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Al abrir los ojos observó que la luz se agolpaba al otro lado de las persianas bajadas, empujándolas, se diría que hinchándolas, casi reventándolas con ese sol que se filtraba a presión por las rendijas. De modo que con toda seguridad era muy tarde, el día probablemente estaba en su apoteosis y el Deber aporreaba su ventana con un clamor de luz: Arriba, gandul, inútil, zángano. César cerró los párpados y se dio media vuelta en la deshecha cama. Por las mañanas, su cama era un lugar acogedor, una blanca armadura frente al mundo, el último refugio. Por las noches, en cambio, era una pista de despegue para Dios sabe qué remotos e inhóspitos lugares. Llevaba una eternidad sin dormir como es debido. Para poder cerrar los ojos sobre sus miedos tenía que atiborrarse de píldoras; y aun así transcurrían horas antes de conquistar el sueño. Por eso se levantaba tan tarde por las mañanas; por eso y porque no lograba encontrar una razón suficiente para ponerse en pie. César cogió el reloj que estaba en la mesilla y puso la esfera bajo uno de los densos y polvorientos rayos de sol: Las doce y cuarto. Se tumbó en la cama de nuevo. Se le estaba escapando la mañana. Tenía tantas cosas que hacer que de sólo pensarlo sentía náuseas. Recoger el traje gris de la tintorería, si es que los empleados no se lo habían rifado para entonces, porque llevaba allí quizá medio año; avisar a los albañiles para que arreglaran la gotera de la cocina; llevar el coche al taller antes de que se rompiera definitivamente; llamar a su agente fiscal, archivar papeles y facturas, renovarse el carné de conducir y un sinfín de recados semejantes. Esto sin contar con el correo acumulado desde hacía meses, las llamadas telefónicas que recogía puntualmente su contestador automático y que él ignoraba, los amigos a los que ya no veía porque no encontraba tiempo para telefonearles. Responsabilidades todas ellas en sí terriblemente enojosas, pero que, magnificadas por el inmenso retraso en el cumplimiento que arrastraban, habían terminado por adquirir una dimensión de pesadilla. Y a esto había que añadir el agobio del trabajo, o cabría mejor decir del no trabajo; su necesidad de hacer en la agencia algo que mereciera la pena y su imposibilidad de conseguirlo; y esos lienzos impolutos en los que no era capaz de dibujar una raya. Oh, oh, oh. César se sentía un gusano y la cama era su acogedor capullo. Miró la hora: La una y cinco. El problema era que el paso del tiempo no le convertiría en mariposa.

Cerró los ojos, fatigado de tanto no hacer. Si tuviera un horario; si tuviera alguna obligación concreta; si pudiera creer en la necesidad de sujetarse a una responsabilidad determinada: entonces le sería fácil arrojarse fuera de la cama, en las mañanas, y comenzar sus días con un talante emprendedor y ejecutivo. Pero César había perdido la fe en las pequeñas rutinas; y se le antojaban absurdos los gestos cotidianos que para otras personas formaban el entramado de la vida. Por eso se despertaba siempre tan tarde y, lo que era aún peor, se pasaba después horas y horas intentando cargarse de convicciones para ponerse en pie; para escapar de esas sábanas tibias y un poco sudadas que le abrazaban como abraza una amante celosa: dulce pero asfixiantemente. Un café, un café y un cigarrillo. La una y veinticinco. Quizá mereciera la pena levantarse para tomar un café y fumarse el primer cigarrilo de la mañana. En la penumbra de la habitación reverberaban los ruidos diurnos del vecindario, tan conocidos; el taconeo de la señora de arriba al regreso de la compra; el violento abrir y cerrar de puertas de los niños contiguos, que volvían del colegio hambrientos y peleones como chinches; la radio atronadora del jubilado sordo. Nunca se lo había propuesto seriamente, pero lo cierto es que, ahora, a veces lamentaba no haber tenido hijos. Se imaginó a sí mismo levantándose animosamente a las ocho de la mañana para llevar a sus chicos a la escuela: era una imagen confortable y cálida. Claro que la escena paternofilial conllevaría otras obligaciones menos gratas; la rutinaria convivencia familiar; ver televisión todas las noches; y los sábados, que es cuando vendría la canguro, ir a cenar a un restaurante con otra pareja. A ser posible un compañero de trabajo y en situación ascendente dentro de la empresa. O incluso con Quesada y su mujer; una bonita cena de matrimonios con Quesada. Andando el tiempo, y tras unas cuantas visitas a los restaurantes de moda, César podría invitar a Quesada a su propia casa. El subdirector vendría con una botella de rioja y acariciaría la cabecita rubia de su hijo, el hijo de César; Quesada palmearía las mejillas del niño con su mano de ogro aún engrasada por los cacahuetes del aperitivo, y todo resultaría de lo más decente y apropiado.

