Cogí el avión de Marsella aquella noche y pernocté en el Hotel L'Arbois. Por la mañana me fui a pie hasta la terminal aérea y alquilé un coche. A última hora de la tarde estaba en Séte.
A menos que sea usted policía, o tenga absurdas objeciones de conciencia ante cualquier infracción de la ley, la frase "un hombre acaudalado con una casa en el sur de Francia" suscitará en su mente una imagen bastante atractiva. Ve usted al individuo inmediatamente. Bronceado por el sol y sonriente, con una moderna camisa italiana deportiva y bebiéndose a sorbitos un Martini seco, descansa cómodamente en la terraza de un chalet en Cap d'Ail o Super Cannes. Es de edad madura, quizás, pero tiene todo su pelo, y su joven esposa le es fiel. Su fortuna acumulada ilícitamente se halla bien invertida en acciones, tiene una cuenta con número en un banco suizo y una compañía de valores registrada en Curasao a causa de los impuestos. Es la demostración palpable de que a veces, con bastante frecuencia, el crimen está bien recompensado.
Pero diga que la casa del Sur de Francia está cerca de Séte y el cuadro cambiará totalmente. Es decir, si usted conoce Séte.
Está en el golfo de León, a doscientos kilómetros de Marsella, y es, después de esta ciudad, el puerto deportivo más importante del Sur de Francia. Séte es el centro industrial de la zona vinícola de Herault productora de ese tipo de vino que suele transportarse en camiones cisterna y no en barriles, y que a menudo resulta más valioso convirtiéndolo en alcohol industrial. Hay algunas fábricas de manufacturas, una flota pesquera, unos astilleros y una refinería de petróleo. La costa es recta, el paisaje llano y casi monótono. El único relieve es Mont St. Clair, una elevada colina con un faro e instalaciones para la defensa costera, que se alza dominando el puerto. La mayor parte de la ciudad está cruzada por canales que conectan los diferentes muelles. Hay unos cuantos hoteles comerciales de poca capacidad. En la carretera de la costa, fuera de la ciudad, hay dos o tres pensiones familiares que acogen en verano a los pocos intrépidos que desafían la playa sin sombra y barrida por el viento y por las heladas corrientes del golfo. Pero la ciudad no hace ningún esfuerzo por atraer al turismo. Es un lugar de negocios, práctico pero feo, y satisfecho de seguir así.
Cuando yo llegué, llovía a cántaros y hacía mucho frío. Parecía que Séte estuviera en el Báltico y no en el Mediterráneo. Encontré un hotel con una tibia calefacción central y cené en una cervecería cercana.
No tenía intención de llevar a cabo el tipo de indagación sugerida por Sy. Si realmente existía un hombre llamado Phillip Sanger y vivía en Séte en una casa de su propiedad, había un modo más sencillo de encontrar su dirección. Montpellier, la capital administrativa del Departamento de Hérault, estaba a sólo veintinueve kilómetros de distancia. Podía ir al Ayuntamiento y examinar los títulos de propiedad de la zona de Séte. O buscarlo en la guía telefónica.
Por aquí empecé. Pero no había nadie llamado Sanger. Pregunté a información y el resultado fue el mismo. Aquella noche ya no podía hacerse más. Llamé a la oficina de París, di al operador de servicio el nombre de mi hotel junto con el número de habitación y me fui a la cama.
A la mañana siguiente me fui a Montpellier.
El archiviste del Ayuntamiento se mostró amable sin excesiva curiosidad. Al parecer era bastante corriente que alguien deseara conocer las propiedades de otra persona.
Me llevó sólo una hora aproximadamente descubrir que Phillip Sanger, asesor de inversiones, que vivía en la Rue Payot, número 16, Séte, poseía tres pequeñas propiedades en Mont St. Clair, a las que se les asignaba los números 14, 16 y 18 de la Rue Payot. Las había comprado hacía seis meses a la viuda del dueño de una tienda de ultramarinos, por siete mil francos nuevos cada una. Cada una medía aproximadamente un décimo de hectárea, lo que equivale a una quinta parte de acre poco más o menos. El archiviste me dijo, con una sonrisa tolerante, que las casas sólo eran "baraquettes", viejas cabañas militares que ya no servían para nada al ejército.
Regresé a Séte y subí a echar un vistazo a la Rue Payot.
Los primitivos fuertes y la ciudadela de Mont St. Clair, construidos por Vauban, formaban parte del sistema de fortificaciones costeras que se extendían de la frontera española a las islas d'Hyéres. Hasta finales del siglo diecinueve, toda la colina había sido una fortificación militar. A partir de entonces, al cambiar las necesidades y las técnicas de la defensa, la guarnición había disminuido en número. Parte del monte se convirtió en pueblo y las baraquettes habían sido abandonadas poco a poco. Los tenderos y arrendatarios de la localidad las habían comprado para utilizarlas como almacenes o como establos para ganado.
La Rue Payot era una calleja estrecha y empinada, con altas cercas de piedra a ambos lados. A intervalos regulares a lo largo de las cercas, había puertas de madera. Cada puerta daba acceso a un pequeño patio al fondo del cual había una casucha de piedra de dos habitaciones, con el techo de teja y el suelo de tierra.
El número 16, que Phillip Sanger había dado como su dirección permanente, por su aspecto y por su olor daba la impresión de que había sido utilizado durante varios años como pocilga. Le faltaban la mitad de las tejas del techo y no tenía puertas. El número 14 estaba aproximadamente en las mismas condiciones. El número 18, sin embargo, estaba en manos de los obreros. Habían conectado una manguera de agua en la calle y en el patio estaban trabajando en un profundo hoyo que parecía una excavación para un tanque séptico.
Ninguno de los trabajadores había oído hablar nunca de Monsieur Sanger. La baraquette estaba siendo reconstruida como chalet, dijeron, con agua corriente, cuarto de baño, cocina, techo de tejas y terraza. Al frente de la obra estaba el arquitecto Monsieur Legrand. El representante del propietario era Monsieur Mauvis de la Agence du Golfe.
Aquel día había salido el sol y la vista que desde la baraquette abarcaba la carretera de la costa y el mar resultaba impresionante. La terraza que iban a construir sería un lugar agradable. Ahora comprendí la razón de la compra de Phillip Sanger. Monsieur Mauvis, el agente, confirmó mis deducciones.
– Ah, sí, ocurre todo a lo largo de la costa. La gente que tiene dinero para invertir compra las casas viejas de los campesinos, cualquier cosa con cuatro paredes y un trocito de tierra alrededor, y las convierte en chalets para la gente de las ciudades. Ocurre así en todas partes donde hay mar y sol. Ahora incluso en Séte. Mire, cuando Monsieur Sanger termine con esas baraquettes, valdrán diez veces más de lo que le costaron, incluida la reconstrucción. Pero se necesita imaginación y capital.
– Y Monsieur Sanger tiene ambas cosas, supongo.
– Ah, sí. Tiene propiedades en Mougins, y en Cagnes-sur-Mer, y en Roquebrune; muchas propiedades. No vende, alquila las casas amuebladas. Pero en la Costa Azul y en la Corniche hay mucha competencia ahora y los precios resultan absurdos. Ahora se dedican a este negocio los belgas, los suizos y los ingleses. Aquí, en Séte, estamos a comienzo del desarrollo. Pero hay que moverse con rapidez. La gente que posee ese tipo de casas antiguas ya empieza a darse cuenta del negocio.
Al principio de nuestra entrevista le di a entender que andaba buscando posibilidades de invertir y le dejé seguir con su charla de vendedor. Era un tipo bajito y avispado, con ojos brillantes como un terrier. Además tenía gestos de terrier. Pasó bastante rato hasta que pude llevarle de nuevo al asunto de Phillip Sanger y antes tuve que soportar una gira por las casas que tenía en venta.
Cuando al fin conseguí marcharme, regresé al hotel y llamé a Sy.
– ¿Ni siquiera pudiste conseguir la dirección a donde le envía el correo a Sanger? -me preguntó.
– Sí. Se la dirige a un banco a Marsella. Al parecer, Sanger no es muy amigo de recibir correspondencia. Todas las semanas telefonea a Mauvis o al arquitecto para que le informen de los progresos de la obra.
– ¿Desde dónde les llama? ¿Pudiste conseguir esto?
– No. Mauvis empezó a ponerse mosca. Demasiado interés por su cliente y muy poco por las casas en venta. Intenté obtener una descripción de Sanger: "Me pregunto si será el mismo Monsieur Sanger que conocí el año pasado en Cannes. ¿Es un tipo alto y rubio?" Pero no dio resultado. Sólo me dijo "quizás" y continuó tratando de venderme una casa de apartamentos.
– ¿Y qué piensas hacer ahora?
– Puedo tratar de conseguir la dirección en el banco de Marsella.
– No te la darán. Te dirán que escribas una carta y que ellos se la mandarán. Tienes que pensar en algo mejor.
– No he tenido tiempo de ver al arquitecto aún. Pero probablemente no sabe más que Mauvis. Podría pedirle que me hiciera una descripción de Sanger.
– ¿Y eso de qué nos vale?
– La podrías cablegrafiar a Nueva York y demostrar así que nos estamos tomando las cosas en serio.
Hubo unos segundos de silencio hostil y luego Sy continuó con demasiada parsimonia.
– Piet, si Sanger tiene todas esas casas a lo largo de la costa, es seguro que vive en una de ellas. Queremos saber en cuál. Eso quiere decir que tienes que hacer mucho trabajo a pie y no mucho tiempo para hacerlo. Me gustaría que empezaras esta noche.
Yo empezaba a estar harto de Sy.
– Oye -le dije-. ¿Por qué no le dices al imbécil del viejo que he fracasado? Eso es lo que él desea realmente.
– Pero no es lo que yo deseo, muchacho. El viejo quiere resultados. Mi misión consiste en obtenérselos, por muy difícil que parezca. No puedo decirle que has fracasado porque no has fracasado, de momento. Te lo temes simplemente. Y no digo que yo lo desee porque esto te haría saltar de alegría -de pronto se puso en plan genial-. Ahora un poco de acción, ¿eh, Piet?, y a pensar con la cabeza.
– Lo único que yo necesito en este momento es un emético.
Colgó antes de que lo hiciera yo.
