6

En realidad Quesada, Miguel y los demás no eran tan malos. ¡Pero si César incluso los había visto llorar como personas! Lágrimas reales, lagrimones de agua. Quesada lloró el día que murió el señor Zarraluque, el anterior propietario de Rumbo, su primer jefe, su mentor. Llegó a la agencia la infausta noticia de que al señor Zarraluque se le había parado su corazón de piedra, y a la media hora Quesada estaba ya congestionado de alcohol y duelo, con los ojos inyectados en sangre y un estertor de llanto estremeciendo su corpachón enorme. No se recataba Quesada en mostrar su dolor, en hacer ostentación pública del mismo, porque el sufrimiento le redimía, le dignificaba, humanizaba su reputación de fiera, de igual manera que siempre resultó muy oportuno, por ejemplo, el retratar al general Franco acariciando las cabecitas de sus nietos, como prueba irrefutable de que también el dictador era capaz de atesorar los más tiernos y delicados sentimientos. Así es que Quesada permanecía derrumbado sobre su mesa de despacho, moqueando con desconsuelo como un niño grande, o cabría decir como un niño aterradoramente inmenso, balbuciendo incoherencias y agitando sus manazas mojadas de llanto. César acudió a visitarle, palmeó sus espaldas convulsas, le manifestó sus más profundas condolencias y cumplió, en fin, con la función que se esperaba de él, que consistía en levantar acta de la pervivencia de los sentimientos en la más honda hondura de su jefe. Y así se pasaron un largo rato, Quesada llorando del mismo modo que hacía casi todo, esto es, como un energúmeno, y César convertido en un testigo necesario.

Miguel, en cambió lloró contra sí mismo, se traicionó en las lágrimas. Fue al principio de haber sido nombrado subdirector de área, al principio de su primer ascenso fuerte. Ya llevaba tiempo comportándose de una manera extraña, pero la subdirección fue su prueba de fuego. Quesada le encargaba todo el trabajo sucio, los despidos, las amenazas, las mentiras, el apretar las tuercas de los potros, ser capataz de esclavos, mamporrero. Por entonces apenas si se hablaban ya, pero César lo veía enflaquecer, hundirse de hombros y de pecho como si tuviera que acarrear pesos tremendos, perder el lustre de la cara y quedarse gris como una pizarra polvorienta. Un día se escucharon unas voces terribles en la agencia: Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas. Se trataba de Constantino, a quien al fin estaban despidiendo. Claro, era ya bastante mayor; venía de Rumbo, y sin duda había perdido por completo la comba de los tiempos; hacía años que ya no servía para mucho. Fue Miguel el encargado de decírselo, quién sabe con qué argumento, con qué sinceridad o con qué excusa. Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas, chillaba Constantino, descompuesto. Estaba en el despacho de Miguel y sus gritos atravesaban limpiamente las paredes de cristal. Constantino de pie, congestionado, Miguel sin levantarse de su asiento y hablando queda e inaudiblemente hacia su propio estómago. Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas, repitió Constantino roncamente mientras salía del despacho, el paso arrollador y la mirada vacía como una res en estampida. Entonces, al quedarse solo, Miguel hundió la vista en los papeles que tenía sobre su mesa, con las orejas como carbones y la punta de la nariz tan amarilla como un cirio. Después giró el sillón y se puso a llorar de cara a la ventana; apretaba los párpados, arrugaba la boca, el ceño y las mejillas se le retorcían como los rasgos de una máscara griega. Y la barbilla se le movía sola, blandamente. César le vio porque sus despachos estaban contiguos. Y Miguel vio que César le había visto. Apretó los puños, gimió como un perro, quería contenerse y no podía. Con Quesada, César había sido un espectador bien apreciado: las lágrimas de Quesada requerían testigos. Pero Miguel lloraba por sí mismo, y César supo que jamás le perdonaría el haberlo visto.

Antes, al principio, Miguel ya había soltado la lágrima delante de él una o dos veces. O, para ser más exactos, encima de él. Por entonces Miguel era un sentimental; y cuando bebía dos copas, cosa que hacía con cierta asiduidad, se colgaba del cuello de César y le soplaba, moqueaba y lloriqueaba lo mucho que le quería, a él y a media Humanidad. Porque el alcohol lo embargaba de un amor ecuménico. Miguel era un tipo menudo y barbilampiño, medio rubiato; sus ojos eran dos pequeños botones azules cosidos demasiado juntos en lo alto de una nariz larguísima. En conjunto tenía algo de muñeco de trapo; de estar flojo de huesos. No era tonto: simplemente era bueno. Entró en Rumbo justamente en la etapa final, cuando empezó la crisis y comenzaron los rumores sobre la posible compra de los americanos; una situación que acongojaba a Miguel profundamente, porque era hombre inseguro y medroso. Mari Tere, su mujer, su novia eterna del pueblo, tenía los mismos miedos, la misma angustia, idéntica falta de enjundia corporal y una cara redonda como una galleta. Luego, claro, Mari Tere adelgazó, y se vistió mejor, y se cortó el pelo de otro modo, y de todas formas Miguel se divorció de ella y hoy había venido a la iglesia con su nueva mujer, una rubia teñida y de apariencia atómica.

