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Lo peor era la manera en que le había mirado. O mejor dicho: el que no le hubiera mirado en absoluto. César había coincidido en el ascensor con Morton, y ocho pisos daba para mucho. Hola, César, qué tal, dijo Morton en el tono retórico de quien no quiere ser contestado. Bien, respondió César, exultante de jovialidad fingida, mientras el aparato se ponía en marcha. Del bajo al primero hubo una micra de segundo muy angustiosa: Morton observaba la punta de sus zapatos y callaba empecinadamente. Del primero al segundo César pensó que quizá no se había mostrado lo suficientemente encantador, de modo que reforzó su sonrisa: un animoso gesto que le colgaba de la nariz como una bandera de armisticio. Pero Morton estaba ahora entretenido en limpiarse de motas las solapas. Del segundo al tercero César dijo: Vaya, vaya. Y Morton basculó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Del tercero al cuarto César preguntó que qué tal el otro día en casa de Nacho, aunque por nada del mundo hubiera querido mencionar el tema, e incluso le horrorizaba la eventualidad de tener que hablar de ello. Menuda la armaste con el perro, respondió Morton del cuarto al quinto. Así es que del quinto al sexto César sonrió forzadamente y del sexto al séptimo advirtió que sus manos estaban empapadas de sudor. Del séptimo al octavo Morton bostezó: Qué sueño tengo. El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas, Morton salió con paso apresurado: Hasta luego, César. Hasta luego aunque estaba seguro de que no iba a verle más en todo el día; y posiblemente tampoco al día siguiente, y ni siquiera al otro. Hasta el jueves, que era cuando se celebraba el brainstorming no tendría otra oportunidad de hablar con Morton. César se sintió en peligro. Entró en la agencia con el mismo calambre de estómago con que, en la niñez, entraba a las clases de matemáticas de don Emiliano. No se sabía la lección. Nunca sería capaz de aprendérsela correctamente. Jamás podría colmar las exigencias. Don Emiliano repartía de cuando en cuando algún sopapo, pero su especialidad radicaba en el desprecio. Odiaba a sus alumnos con una pasión pura y democrática, porque los alcanzaba a todos por igual; y era un artista a la hora de saber comunicar su inquina a los muchachos. Con don Emiliano, César obtuvo un conocimiento fundamental: aprendió para siempre jamás a ser culpable.

Y ahora la culpabilidad se le subía a las sienes y empezaba a martillearle metódicamente la cabeza. Era la jaqueca, que se introducía silenciosa y subrepticiamente en su cerebro para convertirse en huésped indeseable. Unos meses atrás, César había acudido al médico por la frecuencia con que le atacaban las neuralgias cuando venía a la agencia. ¿Sería alguna alergia? ¿Una incompatibilidad extraña con el material de la moqueta? ¿Quizás un pernicioso efecto del aire acondicionado? ¿Las luces, que estaban mal dispuestas? Y el médico se sonreía y le aconsejaba que cambiara de carácter o de trabajo. César cambió de analgésicos. Ahora usaba Dolalgial. Se tomó dos píldoras en la máquina de agua de las recepcionistas.

Estaban raros. ¿No estaban muy raros todos, en la agencia? Las recepcionistas, por ejemplo: nada de sonrisas ni de bromas. Y Smith, al cruzarse con él en el pasillo, ¿no había estado terriblemente seco? César sintió un conato de pánico: ¿Habría empezado ya el final? Echó una mirada alrededor: una enorme planta diáfana, con mamparas de cristal aquí y allá conformando secciones y cubículos. La planta de arriba, la de administración y gerencia, era distinta; pero en ésta tan sólo Morton y Quesada tenían derecho a despachos privados, con muros auténticos y ventanas a la calle; espacios cerrados que garantizaban la intimidad. Los demás, en cambio, permanecían bien a la vista: de una sola ojeada se sabía quién estaba y quién no estaba en su mesa, quién trabajaba o quién leía los periódicos. Camino de su rincón, César fue contemplando atentamente a sus compañeros; y sonrió a todo el mundo con el máximo encanto de que se sentía capaz. Pero los colegas respondían ceñudamente o incluso no respondían en absoluto. César los hubiera abrazado, los hubiera besado, les hubiera explicado lo mucho que los quería, embargado repentinamente por un ataque de ese anhelante amor que suele nacer de la necesidad. Pero comprendió que resultaría ridículo y se abstuvo. Entró en su despacho angustiadísimo.

