Capítulo 17

Fue como chocar contra una pared. Su cuerpo colisionó con el de Cate con tanta fuerza que ella soltó el cuchillo, que rodó por el pasillo. El halo de luz de la linterna iba de un lado a otro, produciendo una especie de efecto estroboscópico, pero luego Cal la apartó. Cate estaba a punto de caer hacia atrás y empezó a mover las manos en busca de algo, lo que fuera, donde poder sujetarse y acabó agarrada a una musculosa y esbelta cintura. De todos modos, no habría caído, porque un brazo de acero la tenía cogida por la espalda y la acercaba a Cal.

Un repentino sentido de la irrealidad hizo que la cabeza volviera a darle vueltas cuando el tiempo se detuvo y el mundo se redujo a un punto, al borde de un precipicio. Aquello no era real; no podía serlo. Era Cate, una mujer normal que llevaba una vida normal; la gente no le disparaba.

– Tranquila -murmuró Cal contra su pelo-. Ya te tengo.

Cate oyó las palabras, pero no tenían sentido porque él también formaba parte de aquella irrealidad. Ese no era el hombre que conocía desde hacía tres años. El señor Harris no la abrazaría así, no le habría tirado la puerta al suelo y no habría entrado como un guerrero buscando venganza, con un arma en la mano…

Pero lo había hecho.

El cuerpo al que estaba agarrada con todas sus fuerzas era poderoso y fuerte, casi ardía del calor que desprendía. Cal respiraba de forma acelerada, como si hubiera estado corriendo, y tenía la cabeza agachada para apoyarla encima de la de ella. Y la forma en que la abrazaba era tan… Hacía tanto tiempo que nadie la abrazaba así que estaba atónita, incrédula. ¿El señor Harris? ¿Cal?

Su cuerpo le susurró: «Sí». Aquello fue todavía más desconcertante y la acercó más y más al precipicio. ¿Qué clase de pervertida era que experimentaba una especie de respuesta sexual hacia ese hombre mientras estaba claro que alguien estaba atacando a la comunidad? Lo de fuera seguía pareciendo una guerra, pero tenía la sensación de que ellos dos estaban encerrados en una especie de mundo donde la realidad no podía entrar. Por un momento, Cal la atrajo aún más hacia él arqueando su cuerpo un poco más, de modo que ella notó el bulto de sus genitales sobresalir, buscar… y luego la soltó, se separó y se arrodilló para coger la linterna.

Cate se quedó inmóvil, haciendo un desesperado esfuerzo por recuperar el estado de las cosas de hacía media hora, antes de las explosiones, los tiros y la sacudida de todo lo que conocía o creía conocer.

Cal se colgó la correa de la escopeta al hombro, recogió el cuchillo que Cate llevaba en la mano y lo observó con una especie de sonrisa de aprobación. Sujetó la linterna con la luz hacia el suelo, por lo que Cate podía verlo perfectamente, y sus sentimientos volvieron alterarse.

Siempre lo había visto con monos de trabajos muy grandes, lleno de grasa, pintura, suciedad o lo que fuera que hubiera estado arreglando ese día. Siempre había tenido en la mente la imagen del delgaducho y tímido hombre que lo arreglaba todo, reservado pero útil. Aquella imagen había sufrido un vuelco cuando vio su mirada detrás de la escopeta apuntando a Mellor, y ahora estaba segura de que el vuelco era para siempre.

Llevaba las mismas botas de trabajo, pero nada más era igual. Llevaba los pantalones multibolsillos de color caqui atados a la cintura con un cinturón y, a pesar del frío, sólo llevaba una camiseta oscura que acentuaba sus anchos hombros y el esbelto y musculoso cuerpo. Incluso con la poca luz de la linterna, Cate vio la capa de sudor que le cubría los brazos, unos brazos nervudos y poderosos. El pelo estaba igual de enmarañado, pero en su seria y decidida expresión no había ni un ápice de timidez.

Cate casi no podía respirar. Estaba al borde de un precipicio interno y tenía miedo de moverse, tenía miedo de… ¿de qué? No lo sabía, pero la sensación de inestabilidad le daba casi tanto miedo como los disparos de ahí fuera.

Alguien apareció en el umbral de la puerta rota y, para asombro de Cate, también llevaba una escopeta o un rifle en la mano.

