Laurence Steme en la despedida

Aunque procedente de una buena familia en su conjunto, con arzobispo incluido entre los antepasados, a Laurence Steme le tocó ser el hijo de uno de sus miembros más desafortunados, Roger, quien habiendo elegido la carrera de las armas, no llegó a ser más que abanderado. Viajaba sin cesar con su maltrecho regimiento, acompañado de su mujer y de los variables niños que iban teniendo: variables porque unos nacían y otros morían, siendo Laurence, que vio la luz en Irlanda, uno de los pocos permanentes. Su padre, por tanto, apenas le dejó nada más que el innegable sentido del humor que poseía y demostró hasta el fin: durante el asedio de Gibraltar de 1731 se enzarzó en un duelo con un camarada, motivado al parecer por una absurda disputa acerca de un ganso. El capitán Philips y Roger Sterne se batieron en una habitación, y el primero ensartó al segundo con tanta fuerza que no sólo lo atravesó de parte a parte, sino que dejó la punta de su sable clavada en la pared. Haciendo gala de una muy notable presencia de ánimo, el pobre abanderado le rogó con gran cortesía que antes de retirar el instrumento tuviera la gentileza de limpiar el yeso que pudiera haberse adherido a la punta, ya que le resultaría sumamente desagradable verlo introducido en su sistema. Sobrevivió unos pocos meses al lance, los suficientes para ser destinado a Jamaica, donde murió a causa de unas fiebres que no toleró su quebrantado esqueleto. Laurence tenía entonces diecisiete años.

Con la ayuda de parientes más adinerados, cursó sus estudios en Cambridge y entró en la iglesia, no tanto por devoción cuanto por tradición y conveniencia, y durante muchos años llevó una vida modesta y anónima como vicario en Yorkshire. Se casó con una mujer más bien fea, Elizabeth Lumley, a la que no obstante tardó en conquistar dos años, y ante las noticias (falsas) de que se había desposado con una heredera, su madre, que se había ocupado poco de él y vivía en Irlanda, intentó que ahora se ocupara él de ella, con poco éxito, dicho sea de paso. La verdad es que los medios del hijo eran escasos, lo cual no le impedía llevar una vida divertida, sobre todo durante las temporadas que pasaba en Skelton Castle (rebautizado por sus frecuentadores como Crazy Castle), propiedad de su indolente y acaudalado amigo John Hall-Stevenson. En imitación provinciana de los «monjes» de la Abadía de Medmenham, un grupo de aristócratas famosos entonces por sus escándalos en el sur de Inglaterra, crearon el Club de los Demoniacos. Este club era aún más inocuo que su modelo y quizá por eso duró más, ya que los «monjes» de Medmenham se disolvieron al poco, cuando uno de sus miembros, en plena misa negra, tuvo la azarosa idea de soltar a un babuino que, con gran espanto de los presentes, saltó sobre los hombros del celebrante, Lord Sandwich, y fue tomado por el mismo Diablo que para horror de todos se había dignado por fin visitarlos. Los Demoniacos de Sterne y Hall-Stevenson, en cambio, se limitaban a beber borgoña, tocar instrumentos (Sterne el violín preferentemente) y bailar zarabandas. El pasatiempo favorito del alegre vicario y su perezoso amigo era, con todo, llegarse hasta Saltburn y hacer allí carreras de carros por la playa, con una rueda metida en las aguas del mar a lo largo de cinco millas.

El primer escrito de Steme fue un sarcástico panfleto local, provocado por unas fuertes querellas político-vecinales con un ridículo partero de York. El inesperado éxito fue tal que sólo entonces se le ocurrió la posibilidad de hacer una obra destinada a la publicación, su incomparable Tristram Shandy. Esta actividad tardía no quita para que con anterioridad Sterne hubiera tenido enorme interés no sólo por la literatura (con adoración por Cervantes, Rabelais, Luciano, Montaigne y Robert Burton, a los que plagió aquí y allá confesa y descaradamente), sino por toda suerte de libros extravagantes: en su biblioteca lo mismo había tratados de fortificación que de obstetricia, estudios sobre las narices largas o una de sus obras predilectas, Le Moyen de parvenir, del canónigo de Tours Béroalde de Verville.

