Metí apresuradamente el resto del dinero en el bolsillo y esperé a que hubiera desaparecido. Entonces, encendí un cigarrillo.
Al cabo de un rato mis manos dejaron de temblar y mi cabeza ya podía pensar. Tras meditar un rato la situación, salí del coche, desaté las placas TT -una pequeña desilusión para mí- y las dejé detrás de un barril vacío de gasoil. Luego, regresé despacito hacia la casa de Beaulieu.
Un poco antes de coger la pista por donde se bajaba a la casa, vi un coche aparcado cerca de la entrada de un pequeño chalet. Sus luces estaban apagadas, pero había un hombre al volante, se veía el destello de su cigarrillo. Podía estar esperando a alguien del pequeño chalet, pero yo estaba casi totalmente seguro de que no. Yo pasé de largo sin desviarme y me detuve quinientos metros más adelante. La carretera tenía una fuerte pendiente en aquel lugar. Me detuve junto a un alto muro de contención y bajé del coche.
Poniéndome de pie sobre el techo del coche podía mirar por encima del muro y veía, en la falda de la colina un poco más arriba, el techo de la casa donde Lucía me estaba esperando y las luces de las casas vecinas. En medio, había un triángulo de terreno muy pendiente y abrupto que, tiempo ha, había sido arreglado en bancales para el cultivo de la vid. Lo conocía porque se veía parte de él desde la ventana de la habitación. En uno de los lados había una pequeña chabola cuadrada de cemento con un letrero rojo que ponía "peligro" en la puerta de metal; era algo relacionado con la electricidad. Como sabía que se hallaba inmediatamente debajo del patio de la casa, podía usarla como punto de referencia cuando perdiera de vista la casa propiamente dicha.
Trepar por el muro no era difícil, en la estructura había agujeros bastante grandes para meter los pies y la altura del otro era inferior a un metro. Pero subir por la colina me había parecido más fácil de lo que realmente era. La lluvia había hecho profundos barrancos en las viejas terrazas cubiertas de matorrales y de piedras sueltas. No me atreví a utilizar la linterna y la luna no me servía de mucho. Tuve que avanzar en zigzag dando tropezones a lo largo de la terraza y luego trepar a la siguiente. Cuando llegué al muro de ladrillo que marcaba el terreno perteneciente a la casa, me hallaba exhausto. Afortunadamente, el muro era bajo pues había sido edificado para evitar que las lluvias del invierno se llevasen la tierra del jardín sin quitar la vista desde el patio. Sobre él había una fila de macetas. Aparté tres de ellas y trepé.
Lucía había oído mis pasos y había apagado la luz y abierto la puerta antes de que yo llegara junto a la casa.
– ¿Estás bien? -me dijo-. No oí el coche.
– Está abajo, en la carretera.
Ahora ya estábamos dentro de la casa, la luz estaba encendida otra vez y ella había visto por mi cara que me encontraba apurado. Puesto que además jadeaba, no se le ocurrió pensar otra cosa que había estado escapando de alguien.
Se me quedó mirando sin decir palabra.
– Todo ha ido bien -dije yo-. Aquí está el dinero.
Saqué del bolsillo los dos sobres y se los di.
– Estoy así porque he subido por la colina.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– Ya te lo contaré cuando haya recobrado el aliento.
Ella miró dentro de los sobres y me dijo:
– ¿Te lo han querido quitar?
Yo negué con la cabeza y me senté. Sobre la mesita del café estaba la segunda botella de champán en un cubo de hielo y a su lado había dos copas. Yo abrí el champán y llené las copas. Lucía se sentó a mi lado; pero tan pronto empecé a contarle lo ocurrido se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación.
– ¿Están vigilando esta casa ahora? -me preguntó cuando terminé-. ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Y también de que están vigilando tu casa de Cagnes. Es lo lógico desde su punto de vista. A partir de ahora y hasta que vayamos a la policía, vigilarán todos nuestros pasos.
Lucía se detuvo frente a mí.
– ¿Qué crees que debemos hacer?
– Hay tres posibilidades. Podemos ir a la policía mañana por la mañana, como yo les dije. Podemos meter este dinero en el banco, como he dicho que haríamos, aunque no me parece muy recomendable. Casi con toda seguridad que en el banco nos reconocerían y entonces tendríamos problemas de otro tipo. Creo que si vamos a ir directamente a la policía, debemos esconder primero este dinero, aquí o en Cagnes. Después podremos decidir lo que haremos con el segundo ejemplar de los informes: entregárselo a la policía, o esconderlo e intentar vendérselos más tarde a Farisi.
– Más tarde no querrá comprar -dijo ella con impaciencia-. Ya se habrá marchado de aquí. Se supondrá que se lo hemos vendido a los italianos por un precio más alto y se largará.
– Siempre nos podremos poner en contacto con él.
– Entonces pensará que no pudimos vendérselo a los italianos y nos ofrecerá una miseria. O peor, le dirá al Encargado de Negocios iraquí que presente una queja al Quai d'Orsay por tener en nuestras manos ilegalmente una posesión perteneciente a un ciudadano iraquí. La única razón por la que no lo hace ahora es porque tiene miedo que le vendamos los informes a otros.
– Muy bien. Esto nos lleva a la segunda posibilidad. Ponemos este dinero en lugar seguro por el momento, vamos a la policía por la mañana y enviamos la segunda copia por correo a Farisi como regalo gratuito.
Hubo un tenso silencio. Yo no le miraba a la cara, pero sentía que ella me examinaba con todo cuidado.
– ¿Es eso lo que deseas hacer, amigo mío? -dijo al fin.
Yo levanté la vista. Lucía tenía los puños agresivamente clavados en las caderas. En cualquier momento, uno de ellos iba a salir disparado hacia mí, pensé.
– Eso depende.
– ¿De qué?
Me di cuenta, al preparar la respuesta, que me iba a obligar a mí mismo a actuar de un modo que me aterrorizaba. En cierto sentido, fue como en el momento en que me tomé los barbitúricos. El acto de tragar las pastillas, ayudándolas con coñac y agua, había sido casi automático, como si las manos y la garganta hubiesen actuado independientemente del cuerpo al que pertenecían con la finalidad de ejecutar una sentencia.
– Depende de cuánto dinero de Skurleti vayas a darme. Yo necesito ciento cincuenta mil. Si a ti te parece bien, entonces podemos acostarnos temprano y levantarnos con el canto del gallo para presentarnos a la policía.
Me contestó algo tan ingeniosamente indecente que me hizo sonreír.
– Muy bien -le dije-, consideremos, pues, la tercera posibilidad. Significa lo siguiente. De algún modo, tenemos que sacarnos de encima a esa gente, a Skurleti, a los agentes que utiliza, los hombres del Comité, y acudir a la cita con Farisi mañana a la clínica. Luego, si todavía estamos vivos, tenemos que vivir lo suficiente para recoger el dinero. ¿Qué te parece eso?
Sus puños se distendieron un poco, pero todavía no estaba muy segura de mí.
– Lo que yo deseo saber es lo que te parece a ti.
– Si con eso quieres decir si me asusta la perspectiva, mi respuesta es: "sí, me asusta". Pero si me estás preguntando qué es lo que yo pienso que debemos hacer, creo que ya te lo he dicho.
Lucía arrugó el ceño.
– No te entiendo.
– Dejé el coche en la carretera, al pie de la colina. Trepé hasta aquí a gatas prácticamente. No lo hice para divertirme. Lo hice para que el hombre que vigilaba la casa no se enterase de que yo había vuelto, y no supiese tampoco, si nosotros no queremos, que habíamos decidido marcharnos.
– ¡Ah!
Se acercó y se sentó a mi lado.
– No deberías gastar esas bromas tan pesadas.
– No eran bromas. Si fuéramos sensatos, nos olvidaríamos de Farisi y nos conformaríamos con lo que tenemos. Pero me parece que somos demasiado locos y demasiado avaros para eso.
Lucía se sonrió y me dio un golpecito en la rodilla.
– Locos y avaros quizá, chéri, pero también inteligentes y encantadores.
– El encanto no nos servirá de mucho en este momento. Tenemos que desaparecer durante veinticuatro horas como mínimo.
– Seamos inteligentes, pues.
– Intentémoslo, por lo menos. Tenemos que suponer que la casa de Cagnes está vigilada también. De todos modos, tenemos que entrar en ella, y ha de ser esta noche.
