Capítulo 9

Goss y Toxtel no se dirigieron la palabra hasta llegar a la carretera principal. A Goss no le apetecía hablar, porque le dolía mucho la cabeza y tenía el orgullo destrozado. ¿Cómo había podido sorprenderlo por detrás ese cabrón? No recordaba haber oído ni visto nada, sólo una explosión de dolor en la cabeza y cómo todo se fundió en negro. El muy hijo de puta debía de haberlo golpeado con la culata de la escopeta.

Lo mejor de Toxtel era que no era hablador. No perdía el tiempo preguntando qué diantre había pasado, porque era obvio.

Goss sintió náuseas y dijo:

– Para. Tengo que vomitar.

Toxtel se acercó al arcén y paró el Tahoe. Las dos ruedas izquierdas todavía estaban en el asfalto, porque la carretera no era demasiado ancha y, cuando Goss salió, estuvo a punto de caer por un barranco, un desfiladero o como quiera que los llamaran. Apoyándose con una mano en el lateral del coche, consiguió llegar hasta la parte de atrás y se agachó con las manos alrededor de las rodillas. La posición provocó que la cabeza le diera más vueltas y todos los árboles y arbustos de alrededor empezaron a moverse.

Oyó cerrarse la puerta del conductor y Toxtel se le acercó.

– ¿Estás bien?

– Tengo una conmoción cerebral -consiguió decir Goss. Intentó respirar hondo para controlar las náuseas. Dejar que un pueblerino lo redujera ya era suficientemente vergonzoso, así que no quería vomitar delante de Toxtel.

Su compañero no era un tipo demasiado sensible. Ni siquiera mostró compasión por él. En lugar de eso, abrió el maletero y se acercó la maleta de Layton.

– A ver qué tenemos -dijo-. Quiero estar seguro de que el lápiz de memoria está aquí antes de llamar a Faulkner.

Goss consiguió levantarse mientras Toxtel abría la cremallera y empezaba a sacar cosas. Examinó cada pieza de ropa, cada bolsillo y cada costura, y luego lo tiró al suelo. En una bolsa de plástico había un teléfono móvil pero, cuando Toxtel quitó la tapa, vio que sólo había la batería. Decidido, lo desmontó pero no consiguió nada.

También había un par de zapatos de cordones negros y Toxtel se concentró en ellos. Sujetó los zapatos por la punta y empezó a golpear el talón contra el coche hasta que saltó la tapeta. Ni rastro del lápiz de memoria.

El siguiente paso era analizar la propia maleta. Toxtel rasgó el forro y buscó por cada rincón; incluso cortó las costuras de las asas y las analizó.

– ¡Mierda! -exclamó mientras tiraba la maleta por los aire-. No está aquí.

– Puede que Layton se lo llevara. Sólo tenía que guardárselo en el bolsillo -dijo Goss. Estaba decepcionado ante el fracaso de aquella oportunidad para joder a Faulkner, pero le dolía demasiado la cabeza para pensar en otro plan.

– Eso sería cierto si no tuviera pensado volver. Joder, podría haberlo llevado encima todo el tiempo. Vale, me lo creería si no hubiera nada sospechoso en esta maleta.

– ¿Como qué? -preguntó Goss, que estaba agotado-. La has destrozado y no has encontrado nada.

– Sí, pero es exactamente lo que no he encontrado lo que me hace sospechar que esa bruja no nos lo ha dado todo.

– ¿Como qué? -repitió Goss.

– ¿Ves alguna maquinilla de afeitar, algún cepillo de dientes, algún peine, desodorante y cosas de esas?

Goss miró los objetos que estaban en el suelo e, incluso con un dolor de cabeza horrible, llegó a la conclusión obvia:

– No nos lo ha dado todo.

– Casi todos los hombres llevan esas cosas en un neceser. Y aquí tampoco hay mucha ropa. Creo que tiene que haber otra maleta.

– Mierda -Goss se sentó en el maletero y se acarició el bulto que le había salido en la cabeza. La rozadura más leve le enviaba unas terribles punzadas de dolor por toda la cabeza y veía lucecitas. Se les abría una segunda opción pero, como no podía pensar con claridad, no sabía definirla.

– No podemos volver -dijo Toxtel muy serio-. Nos conoce y seguramente habrá llamado a la policía.

A través de su dolor de cabeza, Goss vio el dilema de Toxtel. Podía llamar a Faulkner, explicarle lo que había pasado y decirle que enviara a otra persona; pero eso sería abandonar y ninguno de los dos había abandonado nunca, jamás había dicho que no podían hacer el trabajo.

No era sólo una cuestión de ego. Se ganaban la vida solucionando asuntos de esos. Los dos tenían la fama de terminar el trabajo por mucho que se complicara y, gracias a eso, Faulkner les pasaba más trabajo que a los demás. Si fallaban, aunque sólo fuera una vez, la duda siempre estaría presente. Que no eran empleados con contrato, por el amor de Dios. Obtenían un porcentaje del precio por el trabajo y, como les daban los trabajos más difíciles, el precio era más alto, lo que significaba que su parte también era más grande.

