Capítulo 9

1

Al día siguiente por la mañana, Sanger nos llevó en el Lancia con la maleta de Arbil hasta un kilómetro de distancia de Bas-de-Cagnes. Se mostró reacio a llevarnos hasta cerca de la plaza, y se irritó cuando le sugerimos que debía hacerlo.

– Tengo que realizar un trabajo para vosotros en Niza hoy -nos recordó con intención-. Si los periodistas amigos de Pierre deciden dar una prueba de su buena fe a la policía notificándoles por adelantado vuestra decisión de entregaros, podemos tener bastantes problemas todos nosotros.

Así pues, nos bajamos del coche e hicimos a pie el resto del camino. En la carretera, pasamos junto a varias personas, pero nadie se fijó en nosotros. Éramos simplemente un hombre y una mujer con una pesada maleta entre ellos. Lucía llevaba puesta su peluca, y yo el sombrero. Pasamos a bastante distancia de la casa de la Rue Carponière y de los hombres que la vigilaban, pero no tenía sentido correr riesgos innecesarios.

Bob Parsons estaba de pie junto a su coche en el lugar indicado mirando aquí y allá y el fotógrafo tenía su cámara colgada del cuello lista para la acción. Ninguno de los dos nos reconoció hasta que nos hallamos a unos metros de ellos; era increíble.

El fotógrafo fue el primero en reconocernos e inmediatamente se puso a trabajar. Bob salió corriendo hacia nosotros.

Yo le presenté a Lucía. Ella consiguió dar la impresión de estar ausente, patética y un poco chiflada al mismo tiempo. Se negó a sacarse la peluca para el fotógrafo, insistiendo en que cada momento que pasaba allí de pie corría más peligro. Había sido idea mía lo de entregarse a la policía, decía ella; quizá me había equivocado. Vi que Bob Parsons empezaba a preocuparse. Cuando le sugerí en voz baja que retirase al fotógrafo, aceptó inmediatamente.

Bob Parsons siempre me había caído simpático. Era de San Francisco, andaba por los cuarenta y tenía una cara larga y delgada y un sereno sentido del humor. Además, era un reportero muy inteligente. Mientras nos llevaba en el coche hacia la comisaría, logró sacarnos toda la historia que habíamos preparado para la policía y, lo que es más, puso al descubierto algunas faltas que había en ella y que nosotros no habíamos notado. Entre los dos, Lucía y yo, pudimos taparlas de nuevo; pero la experiencia resultó sumamente agotadora, aunque inútil, descubriríamos más tarde, como si de remendar un vestido se tratara.

Con el consentimiento de Lucía, Bob se detuvo un poco antes de llegar frente a la Comisaría y envió delante al fotógrafo para que hiciese algunas instantáneas de nuestra llegada. En aquel momento, Lucía se quitó el pañuelo y lo metió en el bolso. Yo me deshice del sombrero.

Desde el momento de nuestra llegada, el día fue un infierno completo.

Sy mantuvo su promesa y logró reunir a tres abogados para que nos representaran y protegiesen nuestros intereses; pero pronto resulto evidente que la policía no iba a cometer ningún desaguisado de tipo legal. Los abogados fueron advertidos de que, puesto que nos habíamos presentado a la policía voluntariamente con objeto de hacer declaraciones como personas responsables, y puesto que no había existido ningún cargo contra nadie ni se pensaba presentar (de momento), nuestros intereses no requerían ningún tipo de protección legal. Puesto que no estábamos detenidos (de momento), no precisábamos ninguna representación legal. Si ellos, los abogados creían que sus clientes podían ser culpables de algún delito, que lo dijesen.

Los abogados decidieron dejar a la policía en paz, al menos de momento. Así que nos dejaron para que nos las entendiéramos por nuestra cuenta.

Lucía estuvo magnífica, y tan convincente que yo empecé a preocuparme. Un impresionable comisario adjunto, lleno de compasión, propuso que se retrasase el interrogatorio y que se llamase a un médico para que le administrase un sedante. Con un cierto apresuramiento, Lucía bajó el tono de su representación. Una matrona de rostro siniestro, perteneciente a la prisión de mujeres, fue consultada en vez del médico. La prescribió una taza de chocolate caliente.