– ¿Pero para qué? Yo me puedo quedar aquí. Pasado mañana, la mujer de la limpieza…
– Te olvidas de una cosa. Una vez que se den cuenta de que les hemos dado esquinazo y que no vamos mañana a la policía, nos buscarán por todas partes. Si nos encuentran, nos matarán. Tendremos que escondernos. ¿Y qué haremos con los documentos que tendremos que llevar a la policía cuando nos presentemos a ella? ¿Dónde están?
Lucía se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.
– ¡Qué imbécil soy!
– Están en la casa, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza:
– En un cuarto trastero que hay bajo la terraza. Allí está la maleta.
– Tendremos que recogerlos esta noche, o ya no tendremos oportunidad de recogerlos nunca más. ¿Hay algún modo de acercarse a la casa sin ser visto desde la calle?
Ella se quedó pensando por un momento.
– Hay un sendero por la parte de atrás, junto a una vieja cisterna de piedra. Adela dice que debe de ser de la época de los romanos. Hay una fuente. El hortelano dueño de los olivos tiene unas cabras. El agua de la fuente se ha hecho salina ahora, pero cae dentro de la cisterna todavía y las cabras la beben.
– ¿Si pudiéramos entrar en el bosquecillo de olivos, conseguiríamos penetrar en la casa?
– Hay una empalizada para que las cabras no se escapen, pero tiene una cancela. Adela le paga al hombre de las cabras para que le riegue las plantas.
– ¿Tú sabes cómo llegar al bosquecillo de olivos?
– No, pero tiene que haber un camino. Lo encontraremos.
– Primero tenemos que pensar a dónde iremos después.
– Tenemos el apartamento de Roquebrune.
– ¿Qué apartamento es ese?
– Adela me dio las llaves de tres sitios -me explicó Lucía-: la casa de Cagnes, ésta y un apartamento en Roquebrune. Todos están alquilados para el verano, pero hasta mayo no serán ocupados. Las de aquí y las del apartamento de Roquebrune me las dio por si tenía que salir apresuradamente de Cagnes, y porque no hay ninguna mujer de la limpieza que se ocupe de estos dos sitios de momento.
– ¿Cuántas casas tienen los Sanger?
– Unas treinta, creo.
– ¿Y cuántas están ocupadas en esta época del año?
– Tres o cuatro.
– Bien, puedes estar segura que Skurleti conoce el apartamento de Roquebrune. Le costaría poco tiempo encontrarnos.
– Le llevó dos días verificar la lista que tú le vendiste.
– Ahora tiene ayuda -dije yo.
Nos quedamos sentados durante un momento en un silencio aterrador. Súbitamente, Lucía se enderezó.
– Hay un sitio donde no pensarían en buscarnos. ¡La casa de Patrick en Mougins!
– Hay una criada allí.
– Se puede ir a Cannes a pasar unos días con su hermana. Adela puede darle unas vacaciones.
– ¿Y sabes dónde están los Sanger ahora?
– Naturalmente. Están en la costa, en Italia, cerca de San Remo. Puedo telefonearles.
– No creo qué estén especialmente dispuestos a ayudarnos en este momento.
– ¿Por qué no? Pronto iremos a la policía. Sería muy molesto para Patrick si no fuéramos discretos acerca de cómo me ayudó antes. ¿Les telefoneo ahora mismo?
Me lo pensé un segundo. Era muy poco probable que Sy siguiese vigilando La Sourisette; y Skurleti seguramente la habría tachado de su lista por estar ocupada. Si conseguíamos que los Sanger enviasen fuera a la criada de la que él había dicho que estaba acostumbrada a "ser discreta" en su ausencia, la cosa podía resultar.
Asentí con la cabeza.
– Muy bien. Vale la pena intentarlo.
Lucía tuvo que pedirle el número al operador de la telefónica. Era una fonda.
– Tienen negocios allí -me explicó mientras esperaba-; una planta embotelladora de bebidas dulces. La gente del pueblo los conoce y es lógico que se hayan ido allí en este momento. Están instalando maquinaria nueva.
Cuando concertaron la llamada, Lucía preguntó por " la Signora Chase ".
– ¿Adela? Soy Lucía… sí, muy bien… ¿Has leído los periódicos?… pero hay ciertas dificultades… es cuestión de dos días más solamente… no, no más, es simplemente que necesitábamos otro sitio a donde irnos… ¿me comprendes?… Sí María pudiera irse dos días con su hermana… no, no, Adela… querida, escucha… sería lo mejor para todos… nada de escándalos, nada de publicidad… Adela, escucha… sí, sí, claro… él lo comprenderá.
Lucía se sonrió hacia mí.
– Va a consultar con Patrick.
Pasó medio minuto, luego oí la voz de Sanger en el auricular.
Lucía dijo.
– ¿Cómo estás, Patrick? Sí, yo bien. Sí, está aquí. Un momento.
Me pasó el teléfono diciendo:
– Quiere hablar contigo.
Sanger no perdió el tiempo en preguntarme por mi salud, sino que fue directamente al grano.
– ¿Es realmente necesario lo que pide Lucía?
– Muy necesario.
– ¿Entonces aún no han hecho el trato?
– ¿Qué trato?
– Oh, vamos -dijo irritado-; le diré dos cosas. Que me haya hecho el tonto la otra noche, no quiere decir que lo sea. Nunca he dejado de preguntarme por qué rechazó los treinta mil dólares. En lo único en que no pensé es en que tenía entre manos un pez mayor para freír.
– Entonces, tampoco yo lo pensé.
– Pero ahora sí, ¿eh?
– En cierto modo.
– ¿De qué tamaño es?
– El doble del suyo.
Sanger dejó escapar un silbido.
– ¿Y necesitan cuarenta y ocho horas para atraparlo? ¿No es eso?
– Eso es.
– ¿Y para mí, cuánto?
– La inmunidad.
– Esta vez tendrá que pensar algo mejor. Está en un apuro.
– Espere un minuto.
Lucía había estado intentando seguir la conversación y lo había logrado sólo en parte.
– ¿Qué quiere? -me preguntó.
– Ha olido que hay dinero por medio. Quiere su parte.
– ¡Ah! -levantó las manos en señal de disgusto-. ¿Ves cómo es?
– Cree que se trata de unos sesenta mil dólares. ¿Qué le digo? ¿El diez por cien?
– ¡Seis mil dólares!
– Vale la pena en estas circunstancias. Al fin y al cabo, te quedará medio millón limpio… un poco más en realidad. Tenemos que irnos a alguna parte, Lucía.
– Es un chantaje.
Y se encogió de hombros desalentada.
– La inmunidad más el diez por cien -dije hacia el teléfono.
Sanger se rió burlonamente.
– Eso está mejor. ¿Cuándo tendrá lugar la transacción?
– Pasado mañana.
– Le diré a María que deje las llaves en una de las macetas que hay frente a la puerta de la entrada. Cogerá el autobús de Cannes a las ocho de la mañana. Podrán entrar cuando quieran después de esa hora.
– ¿No podría ser un poco más temprano? A esa hora ya es día claro.
– Y sería un problema, ¿no? Bueno. Le diré a María que deje abiertas las puertas del garaje. Entren con el coche y quédense allí hasta que ella se haya ido. Pueden fiarse de ella. Fingirá que no sabe que están ustedes allí. Pero será mejor para todos que no le reconozca a usted. Cuanto menos sepa, mejor. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Ya nos veremos.
Metimos el dinero de Skurleti y el segundo ejemplar de los informes en mi maleta, junto a las cosas que yo tenía. Después, deshicimos la cama y limpiamos un poco para borrar en todo lo posible las huellas de mi estancia. Aunque Lucía estaba muy enfadada con Sanger por su chantaje, no quería traicionar a su mujer. Si Adela no debía verse comprometida, nuestras explicaciones a la policía debían incluir la versión de los hechos entretejida por ellas cuando Adela se prestó a esconderla. Lucía me lo contó apresuradamente mientras trabajábamos.
Ella diría que nunca había visto a Adela Sanger y que había alquilado la casa de Cagnes por carta, a nombre de la señora Berg, desde Suiza, antes de la muerte de Arbil. Ella y Arbil, diría, esperaban pasar los meses de primavera allí y habían pagado la renta por adelantado y en metálico.
