El hotel que elegí en Niza se hallaba cerca de la Gare Central y el conserje estaba acostumbrado a que los viajeros llegasen a altas horas de la madrugada. Yo me inscribí como "Pierre Mathis" y conseguí dormir cuatro horas sin tomar ninguna pastilla.
La casa que me había alquilado el coche en Marsella tenía una representación en Niza y la primera cosa que hice después del desayuno fue devolverles el Simca. Como tenía el recibo del depósito, éste casi cubría los gastos extra que tenía que pagar. Luego me fui junto al hombre que me había vendido el magnetófono y se lo volví a vender con un descuento. Una tienda de aparatos fotográficos que había en las cercanías me hizo un buen precio por la Rolleiflex. Ahora podía alquilar un coche más barato a una casa de menos importancia. Pronto encontré una. Me alquilaron un decrépito Renault cuatro caballos. El hombre sólo me pidió el permiso de conducir. Cuando le di mi nombre como Pierre Mathis, lo anotó sin molestarse en cotejarlo con mi carnet de identidad.
A continuación me fui al Ayuntamiento.
El prefijo del número de teléfono de Lucía correspondía a una zona situada al oeste de Niza, así que deduje que la casa en la que ella estaba entonces se hallaba probablemente en, o cerca de Cagnes-sur-Mer. Sin embargo, Adela Sanger me había advertido que Lucía le había hablado de trasladarse y yo quería estar preparado para tal eventualidad. El agente de Séte había mencionado sólo Cagnes, Mougins y Roquebrune; pero la casa donde yo le había hecho la entrevista estaba cerca de Beaulieu. Tenía que suponer que podía haber casas de Sanger en otras zonas de la costa.
Mi experiencia de Montpellier me había familiarizado con los procedimientos de catalogación e índices empleados en los archivos de los registros de la propiedad, y podía pedir los volúmenes que necesitaba y pagar las tasas exigidas por consulta sin hacer antes una serie de preguntas. En el registro habían otras personas; no es que la oficina de los archivos fuera un enjambre de actividad, pero por la mañana había un gran número de consultantes. Algunas eran mujeres. El archivero mayor y los otros empleados saludaban a los clientes por su nombre, y yo deduje que debían ser empleados de abogados y topógrafos o de los departamentos de hipotecas de los bancos. Casi todo el mundo conocía bien la rutina.
Sin embargo, había un hombre a quien le tuvieron que enseñar, como a mí en Montpellier, cómo funcionaba el sistema de los archivos. Tenía, además, la traba adicional de que hablaba muy mal el francés, con un fuerte acento extranjero. Al principio, yo me hallaba concentrado en mis propias pesquisas y sólo le prestaba una ligera atención, y esto porque me pareció que discutía con el archivero. Sólo al cabo de un rato comprobé cuál era la naturaleza del equívoco.
Sólo se podía coger un volumen de cada vez, y antes de volver a dejarlo tenían que anotar que había sido devuelto por el consultante anterior. Posiblemente, esto lo hacían para que los auditores del Departamento pudiesen verificar más fácilmente las tasas de consulta. Aquel hombre había hecho una lista de los volúmenes que deseaba consultar y tenía que esperar demasiado por cada uno: o eso es lo que él creía. La explicación que el archivero le dio de las demoras era menos lúcida de lo que pudiera haber sido porque se hallaba molesto. El defectuoso francés del extranjero era una complicación más. Pero, al escuchar, comprobé de pronto lo que había ocurrido. La lista de los volúmenes que el hombre deseaba consultar era exactamente la misma que la mía. Las demoras procedían del hecho de que yo había empezado antes.
Podía ser una coincidencia que la lista fuera la misma, pero yo sabía que era poco probable. Decidí que sería mejor examinar al individuo antes de que él se diera cuenta de lo que pasaba y empezase a fijarse en mí.
El mostrador del público del archivo del registro estaba inclinado como un enorme facistol, de tal modo que los gruesos volúmenes podían entregarse sin forzar las ataduras, y dividido en una serie de casillas mediante delgadas divisiones. En consecuencia, no se podía ver todo a lo largo del mostrador. Sin embargo, junto a la entrada de la estancia había una mesa donde se pagaban las tasas de consulta y se cogían las fichas para pedir los volúmenes.
Tan pronto como terminé con el volumen de la zona correspondiente a La Turbie (donde no había ninguna casa a nombre de Sanger), pedí el volumen correspondiente a Eze y volví junto a la mesa a comprar otras cuantas papeletas. Desde allí pude ver la casilla donde estaba el hombre.
Estaba de espaldas a mí. Lo único que yo podía ver era que se trataba de un tipo alto y delgado, de cabeza estrecha y con mechones de pelo gris peinados sobre una gran calva. Tenía gafas y un traje gris oscuro. El traje no parecía francés; no había ningún detalle por el que pudiera adivinarse su nacionalidad.
Volví a mi casilla y esperé el volumen de Eze. Ya era casi mediodía y las oficinas del Ayuntamiento pronto cerrarían para el período de dos horas de la comida. En el otro extremo del mostrador, el archivero se había hecho entender al fin y en la estancia reinaba un silencio total. Yo me preguntaba quién podía ser aquel hombre. Si hubiera sido de la localidad, hubiera pensado que se trataba de alguien enviado apresuradamente por Sy. Al no ser así, la explicación más razonable parecía ser la de que se trataba de otro periodista extranjero que, sin saber cómo, había seguido la misma pista que yo.
Cuando el ayudante volvió con el volumen de Eze y lo dejó frente a mí, al hacerlo miró inquisitivamente por encima de mi hombro. Yo volví la cabeza. El extranjero estaba de pie detrás de mí.
Se sonrió, mostrando una hilera de dientes largos y amarillos. Los ojos de detrás de las gafas eran castaños, con grandes bolsas arrugadas debajo de ellos. La sonrisa, aunque pretendía evidentemente ser afable, quedaba estropeada por los dientes, que le daban una apariencia rapaz.
Me dijo con extrañísimo francés:
– Por favor, excúseme, Monsieur. Me han dicho que nuestras respectivas pesquisas siguen caminos similares o paralelos. Sin duda los objetivos son totalmente diferentes, pero me pregunto si, hasta que nuestros caminos se separen, no podríamos, para ahorrar tiempo, colaborar en nuestros empeños respectivos.
Y al concluir, me enseñó sus dientes de nuevo y enarcó las cejas interrogadoramente.
Me había cogido por sorpresa y me sentía estúpido. Por lo demás, parecía aconsejable, mientras me tomaba tiempo para pensar, aparentar cierta estupidez. Yo me quedé mirando inexpresivamente. El ayudante que estaba al otro lado del mostrador también colaboró, pues se lo quedó mirando igualmente.
