5

Mirándola dormir, César se acordaba de Clara; a ambas les sentaba bien el sueño. Clara, de espaldas y dormida, era mucho más acogedora de lo que jamás llegó a ser despierta y cara a cara. En cuanto a la chica que ahora ocupaba su cama, el sopor casi parecía devolverle su cualidad de objeto deseable. Con el pelo rizado extendido sobre la almohada como el fondo de terciopelo oscuro de un joyero sobre el que se ofreciera un camafeo en perfil de la muchacha. Todo sumamente poético y muy vacío.

Previamente cambió las sábanas, aun a sabiendas de que la cosa iba a salir fatal. No era la misma casa, pero sí la misma cama que compartió durante tres años con Clara. Y el desnivel que ahora provocaba que la chica se deslizara hacia él había sido excavado pacientemente por el cuerpo de Clara en la materia del colchón. Por entonces él había deseado que Clara ahondara indefinidamente el hoyo, que horadara hasta la destrucción ese colchón y muchos otros, que el futuro se extendiera ante ellos como una tonelada de colchones a destrozar por muchas noches de sueños compartidos. O de insomnios sobrellevados conjuntamente. O de gripes mutuamente mimadas. De noche, Clara Bella Durmiente se entregaba entera y sin reservas al abrazo con que César la envolvía. A veces César la sentía respirar entre sus brazos, pequeña y cobijada, frágil como una niña a la que hubiera él de proteger; y en otras ocasiones se agarraba a ella y a su espalda caliente como el náufrago se aferra al último madero. Dormida, Clara bella y nocturna siempre respondía y era lo que él quería que fuese. Pero de día se miraban el uno al otro desde los extremos opuestos de una distancia sideral. Furiosos de comprobarse una vez más tan lejos.

La chica había venido a entrevistarle para un reportaje que estaba haciendo sobre publicidad. Hacía años que César prescindía de ligar así, con semejante precipitación. Pero la muchacha era tan joven, se la veía tan admirativa e impresionada. Es decir, reunía justamente todas las características que hubieran debido retraer a César; y sin embargo siguió adelante cerrilmente. El momento cumbre de su debilidad fue cuando se levantaron de la mesa del café en donde habían estado haciendo la entrevista. Bastante malo había sido ya el prolongar la cita con cerca de dos horas de charla insustancial, mientras la tarde moría al otro lado de los ventanales del café y el camarero servía a la chica una infinidad de cocacolas. Que estaba en primer curso de periodismo, contaba la muchacha. Que gracias a un amigo de su padre, subdirector de una revista, había empezado a hacer algún que otro trabajo. Que su familia era del sur y que ella vivía en la ciudad en un apartamento con dos amigas. Que le gustaba mucho hacer entrevistas. Que en cambio a su hermano, el único que tenía, le gustaban las motos sobre todo. ¿César había tenido moto alguna vez? Fuera del café la acera estaba adquiriendo un color azul profundo y el semáforo parecía una herida en la creciente oscuridad. A César le pinchaba la próstata, o quizá fuera alguna otra víscera adyacente y fatigada. Cómo, ¿que no había tenido moto nunca? Qué extraño, porque ella pensaba que César debía de haber hecho de todo en la vida. Ella, desde luego, quería hacerlo todo; participar en carreras de coches, tirarse en paracaídas, ir en canoa por la selva; y sobre todo viajar, recorrerse de arriba a abajo el mundo. ¿César había estado en muchos países? En ese momento, César consiguió pagar al camarero e incluso levantarse del asiento, gastando en semejante esfuerzo sus energías restantes. La chica también se puso en pie, sus rizos agitándose en torno a su cabeza como una llamarada negra, sus mejillas de rica nata enrojecidas por un rubor coqueto. Entonces César cayó en el momento cumbre de su debilidad y la invitó a cenar. Aunque el desencadenante de tamaño error no había sido la suntuosa melena, ni la linda cara acalorada, ni tan siquiera el tibio olor a animalito joven de la chica, sino la contemplación de los restos del café que el propio César había tomado, el platillo sucio, la espuma reseca, la taza llena de cenizas y un puñado de apestosas colillas sobrenadando en café frío. Fue entonces cuando César dijo: Quieres que nos vayamos juntos a cenar. Y ella contestó que sí. Desde ese instante estaba claro que terminarían en la cama.