Adela Sanger, si la interrogaban, diría que Madame Berg había llegado inesperadamente diez días antes y le había telefoneado contándole una triste historia sobre una operación de cirugía plástica y pidiéndole que le adelantara la fecha del alquiler. Madame Sanger no había visto ningún inconveniente en acceder, puesto que la casa estaba vacía en aquel momento y la renta ya estaba pagada. Así pues, dio órdenes a la mujer que cuidaba de la casa que permitiese a la pobre Madame Berg trasladarse inmediatamente. Madame Sanger nunca había puesto los ojos sobre Madame Berg.
– Todo esto está muy bien -objeté yo-, pero ¿cómo explicaremos que la mujer de la limpieza no me haya visto cuando se supone que yo estuve viviendo allí contigo? Ya sé que tiene mala vista, pero aun así…
– Sólo viene por las mañanas. Y por las mañanas, tú te encerrabas en el cuarto trastero.
– La policía no lo creerá.
– Pues tendrán que creerlo. No podrán probar otra cosa. ¿Estamos listos ya?
Pasaba la medianoche.
Apagamos las luces y salimos de la casa sigilosamente. Lucía llevaba pantalones flojos y no tuvo problemas para saltar la cerca. Yo volví a poner las macetas en su sitio y empezamos a bajar la colina.
Yo iba delante, pero la maleta me estorbaba y no podía hacer mucho para ayudar a Lucía. A mitad del camino, se cayó en un hoyo y la peluca se le fue. Tuvimos que detenernos para buscarla. Luego, yo me torcí un tobillo; no mucho, pero lo suficiente como para que el resto del descenso resultara aún más difícil. Cuando llegamos al muro de contención del fondo, tuvimos que detenernos a descansar antes de intentar bajarlo. Mientras lo hacíamos, descubrí que los dos agujeros que yo había utilizado para subir no eran claramente visibles desde arriba. Así que no tuvimos más remedio que usar la linterna. Afortunadamente no pasaban coches mientras bajamos, pero fue un minuto de gran tensión nerviosa.
Metí la maleta en el coche, subí al asiento del conductor y encendí las luces, pero no arranqué inmediatamente.
Lucía me miró.
– ¿Qué pasa?
– Me estaba preguntando qué camino coger.
Esto era cierto sólo en parte. Lo que realmente me estaba preguntando era si la entrevista con Skurleti, que indudablemente me acobardó, no me había asustado tanto que empezaba a ver imaginaciones, que había empezado a ver hombres del Comité hasta debajo de la cama. Sin duda, el esfuerzo de subir y bajar la colina y el dolor del tobillo, demasiado real, habían influido en mí; pero la verdad es que sentí de pronto la necesidad de ver si el hombre del coche me seguía esperando o no. Si no estaba, es que yo hacía el payaso y estaba logrando que Lucía también lo hiciese.
– A través de Beaulieu -me dijo-, por el Pont St. Jean.
– Sería más rápido si volvemos a Corniche.
– ¿Y el tipo que está vigilando la casa?
– Siempre que pasemos de largo, no se dará cuenta. Además, será una buena idea si le echamos un vistazo.
Lucía me hizo una mueca cómica.
– ¿Quieres ver si todo eso que hicimos fue por nada?
No tenía sentido negarlo.
– Pues sí, eso es.
– Muy bien.
Puse el coche en marcha, di la vuelta y doblé la curva a toda velocidad.
Estábamos a unos cincuenta metros de la pista que baja a la casa y ya se veía el extremo del muro medio derruido que la marcaba cuando las luces largas del otro coche se encendieron.
Por un momento me deslumbraron. Noté que Luda había levantado las manos para taparse la cara. Luego ya habíamos pasado las luces y ya estábamos en la espeluznante curva de la cima. Yo apreté el acelerador a fondo. Cuando pasamos junto al coche, vi a un segundo hombre que estaba sentado a caballo de una motocicleta con un bocadillo en la mano y la boca abierta. Por el retrovisor le vi tirar el bocadillo y accionar con el pie el pedal de encendido.
Con un tremendo patinazo, entramos en el cruce de la Corniche.
– ¡A la izquierda! -gritó Lucía.
Yo giré a la izquierda. Casi inmediatamente, la carretera pareció caer en picado delante de nosotros… estábamos bajando la colina otra vez. Apreté los frenos a fondo y el peso del coche hizo oscilar la suspensión. Había una serie de curvas cerradas, que yo tomé a demasiada velocidad, y luego nos encontramos en las afueras de Villefranche sobre el puerto.
Lucía miraba hacia atrás.
– Yo creo que ha debido seguir a la Corniche -dijo-. No creo que nos viera girar. ¿Nos detenemos para asegurarnos?
Ahora estábamos en la carretera general que pasa junto a la costa hacia Niza.
– Creo que lo mejor sería continuar.
Me hallaba muy enfadado conmigo mismo. Mi deseo de asegurarme había aumentado el peligro para los dos. Habíamos dado pruebas efectivas no sólo de saber que estábamos vigilados, sino además de que tratábamos de eludir dicha vigilancia.
Skurleti y sus aliados temporales del Comité ya no tendrían que esperar a la mañana para conocer nuestra "mala fe y hostilidad". Yo les había ofrecido la prueba por adelantado.
Lucía dijo:
– Bueno, ahora ya lo sabemos.
– Desgraciadamente, ellos también. Debí haber tenido más sentido.
– ¡Oh, Chéri, no te atormentes! No te habían visto regresar a ninguna de las dos casas. Hubieran empezado a buscarnos de todos modos. Lo mismo da.
– No da lo mismo si nos encuentran.
– Procuraremos que no lo hagan.
Antes habíamos decidido entrar en Cagnes por la carretera de Vence y dejar el coche bastante lejos de la Rue Carponière. Lucía me indicó el camino a través de Niza. Las calles estaban prácticamente desiertas y lo hicimos rápido. Sólo antes de llegar a Cagnes disminuí un poco la marcha y empezó a buscar la carretera lateral que lleva al huerto.
La encontramos sin muchas dificultades. Pasaba junto a una pequeña granja y luego por delante de dos o tres casuchas, haciéndose cada vez más abrupta al girar a la izquierda del valle. El huerto era una estrecha franja de tierra llana en forma de rombo, con el bosquecillo de olivos al fondo. Pasamos junto a una zona vallada dentro de la cual había largas hileras de campanas de cristal, luego llegamos junto a unos invernaderos. Detrás había un almacén de dos pisos con construcciones adyacentes.
Me detuve junto al invernadero. Era evidente que la carretera terminaba en la casa. El ruido de un coche hubiera hecho ladrar a los perros. Lucía pensó que ya estábamos demasiado cerca. Yo di marcha atrás haciendo el menor ruido posible y regresé a donde empezaba la valla de propiedad. Luego le di la vuelta al coche y lo aparqué bajo un plátano.
Todo estaba en el mayor silencio, pero el bosquecillo de los olivos rezumaba una tranquilidad especial. Los árboles eran viejos, y la ligera brisa no movía sus ramas espesas y retorcidas. Sólo se movían las hojas, susurrando suavemente. Mientras avanzábamos, se agitó ante nosotros la forma negra de una cabra y la cadena con la que estaba amarrada resonó en el silencio de la noche. Luego se levantó frente a nosotros la forma de la cisterna y se oyó el murmullo del agua que caía. Segundos más tarde habíamos encontrado el sendero.
Avanzamos por él hasta la cancela del huerto. Ahora ya veíamos la casa. Lucía desatrancó la cancela sigilosamente. Tenía un fuerte muelle; los goznes estaban resecos y chirriaron al entrar nosotros en el huerto.
Dentro, lo único que pude ver fue un sendero de ladrillo con escalones poco profundos para salvar el desnivel, y unos arbustos bastante altos. Al acercarnos a la casa, los arbustos se hacían más espesos y el sendero terminaba en una plataforma pavimentada con una gran mesa rústica de caballete en medio y un cobertizo de listones por encima para proteger del sol. En los rigores del estío, debía ser allí donde comía la gente de la casa.
Subimos tres escalones y el sendero se bifurcó. La puerta del cuarto trasero estaba a la derecha.
Lucía buscó a tientas en el bolso.
– Un momentito -dijo-. Tengo aquí la llave.
– ¿Quieres que te alumbre?
Yo había llevado conmigo la linterna.
– No, ya la tengo.
Tuvimos realmente mucha suerte. Hablábamos en voz baja, naturalmente. Sabíamos, o suponíamos, que había hombres vigilando la casa desde la calle de enfrente, pero la calle se hallaba a bastante distancia.
No encendí la linterna hasta que la puerta estaba abierta, y cuando lo hice dirigí la luz hacia el interior. Entramos.
