

¿Y qué pasa con Harold Russell?

Al final se casa con su novia, pero ¿qué clase de matrimonio va a ser ése? Él es un muchacho sencillo, de buen corazón, pero incapaz de expresarse, demasiado reprimido emocionalmente; no veo que vaya a hacer muy feliz a su mujer.

No sabía que conocieras tan bien la película.

A mi abuela le entusiasmaba. Tenía unos dieciséis años cuando estalló la guerra y siempre me decía que Los mejores años de nuestra vida era su película. Debemos de haberla visto juntas cinco o seis veces.

Siguen hablando de la película unos minutos más y entonces se acuerda finalmente de hacer a Alice la pregunta por la que en principio ha llamado a su puerta. Alice está ocupada ahora, pero con mucho gusto parará una hora después de comer y entonces posará para ella. Lo que Alice no ha entendido es que a Ellen no le interesa hacerle un retrato, no quiere dibujar su rostro sino su cuerpo entero, y no el cuerpo oculto por la ropa sino el esbozo de un verdadero desnudo, quizá varios bocetos semejantes a los que hizo en las clases de dibujo al natural en sus cursos de pintura. Resulta por tanto un momento embarazoso cuando suben a la habitación de Ellen después de comer y la pintora pide a Alice que se quite la ropa. Ésta nunca ha hecho de modelo, no está habituada a que nadie escudriñe su cuerpo desnudo, y aunque Ellen y ella se ven ocasionalmente la una a la otra al entrar o salir del baño, eso no tiene nada que ver con la tortura de permanecer inmóvil durante sesenta minutos mientras tu mejor amiga te examina de arriba abajo, sobre todo ahora, cuando se siente tan desdichada por el sobrepeso, y aunque Ellen le dice que es preciosa, que no tiene por qué preocuparse, sólo se trata de un ejercicio pictórico, los artistas están acostumbrados a mirar los cuerpos de la gente, Alice está demasiado avergonzada para ceder a la petición de su amiga, lo siente, lo lamenta mucho, pero no puede pasar por eso y debe decirle que no. A Ellen le duele profundamente la negativa de Alice a hacerle ese sencillo favor, que en realidad es el primer paso para reinventarse a sí misma como pintora, lo que equivale a reinventarse a sí misma como mujer, como ser humano, y aunque comprende que Alice no tiene intención de hacerle daño, no puede evitar sentirse herida, y cuando le dice a su amiga que se marche de la habitación, cierra la puerta, se sienta en la cama y rompe a llorar.

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