Pasé la noche en Arles y por la mañana me fui a Cannes por Aix-en-Provence. Mougins está a una milla o dos de Cannes en la carretera de Grasse. Llegué allí a primera hora de la tarde.
Mougins es un pueblecito encantador, colgado en la falda de una colina. Abajo está Cannes, y el mar, y al fondo las islas de Lérins. En otro tiempo fue un simple centro mercantil para los granjeros de los alrededores. Pero en los últimos años se puso de moda. En Mougins son accesibles las descocadas diversiones de Cannes, sin ser ineludibles; y durante la temporada, aquí hace bastante más fresco que en Cannes. Y además resulta más tranquilo. Picasso tenía aquí una casa.
Aparqué el coche frente a la alcaldía y entré en un café. Al fondo tenía un viejo mostrador de cinc. Junto a él, dos hombres de traje negro se hallaban de pie bebiendo vino tinto. Otro hombre, evidentemente el patrón, estaba detrás del mostrador. No había nadie sentado en las mesas.
Yo me acerqué al mostrador y pedí un marc.
Los hombres del traje negro discutían acerca de un accidente automovilístico en el que se había visto envuelto uno de ellos. Le pedían consejo al patrón sobre los aspectos legales.
El patrón era un hombre regordete con barriga. Sus ademanes eran desenvueltos y tenía unos ojos muy vivarachos. El consejo legal que dio al hombre que se consideraba la parte perjudicada, y que no tenía seguro a todo riesgo, no fue muy ortodoxo, pero resultó sensible. Le dijo que se olvidase de las leyes y abogados y en vez de pensar tanto en el accidente se dedicase al "couche-couche panier" con su mujer por la noche y que estuviese con ella en una postura nueva.
Yo también participé en la risa consiguiente.
Tras el mostrador apareció Madame, la mujer del patrón.
Era una mujer robusta y rechoncha, con algunos dientes de oro y una fácil sonrisa. Quería saber a qué venía tanta risa. El hombre del accidente le dio la versión ligeramente rebajada de la sugerencia de su marido, y hubo más risas, en las que ella participó cordialmente hasta que notó mi presencia. Entonces pretendió regañar a su marido.
– Eres malo -le dijo-. ¿Qué va a decir la gente?
– Madame -le dije yo-, también yo iba a pedirle consejo a su marido. Tal vez será mejor que se lo pida usted.
Esto me proporcionó una sonrisa burlona y la atención de los presentes.
– ¿Monsieur? -dijo el patrón.
– Estoy buscando un chalet amueblado para alquilar durante el próximo verano -dije-. A mi mujer le gustaría que fuera aquí en Mougins. Me gustaría saber cuál es la mejor agencia a la que puedo dirigirme.
El hombre se encogió de hombros.
– Bueno, hay muchas. Depende del tipo de casa.
– La mayoría están en manos de las agencias de Cannes -añadió la mujer-. ¿Usted quiere una casita pequeña o…?
– Oh, pequeña, sí, Madame.
– ¿La agencia Mortain? -sugirió el del accidente.
El patrón meneó la cabeza.
– Para las casas pequeñas es mejor la Agencia Littoral.
Mientras yo tomaba nota, los hombres empezaron a discutir sobre otras agencias. Yo pensé que podía probar una de las remotas posibilidades de Mr. Cust.
– Madame -dije-, unos amigos nuestros que estuvieron en Mougins el año pasado alquilaron un chalet propiedad de un tal Monsieur Sanger, ¿sabe usted qué agencia alquila sus casas?
La señora meneó la cabeza.
– No, Monsieur; pero ya que está usted aquí, es fácil saberlo. Pregúnteselo al propio dueño. O mejor, a la señora Sanger. Es ella quien lleva el negocio de las casas.
– ¿Está aquí Monsieur Sanger?
– Naturalmente. Vive aquí -se volvió hacia su marido-. Albert, ¿cómo se llama la casa de Monsieur Sanger?
– Valentine.
– No, no. Se lo cambió cuando construyó la terraza -hizo restallar los dedos-. ¡Ya lo recuerdo! Ahora es la Sourisette. Lo recuerdo porque no es un nombre francés: La Sourisette.
Fue así de sencillo.
La Sourisette era una casa de campo arreglada, situada en los arrabales de la ciudad, en la falda de la colina que miraba hacia Grasse. El viejo camino de carro por el que se llegaba hasta ella había sido pavimentado y estaba flanqueado por dos hileras de adelfas. Desde la carretera, la casa quedaba oculta tras una cortina de enebros y turbinos. No había cancelas, pero un gran letrero, pintado por un profesional, advertía que aquello era propiedad privada y que había un perro de mal genio haciendo guardia. El sitio tenía aspecto de estar bien cuidado y de ser un lugar de elegante aislamiento.
Detuve el coche en la carretera y empecé a preguntarme cómo debía abordar a Sanger.
Si entraba, decía a lo qué iba y pedía ver a Lucía Bernardi, posiblemente sólo conseguiría una negativa rotunda. Si insistía, me dirían que me fuese. Si me negaba, o bien me echaría él mismo a patadas, o haría que lo hiciese la policía. Si llamaba a la policía, esto significaba que se hallaba muy seguro de sí mismo; y significaría también que la policía querría una explicación que yo no podría dar sin comprometer mi misión. Si no llamaba a la policía, yo tropezaría contra sus negativas, puesto que seguramente alguien le avisaría que se sospechaba de él.
El problema no resultaba más fácil por el hecho de que, para encontrar la solución, partiera del supuesto de que el presentimiento de mi jefe tenía una base firme, cuando en realidad no creía en absoluto que así fuera.
Pensé en regresar a la ciudad, informar a Sy y pedirle instrucciones. Luego recordé su nauseabunda cháchara del día anterior y cambié de opinión.
Además, yo ya había hecho algo: había descubierto dónde vivía Sanger. No deseaba que nadie me dijera lo que tenía que hacer a estas alturas.
Regresé a Mougins, busqué una fonda y cogí una habitación. Entonces conseguí el número de la Sourisette del telefonista y llamé.
Me contestó una mujer. Tenía un fuerte acento del Midi y sonaba a criada de la casa. Pregunté por Monsieur Sanger. Cuando ella me preguntó de parte de quién, murmuré algo ininteligible y colgué. Al menos, estaba en casa.
Traté de ponerme en su lugar.
Olvidándome de Lucía Bernardi de momento, me imaginé al bribón profesional que había hecho fortuna en su oficio y había invertido sus ganancias en casas. Podía haberse retirado o no del asunto de las estafas, pero, de momento al menos, vivía cómoda y respetablemente, bajo su propio nombre, en Francia y como ciudadano francés. ¿Y por qué no? Según la información de Nueva York, hasta el momento nadie le había podido demostrar nada, ni siquiera en Francia y Alemania donde había actuado. En Francia tenía razones para sentirse razonablemente seguro.
Pero tenía que haber debilidades, puntos vulnerables en la situación de un hombre así. Yo ya tenía indicios de uno.
Cuando compró las tres casuchas de Séte, dio la dirección de una de ellas como la suya propia. No había ninguna razón legal para que no pudiera hacerlo, aun cuando la casa en cuestión era inhabitable; era una dirección postal totalmente válida. Pero también era, con toda seguridad, una tapadera; como tapadera era también la dirección del banco de Marsella a donde le remitían la correspondencia. Aunque Sanger había usado su nombre real al comprar las casas (el empleo de un nombre falso le traería problemas más adelante si quería probar su calidad de propietario), había actuado, por instinto o a propósito, de tal modo que resultase un poco difícil encontrarle.
Podía sentirse razonablemente seguro, pero se mostraba cauto y valoraba la protección adicional de la oscuridad.
Creí descubrir un modo de utilizar este punto débil.
Inmediatamente después de las seis empieza a oscurecer. Llamé a París y les informé de mi número de teléfono, pero no pedí hablar con Sy. Me tomé una copa y luego volví a la Sourisette. Al bajar por la carretera, vi luces en la casa por entre los árboles.
La casa era mucho mayor de lo que yo me había imaginado desde la carretera; evidentemente, había edificado sobre la estructura original. El viejo corral de la granja se había convertido en un jardín cercado con altos muros; atravesado el jardín se llegaba a la entrada principal, adornada a ambos lados por varias jardineras de piedra tallada en las que crecían diversas plantas rastreras. Un par de faroles eléctricos alumbraban la avenida que llevaba a las puertas de roble tallado. Al resonar mis pisadas en las losas del jardín, un perro empezó a ladrar dentro de la casa. Apreté el botón del timbre y los ladridos se hicieron más fuertes y furiosos. Al cabo de unos segundos, oí la voz de la criada, con su acento del Midi, que le decía al perro que se callase.
Al abrir la puerta, tenía una mano en el collar del perro. Esto me tranquilizó sólo en parte; era una mujer pequeña y el animal era un corpulento Airedale. Volvió a ladrar hacia mí. La mujer le dio un manotazo con aire ausente.
– ¿Monsieur?
– Quisiera hablar con Monsieur Sanger.
– ¿Le espera?
– No. Pero creo que me recibirá.
Le di una de las tarjetas de la oficina.
– Espere un momento, por favor.
Cerró la puerta y yo esperé. Volvió al cabo de un minuto o dos, esta vez sin el perro. Me devolvió la tarjeta.
– Monsieur Sanger lamenta mucho que le sea imposible recibirle.
– ¿Cuándo podrá hacerlo, Madame?
– Monsieur Sanger no desea relacionarse con periodistas -lo dijo en tono vacilante como si estuviera repitiendo una lección mal aprendida-. Lamenta mucho…
Y al mismo tiempo empezó a cerrar la puerta.
– Un momento, Madame. Déle esto, por favor.
Escribí al dorso de la tarjeta: "Para discutir sobre Mr. Patrick Chase", y se la di.
La criada titubeó y volvió a cerrar la puerta.
Esta vez la espera fue larga, pero cuando volvió a abrir la puerta, se echó a un lado para dejarme entrar.
– Sólo unos minutos, por favor. Monsieur y Madame tienen compromisos para esta noche, compréndalo.
– Naturalmente.
Había un vestíbulo, unas escaleras que subían a los dormitorios y un pasaje abovedado que daba a la sala de estar. Dos puertas correderas acristaladas separaban la sala de estar de una terraza contigua.
Al entrar yo, venía por el pasaje abovedado una mujer con pantalones anchos y una camisa de seda.