Porque, ahora que se fijaba, se daba cuenta de que todas eran rubias. Las mujeres de los directivos, de los jefes. Los primeros bancos eran un maizal. Rubia teñida y atómica la de Miguel, rubia teñida y anémica la de Quesada, rubia natural y atlética la de Morton, fofamente rubia la de Smith, espléndida rubia de oro la de Nacho: o sea, Tessa. En medio de semejante mar de espigas, la ex-mujer de Matías, melena lacia y negra, traje negro, parecía un cuervo en un trigal. Llevaba de la mano a la niña subnormal vestida de un blanco inmaculado, como en los lutos tropicales. La niña sonreía al cura y chupaba con fruición una piruleta. Todo resultaba de lo más conmovedor, decente y apropiado. Había sido una suerte que la mujer de Matías se hubiera separado de él hacía unos meses, porque así existía una causa lógica y concreta para explicar la insensatez de su suicidio. ¡Quería tanto a la niña! Y además, no era hombre capaz de vivir solo; la separación le había deshecho. Cierto era que el pobre Matías andaba mal de antes, que bebía mucho, que estaba acabado. Interesante lucubración ésta, pensó César: ¿Cuál sería la cronología en su desgracia? Es decir: ¿Bebía porque le iba mal en el trabajo, o le iba mal en el trabajo porque bebía? ¿Su mujer le dejó por ser alcohólico? ¿O quizá porque había fracasado? Incluso cabía suponer que rompieran por cualquier otro motivo y que ése fuera el origen de su alcoholismo y su fracaso. Las posibilidades combinatorias de los distintos sufrimientos resultaban francamente atractivas. ¿Y si introdujera la variante de la niña mongólica? Por ejemplo: Matías empezaba a beber por el dolor de tener una hijita subnormal. La bebida arruinaba su carrera en la agencia. El fracaso profesional provocaba la ruptura de su matrimonio. Matías se tomaba una botella de lejía.

Porque se había suicidado así, el muy bestia.

De ese modo se gestaban las grandes desgracias, solapadamente, poco a poco, en la calma de una bella tarde de agosto, por ejemplo; con el sol ya muy bajo, adormilado; con la luna asomándose en un rincón del cielo y los moscardones agujereando el aire quieto; con los campos amarillos y en reposo llenos de sombras largas. Pues bien, incluso en tardes así, en las que parecía poder olerse la felicidad, se estaba organizando la desdicha por abajo, tu desdicha, la apropiada para ti, la diseñada a tu medida, y ahí crecía y latía y esperaba su momento, agazapada como un cáncer en el interior de las horas hermosas.

Un momento, un momento: ¿Había dicho el cura algo acerca de él, de César? ¿Acababa de mencionar su nombre en mitad del memento de difuntos? Pero no, qué absurdo, era imposible. Era una alucinación, una manía, el producto de su desquiciamiento. A veces César se descubría hablando solo. No es que esto le importara o preocupara mucho, pero resultaba algo incómodo cuando se ponía a discursear yendo en el coche y sobre todo parado en un semáforo; en esas ocasiones era habitual que los conductores vecinos o los peatones se le quedaran mirando con una curiosidad desfachatada. Entonces él intentaba disimular fingiendo que cantaba, pero intuía que no engañaba a casi nadie. A César le irritaba sobremanera el estúpido asombro de las gentes, porque estaba convencido de que casi todo el mundo hablaba consigo mismo en voz alta; que era uno de esos vicios secretos, como la masturbación, que todos practican pero ocultan. Tonterías, exclamó César precisamente a media voz, y sus compañeros de banco le lanzaron una ojeada inquieta. Vaya, pensó mientras se removía en el asiento, esta vez me he excedido, estoy demasiado nervioso últimamente. César se encontraba en un lateral de la iglesia y desde su sitio podía ver diagonalmente las primeras filas de la nave principal. Quesada permanecía con los ojos bajos, Miguel estaba bostezando disimuladamente, y a Morton, que era sin duda el más sensible, se le veía cejijunto y pálido. Quizá se sintiera culpable; quizá sospechara que, de no haber degradado a Matías, este costoso funeral no habría llegado a celebrarse nunca. Porque eso sí, la Golden Line se había portado rumbosamente a la hora de contratar las exequias, con decenas de coronas de flores y el fino detalle de unos niños cantores. Se ve que la mala conciencia había aflojado los bolsillos. Aunque en realidad no parecían estar muy torturados. Recordaba ahora César el impacto que el suicidio había producido en la agencia, primero la incredulidad, luego el sobrecogimiento, más tarde la irritación y por último las bromas macabras, y le parecía estar escuchando aún los comentarios más o menos aviesos de los colegas. Que cuando se bebió la lejía estaba como una cuba y seguro que se creyó que era un vaso de ginebra. Que de todas formas padecía una cirrosis galopante y el médico le había vaticinado una muerte muy próxima. Que ya eran ganas de fastidiar y estremecer al prójimo. En el fondo casi todos estaban furiosos con Matías.

