Capítulo 1

1

El semanario de noticias norteamericano World Reporter entra en prensa a las once en punto de la noche del viernes. Habitualmente, ya no queda mucho trabajo para aquella noche, excepto para los correctores de pruebas, pero el ambiente en las oficinas de Nueva York sigue siendo tenso.

Y es comprensible. Un diario se compromete durante unas cuantas horas, y siempre puede rectificar o disimular sus errores con relativa prontitud. Pero cuando un semanario tan previsor y profético como el World Reporter queda superado por los hechos, hace el ridículo durante varios días. Ahí está el ejemplo de aquella desgraciada semana en que aclamó a un general del Sudeste asiático como "nuevo hombre fuerte de Asia"; el lunes, cuando la revista llegó a los quioscos, el general había sido derrocado por un movimiento de estudiantes desarmados, y colgado. Afortunadamente, este tipo de percances son poco frecuentes. Los redactores son hombres capacitados y prudentes, y suelen estar bien informados. Se toman todas las precauciones posibles. Los grandes aparatos del servicio telegráfico son observados continuamente. En todo el mundo, en una docena de zonas con horarios diferentes, el personal de las corresponsalías exteriores del semanario comprueba los servicios regionales de noticias y los boletines de radio. Líneas privadas y circuitos de teleimpresión conectan el edificio de las oficinas centrales con las plantas de impresión en Filadelfia y Chicago. Se han instalado equipos electrónicos de composición. Se pueden limar los artículos, hacerlos más incisivos o más suaves; en una palabra, tirar la piedra y esconder la mano en el último momento. Si bien es cierto que hay tensión, también hay calma y tranquila confianza.

Por lo menos, en Nueva York. En las oficinas extranjeras, la vigilia semanal antes de la fecha clave de la noche del viernes es acompañada por una roedora ansiedad que no tiene nada que ver con el trabajo que hay a mano, sino con el director de la publicación, Mr. Cust.

A las nueve de la noche de un viernes normal (hora de Nueva York), la mayoría de los redactores más importantes se sienten bastante seguros de sí mismos y de su trabajo en el nuevo número, bajan a la planta del edificio del World Reporter y cenan en el restaurante. Pero Mr. Cust actúa de modo diferente. A menos que surja alguna emergencia extraordinaria, él ya no tiene nada que decidir hasta el lunes por la tarde cuando se reúna la redacción para tratar del próximo número. Como accionista principal y director de la revista, no tiene que informar a nadie. Podría, sin menoscabo de ninguna de sus funciones, subir al ático del edificio, cenar con su mujer y sus amistades y después jugar una partida de bridge. Él lo sabe, sabe que los negocios marchan de modo satisfactorio y que él es quien los lleva por buen camino; pero, de todos modos, no está satisfecho. Por lo tanto, en vez de subir al ático, se queda en la oficina y manda traer unos bocadillos de salmón ahumado y una botella de Blanc-de-Blanc. Entonces, con la ayuda de un archivo privado y la atención fija en un tablero operador con los nombres de las agencias de ultramar, procede a nutrir la estima que tiene de sí mismo volviendo locas a las oficinas del extranjero.

Es la única ocasión en que llama directamente a una oficina, y selecciona cuidadosamente a sus víctimas para aquella noche. Suelen ser aquellas (no más de dos o tres, por lo general) para las que ha podido esbozar lo que él llama "sugerencias de planificación".

Le dedica mucho tiempo y mucho esfuerzo mental a preparar dichas sugerencias. Según sus propias palabras, una sugerencia de planificación debe poseer tres cualidades: no debe existir ninguna posibilidad de que el director de la oficina se haya anticipado; tiene que basarse siempre en informaciones obtenidas únicamente por Mr. Cust con su clarividencia acostumbrada; y, finalmente, debe ser tan sorprendente, desconcertante y desesperante que el director de la oficina en cuestión no tenga más remedio que protestar, por lo que Mr. Cust tendrá la satisfacción de reprenderlo. En otras palabras, la sugerencia ha de ser excéntrica, ilógica y perversa.

Dicen que Mr. Cust padece un cierto tipo de perturbación en la circulación cerebral, característica de la senilidad, y que últimamente dicha perturbación se ha acentuado. Puede ser cierto. Ningún director en su sano juicio hubiera dado una orden tan estúpida y maliciosa como Mr. Cust hizo en el caso Arbil.

2

Entré en el despacho de Sy Logan, director de la oficina de París, a las 3, 15 de la madrugada (hora de Francia) de un frío sábado de febrero. Estaba en el despacho cuando sonó la llamada.

La conversación comenzó, como comenzaban siempre tales conversaciones, con unas corteses preguntas de Mr. Cust interesándose por la salud del director de la oficina, la de su mujer y la del resto de su familia. Sy le respondió con la brevedad de rigor, conectó el magnetófono y me indicó por señas que escuchase por el teléfono supletorio de su secretaria.

La voz de Mr. Cust es gruesa y monótona, parece el sonido de los altavoces de un aeropuerto. Aunque molesta un poco al oído, uno tiene que esforzarse por escuchar lo que dice. Además, tiene la costumbre de comer el bocadillo mientras habla, lo cual no favorece mucho la escucha.

– …perfectamente; gracias, jefe -decía Sy Logan.

– Estupendo. Bien, Sy, he estado pensando en el asunto Arbil del mes pasado y en lo que debíamos hacer al respecto.

Hubo una pausa; luego, en el preciso momento en que Sy abría la boca para responder, Mr. Cust continuó:

– Todavía no han descubierto a la chica del bikini, ¿verdad que no?

– No jefe.

– ¡Cristo!

Aunque lo dijo con suavidad, el tono expresaba más que interés por el asunto; sugería que, en cierto modo era culpa de Sy.

– ¿Qué hacemos nosotros al respecto, Sy?

– Bueno jefe…

– No vaya a decirme que hemos publicado el informe de Reuter sobre el asunto, porque ya lo sé. Mi pregunta es: ¿qué hacemos nosotros, Sy?

– Jefe, nosotros no podemos hacer mucho. Hace seis o siete semanas que la chica desapareció. Sus fotos se publicaron en casi todos los periódicos y revistas de Europa. Puede estar en Francia, España, Portugal o Italia. Probablemente esté en Francia, pero la policía no ha conseguido dar con ella, simplemente. Mientras que no…

– ¡Sy!

La exclamación tenía una nota de lamento.

– ¿Diga, jefe?

– Sy, no quiero que Paris Match o Der Spiegel se nos adelanten.

La frase era un típico ejemplo de la técnica de pinchar utilizada por Mr. Cust. No mencionó Time-Life o Newsweek o News and World Report. Esto daba a entender que no había la menor posibilidad de que dichas publicaciones se adelantaran al World Reporter debido a la incesante vigilancia de la oficina de Nueva York; en cambio, la oficina de París, con sus lentos movimientos, podía permitir que los competidores franceses o alemanes le sorprendieran. Como ya les habían sorprendido recientemente en dos ocasiones, la advertencia resultaba especialmente molesta. Sy dio un salto para organizar su propia defensa.

– ¿Adelantársenos en qué, jefe? -preguntó con intención-. No podemos hacer nada todavía. No hay ninguna posibilidad. Hasta que la policía descubra a la chica o ella decida entregarse, el asunto está en una vía muerta.