Poco después, nos separaron. Tuve que contar toda la historia una vez más. ¿Por qué no me había puesto en contacto secretamente con la policía? "Había adoptado una actitud de total confianza respecto a Mademoiselle Bernardi" Pero si creía que los temores de ella eran irracionales, mi deber era informar a la policía ¿no? "Yo no tenía modo de saber por adelantado si sus temores eran irracionales o no" ¿No había leído los documentos de la maleta? "No" ¿Por qué no? "Porque yo no sabía leer árabe" ¿Y Mademoiselle Bernardi no me había descrito su contenido? "No" A mi parecer, ¿cuál era la base de sus temores? "Las cosas que le había dicho sobre los documentos el coronel Arbil, y el hecho de que éste hubiera sido asesinado por unos hombres que buscaban dichos documentos".

El interrogatorio continuó, interminablemente a mi parecer. Se me había parado el reloj y perdí todo el sentido del tiempo. En un momento dado trajeron comida. El interrogatorio siguió.

Yo había estado en la casa de Cagnes, ¿no? ¿No era raro que la mujer de la limpieza no hubiera notado la menor huella de mi presencia allí? "No era raro en absoluto; la mujer de la limpieza no veía bien." ¿En qué parte de la casa había dormido yo? "En el cuarto trastero." ¿En qué parte del cuarto trastero? "En los cojines de las sillas del jardín." ¿Cómo me había afeitado aquella mañana? "Mademoiselle Bernardi me había dejado una maquinilla de afeitar." ¿No había compartido quizá la cama de la chica? "Esa pregunta deberían hacérsela a la propia chica." ¿Tendría yo inconveniente en que me registraran? "Ni mucho menos." Y así una y otra vez.

Debía de ser bien entrada la noche cuando me llevaron a una especie de sala de espera y me dejaron allí solo. Al cabo de unos minutos, entró Bob Parsons. Con él estaba uno de los abogados, un hombre pequeño y regordete con aspecto de dictador.

Bob parecía muy cansado.

– Bien Piet -dijo- por lo que a la policía respecta, no hueles precisamente a rosas, pero creo que has salido del apuro. Aquí el abogado Casier dice que no te retendrán.

– ¿Y a Lucía?

– Hace una hora aproximadamente llegaron de Zürich un par de polizontes. Están ahora con ella. ¿Tiene algo más que contarles, aparte de lo que había en la entrevista?

– Ni una palabra.

– Entonces también la dejarán pronto. Pero hay un problema.

– ¿Qué?

– Nuestros colegas de la prensa. Hay unos cincuenta ahí afuera esperando.

– ¡Oh, Dios!

– He hablado con Sy. Esta ha consultado con Nueva York. El caso llega demasiado pronto para nosotros, y resulta demasiado sensacionalista. Así que lo vamos a distribuir a los servicios telegráficos dentro de una hora aproximadamente. Las fotos que hemos tomado esta mañana han salido ya hacia París en avión. También se distribuirán algunas de ellas. Nos quedaremos con unas cuantas de las mejores para nosotros.

– ¿Y qué haremos con la gente que hay ahí afuera?

– Bien, tendrás que dejarles que tomen unas cuantas fotografías tuyas con la chica; pero en cuanto a las declaraciones, la policía ha indicado con inequívoca claridad que prefieren hacer ellos mismos un comunicado, y solo una vez que esos papeles de Arbil hayan sido examinados por el Deuxième. Así que vuestros labios están sellados.

– Bien; algo es algo. ¿Cuándo podremos salir de este lugar?

– Tan pronto como terminen con Lucía, supongo. No pueden tardar mucho ya.

