Capítulo 5

1

Faltaba muy poco para las diez y yo me estaba tomando mi segundo café.

Había decidido quedarme en mi habitación durante casi toda la mañana y después ir a coger el coche y comprarme un sombrero. Estaba seguro que Skurleti estaría fuera trabajando en su lista de casas; y, como yo le había dado dos direcciones en Cagnes, había una posibilidad de que su visita a dicho lugar coincidiese con mi cita con Lucía. Si por casualidad me veía pasar conduciendo, un sombrero haría que fuera más difícil de reconocerme. También podía ponerme gafas de sol, pero lo haría únicamente si, sabia decisión por mi parte, despejaba la niebla matutina y salía el sol.

Lo último que había llevado en la cabeza había sido una gorra de escolar en Inglaterra. Me preguntaba vagamente qué tipo de sombrero me compraría (fieltro o paja, bueno o barato, de color claro u oscuro) cuando sonó el teléfono.

El sonido del aparato me hizo dar un salto. La única persona que sabía que yo estaba allí era Lucía y no esperaba su llamada. Es más, Lucía ni siquiera sabía que había tenido que inscribirme con mi propio nombre. Ella hubiera preguntado por Pierre Mathis y luego comprobaría que…

Eché mano del aparato y dije:

– ¿Diga?

– ¿Monsieur Maas? -era el telefonista del hotel-. Hay una llamada para… -se interrumpió bruscamente-. Lo siento -dijo en tono de disculpa-, la persona que llamaba no esperó.

– ¿Qué persona?

– No dio el nombre.

– ¿Hombre o mujer?

– Hombre, Monsieur.

– ¿Cómo era la voz? ¿Era francés?

– Sí, sí. Un marsellés, quizás.

– ¿Pidió hablar conmigo?

– Preguntó si estaba usted en el hotel. Yo no lo sabía, y tuve que mirar la lista. Cuando vi su nombre, le dije que iba a llamar a su habitación, pero no esperó. Si vuelve a llamar…

– Sí, claro. Muchas gracias.

Evidentemente, el corresponsal de Marsella había recibido la orden de telefonear a todos los hoteles. Ahora había encontrado el que buscaban y había colgado rápidamente para no ponerme sobre aviso.

Tenía que irme, que irme rápidamente. Si todavía estaban en Mougins, tenía tiempo más que suficiente. Si ya se habían trasladado a Niza, las cosas iban a resultar muy difíciles.

No me había afeitado, ni siquiera me había lavado la boca. Me puse apresuradamente la misma ropa que me había puesto el día anterior, metí el resto de mis cosas en la maleta y bajé las escaleras. No debió llevarme más de cinco o seis minutos. Me llevó otros cinco esperar a que me hicieran la cuenta y pagar.

Era inútil esperar coger un taxi rápidamente frente al hotel. Atravesé corriendo la calle y seguí a lo largo del Quai Papacino. Me sentía horriblemente desamparado. Había un transbordador amarrado allí con un enorme letrero en la popa: "ATTENTION AUX HELICES". Me pareció una indicación muy adecuada. Cuando llegué a una callejuela lateral con una señal de dirección prohibida, me metí por ella inmediatamente. Ahora me estaba alejando del puerto y no podían utilizar el coche para seguirme por aquella calle. En la Plaza Garibaldi cogí un taxi que me llevó al primer hotel donde había estado, el que se hallaba cerca de la estación.

Afortunadamente tenían una habitación para mí. Murmuré algo ininteligible sobre un cambio de planes y un momento más tarde estaba registrado de nuevo como Pierre Mathis.

Una vez que me hube bañado y cambiado, salí de la habitación y pregunté dónde podía encontrar la tienda de caballeros más cercana. Estaba en el departamento correspondiente de unos almacenes baratos, y no había una gran selección de sombreros para escoger. Además, todos eran pequeños. Me quedé con el primero que me sirvió, uno de fieltro gris, vulgar, de ala ancha y con una cinta negra. El vendedor me dijo que tenía tono, y era el único de aquel modelo que les quedaba; era evidente que el hombre estaba ansioso de deshacerse de aquella cosa. Me daba un aspecto andrajoso y vulgar. El vendedor apenas si pudo ocultar su desprecio hacia mi locura.

De los almacenes me fui al garaje, cogí el coche y me dirigí hacia Antibes luciendo mi flamante sombrero. Me quedaba bastante tiempo que perder antes de ir a ver a Lucía, pero prefería perderlo fuera de Niza. Además, tenía que decidir cómo iba a enfocar la entrevista; tenía que meditarlo cuidadosamente, sin tener que estar mirando por encima del hombro mientras lo hacía.

Una botella de vino y una buena comida me parecieron simplificar mucho el asunto. Lucía deseaba información y yo tenía alguna para darle. Lucía deseaba utilizarme y yo no tenía inconveniente en que lo hiciera. Pero antes tenía que haber entre nosotros una conversación franca y sincera. En aquel momento, yo sabía lo suficiente como para sospechar que la mala gana con que se dejó entrevistar había sido fingida. Había engañado completamente a Adela Sanger. Y yo no tenía intención de que me tomara el pelo. Quería la verdad.

Después de comer me dirigí hacia Vence por St. Paul y entré en Cagnes por la carretera de la montaña. Al dar este rodeo, pude entrar en la Rue Caporniére sin pasar por el centro de la ciudad. Aparqué frente el número 5 como la primera vez y me fui a pie hasta el número 8.

La puerta de la entrada estaba abierta y ella me estaba esperando. Me miró el sombrero mientras yo me lo quitaba.

– ¿Por qué se ha puesto eso? Le da aspecto ridículo. Cuando bajó del coche apenas pude reconocerlo.

– Ésa es la idea.

– ¿Que yo no pueda reconocerle?

– Que no pueda hacerlo otra gente.

– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

– Muchas cosas.

Lucía esperó a que yo continuase. Como no lo hice, se encogió de hombros y se dirigió a la habitación de la terraza. Yo la seguí.

– Ha estado muy misterioso por teléfono -me dijo-. ¿Qué ha descubierto acerca de ese Skurleti? ¿Qué quiere?

– Verla a usted.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Se lo dijo claramente?

Yo me senté antes de contestar y encendí un cigarrillo.

Lucía se me quedó mirando con impaciencia.

– ¿Y bien?

– ¿Le importa que le llame Lucía? Esto haría más fácil la conversación.

– Como quiera. Es mi nombre.

– Pues bien, Lucía, antes de que le cuente nada, tendrá que contarme usted a mí algunas cosas. Ese fue nuestro trato de ayer, ¿se acuerda?

– Quizá. Se dijeron muchas cosas ayer.

– Ayer hizo usted una alusión a "los italianos". Creo que trataba de hacerme creer que se le había escapado accidentalmente. Pero yo no creo que fuera un accidente. Más bien pienso que intentaba sugerirme algunas ideas, para que fueran germinando en mi cabeza.