– ¿Está en una vía muerta, Sy, lo está? Yo creo que ésa es una suposición peligrosa para nosotros.

Mentalmente vi a Mr. Cust colocando a su huesudo índice contra la nariz.

– Bueno, si no está muerto, al menos está dormido.

– Muy gracioso, Sy, pero no me entiende lo que quiero decir. Nosotros sabemos que hay un trasfondo político en el asunto. También sabemos que la incapacidad de la policía para descubrir a la joven se debe a razones políticas. ¿O es que usted no lo sabía?

– Yo sé que el asunto tiene conexiones con la izquierda.

– Son más que simples conexiones con la izquierda.

– Son más que simples conexiones, Sy. He conseguido algunas pruebas bastante sólidas de que son hechos.

– ¿Qué tipo de pruebas, jefe?

– No voy a entrar en eso ahora. Le diré simplemente que la C.I.A. está muy interesada -otra típica estratagema-. Y nosotros debemos interesarnos también. Creo que debemos echarnos a la calle antes de que alguien lo haga por nosotros.

Sy carraspeó.

– Lo siento, jefe, pero no entiendo bien lo que acaba de decir. ¿Con la palabra "encontrar" quiere decir…?

– Quiero decir lo que digo: encontrarla. Hasta que la encontremos no podemos publicar su versión de los hechos, ¿verdad?

En la última frase había una nota de impaciencia.

Para mí todo resultaba casi absurdo. Yo había estado en Portugal haciendo entrevistas a personajes reales exiliados cuando empezó el caso Arbil. Según mis noticias, un hombre llamado Arbil había sido asesinado en Suiza y la policía buscaba a una chica con un bikini que había sido testigo del crimen.

Sy había estado manoseando un cigarrillo. Ahora hizo una pausa para encenderlo antes de contestar.

– Estoy totalmente de acuerdo, jefe. Si la encontramos, seguro que publicaríamos su versión de los hechos.

– Estupendo. Y bien, ¿a quién va a encomendar el asunto?

Sy dejó el cigarrillo un momento.

– Bien, si le he de ser sincero, jefe, de momento no tengo pensado encargárselo a nadie -al otro lado hubo un silencio mortal.

Sy continuó en tono hosco:

– Antes de entrar en esta organización -dijo-, yo trabajaba en la prensa diaria.

– Y con gran eficiencia, por cierto -concedió afablemente la voz del otro lado.

Pero la frase tenía una nota de sorna. Mr. Cust empezaba a divertirse.

El cogote de Sy se puso rojo.

– Con eficiencia o sin ella -continuó lentamente-, una de las primeras cosas que usted me dijo era que debía cambiar de mentalidad. Aún recuerdo algunas de las cosas que me dijo. "Nunca intente trabajar como si fuera para un diario." Ésta fue una. ¿Y qué más? "Somos un semanario; no podemos competir con los diarios ni con la televisión. Ellos recogen las noticias. Nosotros las interpretamos y las convertimos en historia." Es un poco tarde para cambiar las reglas de juego, ¿no cree?

– Nadie trata de cambiar las reglas, Sy -el tono meloso de la voz delataba un evidente regodeo-. Tratamos simplemente de desplegar un poco de imaginación para llevar a cabo un trabajo. Al menos eso es lo que yo intento, y espero que usted también. Ahora, piense un momento. Los chicos de la prensa diaria ni siquiera han descubierto el barrunto de una pista. ¿Por qué no? Porque lo único que han hecho es dar vueltas como moscas alrededor de la policía francesa. Nosotros sabemos que la policía ha llevado el asunto con torpeza. Ya es hora de que actuemos por nuestra cuenta.

Sy Logan se mostró todo lo beligerante que su prudencia le aconsejó.

– Que actuemos ¿cómo? -dijo secamente.

– Usted conoce a su propia gente mejor que yo. ¿Dónde está Parry ahora?

– En Bonn asistiendo a las conversaciones. Usted me dijo que lo enviase allí, ¿se acuerda?

– Sí, es cierto.

Intentaba, sin conseguirlo, dar la impresión de que se había olvidado.

– Jefe, lo que trato de explicarle es que perdemos el tiempo. Todas las grandes agencias de noticias destacaron a sus mejores hombres para trabajar en este caso, y lo han dejado. En cuanto a la policía, poco nos importa su actitud. Si lo han intentado realmente y no han conseguido nada, poco podemos esperar nosotros. Si saben dónde está y lo ocultan, tampoco podemos esperar mucho.

– ¿Ni siquiera si yo le digo dónde buscar?

Uno casi podía ver su fatua sonrisa al hacer la pregunta.

Sy se quedó parado por un segundo, pero se recobró rápidamente.

– ¿Es una información de la C.I.A. jefe, o no puede decírmelo?

– Desgraciadamente tiene razón; no puedo decírselo y, desde luego, por teléfono menos. Tendrá toda la información que necesite en la bolsa, mañana. Bien, ¿a quién piensa encargar el asunto? ¿Qué hace ahora ese neurótico alemán que tiene usted ahí?

Sy trasladó el teléfono de su mano derecha a la izquierda.

– Me parece que con esa descripción no sé a quién se refiere, jefe -dijo al cabo de un momento.

– ¡Oh, por el amor de Dios! El que hizo aquel artículo nauseabundo sobre la sala de fiestas. Pete no sé qué…

Sy clavó en mí sus ojos demacrados.

– Si se refiere a Piet Maas, puede preguntárselo usted mismo, jefe. Está escuchando por el supletorio.

– Y no soy alemán, sino holandés -dije yo.

– Mis disculpas. Holandés, eso es -pero no retiro lo de neurótico-. Bueno, pues…

Yo le corté:

– Será mejor que le diga antes de nada, Mr. Cust, que eso de jugar a los detectives no me va nada bien.

– Y yo estoy de acuerdo -añadió Sy-. Lo que nosotros necesitamos…

– ¿Quién habla de jugar a nada? -baló Mr. Cust-. Se supone que trabaja para nosotros, ¿verdad? ¿cuál es su misión actual?

– La situación al día de la producción de automóviles en el Mercado Común, jefe -respondió Sy con rapidez-. Los últimos hechos y cifras y los proyectos de crecimiento durante los tres próximos años.

En realidad yo estaba trabajando en un artículo sobre los pintores franceses comprados últimamente por los museos de arte americanos; pero Sy intentó lanzar un farol para despistar. Mr. Cust es contrario al Mercado Común y la política del World Reporter es atacarlo. Naturalmente, la oficina de París en una de las principales fuentes de municiones para la campaña y Sy había utilizado con éxito este hecho para contrarrestar anteriores presiones de la oficina de Nueva York.

Pero esta vez no tuvo éxito. Mr. Cust titubeó simplemente.

– ¿Quién ha pedido esto?

– Dan Cleary.

– Bien, yo hablaré con él. De momento, puede olvidar eso. Esto tiene máxima prioridad.

Sy jugó su última carta.

– Jefe, si esta confidencia es tan sensacional como usted dice, creo que deberíamos mandar venir a Bob Parsons de Roma, o quizás encargarme yo mismo del asunto. Al fin y al cabo, Piet Maas es fundamentalmente el investigador…

– Eso es exactamente lo que usted necesita, Sy, un investigador -la voz tenía ahora un acento de resolución definitiva-. Pete, sáquese el pelo largo de delante de los ojos, coja la burra y busque la chica del bikini. Sy, usted ayúdele a encontrarla. ¿De acuerdo?