Porque, desde luego, Morton había estado muy extraño. Seco y cortante. Como enfadado. Oh, oh, qué horror, Morton estaba disgustado con él, eso era seguro. Hora, César, qué tal, había dicho al principio. Un saludo convencional expresado en un tono distante. ¡Pero si ni tan siquiera le había mirado a la cara! Y ese penoso silencio que se extendía entre ambos. Morton estaba enfadado. Él, que siempre defendió a César contra los ataques de Quesada y de los otros. ¡Morton estaba decepcionado! Menuda la armaste con el perro, había dicho cuando él tuvo la lamentable ocurrencia de sacar el tema. Menuda la armaste. Llevas un montón de tiempo sin dar ni clavo, podría haber dicho también en el mismo tono reprobatorio. Menuda la armaste, me has decepcionado. Ése era el mensaje de su frase. Y, luego, ese bostezo despectivo; para demostrar el aburrimiento que le producía César; quizá para humillarlo. Y ese modo de salir corriendo en cuanto que el ascensor llegó al octavo piso. Había defraudado a Morton. César se sintió como si hubiera suspendido el Juicio Final. No has estudiado suficiente, tronaba un Dios de cejas enredadas y muy gruesas. Perezoso, inútil, vago, coreaban los malditos querubines. César levantó la mirada del book de dibujos que estaba fingiendo estudiar. Más allá de las mamparas de cristal el mundo se extendía tan apacible como un campo minado. Estaban raros sus compañeros. Los veía removerse inquietos sobre sus mesas, reunirse de tres en tres por los rincones, comentar secretos de los que César se hallaba siempre excluido. Quizás estuvieran hablando de él, precisamente. Sabéis que César le dio una patada al perro de… O más probablemente: César no sirve para nada, ya va siendo hora de que se acabe el insultante privilegio que mantiene. Aunque no, lo más seguro era que supiesen que Morton le había despedido. Han despedido a César, sabéis, lo que pasa es que él aún no se ha enterado. Hablaban y hablaban por las esquinas y todo el mundo conocía las claves del enigma menos él.

Sonó el teléfono. Conchita descolgó. Que es un tal Francisco Ríos, que dice que le ha dejado a usted un book anunció lúgubremente la secretaria mientras clavaba la mirada en la puerta. Dígale que no he venido, que llame a última hora de la mañana, por favor. Que no ha venido y que le telefonee usted más tarde, repetía ella en el auricular malevolentemente y sin esforzarse en disimulos. Conchita era una veterana, procedía de los tiempos de Rumbo y para su desventura había sido la fiel secretaria de Matías; de modo que cuando su jefe cayó en desgracia ella le siguió al abismo. En la empresa no se fiaban ahora de ella, porque era inteligente, sabía mucho y se encontraba furibunda. Por eso se la habían adjudicado a César: porque él no venía casi nunca por la agencia, de modo que Conchita no tenía nada que hacer. Se lo había dicho Quesada una tarde, como vendiéndole el favor: Que te vamos a mandar una secretaria, César. Y él se había quedado boquiabierto. Pero luego comprendió que tan sólo se trataba de un castigo. Un castigo para Conchita, que había sido demasiado lenguaraz tras la destitución de Matías; y un castigo quizá también para él, César. Conchita le odiaba, considerándole uno de sus verdugos, o quizá su torturador personal y más directo. Odiaba que no viniera por el despacho y que no le diera ningún tipo de trabajo. Y quizá también le despreciara. Sí, eso era, le despreciaba por inútil. Conchita era para César como uno de esos espejos de aumento en los que, cuando uno se asoma a ellos, sólo ve enormes poros negros y espinillas de tamaño colosal.