Al cabo de unos segundos, me encogí de hombros y dije:
– Posiblemente.
Sus labios se cerraron sobre los dientes.
– Bien. Ya tenemos una base para la negociación. Podríamos continuar junto a un vaso de vino, si le parece.
No pasaría nada, pensé, por descubrir quién era y qué deseaba. Asentí con la cabeza y dije:
– Muy bien.
Me llamo Skurleti.
– Mathis -dije yo.
Me hizo una pequeña reverencia.
– ¿Nos vamos, pues, Monsieur Mathis?
– De acuerdo.
Recogí todas las notas que había tomado y las metí en el bolsillo interior de la chaqueta.
Teníamos que pasar a través de una serie de puertas para salir del Ayuntamiento, y Skurleti demostró ser uno de esos hombres supercorteses y temerosos de que alguien les ataque por la espalda, que nunca atraviesan una puerta delante de la persona con la que van, aun cuando es mucho más sencillo hacerlo así. Nuestro avance hacia la calle fue una especie de estúpido minueto de "usted-primero-no-usted-primero" que terminó por darme la sensación de que estaba abandonando el lugar escoltado.
El Ayuntamiento está a sólo unas yardas de la Plaza Massena y nos fuimos al primer café de la esquina. Nos sentamos y Skurleti pidió un vermut.
– ¿No cree que deberíamos presentarnos? -me preguntó volviéndose hacia mí con otra exhibición de dientes.
– Creo que sí.
Sacó del bolsillo una cartera de piel de cocodrilo y me pasó una tarjeta que decía:
MR. KOSTAS POLITIS-SKURLETI
Agente Autorizado
Transmonde Information Agency,
Miembro de la Asociación Apartado 1065. Muski Road
Internacional de Detectives El Cairo, R.A.U.
– Supongo que habrá oído hablar de la Transmonde -dijo.
– Sospecho que no.
Pareció sorprenderse.
– Es una de las mayores y más conocidas agencias de información internacionales.
Esperé que se fuera el camarero antes de responder.
– Yo siento no tener tarjeta para darle, pero mi trabajo también es ampliamente confidencial. Hago investigaciones sobre bases crediticias para una organización financiera. Si no le importa, preferiría no darle el nombre. En cuestiones de crédito, compréndalo, hay que ser discreto.
– Lo comprendo. Nosotros también tenemos un departamento que hace ese trabajo… a escala internacional, por supuesto. Mi trabajo personal, sin embargo, se refiere más bien a negociaciones. Quiero decir, negociaciones confidenciales en las que, por varias razones, las partes interesadas prefieren tratar a través de intermediarios.
– Comprendo.
– Es más -continuó-, le diré que, en este momento, estoy tratando de establecer cierto contacto y sospecho que la persona sobre cuyas bases crediticias está usted investigando y las personas con las que yo deseo establecer contacto posiblemente pueden estar relacionadas.
En su rostro apareció de nuevo la sonrisa, pero con una mirada de expectación, como si acabase de contar un chiste y esperase la carcajada.
Yo puse toda la cara de escepticismo que pude.
– Una posibilidad bastante remota, ¿no cree?
– El hombre de esa persona es Phillip Sanger, Monsieur Mathis, y tiene una serie de casas a lo largo de la costa. ¿Estoy en lo cierto? Sí, veo que sí. Bien, pues adelante. Usted ya me ha dicho su objetivo. No hay ningún conflicto de intereses entre nosotros. Por lo tanto, como colegas en cierto sentido, tal vez podamos ser francos el uno con el otro, ¿no cree? Yo puedo conseguir la información que deseo sin gran dificultad, naturalmente, pero me llevará tiempo, y el tiempo es un factor importante para nuestros clientes en este caso. Para ahorrar tiempo, estoy dispuesto a pagar lo que sea.
– ¿Por la dirección de la casa de Monsieur Sanger?
– Monsieur Sanger no tiene una sola dirección. Tiene muchas. Las necesito todas y pronto.
– Dice usted que no hay ningún conflicto de intereses entre nosotros. ¿Cómo puedo estar seguro de eso? ¿Quiénes son esos clientes suyos y qué quieren?
Skurleti levantó la mano protestando.
– ¿No esperará en serio que yo le vaya a decir eso? Un grupo de hombres de negocios que desean hacer una negociación con urgencia. Eso es todo lo que puedo decir. Pero no tiene nada que ver con préstamos ni créditos, eso puedo asegurárselo.
Había dicho que deseaba establecer contacto con "personas", en plural; pero luego sólo había mencionado un nombre, el de Sanger. Si él sabía o sospechaba que Sanger era también Patrick Chase, sus palabras no resultaban nada improbables. Resultaba perfectamente creíble que hubiera un gran número de hombres que deseaban hacer negocios urgentes con Phillip Sanger, alias Patrick Chase, y que podían emplear a un detective privado para encontrarlo. También resultaba posible que, más que préstamos y créditos, el objeto de las negociaciones deseadas fuera la recuperación del dinero. ¿Pero lo sabía Skurleti? ¿O la persona en quien él pensaba era alguien distinto? ¿Adela Sanger? ¿Lucía Bernardi? ¿Decía la verdad acerca de su misión, o estábamos mintiendo los dos?
De momento, le seguí la corriente.
– ¿Cuánto?
– Mil francos nuevos -respondió sin dudarlo.
– Hay mucho trabajo por medio, y todavía no he terminado.
– Le daré mil por la lista incompleta y otros quinientos cuando tenga el resto.
Fingí pensármelo. Skurleti volvió a sacar su cartera y empezó a contar billetes de cien francos. Le detuve con un ademán.
– No, no. Por favor. No tengo la lista. Y además…
– Tiene la lista que hizo esta mañana -me interrumpió rápidamente-. Por ahí podemos empezar.
– Esta mañana no encontré nada. Fue trabajo inútil. En cualquier caso, me lo tengo que pensar detenidamente.
– Dos mil francos.
Yo titubeé y dije, meneando la cabeza:
– Más tarde le daré una respuesta.
– ¿Cuándo? El tiempo es importante. Quizá podamos trabajar juntos en el Ayuntamiento esta tarde.
– Lo siento, pero tengo que atender otros asuntos. Podríamos vernos aquí de nuevo a las cuatro.
No le respondí inmediatamente. Terminé el vermut, dejé el vaso sobre la mesa con un golpe seco y, como si acabara de tomar una decisión, le miré directamente a los ojos.
– Dos mil quinientos -le dije en tono desafiante.
Skurleti se sonrió. Era el tipo de conversación que comprendía.
Tan pronto como llegué al hotel, llamé al número que Adela Sanger me había dado.
El teléfono estuvo sonando durante casi un minuto antes de que Lucía levantara el auricular. No dijo nada hasta que yo hablé.