Y él, César, también. Oh, sí, lo confesaba, se sentía insultado por el desplante suicida de Matías. Porque el mal bicho se había matado con ese fin, para insultar. Para dejarles a todos un tizne de culpabilidad en la conciencia. Pero por Dios, cómo se había atrevido, cómo había sido capaz de cometer un acto tan extremado y tan absurdo. Las gentes decentes no se mataban. Los compañeros de oficina no se suicidaban. Era una putada, hombre. Y menos mal que ahí se encontraba la ex-mujer, o sea, la viuda, para acarrear con el peso de las acusaciones. Era más bien gruesa, con las cejas muy negras y el semblante muy blanco. Quizá se tratara de una lividez circunstancial, aunque la niña también había heredado esa palidez ultraterrena; la piruleta de fresa que ésta chupaba había manchado su boca y su barbilla con churretes y regueros color sangre. Los niños del coro coreaban, el cura ejecutaba sus pases mágicos y el maldito funeral no se acababa nunca. Pobre Matías.

Y sin embargo no eran tan malos. Quesada, por ejemplo. César nunca había tratado a Quesada íntimamente; jamás formó parte de su pequeña corte etílica, jamás acudió, tras salir de la agencia, al pub cercano en donde su grupo de fieles le rendía una pleitesía cotidiana. Desplante que, por otra parte, jamás le perdonó Quesada. Pero, en fin, al margen de que nunca hubieran sido amigos, César conocía bien la trayectoria del Subdirector General de Golden Line. La llevaba escrita en su cara, en sus arrugas, en su piel espesa y cuarteada. Porque Quesada era media tonelada de hombre y su cutis tenía la misma textura y delicadeza que la paletilla de un rinoceronte. Contaban los rumores que, de adolescente, había subsistido descargando camiones en el mercado de Legazpi, mientras hacía el bachillerato por su cuenta; y resultaba casi enternecedor el imaginarlo de muchachon grandón pero aún aniñado, estudiando trabajosamente un libro de texto muy sobado y recorriendo las líneas, para ayudarse en la lectura, con un dedazo índice del tamaño de una berenjena, rota la uña y manchada la yema con el jugo pegajoso de las verduras medio podridas. Quesada era un perfecto ejemplar de self-made-man.

Técnicamente su puesto de Subdirector General era un descenso, puesto que en Rumbo había llegado a ser director máximo. Así fue como César le conoció, cuando él fue fichado como joven prometedor y con ideas. Pero todo el mundo sabía que la agencia era en realidad dirigida por el señor Zarraluque, que era el presidente y propietario; un hombre muy rico perteneciente a la gran burguesía vasca, como Nacho. Ésa era la gran cruz de Quesada: estaba condenado a ser el segundón, el eterno ejecutor de las órdenes de otro. Quesada se amargaba, se resentía, conspiraba. Pero era incapaz de rebelarse abiertamente, como si en el fondo de sí mismo anidase la terrible certidumbre de que había nacido para ser mandado; o incluso para ser maltratado. Porque los veteranos de la Casa recordaban la manera en que el señor Zarraluque humillaba a Quesada; cómo le gritaba y le insultaba delante de todo el mundo; o aquel bochornoso día, por ejemplo, en que le hizo salir del ascensor. Porque el señor Zarraluque era hombre chapado a la antigua, es decir, de costumbres entre faraónicas y feudales, y no permitía que nadie subiera con él en el ascensor, ni aunque fuera su propio director. La vida con el señor Zarraluque, en fin, había sido para Quesada una auténtica tortura, pero no parecía que con Morton la cosa hubiera mejorado sensiblemente. Porque, sí, el oprobio ya no era tan zafio y evidente, y Morton no le perseguía a gritos por la agencia. Pero la ceremonia de las humillaciones persistía, más sutil, más sofisticada, más profunda. Causaba asombro el ver a un hombre tan primorosamente bien educado como Morton destilando un desprecio tan frío y tan venenoso como el que a veces empleaba con Quesada. Y no en medio de la agencia, como el señor Zarraluque, pero sí delante de los otros directivos, de los íntimos; de César, en las épocas en que Morton y él se veían habitualmente; y ahora con toda seguridad delante de Nacho. Eso, el derecho a asistir a las periódicas humillaciones de Quesada, era como una prueba de confianza para los demás ejecutivos. Puede que Morton utilizara dichos actos semipúblicos como demostración de su capacidad de mando y como aviso a los restantes jefes: Mirad lo que soy capaz de hacer con el Subdirector General, podría querer decir, así es que vosotros ya podéis andaros con cuidado. O quizá simplemente se tratase de un espectáculo que Morton Augusto Emperador ofreciera graciosamente a sus generales y prefectos, como quien programa una entretenida merienda de cristianos por los leones. Esto está fatalmente hecho, es una estupidez, eres un verdadero inútil, decía por ejemplo Morton a Quesada, sin levantar la voz, siseante como una víbora. No entiendo cómo se pueden hacer tan mal las cosas, no sirves para nada. Y Quesada enrojecía hasta la raíz del pelo, balbucía excusas inconexas, balanceaba el corpachón sobre sus estremecidas piernas. Ciertamente había algo en él que avivaba los sadismos, que incitaba a la masacre. Quizá fuera el placer de ver temblar a un hombretón de su tamaño; aunque probablemente el mayor atractivo residía en su debilidad, en su abyecta sumisión, en la indignidad con que aguantaba todo. Salía luego Quesada del despacho de Morton, con los ojillos nublados de lágrimas y hundidos más que nunca en la masa de su cara granítica, y empezaba a conspirar y a beber, a beber y a conspirar, cada vez más amargado y más reseco, sin llegar nunca a poner en marcha el plan perfecto para dar un golpe de estado en toda regla, sino limitándose a escaramuzas parciales y desperdigándose en una guerra de guerrillas que, él lo sabía, no llegaría nunca a colocarle en el lugar del califa. No era de extrañar que anduviera un poco loco, porque pasaba del casi máximo poder a la casi máxima miseria en lo que dura un parpadeo.