Tendría unos treinta y cinco años, un magnífico porte y el pelo gris, casi blanco. En las muñecas llevaba unas gruesas pulseras de oro, y en la mano un ejemplar de Realites.
Al hacerme a un lado para dejarla pasar, levantó la vista hacia mí. Las líneas de su cara eran las de una persona que tiene una sonrisa fácil y atractiva, sólo que ahora no sonreía. Trataba de dar la impresión de que no le interesara lo más mínimo el por qué de mi estancia allí.
Yo murmuré:
– Buenas noches, Madame.
Estaba justamente a mi altura casi. El tono de su respuesta me decía que ya se había olvidado de mi presencia.
Subió las escaleras. El perro, que venía detrás de ella, hizo una pausa para husmearme con desconfianza y luego echó una carrerilla detrás de ella.
– Por aquí, Monsieur.
Seguí a la criada a través de la sala de estar -suavemente alfombrada en parte con una Aubusson, muebles cómodos, un gran Braque en una pared- hasta un rincón cubierto de libros con una chimenea de piedra tallada en la que ardían varios troncos. En un sillón, un hombre dejó el libro que tenía en las manos, se quitó las gafas y se puso de pie para salir a mi encuentro.
Phillip Sanger, alias Patrick Chase, era un hombre de aspecto agradable, alto y delgado, de sonrisa fácil y encantadora. Tenía puestos unos pantalones flojos de franela y un jersey de casimir con un pañuelo de seda anudado descuidadamente en torno al cuello. Su tez era pálida, pero sana, y su pelo negro y rizado sin una cana. Los ojos eran vivos y expresivos; los rasgos de su boca indicaban firmeza y sentido del humor.
Echó un vistazo a la tarjeta y me alargó la mano.
– Monsieur Maas, encantado de conocerlo, aunque estoy un poco desconcertado. Por la razón que usted da para nuestro encuentro, quiero decir. Siéntese, por favor.
Hablaba el francés con un tono ligeramente cantarino, lo cual producía el efecto de que cada frase pareciese una pregunta.
– Gracias. Es usted muy amable al recibirme.
Mientras yo me sentaba, él continuó:
– Mougins está muy lejos de París. Tengo curiosidad por saber por qué una importante revista americana cree que yo puedo conocer algo de interés para sus lectores.
Yo le dije en inglés:
– Todo lo relacionado con Lucía Bernardi es noticia en este momento, Mr. Sanger.
Él hizo como si no hubiera oído el nombre de la chica. Se sonrió cortésmente y dijo:
– Ah, habla usted inglés. Sin embargo, su nombre…
– Soy holandés, Mr. Sanger. ¿Qué prefiere hablar, inglés o francés?
Su sonrisa se desdibujó ligeramente.
– Me da igual, Mr. Maas. Francés o inglés, es lo mismo. Siempre y cuando usted me diga cuál va a ser el objeto de nuestra conversación.
– Lucía Bernardi.
Consiguió dar la impresión de hallarse levemente interesado y confuso al mismo tiempo. Estaba haciendo una estupenda escena; si es que era una escena. La información de que Patrick Chase y Phillip Sanger eran la misma persona podía estar equivocada.
– ¿Lucía Bernardi? -dijo-¿No es esa chica que anda buscando la policía? Creo haber leído algo sobre el caso.
– Estoy seguro que así es, Mr. Sanger. El asunto ocupó las páginas de los periódicos durante varias semanas.
Sanger se encogió de hombros.
– Aquí llevamos una vida muy tranquila. De todos modos, no acabo de comprender qué tiene que ver eso conmigo.
– Lucía Bernardi conoció al coronel Arbil en Suiza, en St. Moritz. En aquel tiempo, la chica estaba en compañía de un americano llamado Patrick Chase. Yo tengo entendido que Patrick Chase es amigo de usted, Mr. Sanger. Me gustaría hablar con Mr. Chase sobre la chica.
Me miró con ademán de suave impotencia.
– Bueno, sí, supongo que si él la conocía bien, usted querrá entrevistarlo, pero me temo que usted y su revista se han tomado muchas molestias para nada. Yo conozco a un hombre llamado Patrick Chase, sí. Estaba ligeramente relacionado con un asunto de unas propiedades en que yo trabajé durante cierto tiempo. Al final no saqué nada limpio, a decir verdad. Pero Chase no era exactamente un amigo, sino simplemente conocido. Deben haberle informado mal. Creo que no puedo ayudarle.
– ¿No podría decirme cómo entrar en contacto con él, Mr. Sanger?
Meneó la cabeza como sintiéndolo mucho.
– Yo actuaba como agente para una cadena de hoteles italiana. Tal vez escribiendo a dicha cadena… -se interrumpió-. Lo que no comprendo es por qué decidió venir usted a mí. ¿Quién le dio mi nombre… y esta dirección?
Su representación seguía siendo tan buena como siempre, pero súbitamente tuve la sensación de que la información de Nueva York tal vez no fuera un error al fin y al cabo. "¿Quién le dio mi nombre?" podía ser una pregunta muy natural. Pero las otras tres palabras "¿y esta dirección?", no eran tan naturales, si él no era más que Phillip Sanger. Porque si también era Patrick Chase, ahora estaría preocupado por la tapadera. En este caso, tenía que descubrir dónde estaba el agujero y qué magnitud tenía; y tenía que descubrirlo por mí.
Yo puse cara de circunstancias.
– Lo siento, Mr. Sanger, usted ya sabe que nosotros nunca divulgamos nuestras fuentes de información.
– Ah, sí. La llamada ética profesional.
Por un momento su aspecto fue cualquier cosa menos agradable. Luego, como si quisiera alejar los pensamientos molestos, se puso de pie inesperadamente.
– Todo esto ha resultado tan sorprendente -dijo- que olvidé preguntarle qué quería beber. ¿Qué será, Mr. Maas: whisky, ginebra, aguardiente?
– Whisky, si es tan amable, gracias.
– ¿Soda, agua, hielo?
– Soda y hielo, por favor.
Le observé mientras me servía el whisky. Parecía que sólo fuera a preparar uno: el mío. Todos sus movimientos eran muy sencillos y económicos. Sus manos nunca daban la sensación de inseguridad. Todo estaba perfectamente controlado. Decidí apretarle un poco.
– Gracias -le dije cogiendo el vaso-. ¿Qué tipo de hombre es Patrick Chase, Mr. Sanger?
– ¿Cuál es su apariencia exterior, quiere decir?
– Bueno, ¿cómo le describiría usted? No me refiero a su aspecto físico necesariamente, sino a la impresión en general.
– Oh, el típico hombre de negocios americano, supongo.
– ¿Mucho dinero?
– Eso es difícil de decir. Estaba interesado en inversiones en Europa, pero más bien como intermediario, diría yo.
– ¿Un corredor de bolsa?
– Posiblemente.
– Creo que usted no es ciudadano americano, ¿verdad, Mr. Sanger?
– No. Me eduqué en América durante la guerra -se sonrió-. Estoy seguro de que sus fuentes de información también le dijeron esto. ¿A qué viene realmente esta pregunta?
– Simple medida de precaución, Mr. Sanger -dije dejando el vaso-. Comprenda, me dijeron que entre usted y Patrick Chase existía una íntima conexión. Ahora, usted me dice que no es cierto. Naturalmente, me gustaría saber hasta qué punto el resto de mi información sobre usted es falsa también.
La presión pareció empezar a dar resultado; Sanger se dirigió de nuevo al mueble-bar y se puso un Campari con soda para él. Luego se volvió y dirigió su vista hacia mí.
– No tengo mucho tiempo, Mr. Maas -dijo-, así que si usted me dice brevemente qué información le han dado, con mucho gusto le diré si es cierta o no.
No le respondí inmediatamente. Tenía que darle a entender que, ayudándome, su posición sería más segura que si mantenía la boca cerrada, y no sabía cómo plantearle la situación.
– Antes, me gustaría tener la seguridad de que usted confía en mí -le dije.
Volvió a su silla, pero no se sentó. Ahora me observaba atentamente.
– ¿Confiar en usted cómo?
– Diciéndome la verdad tal y como usted la ve, Mr. Sanger. Creo que la información que yo tengo puede serle útil e importante. De hecho, estoy seguro que lo sería. Pero tengo que tener la seguridad de que, en contrapartida, voy a conseguir cierta información de usted.
Sanger sonrió de nuevo.
– Planteando así las cosas, más bien parece que sea usted quien deba confiar en mí, ¿no cree?
– No exactamente. Mire, la persona por la que yo estoy interesado es por Lucía Bernardi. No usted, Mr. Sanger, ni Patrick Chase. Pero si no puedo conseguir las declaraciones que pretendo de Lucía Bernardi, haré todo lo que pueda con un artículo acerca de ustedes tres.
Se sentó. Me alegré de que lo hiciera, porque por un momento creí que me iba a tirar el vaso a la cabeza. Y no podía reprocharle nada si lo hubiera hecho.
– Eso tiene un cierto sabor a chantaje -me dijo.
Yo cogí mi vaso de nuevo, lo necesitaba.
– Sospecho que eso fue exactamente lo que quise darle a entender. Lo siento. No crea que a mí me gusta esto más que a usted, le aseguro.
– ¡Oh, por el amor de Dios! -dijo enfadado-. ¡No me llore por encima! ¡Venga! se lo exijo. Adelante con la información. ¡Y será mejor que sea buena, porque si no lo es, le romperé la boca!
Había aparecido un Mr. Sanger diferente, un Mr. Sanger decididamente menos cortés que el otro. Era una aparición confortable.
– Muy bien -le dije-. Le diré primero cómo he descubierto esta dirección. Hace seis meses compró usted unas casas en Séte.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Se encontró correspondencia sobre esa compra cuando un agente del Tesoro de los U.S.A. registró el equipaje de Patrick Chase en aquel tiempo. Yo ignoro dónde se efectuó el registro. Tal vez usted no. Esa información fue archivada y se pasó una copia a la Interpol. En ella se decía que Sanger y Chase eran el mismo hombre.
– ¿Entonces por qué no han caído antes sobre mí esos bastardos?
– Porque la investigación de la policía de St. Moritz sobre usted fue hecha mucho antes de que el informe fuera archivado. Así que nunca conectaron a Lucía Bernardi con Phillip Sanger. Sólo la conectaron con Patrick Chase.