Sy murmuró algo y la conversación terminó. Apagó el magnetófono y me miró.

Sy Logan tiene el pelo gris y anda por los cuarenta y tantos. Tiene la cabeza larga y estrecha y una mirada fría. Siempre huele a loción de afeitado. No me cae simpático, yo a él tampoco. Y nunca trabajé para la prensa diaria, no correspondo a su idea de un profesional. Me eduqué en Inglaterra durante la guerra y, aunque había adquirido ciertas costumbres americanas desde que trabajaba en la oficina, hablaba inglés con acento británico. Y, por supuesto, estaba, además, mi historia personal. Sy trataba de fingir que no existía, pero de todos modos se sentía incómodo.

Al cabo de un segundo, se encogió de hombros.

– Lo siento, Piet. Hice lo que pude. Pude seguir discutiendo para disuadirle, pero no hubiera servido de nada.

En esto tenía razón.

Sy era segundo de a bordo cuando Hank Weston, el antiguo director de la oficina, me había contratado como investigador. Había sido pura amabilidad por parte de Hank. En aquel momento, yo necesitaba de mala manera que alguien me contratase y hubiera aceptado un trabajo de botones si alguien me lo hubiera ofrecido. La cosa de la investigación no habría durado mucho. Si uno sabe escribir simplemente, escribir para el World Reporter es una técnica fácil de aprender. Al cabo del primer mes, Hank me admitió como fijo con un contrato por un año.

Los problemas empezaron poco después, cuando Hank se fue a Washington con un empleo en la U.S.I.A. y Sy se hizo cargo de la oficina.

De vez en cuando y con cierta frecuencia, el World Reporter toma conciencia del mundo y se alborota moralmente. El enemigo es siempre calificado de "enfermedad espiritual de nuestro tiempo" y el método seguido por el World Reporter para librar la batalla en favor del bien consiste en echar una mirada atenta, curiosa y autosuficiente a cualquier fenómeno social considerado como sintomático de dicha enfermedad. La delincuencia juvenil de uno u otro tipo siempre ofrece material abundante, naturalmente; pero tiende a hacerse monótona. Con la idea de variar un poco mediante la presentación de alguna depravación de adultos, una depravación europea especialmente, Sy me envió a explorar los Nachtlokale de Hamburgo.

Encontré mucha depravación del tipo normal, triste y deprimente; pero, por desgracia, también descubrí algo que me divirtió.

El lugar era un club nocturno de travestí, con un espectáculo a base de hombres vestidos de mujer. Hubiera sido una cosa corriente, a no ser por un detalle: el artista principal del espectáculo resultaba extraordinariamente convincente.

Habitualmente, en estos casos suele notarse que se trata de hombres: los falsos pechos están colocados demasiado altos, el abultamiento de las pantorrillas no está en su sitio, la barba asoma azuladamente a través de la capa de maquillaje. Aquel hombre, sin embargo, parecía una mujer y una mujer muy atractiva, divertida y dotada de talento para el espectáculo. El oficial de un barco, bastante borracho y simplemente heterosexual, que había entrado por equivocación en aquel lugar, se entusiasmó tanto que, cuando al fin un camarero se creyó obligado a decirle que la estrella no era una mujer, le replicó gritando:

– Me importa un bledo lo que sea… ¡quiero ir a la cama con eso!

Yo cometí la equivocación de comentar el incidente, añadiendo que el individuo contaba con mi simpatía. Pensé que esto divertiría al personal de la oficina, y así fue; por lo tanto, en vez de cortarlo, lo dejaron pasar para que divirtiese a la gente de Nueva York. Pero ocurrió que Mr. Cust lo leyó y no le hizo ninguna gracia.

Decidió abrir una investigación en torno a mi persona.

Lo que Mr. Cust esperaba, y probablemente deseaba, era sin duda descubrir que yo era homosexual. La homosexualidad le pone furioso. En vez de eso, se enteró que yo había sido director y copropietario de Ethos, una revista experimental de noticias internacionales que había terminado en bancarrota, y que yo había pasado varios meses en un sanatorio mental francés tras un intento de suicidio. Los investigadores, una casa francesa de detectives privados, habían conseguido sonsacar a las autoridades del sanatorio el hecho de que yo había recibido un tratamiento a base de electrochoques.

Ocurre que Mr. Cust se pone tan furioso cuando oye hablar de bancarrota y de enfermedades mentales como cuando oye hablar de homosexualidad. Yo había terminado. Si Hank Weston no hubiera aceptado el empleo de Washington, probablemente hubiera terminado también, por haber contratado a un hombre con mi historial.

Pronto llegaron aquí las noticias de lo que ocurría conmigo y entonces le dije a Sy que deseaba irme. Pero en el World Reporter las cosas no son tan sencillas. Mr. Cust es un dios orgulloso y, en aquel momento, a mi contrato aún le faltaban cinco meses para expirar. En el seno de aquella organización, si uno tiene un contrato en firme, no puede romperlo, sean cuales sean las circunstancias. Si uno se va antes de que el contrato expire, se ha de ir, no porque así lo desee, sino porque Mr. Cust lo ha despedido por incompetencia; y si la incompetencia no es real, entonces hay que inventarla.

Sy sabía esto tan bien como yo.

– ¿Qué ocurriría si me niego? -pregunté yo.

– Si haces eso, Piet, quedas suspendido de empleo y sueldo. Y además no puedes trabajar para otro semanario hasta que expire tu contrato con nosotros. Naturalmente, si quieres tomarte unas vacaciones de cinco meses sin cobrar, adelante.

Yo no podría vivir cinco semanas sin sueldo y mucho menos cinco meses. Esto también lo sabía Sy.

– Lo siento, Piet -repitió-. Naturalmente, recibirás toda la ayuda que pueda darte.

Naturalmente. Mi fallo desacreditaría a la oficina hasta cierto punto. Además, se le había dicho que procurase que no fallara. Siempre era posible que también él recibiera un correctivo; tal vez por no haber advertido antes a Nueva York de mi incompetencia. Desde luego no lo despedirían por culpa de mis errores, pero podían ponerle una marca negra junto al nombre.

– Supongo que esa información confidencial que nos envía no tiene absolutamente ningún valor, ¿no crees? -dije yo.

– No necesariamente.

– Pero es probable.

Sy suspiró.

– El viejo no es tonto del todo.

– Empiezo a ponerlo en duda.

Ya sé que lo piensas. Supervaloras tu propia importancia, Piet. Todo el mundo sabe que no ganarías un concurso de popularidad de estar el viejo en el jurado, y todo el mundo sabe también que el muy cretino puede ser vengativo, pero sigue siendo un profesional. A sus oídos llegan multitud de rumores de alto nivel, procedentes de personas que consideran que vale la pena hacerle favores. Si dice que sabe dónde se oculta la chica, lo más probable es que tenga algo. Puede que no sea bastante, pero será algo. Le gusta jugar a las corazonadas. Además, siempre hay una remota posibilidad, ya sabes.

– Ya sé, ya. No apostarías nada por dicha posibilidad, a no ser ese billete roto de diez francos del que de todos modos estabas decidido a deshacerte.