La mayoría de la estancia estaba ocupada por muebles de jardín y herramientas. En una de las paredes había un amplio estante en el que estaban amontonados los cojines de las sillas del jardín. La maleta no aparecía por ninguna parte.
– Detrás de los cojines -dijo Lucía.
Me cogió la linterna y la enfocó hacia un extremo del estante. Yo empecé a apartar los cojines de allí. Un momento más tarde pude ver la maleta. Era una reliquia de los días anteriores a los viajes aéreos; estaba hecha de metal con líneas de remates a la vista y gruesos recuadros de piel en las esquinas. Estaba pegada a la pared al fondo del estante, bajo las vigas. Me subí a una silla para cogerla.
En aquel momento, el suelo de la terraza que estaba sobre nosotros crujió.
Oí que Lucía contenía el aliento. Apagó la linterna al instante. Ninguno de nosotros se movió. El suelo de la terraza volvió a crujir. Alguien andaba lentamente arriba. Luego, oímos un murmullo de voces… voces de hombre, aunque era imposible distinguir lo que decían.
Lucía encendió la linterna de nuevo y enfocó hacia el estante.
Yo la miré fijamente.
– Rápido -murmuró.
Levanté la maleta del estante y bajé de la silla. Lucía mantuvo la linterna encendida hasta que llegamos a la puerta.
Nos hallábamos de nuevo en el desvío del sendero y Luda se había vuelto para volver a cerrar la puerta, cuando oímos ruido de voces procedentes del lado de la casa.
La cogí por el brazo y la empujé por los escalones abajo hacia la plataforma pavimentada. Luego, un chorro de luz parpadeó en el sendero delante de nosotros y yo empujé a Lucía hacia la sombra de los arbustos.
La luz volvió a parpadear y se hizo más fuerte cuando el hombre que sostenía la linterna llegó al desvío del sendero. El de la linterna dijo algo a su acompañante y empezaron a andar hacia la casa. Cuando la luz descubrió la puerta abierta del cuarto trastero, el hombre dejó escapar una exclamación y echó a correr hacia ella.
Ahora podíamos verlos. El de la linterna llevaba puesto un casco de motociclista. El otro tenía un sombrero como el mío y empuñaba un arma. El del casco se agachó y luego entró, receloso, en el cuarto trastero. No esperé a ver lo que hacía el otro hombre. Apreté el brazo de Lucía y nos trasladamos rápidamente por el sendero abajo buscando un sitio donde los arbustos fueran más espesos para escondernos de nuevo.
Ahora ya no veíamos el desvío del sendero pero hasta nosotros seguía llegando la voz de los dos hombres. Yo no sabía lo que decían, pero parecía que estuvieran discutiendo la situación. Luego, sus voces se hicieron cada vez más débiles.
Yo tenía cogida la mano de Lucía y notaba su temblor. Cogí la maleta y tiré de ella hacia la cancela. Esta vez la abrimos muy lentamente y apenas hizo ruido.
No hablamos nada hasta llegar junto al coche.
– Esos hombres -dijo Lucía mientras yo ponía la maleta en el portaequipajes- son los que mataron a Ahmed.
– ¿Estás segura?
– Oh, sí. En esto no podría equivocarme. ¿Has entendido lo que decían?
– No. Pero sospecho que sé qué idioma hablaban. Creo que era checo.
Media hora más tarde entrábamos en el garaje de la casa de los Sanger en Mougins. La luz de la puerta principal se hallaba encendida, pero el resto del sitio estaba en la oscuridad. Eran las tres menos cuarto. Teníamos que esperar unas cinco horas antes de que María saliese para visitar a su hermana en Cannes.
El garaje era un antiguo granero acondicionado, parte del cual había sido cubierto con tarimas para ser utilizado como bodega. No había descorchador, pero encontré una botella de whisky con tapón de rosca que pudo ser abierta a mano.
Nos sentamos en el coche y bebimos whisky durante un rato. Luego, Lucía apoyó su cabeza en mi hombro y se puso a dormir.
Dormimos la mayor parte del día en la cama de la habitación de los huéspedes. María nos había dejado una nota indicándonos qué habitación debíamos utilizar, e informándonos que había comida en el frigorífico.
Comimos a última hora de la tarde. Una vez que se hubo despejado completamente, Lucía empezó a mirar el reloj y a preocuparse. ¿Habría entendido Farisi perfectamente lo que tenía que hacer? ¿Estaba seguro yo? Eran las cinco. ¿Habría ido al médico para que le dieran la receta con la que comprar las pastillas para dormir? Pronto saldría para el cine. ¿Sabía lo que tendría que decir cuando entrase en la clínica?
Comprobé que la mayor parte de su ansiedad se debía al hecho de que el plan de la entrevista había sido ideado fundamentalmente por ella. Ahora se sentía responsable de él. Y nuestra experiencia de la noche anterior le había hecho ver el peligro tan real y tan próximo como en Zürich.
Yo hice todo lo posible para calmarla intentando aparecer tranquilo y confiado, pero no era fácil. Traté de no pensar en la entrevista con Farisi. La ansiedad de Lucía era contagiosa.
Antes de salir, me tomé una copa, aunque una me pareció demasiado poco.
Habíamos creído prudente que yo llegase a la clínica exactamente quince minutos antes. De este modo, pensamos, no era posible que los hombres que seguían a Farisi me reconocieran; al mismo tiempo, no me exponía durante mucho tiempo a que las personas que utilizaban el patio me reconocieran accidentalmente.
Llegué allí exactamente a las ocho menos cuarto.
Había sido durante un fin de semana cuando hicimos la inspección del patio y entonces sólo había dos coches aparcados. Ahora había tres y una moto ligera. Yo conseguí meter el Citroën en el espacio que quedaba, pero me resultó muy difícil y cuando terminé estaba sudando. Encendí un cigarrillo para tranquilizarme. Deseaba aparecer tranquilo y sereno cuando me encontrase con el brigadier Farisi.
A las ocho menos cinco las cosas empezaron a ir mal. Entró en el patio un coche y se detuvo frente a mí con las luces largas encendidas y enfocadas hacia mi cara.
Del coche se bajó un hombre de cara ancha y colorada, con una gorra y una corbata de lazo. Se dirigió hacia mí agitando los brazos.
– ¿Qué hace usted aquí? -me preguntó enfadado-. Éste es mi sitio.
Yo encendí también mis luces largas para que le resultara más difícil verme la cara y le dije que ya me iba ahora mismo.
Pero no me hizo caso y continuó gritando.
– Tres veces esta semana -vociferó-. Es demasiado. Éste es un sitio privado -apuntó con el dedo a la señal del aparcamiento-. ¿No sabe leer?
Yo encendí el motor y le grité de nuevo que ya me iba.
– Se lo diré al conserje.
Y echó a andar hacia la portería.
Su coche me bloqueaba la salida. Sólo se me ocurrió hacer una cosa. Arranqué para interceptarle el camino. Al mismo tiempo, eché la cabeza por la ventanilla y le gruñí:
– Soy médico. Me llamaron aquí para un caso urgente y tengo que volver al hospital inmediatamente.
El otro titubeó.
– Así que -continué yo en tono acusador-, si fuera tan amable de apartar su coche, los dos podríamos dedicarnos a lo nuestro.
El hombre me estaba mirando directamente a la cara. Yo rogaba a Dios que no hubiese leído con mucha atención los periódicos, o que no tuviese una vista muy buena. Era lo único que podía hacer.
De pronto, levantó las manos en un gesto de váyase-al-diablo, hizo un ruido gutural de disgusto y volvió a subir al coche.
Al dar marcha atrás hacia la calle, pasé por delante de él y sus luces delanteras me enfocaron a la cara otra vez. Yo salí a la calle y giré por la primera bocacalle a la derecha antes de detenerme. Allí esperé durante un minuto o dos para asegurarme de que no me había reconocido en el último momento e intentaba seguirme. Luego encontré un sitio para aparcar frente a una tienda que ya había cerrado. Me bajé del coche y volví a pie. No tenía sentido darme prisa; no me hacía gracia llegar al patio antes de que el individuo terminase de aparcar su coche.
En cualquier caso, mis piernas no se hallaban muy dispuestas a correr, como no fuera en la dirección opuesta.
Eran en aquel momento las ocho en punto.
