Capítulo 25

Cate se quedó de piedra. Uno no iba a escalar, así sin más; era una actividad que requería condiciones, preparación y experiencia, pero entonces recordó la conversación que mantuvieron el día que Cal consiguió abrir la cerradura del desván hacía unos días. Días, Dios mío, habían pasado tantas cosas que parecía que hacía semanas.

– Dijiste que habías hecho algo de montañismo -el montañismo era distinto a la escalada, pero parte del equipo era el mismo. Cate también supuso que los principios serían los mismos, aunque con distinta técnica.

– Básicamente montañismo -la corrigió él-. Y algo de escalada.

Creed giró la libreta de aquella forma tan decisiva que tenía él y cogió el bolígrafo.

– Muy bien, hagamos una lista de lo que vais a necesitar para que no os olvidéis nada. ¿Cuánto tiempo crees que tardaréis en atravesar la grieta y llegar hasta un teléfono? -se lo preguntó a Cate porque era quien había escalado esas montañas.

Ella sólo había hecho escaladas de un día, pero conocía el terreno. Las montañas se levantaban detrás de su casa y las veía cada día. Miraba las caras de algunas y pensaba: «Te he escalado». Sabía lo que se tardaba en llegar y cuánto en subir. Puede que, en algunos puntos, el ascenso fuera más fácil que la ruta que Derek y ella habían hecho, porque lo que ellos buscaban era un desafío. Los recuerdos empezaron a florecer y le vinieron a la mente imágenes muy claras de lo que estaba proponiéndoles, las escaladas y los caminos que tendrían que hacer.

Al final, dijo:

– Calculo que, para llegar a un punto desde donde podamos empezar a escalar, tardaremos un día y medio o dos. ¿Cuánta distancia hay hasta la grieta, Roy Edward?

El hombre resopló.

– En línea recta, quizá cinco kilómetros, pero es imposible ir en línea recta. Con todas las subidas y bajadas, creo que serían unos quince o veinte kilómetros.

– Sólo durante el día -dijo Cal-. No podremos utilizar linternas, así que… dos días de senderismo, y el terreno es difícil. En total, cuatro días hasta la grieta.

Cuatro días. A Cate se le encogió el estómago. Era mucho tiempo, demasiado. Podían pasar tantas cosas en cuatro días…

Neenah alargó el brazo y le acarició la mano.

– Estaremos bien -dijo, con firmeza-. Resistiremos, no importa lo que quieran o lo que hagan.

– Claro que sí -dijo Walter. Parecía cansado, como todos, pero tenía una inconfundible mirada de furia. Los habían atacado, habían matado a amigos y no parecía que tuvieran ninguna intención de levantar las manos y rendirse-. Casi todos tenemos rifle o escopeta; tenemos munición y, si necesitamos más, en el colmado hay más. Tenemos comida y agua. Si esos hijos de puta creían que seríamos un objetivo fácil, se equivocaban.

Se oyó un coro de «Sí», «Así se habla» y «Claro que sí» en el sótano y todas las cabezas empezaron a asentir.

Cal se frotó la mandíbula.

– Ya que hablamos de eso… Neenah, en la parte trasera del almacén hay una pila de sacos de veinte kilos de grano.

– Sí. He empezado a almacenarlos para el invierno. ¿Por qué?

– Un saco de arena es un escudo que no lo atravesaría ni una bala de tanque, y por eso los ejércitos los utilizan. No tenemos arena, pero tenemos los sacos de grano. No serán tan eficaces como la arena, porque hay más aire en el saco, pero si los ponéis de dos en dos, tendréis unas buenas barricadas -hizo una pausa-. Por cierto, he hecho un agujero en el techo de la tienda.

Ella parpadeó y luego sonrió.

– Claro. Me preguntaba cómo habrías subido a tu habitación -dijo, señalando la ropa limpia que llevaba. Si le molestó saber que tenía un agujero en el techo de la tienda, no lo demostró.

Cal miró a sus vecinos.

– No podéis quedaros todos aquí; hay demasiada gente y no hay necesidad de estar amontonados. Escogeremos las casas más seguras, las que estén menos expuestas a los tiros, y nos repartiremos. Podemos utilizar los sacos de grano para reforzar las paredes que estén expuestas a los tiros. Así, podréis moveros mejor y hacer las guardias más seguros. Tendréis que hacer unas cuantas trincheras, para poder moveros de un sitio a otro con seguridad. No tienen que ser demasiado profundas ni demasiado largas, lo suficiente para cruzar una zona abierta y que os cubran si vais arrastrándoos por el suelo.