La chica respiraba ahora quietamente a su lado, ovillada en el hueco de Clara, mientras él, César, fumaba pitillo tras pitillo y dejaba correr la madrugada. A las dos, cuando se durmió la chica, había sentido el impulso irresistible de telefonear a Paula. Pero no estaba en casa. Así es que había vuelto a llamar a las dos y media y de nuevo a las tres, y luego se había propuesto esperar hasta las cuatro. Era la hora más silenciosa de la noche y la niña dormía con la envidiable tranquilidad de la niñez. Además del orfidal, naturalmente. Hubiera podido ser su hija.

Clara también dormía un poco así: como quien muere. César quería que Clara fuera una mujer a la medida de sus deseos, y Clara quería que César se comportara como el hombre de sus sueños. Aparte de esta ambición inane, poco más tenían en común. Quizás una edad similar, por entonces arañando los cuarenta; y un pasado sentimental poco boyante. Ahora bien, mientras que César llegaba a la relación herido de la nada, Clara venía enferma de lo mucho. A sus espaldas había grandes catástrofes amorosas, historias repelentes y pasiones frustradas. Por ello buscaba en César el reposo, el mimo y el aburrirse juntos por las tardes. Pero luego, cuando llegaba el aburrimiento de verdad, Clara se desesperaba y echaba fuego por las fauces como un dragón colérico. Y entonces le miraba. Cuando César la descubría mirándole con ojos pensativos, siempre se sentía como un insecto atrapado por las pinzas de un científico. De una entomóloga que sopesaba, calibraba, escudriñaba, analizaba, descuartizaba y a la postre despreciaba a su modesta víctima, que en vez de mariposa era una simple polilla algo panzona. Los ojos de Clara se anegaban entonces de un resplandor opaco, un barniz de nostalgia en el que se reflejaban antiguos élitros tornasolados, bellas alas de lepidópteros añejos, memorias de un pasado insectívoro e inquieto. Cuando Clara salía de estos trances solía arrojarse en sus brazos, en los brazos de César, emotiva y altamente sentimental, haciendo votos de felicidad eterna. No me vas a dejar nunca, ¿verdad?, decía Clara; envejeceremos juntos, ¿no es así?, pasearemos al sol de media tarde cogidos del brazo y renqueando con nuestros bastones de abuelitos, ¿qué te parece? Y se aferraba convulsivamente a él, asustada de sí misma. Porque había algo más que les unía, y era la avidez de ambos por el tiempo; el modo en que celebraban ansiosamente cada semana, cada mes, cada año que pasaban juntos, como si el simple transcurso de los días pudiera dar entidad y justificación a la pareja que formaban, como si necesitaran de una memoria común para sentirse irremediablemente unidos. Así es que César le acariciaba el pelo y le decía: Yo estaré enfermo de próstata y tú serás una viejecita insoportable. Éstos eran sus mejores momentos.