El tener hijos, en fin, conllevaría la falta de libertad para moverse; para entrar y salir; para viajar; para ligar; incluso para trabajar, para crear, para pintar cuando se sintiese en la necesidad de hacerlo. Ahora bien: llevaba años sin tirar una línea, sin pergeñar una mísera idea. ¿De qué le servía libertad tan estéril? Bien podía haberse dedicado a cuidar, en el entretanto, una docena y media de rapaces. Pero éste era un razonamiento también absurdo: ¿A qué venía tanto pensar si hubiera sido mejor tener un hijo? Como si la decisión hubiera dependido de él. Ninguna mujer quiso nunca dejarse embarazar con su semilla. Al menos que él supiera. César se arrebujó en las sábanas, sintiéndose pequeño y desgraciado. La dictadura femenina de lo maternal: qué poder tan abusivo y repugnante. Ahí estaban ellas, decidiendo tiránicamente de quién querían parir y a quién condenarían a una esterilidad eterna. Mujeres: dueñas de la sangre, hacedoras de cuerpos, despiadadas reinas de la vida. Nunca podría perdonar a las mujeres su prepotencia de ser madres. Las dos y cuarto. Tenía intención de acercarse por la agencia, pero ya no le daba tiempo a ir antes de la hora del almuerzo. Las dos y veinte: un café y un cigarrillo. Arriba. Se quedó un rato sentado en el borde de la cama, sintiendo el frío del suelo contra los pies descalzos, mirándose los pelos de los huevos: le habían empezado a salir canas. Sobre todo un cigarrillo. La inmensa mayoría de los días se levantaba tan sólo urgido por la necesidad de aspirar esa primera calada, humo caliente que atravesaba su garganta, que invadía sus pulmones, que calmaba la tóxica sed de su cerebro. El primer cigarrillo siempre le mareaba.

Se puso los zapatos y chancleteó en cueros hasta la cocina, guiñando dolorosamente los ojos al entrar en la deslumbrante habitación. La ventana no tenía persianas y el día penetraba en el cuarto de un modo avasallador, rebotando en los platos sucios, en la blancura de la nevera, en la superficie de cristal de la mesa. Abrió el grifo del agua caliente y se llenó una taza; echó dos cucharadas de café instantáneo, removió cuidadosamente con el mango de un cuchillo y se bebió el brebaje. Las secretarias de la oficina de enfrente estaban soltando risitas y haciéndole muecas, como siempre. Como si no hubieran visto nunca un hombre desnudo. Carraspeó, tosió, escupió en la pila. Encendió la radio y prendió al fin su primer cigarrillo de la mañana. O de la tarde. Apagó la radio y se dirigió cansinamente hacia el estudio.

Un día Morton le había dicho: Qué envidia me das, viviendo solo. Era un tópico estúpido, pero Morton no era estúpido y la frase en sus labios no parecía un tópico. Así es que César se sintió halagado. Pero venga, Morton, ¿y Miriam?, bromeó entonces, para disimular su envanecimiento.

Oh, no. Morton movía la mano en el aire, como borrando invisibles malentendidos. No, no, no. No lo digo por eso: por las mujeres. Lo digo por esto: por la libertad y por el tiempo. Y Morton señalaba con la barbilla hacia sus telas; sus cuadros; sus bocetos chinchetados en la pared; su estudio, del que entonces César se sintió tan orgulloso, con el techo de placas de vidrio que dejaban pasar una luz opalina y radiante. Qué tenía Morton, qué maldito ungüento le había ungido, qué hacía que cualquier cosa que él dijera gozase la propiedad instantánea de elevarte al séptimo cielo. O de hundirte en la miseria. Y eso que jamás levantaba la voz. Jamás gritaba Morton, jamás perdía la compostura; estaba demasiado bien educado para ello.