Sy se encogió de hombros.

– No te hagas mala sangre, Piet. Ya oíste lo que te dije. Y también oíste lo que él me dijo a mí.

Y continuó hablando rápidamente antes de que yo tuviera tiempo de contestarle; ya que estaba cansado de mí por aquella noche.

– Te diré lo que debes hacer. Aquí tenemos todo un dossier sobre el caso, con recortes, fotos y el reportaje de la Reuter. Llévatelo a casa y duerme un poco. Luego, léelo y ven a verme aquí a las doce y media. A esa hora ya tendremos aquí el correo de Nueva York. Cuando sepamos de qué se trata, podremos trazar un plan de acción. ¿De acuerdo?

3

Regresé al apartamento de la Rue Malesherbes y me tomé dos pastillas para dormir. Pero no me hicieron efecto.

Al cabo de una hora, me levanté y tiré por el lavabo el resto de las pastillas. Era una simple precaución. Ahora nunca compraba más de veinte cada vez, aun cuando las adquiría en el mercado negro, y en el frasco sólo había una docena o así; no eran suficientes realmente. Se necesitan treinta por lo menos para que la cosa vaya bien; si no es así, el estómago se deshace de la mayoría de ellas. Y luego viene el largo y repugnante retorno a la vida y la tutela del psiquiatra. No quiero volver a pasarlo otra vez; pero me conozco y prefiero no correr el riesgo. En las horas grises de la madrugada de un mal día, podría ser lo bastante estúpido para cometer el mismo error por segunda vez.

Hice un poco de café y hojeé el informe que Sy me había dado.

Los primeros artículos sobre el caso Arbil habían aparecido en los diarios suizos y estaban incluidos en el dossier, pero en su mayoría eran incompletos y contradictorios. El artículo más completo había aparecido en un semanario francés ilustrado que se llama Partout.

Tenía por título, con letras dibujadas en forma de bala de revólver, MISTERIO EN ZÜRICH. Debajo había un subtítulo, incrustado en un dibujo rojo al pincel representando un coche que bajaba a todo gas una carretera de montaña con una chica desnuda al volante: Toda Europa busca a la hermosa francesita del bikini, la clave del misterio.

A Partout le gusta dramatizar. Los hombres que trabajan allí cultivan un estilo declamatorio, sensacionalista. Además, trabajan en equipo. Aunque el artículo aparecía con una sola firma, era evidente que en él habían colaborado, como mínimo, tres escritores diferentes. La introducción era obra de alguien con opiniones izquierdistas y un desafortunado gusto por el presente histórico. Se parecía a los subtítulos de una vieja película muda.


LUGAR: Zürich, Suiza.

FECHA: 10 de enero.

HORA: las 10 de la noche.

Es una fría noche de invierno. Ante el tablero de mandos de la central eléctrica está sentado el vigilante de servicio, Martín Brünner (43 años). Sus ojos pestañean sin cesar hacia los contadores e indicadores del panel de control que está ante él, mientras bebe a sorbitos su taza de chocolate.

Durante el día hubo un deshielo parcial seguido de una fuerte helada. Espera que haya problemas.

¡Pero no el tipo de problemas con los que en realidad se va a encontrar!

De pronto se enciende una luz de alarma.

¡Alarma!

Los dedos del vigilante se mueven veloces y precisos. La luz de alarma indica una interrupción del servicio en el distrito acaudalado de Zürichberg: hay un corte en la centralita de un transformador. En el espacio de unos cuantos segundos, el vigilante ha efectuado las conexiones necesarias para restablecer el servicio en la zona, a pesar del corte.

A los ricos no se les deben causar molestias.

Por lo tanto, hay que poner en movimiento a los chicos.

El vigilante Brünner sospecha que es culpa de un aislador.

Debe salir a efectuar la reparación la cuadrilla de trabajadores que está de guardia. El vigilante da la orden. Un minuto más tarde, los chicos están en camino, echando maldiciones por lo bajo, hacia el sitio del corte.

Al frente de la cuadrilla va Hans Dietz, treinta y seis años casado y con dos hijos. Va sentado junto al conductor de la furgoneta de reparaciones. Los otros dos miembros de la cuadrilla van atrás, junto a las herramientas y aparejos.

La centralita está situada bajo la cresta de una elevada colina, cerca de uno de los radares exteriores del aeropuerto internacional de Kloten-Zürich. Para coger la corta pista que los llevará allí, tienen que subir por la Waldseestrasse, una sinuosa carretera de montaña, con un precipicio hacia un lado y los muros que cierran el terreno circundante de unos cuantos viejos chalets por el otro.

La entrada del número 16, Villa Consolazione, está situada en una curva en forma de horquilla. Como medida de seguridad, el Ayuntamiento colocó un gran espejo en el lado del lago para que el tráfico de bajada pudiese ver en la curva los coches que entran o salen del chalet.

Esta noche, sin embargo, el espejo está empañado por la helada.

Al subir, los trabajadores de la central eléctrica no encuentran ningún coche en la carretera. Es bastante suerte, porque la nieve helada está amontonada a ambos lados de la calzada y sería difícil pasar. La superficie está resbaladiza y tienen que ir con mucho cuidado. La Villa Consolazione casi no se ve desde la carretera. No se han fijado si hay o no reflectores encendidos en el jardín del chalet.

¿Por qué se iban a fijar? Ellos van a su trabajo.

Llegaron a la centralita un poco antes de las once de la noche. Les lleva unas dos horas localizar y reparar la avería. Una vez realizado el trabajo, Dietz informa al vigilante a través del radioteléfono de la furgoneta y le pide que haga una prueba. Es ahora la una y treinta y cinco minutos. Tres minutos más tarde, tras asegurarse de que todo funciona perfectamente y de que la centralita ha sido conectada de nuevo con la red de servicio, la fatigada cuadrilla empieza a cargar de nuevo la furgoneta para el viaje de vuelta. Son casi exactamente las dos de la madrugada cuando llegan de nuevo a la Waldseestrasse.

Bajan con toda la precaución posible, igual que al subir, a 10 kilómetros por hora.

¡De pronto, Dietz ve el peligro frente a él!

Un coche se dirige hacia la salida de Villa Consolazione. ¡Y sale a una velocidad de locos! Ve los reflejos de sus focos delanteros en la nieve amontonada. ¡Dios mío! lanza un grito de alarma al conductor de la furgoneta. Pie al freno. El conductor aprieta el pedal a fondo.

¡Demasiado tarde! La pesada furgoneta se desvía de costado y luego se desliza hacia adelante sobre el hielo con las cuatro ruedas trabadas. Un instante más tarde, el coche sale de la entrada del chalet, patina sobre la calzada y pasa rozando el morro de la furgoneta.

No fue más que una rozadura y al coche poco le afecta.

Pero para la camioneta que bajaba patinando es un auténtico desastre. Da un bandazo de costado, tropieza contra una de las piedras que forman el batiente del portalón del chalet, se sube al montón de nieve acumulada a lo largo del muro y avanza sobre él rozando la pared. Finalmente se para contra el otro banco de nieve, al lado del lago.

El coche que había salido del chalet sigue corriendo colina abajo. Pero en el momento del impacto, Dietz ha visto claramente el coche y el conductor a la luz de los focos de la furgoneta.