Luego estaba la distancia, la imposibilidad de cruce que encierran las líneas paralelas. Muchas veces, cuando él llegaba a casa animado y feliz, encontraba a Clara amurallada tras un hosco silencio. Taciturna y enfadada con la vida. Y la convivencia, entonces, se reducía a deambular a solas por la casa, doblando las esquinas con cuidado para no chocar con el cuerpo crispado del contrario. Otras veces, en cambio, ella venía a soplarle el cogote y a mordisquearle las orejas, pero él la rechazaba ásperamente, herido por el despego erótico de Clara. Porque Clara no deseaba hacer el amor con él; o no lo deseaba casi nunca; o cuando lo hacía parecía estar cumpliendo un ríspido deber. Te quiero más de lo que he querido nunca a nadie, decía o mentía Clara, pero tengo la libido muy baja. A él, en cambio, le emocionaba el cuerpo de ella, la suave curva de la espalda entrevista mientras Clara se desnudaba por las noches, los delicados huesos de las caderas, los pechos redondos y pequeños. Entonces él se quedaba muy quieto en la cama mientras Clara se dormía a su lado, y cuando empezaba a escuchar la densa respiración del sueño se agarraba a ella, a su olorosa espalda, a su carne tibia, más acogedora ahora de lo que nunca fuera. Y en todo este proceso César no pasaba ya necesidad sexual, pasaba pena. Aunque quizá también ella estuviera penando por entonces, se decía ahora César, porque en ocasiones él se había despertado en mitad de la noche y había advertido cómo Clara le besaba suavemente los hombros, le recorría la espalda con un dedo amoroso y le prodigaba, en fin, caricias dulcísimas en la creencia de que César seguía dormido. Estaban tan lejos el uno del otro que a veces César pensaba que hombres y mujeres pertenecían a especies animales diferentes. Por ejemplo, ¿qué futuro podía tener la relación sentimental entre un pulpo y una pájara? ¿O la loca pasión entre una ostra y un camello? Cuánta ansiedad de amor desperdiciada.

Las cuatro. César volvió a marcar el número de Paula y el timbre resonó en el vacío. Pero cómo, seguía sin estar, no era posible. La noche estaba girando en el gozne decisivo de la alta madrugada; más allá de las cuatro ya no eran horas de volver a casa; más allá de las cuatro se abría la puerta a los terrores, desde el accidente mortal a la infidelidad sexual. Más allá de las cuatro el mundo se poblaba da amantes ignorados. Por todos los santos. César decidió seguir marcando una y otra vez el telefono de Paula: alguna vez regresaría.

Paula resoplaba por las noches. No era que roncase, sino que a veces respiraba pesadamente. Sonoramente. Y tampoco es que fuera un ruido objetivamente muy molesto; pero a César, que padecía de insomnio, le sacaba de quicio. De modo que él se pasaba las noches haciéndose las Quince Leguas De Giros En El Lecho, vuelta a la izquierda, vuelta a la derecha, con la cabeza sitiada por pensamientos siempre crueles y las orejas torturadas por el satisfecho barritar de Paula. Porque para un insomne no hay desesperación mayor que estar junto a alguien capaz de dormir plácidamente. Así es que César se pasaba las horas chascando la lengua por ver de acallar los resoplidos; y, en efecto, en un primer momento Paula paraba, a veces masticaba brevemente el aire, en ocasiones se removía un poco, soltaba unos pequeños ruidos personales y después se podía gozar de unos segundos de absoluto silencio. Pero al poco empezaba otra vez el rugir de sus pulmones, primero tímidamente y luego ya en triunfal orquestación, como un animalillo asustadizo que sale de su guarida y que al principio tan sólo osa mostrar la punta del hocico, pero que, una vez ganada confianza, se sienta a la entrada de su cueva a atusarse placenteramente los bigotes. De modo que César volvía a chascar la lengua y allá se iba el bichejo, despavorido, a ocultarse en las profundidades de la tierra. Pero la tranquilidad no duraba mucho tiempo. En el transcurso de esas largas noches, César siempre sintió a Paula como un animalillo algo molesto.

Y ahora no estaba en casa para contestar a su llamada. Eran ya las cuatro y veinte de la madrugada.

