Pese a lo mucho que escribió Vernon Lee, parece que su mayor talento lo ponía en la conversación, ese don efímero del que se apropian los supervivientes para relatar y hacer suyas las anécdotas y las ocurrencias de quien, una vez muerto, ya no puede acusar de plagio. Su verdadero nombre era Violet Paget, y aunque de nacionalidad y expresión inglesas, no visitó Londres hasta los veinticinco años. Había nacido en Francia y se había pasado la niñez y la adolescencia viajando por lo que sus compatriotas llaman «el Continente». Pero más que viajar, los Paget practicaban el nomadismo, cambiando de residencia cada seis meses y estableciéndose en diferentes puntos de Alemania, Francia, Suiza, Bélgica o Italia. Los cuatro miembros de la familia, de hecho, tenían a gala no contemplar ninguna vista, ni consultar ninguna guía, ni visitar ningún monumento o museo durante sus trayectos, y llevar exactamente la misma vida en cada localidad elegida (enemigos declarados del turismo), hasta que en 1873 acabó el traqueteo y se detuvieron en una villa llamada II Palmerino, cerca de Florencia, donde Vernon Lee pasó casi toda su vida adulta.
No cabe duda de que su familia tenía poco de convencional, ya que su madre (casada con su padre en segundas nupcias) era una diminuta mujer de un metro cincuenta, tan despótica como vivaracha, antirreligiosa y megalómana (solía burlarse de las genealogías de la Biblia y en cambio se reclamaba descendiente de los reyes de Francia); las relaciones con su marido no parecían demasiado estimulantes, ya que los visitantes de la villa lo tomaban a menudo por el jardinero, y su sola obligación para con su esposa (algo sin embargo infalible) consistía en acompañarla con una linterna durante el paseo nocturno, tras la cena que cada uno había tenido por separado. En cuanto al medio hermano de Vernon o Violet, Eugene Lee-Hamilton, once años mayor que ella, cayó enfermo de los nervios para evitar un traslado diplomático a Buenos Aires y a continuación se pasó dos decenios postrado en un sofá o en un colchón, metido en casa, incapaz de mover las extremidades y escribiendo de vez en cuando algunos versos.
Aunque a ella no se le permitió salir sin la compañía de una doncella hasta los veintitrés años, fue precoz en el aspecto literario: a los trece publicó su primera pieza en un periódico («La biografía de una moneda», en francés), y a los veinticuatro su primer libro, Estudios del siglo XVIII en Italia, que deslumbró por lo desusado del tema entonces y la gigantesca erudición que encerraba. Fue poco después, en 1881, cuando se presentó en Londres e intentó ir consolidando su carrera por medio tanto de nuevas obras como de relaciones personales, con las cuales, no obstante, tuvo mala fortuna. No es de extrañar si se comprueba la dureza de sus juicios y la pésima impresión que le hacían las más ilustres personalidades: William Morris le pareció «un mozo de estación o un barquero»; a su maestro Walter Pater lo encontró, pese a la admiración, «feo, pesado e insípido»; al pintor Whistler lo describió como «una especie de cosita negra y mezquina, criticona y viperina»; de D'Annunzio dijo que parecía «un inferior conde ruso; más bien sospecho que sea… bueno, napolitano»; y a Berenson lo llamó «un asno egocéntrico y malhumorado». A Oscar Wilde lo juzgó «amable», pero él la evitaba, y en cuanto a Henry James, a quien veneraba y dedicó una novela, no tuvo suerte con él: James la alabó y se interesó por sus obras («Tiene una cerebración prodigiosa», dijo), pero se volvió esquivo tras la publicación de un cuento de Lee en el que él aparecía retratado sin disimulo (el mayor pecado no era que lo hubiera utilizado, sino que lo hubiera hecho sin el suficiente filtro literario). Y aunque James no se dignó leerlo, las referencias le fueron bastante para prevenir por carta a su hermano William, el filósofo: «Es tan peligrosa y extraña como inteligente, lo cual equivale a decir muchísimo. Su vigor y la envergadura de su intelecto son de lo más infrecuente y su conversación absolutamente superior. Pero sé moderado en materia de amistad. ¡Es una gata montés!».
La mayoría de las amistades de Vernon Lee fueron femeninas y más bien obsesivas por su parte, aunque basadas tan sólo, según parece, en la comunión de intelectos, lo cual significa que el suyo abrumaba al de esas amigas. Cuando supo que una de ellas se casaba con un hombre al que sólo había visto tres veces, sufrió un ataque de neurastenia que fue sólo el primero de una insistente serie que le duró hasta la muerte. Otra amiga dijo que al verla por vez primera se sintió como la Virgen ante el Ángel de la Anunciación. Y en efecto Vernon Lee debió de ser una mujer asexuada: desde luego no se casó ni se le conoció amor confesado, y respecto a estos asuntos fue clara: «Amar a las personas hasta el punto de estar dispuesta a hacer cualquier cosa por ellas me resulta intolerable. No puedo amar a costa de que me arranquen la piel a tiras. Puedo prescindir de las personas. Me parece más cómodo prescindir de ellas».
Llevaba trajes sastre, a veces corbata, a veces un sombrero flexible de fieltro, gafas que suavizaban sus encendidos ojos verdigrises -«de tigresa», según otra amiga-. Su labio inferior y su dentadura eran protuberantes, su nariz desagradecida: se dijo que poseía «una fealdad barroca». Su charla era deslumbrante, su ingenio cáustico y su cantidad de argumentos en las discusiones tan excesiva que a veces acababa por contradecirse o se hacía difícil segarla. Sus numerosos y originales estudios de estética han quedado algo anticuados y sus novelas nunca fueron muy buenas, pero sus libros sobre «el espíritu de los lugares» y sobre todo sus relatos de fantasmas o sobrenaturales la acercan a la maestría de Isak Dinesen.
Al final de su vida leyó a Freud sin provecho: lo consideraba un oscurantista, su bestia negra. Murió en 1935, a los setenta y ocho años. Durante los últimos no oía nada, luego los pasó aún más aislada del mundo de lo qué siempre lo había estado: le faltaron las dos cosas que más prefería, la conversación en la que fue excelente y la música que la consolaba.