– También necesitamos comida, mantas y ropa. Algunas personas necesitan sus medicamentos -dijo Sherry-. Enséñanos a ir de un sitio a otro sin que nos revienten la cabeza para que así podamos ir a buscar nuestras cosas.

– Ya os lo traeré yo… -empezó a decir él, pero ella alzó la mano para interrumpirlo.

– No te he dicho que lo hagas, sino que nos enseñes a hacerlo. Si no, seremos bastante inútiles sin ti. Tenemos que poder defender el fuerte.

– Yo tengo muchas mantas y almohadas en casa -dijo Cate-. Y también comida. Y un montón de colchones que, si sirven, se podrían utilizar como protección. Si no, ponedlos en el suelo y os servirán de cama.

– Los colchones son una buena idea -dijo Cal-, pero para dormir. No durmáis en una cama. Bajad los colchones al suelo.

– ¿Qué más podemos utilizar para reforzar las paredes? -preguntó Milly.

– Cosas como cajas de revistas viejas, si tenéis. O libros, atados en forma de caja. Las almohadas no sirven, no son lo suficientemente densas. Y los muebles tampoco. Enrollad las alfombras, atadlas y colocadlas en forma de ángulo en la pared desprotegida.

– ¿Alguien tiene una mesa de billar con la base de pizarra? -preguntó Creed.

– Yo -respondió alguien, y Cate se volvió y vio que Roland Gettys había levantado la mano tímidamente. Era un hombre que no solía hablar mucho; normalmente se dedicaba a escuchar las conversaciones con una ligera sonrisa, a menos que alguien le hiciera una pregunta directa.

– Una mesa de billar de pizarra es una excelente protección, si consigues ponerla de lado.

– Pesa una tonelada -dijo Roland, mientras asentía.

Creed miró a Cal.

– Yo me encargo de organizar esto. Cate y tú id a buscar lo que necesitéis -miró la libreta-. No he escrito absolutamente nada. ¿Necesitáis una lista?

– No creo, al menos en lo que respecta al equipo de escalar -dijo Cate-. Sé de memoria lo que tengo que coger -también necesitaba algo de ropa, porque iba en pijama, pero no hacía falta escribirlo en una lista.

– Entonces, ya está -dijo Cal, mientras le ofrecía la mano-. Tú te encargas del equipo de escalar y yo, de todo lo demás. En marcha.


En cierto modo, volver a su casa le pareció más fácil que la primera noche, cuando había salido corriendo desesperada; al menos, ahora no tenía que correr. Las zapatillas de estar por casa no le protegían demasiado bien los pies, así que se alegraba mucho de ir con más cuidado mientras Cal y ella iban de un escondite a otro. Sin embargo, ir con más cuidado también implicaba ir más despacio y, cuanto más tiempo estaban allí fuera, más expuesta se sentía. La sensación de saber que, a poco más de medio kilómetro podía haber alguien sentado en una roca que la observara por una mirilla y controlara todos sus movimientos, con el dedo en el gatillo, era espeluznante.

En ese momento, se quedó inmóvil y temblando. Cal, que parecía ser consciente en todo momento de su más mínimo movimiento y su posición, se detuvo y la miró.

– ¿Qué pasa?

Cate miró a su alrededor. De momento, estaban totalmente protegidos. Cal se servía de cualquier cosa para esconderse, desde rocas, árboles y edificios hasta pequeños desniveles del suelo. Ahora estaba detrás de unas rocas de un metro. No era lo mismo que la noche anterior, cuando Maureen y ella estaban en el primer piso de casa de los Richardson, separadas de los tiradores por apenas unas cuantas paredes de madera.

– He tenido la sensación de que alguien nos estaba mirando, como si los tiradores pudieran vernos.

– No pueden. Ahora no.

– Lo sé, pero anoche, cuando Maureen y yo estábamos arriba, noté cómo venía la bala, me asusté y la empujé. Fue sobrecogedor. La noté, como si se me clavara algo entre los hombros. El cristal de la ventana se rompió y, después, oímos el disparo. Y acabo de tener la misma sensación, pero es imposible que una bala atraviese estas rocas, ¿verdad?