A Miguel, en cambio, le conocía muy bien. O al menos conoció muy bien al Miguel que existía antes de ahora. César y él se hicieron amigos casi enseguida. De Miguel le gustaba su timidez, su delicadeza, su afectividad. Al segundo whisky Miguel se le colgaba del cuello como una estola y se ponía estupendo: ¿Has visto, César? Desde que Morton se compró un Alfa Romeo todos los directivos se están comprando coches de esa marca, debe de ser un virus. Miguel tenía un fino sentido del humor cuando se animaba lo bastante. Ayudó mucho a César cuando se marchó Clara; y cuando sucedieron las otras desgracias de aquel año nefasto. Venía a casa a visitarle y se sentaba junto a él durante horas, encendiéndole los cigarrillos, preparándole café y bocadillos de queso, entreteniéndole con el relato de su vida en el pueblo. Los chicos de su edad, que eran tan brutos; él, Miguel, siempre así de canijo y poca cosa, el estudioso hijo del tendero; un verdadero fracaso a la hora de subirse a los árboles, de cazar sapos a pedradas, de revolcarse con las chicas en las eras. Pese a lo cual se ennovió con Mari Tere, la hija del farmacéutico, uno de los mejores partidos del pueblo; pero a él le gustaba más la Puri, la de las cabras, la de las rodillas fuertes y la camisa sucia, una chica que olía a leche, a sudor y a carne. Porque Mari Tere sólo olía a incienso y a las pastillas juanola que vendía su padre. Eso decía Miguel, con sus ojos como cuentas azules brillando en lo alto de la estrecha cara. César debió intuir ya entonces, a raíz de todas esas confidencias, la insondable ambición que albergaba tan desmedrado cuerpo. ¡Pero si incluso fue capaz de casarse con la pobre Mari Tere con el único fin de progresar! Y sin embargo Miguel había sido tan amable con César cuando los tiempos malos; le preparaba bocadillos de queso y le obligaba a alimentarse. Quizá su boda con Mari Tere fuera sincera; sí, seguramente se quisieron, antes de la separación, durante mucho tiempo. Habían vivido juntos una docena de años, habían tenido tres hijos. ¿No era eso lo que se entendía por quererse? Clara no había deseado un hijo de él, de César. Y cuando se quedó accidentalmente embarazada había abortado. Sí, al principio Miguel era un tipo encantador. Por entonces se veían mucho con Constantino; al salir de la agencia solían irse los tres a tomar un vermut en la tasca cercana, y ahí reían durante un par de horas, porque Constantino era un hombre castizo y sandunguero y su conversación abundaba en chascarrillos. Era un tipo curioso, Constantino; le gustaba vivir bien, una buena vida muy modesta, de partidas de cartas, tapas con los amigos y siesta por las tardes, y más allá de estos pequeños placeres carecía por completo de ambiciones. Había sido un pionero en el campo de la publicidad en España, pero arrojó la toalla muy temprano; en realidad, César había llegado a la agencia más o menos en sustitución de Constantino, cosa que a éste no pareció importarle. Era mayor que ellos, su salud no era del todo buena; y, sobre todo, prefería tomarse una ración de gambas en un bar. Así es que Constantino dio voluntariamente marcha atrás y se pasó a la reserva sin plantear ningún problema, e incluso ayudó y aconsejó atinadamente a César. Hubo cierta grandeza en ese gesto. Pero años después, César no sabía bien por qué, Constantino llegó a parecerle un fracasado. Fue cuando Miguel le despidió.