César sabía que con Paula no llegaría nunca a nada. O sea, a nada más. Se conocían de antiguo, pero se empezaron a acostar en los tristes días de la ruptura con Clara. Y aunque desde entonces habían pasado cinco años, la relación conservaba todavía el mismo carácter del inicio, la apariencia de ser algo coyuntural y pasajero, un producto de la necesidad más que de la voluntad, una azarosa y momentánea unión de soledades. Al principio Paula le decía: Vamonos a vivir a Marruecos. O bien: Huyamos, escapémonos de la agencia, tomemos el primer avión que vuele hacia Venecia. O incluso: ¿Por qué no cogemos el coche y nos vamos conduciendo hasta la Costa? Proyectos todos ellos ciertamente enardecidos y más bien disparatados que nunca fueron llevados a cabo y que hicieron temer a César que quizá Paula aspirase a crear algo más entre los dos. Lo aspirara o no, lo cierto es que nunca terminó de concretarlo; y además Paula abandonó pronto esa obsesión viajera, y pasó a una etapa que pudiera ser calificada de doméstica. Fue la época en que convenció a César de la conveniencia de comprarse un piso, y fue ella misma quien se encargó de la parte más enojosa del asunto, desde encontrar el apartamento adecuado a contratar y dirigir a los obreros que hubieran de reformarlo. Más, luego, el inmenso agobio de adquirir los muebles de cocina, recorrerse todas las tiendas de tapicería de la ciudad, colgar las cortinas y lograr que un electricista le instalara los focos. Por último, cuando ya todos los cuartos de baño tenían toallero y todos los toalleros tenían toallas, cuando no quedaba un punto de luz sin su bombilla ni un armario en la casa sin vestir, entonces Paula pareció entrar en una tercera fase, y empezó a viajar a Marruecos-Venecia- La Costa de la noche a la mañana y por sí sola; de pronto un día soltaba abruptamente que se iba a los carnavales venecianos, y a su regreso se pasaba una semana hablando de la belleza de San Marcos, del estrépito abigarrado de las máscaras y de lo feliz que había sido. Y a juzgar por sus palabras cada vez se lo pasaba mejor y estaba más contenta, aunque a César, ahora que reflexionaba sobre ello, le parecía que Paula mostraba una melancolía progresiva, que se la iba comiendo la tristura. Y ahora César lamentaba el no haberle dicho nada en su momento. Si Paula descolgara el teléfono; si Paula contestara la llamada, César le diría: ¿Te pasa algo? De pronto sentía la imperiosa necesidad de comunicarse con Paula, de explicarle que la quería, que la echaba de menos, que estaba profundamente agradecido por todas sus atenciones con él durante años. Pero César marcaba y marcaba, las agujas del reloj devoraban la noche y al otro extremo de la línea no había nada.

Que estaba agradecido. Qué frase tan curiosa. César jamás hubiera empleado semejante expresión refiriéndose a Clara. Por ejemplo: la última vez que cogió la gripe. La última vez que César cayó enfermo, Paula se trasladó a su casa para cuidarlo. Le exprimía zumos de limón, le preparaba las pastillas, entornaba las persianas para que la fiebre se disolviera en la penumbra, cocía sustanciosos caldos de gallina. Y dormía por las noches en el sofá. Paula se había portado siempre tan bien con él. De modo que, cuando ella entraba en la habitación trayendo la comida humeante en la bandeja, a César le embargaba la gratitud; era un sentimiento sereno, reconfortante y cálido. Pero en gripes más antiguas, en dolencias añejas, en la Era de Clara: entonces, cuando Clara acudía a su lecho de enfermo y colocaba una mano siempre fresca sobre su frente siempre hirviente; cuando repeinaba su pelo empapado de sudor; cuando lo arropaba con un mohín de labios; cuando la sabía pendiente de él, en fin, César experimentaba un aturullamiento singular, la angustiosa expectación de quien se siente a punto de descubrir el profundo secreto de las cosas. Como si pudiese intuir el sentido del mundo y la razón de ser de todo lo que en el mundo era. Y entonces César comprendía de modo fulminante que al fin había encontrado su lugar en el espacio, que su sitio en la eternidad era ése, postrado en cama y lleno de miasmas pero con la mano de Clara en su mejilla. Era un estallido de lucidez que duraba muy poco, y luego, pasado el paroxismo, César no alcanzaba a recordar qué era lo que le había excitado tanto, por qué se había creído al borde de la Revelación Humana; del mismo modo que, despiertos, no entendemos la lógica de un razonamiento que en sueños nos pareció impecable. Pero en cualquier caso no era precisamente gratitud lo que Clara alumbraba.