Ella puso cara de guasa.

– ¿Qué ideas?

– Que no estaba usted tan asustada y desamparada como Adela Sanger me había hecho creer. Que no estaba usted a merced de una situación, sino que la dominaba.

– ¿Y por qué iba a querer sugerirle eso?

– Por que es un modo de despertar mi curiosidad para darme luego nuevas noticias.

– No le comprendo.

Ahora ya no parecía divertida.

– ¿Qué noticias? -preguntó.

– Que la entrevista que usted me concedió es realmente un anuncio escrito cuidadosamente para dar a conocer algo que usted tiene que vender.

– Eso lo dice usted, no yo.

– Pero es cierto, ¿o no? Usted tiene algo para vender: una maleta llena de documentos, quizá. Pero antes tiene que hacer saber a los posibles compradores que está en venta. Al mismo tiempo, tiene que tener mucho cuidado en no darles a conocer demasiadas cosas, de lo contrario, puede que intentaran cogerla sin pagar, como hicieron aquellos dos en Suiza. Así, usted esperó a que la encontrara alguien que pudiera publicar que la venta estaba en marcha. Y ese alguien resulté ser yo. El lunes, la noticia estará en el World Reporter. El martes se reunirán en Niza y alrededores los futuros compradores. Lo que necesita usted ahora es un recadero, alguien que se preste a establecer comunicación con los compradores, que acepte las ofertas y cierre el trato. Creo que ese alguien también resulta que soy yo, ¿no?

Se quedó mirando al aire por un momento, luego se dejó caer hacia atrás en una silla y estalló a carcajadas. Al fin se puso de pie otra vez, sin dejar de reír ahogadamente, y se fue hacia un mueble bar.

– Bueno, esta vez -dijo- creo que necesita usted un trago. ¿Cómo quiere que le llame, Pierre o Piet?

– Pierre está bien. Sí, me tomaré algo. Es decir, si usted deja de jugar al escondite y habla razonablemente. Si no lo hace, me voy y tendrá que buscarse a otro para tratar con Monsieur Skurleti.

Lucía alargó las manos hacia mí, con los ojos muy abiertos.

– Pues claro que hablaré en serio. Lo que pasaba era que tenía miedo de que si le hablaba con demasiada franqueza, no aceptaría usted la situación, se sentiría ofendido y quizá volviera junto a su editor, o incluso a la policía.

– Bien -le dije secamente-, ahora puede hablar con toda franqueza. ¿Qué hubiera hecho si yo no me hubiera presentado aquí?

Me trajo una botella de coñac y una copa.

– No lo sé exactamente. La espera me ponía cada vez más nerviosa. Trataba de pensar en otro modo de arreglar el asunto, sin utilizar la prensa, pero esos modos serían demasiado peligrosos. Tengo que tener mucho cuidado, ¿comprende? Si no hubiera venido usted, creo que hubiera telefoneado al corresponsal en Niza del Paris Match -hizo una pausa-. Nunca pensé en una publicación americana. Fue una estupidez por mi parte.

– Podía haber recurrido a Sanger.

– ¿A Patrick? -puso una cara rara-. ¡Ah, no! Conozco a Patrick demasiado bien. Hubiera hecho las cosas a su modo. Utilizaría maniobras demasiado complicadas. Al final, yo recibiría un bocadito, mientras él se compraba algunas casas más.

Se sentó y bebió un sorbito de su vaso de Oporto.

– Es interesante lo de este Skurleti -continuó Lucía-; interesante que trate de encontrarme a través de Patrick como hizo usted. ¿Qué ocurrió cuando usted habló con él?

– Se lo contaré después -le dije-. Antes quiero que me cuente usted a mí algunas cosas.

Ella titubeó.

– Todavía no me ha dicho si me ayudará.

– Y usted tampoco me ha dicho qué quiere que haga yo.

– Pero usted lo sabe. Lo adivinó.

– Con la ayuda de unas fuertes sugerencias suyas, sí, lo hice. Pero si me está pidiendo que corra los riesgos necesarios para hacer ese trato por usted, quiero saber más cosas.

Ella se mordió el labio.

– Yo no he dicho que hubiera riesgos.

– Si no hubiera riesgos, no necesitaría un intermediario, Lucía. Haría usted misma el trato.

– Una mujer no puede negociar con hombres como esos. Sólo escucharán a otro hombre.

– ¿Igual que escucharon al coronel Arbil?

– No me entiende.

Se había sonrojado un poco.

– No, no, claro. Por eso, mientras no me diga exactamente en dónde me voy a meter, no puedo decidir si la ayudaré o no.

– ¿Y cómo sé yo que habla usted en serio, que no trata de satisfacer simplemente su curiosidad?

– Tiene que correr el albur en esto, creo. O llamar al individuo de París Match. Tal vez él sea más dúctil.

Me miró fríamente por un segundo, luego se encogió de hombros.

– Eso está mejor -dije yo-. Bien. ¿Qué hay en la maleta?

– Ya se lo he dicho. Los papeles de Ahmed.

– ¿Qué tipo de papeles?

– Documentos sobre las actividades secretas del Comité.

– El otro día me dijo que cuando usted los cogió y se marchó del chalet, hacía lo que el coronel Arbil hubiera deseado que hiciese. ¿Era deseo de Arbil que usted los vendiese?

Lucía tenía la vista fija en su vaso. Por un momento pensé que iba a empezar a mentir otra vez; sin embargo, cuando al fin respondió, comprendí que no era una mentira lo que trataba de expresar, sino la explicación de una relación.

– Tiene que comprender usted lo de Ahmed y yo -dijo en tono cauteloso-. A mí me gustaba mucho de verdad. A una mujer le resulta difícil no sentirse atraída por un hombre agraciado, rico e inteligente, en su edad madura; un hombre que la adora y que, sin embargo, no pierde su buen sentido y su dignidad insistiendo en que ella debe adorarlo a él en contrapartida. ¿Me comprende?

– Sanger me dijo que estaba usted chiflada por él.

Hizo un ademán despectivo con impaciencia.

– Sí, sí, eso fue lo que yo le dije a Patrick. Esto me evitaba discusiones. Si yo estaba enamorada, esto significa para él que emocionalmente ya no podía confiar en mí y que, por lo tanto, ya no le era útil.

– Comprendo.

Yo me preguntaba si había sido el respeto de Sanger por la rapidez de su cálculo mental lo que no le había dejado apreciar su habilidad para calcular en otros aspectos.

– Por eso -continuó Lucía-, yo era feliz con Ahmed. Me divertía, me hacía sentirme mujer, y era generoso. No había malentendidos entre nosotros. Se suponía que un día él había de volver junto a los suyos, a ocupar un alto puesto en el Gobierno; tal vez, incluso, el más alto, si llegaba la ocasión. Una esposa francesa católica sería impensable, aunque hubiera cambiado de religión. Los kurdos son muy estrictos, sabe.