– Soy Maas.
– Diga.
– Es importante que pueda verla.
– Ya me ha visto.
– Tenemos que hablar de nuevo.
– ¿Sobre qué?
– Le dije que si yo la había encontrado, otros podrían hacerlo también. Creo que es posible que esto esté a punto de ocurrir.
– ¿Otro periodista?
– No estoy seguro, pero no lo creo. Alguien que representa a un grupo quizás.
– ¿Cómo lo sabe?
– Se lo diré cuando la vea.
– Un grupo, dice usted -dijo ella pensativamente-. ¿De qué nacionalidad?
– No lo sé. Pero su representante es un griego que procede de El Cairo.
Hubo un largo silencio. Tan largo que, aunque sabía que no había colgado, le dije al fin:
– ¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?
– Estaba pensando -y continuó en tono resuelto-. Muy bien. Le veré de nuevo. El mismo procedimiento que la primera vez. Esta noche a las diez.
– No. Tiene que ser dentro de las próximas tres horas. Cuanto antes mejor. Tengo que ver a ese hombre a las cuatro otra vez. Por su propio bien, tengo que saber lo que he de decirle. Le sugiero ir yo junto a usted.
– Imposible.
– Nada de eso. Yo sé donde está usted, pero no sé la casa. Dígame simplemente el número de casa y ya sabré a qué calle ir.
– Podrían seguirle.
– Procuraré que no lo hagan. ¿Cuál es el número?
– El ocho.
– Bien. Iré en un coche diferente, un Renault gris. ¿Puede ver la calle fácilmente?
– La calle que pasa por delante de la casa no, pero la del pie de la colina sí.
– Bien, aparcaré al pie de la colina.
– Frente al número cinco será lo mejor.
– De acuerdo. Vigile mi llegada. Estaré allí dentro de una hora. ¿Entendido?
– Entendido. Pero…
Colgué antes de que pudiera cambiar de parecer y saqué la lista de las casas de Sanger que había hecho por la mañana.
En la zona de Cagnes había cuatro casas en la lista, sólo una con el número ocho. Cagnes-sur-Mer se compone de tres pueblos diferentes: Haut-de-Cagnes, que es medieval, Bas-de-Cagnes, que es fundamentalmente del siglo XVIII, y Cros-de-Cagnes, una serie de horribles casitas de una sola planta y edificios de apartamentos extendidos a lo largo de la costa a ambos lados de la carretera de Niza. Las sumarias descripciones de los libros del registro no tienen en cuenta estas distinciones estéticas; pero, por lo que yo sabía sobre los gustos de Sanger en cuanto a edificaciones y por el hecho de que sus casas de Cagnes todas tuvieran números y no nombres, deduje que estaban en la parte vieja de Cagnes.
Ahora tenía que pensar en la posibilidad de que me siguieran. No me la tomé muy en serio. A Mr. Skurleti lo había dejado sentado en el café. Sy y Bob Parsons casi con toda seguridad que estarían haciendo ciertos esfuerzos para localizarme, y yo no infravaloraba su ingenio y paciencia; pero en aquel momento aún no habían tenido tiempo suficiente. Por lo demás, había prometido tomar mis precauciones e hice lo que pude.
Me fui a pie hasta la estación central y me compré una bolsa de comida de las utilizadas por los viajeros del ferrocarril; luego regresé al coche y me dirigí hacia la autopista. Atravesé Cros-de-Cagnes sin detenerme. Inmediatamente antes del desvío hacia Antibes la carretera es recta durante un kilómetro o así. Entré en la solitaria gasolinera y le dije al mecánico que me pusiera un nuevo juego de bujías. Mientras lo hacía, me comí la comida de la bolsa y me fijé si alguno de los coches que venían de Niza se detenían en la carretera. Ninguno lo hizo; a no ser en la gasolinera, no había ningún sitio donde pudiera detenerse sin ser visto. Si me habían seguido, el conductor del coche que me seguía tenía que haber pasado de largo y detenerse más adelante para esperarme. Terminé de comer, pagué las nuevas bujías y regresé por la misma dirección por la que había venido. Llegué a Bas-de-Cagnes un poco antes de las dos.
La calle a la que yo iba era la Rue Carponière y no me fue difícil encontrarla. Era un callejón sin salida, empinado y con las casas escalonadas, adyacente a la carretera de Haut-de-Cagnes. Las ocho casas del callejón estaban ocultas tras las cercas de sus jardines o tras balaustradas de hierro cubiertas por altos arbustos. La tendencia de Sanger a la discreción debió animarse al verlas.
Aparqué frente al número cinco y subí a pie hasta el final de la calle. El número ocho tenía una balaustrada con grandes mimosas detrás de los arbustos. Por entre las puntas de los árboles se veían trozos del tejado de la casa y la ventana de la buhardilla. A un lado había una cancela doble con espacio suficiente para que pasase un coche. Junto a la cancela había el botón de un timbre. Lo apreté y descubrí que no funcionaba. Traté de abrir la cancela y vi que no estaba cerrada, así que entré.
Lo primero que vi fue un coche, un Citroën negro. Estaba aparcado bajo un toldo de lona extendida sobre una estructura de metal. A la izquierda, un sendero llevaba hasta la puerta de la entrada. La casa estaba hecha en ladrillo y estuco y daba la impresión que hubiera sido construida a mediados del siglo diecinueve para algún profesional de la localidad, un médico o un abogado. No era de muchas pretensiones, pero no tenía nada de rústico.
Todo lo que los Sanger habrían tenido que hacer en ella, probablemente, sería dotarla de agua corriente y pintarla un poco. Tenía aspecto confortable.
Cerré la cancela y avancé por el sendero entre los árboles. Al llegar ante la puerta, ésta se abrió.
Entré y la puerta se cerró detrás de mí.
– ¿Le vio alguien en la calle frente a la casa?
– No lo creo. ¿Qué importa que me hayan visto? Los vecinos deben saber que aquí vive alguien.
– Creen que soy una suiza de lengua alemana y que me estoy recobrando de un accidente como consecuencia del cual he tenido que hacerme la cirugía plástica en la cara. Se supone que no deseo ver a nadie. Un hombre entrando en la casa puede despertar su curiosidad.
Se puso en camino hacia la parte trasera de la casa.
– ¿Y la gente de las tiendas? -pregunté yo.
– Oh, hay una mujer que viene a limpiar. Está enferma de cataratas y no puede ver mucho. Es ella la que me hace la compra diaria. Le prometí pagarle la operación cuando los médicos digan que ha llegado la hora de operar.
– Es usted muy generosa.
Lucía se encogió de hombros.
– Fue idea de Adela. Creyó que esto ayudaría a la mujer a creer lo que se le decía.