Le dolía el dedo de tanto marcar inútilmente; y le martilleaba la cabeza con la jaqueca habitual. ¿Alguna cuita más? Oh, sí: se sentía enfermo, le ardía el pecho, estaba envenenado de tanto fumar. Encendió un nuevo cigarrillo y el humo entró en sus pulmones como una estampida de búfalos. La habitación estaba azul, azul del humo frío de tabaco, niebla apestosa. Era un aire denso y chamuscado que ennegrecía las esquinas. La chica, sin embargo, parecía respirar perfectamente en ese ambiente irrespirable: seguía durmiendo junto a él sin exhalar un ruido. Oh, Dios, ¿podía ser quizá la luz del día lo que iluminaba la ventana? Ese resplandor, ¿lo producían tan sólo las farolas o tenía algo que ver el sol primero? Eran las seis menos cuarto de la mañana; Paula ya no iba a aparecer por su casa, eso era seguro. Pero aun así siguió llamando.

Habían ido a cenar, él y la chica, a un restaurante caro. La muchacha estaba animadísima: sólo le faltó palmotear cuando trajeron el escultural carro de dulces. Su entusiasmo general era insultante: todo era nuevo para ella, todo le parecía interesante. Junto a la chica, César se sentía como el ajado y amargo chaperón que acude a un Baile de Debutantes para escoltar a una doncella. Aunque doncella desde luego no era; el carnal parecía ser el único conocimiento que la chica poseía del mundo adulto. Hablaba con naturalidad de los dos novios que ya había tenido: en fin, o sea, amantes. Dos muchachos muy jóvenes, muy inexpertos, muy tontos. Eso fue hace mucho tiempo, antes de que la chica se independizara y se fuera a vivir con una amiga el mes pasado. Charlaba y charlaba la muchacha brincando con vivacidad de un tema a otro, y los encorbatados ejecutivos que cenaban junto a ellos la miraban con ojos descarados y golosos. La chica era espectacular y resultaba obvio que esa noche estaba en pie de guerra. Los ejecutivos aquilataban sus carnes y sus curvas, y luego contemplaban a César con una mezcla de admiración y de desprecio, cómo se las habrá arreglado el mequetrefe para llevarse a esa belleza. Me envidian, se dijo César. Y ese pensamiento le animó bastante. Aunque en el fondo sabía que la noche estaba condenada.

Al principio temió vagamente el defraudarla. Que no se le empinara, por ejemplo. O no aguantar bastante. O resultar ridículo en comparación con sus dos amantes adolescentes, con sus dos fabulosos sementales. En fin, la panoplia de miedos habituales. Pero luego comprendió que lo que le asustaba de verdad era lo que verdaderamente sucedió. Esto es: el aburrimiento total, un tedio existencial y sin alivio. Habían hecho el amor, ni mal ni bien, sin convicción y sin misterio. Y después la chica se había puesto a gorjear como un mirlo feliz, se sentaba sobre sus talones en la cama, se levantaba a poner un disco, se volvía a sentar, encendía un cigarrillo y lo apagaba inmediatamente tras toser de un modo aparatoso, se iba a la cocina y traía pan y una pizca de queso, se tumbaba de costado sobre la colcha y llenaba la cama de migas, se ponía en pie de un salto para cambiar la música, se tumbaba boca abajo en la alfombra, daba puñetazos a la almohada, entraba en el cuarto de baño y se bebía dos vasos de agua uno tras otro. Y todo esto sin dejar de charlar animadamente de sus cosas, de sus compañeros de facultad, de sus profesores, de sus amigas, de las monjas del colegio al que iba antes, de sus padres, de su hermano y de las motos de su hermano. Transcurrida hora y media de amena conversación post-coito, César bostezó ostentosamente y aseguró estar muy cansado. ¿No tienes sueño?, le preguntó a la chica. Oh, no, qué va, ni pizca, respondió ella, estoy demasiado nerviosa y excitada. Así es que siguieron hablando de motos por un rato. Espera, dijo César; seguro que tú en tu casa tomas colacao antes de dormirte, con un vaso de leche bien caliente. Ah, pues sí, se sorprendió la chica. Y César le dijo que se pusiera cómoda y que aguardara, que eso le ayudaría a dormir y que él se lo prepararía en un momento.