– Eso tengo entendido.

Se apartó el pelo de la frente y sus ojos tropezaron con los míos.

– Usted sabe muchas cosas de mí, creo.

Era una simple afirmación; no había ninguna segunda intención en el modo como lo dijo.

– Sé lo que he leído. Y lo que Sanger me dijo.

– Y lo que usted ha visto por sí mismo, además.

– Algunas cosas he aprendido, cierto.

– Entonces, quizás haya deducido ya que a mí el dinero es una cosa que me importa mucho.

– A casi todo el mundo le importa, creo, sobre todo a los franceses.

– No quiero decir que me preocupe de ahorrar. Quiero decir que me asusta mucho el no tener dinero. Cuando era niña, mi padre perdió el negocio. Fue exactamente después de la guerra. Aunque era muy pequeña, siempre me acuerdo de lo asustados que estaban él y mi madre.

– Pero su padre montó otro negocio.

– Nunca volvió a ser lo mismo. Mis padres eran hijos de familias trabajadoras los dos. Habían subido con mucho esfuerzo y esto significaba mucho para ellos. Siempre tenían miedo de dar un resbalón otra vez. Cuando me fui a vivir con mi tía en Menton, comprendí por qué. Fue ella la que me enseñó a trabajar con mis manos. Este era todo su ideal de vida: poder trabajar por unos cuantos francos la hora y, al fin casarse con un vendedor de ultramarinos -hizo una pausa-. Supongo que me creerá una esnob.

– Algunos vendedores de ultramarinos viven muy bien, supongo. Pero comprendo lo que quiere decir. Supongo que lo habrá pasado muy mal cuando se les hundió aquel negocio de Antibes.

Lucía asintió con la cabeza.

– Para mí fue una lección. Un negocio pequeño nunca va bien, a no ser que haya una gran cantidad de dinero detrás, es decir los medios para crecer. Ahmed y yo hablamos muchas veces de ello. Aunque era militar, era muy listo en cuestiones de dinero. Todos sus hermanos se dedicaban a los negocios, sabe -una mirada lejana apareció en sus ojos-. Uno de ellos es el concesionario de una gran fábrica de automóviles americana. Obtiene unos beneficios enormes. Coches, camiones, máquinas arrasadoras, tractores: recibe un porcentaje por cada venta realizada en el país.

Su cara adquirió una expresión deliciosa al decir esto, como si estuviera describiendo los exquisitos movimientos de una obra de arte. Luego sus ojos se detuvieron en los míos.

– Naturalmente, los gastos generales son enormes también.

Yo me sonreí y ella me dirigió una mirada recelosa. No estaba segura si me sonreía con ella o de ella.

– Lucía -le dije-, no creo que tenga usted miedo de no tener bastante dinero. Más bien creo que de lo que tiene miedo es de no tener mucho.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

– Es lo mismo, Ahmed me entendía. Esto es lo que quería decirle. Me dijo que cuando volviera a su país, me dejaría cierto capital para que yo hiciera uso de él. Fue idea suya. Los dos planeamos juntos lo que podía yo hacer con él.

– ¿Cuánto capital?

La mirada lejana retornó a sus ojos.

– Oh, medio millón de francos más o menos. Tal vez más.

Su tono era casi indiferente.

Aquel fue el momento en que mis motivos empezaron a ser poco claros.

– ¿Y el dinero iba a salir de lo que hay en la maleta? -le pregunté.

– Sí.

– ¿Cómo?

– Eso es lo que le quería explicar también, pero usted no hace más que interrumpirme.

– Lo siento.

Se sirvió un poco más de Oporto y se acomodó en la silla.

– Ahmed nunca tuvo dificultades monetarias -dijo-. El otro día me lo preguntó usted. Cuando se refugió en Suiza, había un convenio con los de Bagdad. Algunos eran todavía sus amigos, naturalmente, y otros eran enemigos, pero todos conocían a Ahmed bien. Todos le respetaban mucho, incluso los enemigos. Además, había estado al frente de los servicios de espionaje. Cuando salió para la conferencia de Ginebra, sabía que habría disturbios durante su ausencia, así que se llevó ciertos documentos con él.

– Comprometedores para sus enemigos, sospecho.

– Y para sus amigos. Fue una simple precaución. Esa fue la explicación que él me dio. Ahmed siempre fue un hombre práctico. Así que no había dificultades cuando deseaba dinero en Suiza. Tanto sus hermanos como el negocio de la familia estaban protegidos, y podían enviarle dinero. Todo se podía arreglar siempre.

– ¿Dónde están esos documentos ahora?

– Oh, los tengo yo -hizo un gesto despectivo dejando esa cuestión aparte-. Pero no es eso lo importante. Lo importante es lo que ocurrió entre Ahmed y el Comité Kurdo. Ahmed era un patriota, sabe.

– Eso me dijo el otro día.

– Pero no un patriota estúpido.

– De eso estoy seguro.

– Durante mucho tiempo, mientras estaba en Zürich, trabajó con el Comité. Era un hombre de experiencia y gran reputación, un oficial de alta graduación, un militar sumamente respetado en el ejército. Era una persona consecuente, ¿comprende?

– Sí.

– Al principio, el Comité no confiaba en él totalmente. Me dijo que había algunos miembros que creían que su exilio en Suiza no era auténtico, sino una trampa del Gobierno de Bagdad para introducir un espía dentro del movimiento. Con el paso del tiempo, sin embargo, y al hacerse más influyente su papel, también estos miembros terminaron por confiar en él cada vez más. Y después, hace un año o así, ocurrieron algunas cosas que le hicieron empezar a desconfiar de ellos.

– ¿Qué tipo de cosas?

– ¿Usted sabe algo acerca del movimiento nacionalista Kurdo?

– ¿Lo del Tratado de Sevres y todo eso?

– Sí, todas las desilusiones. Ahmed decía que había habido demasiadas y que el Comité estaba cansado. Decía que cuando hombres así (exiliados con un gran sentido de la injusticia y una causa por la que luchar) tienen que esperar demasiado para satisfacer sus deseos, se opera en ellos un cambio. Algunos se desaniman y ya nada les importa; pero otros se desesperan y están decididos a utilizar cualquier medio que les lleve al poder, aun cuando esto signifique una traición a los principios por los que han luchado siempre. "Seamos prácticos", dicen. "Primero tomar el poder, y después ya reharemos nuestra política". Hombres así, decía Ahmed, o están corrompidos, o se engañan a sí mismos. En todo caso, son peligrosos y hay que detenerlos.

– Y él decidió detenerlos.