Me miró con amargura, pero no dijo nada.
– Naturalmente -continué-, más pronto o más tarde, cuando los suizos empiecen a hacer comprobaciones, su nombre saldrá a relucir y la policía, así como mucha otra gente, invadirá su vida privada. A menos que…
Hice una pausa.
– ¿A menos que qué?
– A menos que aparezca Lucía Bernardi. Tan pronto como ella aparezca, perderán interés por sus antiguos asociados.
Su respuesta fue ambigua.
– ¡Claro! -murmuró en voz baja.
Se acercó al mueble-bar y se puso un poco de ginebra en el Campari.
Yo me puse de pie, de tal modo que pudiese observar su reacción a mi pregunta:
– ¿Tiene usted idea de dónde puede estar?
No hubo absolutamente ninguna reacción. Sanger ignoró mi pregunta y llamó dirigiéndose a la puerta de la sala de estar:
– ¡Chérie, viens!
La mujer de los pantalones flojos entró en la estancia procedente del vestíbulo donde evidentemente había estado escuchando la conversación.
– ¿Le digo a Marie que seremos tres para cenar? -preguntó.
– Sí, cariño, será mejor que lo hagas -dijo él lentamente.
La mujer se dio la vuelta, pero volvió la cabeza y sonrió.
– Espero que pueda quedarse a cenar, Monsieur Maas.
– Gracias. Será un placer.
Volvió a sonreírse. Su sonrisa me molestó. No era simplemente de cortesía. Por alguna razón, parecía auténticamente complacida.
Phillip Sanger, alias Patrick Chase, había conocido a Lucía Bernardi en París.
– Yo estaba trabajando en un asunto entonces -dijo.
– ¿Qué tipo de asunto?
Sanger suspiró.
– Oiga, Mr. Maas, es sobre Lucía sobre quien desea saber cosas, ¿verdad? Si va a hacer preguntas irrelevantes, todos nos vamos a aburrir mucho. Como usted mismo ha descubierto ya, yo me dedico a negociar con bienes raíces: compro casas, las remozo y luego las vendo o las alquilo. Ése es mi negocio, y en el informe no se dirá nada diferente, ¿de acuerdo?
– Supongo, si usted lo dice… ¿Utilizaba ya entonces el seudónimo de Patrick Chase?
– No, nunca lo hice en Francia -adoptó su actitud más cándida y convincente-. Francamente, utilizo el nombre de Chase sólo en transacciones efectuadas en el extranjero por razones de impuestos. Quiero que esto quede claro. No es un apodo.
– Un nom de guerre -dijo Madame gentilmente.
– Eso es -asintió Sanger-. Nadie llama a una sociedad anónima un apodo, ¿verdad? No. Bien pues lo mismo.
Pensé en recordarle que las sociedades anónimas no incluyen el uso de falsos pasaportes americanos, pero decidí dejarlo correr. Al fin y al cabo, yo era un huésped en la casa; un huésped chantajista, es cierto, pero huésped de todos modos. No había razón para no dejarle mantener un poco de fachada.
– Así que la conoció en París. ¿Qué hacía ella entonces?
– Trabajaba en una tienda. ¿Conoce usted esos sitios de los Campos Elíseos y cerca de la Magdalena donde venden perfumes con descuento a los turistas extranjeros? Pues uno de esos. Yo entré en la tienda con un amigo alemán que andaba comprando cosas para llevárselas a su mujer. Fue entonces cuando la descubrí. Me interesó.
– Es muy guapa -dijo Madame secamente-. Las fotos publicadas en los periódicos y en las revistas no le hacen justicia, sabe, Mr. Maas.
– ¿Usted también la conoce, Madame?
– ¡Oh, sí, la conozco! Phillip valora mucho mi juicio en estas cuestiones. Al fin y al cabo, es un elemento necesario para nuestros negocios, y no va a utilizar la esposa para estas cosas.
Lo dijo tranquilamente, absolutamente consciente de sus palabras y con una sonrisa. No se percibía ninguna amargura, aunque se adivinaba. Evidentemente, Madame Sanger había sido compañera de delito de su marido alguna vez. Era natural que sintiera un poco de celos de las diversas jóvenes que habían sido sus sucesoras.
Miré a Sanger. Se estaba poniendo melifluo.
– Ya sabe cómo son estas cosas -dijo como sin darle importancia.
Lo sabía, pero quise que me lo explicara.
– No -le dije-, sospecho que no le sigo.
Sanger hizo un ademán de desaprobación.
– Usted está en tratos con un hombre. Usted quiere vender, él quiere comprar, o viceversa -pero sobre todo vender, pensé yo, sobre todo vender-. Es una especie de juego -continuó Sanger-. Con alguien que tiene una mano miserable, claro. ¿Pero sabe una cosa? Si consigue que el otro crea que le está poniendo los cuernos a usted, su posición de usted es ventajosa. Así pues, usted le deja ver algo que él desea y trata de quitarle.
– ¿Por ejemplo, la amante?
– Exacto. Haga que se sienta culpable y nervioso, y no pensará con demasiada claridad en los negocios -sus ojos parpadearon en dirección a su mujer-. Sólo que la joven no es lo que el otro se cree, claro. Ella es simplemente un… un elemento. Es la guerra psicológica -concluyó en tono frívolo.
Su mujer le dedicó una sonrisita cariñosa, y con gesto rápido tocó el timbre para que la muchacha nos sirviera el café.
Volvimos a la sala de estar.
– ¿Cuando conoció a Lucia?
– Oh, veamos. Hace unos dos años, tal vez un poco menos. Ella había estado trabajando aquí en el Sur durante la temporada y no llevaba más que un mes o así en París.
– ¿Trabajando en la tienda de perfumes?
– Sí y le diré lo que más me llamó la atención en ella. Sí, claro, su gran hermosura física, pero tenía algo extraordinario. El modo de manejar las cifras.
– ¿El dinero, quiere decir?
– En cierto sentido. ¿Sabe usted lo que pasa cuando se ponen a hacer la cuenta en esas tiendas? Primero han de calcular los descuentos en trozos de papel, luego han de convertir los francos en dólares o en lo que sea, después añaden los impuestos y suman. Habitualmente les lleva un siglo. Pues bien, a Lucia no. Lo hacía de memoria, con más rapidez de lo que podía escribir. Una auténtica rapidez aritmética.
– Pues no le valió de mucho cuando tenía la tienda en Antibes.
– Apostaría a que fue culpa de su amiga, no de ella.
– ¿Después, qué pasó?
– Adela y yo hicimos amistad con ella y charlamos de negocios.
– Y hubo coincidencia de puntos de vista.
– Lucía es muy rápida. Y nada loca. Le gusta el dinero.
– Así que se fueron a St. Moritz.
– No. Hicimos un asunto en Munich primero. De aquí nos fuimos a St. Moritz.
– Y aquí encontraron al coronel Arbil. Él fue el próximo primo, ¿no?
Sanger me miró con los ojos inmensamente abiertos como si yo hubiese dicho un magnífico chiste.
– ¿Arbil un primo? ¿Quién le dio esa idea?
– Eso es lo que piensa la policía. Por eso fue por lo que le pidieron a la Interpol un informe sobre usted. Usted sabía que le vigilaban, ¿verdad?
Sanger dejó escapar una carcajada.
– Los suizos vigilan a todo el mundo. Eso no significa nada.
– ¿Entonces por qué se largó a Italia?
– ¿Largarme? -suspiró nervioso-. Me fui simplemente. Oiga, ¿quiere que se lo cuente o no?
– Adelante.
– Lo que pasó fue lo siguiente. Arbil había ido a St. Moritz con idea de practicar el bobsleig, pero cuando vio a Lucia se olvidó por completo del deporte. No podíamos quitárnoslo de encima. Y luego, al cabo de unos cuantos días, también a Lucía le dio la enfermedad y no quería que lo echáramos de nuestro lado. Quería que me fuera yo.
– ¿Y usted se fue, claro?
– Lo discutimos. Lucía no es ninguna perdida, sabe. No se acuesta con el primero que pasa. Estaba chiflada por él simplemente. Se ofreció a devolverme su parte por el asunto de Munich, si la dejaba libre. Yo me di cuenta que no tenía sentido tratar de persuadirla para que permaneciera junto a mí.
– Y cogió el dinero.
Sanger negó con la cabeza.
– Lucía es una buena chica, pero…
Se interrumpió como si hubiera olvidado lo que iba a decir.
Su mujer había vuelto a la habitación y terminó la frase por él.
– Ella no tiene malicia, comprende, pero era mejor que guardara discreción sobre nuestros negocios, tanto por su bien como por el nuestro.
– Los impuestos sobre los ingresos personales, eso es a lo que se refiere Adela -explicó Sanger claramente.
La señora se sonrió.
– Los impuestos, claro. Todo el mundo tiene que ser discreto en cuanto a los ingresos personales, ¿no es eso?
La criada entró con el café. Sanger sacó las copas para el coñac.
– ¿Cuándo vio a Lucía por última vez? -le pregunté yo.
– El día que me fui de St. Moritz.
Su mujer me estaba sirviendo una taza de café. Su mano se detuvo por un instante, y ella medio giró la cabeza como si quisiese completar la afirmación de él. Luego pareció cambiar de idea. Yo cogí el café, le di las gracias y puse la taza en la mesita que estaba a mi lado.
Sanger estaba de pie, al otro lado de la habitación, poniendo el coñac. Yo bajé la voz, de tal modo que él hubiera tenido que estirar las orejas para oír.
– Oiga Madame, estoy en un apuro. Nuestra oficina de Nueva York me está presionando para que consiga unas declaraciones de Lucía Bernardi. Ya oyó usted a su marido decirme que era un chantajista. Y también oyó que no se lo negué. No me gusta la situación, pero no puedo hacer otra cosa. Necesito la ayuda de su marido.
– Estoy segura que hará todo lo que pueda.
– Naturalmente que lo haré.
Puso un coñac a mi lado.
Yo levanté la vista hacia él.
– ¿Está usted seguro de que no sabe dónde está?
– Si lo supiera, se lo diría.
– ¿De verdad?
– ¿Por qué no?
– Entonces, si realmente no lo sabe, ¿cómo piensa ayudarme?
Se sentó frente a mí y cogió su café.
– Ayudándole a encontrarla, naturalmente.