En todo caso su existencia cambió a raíz de la aparición e insospechado éxito de los dos primeros volúmenes de Tristram Shandy: con cuarenta y seis años, Sterne empezó a llevar la vida que más podía complacerle, una vida de diversión y agasajos. A partir de entonces sus visitas a Londres fueron frecuentes, y allí hizo inmediata amistad con algunos de los personajes más influyentes de la época, sobre todo con el príncipe de los actores, David Garrick, y con el pintor Reynolds, que se tomó la molestia de retratarlo tres veces con su alargada figura, aunque el último de los cuadros quedó inacabado. La curiosidad por aquel ingenio era inmensa, todo el mundo quería conocerlo y Sterne se dejó conocer, con el asombroso resultado de que de él hablaban bien muchos y nadie mal. Sterne, según parece, no sólo era un hombre excepcionalmente divertido, capaz de hacer bromas y digresiones sobre cualquier asunto, lo conociera o no, sino que además su espíritu era cordial y amable. Eso no le impedía, sin embargo, enfadarse cuando sus chanzas no eran comprendidas o disfrutadas ni enfrentarse a los idiotas solemnes con un sarcasmo suave que sólo hería cuando ya era demasiado tarde para que la reacción del burlado llegara en caliente. Cenó hasta con el Duque de York, hermano del Príncipe de Gales, y quizá no es de extrañar que ese Duque deseara su compañía amena, si tenemos en cuenta cómo murió, unos años después en Francia, a causa de un fuerte resfriado cogido por pasarse bailando la noche entera y la consiguiente fiebre. La fama de Sterne llegó a tal punto que recibió en su casa una carta en cuyo sobre podía leerse sólo «Tristram Shandy, Europa».

Sin embargo, no todo el mundo gustó de la novela ni de la persona, y entre los más desdeñosos estuvo Horace Walpole, el hombre al que Madame du Deffand tanto quiso. Tal vez por ese motivo Sterne no visitó su salón cuando viajó a París en diversas ocasiones, pero sí el de su rival Julie de Lespinasse y el no menos célebre del Barón d'Holbach, donde hizo gran amistad con Diderot, a quien enviaba libros ingleses. La primera vez que cruzó el Canal lo hizo, según sus propias palabras, «en una carrera con la Muerte» de la que saldría victorioso en aquella primera etapa: su salud no fue nunca muy buena, y, enfermo de tuberculosis, padecía frecuentes hemorragias que una y otra vez lo ponían al borde de la despedida. Puede que también huyera un poco de Inglaterra, como han hecho tantos de sus compatriotas mejores: el eminente y poderoso Doctor Johnson le había vuelto la espalda, no sólo por sus escritos, que despreciaba, sino porque en una reunión en casa de Reynolds Sterne se había atrevido a sacar en su presencia «un dibujo demasiado indecente y grosero para haber deleitado a un burdel». Quizá no debe sorprender, por tanto, que mientras Sterne estaba en París corrieran en Londres nuevas sobre su muerte, hasta el extremo de que se publicaron necrológicas y en la aldea de Coxwold, donde entonces vivía cuando no se hallaba en la capital, sus parroquianos lo lloraron debidamente. Unas semanas después Sterne se limitó a comentar que la noticia era «prematura». En el continente, en cambio, se ganaba la admiración de Voltaire, asistía a las representaciones de la Comedie Française (que le aburrían) y a los sermones del predicador privado del rey de Polonia, sacerdote que al parecer superaba al mismísimo Garrick en sus interpretaciones. También daba largos paseos llamando la atención con su larga figura vestida de negro y su nariz también larga, y se sabe que en una ocasión obligó a una muchedumbre que lo seguía a arrodillarse con él en el Pont-Neuf ante la estatua de Enrique IV.

