Capítulo 13

Cuando Teague abrió la puerta del porche de la pensión y entró en el comedor, lo asaltó un delicioso aroma a bollería recién hecha. Se detuvo y respiró hondo. La sala era grande, pero estaba llena de mesas pequeñas y de gente, aunque también había quien estaba de pie en el pasillo con una taza de café en una mano y una magdalena en la otra pero claro, no es que hubiera muchas sillas libres.

Echó un vistazo a su alrededor y reconoció una o dos caras que le resultaban familiares. A una incluso podía ponerle nombre: Walter Earl, el propietario de la ferretería del pueblo. Eso significaba que Earl también podría ponerle nombre a la cara de Teague, así que tenía que tener mucho cuidado con lo que decía y hacía y, cuando se desarrollara la operación, no podía permitir que nadie del pueblo lo viera.

El murmullo de las conversaciones se detuvo cuando se advirtió su presencia y todo el mundo se lo quedó mirando, sin ningún disimulo. Algunos incluso se giraron en la silla para mirarlo. Seguramente, la visita de los dos chicos de ciudad había hecho saltar las alarmas, aunque en los pueblos nadie disimulaba su interés por los extraños.

Pero el interés desapareció enseguida. Seguro que los chicos de ciudad creían que eran dos tiburones en una piscina de peces de colores, aunque enseguida descubrieron que esos peces también mordían. Teague, en cambio, parecía uno de ellos, porque lo era. Llevaba botas viejas, vaqueros gastados después de muchos años de uso y una vieja camisa de franela para combatir el aire frío que se había levantado. En la cabeza llevaba una gorra verde que ya tenía unos cuantos años. Podría haber sido cualquiera de ellos.

Entró en el comedor una mujer con una bandeja llena de magdalenas y mantequilla que dejó en una mesa, y después sirvió un plato con magdalenas a cada persona mientras que la mantequilla quedó en la mesa grande. Cada mesa ya disponía de un surtido de mermeladas y jaleas. Cuando pasó junto a Teague, sonrió y dijo:

– Enseguida estoy con usted.

A juzgar por la descripción de Goss, supo que era la propietaria. Era curioso que Toxtel y Goss le hubieran dado descripciones tan distintas. Toxtel había encogido los hombros y había dicho: «No es nada del otro mundo. Pelo castaño, ojos marrones. Normal». Goss, en cambio, había sonreído y había dicho: «Tiene un buen culo, como el de una atleta. Redondo y musculoso. Cuerpo esquelético, excepto por el culo. Como una corredora, quizá. Pelo largo y ondulado y una boca graciosa que dan ganas de besar». Toxtel había chasqueado la lengua, pero Goss lo había ignorado. Los distintos puntos de vista decían tanto de cada hombre como de la propietaria de la pensión.

Se llamaba Cate Nightingale. Un nombre curioso. ¿Qué clase de apellido era Nightingale? Teague había hecho sus averiguaciones y había descubierto que no era de aquí. ¿Cómo había terminado en Trail Stop? Si no había nacido allí, ¿por qué había venido a ese pueblo? Con la escasa actividad que había seguro que apenas llegaban a fin de mes, porque ofrecían servicios a la comunidad y a los ranchos de alrededor, pero seguro que no ganaban mucho dinero. De todos modos, para la gente que nacía aquí, esto era su casa y algunos se habían quedado cuando el sentido común decía que lo mejor era marcharse.

Cuando la mujer terminó de repartir las magdalenas, se le acercó:

– ¿Qué le apetece? ¿Una magdalena o sólo una taza de café?

Tenía una voz bonita. No parecía de esas personas que se quedan lo que no es suyo, pero no era su problema.

Como si hubiera recordado los buenos modales de repente, Teague se quitó la gorra y se la guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.

– Eh… Estaba buscando a Joshua Creed, pero esas magdalenas tienen buena pinta. Una, por favor, y un café.