– Se me está ocurriendo algo -dijo Toxtel mientras se volvía para mirar la carretera-. Deja que me lo piense un rato. Pero, antes que nada, ¿necesitas un médico?

– No -la respuesta fue automática. Después de haberlo dicho, Goss verificó cómo estaba-. No, a menos que me duerma y no puedas despertarme.

– No voy a sentarme a tu lado y despertarte a cada hora, tío -dijo Toxtel-. Así que será mejor que estés seguro de que estás bien.

Toxtel era así: todo corazón.

– Vámonos -dijo Goss-. Avísame cuando el plan esté listo.

El problema era: ¿Ir a dónde? Al menos, necesitaban un lugar donde quedarse de forma temporal y no recordaba haber visto ni un triste motel desde que salieron de la pista de aterrizaje. Toxtel sacó el mapa y lo extendió en el capó del coche mientras Goss abría su maleta y buscaba si tenía algo para el dolor de cabeza. En el neceser llevaba una dosis plastificada de ibuprofeno de esas que comprabas en los aeropuertos, así que la abrió y se tragó las dos pastillas sin agua. Y otra cosa, necesitaban algo para comer y beber. Al menos, eso podrían encontrarlo en aquella pequeña ciudad que habían dejado atrás en la carretera y, si tenían suerte, quizá allí también hubiera algún motel.

– Este mapa no sirve de nada -gruñó Toxtel, mientras lo doblaba y lo tiraba en el asiento posterior del coche.

– ¿Qué buscas? -preguntó Goss mientras volvía hasta la puerta del copiloto y se subía al coche. Tenía que andar con cuidado porque, si resbalaba, caería unos treinta metros al vacío. Seguramente podría agarrarse a algún árbol pero, de todas formas, estaba convencido de que no le gustaría la experiencia. Todos esos chalados a los que les gustaba la naturaleza estaban enfermos. En lo referente a él, que le, den a la naturaleza.

– Necesito uno de esos mapas con montañas y cosas de esas.

– Topográfico -dijo Goss.

– Sí. Uno de esos.

– ¿Para qué quieres encontrar una montaña? Mira a tu alrededor -gruñó, abarcando el paisaje en un gran movimiento de brazo desde dentro del coche. Aquello estaba lleno de montañas. Que mirara donde quisiera, allí sólo había montañas.

– Lo que necesito -dijo Toxtel muy despacio- es ver si existe alguna manera de aislar ese sitio. Sabemos que sólo existe esta carretera, y que termina allí. ¿Podemos bloquear el pueblo de forma que nadie pueda salir?

De repente, el dolor de cabeza de Goss pasó a un segundo plano a medida que iba captando la idea básica de lo que Toxtel le estaba proponiendo. Si alguna vez había existido una situación con más posibilidades, era esa.

– También necesitaremos vistas aéreas -dijo-. Para asegurarnos de que no hay ningún camino rural que los habitantes del pueblo utilicen y no salga en el mapa. El terreno es muy escarpado; creo que si bloqueamos unos puntos concretos, no podrán salir.

Toxtel asintió con aquella expresión decidida con los ojos entrecerrados que revelaba que estaba comprometido con un plan de acción. Goss se dijo que necesitarían dinero y más gente. Ellos dos solos no podían hacerlo. Y también necesitarían a alguien que conociera la zona y el tipo de gente a quien se enfrentarían. Él era muy consciente de sus limitaciones. Él se movía como pez en el agua en el asfalto, no en la tierra del campo. Si tenía que enfrentarse, allí mismo, con un tipo que solía cazar ciervos y otros animales y que seguramente tendría un armario lleno de ropa de camuflaje, estaba perdido. Su mayor punto a favor era su cerebro, y estaba dispuesto a utilizarlo.

– Tendríamos que asegurarnos de que todos los huéspedes de la pensión se hayan marchado -murmuró, pensando en voz alta-. Seguro que hay gente que los espera en casa o espera una llamada.

– ¿Y cómo vamos a saberlo?

– Pues tendrá que ir alguien a preguntar, alguien de por aquí o, al menos, alguien que no parezca sospechoso.

Toxtel encendió el motor y puso la marcha.

– Conozco a alguien a quien podemos llamar.

– ¿Conoces a alguien de aquí?

– No, pero conozco a alguien que conoce a alguien, ¿me sigues?

Goss lo seguía. Apoyó la dolorida cabeza en el asiento e hizo una mueca por el dolor, así que se dejó caer de lado hasta que encontró la ventanilla. El cristal estaba frío, cosa que lo calmó bastante. Cerró los ojos. No querían ir con prisas; se tomarían el tiempo que necesitaran para planearlo todo bien y pulir los detalles. Se durmió imaginándose la lista de cosas que tenían que hacer: cortar la luz, cortar las líneas telefónicas, bloquear el puente, romperle el cuello a ese desgraciado del pueblo. Era como contar ovejas, pero mejor.

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