– ¿Cómo sabría dónde buscarla?
– Tengo unas cuantas ideas.
Dio unos sorbitos a su café y luego lo dejó de nuevo sobre la mesita.
– Le ayudaré todo lo que pueda -dijo-; le ayudaré porque me interesa hacerlo por mi propio bien. Pero nos llevará tiempo.
Yo no hice caso de la última frase. Evidentemente, iba a jugar con el factor tiempo. Si no sabía dónde estaba, lo único que podía hacer era entretenerme y esperar a que los acontecimientos evolucionasen a su favor.
– Hábleme de esas ideas que usted tiene.
No me respondió directamente, sino que miró a su mujer.
– Cielo, ¿recuerdas cuando conociste a Lucía y la invitamos a cenar en Fouquet's? ¿Te acuerdas que habló de esquiar y lo que le gustaba practicar este deporte?
Su mujer asintió.
– Sí, lo recuerdo.
– Pues bien, cuando decidí ir a St. Moritz hablamos de ello otra vez. Estaba preocupada porque había dejado todo su equipo de esquiar en casa de su tía en Mentón. Quería bajar allí a buscarlo. Naturalmente, yo no quería que lo hiciese y le prometí que podría comprarse uno nuevo en St. Moritz. La idea no le gustó demasiado. Me dijo que sus botas eran mejores que las que podría comprar nuevas en cualquier sitio. Mientras hablábamos de esto, me contó que hasta que se había ido a París, todos los años se iba a esquiar desde que era niña. Sus padres solían llevarla a un sitio llamado Peira-Cava en las montañas de Niza. Era un pueblecito, decía, barato y nada a la moda, pero aunque las pistas no eran muy buenas a ella le encantaban. Está en territorio francés, cerca de la frontera italiana por Sospel, a unos cuarenta kilómetros de Niza.
– ¿Cree usted que se fue allí, donde todo el mundo la conocería?
– Desde luego a un hotel no, ni a una pensión o algo por el estilo; por supuesto que no.
– ¿Es que tiene amigos allí?
Sanger se sonrió sardónicamente.
– No amigos exactamente. Pero me contó una anécdota sobre aquel sitio que me llamó poderosamente la atención. ¿Recuerda usted lo de su compañera de negocio, la de Antibes?
– ¿Henriette Colin?
– Eso es… Henriette. Bien, hace tres años, antes de que su negocio diese en quiebra, Lucía se llevó a Henriette a Peira-Cava durante una semana o así por Navidades. Henriette no sabía esquiar y lo odiaba todo. Se les estropeó la calefacción en el hotel de mala muerte donde estaban, y la dirección tenía que poner ladrillos calientes envueltos en periódicos para que los huéspedes se pudieran calentar las manos. Henriette no salía de casa en absoluto. Se sentaba envuelta en mantas y calentaba un ladrillo junto a la estufa que habían encendido en el bar del hotel.
Lucía quiso que regresara a Antibes, pero ella no quería volver sola. ¿Lucía deseaba esquiar? Bien, ella podía esquiar. Henriette aguantaría. Y entonces encontró una amiga.
Sanger se puso de pie y me sirvió otro coñac.
– ¿Henriette encontró una amiga?
– Exacto. Una vieja que solía ir por el bar a comprar cigarrillos. Entablaron conversación. Henriette se enteró de algunas cosas por el dueño del hotel. La vieja era viuda de un gran industrial y rico apestoso. Tenía un gran chalet a un kilómetro del pueblo y vivía sola, con un viejo matrimonio, sus criados. Solitaria, naturalmente, y un poco rara, le dijeron a Henriette. El dueño del hotel no le dijo nada de sus rarezas y Henriette siguió intimando con la vieja. Cuando ésta le dijo lo caliente que estaba su casa y le preguntó si a ella y a Lucía no les gustaría trasladarse con ella durante los días que aún iban a permanecer allí, a Henriette le faltó tiempo para aceptar. Lucía aceptó también. Todo lo que contribuyera a que Henriette se aburriera menos le parecía bien. Además, la vieja le caía simpática y sentía pena por ella. Por otra parte, ahorrarían el dinero del hotel. Y esto a Lucía siempre le interesa. Así que se trasladaron.
Hizo una pausa.
– Y resultó que la vieja era realmente muy rara, supongo.
Sanger asintió con la cabeza.
– Bebía éter.
– Bebía ¿qué?
– Éter. Estaba totalmente acostumbrada a él. Podía beber quinientos gramos en un día de juerga.
– Eso no me lo habías contado nunca, Phillip -dijo Madame Sanger.
Su tono no era de reproche, sino de interés simplemente.
– Yo mismo me había olvidado hasta que empecé a preguntarme dónde podría haberse escondido Lucía -dijo él.
– ¿Pero por qué iba a esconderse allí?
– No ha oído usted la otra parte del caso. La vieja no estaba siempre con su mejunje. Durante una semana o diez días estuvo normal. Luego se fue a Niza y volvió con una gran botella azul. La borrachera duró unos dos o tres días. Quienes sólo buscan en la bebida el abandono y la inconsciencia, sin preocuparse por el gusto del brebaje, el éter no es una mala bebida. Es más rápido que el licor y menos tóxico, y casi no deja consecuencias. Quiero decir relativamente, claro. Naturalmente, mucha gente vomitaría sólo con pensarlo. Pero hay gente que no. Cuando Henriette comprobó dónde se había metido, no pudo soportarlo y regresó a Antibes. Lucía se quedó.
– ¿Pero por qué?
Era Madame la que hacía las preguntas ahora. Yo la dejé. Eran las mías, de todos modos.
Sanger se quedó pensativo por un momento.
– Bueno, yo diría que por una cosa: se alegraba de verse libre de Henriette. En realidad, no me hubiera sorprendido que este fuera el momento en que su negocio empezó a hundirse. Además, porque le gustaba esquiar. Y por otra parte… bueno, yo no creo que la vieja y su éter molestaran mucho a Lucía. La gente no la asustaba. No es de las que echan a correr.
– Pues del chalet de Zürich sí que echó a correr -le recordé yo.
– Debió tener buenas razones -replicó él.
– Usted dijo que había un matrimonio en la casa -dije yo-. Si Lucía estuviera allí ahora, los criados podrían hablar.
– Esto es lo curioso -dijo él-; no lo harían. Lucía me dijo que aquellos dos nunca decían una palabra en el pueblo sobre lo que hacía la vieja. El pueblo lo sabía, naturalmente, porque de vez en cuando la vieja aparecía por allí cargada hasta las agallas y oliendo como un quirófano ambulante. Pero los criados nunca chistaban. No eran de la localidad, sabe -se encogió de hombros-. De todos modos, creo que vale la pena intentarlo.
– Yo sé cómo llegar hasta Henriette Colin -le dije-. Supongo que podré conseguir de ella la dirección.
Sanger apretó los labios.
– Es un poco arriesgado para usted, ¿no cree? Le daría a ella la idea. Supóngase que ella se lo dice a otra persona. Incluso puede decírselo a la policía. No, yo creo que lo mejor es ir allí simplemente y hacer unas cuantas averiguaciones. Ahora ya ha pasado la temporada; ya no habrá nadie más que la gente del pueblo. No será difícil. Puede ir usted mañana por la mañana.
Y regresar por la noche, después de haber perdido todo el día, pensé yo. Era una reacción poco razonable, yo lo sabía. Le había pedido ayuda en términos muy precisos, y él daba la impresión de prestármela. Pero había algo en aquel "usted" de la frase "puede ir usted por la mañana" que no me gustaba nada. Cruzó mi mente la desagradable imagen de peregrinación en coche por el Sur de Francia buscando pueblecitos remotos, mientras él estaba cómodamente sentado junto al fuego de su chimenea tramando el juego de la oca del día siguiente.
– Me dijo que tenía varias ideas -le dije yo-. ¿Cuáles son las otras?
– Podría estar en una clínica privada. ¿Había pensado usted en ello?
– No podría estar allí sin que lo supiesen varias personas. Esto significaría mucha complicidad.
– Ha circulado el rumor de que la policía sabe dónde está, pero que no lo dice.
– Un par de periódicos han hecho esa sugerencia. ¿Tiene usted algún medio de saber si es cierta?
– Si se refiere a que yo colaboro con la policía de aquí, mi respuesta es no. De todos modos, sigo pensando que Peira-Cava es su mejor posibilidad.
Yo dejé el coñac sobre la mesita.
– Nuestra mejor posibilidad, Mr. Sanger. Tengo de plazo hasta el viernes, a las once de la noche, hora europea. Ahora ya tengo suficiente material sobre usted para componer un artículo en relación con la chica del bikini. Y, si no consigo nada mejor, eso es lo que pienso hacer. Hoy es martes. Le sugiero que vayamos los dos mañana a Peira-Cava. Si por suerte Lucía Bernardi está allí, su presencia hará que colabore con más facilidad, ya que puede usted explicarle la situación. Mi idea no es entregarla a la policía. Yo sólo quiero su versión de los hechos de Zürich y la razón de los mismos. Luego puede seguir escondida si así lo desea.
Madame Sanger se inclinó hacia adelante.
– ¿Lo dice en serio, Monsieur Maas?
– Naturalmente. Por lo que yo sé, ella no ha cometido ningún crimen… por lo menos en Francia o en Suiza. Yo sólo quiero su versión de los hechos. Pero si se lo digo yo, puede que no me crea. Pienso que es más fácil que crea a su marido.
– ¿Y si no la encuentra en Peira-Cava? -preguntó ella.
– Entonces no puedo seguir perdiendo el tiempo. Regresaré a París.
Sanger dejó escapar una corta carcajada.
– Y se pondrá a trabajar para echar a perder nuestras vidas, supongo.
No era una pregunta, realmente. Yo no dije nada.
Sanger suspiró.
– Muy bien. Iré con usted. ¿A las diez?
– Vendré a buscarle.
Me levanté para irme y vi que Madame Sanger se estaba sonriendo. Era la misma sonrisa que mostró su satisfacción cuando yo dije que me quedaría a cenar. Ahora parecía alegrarse de que me fuera. Yo no podía reprochárselo.
Cuando regresé a la fonda, llamé a Sy a su apartamento. Él y su mujer tenían fama de dar buenas fiestas y, a juzgar por las risas y voces de fondo, en aquel momento estaban celebrando una.