– Perfecto -la mujer miró a su alrededor-. Siéntese donde quiera; aquí somos bastante informales. Pregunte a cualquiera sobre el señor Creed y, si alguien no sabe quién es, otro seguro que sí.

Él asintió y ella dio media vuelta y entró en la cocina, donde Teague vio a otra mujer trabajando. Sin embargo, ni rastro de ningún niño y, por experiencia, Teague sabía que un niño se hacía notar. Si había alguno, seguramente era mayor, estaba en el colegio y volvería por la tarde.

En una de las mesas había un grupo que, por su ropa, se veía que eran extranjeros. «Escaladores», se dijo, y parte de la conversación que oyó confirmó sus sospechas. Además, a juzgar por como iban vestidos, hoy no iban a escalar. ¿Volvían a casa? El fin de semana acababa de empezar, pero igual tenían otra reserva en otro sitio. Se dijo que, al salir, tendría que mirar si tenían el equipaje en el coche.

Se acercó a la mesa donde estaba Walter Earl e inclinó la cabeza a modo de saludo.

– Disculpen la interrupción -dijo-, pero, ¿alguno de ustedes sabe dónde puedo encontrar a Joshua Creed?

– ¿No le conozco? -preguntó Walter Earl con una expresión de desconcierto.

Teague fingió intentar recordar su cara.

– Quizá. Su cara me resulta familiar. Me llamo Teague -mentir no habría servido de nada, porque puede que Earl hubiera recordado su nombre real.

Walter relajó la cara.

– Claro. Ha entrado en la ferretería una o dos veces, ¿verdad?

Una, para comprar balas, pero en estos lugares la gente solía quedarse con las caras de aquellos que no veían cada día.

– Sí -admitió Teague. Quizá era bueno que el viejo lo recordara; eso lo situaría como un conocido a ojos de los demás.

– Josh está de caza con un cliente -dijo Walter-. Se fue el lunes, ¿no? -miró a los demás para confirmar ese dato.

Sus compañeros de mesa asintieron.

– Exacto -dijo otro hombre-, aunque no recuerdo cuándo dijo que volvía.

– Pero será hoy o mañana; normalmente, hace salidas de cuatro o cinco días. Dice que es lo máximo que aguanta a la mayoría.

– En ese caso, a este tendría que haberlo devuelto ayer -dijo otro hombre, y todos se rieron.

Teague también sonrió, para unirse al grupo.

– ¿Tan malo era?

– Digamos que se creía el rey del mambo, ¿no es verdad, Cate? -dijo Walter mientras la señora Nightingale se acercaba con la magdalena y el café de Teague.

– ¿El qué?

– El último cliente de Josh, el que estuvo aquí el lunes, que era muy majo.

Ella se rió.

– Sí, mucho. Lo que más me gustó fue la clase de geografía que nos dio -se volvió hacia Teague-. ¿Dónde quiere sentarse?

– Me quedaré de pie -respondió él mientras cogía el plato y la taza-. Gracias, señora.

Ella sonrió y se alejó. Teague vio cómo comprobaba el nivel de café de las tazas de los clientes, luego fue hasta la cafetera, cogió la jarra y volvió a pasearse por el comedor rellenando las tazas. Como Teague era un hombre, no pudo evitar mirarle el culo. Como Goss había dicho, estaba muy bien.

– Cate es un encanto -dijo Walter y Teague se volvió y descubrió que todos los hombres de la mesa lo estaban mirando con distintos niveles de agresividad. Se mostraban muy protectores con ella.

– Pierde el tiempo mirándola así -dijo un anciano que parecía tener noventa años-. Está comprometida.

¿Qué estaba pasando? ¿Por qué querían alejarlo de Cate Nightingale? Teague dibujó otra sonrisa, con gran esfuerzo, y levantó la mano.

– Estaba a punto de decir que me recuerda a mi hija -mintió. No tenía ninguna hija, pero aquellos viejos no tenían por qué saberlo.