Cosa que desde luego hizo, en la cocina, con un bote de cacao que llevaba una eternidad en el armario. Y con el añadido de una pastilla de orfidal que previamente machacó y mezcló cuidadosamente al chocolate. El cálido brebaje olía a merienda escolar o a piel de madre, y desde luego la chica se lo bebió todo como una niña dócil; como Caperucita cayendo en la trampa del Lobo Feroz; como Blancanieves mordiendo la manzana emponzoñada que le ofreciera la pérfida madrastra. Bueno, bueno, tampoco era para tanto, se dijo César; a fin de cuentas el orfidal era un somnífero muy suave y absolutamente inocuo. A los cinco minutos la chica estaba durmiendo como una bendita, con sus rizos desbordando la almohada como si fueran hiedra. Fue entonces cuando César empezó a llamar a Paula.

Sí, ya era indudable, además de irremediable: amanecía. La luz diurna avasallaba el mundo, todavía adormilada y sucia. Paula le engañaba. César escuchó el rugir del camión de la basura, que siempre llegaba en torno al alba. Paula estaba pasando la noche con otro. Ahora el camión masticaba mierda justo frente a su ventana en medio de un estruendo colosal, puntual como la alondra de Romeo y Julieta pero en versión adaptada a la cochambre de los tiempos modernos. Cómo había sido Paula capaz de hacerle eso, marcharse por ahí dejándole tan solo.

Años atrás había habido otro amanecer inacabable, cuando Clara no regresó una noche y él esperó y esperó durante horas, sentado en la cama y releyendo hasta la náusea la misma página de una novela de Patricia Highsmith. Deberías intentar dormir, se decía César entonces, mientras al otro lado de la ventana se extinguían las estrellas y una línea de luz color rojiza se pegaba a los tejados de las casas; deberías intentar dormir, se repetía, porque es indigno que cuando Clara llegue te encuentre despierto como si la estuvieras vigilando. Además tenía el presentimiento de que, si se dormía, no sucedería nada malo; abriría los ojos a la mañana siguiente y Clara estaría allí, tibia y enroscada a su costado. Era como en las noches de Reyes de su infancia, cuando el sueño era la condición necesaria del milagro y había que dormirse urgentemente para no turbar la llegada de los Magos. Pero el maldito sueño no acudía. Las tapas del libro de la Highsmith estaban mojadas de sudor.

Clara apareció cerca de las ocho. Afuera acababa de inaugurarse un día azul y cegador, la apoteosis del verano. Ella venía pálida y noctámbula bajo su piel tostada. Se sentó en la cama, junto a César, y comenzó a llorar. Vete, dijo él; te quiero mucho, respondió ella. Vetevetevete, repitió César casi gritando, y Clara se puso en pie, sacó una bolsa del armario, y empezó a llenarla con unas cuantas ropas. Qué precisos son sus movimientos, se decía él, no duda a la hora de escoger esa falda o la otra, tenía decidido con anterioridad qué iba a llevarse; y estos pensamientos le quemaban la cabeza produciéndole un dolor incluso físico. Y sin embargo Clara seguía llorando, mientras se movía de acá para allá iba soltando un reguero de lágrimas por la habitación y en la punta de su nariz bailaba un moco. Desapareció unos instantes en el cuarto de baño, la escuchó sonarse, apareció de nuevo. Afuera el termómetro subía rápidamente. Clara se acercó a la cama con la bolsa en la mano, la nariz colorada y la cara hecha una pena. No te creas que hay otro hombre, no lo hay, no es ése el problema, dijo con voz ronca. Me da lo mismo, mintió César. Clara abrió la boca, empezó a llorar de nuevo, farfulló lo siento y salió veloz y arrasada en hipos por la puerta. Para volver a entrar un segundo más tarde, porque se había olvidado la cartera. Me vas a echar de menos, vaticinó él con el tono de quien maldice a un enemigo. Lo sé, contestó ella. Y desapareció definitivamente. César la escuchó cerrar la puerta de entrada, taconear en el descansillo, llamar al ascensor; la imaginó saliendo del portal, parpadeando bajo el estallido de luz, perdiéndose calle abajo para siempre. César seguía aferrado con ambas manos al libro abierto de la Highsmith; y, en la sobada página que tantas veces había leído en el transcurso de la noche, un hombre asesinaba interminablemente a su mujer. Aquel fue un verano francamente horrible.