– Sí, aquí estamos a salvo -Cal regresó a su lado y se sentó de cuclillas, mirando a su alrededor con una intensa expresión en sus ojos-. Pero no olvides esa sensación, sobre todo en una situación de combate. Yo lo noto en la nuca. Siempre estoy alerta. Vamos a cambiar un poco el recorrido. Será un poco más largo pero, si estás nerviosa, no quiero arriesgarme.

Ella asintió, con la absurda satisfacción de que Cal sabía de qué estaba hablando. Él estudió el terreno un momento, luego se estiró en el suelo y empezó a alejarse de las rocas arrastrándose y siguiendo una hondonada que ella no había visto. Cate se dijo que, después de aquello, el pijama iría a la basura, pero se estiró y se arrastró detrás de él.


Billy Copeland estaba vigilando toda la zona con su visor, de un lado a otro. Le pareció ver un trozo de tela por una zona entre las rocas. La distancia estaba al límite del alcance del rifle, pero un tiro fortuito podía ser tan efectivo como un bueno y, en cualquier caso, como Teague les había dicho, ahora estaban en la fase psicológica de la operación: tenían que poner nerviosos a los rehenes, agotarlos. En realidad, no tenía que acertar en el objetivo para recordarles que podían darles desde una distancia sorprendentemente grande.

Ahora tenía que decidir si disparar o no sin un objetivo claro. Por un lado, anoche habían disparado muchas ráfagas de balas y el instinto le decía que ahora tenía que disparar únicamente cuando fuera necesario. Pero, por otro lado, sería divertido darle un susto de muerte a alguien que creía que estaba muy bien escondido.

Colocó el dedo en el gatillo, lo tensó, pero luego lo soltó. Todavía no, no a menos que estuviera seguro de que había visto algo. No tenía sentido malgastar munición.


La casa de Cate estaba totalmente en silencio. Incluso por la noche, cuando los niños dormían, Cate oía el leve rugido de los electrodomésticos y tenía la sensación de que la casa estaba viva. Ahora no. Estaba vacía y extrañamente oscura y fría, a pesar de la luz del sol, porque la última noche que había estado aquí había cerrado todas las cortinas. Y así no sólo había evitado que entrara la luz, sino también que la casa se calentara.

– Dame la llave del desván -dijo Cal-. Bajaré todo el equipo de escalada mientras tú te cambias.

– Creía que del equipo me encargaba yo.

– Estás muy nerviosa. Quédate aquí abajo, que es más seguro. En el desván no hay ningún tipo de protección.

Ella arqueó las cejas.

– Y eso me tranquiliza mucho, ¿verdad? Subirás tú.

– Exacto. Y tú estarás en tu habitación. Hace nada, parecías dispuesta a enfrentarte a medio estado para evitar que me marchara solo esta noche, y te hecho caso. Y ahora quien se siente así soy yo, y vas a hacerme caso -habló con la voz firme y la expresión de los ojos fría y directa.

Puesto así, ella no tenía respuesta posible. Le hizo una mueca y se acercó a la mesa para coger la llave.

– ¿Alguien te ha ganado alguna vez en una discusión?

– Yo no discuto. Es una pérdida de tiempo y esfuerzo. Aunque siempre escucho todas las opiniones -estaba detrás de ella y alargó la mano para coger la llave.

Ella se la entregó sin resistencia pero, cuando Cal empezó a subir las escaleras, le preguntó:

– ¿Te enfadas alguna vez?

Él se detuvo y la miró. En la oscuridad, sus pálidos ojos parecían de cristal, sin rastro de azul.

– Sí, me enfado. Cuando descubrí a ese cabrón de Mellor apuntándote con una pistola, habría podido partirle el cuello con mis propias manos.

A Cate se le encogió el estómago, porque sabía que era verdad. Dio un paso adelante y se agarró al poste de la barandilla, apretando los dedos con fuerza contra la madera. Recordó la mirada de Cal, cómo su dedo había empezado a apretar el gatillo.

– Ibas a dispararle, ¿verdad?

– No tiene sentido apuntar a alguien si no estás dispuesto a apretar el gatillo -dijo, y siguió subiendo las escaleras-. No te pongas de pie mientras te vistes -dijo.

Al cabo de unos segundos, Cate lo siguió y luego giró a la derecha para ir a su habitación. Le hizo caso y se agachó todo lo que pudo sin dejar de caminar. Ya no estaba tan nerviosa, pero eso no significaba nada. En las rocas no había pasado nada; y lo de la noche anterior había sido una desafortunada coincidencia, nada más.