Funcionó. Todos se relajaron y volvieron a sonreír. Walter se reclinó en la silla y retomó el tema de conversación original.

– Cuando deja a un cliente, hay días que Josh viene por aquí, pero no siempre. No es un cliente habitual como los demás. ¿Le ha dejado un mensaje en el contestador?

– No, no me he molestado. Alguien me dijo que quizá lo encontraría aquí -respondió Teague-. El tipo que conozco está buscando un guía para un cliente muy importante que, de repente, ha decidido que quiere ir a cazar, así que pensé en Creed. Como mi amigo necesita a alguien hoy, no merece la pena dejarle ningún mensaje. Le diré que se ponga en contacto con el siguiente nombre de la lista -hizo una pausa-. A menos que Creed tenga un teléfono por satélite.

Walter se frotó la mandíbula.

– Si lo tiene, nunca nos lo ha dicho. ¿Puedes llamar a un teléfono por satélite desde un teléfono normal?

– En teoría sí. Si no, no tiene sentido llevarlos -respondió muy serio el hombre mayor.

– Claro -admitió Walter. Miró a Teague-. Josh es el mejor guía, sin duda. Sus clientes se llevan trofeos con mayor frecuencia que los demás. Es una lástima que su amigo no pueda contar con él.

– Él se lo pierde -dijo Teague muy seco. Mientras sujetaba la taza con una mano y apoyaba el plato encima de la taza, cogió la magdalena y le dio un bocado. Las papilas gustativas estallaron de gusto. Reconoció el sabor a nueces, manzana, canela y otra cosa que no pudo identificar-. Joder -murmuró y se comió otro bocado.

Walter se rió.

– Las magdalenas de Cate son buenas, ¿eh? Cada vez que me como una pienso que es imposible que los bollos sean mejores que las magdalenas, pero entonces llega el Día de los Bollos y pienso que ojalá preparara bollos más a menudo.

Teague había oído hablar de los bollos, pero jamás había probado uno y tampoco tenía muy claro qué eran. La comida refinada no le gustaba y, normalmente ni siquiera hubiera aceptado una magdalena, pero se alegraba de haber aceptado esa. Si la señora Nightingale sobrevivía al plan de Toxtel, Teague pensaba volver a la pensión; esas magdalenas estaban deliciosas.

Ya sabía lo que necesitaba saber acerca de Creed, así que ahora sólo tenía que vigilar y ver qué pasaba. Si aparecía un niño por la tarde. Si los escaladores se marchaban. Si llegaban clientes nuevos a la pensión. Además, si Creed no aparecía por Trail Stop con la frecuencia necesaria para ser considerado un habitual de la pensión, Teague tendría que inventarse algo para neutralizarlo, y eso sería complicado.


Después de que todo el mundo se marchara y Sherry y ella limpiaran, Cate cobró la cuenta del grupo de escaladores y los vio alejarse, no tenía más habitaciones reservadas hasta el siguiente fin de semana: otro grupo de escaladores, algo que ahora no le hacía demasiada gracia. Sin los niños en casa, hubiera preferido mantenerse ocupada.

Sherry se marchó cuando terminó de limpiar y Cate se quedó sola en casa.

El silencio era doloroso.

Como no tenía que preparar ninguna habitación, no tenía que darse prisa para limpiarlas, pero se puso manos a la obra con ganas. Después de deshacer las camas y poner la lavadora, limpió los baños, pasó el aspirador, quitó el polvo e incluso limpió las ventanas.

Después empezó con la habitación de los niños, que quizá no fue demasiada buena idea. Tenía que limpiarla, pero ordenar los juguetes, hacer limpieza de los armarios y doblar la ropa, le recordó su ausencia. Intentaba no mirar el reloj, pero no podía evitarlo mientras pensaba dónde estarían en ese momento. Era imposible saberlo, lógicamente no sabía si el avión había salido con retraso, aunque esperaba que, en tal caso de retraso, su madre la hubiera llamado porque sabía que estaría preocupada si no la llamaban a la hora que se suponían que tenían que llegar.