El coche es un Mercedes negro 300 S.

Lo conducía una joven.

Ni Dietz ni el conductor han sufrido heridas graves. Los obreros que iban atrás, sin embargo, han sido menos afortunados. Uno se ha roto la clavícula, el otro tiene una herida en la cabeza que sangra de mala manera y necesita puntos. Mientras el conductor presta los primeros auxilios a los heridos, Dietz se sube a la cabina y trata de utilizar la radio.

Está intacta y puede llamar al vigilante Brünner y contarle lo que ha ocurrido. Cuando el vigilante le contesta para decirle que están en camino una ambulancia y la policía, Dietz ha tenido tiempo de pensar.

No pudo coger la matrícula del Mercedes, pero como salió de Villa Consolazione, supone que aquí habrá alguien que conozca el nombre de la conductora y dónde encontrarla. Decide subir al chalet y pedir los datos.

– Mejor que espere a la policía, Hans -le sugiere el vigilante Brünner.

Pero no. Dietz empieza a sentir sus magulladuras y está enfadado. Va a conseguir el nombre de aquella loca.

Así que sube solo al chalet.


En este punto, Partout, dejándose llevar por el ulterior desarrollo de los acontecimientos, comienza a describir los pensamientos de Dietz mientras se acercaba al chalet. Además, le conceden una extraña facultad de tener presentimientos que le hacen titubear.

Según el relato de un reportero local, Dietz subió a trompicones hasta la mitad de su camino, perdió pie en la nieve helada y decidió que quizás el vigilante tuviera razón, así que se dio la vuelta.

Los que llegaron al chalet minutos más tarde fueron dos policías de tráfico procedentes de un coche patrulla.

Había una fotografía del chalet. Era un edificio de dos pisos, imitando un castillo al estilo de los años veinte, con dos pequeñas torretas. Cuando los policías llegaron junto a la casa, encontraron el lugar sumido en la más profunda obscuridad. Las puertas del garaje estaban abiertas, dejando espacio para que pasaran dos coches. Uno de los sitios estaba vacío y en la nieve exterior había huellas frescas de neumáticos; en el otro sitio había un viejo Citroën tipo 2 CV. Los policías abandonaron el garaje y se dirigieron a la entrada del chalet. La puerta estaba abierta.

Tocaron el timbre varias veces sin recibir ninguna respuesta. No tenían ninguna autoridad para entrar sin ser invitados a ello. Al cabo de un rato, uno de ellos dio una vuelta alrededor de la casa a ver lo que había por allí. Regresó, unos minutos más tarde, con un hombre de edad llamado Bazzoli. Bazzoli y su mujer, María, eran los criados del chalet y vivían en una casita a unos cincuenta metros de distancia, junto al huerto.

El viejo estaba en cama totalmente dormido y ahora temblaba, alarmado y quejumbroso. Al principio, la policía no pudo hacerle ninguna pregunta; estaba demasiado ocupado en bombardearlos con las suyas. ¿Por qué estaban apagados los grandes reflectores? Tenían que estar encendidos durante toda la noche; esas eran las órdenes de Herr Arbil. ¿Y dónde estaba el coche de Herr Arbil? ¿Por qué estaba abierta la puerta de la entrada? Debería estar cerrada con llave y con la cadena puesta, como siempre. ¿Dónde estaba la señora Arbil? ¿Qué había ocurrido?

Mientras tanto, había entrado en la casa y al instante resultó evidente que aquí había ocurrido algo muy grave y que la identidad de alguien que había huido después de un accidente pasaba a segundo plano.

En la gran sala de estar, estaban abiertos todos los cajones, todos los armarios y todos los aparadores, y su contenido volcado por el suelo. Lo mismo ocurría en el comedor. En la biblioteca, todos los libros habían sido tirados de los estantes. Incluso la cocina había sido registrada.

En el piso superior, la situación era distinta en un solo aspecto. En una de las habitaciones estaba, tendido en el suelo, el cuerpo semidesnudo de un hombre a quien Bazzoli identificó como Herr Arbil. Le habían disparado tres tiros, dos en el estómago y uno en la nuca.

En este punto, el relato de Partout se hacía más tenso, la narración correspondía ahora a un reportero de sucesos con una visión más concreta de los hechos.


Uno de los policías de tráfico telefoneó a la comisaría. Los inspectores, que llegaron poco después, echaron un rápido vistazo a la escena, interrogaron brevemente a Dietz, Bazzoli y su mujer y llegaron a la conclusión que, en aquel momento, parecía la única posible.

Arbil y su mujer habían tenido una discusión violenta durante la cual uno de ellos había registrado toda la casa buscando algo oculto (dinero, joyas, cartas de un amante, un arma). En el punto álgido de la discusión, la mujer había matado al marido y luego había escapado en el coche de él.

A las tres y cinco de la madrugada, el comisario de guardia en la jefatura de policía de Zürich dio una orden general para detener a Frau Lucía Arbil. Bazzoli había facilitado el número de matrícula del Mercedes, y ésta empezó a circular igual que la descripción de la chica. Se alertó especialmente al cercano puesto fronterizo de Koblenza.

Cuatro horas más tarde se encontró al Mercedes en el estacionamiento del aeropuerto internacional. Se examinó inmediatamente las listas de pasajeros de salida, pero en ninguna de ellas figuraba ninguna Frau Arbil. Sin embargo un empleado del mostrador de la Swissair recordaba haber vendido un billete a una joven que correspondía a su descripción. Había sido para el vuelo regular de las seis de la mañana a Bruselas. Había presentado un pasaporte francés a nombre de Mademoiselle Lucía Bernardi.

La policía estaba en un apuro ahora. El tratado de extradición entre Suiza y Bélgica exige que se presenten pruebas muy fuertes antes de que la persona acusada sea detenida y devuelta para que se la juzgue en el país donde se cometió el crimen. Antes de que Zürich pudiera pedir a Bruselas que actuase, tenían que estar seguros que Frau Arbil y Mademoiselle Bernardi eran la misma persona.

La respuesta la dio el departamento de registro de extranjeros. Contrariamente a lo que Herr Arbil había dicho a los Bazzoli, no existía ninguna Frau Arbil. Lucía Bernardi había sido su amante.

Sin embargo, hasta las diez de la mañana no se pudo asegurar esto, y a dicha hora el avión de Bruselas hacía mucho que había aterrizado y sus pasajeros se habían dispersado.

A última hora de la tarde, el Bureau Central belga llamó para informar que una mujer que correspondía a la descripción de Lucía Bernardi había alquilado un coche en el aeropuerto de Bruselas para que la llevase a Namur. Se creía que había cogido el tren para Lille.

Si esto era cierto, Zürich se enfrentaba ahora con un nuevo problema. A los franceses no nos gusta conceder la extradición a nuestros propios compatriotas. El juicio por el asesinato tendría que celebrarse en Francia.

Si es que ella había cometido el crimen, claro.

En aquellos momentos, el comisario Mülder, jefe de la policía criminal del cantón de Zürich, tenía serias reservas al respecto. Había recibido los resultados de la autopsia sobre el cuerpo de Arbil y todo el caso estaba en el aire.

Según los médicos, Arbil había sido amordazado y atado antes de los disparos. Además le habían torturado. El estado de los testículos dejaba poca duda al respecto.