Si seguía convenciéndose de eso, puede que algún día se lo creyera. La sensación de miedo había sido demasiado fuerte y demasiado inmediata.

Intentó apartar de su mente cualquier pensamiento que no fuera prepararse para el gran reto que la esperaba. Una escalada por placer era muy dura, pero divertida y, además, siempre había sabido que al final del día la esperaba una ducha caliente, un plato a la mesa y una deliciosa cama. Había ido de camping una vez y no le había gustado demasiado.

Cuando escalaba, solía llevar unos pantalones elásticos, una camiseta ajustada y unos sujetadores de deporte, aparte de los pies de gato. El primer problema eran los zapatos, porque los de escalar no servían para caminar y, de igual forma, los de caminar no servían para escalar. Ella siempre había llevado zapatillas deportivas hasta el punto donde empezaba la escalada y allí se cambiaba, pero en esta ocasión no podría hacerlo, porque no iban a bajar el mismo día. Tenían que llevar encima el agua, la comida y las mantas, así como el equipo de escalar y las armas que Cal creyera que necesitaría.

Respiró hondo y no quiso pensar en lo imposible que era todo aquello. No atacarían las paredes verticales; buscarían el camino más fácil, que no sería fácil en absoluto, pero no sería tan complicado.

Cate no tenía botas de montaña, así que la única opción eran las zapatillas deportivas. En lugar de escoger unas mallas elásticas, se preparó para pasar, seguramente, tres o cuatro noches en las montañas a unas alturas donde las temperaturas nocturnas caían en picado; eso significaba que tenía que ponerse el chándal. Tenía unos pantalones con bolsillos con cremalleras, así que cogió esos y los dejó en la cama. Añadió varios calcetines y una muda de ropa interior limpia. Quizá era una tontería, pero no podía soportar llevar la misma ropa interior durante cuatro días. Se puso las dos mudas. Y luego una camiseta de seda por dentro. Una sudadera con capucha, que podría atarse a la cintura. Se metió el bálsamo de labios en uno de los bolsillos del pantalón y luego empezó a rebuscar en el cajón de la ropa interior hasta que encontró su vieja navaja suiza; se la metió en el otro bolsillo.

Después, se cepilló el pelo y se lo recogió en una cola para mantenerlo seguro; atraparte el pelo en las cuerdas era muy doloroso. Se quedó inmóvil durante un minuto, intentando pensar si se le olvidaba algo. ¿Los pantalones del pijama de seda, por si hacía mucho frío por las noches? Durante el día, haría demasiado calor para llevarlos, pero no pesaban nada y casi no ocupaban espacio. De hecho, cabían en uno de los bolsillos de la sudadera.

Cuando le pareció que lo tenía todo, se vistió. Dos pares de calcetines, uno grueso y el otro fino. Dos pares adicionales fueron a parar a los bolsillos de los pantalones. Luego los pantalones, las zapatillas deportivas y, al final, se ató la sudadera a la cintura. De manera experimental, se estiró y retorció, para ver si la ropa le impedía moverse. Todo perfecto, así que estaba lista para marcharse.

Siguiente parada: la cocina.

Cal entró en la cocina mientras ella ponía cereales en bolsas de plástico con autocierre. Iba cargado de cosas: arneses, poleas, anclajes, bolsas de tiza y metros y metros de cuerda.

– ¿Cuántos años tienen estas cuerdas? -preguntó.

En ese mismo instante, a Cate le dio un vuelco el corazón.

– Oh, no -dijo, en voz baja-. Tienen más de cinco años.

La cuerda sintética se deterioraba con el tiempo, aunque nunca se hubiera usado, y esas sí que se habían usado. Derek y ella cuidaban mucho las cuerdas, las lavaban a mano en la bañera, las secaban lejos de la luz del sol, pero Cate no podía impedir el paso del tiempo. No podían escalar con esas cuerdas; tan sencillo como eso. Unas cuerdas tan viejas podían utilizarse para seguir, pero no para abrir vías pero, a pesar de eso, Cate no quería usarlas, y punto.

– Walter tiene cuerda sintética en la tienda -dijo Cal-. Quizá no sea exactamente lo que queremos, pero es más nueva que esta. Iré a buscarla. ¿Cuánta necesitamos?

– Setenta metros.

Cal asintió. No preguntó de qué grosor, de modo que Cate supuso que Walter sólo tenía de un tipo. Utilizarían lo que tuvieran.