– ¿Sí, Piet? ¿Cómo te va?
Daba la impresión de que tuviera unas cuantas copas encima.
– Creo que tengo una pista.
– No hagas bromas. Bien, ¿cómo lo ves?
Estaba cautelosamente contento.
– He dicho "creo" y no quiero decir nada más por el momento. Tal vez sabré algo seguro mañana por la noche.
– ¿No me quieres decir nada más?
– Prefiero no hacerlo. Te diré una cosa. Puede que haya un artículo sobre el caso. Pero si va a ser o no el artículo esperado, eso todavía no lo sé.
– Al viejo no le va a gustar un simple artículo sobre el caso, me temo.
– Pues a lo mejor ni eso tenemos. No lo puedo decir. Ah, y una cosa. ¿Te importa que me compre una cámara fotográfica?
– ¿Para fotografiar a la chica?
– Más bien un chico. Pero no quiero recurrir a un fotógrafo de la localidad.
– ¡Eso no, por el amor de Dios!
Hizo una pausa.
– ¿Tú sabes manejar una cámara, Piet? Manejarla bien, quiero decir.
– Bueno, no hay más que apuntar y hacer clik, ¿no es eso? Espero que el tipo de la tienda me enseñe cómo cargarla.
Súbitamente levantó la voz.
– ¡Corta ya, hombre! Te hice una pregunta.
– La respuesta es que sí, y no me gusta que me griten. ¿Me puedo comprar la cámara o no?
– Muy bien, muy bien. Pero, oye… yo tengo que saber lo que está pasando. Ya sé que tienes que tener cuidado por teléfono, pero tampoco necesitas explicármelo de pe a pa. ¿Qué has hecho? ¿Has localizado a nuestro hombre?
– Mañana lo sabré.
– Entonces ni siquiera sabes si realmente habrá un artículo sobre el caso.
– Mañana te lo diré.
– Por Dios, Piet, si has conseguido algo y lo has estropeado por ser demasiado terco para discutirlo…
Le corté antes de dejarle terminar.
– Hice algunos progresos. Mañana sabremos si vale la pena discutir sobre algo. No puedo aclararte más. Buenas noches.
Colgué y esperé que llamara él. Pero no lo hizo. Mientras la cosa oliera, aunque fuera sólo débilmente, a fallo y descrédito, me dejarían solo. Y esto era lo que me convenía.
Antes de salir de París había comprado unas cuantas pastillas para dormir. Me tomé tres y al cabo de cinco horas estaba de nuevo despierto.
Todavía era de noche, y me quedé un rato en la cama, pensando en los Sangers y en Lucía Bernardi, que se había chiflado por Arbil. Luego me levanté y eché otra ojeada a la copia del dossier sobre el caso, que había traído conmigo.
El material biográfico sobre el coronel Arbil no era especialmente relevante.
Había nacido el 1917. Era hijo de un comerciante de algodón, natural de Kirkuk, al Sur del Kurdistán, que entonces formaba parte del imperio otomano. Después de la Primera Guerra Mundial paso a formar parte del Irak. En 1932, cuando finalizó el mandato británico y el Irak se convirtió en un estado independiente, Arbil fue admitido como cadete en el ejército. Recibió el título de oficial en 1936 y más tarde fue enviado a Inglaterra para especializarse en comunicaciones y en el servicio de información. En 1946, capitán ya, volvió a Inglaterra, esta vez para asistir a un curso en el British Staff College. Durante su estancia en Inglaterra, se caso por lo civil con una inglesa. Ésta se divorció más tarde de él alegando desamparo. En 1958, participó en el golpe de estado del ejército dirigido por el brigadier Kassem que destronó al rey Faisal y estableció la república en el Irak. Poco después fue nombrado director de los Servicios de Seguridad Interior, cargo que abarcaba tanto poderes civiles como militares. En calidad de tal, asistió a la conferencia de Ginebra durante la cual había decidido no regresar al Irak.
Un investigador había hecho algunas pesquisas en el seno del movimiento nacionalista kurdo, del que el coronel Arbil había sido partidario.
Los kurdos, decía el informe, son un antiguo pueblo de origen montañoso que pueblan una región que se extiende desde la Armenia Soviética, pasando por la esquina nordeste del Irak y Siria, y desde Kermanshah en el Irán, hasta Erzurum, en Turquía. Forman, por lo tanto, minorías en cinco estados diferentes. Son aproximadamente unos cuatro millones, la mayoría de ellos de religión musulmana, pero pertenecientes a la secta sumnita, es decir, ortodoxa. El territorio kurdo del Irak incluye los ricos yacimiento petrolíferos de Kirkuk y Mosul.
En 1920, el tratado de paz de los Aliados con Turquía, conocido como Tratado de Sevres, creó un estado kurdo autónomo; pero este tratado nunca fue ratificado y fue sustituido al año siguiente por el tratado de Lausana, que dividía el Kurdistán.
En 1927, surgió el movimiento de independencia kurdo, el Khoibun. Solamente en Irak hubo cinco grandes rebeliones kurdas. En 1946 surgió en el Irán la autodenominada república soviética independiente de Mahabad. Duró once meses. Al cabo de ellos el ejército iraní logró reconquistar la zona.
Según el investigador, Alejandro Magno, Jenofonte, Marco Polo y la Comisión del tratado de Paz de 1919, todos habían tratado con los kurdos y todos habían llegado a conclusiones similares acerca de ellos. Según palabras de la Comisión, los kurdos era "un pueblo feroz y rapaz, y jugar con él resulta peligroso". Un experto en cuestiones del Oriente Medio había señalado que "su tendencia a disparar al primer objeto que veían moverse había mantenido al mínimo las interferencias externas en sus asuntos". Por otra parte, siempre habían estado más que dispuestos a interferirse en los asuntos de sus vecinos. Las matanzas periódicas de armenios habían sido casi siempre obra de los kurdos.
El coronel Arbil era kurdo y además director de los Servicios de Seguridad Interior, cargo con poderes políticos. Una combinación que no resultaba muy agradable. Yo me preguntaba qué conocería realmente Lucía Bernardi sobre él.
Poco después de las nueve, me fui a la ciudad a pie y encontré una tienda de aparatos fotográficos que tenía una Rolleiflex de segunda mano en venta. La cargué en la tienda y metí en el bolsillo otros carretes de película. Luego regresé a la fonda, cogí el coche y me fui a La Sourisette.
Me detuve a medio camino de la entrada de coches y saqué una serie de fotos de la casa. A continuación cambié el carrete y continué hasta la entrada principal.
Dejé la cámara en el coche y me dirigí a la puerta de la casa. El perro ladró y la criada apareció en la puerta con la mano en el collar como la víspera. Al reconocerme me pidió que pasara. Yo le dije que comunicase a Monsieur Sanger que estaba allí y que le esperaría fuera, en el coche.
No tuve que esperar mucho. Sanger apareció con aspecto de "caballero de campo", con un traje de cheviot. Yo conseguí dos buenas instantáneas de él antes de que se diera cuenta siquiera de que lo estaba haciendo. Cuando empezó a protestar, tomé otra más cerca con la cara completamente iluminada por el sol y Madame Sanger al fondo junto a la puerta de la entrada. Esperaba que hubiera bastante profundidad de enfoque para que salieran los dos, pero al menos sabía que él había salido bien.
– ¿Qué persigue con eso? -preguntó.
– Seguridad.
La señora se retiró apresuradamente hacia el interior de la casa. Comprendí que Sanger estaba sopesando la idea de quitarme la cámara de las manos, pero decidió no hacerlo. Yo sabía que mi persona no le impresionaba lo suficiente para detenerle; simplemente había creído más prudente no oponerse a mí en aquel momento.
Echó un vistazo a mi coche alquilado y dijo:
– ¿Pretende usted llevarme a Peira-Cava en eso?
– Funciona perfectamente.
– Tengo un Lancia en el garaje. Sería más cómodo.
– No vamos a ir tan lejos.
– Como quiera.
Se sonrió paternalmente mientras yo ponía la cámara en la guantera y la cerraba con llave.
– ¿Me equivoco si le digo que creo percibir una nota de desconfianza? -me preguntó.
– No. No se equivoca.
Sugirió que debíamos pasar por Cannes y coger la autopista en Antibes. Después guardamos silencio hasta llegar a Niza. Aquí me condujo, por las calles apartadas, a la carretera de Sospel.
El tráfico era ligero. Por encima de Escarene la carretera estaba cubierta de nieve fangosa que se fue haciendo más firme a medida que subíamos. Se hizo necesario poner la calefacción del coche. En Peira-Cava la nieve había sido quitada a pala, pero las laderas estaban completamente cubiertas y los árboles estaban blancos. Aquí aún era invierno.
– Por Pascua habrá aquí esquiadores si dura la nieve -observó Sanger.
Peira-Cava es una serie dispersa de hoteles pequeños y pensiones con vistas alpinas. Cuando nosotros llegamos, era casi la hora de comer. Por sugerencia de Sanger nos detuvimos en uno de los hoteles que tenía un letrero de bar-restaurante.
El bar estaba caliente, pero vacío. En el restaurante, un camarero con un delantal estaba poniendo una solitaria mesa para seis, posiblemente para el personal. Asintió cuando le pedimos unas copas, nosotros volvimos al bar.
– ¿Quiere hacer usted las preguntas o las hago yo? -dijo Sanger.
– Usted conoce el terreno mejor que yo. Tal vez lo hará mejor.
– Como quiera.
Su método resultó interesante. Si hubiera hecho yo las preguntas, hubiera comenzado por inventar cualquier excusa para mi curiosidad. Había estado en Peira-Cava el año pasado; había conocido a una señora rica con un matrimonio que le servía; todos habían sido encantadores y hospitalarios conmigo y ahora estaba pensando en volver para Pascua, pero había olvidado completamente el nombre de la vieja.
El método de Sanger no fue menos indirecto, pero mucho más eficaz. Tan pronto como oyó acercarse al camarero, levantó la voz ligeramente y se puso a dar golpecitos en la mesa.
– Tú, como abogado, me dices que eso es imposible, que una persona así se envenenaría. Pues yo, como médico, te digo que una persona así puede inmunizarse. El éter es menos tóxico que el alcohol. Me podrás decir que es poco corriente encontrarse con una persona que beba éter, pero no por eso tiene que tratarse de una loca por beberse cuatrocientos gramos de éter. Si está acostumbrada, podría beberse hasta quinientos gramos sin que le pase nada.