Por lo visto primero había que remojarse la boca y la garganta con aceite. Para poder beberse una botella de lejía. Previamente había que hacer unas gárgaras de aceite para que el líquido cáustico no achicharrara la boca y la garganta, porque la quemazón impediría tragar una cantidad suficiente y uno correría el riesgo de no matarse del todo. Con el sencillo y útil truco del aceite, en cambio, la solución corrosiva resbalaba fácilmente por el gaznate abajo y, si uno bebía muy deprisa, se podía trasegar casi un litro de lejía antes de que se encendiera el infierno en las entrañas, antes de que las visceras se quemaran, se pegaran, se fundieran, se perforaran y desaparecieran al fin, disueltas en el fuego químico del líquido. Eso fue exactamente lo que Matías hizo. La verdad, César nunca hubiera creído capaz al pobre tonto de Matías de ejecutar un acto tan bárbaro. Matías borrachín, un Matías de servil lengua de trapo, ese hombre del que todo el mundo se reía. En el coche llevaba una pegatina que decía: Ser español un orgullo, ser madrileño un título. Y en su despacho, hasta que le mudaron al cementerio de elefantes, tenía una banderita del Real Madrid. Con su mástil de madera y todo, y acabado en una punta metálica. ¡Suicidarse Matías! Abominable. El suicidio estaba bien para los personajes de un melodrama, en las películas y en los libros, pero no casaba con los vecinos de vida, con los colegas barrigones y ridículos. Seguramente estaba borracho. Matías debía de estar borracho hasta los huesos, como decían todos, y se bebió la lejía por error.

Lo descubrió la portera por los gritos que daba. Cuando tiraron la puerta abajo llevaba ya más de una hora abrasándose por dentro. Quizá se tratara de un autocastigo, reflexionaba César; a fin de cuentas se mató bebiendo. A él, en cambio, le correspondería una muerte por consunción, por inactividad letal. Sería cosa de meterse en la cama y esperar a pudrirse. César suspiró, aliviado, porque el procedimiento sonaba menos aterrador que la lejía. La niña subnormal se había acabado el caramelo y ahora enarbolaba el palo de la piruleta como quien enarbola una batuta, dirigiendo los movimientos del cura cual si fuera una orquesta y dando de cuando en cuando la entrada al catafalco. Todos, sacerdote incluido, habían hecho como si creyeran que Matías había muerto de infarto.

Ahora sí, ahora sí que estaban hablando de él, se sobresaltó César; ahí, dos bancos más adelante: incluso se habían vuelto para mirarle. Eran dos tipos de administración, relativamente nuevos, los conocía de vista. Dos treintañeros ambiciosos, de la nueva generación de tiburones. Cada hornada era más cruel e implacable que la anterior, quizá porque el pastel a repartir se hacía progresivamente más pequeño. Le miraban, se susurraban algo y quizá se sonreían. Puede que supieran lo que él no sabía; por ejemplo, que no le iban a invitar a la Convención Anual. La Convención se celebraría al mes siguiente. Dos días de charla y buena comida en un hotel. Iban todos, todos los que eran alguien en la agencia; y a la clausura aparecía un delegado de la casa central americana. No ser convocado para la Convención era el baldón definitivo, el destierro final. Matías fue excluido de la lista el año pasado.

Unos días antes, precisamente, César había pasado mucho miedo. Estaba en su casa cuando sonó el teléfono, y él, quién sabe por qué, lo descolgó. Era la secretaria de Morton. ¿No has oído mis recados en el contestador?, gruñó la chica; llevo dos días intentando localizarte. Pero César se podía pasar semanas sin escuchar los mensajes y sin descolgar nunca el teléfono. Así es que contestó que tenía el aparato algo averiado. Pues bien, que Morton quería verle. No, ella no tenía la menor idea de por qué. No, ahora Morton había tenido que salir de la agencia, volvería a última hora de la tarde, que César viniera para entonces. Y la chica colgó, dejándole asfixiado de expectación y angustia.

Hacía meses que Morton no le llamaba a su despacho. En las interminables horas que le separaban del encuentro, César se devanó los sesos intentando adivinar los motivos de la cita. Repasó mentalmente su comportamiento en los últimos días, por ver si había hecho algo peor que lo habitual. Bastaba con que se pusiera unos instantes a pensar en ello para que encontrara motivos suficientes como para ser despedido fulminantemente varias veces. Desde el hecho de que llevaba una semana sin aparecer por la Golden Line hasta el último trabajo entregado, un estudio de renovación de imagen para los jabones Torres que, ahora que lo pensaba César, quizá fuera bastante malo. Todo esto sin contar con que hubiese sucedido alguna auténtica catástrofe, como ocurrió aquella vez que un diseñador francés le acusó de plagio; en aquella ocasión los tribunales le declararon inocente, pero siempre cabía la horrible posibilidad de que César hubiera copiado a alguien sin darse cuenta; en la última campaña institucional de la Patata, por ejemplo.