Respiró hondo y abrió de un empujón la puerta del estudio. Sorprendentemente todo seguía igual. La luz algo más lúgubre, manchada por la mucha porquería que se acumulaba sobre el vidrio. Encendió la cadena de alta fidelidad y dio la vuelta a la misma cinta que se encontraba en la platina: era Billie Holiday. Un estudio de techo traslúcido, un exquisito equipo de música, los quejidos de la Holiday; y él pintando furiosamente en medio de tan resplandeciente espacio. Esta era la fantasía de su adolescencia; la dorada ensoñación de su futuro. Pero el futuro había llegado y había estallado entre sus dedos como una burbuja de agua. Llevaba un mes sin entrar en el estudio.

Y aquí, claro, te pasarás las horas muertas, había dicho Morton. Pero ahora más que pasar las horas muertas se dedicaba a matar horas. A estrangularlas. Asfixiarlas lentamente. Se coge a la hora por la parte más delgada de su estructura temporal y se aprieta vigorosamente hasta que entrega, agonizante, su último minuto. Ahí estaban las telas. Bastidores enormes recostados contra la pared, de cuando pensó que sus ideas iban a ser tan grandes que necesitaba pasarse a la pintura métrica. Y bastidores diminutos de cuando decidió que, para salir del atasco, nada mejor que intentar atrapar la realidad en sus pizcas. Pero todos los lienzos permanecían en blanco. Bueno, todos no; estaba también ese cuadro pequeño medio emborronado con lo que era una copia de Jasper Johns, y ese grande manchado con lo que era una copia de su propia obra quince años atrás. Y además había papeles desgarrados, bocetos rotos, espátulas y pinceles sin limpiar; y un olor a cerrado, a aburrimiento y a horas difuntas. Cortó a Billie Holiday en mitad de un virtuosismo laríngeo. En realidad no le gustaba.

Las cuatro menos veinte. Sería cuestión de ir empezando a pensar en comer algo. Encendió otro cigarrillo y brincó para librarse de las pequeñas brasas que le cayeron sobre el pecho desnudo. Entró en el cuarto de baño y se contempló en el espejo: pálido, esquelético. Con esas carnes desmayadas que solían empezar a criar los hombres de su edad; unas carnes en las que podías hundir el dedo fácilmente, como en una pelota poco hinchada. Hundió el dedo en su muslo. Lo sacó. Lo hundió de nuevo. La zona empezó a ponerse roja. Siempre había sido escuchimizado, pensó César, pero ahora se estaba poniendo escuchimizado y blando, qué desgracia. Morton hacía tenis. Y squash. Y pesas, creía César, en los fines de semana; una actividad muy norteamericana, desde luego, aunque Morton fuera inglés. Y aristócrata, pese a su nombre de asesino de película mala. Además, claro, era el jefe máximo de la empresa. Cuando vinieron hace unos años los directivos de la Casa Madre, allá en Los Ángeles, César descubrió súbitamente que incluso Morton poseía un jefe. Hubiera debido sentirse gratificado ante tal constatación, pero en realidad fue una revelación aniquilante: algo así como comprender que Dios no existe. O que nuestro Dios es menos poderoso de lo que soñábamos; porque, a fin de cuentas, es la magnitud de nuestros dioses, de nuestros reyes y de nuestros jefes lo que nos da la medida de lo que somos. A César le costó bastantes meses poder perdonar a Morton que no fuera el Mejor. Luego se le fue olvidando. Porque a la postre todo se olvida. Incluso el éxito; o sobre todo el éxito.