El abogado Casier intervino:

– Sólo hay una pequeña dificultad, Monsieur Maas. La policía ha expresado su deseo de que tanto usted como Mademoiselle Bernardi se queden en la zona y se presenten a la policía diariamente. Es una petición de los Servicios de Seguridad. Puede que quieran hacer más preguntas luego, cuando los papeles de Arbil hayan sido traducidos.

– Comprendo. Muy bien.

– Lo cual nos lleva a otro tipo de dificultad, Piet -Bob Parsons pareció titubear súbitamente-. Al menos, yo supongo que es una dificultad -y me dirigió una sonrisa afectada y con perversa intención-, porque te afecta a ti no a . Bien, yo he recogido tus maletas de ese hotel de la estación y te tengo reservada una habitación en el Negresco. Ahora, el abogado Casier me dice que Lucía intenta volver a esa casa de Cagnes esta noche. Dice que de todos modos el alquiler ha sido pagado por adelantado. La policía no tiene nada en contra. Pues bien, parece que la chica espera que tú vayas con ella. Se trata de algo que tú acordaste con ella anteriormente. No lo sé.

– Ella afirma -dijo el abogado Casier en tono firme y un tanto acusador- que usted, al persuadirla de que informase a la policía, le prometió firmemente permanecer junto a ella y protegerla de ulteriores intromisiones de los periodistas. Ella confió en usted basándose en esa promesa.

Me fue difícil mantener la cara inalterable. Respondí con todo el tono titubeante que pude:

– Bueno, sí supongo que le dije algo así.

– Y puesto que, de todos modos usted no puede alejarse, por si la policía desea interrogarle ulteriormente, no parece que haya ninguna razón para que falte a su promesa.

Las últimas palabras las dijo en un tono firme y resuelto; evidentemente, Lucía le había causado una profunda impresión.

Yo traté de aparecer dubitativo.

– Bueno…

– No preciso recordarle -continuó el abogado con afectada severidad- que, dadas las sugerencias que ya aparecieron en la prensa acerca de su relación con la joven, si usted la abandona en este momento, causará una malísima impresión. Ella es francesa. Y, al fin y al cabo, usted representa a una publicación americana.

La Amérique perfide murmuró Bob Parsons sardónicamente-. Le sacó las declaraciones y después la tiró a los lobos.

Sus ojos tropezaron con los míos; yo no había podido engañarlo durante mucho tiempo; Parsons no tenía ninguna duda ahora de que Lucía y yo habíamos dormido juntos.

Me volví hacia el abogado Casier.

– Muy bien -dije en tono noble-; si eso es lo que ella desea, no tengo ningún inconveniente. Claro que no dispongo de coche, y si hemos de presentarnos a la policía diariamente, voy a necesitarlo.

– Puedes usar el mío -dijo Bob prontamente-. Tus maletas están en el maletero. Yo regresaré a Roma mañana: podemos arreglarlo todo con la casa antes de que yo salga.

Tenía en los labios una amplia sonrisa. Se estaba divirtiendo de lo lindo. Yo también, aunque por un motivo diferente. Si el abogado Casier no hubiera estado allí, también yo me hubiera sonreído.

2

Ya pasaba de las siete cuando conseguimos abandonar la comisaría y escapar de los fotógrafos. Los dos estábamos considerablemente desgreñados. Algunos de los fotógrafos nos siguieron en coches y motocicletas. Cuando llegamos a la Rue Carponière, ya había allí otro grupo esperándonos para tomar más fotografías. Al cabo de unos veinte minutos, sin embargo, el grupo se fue reduciendo y pude entrar con el coche.

A las nueve en punto, saqué el coche otra vez y cerré las cancelas detrás de mí. Ya sólo quedaban dos fotógrafos y un solo reportero. Mademoiselle Bernardi, les dije, estaba exhausta y se había retirado a descansar. Quedaba al cuidado de una enfermera, añadí gravemente, avisada con anterioridad. Nadie se molestó en preguntarme acerca de mis planes para aquella noche. Ahora, yo era simplemente otro competidor poco grato.

Bajé con el coche hasta la calle Vence y allí giré hacia el huerto.