Es más, las dos balas de revólver que le habían alcanzado el estómago eran de calibre diferente al de la nuca.

La única arma encontrada en el chalet era una pistola Parabellum propiedad del muerto ¡y no había sido disparada!

Dos revólveres de distinto calibre sugerían dos personas. Los técnicos del laboratorio criminal pudieron afirmar que el registro había sido efectuado por dos hombres. Uno tenía guantes de algodón, el otro los tenía de piel. Habían forzado una claraboya del techo para entrar.

¿Quiénes eran?

Evidentemente, no unos ladrones vulgares, porque no habían robado nada al parecer.

Entonces, ¿quién era Arbil?


Un tercer miembro del equipo daba la respuesta a esta pregunta. Utilizaba la frase larga y tenía un estilo suavemente sardónico. Parecía mayor que los otros dos.


El nombre completo del muerto era Ahmed Fathir Arbil y era iraquí. Era refugiado político.

Tres años antes, el entonces coronel Arbil había asistido como delegado del Irak a la conferencia internacional de jefes de policía celebrada en Ginebra. La conferencia se hallaba en pleno desarrollo cuando el gobierno de Bagdad del brigadier Abdul Karem Kassin se vio amenazado por una rebelión militar en la zona de Mosul. La rebelión fue sofocada tras encarnizada lucha, y seguida por las ejecuciones de los líderes instigadores. En vez de regresar a su patria al término de la conferencia, el coronel Arbil pidió asilo político a las autoridades suizas, alegando que si regresaba al Irak en aquel momento sería fusilado inmediatamente.

Según él, la razón de aquella súbita caída en desgracia eran sus simpatías, públicamente conocidas, hacia el movimiento nacionalista kurdo instigador de la rebelión del Mosul. En apoyo de su solicitud, enseñó una orden en la que se le pedía que regresara inmediatamente a Bagdad; dicha orden le había sido transmitida por la Legación iraquí en Berna. Aunque el tono de la misma era formal, ni su rango militar ni su título de Director de los Servicios de Seguridad figuraban en la misma. Se aceptó la significación de dichas omisiones y se le concedió el asilo que pedía, con la condición de que se abstuviera de toda actividad política mientras estaba en Suiza.

Hasta un año antes de su muerte, su residencia en Suiza había pasado relativamente inadvertida. Al contrario de muchos otros refugiados políticos, Arbil nunca había tenido escasez de dinero. Cuando adquirió Villa Consolazione y los propietarios le pidieron referencias bancarias, no tuvo ninguna dificultad en demostrar su solidez financiera. Se suponía que sus ingresos procedían de algún negocio que su familia poseía en el Irak. Nunca había desempeñado ningún tipo de empleo, pagado o no pagado, ni había mantenido ninguna actividad política. Había declarado que estaba trabajando en una historia de los kurdos; pero nadie se lo había tomado demasiado en serio. La mayoría de los refugiados políticos piensan escribir libros, o eso es lo que dicen, por lo menos. En el caso de Arbil, pronto empezó a resultar evidente que su vida social le ocupaba la mayoría del tiempo.

De tipo delgado y fuerte, con el aspecto aquilino característico de la raza, siempre había causado gran atracción a las mujeres. Por su parte, Arbil sentía predilección por las rubias solteras, atléticas, bien formadas y de unos veintitantos años. Una serie de informes de la "police des moeurs" aseguraban que durante los primeros dos años y medio de su residencia en Suiza había podido satisfacer sus predilecciones con notable frecuencia. Las mujeres nunca eran prostitutas. De todos modos, puesto que ninguna de ellas se había quejado, dado que el asunto se había llevado siempre con discreción y, sobre todo, como se trataba de un extranjero, no se había tomado ninguna medida oficial contra estas faltas morales.

Después, con la entrada de Lucía Bernardi en su vida, sus gustos, así como la situación del chalet, cambiaron súbitamente.

Según el informe de la policía, un resumen del cual se nos permitió consultar, Arbil la conoció en St. Moritz durante la temporada de los deportes de invierno.

Su solicitud pidiendo permiso de residencia en Suiza dice que nació en Niza hace veinticuatro años, que mide un metro cincuenta y cinco centímetros de estatura y que tiene los ojos azules y el pelo castaño. Ocupación: "modiste". Ninguna señal que la distinga.

Un gran número de fotografías suyas, tomadas por el orgulloso Arbil, se han encontrado en el chalet. En la mayoría de ellas está en bikini, aunque hay algunas en las que aparece practicando deportes de invierno también. Con ropa o sin ella, es muy bonita, pero su tipo es delgado, gracioso, de formas muy poco acusadas. Da la impresión de que el hombre que le tomaba las fotos le gustaba, que se sentía muy satisfecha de ser su amante.

De todos modos, la postura del comisario Mülder mostrándose reacio a aceptar que una chica sonriente, con su magnífico aspecto en bikini, pudiese al mismo tiempo confabularse con otros para cometer un crimen, era una simple formalidad. Sus reticencias respecto a la culpabilidad de la joven se basan en las pruebas que acumuló sobre el caso.

Ulteriores interrogatorios de los Bazzoli han revelado hechos sugestivos. Semanas antes, Arbil había tomado una serie de precauciones, extrañas e injustificadas, en opinión de los Bazzoli, contra posibles ladrones. Había instalado reflectores en los jardines del chalet y los mantenía encendidos desde el atardecer hasta el alba mediante un cronointerruptor fotoeléctrico. Había colocado cerraduras especiales en las puertas y en las ventanas de la planta baja. También había pedido a un contratista de obras de Zürich que le hiciera un presupuesto para la instalación de portones accionados eléctricamente.

Cada vez más, parecía que se tratara de un asesinato político y que la víctima hubiera recibido algún aviso previniéndole de que se pusiera en guardia.

¿Quiénes fueron los asesinos, entonces?

Hay pruebas de que utilizaron guantes. Una mancha de aceite en la nieve, cerca de los portones de la entrada de coches, sugiere que vinieron en coche. No han dejado ninguna otra pista. Una investigación entre otras personas de nacionalidad iraquí residentes en el cantón resultó improductiva. El "Chargé d'Affaires" iraquí en Berna se comprometió a averiguar si Arbil tenía algún familiar en Irak que deseara hacerse cargo del cadáver para enterrarlo en su país y arreglar los papeles para la disposición de sus bienes, pero respecto al asesinato guardó silencio. Esto, dijo, era asunto de la policía.

El comisario Mülder hizo todo lo que pudo, pero hay demasiadas preguntas y muy pocas respuestas.

¿Qué papel desempeñó Lucía Bernardi en el asunto? ¿Fue cómplice de los asesinos? Parece poco probable. Con un cómplice así no hubieran tenido necesidad de forzar una claraboya del techo para entrar en el chalet. También tuvieron que provocar un cortocircuito en los reflectores para apagarlos. Ella podía apagarlos desde dentro si hubiera formado parte de la conspiración.

Pero, si no es cómplice, ¿por qué ha huido después que se fueron los asesinos? ¿Qué ha ocurrido realmente en Villa Consolazione aquella fría noche de invierno?

Sólo había, y hay una persona que pueda responder a todas estas preguntas: la propia Lucía Bernardi.