– Sí. Como usted sabe, tras el colapso de la República Kurda de Mahabad en mil novecientos cuarenta y seis, siempre ha sido política del Comité rechazar la ayuda rusa al movimiento. Los rusos les fallaron entonces, dicen, y les volverían a fallar. Además, comprendían que un estado Kurdo bajo la órbita rusa nunca sería aceptado por las potencias occidentales. Al menos lo comprendían la mayoría de ellos. Cuando Ahmed se fue introduciendo más en las intimidades del Comité, empezó a ver que había varios miembros que, mientras pretendían aceptar la política oficial, hablaban de ella en privado como si se tratase de una broma. Al principio, interpretó esto como una expresión normal de amargura y frustración. Pero se interesó por los hombres en cuestión y les dio a entender que él participaba de sus puntos de vista. Finalmente, se le acercó uno de ellos y le propuso una reunión secreta… secreta, quiero decir, respecto a los dirigentes del Comité. Se celebró en el chalet. Al final de la velada, Ahmed sabía que el Comité había sido traicionado por completo y que era utilizado simplemente como tapadera para una conspiración con los rusos.

– ¿Qué tipo de conspiración?

– Levantamientos armados simultáneos en las zonas kurdas de Turquía, Siria y el Irak. Pero preparados minuciosamente por adelantado. Iban a ser organizados grupos militantes y entrenados en el uso de armas modernas. Se iban a preparar escondrijos para depósitos de armas. Grupos especiales de terroristas se encargarían de mantener el secreto y la disciplina. Los planes eran muy amplios. En conjunto se conocían con un nombre cifrado, Dagh. Es una palabra turca que significa "montañero". A los Kurdos se les llamaba también "turcos de la montaña". Ahmed decía que el plan Dagh era inteligente y de largo alcance, y que había sido elaborado teniendo en cuenta los puntos fuertes y débiles de los Kurdos. Pensaba que tendría grandes probabilidades de triunfar.

– ¿Y qué hizo?

– Naturalmente, se unió a los conspiradores.

– ¿Naturalmente? Creí que no estaría de acuerdo con ellos.

– Claro que no. ¿Pero qué otro modo tenía de hacerse valer? Estaba "en el ajo", como dicen. Durante dos meses aproximadamente asistió a todas las reuniones secretas del Dagh, escuchó lo que decían e investigó todo lo que pudo: nombres, sitios, cadenas de mandos, medios financieros, comunicaciones, todo.

– ¿Eran esas las reuniones de las que me habló el otro día, las celebradas en el chalet?

– Sí, pero hubo otras, en Lausana y en Basilea. Eso fue antes de que le avisaran, claro; me refiero al aviso de que se le consideraba sospechoso. Después del aviso, no asistió a más reuniones. Hubiera sido demasiado peligroso.

– Entonces la gente del plan Dagh se habrá dado cuenta de que le habían avisado.

– No inmediatamente. Les dijo que había sido interrogado por la policía federal Suiza y que creía que podía estar vigilado. Esto le daba cierta base al hecho de alejarse de ellos, y ellos de él. Pero Ahmed sabía que la situación no podía durar. Más pronto o más tarde se darían cuenta de lo que había pasado y tratarían de matarlo. Pero creía que no serían capaces.

– ¿Usted no sabe realmente quién le avisó?

– No. Pero el aviso vino de Bagdad. Alguien allí había hablado demasiado. Habían cometido un descuido.

Yo empezaba a no ver nada claro:

– ¿Habían, en plural?

– Sus viejos amigos del gobierno de Bagdad. Naturalmente, por aquel entonces estaba en contacto con ellos otra vez. Ya les había informado algo sobre el plan Dagh y sobre sus actividades al respecto.

Lucía se sonrió con aire picaresco.

Ahora empezaba a comprender yo.

– Oh, ya veo. Quiere decir que Arbil pensaba utilizar el asunto Dagh para comprar su regreso al favor de los dirigentes, ¿no?

– ¿Comprar, dice? -puso cara de ofendida ante la sugerencia-. Nada de eso. Iba a vender.

– Pero evidentemente…

– ¿Qué sentido tendría ofrecer a Bagdad la información a cambio de nada? -preguntó ella-. Obteniéndola gratis, resultaría inmediatamente sospechosa. En Bagdad sabían que Ahmed vivía muy cómodamente en Suiza, que no tenía que volver. Se hubieran preguntado inmediatamente: "¿Por qué? ¿Por qué este Kurdo se ha vuelto súbitamente tan amable con nosotros? ¿A qué juega ahora?" Pero si tenían que pagar una fuerte suma de dinero, su punto de vista sería diferente. Los motivos de Ahmed serían comprensibles. Así es como piensa esta gente.

– ¿Y accedieron a pagar?

– Sí. Ya estaba todo arreglado. Vendría un hombre de Bagdad a examinar los documentos que Ahmed había preparado y para negociar la compra. Ahmed sólo ponía una condición: que el hombre que viniera fuera una persona en la que él pudiera confiar. Le iban a mandar a un antiguo compañero de armas en el ejército, el brigadier Farisi. Debería llegar a Zürich al día siguiente de la muerte de Ahmed. Yo iba a ser el intermediario.

Me dirigió una mirada expectante. Yo me serví otro coñac e hice el comentario de rigor:

– Supongo que el brigadier Farisi es el comprador a quien espera usted, ¿no?

Lucía asintió:

– Uno de ellos. Tan pronto como lea mis declaraciones en su revista comprenderá que yo deseo entrar en contacto con él.

– ¿Para quién trabaja Skurleti?

– Para el consorcio italiano, creo. En realidad, estoy casi segura.

Encendió un cigarrillo con cierta dificultad y luego continuó:

– Ahmed pensó de este modo: Bagdad ha sido advertido de la operación Dagh. Él estaba dispuesto a venderles información confidencial y otros documentos que obraban en su poder referentes a dicho plan. Al hacerlo así, se comportaba como una persona responsable y como un patriota.

Hizo una pausa para dejar que la frase reposara.

– Por otra parte… -adelanté yo.

– Sí. Por otra parte, podía ser que la gente de Bagdad no fuesen los únicos interesados en echar un vistazo a los documentos.

– Venderlos dos veces, en realidad.

– No perjudicaba a nadie con ello. Ahmed descubrió durante una de las reuniones del plan Dagh que un nuevo consorcio italiano del petróleo estaba sumamente interesado en cualquier posibilidad de un cambio político en la zona de Mosul-Kirkuk. Quizá podría llevar a una anulación de las actuales concesiones petrolíferas al cincuenta-cincuenta y la consecución de nuevas concesiones en el plan de setenta y cinco-veinticinco. Una compañía italiana hizo ya un trato semejante en el Irán. Ahora, los demás países petrolíferos desean adoptar también este plan. Las concesiones americanas y británicas están seguras en el Irak mientras la situación política del país sea estable. Pero si se hace inestable, este consorcio italiano pretende estar allí el primero. Por eso también a ellos les gustaría conocer por adelantado la operación Dagh: qué posibilidades tiene, quienes serían los nuevos dirigentes con los que tendrían que tratar.