Lucía me estaba esperando al fondo del bosquecillo de olivos donde habíamos aparcado dos noches antes. Volvía a llevar puesta la peluca y el pañuelo. Yo también tenía el sombrero en la cabeza. Nos habíamos tomado una botella de champán para celebrar la ocasión y Lucía estaba de un humor excelente. Tuvimos un divertido viaje a través de una serie de carreteras secundarias hasta la Sourisette.

Sanger nos recibió con la confiada afabilidad del especialista que ha estudiado las radiografías y ha llegado a la conclusión de que, al fin y al cabo, la enfermedad no es tan seria como uno había llegado a creer.

– Vaya día que habéis tenido, chicos -dijo-, vaya día. Estuve escuchando la radio.

Lucía me miró.

– Sí, ha sido un día muy interesante, ciertamente -dije yo-. Por lo tanto, puesto que ya lo ha oído todo sobre nuestra jornada, ¿Qué nos cuenta de la suya? ¿Vio a Farisi?

– Sí que lo vi.

Regresó junto a nosotros con un coñac para Luda.

– ¿Y?

– La entrevista fue breve, pero interesante. Es un hombre muy competente. Muy competente.

Esperamos mientras servía mi bebida y un Campari con soda para él. Al fin, regresó junto a nosotros.

– ¿Y?

Sanger meneó la cabeza con un ademán triste.

– Chicos, hemos calculado mal.

– ¿Te ha dado el dinero? -le preguntó Lucía.

– Sí me ha dado algo de dinero.

Sanger suspiró profundamente.

– ¿Cuánto?

– Como dije antes, hemos calculado mal -dio un sorbo a su Campari-. Debisteis haberos presentado a la policía más tarde. Al no hacerlo así, el ayudante ese… ¿cómo se llama?

– Dawali.

– Sí. Dawali. Oyó todo el asunto por la radio. Documentos secretos entregados a la policía. Súbitamente, Farisi decidió que vosotros habíais cambiado de opinión. Como resultado, no se sintió obligado en el trato que había hecho con usted. Me costó mucho tiempo convencerle de que estaba equivocado.

Yo me puse de pie.

– ¡Eso es absurdo! Farisi ya sabía que nosotros Íbamos a entregar ciertos papeles de Arbil. Yo le había hablado de eso ya. Una historia inacabada del pueblo kurdo.

Sanger se encogió de hombros.

– La radio decía documentos secretos… documentos que han sido naturalmente pasados al Deuxième bureau. Naturalmente, estaba intranquilo. Naturalmente, creía que le habíais hecho una mala pasada.

Ahora también Lucía estaba de pie y sus ojos estaban echando chispas.

– ¿Cuánto, Patrick? ¿Cuánto? -repitió levantando la voz.

Sanger suspiró.

– La mitad -dijo tranquilamente.

– ¡Mentiroso!

– La mitad. Doscientos cuarenta y cinco mil francos. Aquí los tengo.

Y se dirigió hacia la caja fuerte.

– ¡Mentiroso!

Lucía se arrancó de golpe la peluca y se la tiró a la cabeza.

Pero no le acertó y la peluca cayó sobre la alfombra con un ruido fofo.

– Bueno, bueno, chicos.

– Espece d' ordure!

– Seamos razonables.

– Merde, alors.

– Pierre, ¿quiere convencerla de que deje de gritar?

– Yo también tengo ganas de gritar -dije-. Y tengo ganas además, de llamar a Farisi para ver cuánto te pagó exactamente.

– Se fue en el avión de las cinco -se sonrió, en ademán de reproche-. Vamos, chicos. Doscientos cuarenta y cinco mil francos menos mis setenta y tres mil, os quedan limpios casi unos cuarenta mil dólares. Y todo por un fajo de papeles amarillentos que…

Me costó otros ensordecedores diez minutos reducir su comisión de setenta y tres a cuarenta y tres mil francos. Sanger no perdió la cabeza y se mostró razonable. Como casi con toda seguridad tenía la otra mitad del precio de la transacción en algún escondrijo de la casa, su actitud no resultaba en modo alguno sorprendente.