El camarero estaba de pie a nuestro lado, escuchando fascinado sin perder palabra. Sanger levantó la vista hacia él.
– Gracias, amigo mío.
Mientras el camarero servía las copas, se dirigió a mí de nuevo.
– Y puede seguir haciéndolo, además. ¿No me crees?
De pronto, pareció ocurrírsele una idea. Levantó la vista hacia el camarero y le preguntó:
– Ah, pues te lo voy a demostrar. Camarero, ¿oyó hablar usted alguna vez de una persona que bebiera éter?
El camarero se sonrió.
– Sí, doctor.
Sanger se sonrió también.
– Pues claro que sí. ¿Cómo se llama, la viuda, Madame…?
Hizo restallar los dedos, tratando de recordar el nombre que tenía en la punta de la lengua.
– Madame Lehman, Doctor.
– Sí, Madame Lehman. Quinientos gramos en un día a veces, ¿no es eso? Dígaselo a mi amigo.
El camarero nos miró un poco desconcertado.
– Oh sí, ésa es la cantidad que solía tomar de vez en cuando.
– ¿Solía? -dijo Sanger con intención.
– Madame Lehman murió hace seis meses, Monsieur. Tuvo un ataque al corazón.
Hubo un breve y tenso silencio; luego Sanger recobró su máscara de profesional otra vez.
– Lo siento mucho -dijo tranquilamente-. Naturalmente, yo ya le dije que tenía tendencia a sufrir del corazón cuando vino a verme el año pasado. Pero no me esperaba un final tan rápido. ¿Qué ha sido del chalet y los criados?
– Ah, Doctor, los criados se volvieron al Norte, de donde eran. Ella les dejó un poco en su testamento, sabe. El resto lo heredó su sobrino, que vendió el chalet a una familia belga.
Por causa del camarero, Sanger siguió representando su papel inflexiblemente hasta el final. Me dirigió una mirada significativa y golpeó la mesa de nuevo.
– Pero murió de un ataque al corazón, amigo mío, ya lo ves. No por el éter.
El camarero se sonrió y desapareció.
Yo me tomé la copa de golpe.
– Creo que sería mejor bajar a comer a Niza -dije yo-. A no ser que usted quiera comer aquí.
Sanger negó con la cabeza.
Fuimos a un restaurante donde le conocían, en la rue de Francia. Al bajar, Sanger había permanecido sombrío y silencioso, pero el cálido saludo del maître d'hôtel pareció levantarle los ánimos un poco. Una vez pedida la comida, se recostó en su silla y me dirigió una breve sonrisa, llena de reproches.
– ¿No quiere que hablemos acerca de la idea del sanatorio? -me preguntó.
– Lo único que puedo decir es que se trata de una simple idea.
– Supongo que no irá en serio eso de complicarnos a Adela y a mí.
– Totalmente en serio.
– Una pequeña faena, ¿no cree? ¿Qué gana usted con ello? ¿Una palmadita en el hombro? ¿Una pequeña bonificación? Piense en lo que nos perjudica a nosotros.
– Sólo un poco su vida privada y su reputación local, cosas ambas que no se merecen realmente.
– ¡Sólo! Por Dios, hombre…
Se interrumpió y bajó la voz.
– Oiga, Maas, no creo que a usted le guste esto más que a mí. En realidad, estoy convencido de que no. ¿Por qué seguir, pues?
– ¿Dio usted a alguna de sus víctimas una oportunidad semejante alguna vez, Mr. Sanger?
Sanger negó lentamente con la cabeza.
– Es inútil, Maas, no es usted un tipo duro, rudo. Usted es europeo. Usted no piensa así.
– Parece usted muy seguro de mí.
Pareció sorprenderse.
– Pues claro que estoy seguro. ¿Por qué no iba a estarlo? Me pasé media noche pegado al teléfono hablando con París, para conseguir una idea sobre usted.
– Comprendo. ¿Invadiendo mi vida privada, eh?
Volvió a negar con la cabeza.
– Usted no tiene vida privada. Tiene amigos, gente que siente pena por usted, pero no tiene vida privada, al menos en el sentido en que yo la entiendo. Cuatro llamadas telefónicas, eso fue todo lo que necesité.
Esto no me hacía gracia, no me hacía absolutamente ninguna gracia, pero no tenía nada que decir.
– Naturalmente, no he conseguido enterarme de todo -continuó-. No he tenido tiempo.
– ¡Cuánto lo siento!
No hizo caso del sarcasmo.
– Naturalmente -dijo-, ha tenido usted una niñez difícil; muerte de los padres en el bombardeo de Rotterdam, evacuación a Inglaterra como huérfano de guerra y todo lo demás; pero ya no era usted tan niño y tuvo más suerte que otros. Gracias al socio londinense de su padre que se hizo cargo de usted. Fue enviado a una buena escuela. Y después de la guerra pudo reclamar las propiedades de sus padres. No era mucho dinero, quizás, pero la suma era bastante apreciable para un joven que aún estaba estudiando. ¿Qué es lo que falló?
– Estoy seguro que se trata de una pregunta retórica.
– De verdad que no. Oh, ya sé cómo se le fue el dinero. Es lo del suicidio lo que me preocupa.
Yo no dije nada. Sanger tomó un sorbo de su Campari con soda y continuó:
– Comprendo que estuviera usted deprimido. La culpa la tuvo la bancarrota del semanario. Pero me han dicho que no fue una bancarrota ruinosa. Gente muy importante lo apreciaba mucho. Incluso fue citado en las Naciones Unidas. Si falló, fue por negarse a romper la línea de conducta que usted mismo había establecido. Su capital era insuficiente para soportar una honestidad completa. Cierto que usted sólo era uno de los accionistas, pero tenía que saber que la mayor parte de los semanarios experimentales siempre son aventuras financieras altamente especulativas. Además, es usted joven y tiene talento y amigos. ¿Por qué trató de destruirse a sí mismo?
¿Qué le iba a responder? "Es muy sencillo, Mr. Sanger. No ha sido sólo el semanario. Ocurrió simplemente que aquel día regresé a casa más temprano y encontré a la mujer que vivía conmigo acostada en mi propia cama con otro hombre. Intenté matarlo y descubrí que no podía. En realidad, fue él quien me pegó sin compasión. Tres fracasos en el mismo día eran demasiados. Así que me dispuse a sufrir el cuarto". No hubiera sido una respuesta honesta, pero hubiera resultado convincente de momento. Pero entonces vendría la pregunta inevitable: "Seguramente, otros muchos hombres han sufrido humillaciones peores sin que por eso intentasen matarse. ¿Por qué tenía que hacerlo usted?".
Y a esta pregunta había dos respuestas corteses; una, suave, envuelta en el lenguaje aséptico de la psiquiatría; la otra, en el lenguaje de los moralistas. Pero mi respuesta personal sería: ''Váyase al infierno''
– No creo que esa sea una cuestión que piense discutir con usted, Mr. Sanger.
Él asintió con la cabeza con gesto comprensivo.
– En una ocasión conocí a un hombre que intentó pegarse un tiro. Estaba un poco bebido y ocurría además que no tenía idea de cómo manejar un revólver pesado, cómo dispararlo, quiero decir. En resumen, falló completamente. Esto le hizo sentirse muy mal y después nunca quiso hablar de ello. Sin embargo, el hecho debió significar para él una especie de catarsis porque nunca lo volvió a intentar. Vivió durante diez años y murió en un accidente de aviación.
El servicio de la comida le interrumpió durante un rato, pero cuando el camarero se fue, volvió al ataque.
– ¿Ha pensado usted alguna vez en volver a publicar su semanario?
– Muchas veces.
– Pero, claro, necesitaría un buen pellizco de capital.
– Y seguiría siendo una empresa altamente especulativa.
– Pero ahora menos, seguro. Al fin y al cabo, debió haber aprendido muchas cosas del primer fracaso. No cometería los mismos errores dos veces.
Yo empezaba a estar harto de esto.
– Si yo fuera usted, Mr. Sanger -le dije-, seguiría invirtiendo en la propiedad inmobiliaria. Es mucho más segura que el periodismo.
Pero él no estaba decidido a ceder.
– ¿Usted cree? -dijo dejando escapar una risita burlona-. Bueno, tal vez no le falte razón. He de confesar que me gustan los ladrillos y el cemento, y la tierra más. Son objetos tangibles. Pero a uno también le gusta especular alguna vez -levantó la mirada y la clavó en la mía-. Y si al mismo tiempo se puede evitar cierta notoriedad desagradable, esto convierte la inversión en algo más agradable todavía.
De pronto, sentí curiosidad.
– ¿Sabe usted realmente de cuánto dinero está hablando? -le pregunté.
– Conozco la cantidad con la que usted contaba en principio, la primera vez. Desde entonces, los costes han subido. Posiblemente ahora necesitaría más. Sobre unos treinta mil dólares, diría yo.
Tardé unos segundos en responderle. Si hablaba en serio, y al menos eso parecía, o bien era mucho más rico de lo que yo había supuesto, o estaba mucho más desesperado. Si era esto último, entonces es que estaba en juego mucho más que su vida privada y que su reputación en la localidad. Podía ser que se hubiera fiado demasiado de la protección de un nombre supuesto, y que el conocimiento público de Phillip Sanger como Patrick Chase pudiese llevarle a ser declarado culpable de algún delito.
Sanger me estaba observando atentamente. Casi podía percibir su tensión. Era un estafador y un timador, claro, y se supone que uno no va a tener compasión de los bribones. De todos modos, sentí pena por él. Siempre siento pena cuando el éxito, aunque se trate de un éxito económico logrado de malos modos, se torna fracaso. Es el tañido de la campana, sin duda.
Suspiré y le dije:
– Es una oferta tentadora, Mr. Sanger. No puedo decirle cuánto. Pero es mejor que comprenda la situación. Ya le he dicho a la oficina de París que si no puedo conseguir el artículo con la versión de los hechos dada por Lucía Bernardi, habrá un artículo referente al caso. Así que ellos ya saben que usted existe. Así que…
Sanger me interrumpió rápidamente.
– ¿Conocen el contenido del artículo, los detalles sobre mí?
– Todavía no.