– ¿Cate está bien? -preguntó, y Cate reconoció la voz de Walter Earl.

– Estoy bien, Walter -respondió ella, acercándose a la puerta-. ¿Y Milly? ¿Hay alguien herido?

– Milly está sentada en tu jardín trasero. Me pareció mejor no estar de pie, así que está sentada. La gente está retrocediendo. Alguien dijo que Cal les dijo que lo hicieran, y le están haciendo caso. ¿Estamos fuera de su alcance aquí?

– No -respondió Cal-. Al menos, no de los rifles.

– La ventana de la habitación de los niños está rota -dijo Cate en voz baja, y el terror volvió a apoderarse de ella. ¿Y si hubieran estado en casa? Seguramente se habrían asustado mucho, igual estarían heridos… o muertos. La idea le encogió el corazón.

– Entonces, ¿qué hacemos aquí? -preguntó Walter.

– Poner el máximo número de paredes entre ellos y nosotros; además, estoy casi seguro de que tienen prismáticos de visión nocturna o sensores infrarrojos. El alcance de los infrarrojos es de unos cuatrocientos metros, así que necesitamos sobrepasar esa distancia. No evitaremos que disparen pero, al menos, no podrán localizar el objetivo… y supongo que no querrán desperdiciar munición.

Mientras respondía a Walter, Cal había colocado la mano en la espalda de Cate, acompañándola fuera. En cuanto salieron al porche, ella se quedó de piedra. En su jardín había unas veinte o treinta personas, todas sentadas en el suelo. Casi todos los hombres y algunas mujeres llevaban algún arma en la mano. Los envolvía la oscuridad y, de repente, Cate descubrió que ver luces en las casas vecinas la había hecho sentir siempre muy cómoda y segura.

Cal la hizo bajar del porche y luego, con la mano en su hombro, la obligó a sentarse en el suelo.

– Los fundamentos de las casas son más robustos que las paredes -dijo, muy tranquilo-. Dan una mayor protección -alzó la voz y dijo-. Escuchadme todos, por favor, tenemos que saber administrar las pilas de las linternas. Apagadlas casi todas. Sólo necesitamos una o dos.

Obedientemente, todos las apagaron y la oscuridad casi los engulle. Cal dejó encendida su potente linterna. Cate empezó a temblar porque el aire frío le penetraba por las fibras del pijama de franela y dijo que ojalá hubiera pensado en coger un abrigo. Desde algún lugar en la oscuridad, oyó que alguien decía: «Tengo frío», pero sin ningún tipo de lamentación en el tono.

– Primero tenemos que descubrir dos cosas -dijo Cal-. Quién falta y si hay alguien herido.

– Pues a mí me gustaría saber quién nos está disparando -dijo Milly, muy enfadada.

– Lo primero es lo primero. ¿Quién falta? Buscad a vuestros vecinos. Creed estaba en casa de Neenah, ¿alguien los ha visto?

Se produjo un momento de silencio y entonces, una voz detrás de Cate dijo:

– Lanora iba detrás de mí mientras corríamos, pero ahora ya no la veo.

Lanora Corbett vivía en la segunda casa desde el puente, a la izquierda.

– ¿Alguien más? -preguntó Cal.

Los vecinos empezaron a murmurar mientras miraban a su alrededor y se reconocían, y luego empezaron a surgir nombres: el viejo matrimonio Starkey; Roy Edward y su mujer Judith; los Contreras, Mario, Gena y Angelina; Norman Box y otros. A Cate se le encogió el corazón cuando tomó conciencia de una horrible posibilidad: ¿Volvería a ver a esa gente? Y Neenah. ¡Neenah! No. No podía perder a su amiga. Se negaba a ni siquiera contemplar aquella posibilidad.

– Muy bien -dijo Cal, al final, cuando ya no salieron más nombres-. Dejad que cuente y así sabremos en qué situación estamos -desplazó el halo de luz por todas las caras y en cada una de ellas, Cate veía la misma mezcla de horror, incredulidad y rabia que también debía reflejar la suya. Vio a varias personas acurrucadas juntas, buscando apoyo y calor y, poco a poco, empezó a pensar en términos prácticos: mantas, abrigos y otras cosas que pudiera tener en casa. Un café estaría bien, pero no había luz, aunque tenía una cocina a gas… Las ideas surgían muy despacio, casi con esfuerzo pero, al menos, el mareo empezaba a desaparecer.