Salió por la parte de delante y ella dejó la comida para inspeccionar el equipo. No lo había tocado desde que, hacía tres años, cuando se había instalado aquí, lo había guardado en el desván. Cal no había bajado los cascos, pero Cate sabía por qué: eran de colores chillones, muy fáciles de localizar. Muchos escaladores no llevaban, pero Derek y ella siempre.

Recuperó la vieja ilusión mientras miraba el equipo y, por un minuto, sintió la emoción, las ganas de sol y altura, su habilidad y fuerza contra la roca. Había caído, claro, igual que Derek. E igual que todos los escaladores que conocía. Por eso no quería subir con esas cuerdas.

Se obligó a dejar el equipo y volver a la cocina. El agua sería un gran problema, porque pesaba mucho. Una garrafa de cinco litros pesaba casi cuatro kilos, sin contar con el peso del contenedor. Tenía agua embotellada, pero no era cómoda de llevar. Necesitaban una especie de bota que pudieran colgarse a la espalda, pero no se le ocurría nada para improvisar una.

Quizá Roy Edward sabría si había algún riachuelo en las montañas. Seguro que había alguno, aparte del que pasaba junto al pueblo antes de unirse al río principal.

Cal regresó con metros y metros de cuerda colgados en el hombro. Miró lo que ella había preparado y asintió.

– He cogido algunas cosas más, de paso. Cerillas en una caja impermeable y cosas así. ¿Y las mantas?

– Las que yo tengo son muy gruesas -respondió ella-. Iba a llevarlas a los demás, porque son demasiado pesadas para cargarlas mientras escalamos.

Él asintió.

– Yo tengo un par de mantas finas en mi casa y una colchoneta que se enrolla. Muy bien, pues ya está. Podríamos coger más cosas, pero no podemos llevarlas encima. Vámonos. Para cuando estemos listos, casi no tendremos luz de día.

– ¿Y qué vamos a hacer? No podemos escalar de noche.

– Nos pondremos en posición, que quizá nos lleve un par horas. Lo que podamos hacer hoy es tiempo que nos ahorramos mañana.

Tenía razón, y la estricta disciplina que aplicaba a cada movimiento, incluso el tono de voz, delataba que sabía lo que estaba haciendo. Ya lo había hecho antes, seguramente en circunstancias igual de complicadas.

Cuando entraron en el sótano de los Richardson, vieron que Creed había organizado a los demás con la misma disciplina que Cal. Mientras éste enseñaba a unos cuantos la forma más segura de desplazarse por el pueblo, los atajos y dónde tenían que ir con cuidado, Creed se encargó del problema del agua.

Según Roy Edward, había varios riachuelos en las montañas, pero todavía tenían que solucionar el tema de las botellas. Creed se quedó pensativo. Sin darse ni cuenta, Cate vio que Maureen cortaba las perneras de un par de calzoncillos largos térmicos de Perry. Hizo un nudo en un extremo y llenó la pernera de botellas, como si cargara torpedos en una lanzadera. Cuando tuvo las dos perneras llenas, ató los otros extremos y luego colocó una especie de cintas para colgárselas a la espalda. Cate probó el invento. Pesaban más de lo que quisiera, pero el peso iría disminuyendo a medida que fueran bebiendo.

Cal regresó con dos mantas y lo que Cate supuso que sería una colchoneta para dormir, pero que se parecía mucho a las que se usan en clase de yoga. Cal enrolló una manta y la colgó a la espalda de Cate y él se colgó la otra manta y la colchoneta. Se colgó el agua, con una sonrisa ante la ingeniosa solución, y miró a Creed.

– ¿Cuál es el lugar más cercano para ir a pedir ayuda, una vez, atravesada la grieta?

– Mi casa -respondió Creed-. Desde el porche de atrás, veo la grieta. A unos seis o siete kilómetros hay otro rancho. Y la casa de Gordon Moon está un poco más lejos, pero en la dirección contraria. Si llegáis a mi casa, podéis utilizar el teléfono, pero tendrás que ir por un trazado complicado, marine.

Cal sonrió.

– Si sabes las coordenadas, resulta que tengo un GPS manual -se tocó uno de los bolsillos de los pantalones. Creed, lentamente, dibujó otra sonrisa.

– Qué casualidad. Yo también tengo uno. ¿Te imaginas que el que guía de una expedición se perdiera?

– ¿Te acuerdas de las coordenadas?

– Como de la fecha de mi nacimiento.

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