Ni siquiera hizo una pausa para comer porque le pareció una pérdida de tiempo ponerse a cocinar sólo para ella. Tuvo que secarse las lágrimas varias veces. Era como un luto, y eso era una tontería, porque sabía perfectamente qué era el luto. Sin embargo, no podía evita tener la sensación de haber perdido una parte de ella, a pesar de sabía que el cordón umbilical no se había roto, sólo se había estirado un poco… si es que varios cientos de miles de kilómetros podían considerarse un poco.

– Menuda mierda esto del cordón umbilical -y ella misma tuvo que reírse de sus palabras, aunque sólo un poco. Estaban bien. Puede que sus padres no estuvieran tan bien después de la visita de los niños, pero los pequeños estarían encantados. Cate se había esforzado mucho en hacer que se sintieran muy seguros, lo que les había dado la tranquilidad para volar con su abuela y estar con ella quince días. Estaban impacientes por subir a un avión. Ya habían volado antes, pero apenas eran unos bebés y no se acordaban. Debería sentirse orgullosa de que fueran tan valientes.

Pero es que dos semanas era mucho tiempo. Debería haber aceptado dejárselos sólo una semana.

Cuando el teléfono sonó poco después de las tres, se lanzó a por él de un salto.

– Ya hemos llegado -dijo su madre, que parecía agotada.

– ¿Ha ido todo bien? ¿Habéis tenido algún problema?

– Todo ha ido perfecto; no ha habido ningún problema. Les ha encantado empujar el carro del equipaje. Les ha encantado ver aterrizar y despegar a los aviones. Les ha encantado el pequeño servicio del avión, que los dos han tenido que usar. Dos veces. Los pilotos se han parado a hablar con ellos antes de despegar y ahora los dos tienen un juego de alas que, por cierto, todavía llevan colgado de la camisa.

Cate se dijo que, seguramente, cuando volvieran a casa todavía lo llevarían, mientras las lágrimas le resbalaban por la mejilla a pesar de estar sonriendo.

– Lo primero que han visto cuando hemos llegado a casa ha sido el cortador de césped con ruedas -continuó su madre-. Ahora tu padre está ahí fuera con los dos sentados en el regazo, dando vueltas por el jardín. Hemos quitado las cuchillas -añadió.

Cate recordaba dar vueltas en el cortador de césped con su padre y se le encogió el corazón al saber que ahora él estaba haciendo lo mismo con sus nietos.

– Así que ya puedes dejar de llorar -dijo Sheila-. Se lo están pasando pipa, me han dejado agotada y ahora están en ello con tu padre, y eso debería darte una dulce sensación de venganza.

– Así es -admitió Cate-. Gracias.

– De nada. ¿Quieres que te envíe fotos por internet? Ya tenemos un montón.

– No, con la conexión que tengo cuesta mucho que se descarguen. Revélalas y trae copias cuando vuelvas.

– Vale. ¿Y tú cómo estás?

– He limpiado la casa de arriba abajo.

– Perfecto. Pues ahora que tienes las tardes libres, ve a la peluquería.

Cate se rió y, por primera vez, vio que podía ir tranquilamente a cortarse el pelo. Al menos las puntas, que no costaba tanto y lo necesitaba urgentemente.

– Creo que te haré caso.

– Dedícate tiempo a ti misma. Lee un libro. Mira una película. Píntate las uñas de los pies.

Cuando colgó, Cate se dio cuenta de que la intención de sus padres había sido tener a los niños unos días, pero también darle un merecido descanso a su hija. Se lo agradecía, y de corazón, e intentaría mimarse un poco. Con eso en mente, abrió el correo electrónico y anotó las reservas que habían llegado por Internet, terminó la colada, hizo la lista de la compra para el próximo viaje al supermercado, para algunas recetas nuevas que quería probar, se preparó un bocadillo de queso caliente para cenar y siguió el consejo de su madre: se pintó las uñas de los pies.

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