Se volvió hacia mí y me dijo:
– Ahora cuénteme lo que ha pasado.
Me llevó a una habitación cuya existencia no era de esperar dada la apariencia de la fachada del edificio. En principio, debió haber sido una terraza. Ahora se hallaba cerrada por gruesas paredes con ventanas de alféizar abovedado. En un rincón, le habían puesto una soberbia chimenea de piedra. En una de las paredes había un nicho con una Virgen y el Niño de tamaño casi natural. Otra sección de pared había sido revestida con cerámica española componiendo un gran cuadro, de colores vivos, que representaba el martirio de San Sebastián. Un crucifijo, también de cerámica, adornaba la pared que estaba en frente de la chimenea. Los muebles eran modernos sin ser extravagantes. En la chimenea ardía un gran fuego. El efecto total era desconcertante y deprimente; parecía como si uno hubiese entrado por equivocación en una capilla privada.
Lucía, con unos pantalones verdes y una chaqueta de ante, se había acostumbrado al decorado evidentemente. Sus labios se pusieron rígidos al ver que yo echaba un vistazo en derredor.
– Sí, sí, todo es muy extraño. Adela aún no ha podido hacer los cambios deseados. Y ahora, por favor, quisiera saber lo que ha pasado.
Le conté lo de Skurleti.
Ella me escuchó con intención, luego me mandó que le describiera su aspecto físico con detalle.
Yo se lo dije.
– ¿Tiene usted su tarjeta?
– Sí.
Se la entregué.
Lucía la examinó, por delante y por detrás.
– ¿Y sólo estaba interesado en Patrick?
– ¿En Phillip Sanger quiere usted decir? Sí.
– No mencionó ningún otro nombre.
– No, pero tampoco yo lo hice cuando trataba de encontrarla a usted. Puede ser una coincidencia, supongo, pero no acabo de creerlo. ¿Usted sí?
– No -miró la tarjeta de nuevo-. Pueden ser los italianos -dijo pensativa.
– ¿Qué italianos?
No hizo caso de mi pregunta y súbitamente reasumió su actitud inquisitorial.
– ¿Y qué hacía usted en el Ayuntamiento? -me preguntó con intención.
– Buscaba esta dirección, en primer lugar. Y buscaba además otras direcciones de casas de Sanger.
– ¿Porqué?
– Adela Sanger me dijo que tal vez usted se trasladara a otra casa. Quería tener la posibilidad de encontrarla rápidamente si lo hacía.
– Ya le dije que se lo haría saber si me trasladaba -dijo como defendiéndose-. Además, ya le concedí la entrevista que deseaba.
– Me concedió una entrevista, sí. ¿Pero no esperará que yo me haya creído todo lo que me dijo?
Se me quedó mirando por un momento, luego se sonrió.
– Muchas gracias por la cortesía.
– Oh, estoy seguro de que tiene usted excelentes razones para cuidar mucho lo que dice.
Volvió a sonreírse. Su cara era deliciosa cuando lo hacía.
– Sí -dijo-; sobre todo a usted.
Una expresión burlona apareció en sus ojos, burlona y calculadora; luego dejó escapar una risita burlona.
– Incluso Patrick se lo creyó, sabe.
– ¿Se creyó, qué?
– El cuento de que por guardar la promesa hecha a Adela había mandado usted al diablo a su revista.
– No los he mandado al diablo. Me he apartado de ellos simplemente.
– Es lo mismo. Ha sido un gesto noble por su parte -apartó los ojos hacia la Virgen y puso la mano sobre el corazón-. El periodista fiel.
– Sospecho que usted no cree en esos gestos.
Yo traté de no dar muestras de mi irritación.
– Sí, claro, por supuesto.
Ahora su sonrisa era insolente.
– Pues resulta que es la verdad. ¿Para qué iba a inventar un cuento así?
Lucía fingió tomarse en serio la pregunta.
– Bien, veamos. Adela me contó algunas cosas sobre usted. Me dijo que era usted un tipo rubio y elegante, y muy inteligente, pero también serio y un poco triste porque le habían ocurrido cosas, algunas cosas malas. Lo que no me dijo es que fuera usted imbécil.
– Ha sido una gran amabilidad por parte de ella.
– Y sobre todo no me dijo que fuera usted un imbécil sentimental.
– Lo cual, por supuesto, podría ser cierto.
Lucía continuó hablando como si yo no hubiera dicho nada, subrayando los puntos como si estuviese contando por los dedos.
– Un hombre sincero -me dijo- e íntegro. Cuando Patrick le ofreció una gran suma de dinero para protegerse, usted la rehusó. Entonces no quiso traicionar a su periódico. ¡Es curioso!
– Es diferente.
– Naturalmente. Aquello fue de día y usted sólo traiciona su revista por la noche.
La sonrisa desapareció de sus labios y su mirada se hizo más dura.
– Usted vino aquí a buscar material para un artículo y estaba decidido a conseguirlo. Incluso dijo a Patrick el plazo que tenía para ello: antes de las once de la noche del viernes, hora de Nueva York. Hoy es viernes. Aún le quedan unas doce horas, ¿no es eso?
Estúpidamente, le dije:
– Oh, no había pensado en eso.
Mi respuesta debió haberle parecido torpe y deshonesta al mismo tiempo. Se rió enfadada.
– Yo no soy imbécil, Monsieur.
– Nunca he pensado que lo fuera. Lo siento, pero, aunque parezca muy estúpido, no preví que sería muy lógico y razonable que usted desconfiara de mí. Usted cree que yo fingí ayudar a los Sanger simplemente para ganarme su confianza y conseguir que me contara más cosas pensando en el semanario. ¿Estoy en lo cierto?
– ¿Qué otra cosa puedo pensar?
– Phillip Sanger me hizo la misma pregunta, aunque de un modo diferente.
– ¿Y qué le respondió usted?
– No le respondí nada, porque él mismo lo hizo.
Lucía me seguía mirando cautamente, pero yo había despertado su curiosidad.
– ¿Y bien?
– ¿Le importa que me siente?
Me señaló una silla, pero ella no se sentó; pensaba mejor estando de pie; esto ya lo había notado yo en la primera entrevista.
– ¿Y bien? -repitió.
– Sanger no creía que yo estuviera haciendo una comedia -le dije-. Quería saber qué es lo que me ocurría. "¿Qué le pasa, Maas?" me preguntó. "¿Sigue teniendo deseos de autodestrucción, o es un nuevo tipo de angustia?" ¿Sabe usted por qué se refería a la autodestrucción?
– No.
– Una de esas cosas malas que Adela le mencionó fue que una vez intenté suicidarme tomando un montón de pastillas para dormir.