Entré en el patio con la cabeza inclinada y el estómago revuelto, y me dirigí directamente a la puerta de la clínica. Allí no había nadie todavía; así que esperé, preguntándome que haría si alguien salía a mi encuentro, si debería fingir que era un empleado de la clínica, y preguntándome también que haría con el brigadier Farisi cuando llegase, si llegaba. ¿Debería llevarlo conmigo al coche, o sería mejor celebrar la entrevista a la luz de la linterna en el patio?
De pronto se abrió la puerta de la clínica. El sonido me hizo dar un brinco al corazón. Un hombre alto, viejo y demacrado salió por ella, pasó junto a mí pidiéndome disculpas y se alejó con paso rápido y largo a través del patio.
El hombre me había asustado, pero su partida me había dado una idea. Al abrirse la puerta de la clínica yo había visto una escalera bien iluminada, con un diminuto vestíbulo al pie de la misma. Si el brigadier accedía a no levantar la voz, podríamos celebrar allí nuestra conferencia. Al menos, podría leer con facilidad las páginas de la muestra; los pacientes que saliesen no mostrarían mucha curiosidad y procurarían desaparecer rápidamente; el lugar incluso tenía un cierto aspecto de intimidad.
Abrí la puerta una pulgada o dos más para echar otro vistazo al vestíbulo y oí que alguien bajaba las escaleras. La abrí un poco más aún y levanté la vista.
Lucía me había dicho que Farisi era bajo y gordo; el hombre que bajaba las escaleras era bajo y fornido, pero yo estaba casi seguro que se trababa del brigadier. Tenía el típico aspecto rígido del militar no acostumbrado a vestir ropas de paisano. El traje era bueno, confeccionado en Roma seguramente, pero tenía todos los botones abrochados y la corbata era demasiado brillante. Tenía una piel lisa y aceitunada, cabello corto, nariz arrogante y un bigotito negro con algunas manchas grises. Sus ojos eran oscuros y vivos.
Al verme, hizo una pausa en las escaleras.
– ¿Brigadier Farisi? -pregunté yo.
El entonces continuó bajando.
– ¿Mr. Maas?
– Sí. Brigadier, ha surgido una dificultad y no tengo espacio en el patio para el coche.
Sus ojos negros me midieron de arriba abajo.
– ¿Entonces a dónde sugiere que vayamos? Tengo que decirle que me siguen implacablemente.
– ¿Le importaría que nos quedáramos aquí?
Se lo pensó un momento y sus ojos se desviaron hacia las escaleras.
– Pueden interrumpirnos.
– Si hablamos en voz baja, creo que será bastante seguro este sitio.
– Muy bien.
Le di las páginas del informe.
Farisi se puso unas gafas para leer y durante dos minutos hubo un silencio total.
Luego oímos voces arriba. Otro paciente que se iba. En lo alto de las escaleras se oía una respiración estertórea y alguien bajaba lentamente.
El brigadier me dirigió una mirada interrogante.
– Quizá podríamos esperar fuera un momento -le dije.
Farisi asintió con la cabeza y dobló la hoja. Salimos al patio.
Momentos más tarde se abrió la puerta y salió un hombre de anchos hombros, robusto, respirando penosamente y apoyándose al andar en un bastón con un taco de goma en la punta. Al alejarse, dejó tras él un olor a orina rancia.
El brigadier y yo volvimos al vestíbulo.
Nadie volvió a interrumpirnos. Cuando terminó la lectura, el brigadier asintió con la cabeza.
– De momento, muy bien -dijo-. ¿Cuándo me puede entregar todos los documentos?
– Mañana, brigadier.
– ¿Dónde?
– Le telefonearé más tarde, esta misma noche.
– ¿No puede decírmelo ahora?
– Más tarde.
– Tenemos que extremar las precauciones.
Sus ojos negros volvieron a sopesarme otra vez. ¿Debía confiar en mí realmente?
– No debe tener miedo por eso -dije yo con firmeza-. ¿El dinero estará en francos franceses?
– Sí. ¿Supongo que cuando tenga el dinero usted y esa mujer se irán del país?
– No. Ella se entregará a la policía.
– ¿Con una explicación razonable?
– Exacto. Naturalmente, no aludirá para nada a este asunto. Entregará los papeles personales del coronel Arbil.
– ¿Qué papeles?
– Tengo entendido que consisten, sobre todo, en una historia inacabada del pueblo kurdo.
La explicación pareció satisfacerle.
– Es hora de irme -dijo-. Estaré esperando en el hotel.
Con una reverencia, se dio la vuelta y volvió a subir las escaleras.
Yo esperé hasta que se perdió de vista y entonces salí al patio de nuevo. Todo parecía como antes. Comencé a andar hacia la puerta cochera. Incluso empezaba a sentirme aliviado. Pero de pronto, me detuve.
De pie, al lado de su motocicleta, justo en la parte interior de las grandes hojas de la puerta cochera, estaba el hombre del casco. Yo le vi en el momento en que trataba de levantar la máquina hacia atrás para dejarla sobre el soporte. Luego la dejó y comenzó a andar hacia adentro del patio mirando en torno a él. Era evidente lo que había ocurrido. El brigadier se les había perdido de vista durante demasiado tiempo y habían enviado a alguien para que examinase la parte trasera del edificio.
Yo estaba en la oscuridad. Por un momento pensé en la posibilidad de dar la vuelta en torno a los coches aparcados y luego echar una carrerilla, pero comprendí que sería inútil. Aun cuando pudiera llegar a la calle antes que él, todavía me faltaba un trecho hasta el coche; y él tenía un arma así como una moto. Mi única posibilidad era retroceder hacia dentro de la clínica antes de que él se hubiera adentrado bastante en el patio y notase la luz que saldría por la puerta cuando yo la abriese.
Tan pronto como estuve en el vestíbulo de nuevo, eché un vistazo a la cerradura de la puerta. Era del tipo Yale con una palanca para impedir que la puerta se cerrase sola. También había un cerrojo, pero yo no me molesté con esto. Levanté la palanca y la puerta quedó cerrada. Los pacientes podían salir igual, pero el hombre del casco no podía entrar si quería.
Sin embargo, esta era una ventaja a corto plazo. Yo sabía que no podía seguir allí mucho tiempo. No sólo porque pronto bajarían los últimos pacientes, sino porque además ya eran las ocho y media y pronto se iría el personal también. No tenía ninguna razón válida para quedarme allí al pie de aquella escalera particular: nadie en su sano juicio podía tener ninguna razón válida para ello. Si me veían allí, con toda seguridad que me harían una serie de preguntas y, con toda seguridad también, me reconocerían. No podía quedarme allí parado.
Y sólo había un camino que seguir: escaleras arriba.
En lo alto de las escaleras había un pasaje corto y estrecho que llevaba a un corredor. Un hombre con una bata blanca, un médico o un practicante pasó junto a mí en este corredor mientras yo titubeaba tratando de hacerme una idea de la distribución del edificio.
Tenía que seguir andando. Apreté los dientes, avancé apresuradamente hacia el corredor y giré a la izquierda.
Mis deducciones habían sido correctas: por aquí se iba a las escaleras que bajaban a la farmacia. Cerca del mostrador de recepción había dos salas de espera con tabiques de cristal opaco, y una puerta que, evidentemente, era la de la entrada. Desgraciadamente, la recepcionista también estaba allí: una mujer alta y delgada con una bata blanca. En aquel momento estaba pulverizando enérgicamente en el aire un desinfectante.
El suelo del corredor era de caucho. La recepcionista no notó mi presencia hasta que llegué casi a su lado. Pasé a través de una nube de desinfectante y me dirigí resueltamente hacia la puerta murmurando un casual "buenas noches".
Ya tenía la mano en el manubrio cuando oí que ella me llamaba:
– Ah non, Monsieur, la porte est encore fermeé. Il faut…
Lo demás ya no lo oí. Era cierto que la puerta se hallaba cerrada con llave, pero ésta aún estaba allí y no me llevó ni un segundo darle la vuelta. Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de mí, crucé el descansillo y corrí escaleras abajo. Por suerte, la puerta del fondo que daba a la farmacia no tenía cerradura sino un simple cierre neumático.
A través del pequeño círculo de cristal en el que se hallaba escrito el nombre de la clínica, se podía ver parte de la tienda, incluida la puerta de la calle. Junto al mostrador aún había varios clientes.
Los tres minutos transcurridos desde que yo había abandonado el patio no me parecieron horas, pero sí que me parecieron diez o quince minutos. Había supuesto, sin pensar en ello realmente, que el brigadier Farisi ya debía haber abandonado la farmacia hacía rato, llevándose con él a sus seguidores.