César apagó la lámpara de la mesilla, porque por la ventana entraba ya claridad suficiente. La chica se removió a su lado; la luz cayó sobre su mejilla de rica nata, un poco arrebolada por el sueño. Tan bella y tan estúpida. Aunque no; simplemente tan joven. El estúpido era él, por forzar un encuentro imposible. Así, en la descarnada luz diurna, se sentía casi un pervertido. ¡Pero si le llevaba más de veinticinco años, más de un cuarto de siglo! Miraba César a la chica, tan intacta, y se preguntaba cuánto le quedaría por vivir y desvivirse; cuántas madrugadas llegarían los Reyes Magos a ofrecerle el envenenado regalo del conocimiento. Paula seguía sin contestar; ni siquiera se había tomado la molestia de regresar a su casa para mudarse de ropa. O quizá hubiera salido con un repuesto de bragas en el bolso, como solía hacer cuando venía a dormir con él. Porque a César no le complacía mucho el ser invadido en su vida, su casa y sus armarios por los objetos de Paula; así es que, en los cinco años que llevaban más o menos juntos, Paula tan sólo había conquistado el derecho a traerse un cepillo de dientes. Sí, se decía César ahora, quizá la había tratado de un modo demasiado egoísta. Aunque la verdad era que no tenía gran cosa que darle. Los tiempos habían sido muy duros últimamente.

A Clara, en cambio, le había ofrecido lo mejor de sí mismo: su edad adulta, su triunfo, la culminación de ser quien era. Qué pena que Clara no hubiera sido capaz de apreciar un regalo tan costoso: le había llevado toda una vida el llegar a ese punto de sazón. Antes César se sentía orgulloso de su soltería; la soledad le parecía un principio creativo y un producto de su voluntad y de su sentido ético. Ahora, en cambio, sin saber muy bien ni cómo ni por qué, César empezaba a sentir su soledad como un error, un fracaso, un castigo. Morton, Quesada, Nacho; todos tenían mujer e hijos, un centro vital, una familia, un hogar con lámparas de luz caliente y protectora. Mientras que él, en cambio, era distinto. Qué desoladora le parecía ahora esa distinción antaño tan honrosa. Si Paula le dejaba, no habría nadie en el mundo que se preocupara de verdad por él; nadie a quien volver de regreso de un viaje; nadie capaz de recordar la fecha de su cumpleaños. Eran ya las nueve y diez de la mañana, de modo que César marcó el directo de Paula de la agencia. Sí, contestó al fin ella al otro lado, y el sonido de su voz dejó sin habla a César. ¿Sí?, repitió Paula, y cuando César se identificó ella pareció muy sorprendida: Qué haces tú despierto tan temprano. Era absurdo, pero ahora a César no se le ocurría qué demonios decirle, y daba vueltas a las palabras, y se cambiaba el auricular de oreja a oreja, y preguntaba tonterías, y llegó un momento en que Paula dijo: Qué te pasa. Pero él respondió que no ocurría nada. Al despedirse le dijo que la quería, y por el silencio de ella comprendió que hubiera sido mejor no decir nada. Cuando colgó el auricular sentía náuseas. Apagó la colilla de su último cigarrillo directamente contra el suelo, porque el cenicero estaba lleno a rebosar. Olió la punta de sus dedos; apestaban a nicotina. Náuseas de nuevo. Toda la sangre que le quedaba en su maldito cuerpo parecía haberse acumulado en su sien izquierda, en donde palpitaba con torturantes, eléctricos trallazos. La chica rebulló a su lado, abrió unos ojos achinados por la hinchazón del sueño, sonrió confiadamente, le acarició la cara; hola, tú, hombre, dijo, ¿qué tal has dormido? Por qué te fuiste, Clara.

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