Ahora tenía todo su interés. Se acercó y bajó los ojos hacia mí.
– ¿Quiere decir que falló, o fue un accidente? -preguntó.
Esto me dijo mucho sobre ella. La mayoría de la gente sólo desean saber por qué. "¿Por qué la vida es tan intolerable que quiere deshacerse de ella?" Algunos, los que han leído los libros de texto, hacen agudas preguntas sobre el autodesprecio. Hay pocos que conozcan personalmente el nadir de la desolación. Éstos son los que no necesitan hacer preguntas abriendo desmesuradamente los ojos; sólo hacen la pregunta esencial: "¿Lo intentó realmente?"
– No quise decir que hubiera fallado -repuse-; me llevaron al hospital una hora demasiado pronto.
– ¿Lo volvió a intentar alguna vez después?
– No. Lo que Sanger quería decir, sin embargo, era que yo podía haber descubierto otros medios de autodestrucción. Pudo haberse convertido en un hábito, ¿comprende? La gente dice: Porque una cosa le vaya mal simplemente, no es razón para hacerlo. Pero están muy equivocados. Puede ser una razón, y muy sólida.
– ¡Psiquiatría! -se cogió la nariz con los dedos como si tratara de apartar un mal olor-. ¿Cuál es el nuevo tipo de angustia?
– Me pareció que Sanger creía que tenía que ser usted.
– ¿Angustia conmigo? ¿Por qué?
– No angustia con usted, sino por usted. El fiero dragón lo abandona todo para correr en ayuda de la bella damisela en peligro.
– Pero eso sería ridículo.
– Es la explicación de Sanger, no la mía. También cree que me hallo bajo el hechizo de sus encantos personales.
Lucía puso cara de guasa.
– Oh, sí, seguro; Patrick suele pensar eso siempre. Es un romántico -luego volvió a su tono formal-. Se contó a sí mismo algunos cuentos bonitos y se los creyó. Yo no.
– Muy bien -dije yo-. Mi respuesta es diferente. La razón por la que no acepté el dinero de Sanger fue porque no podía largarme con él. Así de sencillo. La razón por la que mandé la revista al diablo, como dice usted, es porque quiero romper un contrato con ellos y quiero que me echen. Así, hice algo que, profesionalmente, es imperdonable: abandonar una misión en el peor momento posible y del peor modo posible. Mi estancia aquí en este momento no tiene nada que ver con el World Reporter ni con cualquier otra revista. Estoy aquí por interés hacia usted y por curiosidad hacia su caso, y si le he de ser franco, porque no tengo nada que hacer de momento. No me atrevo a regresar a París todavía. El lunes, cuando aparezca la entrevista, puede que la policía me busque a mí también. Tengo que esfumarme. ¿Lo comprende?
Se lo pensó un momento antes de responder.
– ¿Por qué desea romper el contrato?
– Porque me han ofrecido un empleo mejor, naturalmente. ¿Por qué iba a ser si no?
Esta última mentira la convenció. Se sonrió con expresión burlona, pero sin desaprobación.
– ¿Otro hijo-de-puta simplemente, eh? -dijo, utilizando la expresión americana.
Yo le sonreí también.
– Eso es. Y ahora permítame que le haga una pregunta. Si usted pensó realmente que mi intento de proteger a los Sanger era un farol y que lo único que buscaba era obtener más declaraciones de usted, ¿por qué dejó que Adela Sanger me diera su número de teléfono?
Mi pregunta pareció divertirla.
– Ya me extrañaba que aún no hubiera pensado en hacerme esa pregunta -me dijo.
– Entonces estoy seguro que ya tiene la respuesta.
– Por supuesto -se sentó; ya no necesitaba pensar rápidamente de momento-. Lo hice porque deseaba estar en contacto con usted después de que la entrevista apareciese en la revista. Al irse Adela, ya no podía establecer el contacto a través de ella. Por eso le di el número de teléfono.
– Y que ella le diera el mío también. ¿Lo hizo porque pensaba realmente trasladarse o por si yo no la llamaba?
– Ya se lo he dicho.
– Hace unos momentos, me acusaba usted a mí de tratar de sonsacarla más declaraciones mediante engaños. ¿He de suponer que usted desea hacer más declaraciones?
– Quizá. Me lo tengo que pensar más detenidamente.
Sus ojos tropezaron con los míos. Luego continuó lentamente y poniendo más cuidado en lo que decía:
– Pensaba, sobre todo, en que, una vez publicada la entrevista, puedo necesitar cierta ayuda para tratar con otras personas que quizás deseen hablar conmigo.
– ¿Otros reporteros, quiere decir?
– Sí, claro. Otros reporteros y -levantó la tarjeta de Skurleti- gente como esta.
– Comprendo.
– Éste ha llegado demasiado temprano. ¿Qué piensa decirle?
– ¿Qué quiere usted que le diga?
– El dinero que le ofrece es serio -se sonrió ligeramente-. Puede venderle la lista que desea pero con la ausencia de algunas direcciones… esta casa, y la de Beaulieu, quizás.
– Esto le retrasaría ciertamente. ¿Qué le gustaría que hiciera yo después?
– Podría quedar con él para darle otras cuantas direcciones después del lunes.
– Después que aparezca el semanario con la entrevista. ¿No es eso?
– Sería interesante saber si está buscando realmente a Patrick o a mí. Interesante para usted también -añadió en tono persuasivo.
Yo me puse de pie.
– Creo que es hora de irme.
– ¿No quiere tomar algo, por ejemplo, un vaso de Oporto, antes de irse?
– No, gracias. Creo que es mejor que regrese a Niza.
Ella se puso de pie también. Ahora su sonrisa era un poco forzada. Tenía miedo de haber demostrado con demasiada claridad que intentaba utilizarme, sin darme a entender con el mismo énfasis que yo debía esperar que habría compensaciones.
Me cogió por un brazo y me dijo con cierta ansiedad:
– Tendrá usted mucho cuidado, ¿verdad?
– ¿Con Skurleti?
– Consigo mismo -sus ojos se clavaron en los míos-. Se olvida usted que ahora los dos somos fugitivos.
– Supongo que así es.
Mi tono era intencionadamente evasivo. Tuvo que intentarlo de nuevo.
– Por eso es por lo que ha de tener cuidado. Ha de tomar ciertas precauciones.
– Me temo que mi aspecto resultaría un poco sospechoso con una peluca postiza.
– Estoy hablando en serio.
– Yo también.
Ella se encogió de hombros, luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de la salida. Allí hizo un esfuerzo final.
– Si desea telefonearme, es mejor que lo haga por la tarde o por la noche. Por la mañana está aquí la mujer de la limpieza.
– Lo tendré en cuenta.