– ¿Alguien está herido? -repitió Cal después de contar a las personas reunidas en el jardín de Cate-. Y no me refiero a tobillos torcidos o rasguños en las rodillas. ¿Le han disparado a alguien? ¿Alguien está sangrando?

– Tú -dijo Sherry Bishop en un tono cortante.

Cate giró la cabeza. ¿Cal estaba herido? Sorprendida, lo miró mientras él extendía los brazos y se examinaba, como si no supiera de lo que Sherry estaba hablando.

– ¿Dónde?

Cate vio las heridas rojas oscuras.

– En los brazos -le dijo, mientras empezaba a levantarse.

En décimas de segundo, Cal estaba a su lado, con el brazo en su hombro para que no se levantara.

– Abajo -le dijo, en voz baja, para que sólo lo oyera ella-. Estoy bien, sólo son un par de cortes con cristales rotos.

Para Cate, los cortes se tenían que curar independientemente de lo que los hubiera provocado. Además, si estar sentado era más seguro, ¿por qué no se sentaba él?

– Si no te sientas -le dijo con el mismo tono de voz que utilizaba con los niños-, me levanto yo. Tú eliges.

– No puedo sentarme, antes tengo que hacer unas cosas…

– Siéntate.

Se sentó.

Cate se arrodilló y se colocó detrás de él.

– Sherry, ¿puedes ayudarme? Sujeta la linterna para que veamos si son muy profundos. Y necesito que alguien vaya a buscar vendas a…

– Mi equipo de primeros auxilios está en el porche -dijo él-. Lo he dejado allí.

– Que alguien vaya a buscarlo, por favor -Cate alzó un poco la voz y Walter se levantó para obedecer.

– Agáchate -añadió Cal y Walter se dobló por la cintura.

La espalda de la camiseta de Cal estaba húmeda y pegajosa. Sherry cogió la linterna y lo enfocó mientras Cate le levantaba la camiseta. Había varias heridas pequeñas que sangraban sin parar, así como un corte más grande en el tríceps derecho y otro en el hombro izquierdo. Le sacó la camiseta por la cabeza y se la dejó en la parte delantera, con los brazos en las mangas y la espalda totalmente descubierta.

Walter llegó con un botiquín en la mano, lo abrió y descubrió varios compartimentos llenos de productos de primeros auxilios. Sherry desplazó la luz hacia el botiquín para que Cate pudiera coger los paquetes de toallitas antisépticas individuales. Abrió un paquete, desplegó una de las toallitas y empezó a limpiarle las heridas.

– No sé qué vamos a hacer si estos cortes más grandes necesitan sutura -le murmuró a Sherry.

– Tengo sutura en el botiquín -dijo Cal mientras intentaba girar la cabeza para valorar los daños él mismo.

– ¡Shhh! -Cate emitió uno de esos sonidos de advertencia que eran la especialidad de las madres, Cal se quedó inmóvil y luego, lentamente, volvió a mirar hacia delante.

En silencio, Cate limpió las heridas y aplicó gasas secas sobre los cortes más profundos. Por desgracia, la sangre las empapaba e impedía que se movieran, pero Cate aprovechó para aplicar pomada antiséptica a las heridas más pequeñas y vendarlas con tiritas. Cal tenía la piel fría y húmeda, lo que recordó a Cate que, con ese frío, apenas llevaba una camiseta y unos pantalones y que había estado sudando… y ahora ella le había limpiado las heridas con toallitas mojadas. El pobre debía de estar congelado, pero no se movía.

– Necesita algo de ropa -le susurro a Sherry.

– No pasa nada -dijo él por encima del hombro.

Cate notó cómo algo estallaba en su interior, una enorme burbuja de tensión que casi acaba con ella.

– Sí, Calvin Harris, ¡sí que pasa! -respondió, enfurecida-. Sí que pasa. No está bien que vayas por ahí medio desnudo y herido en una noche tan fría. Encontraremos algo de ropa para ti y no se hable más -esa noche habían sucedido cosas mucho peores que aquella, pero esas no podía arreglarlas. Sin embargo, si Cal quería dar otro paso sin un abrigo o, al menos, una camisa, sería por encima de su cadáver.