Incluso se permitió el lujo de ser franco.

– Cielo -le dijo a Lucía en un momento, lamentándose-, no seas estúpida. Por ti no hubiera regresado aquí esta noche. Si no hubiera sido por Pierre y por todas esas cosas perversas que puede publicar sobre mí, tal vez hubiera regresado directamente a Italia. En realidad, Pierre también está metido en el lío, así que no puede decir nada. De modo que todos somos amigos.

No preguntó cuál iba a ser mi comisión; supongo que no le importaba; pero cuando entregó a Lucía los doscientos dos mil francos y mientras observaba como ella los metía con un gesto ceñudo en el bolso, dedicó un comentario al tema de mi futuro.

– La proposición de Pierre sobre esa revista no es mala, sabes -dijo-, ni mucho menos. Desde el punto de vista de una inversión, quiero decir. Será una inversión muy rentable cuando la cosa marche. A mí no me importaría tener una pequeña participación en el negocio. Hay un problema, sin embargo. Si empieza otra vez, tiene que hacerlo en el marco de una sociedad limitada. Por otra parte, el riesgo personal es mínimo. Sin embargo, su posición como extranjero en Francia sería difícil. Según la ley francesa, el principal accionista de una sociedad limitada, registrada aquí, tiene que ser un ciudadano francés. Esto significa que tendría que encontrar a una persona en la que pudiera confiar.

Lucía se quedó pensando por un momento y luego se encogió de hombros.

– Eso es cosa de él.

A continuación me dirigió a mí una significativa mirada.

– No olvides, Pierre, que has dejado algunas cosas en el dormitorio.

– Oh, sí.

Sanger se dirigió hacia mí sonriendo.

– He cogido el revólver. Espero que no le importe. Es de Adela. Y las llaves del coche también.

– Naturalmente. No se moleste en acompañarme. Recuerdo el camino.

Por un momento tuve miedo de que insistiese en venir conmigo, pero Lucía arregló la situación derramando su coñac por el suelo.

– Lo siento -le oí decir en tono áspero mientras yo subía las escaleras-, pero no es extraño que esté nerviosa. Cuando una ha creído que trataba con un amigo y descubre que no hay verdadera amistad sino únicamente interés egoísta, es lógico que le tiemblen a una las manos un poco.

Encontré los dos sobres con el dinero de Skurleti en el sitio donde los había dejado, escondidos bajo la alfombra en la habitación de los huéspedes. Los metí en el bolsillo, hice la maleta y bajé con ella.

Sanger nos despidió con su habitual campechanería igual que nos había recibido.

– Que lo paséis bien, hijos míos -dijo-, que lo paséis bien. Le daré a Adela vuestros recuerdos.

3

Ya habíamos salido de Mougins y estábamos en la carretera de Vence cuando Lucía mencionó el dinero de Skurleti.

– ¿Estaba allí, chéri? -preguntó.

– Sí que estaba.

Y di un golpecito en uno de mis bolsillos.

Hubo otro largo silencio.

Luego, ella dijo:

– ¿Es cierto lo que dijo acerca de las sociedades limitadas en Francia, que el principal accionista tiene que ser un ciudadano francés?

– No lo sé, pero podemos preguntarlo.

Al cabo de unos segundos, yo saqué los sobres del bolsillo, uno a uno, y se los di.

Ella se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla.

– Cuatrocientos mil -dijo pensativamente mientras seguíamos avanzando por la carretera de Vence.

– Cuatrocientos dos mil -le corregí yo.

– No. Está el asunto de los ojos de la mujer de la limpieza. Prometí pagarle la operación.

– Eso es cierto.

Vi que se sonreía y sentí su mano sobre mi rodilla.

– Yo nunca olvido una promesa, chéri -dijo-. Ese jurista, el abogado Casier, se mostró muy comprensivo esta tarde -añadió reflexivamente-. Tal vez deberíamos consultarle.

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