– Me encuentro muy sola aquí -me dijo-; y ahora que Adela se ha ido, aún me encontraré más. Tal vez pueda volver mañana, si no corre ningún riesgo.
– Me gustaría -le dije con una sonrisa forzada-. Así le contaría lo que he podido sacarle a Skurleti. ¿Qué le parece?
Ella soltó una carcajada. Evidentemente le parecía estupendo. Al fin y al cabo, no había por qué preocuparse; me tenía donde quería.
Al llegar a Niza me dirigí antes de nada al hotel y preparé la lista de las direcciones de Sanger.
No era muy larga. Pensé en omitir La Sourisette además de las dos casas que Lucía me había sugerido. Casi con toda seguridad, Sy tendría a alguien vigilando la casa de Sanger a estas horas, tal vez utilizaría al corresponsal de Marsella. Si Skurleti empezaba a meter la nariz por allí, posiblemente habría un fondo común de recursos e información. A Sy sólo le costaría una décima de segundo adivinar quién era "Pierre Mathis". Por otra parte, a no ser que omitiera todas las direcciones de Mougins, era seguro que Skurleti oiría hablar de La Sourisette tan pronto empezase sus pesquisas allí. Además, ¿podía yo omitirlas todas? Skurleti había hecho ya algunas pesquisas y era muy posible que supiese de la existencia de las casas de Mougins. En realidad, yo mismo había estado comprobándolas mientras él discutía con el archivero. Desde aquel momento, Skurleti había tenido tiempo para hacer su propia lista, aunque fuera incompleta. Si yo quería que confiara en lo que le iba a dar, y en mí, tendría que correr el riesgo de que encontrara a Sy.
Pensé en una posibilidad de reducir el riesgo, sin embargo, y puse un asterisco junto a La Sourisette.
Skurleti ya estaba en el café cuando llegué. Yo lo hice con diez minutos de retraso y él estaba mirando su reloj. Asintió con la cabeza mientras me sentaba y esperó impasible mientras yo llamaba a un camarero y pedía algo de beber. Cuando el camarero se fue, Skurleti se inclinó hacia adelante.
– ¿Tiene la lista?
– Sí.
Sacó un sobre del bolsillo y me lo puso delante sobre la mesa.
– Mil quinientos francos -dijo.
– Dos mil quinientos fue el precio acordado -repuse yo.
– Por la lista completa, una vez terminada la investigación y si lo hace rápidamente.
– No puede estar completa hasta el lunes por la tarde.
– ¿Por qué no mañana?
– La oficina del registro cierra los sábados y domingos. ¿No leyó usted el cartelito?
Una mueca de contrariedad atravesó su rostro.
– Bueno, bueno, está bien. Y ahora déme la lista, por favor.
Yo conté los billetes del sobre descuidadamente y luego le di la lista. Constaba de quince direcciones, entre ellas las de Séte.
Al llegar aquí, Skurleti arrugó el entrecejo y levantó la vista hacia mí.
– ¿Séte?
– En el Departamento de Hérault, al otro lado de Marsella. Le hubiera costado mucho tiempo encontrar esas -le dije en tono de complacencia.
– ¿Y qué me dice de los otros Departamentos a lo largo de la costa: Bouches du Rhône, Var?
– Ya los he mirado. Nada.
Yo comprendía su desaliento ante la perspectiva de perder un día visitando Séte. Comprobar todas las casas de la lista le costaría como mínimo tres días. Pensé que era un buen momento para mostrarme servicial.
– Como puede ver -le dije-, he puesto una marca junto a esta casa de Mougins, La Sourisette. Es la casa de Sanger.
– Todas son casas de Sanger, supongo.
– Quiero decir que es la casa donde él vive cuando está en Francia.
– ¿De verdad?
Sus labios se separaron para dar paso a una exhibición de dientes.
– Pero me enteré que no está aquí en este momento. Hay una criada que me dijo que estaba fuera. No sabe cuándo volverán los señores.
– ¿Los señores?
– El señor y la señora Sanger.
– ¡Ah! -otra exhibición de dientes-. ¿Hay una señora Sanger?
– Naturalmente. Está casado.
– ¿Ha visto usted a la señora Sanger?
– No. Pero en el informe del crédito figura el dato de que está casado.
Skurleti golpeó la mesa pensativo con la lista.
– Dígame una cosa -dijo-. ¿Cómo sabe usted que los Sanger están fuera? ¿También usted ha intentado entrar en contacto con él?
– ¿Con él? ¿Para qué? -me sonreí tontamente-. Era la criada la que me interesaba. A veces los criados saben más de qué va la cosa que los datos formales que figuran en el informe. ¿Bebe mucho, juega, tiene amante? Los criados lo saben.
Su mirada se hizo más viva.
– ¿Y qué averiguó en este caso?
Yo titubeé.
– ¿Sobre él? No mucho. Está continuamente fuera, en viajes de negocios. Se preocupa mucho por su salud. No se divierte mucho cuando está en casa, y cuando lo hace es sólo con parejas de la localidad. Juega al bridge. Un tipo serio. Por otra parte…
Titubeé de nuevo y luego me encogí de hombros.
– ¿Por otra parte?
Se sonrió para animarme.
– Simples habladurías. No le interesan.
– Todo me interesa, Monsieur Mathis. Soy como una esponja. Lo absorbo todo.
Sus dientes estaban en plena exhibición ahora.
– Oh, bueno… Fue de la mujer de quien supe más cosas.
– ¿Sabe usted que es ella la que corre con el alquiler de las casas, no es el marido?
– No, no lo sabía. Eso es muy interesante. ¿Qué más?
– Parece que en una de las casas tiene una amistad, una amistad especial de la que su marido no está enterado.
Skurleti pareció desilusionado y dio un resoplido despectivo.
– Es natural -dijo-. Si el marido no está nunca en casa, tenía que haber algo: un joven musculoso de la playa, un gigoló de uno de los grandes hoteles. Era de esperar.
Yo negué con la cabeza y le miré de soslayo con ademán convincente, creo.
– No, es algo diferente. No es un joven. La criada les oyó hablar por teléfono. ¡Es otra mujer!
Skurleti se quedó súbitamente quieto, casi rígido. Fue un momento difícil. No apartó los ojos de los míos. Tuve que dejar que mi sonrisa expectante se fuese deteriorando hasta convertirse en la expresión avergonzada de alguien que comprende que su chiste no ha hecho ninguna gracia.
Al fin, Skurleti asintió con la cabeza y dijo:
– ¿Sí?
– Eso es lo que me dijo la criada.
Yo vacié de un trago mi copa.
Skurleti me seguía observando cuidadosamente.
– ¿Cómo se enteró la criada de que era una mujer? ¿Cómo sabe que no se trata de un hombre?