– Si Skurleti está trabajando ya, supongo que es porque el coronel Arbil había dado a entender al consorcio que estaba dispuesto a negociar.

– Oh, sí. Lo sabían.

– Así que hay dos compradores en el mercado. ¿Y qué me dice de la gente que mató a su amigo? Si saben leer, también andarán por el medio, me imagino.

La expresión de su cara se hizo más dura.

– Sí, se presentarán aquí. La operación Dagh está claramente en peligro, por eso ahora tendrán que procurar ponerse a salvo, ellos personalmente y también la organización, si pueden. Esto significa destruir los documentos. Ahora tal vez tengan otros que les ayuden, los rusos, quizás. Por eso es por lo que tengo que tener tanto cuidado. Al principio, pensé en ponerme en contacto con Farisi a través de la embajada iraquí en París, pero sé que a Ahmed no le hubiera parecido prudente correr ese riesgo. Bagdad había sido indiscreto una vez. Podían volver a serlo. ¿Lo entiende? Estaba aterrorizada, pero tenía que andarme con cuidado.

– Sí lo comprendo.

Y era cierto. Había estado aterrorizada; pero no demasiado pues había mantenido firme la cabeza para esconderse y esperar y, en último término, encontrar el modo de obtener su capital de la inversión de Arbil. Hasta entonces, me había sentido fascinado por ella. Aún no había llegado al punto de que me gustara; pero sí al momento en que empezaba a respetarla.

– Y tenemos que andar con cuidado -añadió-. Es decir, si quiere ayudarme.

Me dirigió una mirada de ansiedad, dispuesta a persuadirme; pero yo ya estaba decidido.

– Muy bien -le dije-. Pero creo que será mejor que deje ahora claramente sentado ante usted que padezco una profunda neurosis moral y que soy un cobarde absoluto.

Lucía lanzó una carcajada.

– Usted mandó al diablo a su jefe.

– Soy muy valiente sobre el papel.

– Es usted un hombre gracioso -me miró como si me estuviera tasando-. Creo que me cae usted bien.

– Tal vez cambie de parecer. Aún no hemos hablado de mis honorarios.

– Oh, eso…

Se quedó pensando por un momento, luego hizo un gesto como si hubiera adoptado una decisión valiente.

– Bueno, realmente -dijo-, sólo es cuestión de unas cuantas llamadas telefónicas. Creo que con el cinco por ciento la cosa sería satisfactoria.

– No para mí.

– ¡Veinticinco mil francos nuevos! -exclamó indignada-. ¡Es una fortuna!

– A cambio de unas cuantas llamadas telefónicas, posiblemente. Pero no a cambio de lo que yo tendría que hacer, Lucía. Los documentos han de ser verificados. Esto significa dos encuentros. Luego, el resto de los documentos han de ser entregados a cambio del dinero. Cuatro reuniones en total. Cuatro ocasiones de ser asesinado por el Comité.

Ella hizo un gesto despectivo.

– Oh, exagera usted. Le dije que hay que andar con cuidado. Tomando unas ciertas precauciones, ¿cómo van a saber de las reuniones?

– En su lugar, yo sabría cómo hacer.

– ¿Cómo?

– Esperar la llegada de los compradores y entonces vigilar para ver con quiénes se ponían en contacto.

– ¿Y cómo van a identificar a los compradores?

– Skurleti puede que no les sea demasiado fácil, pero al brigadier Farisi seguro que lo conocen. Creo que no basta con andarnos con cuidado al concertar esas entrevistas. Creo que debemos utilizar la inteligencia además. Y aun así, será sumamente peligroso para las dos partes. Yo no le echo en cara que utilice un mediador -concluí yo amigablemente-, pero me temo que tenga que pagarlo decentemente.

Lucía se tomó otro trago de Oporto.

– ¿Y qué considera usted decente?

– Treinta mil dólares.

Me miró con los ojos inmensamente abiertos, estupefacta.

– Treinta mil… ¡pero eso son ciento cincuenta mil francos!

– Aproximadamente, sí. Es el capital que yo necesito. Si quiere mi ayuda, es eso lo que le va a costar.

Se puso de pie rápidamente.

– ¡Está usted loco!

– Estaría loco si lo hiciese por menos. Probablemente estoy loco de todos modos, pero si puedo poner las manos sobre tal cantidad de dinero, estoy dispuesto a correr el riesgo. Una especie de acuerdo de todo-o-nada, dirá usted.

– Le daré cincuenta mil francos.

– Llame al hombre del Paris Match.

– Setenta y cinco mil.

– Ciento cincuenta mil, o no lo hago.

– Salaud!

Esperé a que me dirigiera unos cuantos insultos más. Cuando empezó a cansarse, la interrumpí:

– Lucía, tienen que ser ciento cincuenta. Ya se lo dije. Pero le prometo lo siguiente: le haré el negocio todo lo mejor que pueda. Puede que aún le quede el medio millón limpio. Si tenemos suerte y podemos utilizar el licitador turco contra los iraquíes, a lo mejor aún es más.

– Es usted peor que Patrick.

– Antes dijo que él sólo le dejaría un pellizco.

– Y eso es lo que usted me deja, ni más ni menos -repuso con amargura.

– Tonterías.

Se retorció las manos, abrumada y se volvió a sentar.

– Es usted un chantajista.

– Eso es lo que Sanger me llamó también. De todos modos le resulté muy útil.

– Antes utilizó usted la palabra capital. Usted es periodista. ¿Para qué necesita capital?

– Para lo mismo que usted: reparar un fallo. Si le he de ser sincero fue Sanger el que me calculó la cantidad total que necesitaba.

Suspiró profundamente y dijo:

– Muy bien.

– ¿Está de acuerdo? ¿Ciento cincuenta mil?

– Sí, sí, acepto. Cuénteme lo de Skurleti.

Se lo conté.

Ella quería saber todos los detalles de la conversación que yo había tenido con él. El detalle de que Skurleti me vigilara en la estación le hizo gracia. La facilidad con que pagó generosamente mis servicios le impresionó mucho.

– Le han dado carta blanca -comentó en tono de aprobación.

– En cuanto a los gastos, quizás -le dije-. ¿Cuánto espera sacar de él?

– Le pediré doscientos mil francos y espero que me dé por lo menos la mitad. Tiene que saber que hay otras personas interesadas.

– Si le va a vender sólo copias, esto no le impresionará. Podría venderle a otro los originales.

– Él no sabrá si son copias o no. Las hizo el propio Ahmed con su propia letra.

– ¿Y qué me dice del brigadier Farisi? ¿Cómo nos pondremos en contacto con él? Siempre suponiendo que sea él la persona que envíen a Niza.

– Seguro que lo será. De eso no me cabe duda. Y Ahmed dijo que no era tonto. Yo sé lo que él hará aquí para facilitarnos la tarea.

– ¿Qué hará?