Estos lúgubres pensamientos le amargaron el día y le llenaron de terrores. Cuando entró en el despacho de Morton estaba ya agotado de tanto temer e incluso ansioso del descanso que le produciría el oír al fin la confirmación de la sentencia. Pero Morton estaba de pie mirando a través de la ventana. Hola, César, dijo en voz muy queda. Se le veía pálido y tenía los ojos hundidos en las órbitas, esos ojos azul oscuro que en ocasiones parecían negros. Ésta era una de esas ocasiones. Matías se ha suicidado, dijo Morton. Y contó morosamente el cómo. ¿Conoces a su mujer? César respondió que no. El funeral organizado por la agencia será tal día, explicó Morton, espero verte por allí. Y eso fue todo. César no entendía aún por qué le había hecho acudir a su despacho. Quizá le llamaba para alguna otra cosa y el suicidio de Matías se había cruzado por en medio: a fin de cuentas, habían tardado dos días en localizarlo. Pero puede que simplemente quisiera hacer lo que hizo, hablarle de la lejía y del aceite. Quizá, por algún raro mecanismo del alma, Morton necesitaba a César esa tarde. Pensando en esto, César experimentaba el mismo desfallecimiento interior, la misma languidez que el adolescente enamorado. Que es un fatal burbujeo en las entrañas, como el comienzo de un cólico sentimental.

Así ejercía Morton su tiranía, a través de la seducción; y todos, incluido Quesada, le amaban además de odiarlo. Aunque la seducción quizá fuera un atributo inherente al mando; porque incluso el indeseable señor Zarraluque provocaba cierta conmoción interna cuando palmeaba tu espalda apreciativamente. El Poder poseía esa energía secreta, esa asombrosa alquimia: la capacidad de aparejar amor y sufrimiento. Y así, en todo subalterno parecía existir una pulsión de entrega hacia sus mandos. Como el perro que lame la mano que le azota, o el campesino bolchevique que llora tras haber degollado a su señor. Amado amo.

El que personas adultas se mostraran tan sensibles a la opinión que pudiera tener de ellos un jefe al que posiblemente despreciaban, era un enigma que César no alcanzaba a descifrar. Constituía uno de esos vergonzosos misterios del vivir, como el querer más a la chica que más te maltrata o el gritar como un energúmeno a esa madre abnegada que te sigue como una esclava por la casa. Porque, a poco que se pensara sobre ello, ¿no resultaba indigno el ponerse a temblar como una hoja por el simple hecho de que Morton le llamara? Ahora bien, ¿quién no temblaba ante sus jefes? ¿No temblaba Miguel ante Quesada y Quesada ante Morton? Y en lo que respecta a Morton, ¿temblaría él también ante los Delegados de Los Ángeles? ¿Y los Delegados a su vez ante el Vicedirector de Delegados, y el Vicedirector de Delegados ante el Director, y el Director ante el Supra Subgerente, y el Supra Subgerente ante el Gerente Máximo y Supremo? ¿No era el mundo precisamente eso, una cadena de subordinados temblorosos que a su vez eran jefes de otros subordinados temblequeantes? ¿No consistía el vivir en temer a alguien, en una jerarquizada sucesión de humillaciones? Y el Gerente Máximo y Supremo de Los Ángeles, ¿no temblaría ante nadie? ¿Quizá ante el magnate que poseía la empresa? ¿Y el maldito magnate? ¿Carecerían de verdad los magnates de jefes? ¿Del mismo modo que carecía de ellos el señor Zarraluque, también ultramillonario y poderoso? Y si la sustancia de la vida era el temblor, ¿no resultaban francamente inhumanos todos los potentados, los dueños del mundo, los magnates? ¿Francamente asquerosos? ¿Todos esos tipos que no tenían jefes y que por lo tanto desconocían la medida de su propia indignidad? ¿Como el señor Zarraluque, hijo de ricos, nieto de ricos, bisnieto de ricos, rico desde la más recóndita memoria genética de su sangre? ¿Tan rico desde siempre que jamás se había visto en la tesitura de tener que rendir cuentas a nadie? ¿No era más ajeno el señor Zarraluque al ser humano que un chimpancé peludo? ¿No ignoraban todos estos magnates la experiencia del doblegamiento, que, junto con la de la muerte, formaba el núcleo fundamental de la existencia? Y por último, ¿no resultaba un agravio añadido el que, junto a la mortificación de ser mandado, coexistiera la certeza de que había unos cuantos que se libraban de semejante oprobio?

Podía verlos en los primeros bancos. Erguidos, encorbatados, enfundados en sus elegantes trajes oscuros, ceñudos e imponentes. Pero todos ellos se morían de miedo frente a alguien; cada cual tenía su capataz, su amo, su tirano. Incluso Morton. Lo cual era una reflexión tan corrosiva como el pensar, siendo adolescente, que tu primera novia también iba al retrete. Sólo que la niña subnormal de Matías podía vivir creyendo que era libre; ahora le estaba sacando la lengua al cura.