Entré en la tienda y me dirigí a la calle. Estaba a diez pasos de la puerta cuando vi que el brigadier Farisi todavía estaba allí.
Se hallaba de pie junto al mostrador esperando todavía a que le despacharan las pastillas de dormir que deseaba comprar ostensiblemente. Junto a él había un hombre cadavérico, con un traje marrón, el labio superior caído y ojos de sabueso desconcertado; se trataba, sin duda, de su ayudante, el mayor Dawali.
Tuve un momento de fuerte terror, y luego hice lo primero que vino a mi mente: me separé de la puerta alejándome hacia el otro lado de la tienda y me hice el despistado detrás del primer escaparate que me ocultaría de los que vigilaban desde la calle.
Desgraciadamente, en aquel escaparate anunciaban una oferta de papel higiénico. No podía quedarme allí mirando indefinidamente sin llamar la atención, así que exploré las alternativas furtivamente. El mostrador de la perfumería estaba cerca, pero allí había una vendedora. Avancé de lado hacia otro escaparate en el que había un letrero que decía OCASIONES, con bandejas llenas de platos de plástico, cepillos de dientes, patos de juguete y gorros de baño. Una mujer estaba escogiendo entre los platos; yo traté de dar la impresión de que estaba con ella y me aburría. Luego, cuando ella terminó su elección, me giré y miré con atención a través de una urna de cristal llena de vendas y medias elásticas "pour les varices".
Desde allí pude ver a Farisi. Ya le habían despachado las píldoras y las estaba pagando con la ayuda del mayor Dawali.
Las luces de la tienda eran brillantes. Todo parecía brillante y blanco allí, incluso el suelo. El sudor me corría por la cara. Estaba seguro de que, en cualquier momento, alguien iba a mirarme a la cara, apartar la vista, luego mirar de nuevo y me señalaría con el dedo llamando la atención de otra persona. Mientras Farisi no se fuera, no tenía modo de escapar, a no ser volviendo a la clínica, cuya puerta de entrada estaba seguro que había sido cerrada con llave otra vez.
Ahora, Farisi había terminado ya en el mostrador y se dirigía a la puerta acompañado de Dawali. De todos modos, no corría. Se esforzaba en hacer una buena comedia para complacer a sus seguidores. Se detuvo un momento ante un escaparate de pastillas de vitaminas e hizo alguna broma sobre ellas a Dawali. Luego, echó un vistazo al mostrador de los jabones. Finalmente, se fue, mostrando ostensiblemente la bolsita de papel en la que llevaba las pastillas para dormir.
Pero yo aún no me podía ir; tenía que esperar a que se hubieran alejado un buen trecho. Apartándome un poquito hacia el lado de la vitrina donde estaban los gorros de ducha, podía ver la calle a través del hueco de la puerta. Farisi y Dawali estaban de pie en la acera, y el último hacía señas con la mano furiosamente, buscando un taxi, supuse yo. Mi corazón dio un brinco. No es fácil encontrar un taxi a aquella hora de la noche en Niza. Sin embargo, increíblemente, lo encontraron. Cuando el taxi se alejó, yo empecé a caminar lentamente hacia la puerta contando por lo bajo mientras lo hacía; había decidido darles un minuto para desaparecer.
Luego atravesé la puerta y salí a la calle. Con la cabeza inclinada, giré hacia la derecha alejándome de la calle lateral por la que se iba al patio. Al principio caminé lentamente, luego fui aumentando el ritmo gradualmente. En la calle había mucha gente; hubiera sido difícil comprobar si alguien me seguía o no. Y peligroso, además; todas las calles de aquella zona estaban muy bien iluminadas. Diez minutos más tarde llegaba al coche.
Me hubiera gustado quedarme allí sentado un momento para recobrarme. Pero no me atreví. Por el contrario, me limpié el sudor de mis temblorosas manos con el pañuelo y regresé a Mougins inmediatamente.
En La Sourisette había luces encendidas y, al meter el coche en el garaje, comprendí por qué. En el espacio del segundo coche había un Lancia Gran Turismo.
Phillip Sanger estaba allí, en compañía de Lucía, para dar la bienvenida al héroe que regresaba de la guerra al hogar.
Lucía salió corriendo a mi encuentro. Sanger la siguió a un paso más tranquilo.
– ¿Todo ha ido bien? -me preguntó ella sin aliento.
– Sí. Todo bien. No exactamente de acuerdo con lo planeado, pero ha ido bien. ¿Qué hace aquí ése?
Sanger estaba bastante cerca y escuchó la pregunta. Se sonrió con una mueca.
– Bien -dijo en tono desenvuelto-, puesto que yo también tengo una pequeña participación en esa empresa conjunta que se traen ustedes entre manos, he pensado que no estaría mal venir a ver si hacía falta que les ayudara.
– Ha venido -dijo Lucía- para asegurarse de que no se le escapase el dinero.
Sanger ensayó una risita burlona.
– Bueno, bueno, niños. Un poco de respeto para mis canas, ¿eh? -fijó sus ojos en mí-. Supongo que aceptará una copa.
– Con muchísimo gusto.
– Vayamos adentro, pues.
Sanger iba delante. Lucía me clavó una mirada de advertencia que yo no necesitaba.
Sanger me observó mientras me quitaba el impermeable.
– Vaya, vaya -dijo cuando vio el revólver.
Entregué a Lucía las páginas de muestra.
– ¿El tesoro? -preguntó Sanger.
– Sólo la puerta de la entrada.
Pasamos a la sala de estar.
– Veamos -dijo Sanger-; para usted whisky con soda, ¿no es eso?
– Estupendo. Gracias.
Sanger se acercó al mueble bar.
– Lucía me ha estado contando lo que se traen entre manos -dijo.
– No todo -dijo ella con intención, y me volvió a mirar.
Quería decir que no le había dicho lo de Skurleti, ni cuánto iba a pagar Farisi.
– No todo, naturalmente. Al fin y al cabo, yo sólo soy un socio reciente. Pero lo que me ha dicho es muy interesante.
Al cabo de unos segundos, regresó junto a nosotros y me dio un vaso.
– Creo que ha corrido usted algunas aventuras.
– Ha estado magnífico -dijo Lucía en tono de desafío como si él hubiera intentado criticarme.
– No me cabe duda -dijo Sanger sentándose-. ¿Qué ha ocurrido esta noche?
Me bebí la mitad del vaso de un trago y luego miré a Lucía.
Esta se encogió de hombros y dijo:
– No importa que lo sepa ahora.
A Sanger no parecía afectarle la actitud hostil de ella; sus modales eran los de un hombre tolerante por naturaleza.
Les conté lo que me había ocurrido en la clínica.
Cuando hube terminado, Lucía daba la impresión de estar aterrada.
– Es demasiado peligroso -dijo simplemente.
– Bueno, esto fue demasiado peligroso, quizá -el whisky empezaba a surtir sus efectos-. Ahora tendremos que pensar en algo mejor para mañana por la noche. Prometí comunicárselo esta noche. Por lo menos, hay una cosa por la que no tenemos que preocuparnos.
– ¿Qué cosa?
– El brigadier -dijo yo-. Es un cliente muy frío. No perderá la cabeza ni hará ninguna tontería. Y obedece las órdenes al pie de la letra. Lo único que tenemos que decidir ahora es qué órdenes le vamos a dar. Estuve pensando en ello cuando venía de camino. ¿Se puede alquilar una avioneta en el aeropuerto de Niza?
– Supongo que sí. ¿Por qué?
Me puse de pie para explicarme mejor.
– He aquí lo que estuve pensando. Mañana por la mañana, Farisi se va a una agencia de viajes y reserva billetes para un avión que salga hacia París al anochecer. Sus vigilantes conocerán la existencia de esta reserva inmediatamente. Luego, regresa al hotel, llama al aeropuerto por una línea exterior y alquila una avioneta para que le lleve a Cannes aproximadamente a la misma hora. Sus vigilantes no sabrán nada de esto hasta que sea demasiado tarde. Le seguirán hasta el aeropuerto, naturalmente, pero cuando comprendan lo que ha pasado, Farisi ya estará en el aire. En Cannes coge un taxi y se reúne en algún sitio de por aquí, ¿qué les parece?
Lucía se quedó pensando un momento y luego su cara se iluminó.
– Es perfecto.
– Bueno, yo no diría tanto. Primero tendríamos que saber si es posible alquilar la avioneta. Y además, tendremos que preparar la entrevista cuidadosamente. No queremos que el conductor del taxi sienta curiosidad o empiece a sospechar.