– En Zürich yo me iba a poner en contacto con él en el hotel Schweizerhof. Aquí no hay ningún hotel con ese nombre, pero hay muchos con nombre suizo: el Helvétique, el Frank-Zürich, el Suiza y otros. Yo creo que elegiría uno de esos. No tiene que hacer más que telefonear. No es difícil encontrar a alguien que para en un hotel.

– Lo sé por experiencia.

Y le conté mi aventura del hotel aquella mañana.

Le encantó.

– ¿Lo ve? Será fácil encontrarlo.

– Y más fácil será encontrarme a mí. El lunes posiblemente aparecerá mi fotografía en los periódicos. Mañana por la noche tendré que abandonar el hotel.

– ¿A dónde piensa ir?

– Esperaba que usted tuviese alguna idea.

Ella se quedó pensando por un momento:

– Aquí hay una habitación -dijo al fin-, pero está la mujer de la limpieza que viene por las mañanas. Encontrará raro que me eche un amante mientras me estoy recuperando de una operación de cirugía plástica.

– ¿Y la casa de Beaulieu donde estuvimos la noche de la entrevista? ¿Aún tiene la llave?

– Sí, pero tendría que tener mucho cuidado allí. Se supone que está vacía y hay casas ocupadas en los alrededores.

– ¿Hay alguna comida allí?

– Adela dejó algunas latas de sopa por si yo tenía que trasladarme súbitamente. Pero será mejor que se compre usted algunas cosas más hoy antes de que cierren las tiendas. No hay ropa para las camas, pero hay aquí alguna que se puede llevar. Le daré también la llave del garaje para que no deje el coche a la vista.

– No, tendré que deshacerme del coche antes del lunes. Si salgo en los periódicos, el hombre del garaje que me lo alquiló podría reconocerme; entonces se preocuparía por el coche y daría parte a la policía. Sospecho que tendrá que llevarme usted allí.

– No a la luz del día, desde luego.

– Por lo que a mí respecta, cuando más tarde mejor. Eso de hacerme la comida no se me da demasiado bien.

Me interrumpí y añadí:

– Creo que es hora de que telefonee a Skurleti.

– Ah, sí. El teléfono está ahí.

Ella escuchó la conversación desde la extensión del dormitorio.

– ¿Monsieur Skurleti? Aquí Mathis en Marsella.

– ¿Ha estado en Séte?

– Sí. Todas las casas están vacías.

– ¿Todas? ¿Está usted seguro?

– Totalmente. Nadie podría vivir en ellas.

– ¿Por qué no?

– Las están reconstruyendo.

– ¿Las tres?

– Las tres. Están inhabitables.

Hubo una pausa.

– Muy bien -dijo al fin-. Le veré el lunes en el Ayuntamiento.

– Puede que me retrase, pero le veré o le llamaré al hotel. Adiós.

Y colgué.

Lucía se sonreía al volver del dormitorio.

– ¡Qué acento! -dijo-. Pero supongo que lee y habla el árabe. Por eso debe ser por lo que le han elegido.

Miró su reloj y añadió.

– Ahora será mejor que se vaya y haga las compras.

Mientras nos dirigíamos a la puerta de la salida, yo le dije:

– Hay una cosa que aún no hemos discutido. ¿Qué ocurrirá después?

– ¿Después de qué?

– Supongamos que Skurleti acepta pagar de buena gana, que llega el coronel Farisi y también accede pagar, que por casualidad evitamos que el Comité nos mate…

Ella me cortó en seco:

– No haga bromas siniestras con eso.

– No era una broma. Pero, bueno, dejaremos aparte lo del asesinato. Supongamos que todo sale según nuestros planes, y que logramos reunir el dinero… ¿después, qué? ¿Usted continuará escondiéndose?

– Sólo hasta que la gente de la operación Dagh sepa que los documentos están en Bagdad, y lo sabrán pronto. Después de esto, ya no estarán interesados en mí.

– Pero la policía si lo estará.

Ella hizo un gesto vago.

– Oh, entonces dejaré que me encuentren. Y les contaré lo que le conté a usted para la revista. Me procuraré un abogado y les entregaré el resto de los papeles de Ahmed. Haré el papel de mujer destrozada, histérica. No tienen de qué acusarme.

– Pero a mí sí -le recordé-. El no prestarse a dar información acerca de una persona buscada para interrogarla, puede ser un delito si deciden meterse conmigo.

– Ah, sí.

Se quedó pensativa por un momento, luego su cara se iluminó.

– Claro. Me llevará usted a la policía. Será usted la persona que me persuadió para que me entregara. Usted será el que lleve los otros papeles de Ahmed.

– Pero que no dice nada de la venta de los informes sobre la operación Dagh, por supuesto.

– Oh, no. Eso no les gustaría nada, creo.

– ¿Se da usted cuenta de que, sin la información que consta en esos documentos, la policía suiza no tiene la menor posibilidad de capturar a los hombres que torturaron y asesinaron a su amigo?

Ella se encogió de hombros.

– De todos modos, no tienen ninguna posibilidad. Además, a Ahmed no le hubiera interesado. Enviar a esos hombres a prisión no le devolvería a él la vida. Para él lo importante sería que los documentos fuesen a dónde él quería que llegasen. Además, su voluntad era que el dinero fuera para mí.

– Sí, claro.

Lucía creyó percibir una nota de crítica en mis palabras. Sus labios se pusieron rígidos.

– He llorado muchas veces por Ahmed -dijo serenamente-; pero ahora eso ya pasó, y no voy a fingir cosas que ya no siento. Sobre todo, no voy a fingirlas con usted. Puesto que somos compañeros de negocios, podemos actuar sin hipocresía ni fingimientos. Dije que me caía simpático, pero no me gusta cuando se pone encopetado.

Quería decir cuando me ponía pedante.

Yo me sonreí.

– Discúlpeme. Podemos tirar el copete al instante.

– Bien. ¿A qué hora aproximadamente, cree? Puedo trasladar mis maletas y las provisiones de comida a su coche. Luego volveré a coger el Renault y lo devolveré a la casa que me lo alquiló. Usted me recogerá en Niza más tarde, una vez que haya anochecido.

Ella aprobó el proyecto.

Me puse el sombrero y me fui. Ahora no tenía que preocuparme porque Skurleti pudiera estar en Cagnes, así que me dirigí directamente a Niza por la autopista. En la calle Gambetta hay una tienda de ultramarinos perteneciente a una cadena de grandes almacenes. Compré huevos, sardinas en aceite, latas de verduras y frutas y artículos de charcutería de los que menos se estropean. Y unas cuantas botellas de vino. Tuve que hacer dos viajes para meterlo todo en el coche. Desde allí me dirigí al garaje cercano a la estación y aparqué el coche. El cielo amenazaba lluvia, así que me acerqué al hotel para coger un impermeable.