– Por el nombre: Lucille, Lucy o algo así era.
– ¿Lucía, quizás? -preguntó bajando la voz.
– Quizás. De todos modos, era una mujer.
Hubo otro silencio embarazador.
– ¿Y el marido, Sanger, no lo sabe? -preguntó al fin.
– ¿Es que los maridos suelen enterarse en esos casos?
Me eché a reír tontamente e hice un gran revuelo llamando al camarero para que nos trajera otras copas. Aunque había preparado el cebo con cierto cuidado, todo lo que había esperado era un mordisco cauto, posiblemente sugerente. Lo que no me esperaba era que él se tragase anzuelo, plomo y sedal. Resultaba enervante.
Afortunadamente, había dejado de mirarme fijamente. Su cara había adquirido una curiosa expresión demacrada; su mirada estaba fija en el aire, pensando. Tenía en la mano su copa vacía y no se dio cuenta de que el camarero estaba esperando para llevársela. Al fin dejó que el camarero la cogiese y miró de nuevo la lista de las direcciones.
– ¿Dónde vive usted, Monsieur Mathis? -preguntó de pronto.
– Aquí en Niza.
Y le di el nombre del hotel.
– ¿Es su residencia permanente?
– Ah, no. Mi residencia es en Lyon, aunque sólo voy los fines de semana. En mi profesión necesito viajar mucho.
– Comprendo. ¿Está usted casado?
– Sí. Dos pequeños, niño y niña.
– Es una pena.
– ¿Qué?
Nueva exhibición de dientes, esta vez con encías incluidas.
– Esperaba poder persuadirle para que renunciara a unas cuantas horas de vida familiar durante este fin de semana -dijo afablemente-. A cambio de una cierta cantidad de dinero, se entiende.
Yo puse cara de circunstancias.
– Bueno, no sé. Mi mujer me espera esta noche.
– ¿Hace el trayecto en coche?
– No, cojo el tren azul. Es más rápido y puedo descabezar un sueño si quiero.
– El tren azul tiene parada en Marsella, ¿verdad?
– Sí. ¿Por qué?
– Y Séte esté cerca de Marsella.
– No mucho. Está a casi doscientos kilómetros.
– De todos modos, podría estar allí esta noche si quisiera.
– Supongo que sí.
– Y después de estar unas cuantas horas en Séte, ¿podría estar en su casa de nuevo mañana por la noche?
– Bueno, evidentemente sí -dije con expresión titubeante.
– ¿Lo haría usted por quinientos francos quizás?
– ¿Qué quiere que haga? ¿Que mire a ver si Sanger está en alguna de esas casas?
– No exactamente. Me interesa Sanger, por supuesto, ya se lo dije. Pero lo que yo quiero saber ahora es quién vive en cada una de sus casas. Número de personas, si son hombres o mujeres, edad, nombre.
– Averiguar eso lleva más de unas pocas horas.
– ¿A un hombre con su experiencia? Seguro que no. Los dueños de los cafés y los empleados de los garajes siempre saben esas cosas.
Parecía que fuese Sy el que hablaba. Continué mostrándome reacio.
– Habrá gastos -dije-: hotel, comidas, taxis, billetes suplementarios de tren.
– Cien francos extra para gastos. Puede coger el tren azul mañana por la noche en Marsella. Desde allí puede telefonearme a mi hotel con la información. Yo le estaré esperando. ¿De acuerdo?
Me di por vencido.
– Oh, bien, de acuerdo -miré el reloj-. Tendré que telefonear a mi mujer. A ella no le hará ninguna gracia. Se pensará que me quedo aquí con otra.
– No cuando le cuente lo de los quinientos francos.
– Si se lo cuento, se querrá comprar un vestido nuevo.
Y así terminó la negociación, con esta nota agradable, familiar. Me anotó el nombre de su hotel y el número de teléfono en otra de sus tarjetas, y me la entregó.
Al ponerme de pie, sin embargo, me cogió por un brazo para detenerme.
– Otra cosa.
– ¿Sí?
Sus ojos se detuvieron fijamente en los míos por un momento antes de continuar:
– Ya le dije que se trata de un asunto muy urgente y muy importante. Estoy seguro, por lo tanto, que procurará esmerarse. Nada de descuidos ni chapuzas.
– Por supuesto.
Intenté poner cara de indignación ante la sugerencia.
– Ni indiscreciones tampoco, espero. Sus pesquisas no pueden poner alerta a los interesados.
– No solemos poner alerta a las personas cuyos créditos estamos investigando -dije ofendido.
– Bien, bien. No quería molestarle. Espero su llamada mañana por la noche, pues.
– De acuerdo.
Regresé al hotel preguntándome si debía llamar a Lucía y decirle lo que había pasado. Finalmente decidí no hacerlo. Quería estar en una posición ventajosa para negociar con ella cuando la viera al día siguiente. Si ella quería que yo diera satisfacción a su curiosidad sobre Skurleti, primero tendría ella que satisfacer la mía respecto a sí misma.
Por otra parte, tendría que ausentarme del hotel durante cuarenta y ocho horas. Aunque Skurleti pareció creerse totalmente mis palabras, evidentemente no era tonto. Desde su punto de vista, aquel había sido un día excepcionalmente bueno. Ahora que tenía tiempo para meditar en lo que había pasado, quizá podría empezar a preguntarse si no sería demasiado bueno para ser enteramente cierto. Podía empezar a hacer comprobaciones acerca de mí. Me había avisado que procurase esmerarme. Sería una buena idea, pensé, si tomaba en serio su consejo.
Busqué el hotel en la lista de Michelín y telefoneé a Lucía.
Esta reconoció mi voz en seguida.
– ¿Le ha visto? -preguntó inmediatamente.
– Sí.
– ¿Y?
– Mañana le contaré. La llamaba para decirle simplemente que me traslado de hotel.
– ¿Porqué?
– Se lo contaré mañana también.
– ¿Algún problema?
– No. Una simple precaución. ¿Tiene el número siguiente?
– Sí. ¿Le ha…?
– Ahora tengo que irme. La veré mañana.
Hice las maletas y bajé a recepción. Mientras pagaba la cuenta expliqué que me iba a Lyon a ver a mi familia y que regresaría el lunes por la noche. Les dije que se lo comunicasen a todo el que preguntase por mí, y pregunté si podría tener la misma habitación cuando regresase. Me contestaron que no había ningún inconveniente. Abandoné el hotel, dejé el coche en un parking cercano y me fui a pie, con las maletas en la mano, hasta la estación. Tenía que esperar una hora aproximadamente hasta que llegara mi tren. Dejé las maletas en consigna, saqué un billete de ida y vuelta para Cannes y me fui a comer algo.