Él se calló y Cate se preguntó si habría perdido la cabeza. Estaba empezando a perder la perspectiva otra vez, y las cosas pequeñas parecían de vital importancia y las grandes se perdían en el olvido. Se fijó en la fuerte espalda de Cal, el largo surco de la columna vertebral y las capas de músculos y le vinieron ganas de gritar. Sin embargo, en lugar de eso respiró hondo y se concentró en limpiarle los dos cortes más profundos. Todavía salía una especie de sangre acuosa, pero nada más. Las impregnó con antibiótico y luego, mientras con una mano sujetaba los dos extremos del corte, con la otra los iba uniendo con pequeñas tiritas. Cuando terminó, los cortes ya no parecían abiertos. Era posible que, después de todo, no necesitara sutura porque ninguno de los dos cortes era grave, pero Cate no había querido arriesgarse.

– Lo he hecho lo mejor que he podido -dijo, al final, devolviendo todos los utensilios al botiquín, al mismo sitio donde los había encontrado y recogiendo los papeles que había tirado al suelo. Se quedó dudando unos segundos, porque no sabía dónde lanzarlos, así que volvió a tirarlos al suelo. Ya se encargaría de la limpieza más adelante.

Cal hizo ademán de levantarse, pero ella le colocó la mano en el hombro derecho y lo obligó a sentarse.

– Cal necesita algo de ropa -dijo, en voz alta, dirigiéndose a los vecinos reunidos en su jardín-. Una camisa, una chaqueta, lo que sea. ¿Alguien lleva algo para prestarle? -y luego añadió-. Ahora entraré en casa a buscar mantas para abrigarnos.

– ¿Por qué no vamos dentro? -preguntó Milly, con la voz temblorosa por el frío.

– La casa de Cate quizá está un poco cerca de la acción -respondió Cal-. Hay otras casas más lejos y fuera de la línea de fuego. Creo que aquí estamos a salvo, pero no estoy seguro. Una bala de gran calibre puede atravesar varias casas, a menos que choque con algo que la detenga, como una nevera. Comprobaré las distancias cuando se haga de día. Hasta entonces, tenemos que ir todavía un poco más atrás, colocar más edificios entre los tiradores y nosotros. Gracias -añadió, cuando le pasaron una camisa de franela. Cate no vio quién había sido el donante. Cal se la puso muy deprisa; estaba temblando.

– El armario de los abrigos está detrás de la puerta principal, a la derecha -le dijo Cate-. Hay varios, y el armario de las sábanas, donde habrá mantas, está a este lado del lavadero. Entraré, cogeré todo lo que pueda, y volveré enseguida.

– Yo lo haré -respondió él, volviéndose hacia el porche.

Cate lo agarró por el brazo y lo detuvo.

– No puedes hacerlo todo. Ve a buscar a Creed y a Neenah y los demás. Yo me encargaré de los abrigos y las mantas. ¿Dónde vamos después, para que puedas encontrarnos?

Por un segundo, Cate creyó que Cal discutiría su plan, pero dijo:

– Id a casa de los Richardson -era la casa que estaba más lejos del puente-. El fuego procedía de, al menos, tres posiciones distintas, de modo que tendrán distintos ángulos de tiro. Manteneos agachados, intentad que siempre haya algún edificio entre vosotros y las montañas, desde el puente hasta la grieta de la roca. ¿Entendido? -lo había dicho en voz alta para todos, no sólo para Cate.

– Sí -tenía el aliento helado.

– Si tenéis que cruzar un espacio abierto, hacedlo deprisa. No vayáis en fila recta porque, si no, los últimos tienen muchos números de caer. Variad el trazado, la velocidad, todo lo que podáis. Si es posible no encendáis las linternas; si estáis en un espacio abierto, estaréis delatando vuestra posición.

En la oscuridad, todas las cabezas asintieron.

– ¿Cuánto tardarás? -preguntó Cate, intentando disimular los nervios de su voz. No quería que se marchara sólo, aunque entendía perfectamente que tenían que saber qué estaba pasando. Además, iba armado; no estaba indefenso.

– No lo sé. No sé con qué voy a encontrarme -giró la cabeza la miró fijamente en la oscuridad, una larga y calmada mirada que era tan potente como una caricia-. Pero volveré. Cuenta con ello -y se marchó, perdiéndose en la noche con unos cuantos pasos.

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