Estaba pensando que si me iba a encerrar en solitario en la casa de Beaulieu durante varios días, debía pasar por una librería y posiblemente adquirir un aparato de radio pequeño. Al traspasar la puerta giratoria hacía el vestíbulo, estaba añadiendo cigarrillos a mi lista de compras para la hora siguiente.

Vi a Bob Parsons antes de que él me viera a mí. Estaba junto al mostrador del conserje mostrándole una fotografía. El conserje levantó la vista automáticamente al oír el ruido de la puerta. Por un instante, el sombrero evitó que me reconociera; pero sólo por un instante. Dejó escapar una exclamación y Bob Parsons volvió la cabeza.

Yo me di la vuelta y me precipité a través de la puerta otra vez. A mis espaldas oí la voz de Bob Parsons que me gritaba:

– ¡Piet! ¡Oye, no seas loco! ¡Espera un minuto!

Pero yo ya estaba en la calle de nuevo. Hubo un chirrido de frenos y llantas contra el suelo al pasar corriendo frente a un coche. El conductor me gritó no sé qué. Oí de nuevo la voz de Bob Parsons que me llamaba a lo lejos.

Ni siquiera volví la vista. Seguí corriendo simplemente.

Afortunadamente, la lluvia que antes amenazaba se había convertido ahora en una fina llovizna. Un hombre corriendo por una calle seca llama la atención y puede interesar a la policía; pero un hombre corriendo con el cuello de la chaqueta subido para mejor protegerse de la lluvia resulta totalmente comprensible. Corrí hasta que estuve exhausto.

Hay un gran café al final de la Rue Rossini. Entré en él y llamé a Lucía. Afortunadamente había anotado su número de teléfono al dorso de mi permiso de prensa, que siempre llevaba en el bolsillo.

Le conté lo que me había pasado. Ella no me hizo preguntas estúpidas ni perdió el tiempo en lamentar la situación.

– ¿Dónde está ahora?

Le di la dirección del café y esperé a que la anotase. Luego continué:

– El coche, con la comida dentro, está en un parking cerca del hotel. Creo que no debo regresar allí a pie. Pienso que lo mejor sería que esperase usted un rato, hasta que anochezca, y luego venga a recogerme para llevarme al garaje. Tan pronto como pueda deshacerme del coche alquilado, tengo que irme a Beaulieu.

– ¿Y cómo va a hacer con la ropa?

– Puedo utilizar la próxima hora para comprarme lo que necesito para salir del apuro.

– Muy bien. Pero yo no puedo entrar en el café. Habrá demasiada luz. Tendrá que estar pendiente de la llegada de mi coche.

– ¿El Citroën? Muy bien. ¿Dentro de una hora?

– Sí.

Primero fui a la farmacia y me compré lo esencial: maquinilla de afeitar, cepillo de dientes, etc. También intenté comprar algún somnífero, pero la dependiente no me los quiso vender sin receta. Después logré dar con los almacenes donde me habían vendido el sombrero. Estaban a punto de cerrar, me compré unos pares de calcetines y ropa interior, tres camisas de nylon, un impermeable de plástico y una maletita también de plástico. Al salir, añadí un horrible radio reloj a la colección. No tuve tiempo de encontrar una librería. De vuelta al café, mientras esperaba a Lucía, me compré cigarrillos.

A aquella hora llovía copiosamente y pronto resultó imposible ver nada a través de las vidrieras que cerraban la terraza del café. Abandoné el local y me metí en el portal de un edificio de oficinas que había al lado. Lucía llegó un minuto o dos después de la hora prevista. Yo tiré la maleta en el asiento trasero y me senté a su lado.

– ¿Dónde está el garaje? -me preguntó.

Se lo dije.

– ¿No sería mejor dejar el coche allí? -preguntó-. Yo conozco un supermercado que está abierto hasta muy tarde. Podría comprar otras provisiones allí.

– No. Yo no pienso así. Quiero devolver el coche a los dueños. Está alquilado a nombre de Mathis, y Bob Parsons sabe que ese soy yo. Podría crearme problemas con la policía si alguien denuncia su desaparición. Prefiero devolverlo mientras puedo.

– Sí, me parece bien.

Le indiqué la dirección del garaje y ella se detuvo frente a la entrada del mismo. Yo saqué el Renault y ella vino detrás. Poco antes de llegar al garaje de la casa propietaria, me detuve y trasladamos los paquetes de comida al Citroën. Ella me esperó a que devolviese el coche y recobrase mi depósito. Minutos más tarde estábamos en la Moyenne Corniche en dirección al Este.

Casi no hablamos. Yo le pregunté si el teléfono de la casa de Beaulieu estaba conectado y ella me dijo que sí. Aparentemente, Adela Sanger siempre lo dejaba todo listo para uso inmediato en sus casas; había descubierto que era más práctico hacerlo así.

Lucía había llevado ropa de cama, toallas, y un poco de pan. Tan pronto como abrió la puerta de la casa, yo empecé a llevar las cosas que había en el coche. La lluvia, la oscuridad y los escalones me hacían ir lento. Cuando terminé, ella ya tenía un fuego encendido en la chimenea.

– En un momento -me dijo-, prepararé algo de comer, una tortilla quizá.

Mi sorpresa fue demasiado evidente y no le pasó desapercibida. Ella arqueó las cejas.

– ¿Creía que le iba a dejar en medio de todo este lío y largarme directamente a Cagnes?

Eso era precisamente lo que yo había pensado que haría.

– Pensaba si alguien se fijaría en el coche que está afuera -dije.

– ¿Cree que alguien lo verá en la oscuridad?

No esperó a que yo le contestara.

– Bien -continuó-, ahora veamos dónde puede dormir. Arriba hay un amplio dormitorio, que Adela me aconsejó que utilizase si me trasladaba aquí. Las ventanas de esta fachada no se ven directamente desde la casa de los vecinos. Y con las cortinas, nadie puede ver ninguna luz desde fuera. Pero tenemos que asegurarnos de las cortinas primero. Debí haber traído una linterna.

Yo saqué cerillas y subimos las escaleras. Le alumbré con una desde el marco de la puerta mientras ella entraba en el dormitorio y corría las cortinas. Luego encendió la luz y apareció una amplia cama de matrimonio y un amplio espacio de cretona a rayas amarillas y blancas. El estrecho vano de una puerta daba al cuarto de baño. Lucía echó un vistazo en derredor en actitud crítica. En un rincón había un armario de pino estilo siglo XIX. Se dirigió a él y empezó a sacar mantas y almohadas.

– No está mal -dijo-. Las casas de Adela son caras de alquilar, pero valen el dinero que cuestan.

– No hay ninguna posibilidad de que venga nadie a molestar, supongo.

– Como mínimo durante un mes, no. Algunas casas están alquiladas todo el año, pero la mayoría sólo lo están durante el verano, de mayo a septiembre. ¿Estará cómodo aquí?

– Seguro que sí.