Encendió la pequeña radio estereofónica y se sentó en la taza. Sus juguetes electrónicos, como decía Paula. Debajo del lavabo, al alcance de la mano, se apilaba una torre inestable de libros y revistas. Cogió distraídamente la primera. Era un número viejo de Al Día, una de esas publicaciones femeninas; probablemente estaba ahí por lo de la campaña de compresas. Empezó a hojearla: bodas, divorcios, novios, escándalos. Yo soy muy romántica y el día que encuentre a un hombre será para siempre, decía una joven starlet Con un cuerpo de gacela y su sonrisa de ángel, Blanca nos franquea la puerta de su bonito chalé en la sierra, decía el entrevistador de la romántica. Seguro que después se la tiró, se dijo César. Al principio, Morton incluso venía a su casa. No estaba tan desordenada como ahora, desde luego. A veces venía, cuando estaba nervioso; o cansado; o preocupado. Sin avisar llamaba desde abajo. Soy Morton, ¿estás ocupado?, decía por el interfono con su castellano de acento perfecto, ¿puedo subir? Fue así desde el primer día, sin que Morton se rebajara nunca a soltar una de esas zafias disculpas del tipo es que pasaba por aquí. César siempre le admiró por eso: por ese elegante silencio en el que él creyó ver la sensibilidad de Morton. Aunque ahora, quién sabe, ahora César empezaba a pensar que quizá se comportaba así porque era jefe; que poseía esa naturalidad para la invasión que proporciona el mando. Porque en realidad Morton invadía su casa, su territorio, sus dominios; lo hacía sin previo aviso y convencido de que sería bien recibido. Y siempre lo fue, en efecto. Por ahí andaba aún la última botella de JB que César le había comprado, todavía con la mitad del contenido; porque César prefería el Black and White. Un día de esos tendría que beberse el JB, o verterlo por el sumidero de la pila; Morton no había venido por casa en los últimos tres años, y era muy improbable que volviera. ¿SABÍA USTED… que, según el doctor Kedar Adour, la modelo que inspiró la enigmática sonrisa de la Mona Lisa de Da Vinci pudo haber padecido una parálisis facial por la contracción de un nervio del oído? Ahí estaba el anuncio de compresas. A doble página, con la foto a sangre. La modelo saltando como una gacela, mejor dicho volando, en mitad de un firmamento cuajado de estrellas que, poco a poco, hacia la parte superior de la foto, se convertía en un cielo azul y soleado. Simplex: de la Noche al Día, Y nada más, tan sólo este texto en todo el anuncio, el muy cabrón. Sólo el logotipo de Simplex, y el pantalón ajustado hasta parecer una segunda piel, y las piernas abiertas de par en par de la modelo, como una primera bailarina en el salto más prodigioso y descoyuntante de la Historia. Y ese firmamento tan bien hecho, ese fondo perfecto, esa imagen a medias mágica, a medias hiperrealista, que atrapaba inmediatamente el ojo del lector, con la chica flotando en el líquido y hondo mar de estrellas. El muy hijo de perra. Era un buen anuncio. Era una campaña formidable. Y con esa modelo que se había sacado de quién sabe dónde, a la que el público había adorado en cuanto asomó la cara por televisión. De la noche al día. Desde luego el cabrón de Nacho tenía ideas. Consejos prácticos: Si quieres que tus jerséis de angora no pierdan pelo, mételos durante un par de horas en el congelador de la nevera antes de estrenarlos. No ya angora, sino auténtico cachemir, ése era el tejido que Nacho solía usar; soberbios chalecos, y chaquetas, y jerséis, convenientemente desgastados y arrugados, resplandecientes de elegancia natural. Prendas empapadas de distancia y señorío hasta la última de sus fibras, ropas que Nacho vestía fácilmente con el mismo sentido de clase con que el caballero medieval se embutía en su armadura labrada. El cachemir era su coraza de niño de Neguri, de cachorro de la alta sociedad. Guardaba unas extravagantes propiedades internas, el cachemir. Si se lo ponía él, por ejemplo; si se vestía con el par de chalecos de este género que se habla comprado, el resultado no era el mismo. Por eso él prefería seguir usando los vaqueros, y los jerséis informes, y las chaquetas amplias de la época hippy, aquel paréntesis de la Historia durante el cual todos querían parecer pobres, incluidos los señoritos de Neguri. Así, cuando menos, César resultaba anticuado, pero no plebeyo. Echó una ojeada medrosa al reloj de pulsera: las cinco. Dios-dios-dios-dios. Con la de cosas que tenía que hacer; y además quería darse una vuelta por la agencia. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN PASAR HAMBRE. César movió los pies de sitio en un intento de desentumecer las piernas, acorchadas por la incomodidad de la postura. Aunque en realidad, ¿para qué quería ir a la agencia? Para que le vieran: hacía tres días que ni tan siquiera se asomaba por allí. Pero, ¿servía de algo, engañaba a alguien por el hecho de pisotear un poco la mullida moqueta de la empresa? Las pantorrillas le hormigueaban horriblemente a medida que la paralizada corriente sanguínea iba recuperando territorio. Tenía que presentar ideas para la campaña de los cafés. Eso sería en el brainstorming de mañana, de todos los jueves. ¿Y tú qué opinas, César?, había preguntado Morton el jueves pasado. César había tragado saliva, sabiéndose amenazado por todas esas miradas que súbitamente convergieron en él. Hacía un tiempo inmemorial que Morton no le consultaba para nada, de modo que la pregunta le pilló con la guardia baja y las defensas rotas. ¿Y tú qué opinas, César? Dios mío, si ni tan siquiera estaba atento, si no sabía bien de qué estaban hablando. Quesada escrutándole, Nacho contemplándole, Miguel taladrándole y los ojos de Morton como brasas. Y ese repentino y ávido silencio en la sala de juntas, ese paladear de la tragedia ajena. Titubeó unos instantes, luchando contra el pánico, sintiéndose como el escolar que no se sabe la lección y que es pillado en falta. Perdona, pero no estaba atento, balbució al fin. Parece que últimamente andamos bastante despistados, comentó Quesada en tono glacial. Sí, eso parece, rubricó Morton con una sonrisa pequeña y afilada. Y luego pasaron a otra cosa, olvidándose de él, dejándole a solas con el incendio que se le había declarado en las orejas: una hoguera auricular y abochornada. Estuvo a punto de hacer un gesto disparatado a su vecino de mesa, algo así como girar las pupilas dentro de las órbitas, o poner los ojos en blanco, o hinchar los carrillos y luego soplar el aire suavemente: algún guiño feroz y aturullado ejecutado a espaldas del maestro. Pero pudo controlarse justo a tiempo. Así es que se limitó a quedarse ahí hundido en la desesperación y en el asiento, echando humo por las orejas e incapaz de entender las palabras que oía. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN PASAR HAMBRE. Lo había probado todo para adelgazar sin resultado alguno. Cada día estaba más gorda y mi angustia iba en aumento. Entonces probé NOFAT y perdí DIEZ KILOS EN DOS SEMANAS. Un mes más tarde había adelgazado 15 kilos más, consiguiendo ESA FIGURA IDEAL QUE SIEMPRE HABÍA SOÑADO. Gracias a NOFAT ahora SOY FELIZ. Señora de Benigno, Manila, Filipinas.