No lo había entendido. Antes no lo había comprendido, se dijo César. Ahora, en cambio, lo veía todo súbitamente claro, flotando como una revelación paulina en el aire cargado de incienso de la iglesia. Ahí estaba, el diseño básico del mundo, el esqueleto de la cosa. Las reglas primordiales. Ya se lo había dicho Miguel en una ocasión, años atrás. Tú tienes suerte, dijo; tú, César, eres un artista, gustas a los clientes y al público, te has hecho famoso, y por eso en la agencia te respetan y te consienten todo; pero yo, que no tengo tu creatividad, ¿qué voy a hacer? Eso dijo Miguel entonces, cuando todavía eran amigos. Y poco después empezó a acuchillar espaldas para abrirse camino hacia la cima. En aquel momento César no comprendió el sentido de las palabras de Miguel, e incluso llegó a sentirse algo molesto; porque él no pensaba que en la agencia le consintieran todo, y en esos primeros tiempos trabajaba como un burro de carga. Pero ahora estaba claro, era evidente. Lo que quería decir Miguel era que, para triunfar, él necesitaba pagar su ascenso en carne y sangre; y que sólo unos cuantos afortunados podían llegar al éxito sin abonar el habitual peaje de vilezas. Sin vender su alma al diablo. Sin dominar ni ser dominado.

César lo había buscado en el diccionario unos días antes. El significado del verbo dominar. Y ahí, en el María Moliner, aparecía una despampanante lista de voces afines. Dominar era achantar, achicar, acobardar, acogotar o acoquinar, ponía en el libro. Era aguantarse, aherrojar, ahogar, amansar, amedrentar, anonadar, apabullar, apagar, aplastar, apocar, apoderarse, asfixiar, atemorizar, atenazar y avasallar. Y aún más, proseguía el diccionario, alfabetizando meritoriamente el recuento de espantos: también era chafar, cohibirse, constreñirse, contenerse, domar, empequeñecer, hipnotizar, imperar, imponerse, manejar, predominar, preponderar, refrenarse, reprimirse, sofocar, sojuzgar, someter, subyugar, sujetar, tiranizar y violentarse. Y, por añadidura, en fin, y como remate del asunto, podía ser confundir, conquistar, derrotar, gobernar, humillar, intimidar, mandar, oprimir, someter y vencer. Qué razón tiene, reflexionaba César, para quien la lectura de dicha página del diccionario había resultado tan apasionante y vívida como la de un diario autobiográfico. Porque, ¿no había experimentado César de cerca, ya fuera como víctima o testigo, el auténtico escozor de estos vocablos? En su cotidianeidad en la Golden Line , ¿no se había sentido más de una vez achantando, achicado, acobardado, acogotado y demás etcéteras? Y siguiendo con las otras letras del alfabeto, ¿no conocía también César lo que era estar chafado, cohibido, domado, empequeñecido, hipnotizado (¡oh, sí, esa mesmerización que le hacía amar rendidamente a Morton!), reprimido, sofocado, sojuzgado, sometido y violentado? Amén de confundido, derrotado, humillado, oprimido y, sin lugar a dudas, vencido. Vencido en toda regla.

Ahora lo entendía todo, sí. Ahora César había conseguido al fin captar el dibujo de la conjura de las cosas. Esa tela de araña cuyos innumerables hilos se relacionaban todos entre sí, jerárquicamente, geométricamente, unidos por la intangible sustancia del Poder, el fino tejido de la dominación. Y no cabían opciones, sólo se podía ser hilo de telaraña o mosca atrapada y pataleante.

¡Pero si hasta los Cielos tenían escalafón! Porque, y hablando de dominaciones, ¿no eran ellos el cuarto coro de los ángeles? ¿Por encima, en mando y fuste, de Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles de a pie, dicho en orden descendente hacia la nada? ¿Pero también por debajo, sometidos y fastidiados, de los Tronos, los Querubines y los poderosos Serafines, que eran la élite angelical, los directivos máximos? ¿Y no estaban dichos Serafines, a su vez, bajo el gobierno de Dios Padre? Y Dios mismo, ¿no tendría a nadie a quien temer? ¿No resultaba aterrador que el propio Paraíso se ordenase en una estricta escala de poder, como explicó Seudo-Dionisio el Areopagita con todo lujo de detalles en su libro De la jerarquía celestial? ¿Y no serán los Cielos, por consiguiente, un pudridero de ambición e intrigas, con los Principados conspirando para ascender a Potestades, las Potestades haciéndoles la vida imposible a las Virtudes, las Virtudes difamando a las Dominaciones y así sucesivamente en un infinito encanallamiento por medrar? ¿Celebrarían los ángeles una Convención Anual? ¡Y en realidad la situación era aún peor! Porque también los demonios tenían rangos, y había que ascender por una escala de Súcubos e íncubos, de Belfegores y Leviatanes, para poder aproximarse a Lucifer. Ni en el infierno se libraba uno del azote jerárquico.