– No hace mucho calor ahora, pero si sube la estufa eléctrica que hay abajo, le secará un poco las mantas. Ahora podremos tomar una copa. Usted la necesita. La cama se puede hacer más tarde.

Lucía como ama de casa era una sorpresa. Sus modales, la soltura con que se movía, cambiaron de un modo súbito pero imperceptible. En cuestión de cinco minutos reunió los elementos necesarios de la desconocida cocina como si estuviera en su casa.

Recibió con una sonrisita burlona mis compras de comida (me había olvidado, entre otras cosas, de comprar mantequilla, con lo que la tortilla quedaba descartada), pero no se preocupó demasiado. No sé cómo, pero consiguió hacer un delicioso plato a base de huevos con la ayuda de una lata de tomate frito y unas rodajas salteadas de embutido de ajo. Los cominos acompañándolos con pan y una botella de vino tinto, en una mesa baja de café situada junto al fuego.

Yo había esperado que ella tendría ganas de seguir hablando de nuestros planes cara a la semana siguiente, pero me equivoqué. La autoridad para hacer planes, al parecer, me la había dejado a mí; su misión, por lo tanto, sería la de proporcionar provisiones, apoyo táctico y cuidar de mi estado moral. Había recogido algunos datos acerca de mi vida privada de boca de Adela Sanger; ahora deseaba saber cosas de mis amigos: sus ocupaciones, edad, estado civil, dónde vivían, cuanto ganaban, qué decían, qué pensaban. Cuando mencioné a una mujer a quien yo conocía bien porque trabajaba para un semanario, su interés se hizo mayor y sus preguntas resultaron más prudentes. ¿Es ese tipo de mujeres con las que uno se acuesta?, se estaba preguntando. Al comprender que esto no era posible, su actitud se hizo más directa.

– ¿Qué pasará la semana que viene cuando todo el mundo le esté buscando? -preguntó-. ¿No estarán preocupados sus amigos por usted?

– Supongo que sí. Pero no puedo hacer nada.

– ¿Y su amiga particular?

– ¿Mi amante, quiere decir?

– Ah, no me había contado nada de ella.

– Porque no existe.

– ¿No tiene nada por el estilo?

La incredulidad de su tono hubiera resultado insultante si yo no me hubiera estado preguntando cómo podía salir airoso del atolladero.

– De momento, no.

– ¿Por propia voluntad?

– En parte, supongo.

Sus cejas se arquearon en ademán burlón.

– Ah, comprendo. Es usted uno de esos muy difíciles de contentar -se sonrió-. ¿Qué fue de la última?

Yo me tomé un trago de vino antes de contestar.

– Ya casi la he olvidado -le dije-. El hombre del hospital me dijo que la olvidaría por completo al cabo de poco tiempo.

Su sonrisa se esfumó.

– ¿Qué ocurrió? ¿Murió?

– Que yo sepa, está con más vida que nunca. En aquel hospital, el paciente era yo.

– ¿Y usted no tiene ganas de hablar sobre ella?

– Ni de pensar en ella si puedo.

– Ya comprendo. Esa mujer formaba parte de los tiempos difíciles.

– Sí.

Por fortuna, Lucía no siguió con el mismo tema. Terminó el vino que tenía en el vaso y empezó a limpiar la mesa. Yo empecé a ayudarla, pero ella me lo impidió.

– No, lo hago más rápido yo sola. Termine el vino. Haré un poco de café. Un minuto o dos más tarde la oí salir de la cocina y subir las escaleras para hacer la cama. Yo me quedé donde estaba. Me encontraba muy cansado, y la conversación sobre Madeleine me había deprimido horriblemente.

En esas ocasiones en que me hallo tan deprimido, algo raro se me nota en la cara. Lo sé. Ella lo notó en el momento en que entró con el café. Le cogí la bandeja y ella se dirigió al armario y trajo la botella de coñac que yo había abierto la noche de la entrevista.

– ¿Cree que podrá dormir bien aquí? -me preguntó-. Personalmente, por alguna extraña razón, encuentro diferencia entre una casa extraña y la habitación de un hotel. Incluso una casa como esta es algo muy personal.

– Me atrevería a decir que el coñac me ayudará.

Lucía se sentó y sirvió el café.

– Cuando Adela me acogió -dijo-, yo era presa, como se puede imaginar, de una especie de crisis de nervios. Consiguió que su médico le diera una receta y me trajo unas pastillas sedantes. Me quedan unas pocas. Ya sé que no son lo mismo que un somnífero, pero se las podría traer mañana, si quiere.

– ¿Sabe de qué tipo son?

– Luminal, creo. O algo así.

– Gracias. Me vendrán bien.

– Si me hubiera dado cuenta -dijo secamente-, las habría metido en el bolso esta noche.

Esto me hizo sonreír.

– No está usted acostumbrada a tratar con inestables psíquicos.

Lucía se ruborizó enfadada.

– Si puede sonreírse al referirse a usted mismo en esos términos, uno ha de suponer que, o bien no cree en lo que dice, o goza humillándose a sí mismo. En cualquier caso, no resulta atractivo.

– No era mi intención serlo. Trataba de describir simplemente una situación. Me sonreí porque puso usted una cara como si el olvido del Luminal fuera una cosa tan ordinaria como el de la mantequilla que me ocurrió a mí. ¿Me comprende?

Ella trató de asimilar mi frase y luego se encogió de hombros.

– Antes dijo que era usted un cobarde; ahora dice que es un inestable psíquico. Sólo se acuerda siempre de los malos ratos y sólo cuenta cosas malas de usted mismo. ¿Por qué? ¿Porque es estúpido? No me lo parece. Tal vez, sin embargo, porque piensa que cuando una persona tiene miedo de muchas cosas, esto le hace ser un cobarde. Tal vez porque, al pensar continuamente en las ofensas que ha recibido, ya cree que es un anormal definitivamente.

Había estado mirando al fuego, pero ahora levantó la cabeza y me miró directamente.

– Pero no espere que yo le siga el juego -continuó-. Para mí es usted un hombre completamente normal. Puede que no sea usted feliz, pero eso es asunto suyo. No tengo intención de comportarme con usted como si se tratara de "una especie de". No tengo intención de "comportarme" con usted como si fuera un anormal. Nunca me han gustado los seres deformes.

– Entonces supongo que no tendrá problemas en negar su existencia. Al fin y al cabo -añadí en tono más razonable-, lo nuestro es simplemente una relación de negocios.

– Exactamente -dijo, y se puso de pie-. Creo que es hora de irme. ¿Hay alguna otra cosa que deba traerle, aparte de lo que ya hemos hablado?

– Si se me ocurre algo, ya le telefonearé.

Se puso el abrigo, la peluca y el pañuelo de la cabeza. Yo apagué la luz antes de abrir la puerta de la calle. Lucía salió sin decir otra palabra.

Nuestra aversión mutua era casi completa.

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