Había un placer sombrío, un fulgor de harakiri en esa manera de asesinar el tiempo, de estrangular las horas; en la incalculable estupidez de consumir la tarde sentado en el retrete, fumando como un suicida y machacándose las entendederas con la lectura de una revista horrenda. Aunque más que leerla la devoraba, la apuraba hasta la última coma de sus textos como quien apura la cicuta. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN, ¡Gracias, NOFAT! He conseguido adelgazar 16 kilos FÁCILMENTE en un TIEMPO RÉCORD cuando ya había perdido las esperanzas de dejar de ser gorda. Ahora MI MARIDO ME QUIERE COMO EL PRIMER DÍA. Y lo mejor es que NO SE VUELVE A ENGORDAR. Señora de Brown, Miami, Florida. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS. Ahí estaba él, César, hundido en la insensatez de esas hojas impresas, ahora releyendo morosamente la revista de atrás hacia delante, mientras el reloj galopaba, y se le escapaba la vida, y él, César, sentía la dolorosa satisfacción de quien ejerce el mal conscientemente. Así es que aguantó un tiempo infinito repasando los reportajes y eternizándose con cada pie de foto, hasta que al fin, GRACIAS NOFAT, miró la hora y comprobó que eran las siete menos cuarto. Mierda, ya no le daba tiempo a pasarse por la agencia. Le dolían las nalgas, a estas alturas sin duda profundamente repujadas con los perfiles de la tabla del retrete. Pasó las páginas con desaliento. Ahí estaba de nuevo el anuncio de compresas de Nacho, en medio de un centelleo de estrellas. Se estremeció: se le habían quedado los riñones fríos. La primavera es una estación de clima traicionero. Eso, y el haber agotado el paquete de cigarrillos, fue lo que le decidió al fin a levantarse.

Metió la mano en el montón de ropa que había en el suelo, a los pies de la cama, y sacó unos pantalones vaqueros y una camisa y una camiseta medio sucias. Tampoco merecía la pena ponerse ropa completamente limpia, puesto que no se había duchado. Si Paula quisiera salir esa noche con él, entonces sí se ducharía. Ahora que lo pensaba, era una idea estupenda lo de cenar con Paula. En un buen restaurante. De repente sentía un hambre insoportable. Las siete y veinte; todavía podría encontrarla en la agencia. Se abalanzó sobre el teléfono, marcó, consiguió localizarla. Lo siento, César, pero he quedado para ir al cine, dijo ella. Pero mujer, con quién, dale una excusa. Lo siento, César, pero no. Estaba muy rara Paula últimamente. Un año atrás jamás le hubiera dicho que no. Anda y que te den por el culo, pensó, furioso, mientras colgaba el auricular. Pero inmediatamente después se dijo: Tengo que cuidar a Paula un poco más.