Estaba reclamando las maletas en consigna cuando vi a Skurleti. Estaba de pie junto al kiosco de los periódicos, observando el andén por donde iba a entrar el tren azul. No hacía ningún esfuerzo para ocultarse. Miraba en derredor como si estuviese esperando a un amigo.
Supongo que debía haberme complacido el hecho de haber previsto la posibilidad de que me controlase y el haber tomado las precauciones adecuadas para ello. Pero en realidad no fue así. Al contrario, una desagradable sensación invadió mi estómago y empecé a dudar de si las precauciones eran realmente adecuadas. Estaba en mi bolsillo el condenado billete de ida y vuelta a Cannes, por ejemplo. ¿Y si Skurleti le echaba un vistazo por casualidad? ¿Y si me pedía el número de teléfono de mi casa de Lyon? ¿Qué iba a hacer yo entonces? ¿Darle el primer número que se me ocurriese y esperar lo mejor, o darme simplemente media vuelta y echar a correr? De pronto me sentí espantosamente incompetente y un cierto temblor invadió mis rodillas. Estaba a punto de cometer el fatal error para mi personalidad de decir a un mozo que me llevara las maletas cuando Skurleti me vio.
Se me acercó inmediatamente.
– Ah, me estaba temiendo que fuese a perder el tren -me dijo casi en un susurro-. Se espera dentro de un momento.
– Lo sé.
– Quería decirle una última cosa y en su hotel me dijeron que se había ido.
Control a toda prueba.
– Me fui a cenar. Los precios que cargan en el tren…
– Lo comprendo. Era por si yo no estaba en el hotel en el preciso momento en que usted telefonee desde Marsella mañana. He llegado a un acuerdo con la telefonista del hotel, una mujer encantadora, para que coja con todo cuidado un largo mensaje que usted le dictará lentamente.
Los dientes centellearon bajo los focos de la estación.
– Sí, por supuesto.
Mi estómago empezó a ponerse normal de nuevo. Si esta era la mejor excusa que podía tener para explicar su presencia en la estación, yo le había supervalorado.
– Que se divierta -me dijo.
Estaba entrando el tren en aquel preciso momento.
– Siempre lo intento.
– Es hermoso ser joven. Mañana hablaremos.
– Por la noche.
Eché a correr con pasos cortos y rápidos a lo largo del andén, buscando ostensiblemente la parte del tren con destino a "Marsella únicamente".
Skurleti no esperó a que el tren arrancase, por lo menos en el andén; pero yo debía suponer que podía estar esperando fuera, así que continué con mi plan original. Cuando el tren se detuvo en Cannes, me apeé y cogí el primer tranvía que iba a Niza.
El hotel en el que iba a estar aquellos dos días se hallaba cerca del puerto y daba la impresión de estar destinado especialmente a los transeúntes que utilizan los paquebots de Córcega. El portero nocturno era un tipo puntilloso, de labios delgados y ojos suspicaces. Me hizo sacar mi carnet de identidad y así tuve que firmar la ficha de policía con mi propio nombre. No me hizo ninguna gracia, pero no me quedó otro remedio. Hubiera sido muy capaz de llamar a la policía e informar del incidente si, en aquel momento, yo hubiera decidido cambiar de opinión y no quedarme allí.
Eran entonces las diez y media de la noche, cuatro y media de la tarde en Nueva York. A Sy y a Parsons les quedaban todavía seis horas y media antes de que se les acabase el plazo. Me pregunté qué estarían haciendo en aquel momento. Uno de ellos, probablemente Bob Parsons, seguiría intentando encontrarme y buscando pistas. El corresponsal de Marsella le estaría ayudando. En aquel momento, Sy tendría línea permanente con la oficina de París. Me preguntaba si ya habría contado a Nueva York lo de mi defección, o si, confiando en la suerte, sólo había informado que había perdido el contacto conmigo. Lo más probable, pensé, era que les hubiera contado la verdad. Al fin y al cabo, había sido Mr. Cust quien me había elegido para la misión, no él; a Sy nadie podía echarle la culpa. Si se nombra a un amateur psicópata para una misión que requiere un profesional con experiencia, le podría decir, es de esperar que ocurran algunas sorpresas. En cualquier caso, tenían lo esencial del caso, la parte realmente interesante; y tenían la cinta para demostrarlo. Podría ser un pequeño inconveniente que yo no hubiera aparecido, o que no me hubieran localizado, en el momento en que el caso estallase, pero ya sabrían cómo enfrentarse a la situación cuando se presentase, si es que se presentaba. Habían dado el golpe en la competición y cuanto más ruido, mejor.
Pero no para mí.
Hay casos en que un periódico o un semanario pueden negarse a revelar sus fuentes de información alegando los privilegios de la prensa; pero este no era uno de esos casos. En esta ocasión, el World Reporter estaría dispuesto y gustoso a colaborar con otros medios de información y con las autoridades. Tendrían que hacerlo así, no sólo con objeto de refutar la inevitable sugerencia de que el artículo era un bulo, sino también para explicar por qué no podían presentar al hombre que había entrevistado a Lucía Bernardi para que la policía pudiese interrogarlo.
Sería interesante saber cómo solucionaba Sy ese problema. Muy bien podía alegar que yo era un inestable psíquico, sin desacreditar por ello ni el artículo ni el semanario. Probablemente, pensé, asumiría una actitud de franqueza noble e inocente y diría que no sabía realmente lo que había ocurrido; que esperaba encontrarme en el aeropuerto de Niza y que yo no había aparecido. Seguro que no mencionaría la nota que yo le había dejado. Diría que al descubrir que yo había abandonado Mougins apresuradamente, naturalmente supuso que había habido algún acontecimiento inesperado en el caso y que yo estaba siguiendo la pista. Ahora estaba seriamente preocupado por mí y agradecía cualquier ayuda que la policía o la prensa pudieran prestarle para encontrarme. En los archivos de la oficina había una fotografía mía para uso de las tarjetas de prensa. Les serviría. Estaba bastante bien. En Niza había mucha gente que me reconocería inmediatamente.
La edición europea del World Reporter se imprime en Francfort y se distribuye, en general, por avión. Era más que posible que algún periodista de agencia tuviese acceso a las declaraciones antes de que el semanario estuviese en la calle; posiblemente el lunes por la noche, cuando los cargadores aéreos empezasen a efectuar la distribución. En este caso, los periódicos matutinos franceses traerían el esqueleto desnudo de las declaraciones en algunas de sus ediciones, y los periódicos de la tarde tendrían tiempo para publicar amplios reportajes. El lunes por la tarde, como máximo, yo sería noticia.
Como había dicho Lucía, ahora los dos éramos fugitivos. El lunes tendría que buscarme un escondrijo tan bueno como el de ella.
Y sólo se me ocurría uno.