De sus periplos por el continente habló en su obra maestra, Viaje sentimental por Francia e Italia, y tanto gusto tomaron los Sterne a esos países y a sus climas que su mujer Elizabeth y su hija Lydia se quedaron a vivir en el sur del primero, sancionando así de hecho la separación oficiosa entre los esposos. Más adelante un marqués francés, aspirante a yerno, le escribió comunicándole brevemente su amor por Lydia, para pasar a continuación a la pregunta fundamental: «¿Cuánto podéis darle a vuestra hija ahora y cuánto a vuestra muerte?». Sterne respondió: «Señor, le daré diez mil libras el día del casamiento. Mis cálculos son los siguientes: ella no ha cumplido los dieciocho, vos tenéis sesenta y dos, ahí van cinco mil; luego, señor, por lo menos no la juzgáis fea; ella tiene muchos talentos, habla italiano, francés, toca la guitarra; y como me temo que vos no tocáis ya instrumento de ninguna clase, creo que os contentaréis con tomarla según mis condiciones, pues aquí termina la cuenta de las diez mil libras». Sterne nunca perdía la calma, y cuando su casa de Yorkshire ardió en un incendio y se convirtió en cenizas, lo que más lo alteró no fue la pérdida, según dijo, «sino la extraña e inexplicable conducta de mi pobre y desdichado coadjutor, no por prenderle fuego a la casa, pues no lo acuso de eso, Dios lo sabe, ni a él ni a nadie; sino por prenderse a sí mismo una mecha en cuanto ocurrió, y salir escapado como Pablo hacia Tarso, temiendo una persecución por mi parte».

Y en efecto, se hace difícil imaginar a Sterne persiguiendo a nadie. Era un hombre bondadoso y ligero, que una vez quiso «heredar» los dos niños que dejaba a su muerte una viuda indigente, y que, a petición de un negro llamado Ignatius Sancho, incluyó en los más tardíos volúmenes de Tristram Shandy algunas páginas contra el esclavismo. Él puso de moda en la sociedad de su tiempo ahuyentar suavemente a las moscas en vez de matarlas cuando molestaban, como hacía su personaje el tío Toby. Tuvo varios amoríos, y en una carta a la que fue el último y más idealizado, Eliza, mostraba humor en medio de la agonía que le iba ganando terreno: «Me voy», le escribió a modo de despedida (ella estaba con el marido en la India); pero al avanzar el día y no encontrarse tan mal, añadió: «Estoy un poco mejor, así que no partiré como había anunciado». Un conocido suyo describió su espíritu de este modo: «Todo adquiere el color de la rosa para ese feliz mortal; y lo que a otros se aparece oscuro y melancólico, para él presenta tan sólo un aspecto jovial y alegre. Su única búsqueda es el placer; pero no es como la mayoría, que no saben cómo disfrutarlo cuando está a su alcance; pues él bebe del cuenco hasta la última gota y aun así su sed no se sacia».

A juzgar por sus cartas, luchó hasta el final en aquella carrera que había emprendido en el Canal de la Mancha, años atrás. A una amiga le escribió: «Estoy enfermo, muy enfermo, y sin embargo siento mi Existencia con fuerza, y con ella algo parecido a la revelación, que me dice que no voy a morir, sino a vivir; y sin embargo cualquier otro hombre pondría su casa en orden». Poco antes de morir empezó a escribir un «romance» cómico, y en ello vio una ventaja: «Cuando muera, se pondrá mi nombre en la lista de esos héroes, que murieron bromeando», la lista que encabezaba Cervantes, seguido por Scarron y por su querido Verville. De ese «romance» no ha quedado nada, y finalmente Sterne perdió su carrera en Londres, a las cuatro de la tarde, el 18 de marzo de 1768, a la edad de cincuenta y cuatro años.

Las vicisitudes que sufrió su cadáver son dignas de sus dos novelas. Fue enterrado con poco acompañamiento en el cementerio de una iglesia de Hanover Square, y de allí fue robado unos días después para ser vendido al profesor de anatomía de la Universidad de Cambridge, precisamente donde él había estudiado. Al parecer, cuando ya estaba acabando la disección del cuerpo, uno de dos amigos a quienes el profesor había invitado a presenciar la sesión, descubrió por azar el rostro del muerto y reconoció a Sterne, a quien de hecho había sido presentado no hacía mucho. El invitado se desmayó, y el profesor, al enterarse de a qué ilustre gloria había sometido al escalpelo, se cuidó de que al menos el esqueleto fuera conservado. En la colección de huesos cantabrigense se ha intentado identificar más de una vez su calavera, pero sin éxito, por lo que en verdad se ignora dónde yace el buen Laurence Sterne. Probablemente a él no le habría importado, pues si bien dijo, al echársele la muerte encima, que le «habrían gustado otros siete u ocho meses… pero sea como Dios lo quiera», también es verdad que en Tristram Shandy había expresado su deseo de morir lejos de casa, «en alguna posada decente», sin causar preocupación ni molestias a los amigos. Se cumplió su deseo en Londres, donde un testigo relató su último aliento: «Ya ha llegado», dijo Sterne, y levantó la mano, como para parar un golpe.

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