Esto nadie lo sabe mejor que el comisario Mülder. El día 11 de enero por la tarde, veinticuatro horas después del cometerse el asesinato, hizo un ruego a nuestras autoridades policíacas, a través de la Interpol, para que buscaran a Lucía Bernardi y le pidieran que hiciese una declaración.

También invocó la ayuda de la prensa.

¿Resultados hasta la fecha? ¡Nada!

Lucía Bernardi ha desaparecido sin dejar rastro.


A continuación, Partout describía la búsqueda con cierto detalle. La prensa se había puesto a trabajar con empeño, y no sólo en Francia. También había reproducciones de artículos de primera página procedentes de los diarios italianos, españoles y alemanes. La policía francesa parecía haber colaborado bastante. Junto a las fotografías aportadas por Zürich, habían entregado a los medios informativos todo un informe sobre la chica y los resultados de sus últimas investigaciones en torno a ella.

Su padre había sido contratista de electricidad en Niza hasta 1958, fecha en que murió en un accidente de automóvil en compañía de su mujer, en Corniche. Era hija única y heredó los bienes de sus padres, que subían, una vez que el albacea vendió el negocio de contratación, a unos dos millones de francos (viejos), es decir, unos seis mil dólares; dicha cantidad no se le entregó hasta que tuvo veintiún años. Durante cierto tiempo vivió con una tía suya, hermana de su madre, en Menton, y trabajó para un diseñador de sombreros de señora como aprendiza. Cuando cumplió los veintiún años y pasó a su poder el dinero de la herencia, formó sociedad con una mujer de más edad que ella, llamada Henriette Colin. Juntas abrieron una tienda de modas especializada en ropa de playa, en Antibes. Al cabo de dos temporadas resultó que el negocio no pagaba los gastos y lo vendieron. Henriette Colin se fue a trabajar a unos grandes almacenes a Niza. Lucía decidió irse a París. Le quedaba entonces un cuarto de la herencia aproximadamente.

Durante los dos años siguientes, las únicas noticias que se tuvieron de ella son las felicitaciones de Navidad en las que aparece su nombre. Tanto la tía en Menton como Henriette recibieron la misma postal. El primer año procedía de St. Moritz y el segundo de Zürich. Ninguna de las dos mujeres habían intentado entrar en contacto con ella. La tía, pensaba la policía, tenía la sospecha de que su sobrina estaba llevando una vida inmoral y temía que sus sospechas se vieran confirmadas. Henriette Colin (en el relato de Partout había una velada insinuación de lesbianismo) estaba herida porque Lucía la había abandonado súbitamente tras la íntima amistad personal y de negocios. Se habían encontrado otros amigos suyos franceses y su interrogatorio arrojó resultados similares. Las indagaciones en Alemania, Italia y España habían sido totalmente infructuosas.

La conclusión inevitable era que si Lucía Bernardi seguía en Francia, vivía disfrazada, con un nombre supuesto y documentos falsos.

Tal como resumía enfáticamente Partout: en alguna parte (en una cabaña en medio del campo, divirtiéndose en casa de algún hombre rico, o desapercibida entre los millones hormigueantes de una gran ciudad) Lucía Bernardi tal vez lea estas líneas y se sonría. Ella tiene la clave de un misterio. La pregunta es: ¿se presentará para descifrarnos el enigma?

Hasta la fecha, la respuesta era un "no" rotundo.

Entre los datos de la oficina, había algún material biográfico acerca de Arbil, pero sólo dos noticias revestían un cierto interés.

Una nota de agencia citaba la declaración de un funcionario del gobierno de Jordania en la que se decía que indudablemente el asesinato había sido obra de terroristas egipcios.

Un comunicado de Reuter desde Berna decía que el cuerpo de Arbil había sido reclamado por un sobrino suyo que vivía en Kirkuk, Irak, y que sería enviado a Bagdad por avión tan pronto como fuesen arreglados los trámites necesarios.

4

– ¿Has considerado la posibilidad de que pueda estar muerta? -pregunté yo.

– Eso no es una consideración sino un deseo, Piet.

Sy tenía aspecto de estar tan cansado como yo. El avión de Nueva York, en el que venía lo que Mr. Cust llamaba pretenciosamente "la bolsa", llegaría con retraso aquel día y estábamos esperando a que el recadero volviese del aeropuerto.

– Es un modo de desaparecer, y me parece haber leído en alguna parte que, estadísticamente, un alto porcentaje de las personas adultas desaparecidas resultan ser suicidas.

– ¿Por qué iba a suicidarse? Escapaba de algo, estoy de acuerdo; la policía, su responsabilidad como testigo, ¿quién lo sabe? Pero lo logró. Así que, ¿por qué se iba a suicidar?

– La depresión subsiguiente al pánico.

Vi que le molestaba oírme hablar del suicidio con tanta despreocupación, pero de todos modos continué:

– No sabemos mucho sobre ella, naturalmente, pero lo que sabemos es sugestivo. Perdió a sus padres, se enredó con una lesbiana, perdió su negocio y la mayor parte de su dinero y, finalmente, se alejó de sus familiares y amigos. No sabemos si después de esto se dedicó a la prostitución o no. En cualquier caso, termina siendo la amante de un refugiado político que le dobla la edad. Y entonces alguien mata al hombre después de haberlo torturado. No es una historia feliz precisamente.

– Si fuera diez o doce años mayor, apostaría por la idea del suicidio, Piet, pero mira.

Cogió una fotografía del archivo que yo había dejado sobre la mesa delante de mí y me la puso ante los ojos. Lucía Bernardi, con el pelo flotando al viento, estirando los brazos en actitud suplicante, se sonreía hacia la cámara.

– ¿Suicidarse? ¿Ésta? -preguntó Sy.

– "Tenía todo lo que la vida puede dar" es un epitafio bastante corriente.

– Pero no cuando son jóvenes y con esa estampa.

Entró su secretaria con el paquete del correo aéreo procedente de Nueva York.

– Ahora veamos lo que nos dice el amo.

Revolvió entre el habitual barullo de galeradas, fotografías, e informes internos hasta que encontró un sobre sellado con el cuño de confidencial. La secretaria se llevó lo demás para clasificarlo y repartirlo.

Le costó un buen rato abrir el sobre y leer el papel que venía dentro, pero al fin me lo pasó.


El encabezamiento decía: DESPACHO DEL DIRECTOR.

Destino: Oficina de París, a la atención de Logan.

Sobre el caso de la chica desaparecida, Lucía Bernardi, he recibido siguiente información de una fuente confidencial, repito, de una fuente confidencial.

Cuando Arbil conoció y conquistó a, o fue conquistado por, Lucía en St. Moritz, ésta se hallaba en compañía de un hombre, norteamericano al parecer, que decía llamarse Patrick Chase. "En compañía de" quiere decir que residían en el mismo hotel, en habitaciones separadas pero contiguas.

Y ahora ponga atención.

Chase estaba vigilado por la policía suiza como sospechoso por estafa. Se suponía que podían estar él y la Bernardi en combinación y que Arbil fue designado como víctima. La policía de St. Moritz (cantón de Grisons) pidió informes a la Interpol sobre Chase y la Bernardi, pero las informaciones sobre ambos fueron poco concretas. Chase era "conocido" pero "no demostrado", la chica era ''absolutamente desconocida". Sin embargo, al parecer, Chase se dio cuenta de la vigilancia. Cuando aún le faltaban dos semanas para finalizar la reserva de su hotel se largó a Italia. La Bernardi se quedó y se fue con Arbil.