– Pues entonces…
– Mr. Sanger, si yo no se lo envío, se supondrán lo que ha pasado y enviarán a cualquier otro aquí en el término de unas cuantas horas. Alquilarán aviones privados, asolarán el lugar hasta conseguir dar con usted. Aunque estuviera dispuesto a hacerlo, no podría enterrar todo el asunto por mí mismo a estas alturas.
– Ni si…
– Perdería el dinero, Mr. Sanger. Si le sirve de consuelo, le diré esto. El hecho de que yo escriba el artículo no significa necesariamente que vaya a publicarse. Pueden decidir que, como el caso Arbil no ha estado presente en las noticias recientes, el nuevo material no es suficiente para sacarlo a relucir otra vez. Pueden enfocarlo así, pueden enfocarlo de otro modo. No lo sé.
Trató de cogerse al cabo que yo le tendía involuntariamente.
– ¿Quién lo decidirá? ¿La gente de París?
Ya le vi ofreciendo sus treinta mil dólares a Sy, y me pregunté si yo conocía lo suficiente a nuestro director como para predecir su reacción.
– No -repuse-; eso se decide en Nueva York.
Se quedó cabizbajo por un momento, luego su rostro cobró un aspecto obstinado.
– Tendrán que tener cuidado con la ley del libelo -murmuró.
– Siempre lo tienen, sobre todo en la edición europea.
– Un ciudadano francés puede ponerle las cosas muy difíciles a un semanario americano en un tribunal francés.
– ¿Por decir que usted, Phillip Sanger, es también Patrick Chase? Oh, no. Eso es una cuestión en la que se puede recurrir a la Interpol ahora. La explicación de por qué es usted Patrick Chase puede ser objeto de libelo, pero si lo es, la pasarán por alto.
Guardó silencio por un momento y luego alejó su plato de él.
– ¿Le importa que regresemos ya? -dijo-. Adela estará preocupada. Podría llamarla pero oirían la conversación.
Hizo una pausa.
– No es que tenga nada bueno que decirle -continuó lentamente-, pero ella estará esperando para conocer lo peor.
Me miró a los ojos de nuevo y añadió:
– Si se tratara sólo de mí, no me preocuparía demasiado. Es por ella.
Tal vez estuviera diciendo la verdad.
El regreso a Mougins fue tan silencioso como había sido el resto de nuestro viaje durante la mañana. En una ocasión, le vi mirando la guantera donde estaba la cámara. Supongo que estaría pensando si valdría la pena esta vez utilizar la fuerza para destruir las fotografías que yo le había hecho. Evidentemente, decidió que no. Cuando me detuve al pie de la entrada de coches de La Sourisette, Sanger bajó del vehículo y se dirigió a la casa sin decir palabra.
Yo le observé y me quedé sentado por un momento una vez que ya él había desaparecido. Me hubiera gustado coger sus treinta mil dólares. Era una pena que no tuviera modo de apoderarme de ellos.
Regresé a la fonda.
Sanger había tenido razón acerca de la ansiedad de su esposa.
Me estaba esperando sentada junto a una de las mesas del jardín de la fonda. Frente a ella había una copa.
Al acercarme se puso de pie. Llevaba un vestido en vez de los pantalones flojos de la víspera. Esto la hacía parecer más joven.
Comencé a hilvanar una frase de cortesía, pero ella me cortó en seco.
– Tengo que hablar con usted, Monsieur.
– No faltaba más, Madame. Sospecho que mi habitación no sea muy grande. Será mejor que entremos en el bar.
Ella echó un vistazo en derredor al jardín. El conserje nos podía ver desde su ventanilla, pero no había nadie que pudiera oírnos.
– Aquí estaremos bien -dijo.
Nos sentamos en su mesa. Yo pensé que sería mejor terminar cuanto antes.
– Siento tener que decirle, Madame, que nuestro viaje de hoy fue completamente infructuoso -comencé.
– Oh, ya lo sabía -trató de sonreír sin esforzarse demasiado-. Pero mi marido pensaba que realmente podía haber una posibilidad de que estuviera allí. No podía decirle que no estaba.
– ¿Quiere decir que usted sabía que la vieja del éter había muerto?
Mi actitud estaba resultando muy estúpida. La noche anterior ella no sabía de la existencia de la vieja hasta que Sanger hablo de ella.
– Quiero decir que sabía que Lucía no estaba en Peira-Cava.
– ¿Por qué sabía que está en otra parte?
– Sí.
– ¿Y su marido no?
La aguda mente del gran reportero se estaba abriendo camino hacia lo evidente.
Ella asintió con la cabeza.
– Anoche -me dijo-, yo le hice una pregunta. Usted dijo que no tenía ningún interés en entregar a Lucía a la policía ni en que otros se apoderasen de ella, que todo lo que usted deseaba era entrevistarla; que luego podía volver a su retiro de nuevo. Yo le pregunté si realmente lo decía en serio. ¿Lo sigue diciendo?
– Desde luego. ¿Usted sabe dónde está Lucía, Madame?
Titubeó y luego asintió con la cabeza.
– Sí, lo sé. Acudió a mí para que la ayudase… a mí, que casi no la conocía. Tal vez es que le había caído simpática y confió en mí, aun cuando no la había visto más que un par de veces, y entonces sólo durante unas cuantas horas.
– ¿Dónde está, Madame?
Ella meneó la cabeza, pero fue un movimiento de indecisión más que una negativa. Yo esperé. Ella dio un sorbito a su copa y se quedó mirando a una maceta de jacintos que había sobre la mesa contigua.
– Su marido me dijo anoche que no la había visto desde que se fue de St. Moritz. Esto no es cierto, ¿verdad?
Sus ojos volvieron a mirarme.
– No. Mi marido es demasiado precavido a veces. No hubiera importado que se lo hubiera dicho. La vimos en Zürich hace unos tres meses. Fue un encuentro casual en el vestíbulo de nuestro hotel. Ella había ido de compras. El coronel Arbil no estaba con ella. Comió con nosotros. Durante la comida, resultó evidente que estaba preocupada por algo.
– ¿Algo relacionado con el coronel Arbil?
– En cierto modo, pero no en el sentido de que no fuera feliz. Claro, ahora sé que estaba asustada. Fue por el tiempo en que el coronel empezó a colocar alarmas contra los ladrones en el chalet. Ella no nos habló de esto, pero cuando mi marido se ausentó del comedor para llamar por teléfono, me preguntó si sería muy difícil que el coronel Arbil obtuviese un permiso de estancia en Francia. Yo le dije que sería mejor que hablara primero con el Cónsul General de Francia en Berna. Luego me preguntó si podía escribirme a Francia y yo le di mi dirección de aquí.
– ¿Con su auténtico nombre?
– Sólo a nombre de la criada. Pero a mi marido ni siquiera le hubiera gustado esto, por eso no se lo dije -hubo otro conato de sonrisa-. Entonces no me pareció importante. Ahora, quizá pueda salvarnos.
– ¿Salvarles?
– Si Lucía no hubiera sabido cómo ponerse en contacto conmigo, yo no hubiera podido arreglar las cosas para que usted hablara con ella.
Se apretó una mano con la otra y me miró.
– Esto nos salvará, ¿verdad, Monsieur Maas? ¿Usted no hablará a nadie, su editor, la policía, a nadie, de nosotros?
– Si logro ver a Lucía Bernardi y hablar con ella, eso es todo lo que deseo. Por lo que a mí respecta, usted y su marido permanecerán completamente olvidados.
– ¿Aun cuando eso signifique que no puede mostrar al mundo lo listo que es usted para conseguir lo que otros no han podido?
– No he sido listo, señora, he tenido suerte. Sin embargo, si no digo nada, parecerá tal vez que he sido listo. Deduzco que no quiere que su marido lo sepa tampoco.
– Ahora se lo diré. Primero tenía que estar segura de poder confiar en usted. ¿Puedo hacerlo, Monsieur?
Yo le dije con toda la amabilidad que pude:
– Creo que no tendrá otro remedio. Supongo que Lucía vive en alguna de las casitas de ustedes. ¿Está en Roquebrune o en Cagnes-sur-Mer?
Ella puso cara de sorpresa.
– Eso no puedo decírselo.
No tenía sentido presionarla. Si era absolutamente necesario, podía investigar en los archivos de Niza las casas que tenían y descubrir la que era por un proceso de eliminación.
– No es realmente importante -le dije-. Usted se ocupa de alquilar las casas de su marido, tengo entendido. ¿Es así como ha podido acogerla, alquilándole una casa simplemente?
Ella asintió con la cabeza.
– En esta época del año, algunas están vacías.
– ¿Y ella está de acuerdo en ser entrevistada?
– Comprende que yo necesito su ayuda.
– ¿Cuando puede tener lugar la entrevista?
– Esta noche.
– ¿Dónde?
– Ella le telefoneará tan pronto yo la llame. Utilizará mi nombre, Adela, por si el operador está escuchando.
– Supongo que ella comprenderá que yo quiero verla e identificarla. Esto no se puede hacer simplemente por teléfono, compréndalo.
– Ya he pensado en eso. Siempre y cuando usted esté dispuesto a hacer lo que ella le pida, Lucía accederá a reunirse con usted -Madame Sanger se puso de pie-. Si usted me espera aquí, utilizaré el teléfono de ahí dentro.
Estuvo fuera unos cinco minutos. Cuando volvió, cogió el jersey que había dejado sobre la silla, pero no volvió a sentarse más.
– Adela le llamará dentro de cinco minutos -dijo-. Ahora tengo que irme a casa y hablar con mi marido.
Titubeó un segundo y luego añadió:
– Estaré interesada en leer su artículo, Monsieur.
– Su nombre no aparecerá en él, Madame. Se lo aseguro.
Ella meneó la cabeza.
– Me alegro de oírselo decir de nuevo, pero no me refería a eso. Quería decir que tal vez Lucía le diga a usted más cosas que las que me ha dicho a mí.
– ¿A usted no le dijo nada?
– Simplemente que si no lograba esconderse en alguna parte, la matarían -se sonrió mientras levantaba la mano-. Sí, debe resultar difícil creer que no sé más que eso, pero me dijo que sería más seguro que no supiera más. Más seguro para mí, quería decir. El modo cómo me lo dijo hizo que la creyese.
Tan pronto como ella salió, entró el conserje y me dijo que me llamaban por teléfono.