En la nevera sólo había huevos, así es que César escalfó cuatro en la sartén. Ahora, después de comer algo, podría ponerse a leer un buen libro. O esas revistas italianas de diseño que tenía tan atrasadas. ¡O el periódico, coño! Llevaba tres días sin saber qué desastres pasaban por el mundo. Encendió la radio de la cocina, porque en el silencio le parecía oír el jadeo asfixiado de las horas. Cálmate, César, se dijo: Cálmate. En realidad no es tan terrible; todos los jueves presentas tus ideas y algunas de ellas no están mal y son aceptadas. Es verdad que son ideas viejas, antiguas ocurrencias tuyas remozadas, o incluso hábiles copias; siempre fuiste bueno en el copiar, y los demás no se darán cuenta de que es copiado. Pero había otra parte en él que decía: Eso se nota, eso siempre se nota.

Se fue a comer los huevos frente al televisor, para echarle una ojeada al telediario y consolarse con las desgracias mundiales. Después vino un aburridísimo debate entre representantes de la administración, de la patronal y de los sindicatos sobre la negociación salarial. Luego un programa concurso familiar tan entretenido como estúpido; un telefilm abominable; el resumen de noticias del día; la meliflua charla de un cura; el himno nacional y una bandera flamígera tras la efigie del Rey; la carta de ajuste; una sopa de puntos grises acompañada por un pitido desquiciante. En total, casi cinco horas meritoriamente desperdiciadas ante la pantalla. El plato que había contenido la comida estaba cubierto de colillas y apestaba a grasa quemada. César volvía a tener hambre. Se puso en pie, apagó el aparato y fue a la cocina a freírse otro par de huevos y a tomarse una aspirina.

En realidad era absurdo, absurdo y verdaderamente denigrante el que le afectara de tal modo la opinión de Morton. El jueves pasado, tras quedar en evidencia frente a todos, César se había sentido enfermo de indignidad. Su única obsesión durante el resto del brainstorming fue la de encontrar el modo de disculparse ante Morton, de limpiar su imagen enfangada. Perdona, Morton, pero llevo varios días sin dormir bien y… Oh, no, no, qué excusa tan horrible. Perdona, Morton, pero estaba pensando en… No estaba atento porque… Me he distraído con… ¡Lo siento, Morton, pero no me encuentro bien, estoy en crisis! Pero los directivos no tenían derecho a estar en crisis. Un directivo en crisis era un ser profundamente sospechoso: algo malo tendría, algún fallo en las virtudes básicas, alguna enfermedad moral se enroscaría en su ánimo. Y además, hasta tenían razón en desconfiar. Porque un directivo en crisis era como un lanzador de cuchillos con el mal de Parkinson: con qué talante, con qué norte, con qué temple iba ese ejecutivo crítico a decidir las supremas decisiones de la empresa. ¿No perdería semejante ejemplar un tiempo precioso enfangándose en las morbosidades de la duda? ¿Y no se engolfaría quizás en la lucubración de sus propios pesares en vez de dedicar todas sus energías al trabajo? Estaba claro: la única crisis que se podía permitir un ejecutivo era la crisis coronaria. Palpándose el corazón, que a veces le dolía y se le agitaba en el pecho como un pájaro atrapado, César se dijo que él no se iba a librar ni tan siquiera de ésa.

La una de la madrugada. La noche se extendía ante él como un desierto oscuro en el que fuera fácil perderse para siempre. La cama le esperaba, sucia y revuelta, como si se hubiera acabado de levantar. Como si fuera el lecho de un enfermo. Y cuando se tumbó en ella casi se sorprendió de no encontrarla aún tibia. En fin, afortunadamente al día siguiente le tocaba venir a Encarna, la asistenta.