Naturalmente, Zürich habrá recibido toda esta información de los chicos de St. Moritz. Pero lo que no saben, porque la Interpol tampoco lo sabía entonces, es lo siguiente:

"Patrick Chase" es un nombre falso. El individuo es un artista de la estafa que ha venido actuando en Europa durante los últimos ocho años, sobre todo en la Alemania Occidental y en Italia. Aunque criado en Nueva York, por lo que no le resulta difícil hacerse pasar por norteamericano, nació en Francia y es ciudadano francés. Como "Chase" ha sido interrogado en una ocasión; y hace un par de años, el F.B.I. pidió a nuestra Embajada en Bonn que tratase de seguirle la pista.

Pues bien, hace seis meses (a principios de noviembre) hubo ciertos problemas debido a la circulación en Europa de billetes de veinte dólares falsos. Nuestra gente investigó. Durante la investigación fueron a dar con "Chase". Aunque más tarde todo se aclaró, durante un tiempo se sospechó que él había servido como distribuidor. Durante el período de investigación clandestina, se descubrió un detalle interesante. Las indagaciones sobre sus bienes y el examen de su correspondencia revelaron que estaba negociando la compra de una casa en un sitio llamado Séte, en el sur de Francia, a nombre de Phillip Sanger. Tras una ulterior investigación, resultó que este era su nombre real y que había nacido en Lyon, Francia en 1925.

¿Tengo que decirle más?

Sí, tal vez debo hacerlo.

Aunque hace un año aproximadamente que la policía de St. Moritz investigó sobre Chase y la Bernardi, siempre es posible que algún polizonte de Zürich se ponga a repasar todas las pistas del caso y decida hacer algunas comprobaciones con Mr. Chase. Si lo hace, llegará indudablemente a Mr. Sanger porque nuestros chicos archivaron un ejemplar del informe proporcionado por la Interpol. Por todo lo que sabemos, ¡esto puede estar ocurriendo ahora mismo!

No se debe perder ni un momento, ¿eh, caballeros?


No había al final ni firma, ni iniciales. Yo le devolví el papel a Sy y esperé.

– Bueno -dijo él, pensativo-, algo es algo.

– ¿Tú crees? Yo diría que ni siquiera tenemos aquella remota posibilidad de la que tú hablabas ayer.

– Oh, yo no iría tan lejos.

Pasó la mano sobre el papel alisándolo como si esto demostrara la veracidad de lo que decía.

– Da la impresión de que hubiera tenido un soplo. Procedente de alguien del Departamento del Tesoro, diría yo.

– ¿El Departamento del Tesoro da información a la Interpol?

– A veces. Los Estados Unidos no son miembros numerarios de la Interpol, pero el Departamento del Tesoro y la Oficina de Narcóticos mantienen contactos con la organización en cuestiones de falsificación de moneda y tráfico de drogas. Yo diría que el soplo es auténtico. De verdad.

El "de verdad" me hizo reír. Le dije:

– Si anoche hubieras sabido que este soplo era tan sensacional, ¿le habrías sugerido que mandara venir a Bob Parsons de Roma?

Sy desechó la pregunta con un ademán de irritación.

– Muy bien, dejémonos de bromas y tratemos de valorar esto.

Se quedó mirando al papel por un momento antes de continuar.

– En el mejor de los casos diría yo, significa lo siguiente: tenemos una pista que nos puede llevar hasta un amigo de la chica que vive en Francia y que muy bien pudo, recordando viejos tiempos, mostrarse dispuesto a prestarle ayuda para que se escondiera de la policía. Por otra parte, el individuo es un sinvergüenza, por lo que el recuerdo de viejos tiempos no significarían nada para él en la medida en que pudiese haber algún riesgo de verse mezclado con la policía. Todo el asunto resulta harto improbable, pero creo que vale la pena intentarlo. ¿Tú qué piensas?

– Nada constructivo.

Sy suspiró.

– Escucha, Piet, antes me preguntaste si yo hubiera hecho venir a Bob Parsons desde Roma para seguir la pista de un soplo como este. Francamente te diré que no. Tenemos un corresponsal en Marsella y lo más probable es que le hubiera encargado que hiciese las averiguaciones oportunas. El caso es que el viejo te ha encargado a ti esta faena. Los dos sabemos por qué: porque quiere demostrar que eres un incompetente. Muy bien, pues no dejes que lo haga. Él no espera milagros de ti. Todo lo que tienes que hacer es encontrar a ese Sanger y asegurarte de que no puede conducirnos a la chica. Así, los dos estamos a salvo. ¿De acuerdo?

– ¿Y cómo sugieres que lo consiga?

– Eso está mejor, muchacho -dijo mirando su reloj-. Hay un avión para Marsella a las seis o a las siete. Dile a Antoinette que te coja un billete y te reserve una habitación para la noche en un hotel. Por la mañana, alquila un coche, dirígete a Séte y empieza a investigar.

– Mañana es domingo. La mairie estará cerrada.

– Al diablo con la mairie. Sería igual que si fueras directamente a la policía y le dijeras a lo que vas. No, empieza por los cafés y las gasolineras. No digas que eres periodista. Podría correrse la voz y algún periodista local empezaría a meter la nariz. Inventa un cuento. Di que eres inspector de seguros que busca a un testigo desaparecido. Tu francés es bastante bueno para eso. O di que tratas de encontrar a un viejo mozo del ejército. Tal vez esto les guste más.

– ¿Y si no saco nada?

– Tantea en los almacenes. No es un sitio grande, diablos. Alguien tiene que conocerlo.

– ¿Tenemos algún conocido en el Quai des Orfevres?

– ¿Por qué?

– Lo que me gustaría saber es si eso de que la policía no quiere meterse a fondo en este asunto es cierto o no.

– ¿Y eso qué importa?

– Supongamos, siempre hay la remota posibilidad, que la Bernardi estuviera realmente oculta con Sanger. Supongamos que la policía lo sabe pero que tiene órdenes de arriba de olvidarlo. No nos importan las razones ahora. Sanger disfrutaría de una especie de protección policíaca. Si lo encuentro y si logro hablar con él, me gustaría saber con quién voy a encontrarme: con un sinvergüenza a la defensiva, o con un ciudadano de apariencia virtuosa que puede mandarme al infierno.

Sy lo pensó por un momento y luego meneó la cabeza.

– No te falta razón, pero no creo que nos sirviese de mucho llamar al Quai des Orfevres. Conozco bastante bien al Director Adjunto, pero también conozco la respuesta que me daría. "Ha leído usted los periódicos mal informados, mon cher. Es cierto que ya no nos rompemos la cabeza con este asunto. La chica está reclamada por nuestros colegas suizos para interrogarla, y hemos hecho todo lo que hemos podido para complacerles. Pero ahora creemos que ha conseguido una nueva documentación y que se ha ido a Italia" -Sy meneó la cabeza de nuevo-. No, si las cosas llegan a este extremo, Piet, creo que tendrás que tocar de oído.

Siempre dice a la gente que toque de oído, y la expresión siempre me irrita. Prefiero tocar con la partitura delante.

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