Sanger había guardado silencio hasta entonces, observándonos; pero ahora, súbitamente, se puso a reír.
Lucía le miró ceñudamente.
Sanger continuó riendo hasta hacerse pesado.
– Si nos cuenta el chiste, a lo mejor también nosotros nos reímos -dije yo.
– Es usted -dijo.
Se rió entre dientes mientras se llevaba el vaso a los labios; luego lo dejó y se limpió la cara con el pañuelo.
– Lo siento, pero es realmente muy curioso.
– ¿El plan?
– No, no. El plan es muy ingenioso. Me reía de usted.
Y empezó de nuevo.
– ¿Oh?
Empecé a sentirme molesto.
– Le ruego que me perdone -el paroxismo de la risa parecía empezar a ceder-. Fue al oírle hablar. Primero, el asunto de la clínica esta noche y luego el plan -meneó la cabeza con ademán de asombro y se sonrió hacia mí-. ¿Tiene usted idea, la menor idea, amigo mío, de lo que ha cambiado durante los tres o cuatro últimos días?
– Tengo más cosas en que pensar -dije con impaciencia-. Y aún no he terminado.
Sanger no hizo caso de lo que yo le dije.
– Cuando uno compara -continuó, con los ojos inmensamente abiertos de extrañeza- el joven meditabundo con ojos extraviados y el aura de la muerte en su semblante, el hombre que se sentó en esta misma habitación con ademán de pedir disculpas por la iniquidad de su existencia… cuando uno compara, digo, aquel hombre con el astuto conspirador perseguido por la policía, que se arriesga a ser asesinado por pistoleros a sueldo y hace planes atrevidos e ingeniosos para vender documentos secretos al representante de un gobierno extranjero, uno sólo puede…
Se interrumpió ahogado por la risa.
Incluso Lucía se rió también. Ante tanto jolgorio, yo conseguí esbozar una débil sonrisa.
– Las circunstancias de la semana pasada eran bastante diferentes -le recordé.
Sanger meneó la cabeza con vehemencia.
– Oh, no -dijo cuando pudo hablar-. Oh, no, esa no es la respuesta. Yo creía saber lo que le movía. "Un nuevo tipo de angustia", le dije. ¡Qué equivocado estaba! Esa clase de angustia es tan vieja como las montañas. La estuvo usted acumulando durante todos estos años… igual que el policía que ha elegido esa profesión en vez de hacerse bandido. ¿O acaso es una sublimación? No importa. La realidad es que tiene usted vocación de ladrón. Eso es lo que le va. ¡Terapia! -dejó escapar una risita burlona-. En vez de todos esos tratamientos a base de electrochoques, ¿sabe lo que debieron haber hecho? ¡Enviarle a robar un banco!
Con gran asombro descubrí que también a mí me divertía la idea. Fue Lucía la que nos hizo bajar a la tierra de nuevo. Miró su reloj y dijo:
– Se está haciendo tarde. Tenemos que decidir lo que debemos hacer. Hay que mirar lo de la avioneta.
– Creo que la mayoría de esos servicios de alquiler funcionan ininterrumpidamente durante las veinticuatro horas del día. Llamaré al aeropuerto y lo comprobaré. En realidad, incluso podría reservar la avioneta para Farisi. Luego, todo lo que tiene que hacer él es pagarla; y hacer la reserva para París, claro.
– Tú tómate otro whisky -dijo Lucía-. Yo llamaré al aeropuerto.
Cuando se dirigía hacia el teléfono, Sanger levantó los brazos en el aire.
– Esperad un momento, niños -dijo-; sólo un momento.
– Pierre tiene que llamar a Farisi cuanto antes.
– Lo sé, lo sé. Lo podrá llamar dentro de un minuto. Pero antes debemos pensárnoslo -me cogió el vaso y se fue al mueble-bar para llenarlo otra vez-. Pensemos detenidamente -añadió con parsimonia.
Lucía se encogió de hombros.
– ¿Qué es lo que hay que pensar?
– Ya dije que el plan de Pierre -¿no le importará que le llame Pierre, verdad?- era ingenioso. Lo es, pero no por eso es completamente seguro; y además tiene sus fallos. En realidad, creo que puede resultar sumamente peligroso. Os diré por qué.
Nosotros esperamos a que volviera a sentarse.
– Primero, creo que estamos infravalorando a nuestros oponentes. Por lo que tú me acabas de contar, es evidente que no estamos tratando con un grupito político que disponga de recursos limitados. Hay fuerzas poderosas que les respaldan. Pierre ha tenido mucha suerte esta noche. No podemos volver a confiar en la suerte otra vez. No podemos actuar como unos simples aficionados. Consideremos este plan detalladamente. Pierre dice que, una vez en el aire, Farisi estará fuera de su alcance. ¿Por qué? Incluso tratándose de un vuelo tan corto como el de Niza a Cannes debe haber un plan de vuelo. El destino de Farisi será conocido inmediatamente. ¿Cómo sabemos nosotros que no tienen un agente destacado en alguna parte de la costa a quien pueden telefonearle?
Yo pensé en Skurleti, que estaba en Antibes.
– Tienen agentes que usan motocicletas, dice usted -continuó Sanger-, Con los trámites de despegue y aterrizaje nocturno, más el tiempo de vuelo entre Niza y Cannes, un motorista rápido puede llegar tan pronto como la avioneta. ¿Escoger otro aeropuerto pequeño? ¿Uno más lejano? ¿El de Digne? ¿O el de Aix-en-Provence? Pierre tendría entonces que conducir cientos de kilómetros, algunos a plena luz del día quizá, para acudir a la cita, y cada kilómetro es un riesgo más cara a la policía. Esto no es razonable.
Hizo una pausa. Lucía se estaba poniendo cada vez más seria.
Sanger continuó:
– Y además, permitidme que os diga otra cosa. Si yo fuera el brigadier Farisi, no aceptaría este plan. No es lo mismo para Pierre coger el dinero, que cargar con los documentos como él. Y entregárselos a su gobierno. ¿A dónde va después de la cita? ¿A su avioneta alquilada? Nunca llegaría vivo hasta ella.
– Eso sería una locura, ciertamente -dije yo-. Pero supongo que es cosa de Farisi arreglárselas una vez que haya conseguido lo que quería.
– Tal vez. Pero no creo que considere aceptable empezar con una extraña carrera de golf como punto de partida. ¿Y quién se lo puede reprochar? Además, resulta innecesario todo eso.
– ¿Qué es lo que resulta innecesario?
Sus manos se agitaron en el aire al mismo tiempo que encogía los hombros.
– Todo eso… todas esas complicaciones.
– ¿Tiene usted un plan más sencillo?
– Sí, claro, por supuesto -puso cara de ligera sorpresa-. Pensé que ya lo habría adivinado.
– Pues no.
– El único inconveniente estriba -sus ojos se dirigieron deferentemente hacia Lucía- en que lo encontréis aceptable o no.
Lucía frunció el ceño.
– Primero tendremos que escucharlo, Patrick.
Se quedó pensativo un instante y luego empezó, señalando los puntos sucesivos con los dedos como si estuviese contando.
– Pierre ha corrido riesgos terribles -dijo-. Tú, mi querida Lucía, también te has arriesgado bastante. Sin duda, la suerte pronto os abandonará. Por otra parte, habéis adquirido un socio que, de momento, no ha corrido ningún riesgo.
Hizo una pausa. La boca de Lucía se estaba poniendo cada vez más tensa.
Sanger le dirigió una cálida sonrisa.
Lucía se volvió hacia él, con la cara roja de rabia.
– ¡Dije que protegería a Adela y lo haré!
– Y supongo que a mí también.
Sanger me dirigió una mirada irónica y dijo:
– ¡Estas mujeres!
– Escuchemos lo que tiene que decirnos -dije yo secamente.
– Muy bien -dijo Sanger acomodándose en el asiento-. Al asunto, pues. Lucía me contó lo que pensaban decirle a la policía. Eso me parece magnífico. Creo que eso es lo primero que deberían hacer mañana por la mañana.
Simultáneamente, Lucía y yo empezamos a protestar. Sanger nos detuvo con un gesto.
– ¡Un momento, chicos! ¿Me vais a escuchar o no?
De pronto, adoptó el aire del hombre incomprendido, cansado de soportar injusticias.
Los tres guardamos silencio por un momento.