En ocasiones se le disparaba la imaginación: la loca de la casa, como decía Alejandro Dumas. Y, en efecto, tan sólo pergeñaba disparates. Por ejemplo: César imaginaba que, en el transcurso de un brainstorming, él exponía una idea maestra para anunciar detergentes, que era un campo tan esclerotizado y tan difícil; su novísimo concepto revolucionaría este tipo de publicidad; sería citado en los libros especializados; le copiarían en todo el mundo; la historia de los detergentes tendría un antes y un después de César; y Morton le demostraría su admiración y su cariño. O bien: sus enemigos se enfrentarían con él abiertamente; Quesada, Miguel, Nacho, todos intentaban hundirle por medio de comentarios mordaces y desde luego injustos; pero él sabía contestarles con lucidez y dignidad, probando públicamente que mentían, que manipulaban, que engañaban, que eran unos arribistas carroñeros; y Morton, comprendiéndolo todo, le demostraría su admiración y su respeto. O incluso llegaba a fabular situaciones extremas, la agencia se incendiaba, había un terremoto, se hundía el edificio. O quizá Morton atravesaba una etapa difícil con los suprajefes de Los Ángeles; Quesada, Miguel, Nacho y el resto de los ambiciosos sin escrúpulos renegarían de él, y sólo César le mantendría su apoyo leal y honesto; luego, claro está, las cosas se arreglarían y Morton le demostraría su…

Éstas y otras locuras andaba imaginando el jueves pasado, por ejemplo, después de que le llamaran la atención. Pero sobre todo se devanaba la cabeza pensando en cómo acercarse a Morton al final de la reunión y explicarle el asunto, perdona Morton pero. ¿Por qué le importaba tanto la opinión de Morton sobre él? ¿Por qué los jefes controlaban no sólo el trabajo, sino el nivel de autoestima de sus subordinados? ¿Por qué los jefes adquirían ese aterrador poder moral, siendo como solían ser tan inmorales? ¡Los jefes eran los dioses de un mundo ateo, los reyes absolutistas de una sociedad republicana! César se sentó en la cama, asfixiado de énfasis. Los jefes eran los dictadores de la democracia. César resopló. Le dolía el estómago. Se trataba a sí mismo demasiado mal; por ejemplo, no debería fumar tanto, se dijo mientras encendía un cigarrillo. En la mesilla tenía varios ejemplares de Rip Kirby y de El Principe Valiente\ escogió al azar una aventura del caballero de Thule y empezó a hojearla por vigésima vez, deleitándose ante esas viñetas tan delicadas y minuciosas: Aleta, Val, los gemelos; el trazo rico y seguro del genial Harold Foster. Y el enigma mayor de todos: ¿Por qué se despreciaba a sí mismo en lugar de despreciarlos a ellos? Los conocía de sobra; sabía bien de sus malas artes, de su voracidad sin fondo; de las insidias con que acosaban a sus víctimas y de la crueldad con que trituraban a los débiles. Ahí estaba Matías, por ejemplo, un cadáver patético que se empeñaba en seguir caminando, como los pollos a los que cortan la cabeza y aún atinan a dar tres o cuatro espasmódicos traspiés. Ahí estaba Matías, que ya no acudía a las reuniones de los jueves, trasladado de despacho, privado no sólo de plaza de garaje, sino también, y poco después, de ventana y secretaria; ahora nadie se detenía a hablar con él por los pasillos, y, a la hora del aperitivo y del almuerzo, todos desaparecían como por ensalmo para no tener que compartir mesa con él. Son crueles, son maquiavélicos, son terriblemente mentirosos, le dijo una vez a Morton hace ya tiempo, refiriéndose a Quesada y a los otros. Y Morton sonreía con gesto malicioso: Venga, venga, no exageres. Era la época en que Morton aún venía a visitarle, en que César aún se caía simpático a sí mismo. Por entonces César pensaba: Morton no es culpable. Le tienen acorralado, le tienen equivocado, los directivos le han cercado y le confunden, contándole mentiras tendenciosas. Como el rey shakespeariano engañado por las intrigas palaciegas. Por eso César se esforzaba en decirle: No conoces la empresa, tus capataces ejercen el terror sin tú saberlo. ¡Basta ya!, se reía abiertamente Morton, sin duda algo enfadado; dime hechos concretos, dime casos, a qué te refieres, a quién aterran. Y entonces César intentaba explicarle las humillaciones ajenas de las que él era testigo cada día, la inseguridad, el miedo. Le hablaba de Pepe, que llevaba cuatro años pegando letraset; o de Paula, que era la única persona de antes de la absorción que todavía no había sido ascendida; le citaba a Horacio, a Ricardo, a Manolo. Y Morton iba deshaciendo implacablemente su alegato: ¿Ése? Pero si ése no da ni golpe… Pero si ése es un inútil… Y en cuanto a Paula, en fin, es una chica muy simpática y ya sé que a ti te gusta, pero no es precisamente una lumbrera. Y entonces César se callaba. ¿Cómo sabes que son unos inútiles, quién te lo ha dicho, por qué confías tanto en la información que te dan tus directivos? Eso era lo que César hubiera querido contestarle, la pregunta que se le moría entre los labios; pero al llegar a este punto guardaba silencio, derrotado, sin fuerzas para contrarrestar la maraña de tendenciosos datos. Y también porque al final siempre le surgía alguna duda: ¿Y si él tiene razón, y si me estoy equivocando? Pepe un sinvergüenza, Horacio un vago, Ricardo un inútil y Paula Pobrepaula en las mismísimas antípodas de la esencia lumbrera. Morton hablaba con tanto aplomo, con tanta seguridad en lo que decía.