Con el señor Zarraluque, sin embargo, era distinto. Al señor Zarraluque le importaba un comino la empresa, y si Rumbo no se hundió en la más mísera ruina fue porque había sido una firma pionera en el campo publicitario español, y durante mucho tiempo apenas si tuvo competencia. Para el señor Zarraluque, que se aburría de ser rico, el trabajar era una abominación sin nombre, una ocupación de baja estofa, una horterada. El señor Zarraluque había salido algo crapuloso y calavera, y se inventó Rumbo con la intención de poder hincar el diente a las modelos. Más que un hombre de negocios era un sátrapa de Persia. Bajo su férula reinaban la arbitrariedad y la desidia; y tan pronto rodaban las cabezas como se subsistía durante meses en una atonía perezosa. La única tarea que se respetaba escrupulosamente era la de bajar todos los días a la una en punto a tomar un interminable aperitivo.

Pero luego, a finales de los sesenta, las cosas empezaron a moverse. Surgió la competencia y el mundo comenzó a cambiar con rapidez. Poco después de que muriera Franco, un chico que era repartidor de telegramas se empeñó en subir en el mismo ascensor que el señor Zarraluque; y cuando éste intentó echarlo airadamente el muchacho le tildó de viejo loco. Fue el acabóse. Algún tiempo después el señor Zarraluque vendió la agencia a la Golden Line y, mientras en el resto del país empezaban a soplar vientos de eficacia y competitividad, ellos entraron directamente en la moderna e implacable lucha empresarial de la mano de sus nuevos dueños norteamericanos, pasando así del más rancio feudalismo al capitalismo más avanzado en un santiamén y saltándose un buen puñado de estados sociales intermedios. A César, particularmente, le hubiera gustado vivir la Ilustración.

Un día Quesada le había dicho: No soy tan hijo de puta como tú te crees. Y lo soltó aparentemente sin venir a cuento, es decir, sin que César le hubiera ofendido, insultado o discutido. No soy tan hijo de puta como tú te crees, rumiaba Quesada alicaída y rencorosamente, con la cabeza hundida entre los pesados hombros como si se la hubieran clavado a martillazos. César conocía bien los rumores que circulaban por la agencia, que él mismo había escuchado, cuchicheantes, en los tiempos de Rumbo. Porque se decía que Quesada había sido el Celestino del señor Zarraluque; que fue así, a fuerza de abrir mujeres para que fueran fácilmente poseídas por el sátrapa, como había ido escalando Rumbo arriba; al margen de su capacidad profesional, que la tenía, pero a la que el señor Zarraluque no debió de prestar gran atención. En realidad Quesada siempre hizo lo que se esperaba de él. Que en esa ocasión consistía en tumbar hembras para que las montara otro, y que luego, en la era de Morton, se reducía poco más o menos a hacer de esbirro. Quesada había empezado en Rumbo de botones, y debía al señor Zarraluque su ascensión a las más altas cimas del organigrama y de la infamia. Y ni siquiera pudo librarse Quesada de su sino de alcahuete cuando al fin llegó a ser director de la agencia, porque César recordaba cómo insistía Quesada en ocasiones para que se contratara a tal o cual chica, o cómo aparecía en alguno de los rodajes para mosconear a una modelo; y todos sabían que ésta era una labor depredadora que Quesada no estaba desempeñando para sí mismo, sino a beneficio de su mentor y jefe, cuyos caprichos se estaban volviendo, con los años, cada vez más extravagantes y exigentes.

No soy tan hijo de puta, le había dicho en aquella ocasión, con los ojillos brillantes de melancolía. Cincuentón ya, malencarado, la piel acorazada hecha un destrozo. Nunca llegaría a nada, o sea, a nada más, y él lo sabía. Era un simple descargador de camiones a las órdenes de una oficialidad de buena cuna. No soy tan hijo de puta como tú te crees, soltó abruptamente sin que mediara provocación alguna, y César, que desde luego consideraba a Quesada un mal bicho, pensó que su subdirector se estaba volviendo paranoico. Como Pepe, como Miguel, como todos los demás, incluido él mismo; porque todos se estaban cociendo vivos en el espeso caldo persecutorio que imponía la empresa. E incluso estuvo a punto de preguntarle a Quesada si también él creía escuchar su nombre por las calles, como le sucedía a César. Tomás Quesada, musitó César a media voz al abandonar su asiento en la iglesia, por ver si su subdirector se sentía mentado. Por fastidiarle, por perseguirle. Tomás Quesada, Tomás Quesada, repitió susurrante como quien bisbisea un conjuro, mientras se ponía a la cola de los pésames y avanzaba paso a paso hacia la mano extendida de la viuda. Quesada se iba ya, enfundado en su costoso traje azul marino de doble botonadura, colosal de apariencia y envergadura pero con la mirada huidiza del ladrón. Tomás Quesada, murmuró César a la viuda, en tono condolido, cuando se inclinó sobre su muñeca helada y gruesa. Y en ese instante comprendió que, cuando vio años atrás a su subdirector bañado en lágrimas, Quesada no estaba llorando el fallecimiento del señor Zarraluque, sino la muerte ya remota de su propia inocencia.

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