Luego, Sanger continuó lentamente:
– En el momento en que ustedes se vayan a la policía, ocurrirán varias cosas. Primero, los agentes del Comité quedarán desconcertados. Se preguntarán la razón de este paso y se alarmarán. Si ustedes han entregado esos documentos a la policía francesa, muy pronto ésta se los enviará a la policía iraquí, con terribles consecuencias para los conspiradores del Plan Dagh y sus compinches. En vez de atacar, estarán a la defensiva. Si, al mismo tiempo, el brigadier Farisi hace una reserva para el primer vuelo que enlace Ankara, Aleppo y Bagdad, sus temores se verán confirmados. Sacarán la consecuencia de que ha recibido órdenes de regresar. Cierto que mantendrán la vigilancia sobre él, pero probablemente con menos hombres y ciertamente con menos convicción. ¿No estarán de acuerdo conmigo?
– Continúe.
– A ustedes les interrogará la policía. El brigadier Farisi tiene reservado su pasaje aéreo para volver a su país. ¿Qué ocurre, pues? Todo parece haber terminado. ¿Quién notará que un tal Monsieur Sanger ha cogido una suite en el mismo hotel que el brigadier Farisi y en el mismo piso? ¿Quién sabrá si el brigadier Farisi al dirigirse al ascensor, da una pequeña vuelta y pierde cinco minutos con Monsieur Sanger? Nadie -Sanger extendió las manos-. La transacción ha sido efectuada.
Yo miré a Lucía. Ella me miró y suspiró profundamente.
– Es bastante razonable, Chéri.
– Hay una cosa en la que no ha pensado -dije yo-. Farisi tendrá que haber ido al banco a buscar el dinero. Eso les alertará, ¿no?
Sanger se sonrió forzadamente.
– Apostaría -dijo- a que Farisi ya fue al banco hoy y arregló las cosas para que le fuera entregado el dinero mañana a través de un intermediario. Eso es lo que yo hubiera hecho en su caso. Sería una precaución obvia. Naturalmente, no puedo estar seguro. Hay un cierto riesgo de todos modos. Lo cual me lleva al último punto.
– ¿Su parte?
– Exacto.
Lucía ni siquiera suspiró. Se había dado por vencida.
– ¿Qué sugieres tú?
– ¿Un tercio?
Lucía dejó escapar un gemido. Yo también suspiré, silenciosamente pues la comprendía. Ahora Sanger iba a saber el precio que yo había acordado con Farisi. Hice lo que pude para negociar.
– El quince por ciento -dije yo.
– Pero si ya tengo el diez por ciento -protestó Sanger-. Estoy seguro que no esperará usted…
– El quince por ciento de cuatrocientos noventa mil francos -dije yo-. Eso es lo que Farisi accedió a pagar.
Tuve la pequeña satisfacción de ver hinchársele la mejilla por un instante; luego se recobró.
– Tiens! -dijo en voz suave.
– Y el quince por ciento es… -dije yo comenzando a calcular.
– ¡Setenta y tres mil quinientos francos! -era Lucía, claro-. ¡Setenta y tres mil… simplemente por alquilar una habitación en un hotel!
– Y por tener una idea, y correr una serie de riesgos.
– ¿Riesgos? ¿Después de lo que Pierre ha hecho? ¡Eso es un insulto!
– Entonces retiro la oferta -dijo Sanger animadamente-. Que coja Pierre la habitación del hotel.
– Espece de chameau!
– ¿Hacemos el trato o no?
Lucía me miró; yo asentí con la cabeza.
– Sí, lo hacemos -dije yo.
Cinco minutos más tarde, tras discutir los detalles, telefoneé a Farisi y le conté el plan propuesto. El brigadier lo aprobó cordialmente. Se me ocurrió pensar que la visita a la clínica no le había hecho más gracia que a mí. Sólo hizo una pregunta.
– Y cuando se presente ese hombre. ¿Cómo sabré que no es una trampa? ¿Cómo sabré que es la persona indicada? Debe haber un código. Sería mejor que me diera una contraseña.
– Sí, se la dará. La contraseña será "Ethos". Tuve que deletreárselo, pero valía la pena. Sin embargo, sólo a Sanger le hizo gracia.
Diez minutos más tarde, tras otra discusión, llamé a Sy Logan a su departamento de París.
Cogió el teléfono su mujer; evidentemente estaban en la cama. Oí que ella le decía a su marido:
– Es esa rata de Maas.
Pasaron varios segundos antes de que Sy se pusiera al aparato. Supongo que estuvo conectando un magnetófono.
– Bien, Piet -dijo con tono afable-, cuánto tiempo sin vernos.
Al parecer, se iba a ahorrar las recriminaciones… al menos, de momento.
– Creo que el trabajo ha gustado -dije-. Espero que las repercusiones no hayan resultado demasiado embarazosas.
– No han sido precisamente divertidas. ¿Desde dónde hablas?
– Del Sur. Pensé que os gustaría completar el artículo del otro día con más detalles.
– Puede.
No pareció mostrar mucho interés.
– Si lo tomas así, se lo daré al Paris Match.
Esto le hizo saltar.
– No lo harás, Piet. No lo harás, si no quieres verte en los tribunales. Todavía estás sometido a contrato con nosotros. ¿Recuerdas? Te seguimos pagando tu salario, y lo seguiremos haciendo hasta que expire el contrato. Estas son las órdenes que tenemos de Nueva York.
No pude aguantar la risa.
– Oh, ya veo. Sería de mal gusto que me despidierais ahora, ¿no es eso?
– Eso es cosa nuestra. Lo importante es que, legalmente, sigues trabajando para nosotros. Bien. ¿Qué detalles son esos de que me hablabas?
– ¿Bob Parsons sigue por aquí?
– Sí. ¿Por qué?
– He convencido a Miss Bernardi para que se presente a la policía y entregue los papeles que cogió del chalet de Arbil.
– Escucha, hijo-de-puta, si tratas de hacernos otra…
– No trato de hacer nada. Si Bob Parsons y nadie más, me espera con un coche en el sitio que yo le diga a las nueve de la mañana, podrá llevarnos él mismo a la Comisaría de Niza y obtener el material de primera mano.
– ¿Hablas en serio?
– Naturalmente. Estuve trabajando en esto todo el tiempo. Ella no me habría recibido sabiendo que tú y la policía andabais detrás.
– ¿Y ahora querrá cooperar?
– Ahora que yo la convencí, sí. Naturalmente, estará nerviosa.
– Has citado a Bob Parsons. ¿Y un fotógrafo?
– De acuerdo, un fotógrafo. Pero nadie más.
– ¿Para qué se necesita a nadie más? ¿Dónde es el sitio?
Ahora estaba excitado.
– En Cagnes-sur-Mer. Pero será mucho mejor que me dejes hablar con Bob Parsons sobre el particular para que no haya lugar a equívocos. ¿Dónde se hospeda?
– En el Negresco. Ahora lo llamaré. ¿Quieres que te llame?
– Yo lo llamaré a él. Por si no consigo hablarle, el sitio será al lado norte de la plaza de Bas-de-Cagnes. ¿Lo has anotado? Otra cosa. Sería una buena idea que avisara a un abogado y lo tuviera a mano en la comisaría. Tengo una explicación bastante lógica de lo que ha ocurrido, pero puede que la policía se ponga terca. Y Miss Bernardi también puede necesitar cierta protección. Su estado nervioso sigue siendo bastante deplorable. Todo este asunto ha sido para ella una pesadilla. Supongo que lo entenderás.
Logré poner en mis palabras una nota de emoción.
Sy respondió maravillosamente.
– No te preocupes, Piet. Tendremos allí a los Marines, y todo un plantel de abogados con ellos para que resuelvan todos los problemas. Tú preséntate simplemente.
– La entrevista la entregué, ¿no?
– Sí, Piet. Pero no nos hagas otra mala pasada ¿eh?
– Veré a Bob Parsons por la mañana. Buenas noches.
Esta vez mi conversación había gustado a los dos miembros del auditorio.
– ¿Enviarán abogados? -preguntó Lucía con incredulidad-. ¿Abogados para ayudarnos con la policía?
– Sí, eso harán.
– ¿Y crees que es necesario?
– No quiero pasar la noche de mañana en la cárcel. Además, tenemos una cita aquí con nuestro amigo, mañana por la noche, para recoger cierta cantidad de dinero.
Sanger se sonrió hacia Lucía.
– ¿Lo ves? Es lo que yo dije. Posee un talento natural para estas cosas. Seréis muy felices juntos.