Ahora, en cambio, sospechaba que Morton era tan culpable como todos; o quizá más. Morton era como el capo de la mafia, que no tenía necesidad de mancharse las manos; ya estaban Quesada y los demás para manipular las inmundicias, sus lugartenientes criminales. Aunque no. Probablemente todo esto era mentira, una exageración, un desvarío. Si ahora Morton viniera a tomarse un JB a su casa; hipótesis imposible, desde luego; si ahora Morton viniera a tomarse un JB a su casa y él le hablara del caso de Matías, César sabía bien cuál hubiera sido la respuesta: ¿Matías? Pero hombre, si nos hemos portado demasiado bien con él, en serio te lo digo, demasiado. ¿Matías? Pero César, si es un alcohólico, si es un destrozo de persona, si está absolutamente acabado; debíamos haberlo despedido, porque Golden Line no es una institución benéfica; pero, ya ves, nos ha dado pena y ahí sigue. Oh, sí, sí, sí, Morton, tienes tanta razón, es tan sensato lo que dices. Pero, ¿por qué no invitasteis a Matías a la Convención del pasado año? ¿Por qué creasteis un nuevo cargo por encima de él? ¿Por qué empezó a beber Matías? Aunque no: seguramente Morton estaba en lo cierto. Matías estaba alcoholizado, eso era todo. Y empezó a beber hacía mil años. Simplemente no era digno de su cargo, padecía una debilidad morbosa, una enfermedad del alma; se descascarillaba fácilmente. Lo mismo que él, César, reo de un delito de desidia; perezoso, estéril, vergonzosamente improductivo. ¡También él era culpable! No había sabido estar a la altura de sus propias circunstancias. Artista pop, publicista mimado, directivo de éxito.

Lo había tenido todo para aspirar al triunfo más rotundo, pero falló por lo más fácil: se le acabó el resuello. Y aquí estaba ahora, a las dos de la madrugada, leyendo tebeos del Príncipe Valiente. Por supuesto que sí, sin duda era culpable. El jueves pasado, cuando terminó la reunión, César intentó acercarse a Morton: Perdonamortonpero, disculpamortonesque, las frases le ardían en los labios mientras se aproximaba a él, sorteando grupos de personas puestas en pie que le miraban. Todos le miraban a él, a César. Y César necesitaba imperiosamente que Morton le absolviera; ni siquiera disculparse, ya no quería ni eso; sólo hablar con él un intante, reencontrar la antigua complicidad, renovar su permiso de existencia: Perdonamortonpero. Morton iba ya hacia el pasillo hablando con Quesada, César se colocó ante ellos. Disculpa, dijo Morton, agarrando a Quesada del brazo y sorteando a César limpiamente. Desaparecieron los dos corredor adelante enfrascados en su asunto, que sin duda era profesional y serio y no como el suyo, envidió César desesperadamente. La sala de juntas estaba todavía llena porque el Rey solía salir siempre el primero; y ahí permanecían todos los demás, mirándole como se contempla a un bicho raro. Vaya, César, tienes todo el aspecto del hombre que acaba de perder un tren, exclamó jocosamente Nacho. Pequeñas risas alrededor. Y Nacho de nuevo, obsequioso, suave, rematando: ¿Querías algo importante de Morton? Yo voy ahora a comer con él, si quieres le digo algo de tu parte. Entonces César hubiera querido gritar: Llevo veinticinco años de profesión y he sido el mejor durante diez; y cuando yo empecé en este oficio tú aún te meabas los calzones. Eso es lo que César deseaba gritar, y quizá lo hubiera hecho de no ser por el burbujeo que le subía nariz arriba, por la inundación que le apretaba la garganta. Así es que respiró hondo y soltó un nonono, no es nada. Y pensar que fue él quien metió a Nacho en la empresa, gimió César mientras hacía trizas, apenas consciente, el viejo tebeo del Príncipe Valiente.

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