Pero veamos: si se analizaba la conversación con calma tampoco había sido tan terrible. Hola, César, qué tal, había dicho Morton; era un saludo convencional pero agradable. Incluso personalizado y casi íntimo. Holacésarquétal, en realidad estaba bastante bien, Morton podría haber dicho simplemente hola, por ejemplo. O también: Hola, César. Y: Hola, qué tal. O incluso: Qué tal, César. O sólo: Qué tal. Pero no. Morton había dicho las tres cosas, hola-César-qué tal, en realidad sonaba bastante afectuoso. Sobre todo teniendo en cuenta que era temprano por la mañana y que se trataba de una conversación de ascensor, que son siempre absurdas y banales. Menuda la armaste con el perro. Esa frase tampoco tenía por qué ser necesariamente reprobatoria; era César quien había metido la pata al sacar el tema de la fiesta; y Morton había respondido con una observación humorística. Menuda la armaste con el perro. Era una construcción coloquial, sonaba a complicidad y no a censura. Por otra parte, era evidente que Morton estaba cansado; por eso bostezó y dijo: Qué sueño tengo. Nada más natural, pues, que el hecho de que se mantuviera más bien callado. Y además: que Morton bostezara tan abiertamente ante él, ¿no era una prueba de confianza? ¿De intimidad, incluso?

Conchita tenía los brazos cruzados sobre el pecho y clavaba la vista, desafiante, en un punto perdido del espacio situado a cosa de un palmo por encima de la cabeza de César. Con esto quería decir: Miradme, aquí estoy sin hacer nada, me habéis enterrado viva en la tumba de la pasividad. Conchita contemplaba obcecadamente la pared y mantenía sus brazos bien cruzados porque temía que, si bajaba los ojos o apoyaba sus codos en la mesa, algún paseante pudiera confundir su postura y creer, siquiera por un horrible instante, que se encontraba ocupada en algún trabajo. Cuando la única ocupación que le quedaba era la ostentación de su inactividad. Así es que se sentaba muy tiesa y escrutaba la nada durante horas. César sentía cómo el aire por encima de su cabeza se iba poniendo incandescente de resultas de la tórrida mirada de Conchita.

César pasó distraídamente otras dos hojas del book e intentó concentrarse. Vamos, vamos; el tal… cerró el book para ver el nombre en la tapa… Francisco Ríos volvería a telefonear un poco más tarde; querría saber qué le habían parecido sus dibujos, sus anuncios, sus carteles. Seguro que era un muchacho joven hambriento de gloria y lleno de ansias laborales. Un adicto al trabajo. César pasó una hoja más, y entonces su propio nombre pareció saltar de la página y agredir su retina, su propio nombre escrito en uno de los anuncios, un cesarmiranda agazapado entre las líneas de texto, cesarmiranda golpeando su atención. Pero no, qué tontería: cuando César miró el texto con más cuidado, comprobó rápidamente que no ponía César Miranda, sino Casas Modernas. Era curioso: siempre se sobresaltaba cuando veía su nombre en los papeles. Siempre temía que fueran a hablar mal de él. Siempre le embargaba un vago presentimiento de desastre. Y en ocasiones acertaba: como cuando algún crítico de arte le despellejaba sin clemencia; y a veces algún periodista le lanzaba una andanada envenenada sin que viniera a cuento. Claro que también había referencias amables: César Miranda, el brillante artista pop… Qué desasosiego andar en tantas bocas como la servilleta de un hotel.

No siempre fue así. No siempre se había sentido César así de enano y de gusano. Cuando las cosas empezaron a ir mal.

Cuando las cosas empezaron a ir mal, que quizá fuera en el mismo momento en que nació, aunque César solía fechar el giro infausto de su vida unos cuantos años atrás, poco antes de que llegase Nacho. Pues bien, cuando las cosas comenzaron a ir mal él se defendió brillantemente. Al principio César pensaba: Me tienen envidia porque soy mejor que ellos. Y se decía: No me merecen. Y varias veces le tentó la idea de abandonar la Golden Line. Me marcharé, decía, y entonces se darán cuenta de lo que están perdiendo. Pero pasaron los días, las semanas, y él se fue acostumbrando a la pequeña indignidad, como esas mujeres que se emparejaban con un bruto, y que, a fuerza de padecer brutalidad, terminaban convertidas en víctimas perfectas, ajenas a sí mismas, amoldadas a la paliza o al insulto por una morbosa dependencia. Y después llegó Nacho. No estaban mal las cosas del tal… Francisco Ríos. A estas alturas cualquier joven imberbe parecía tener mejores ideas que él.

La verdad, César hubiera podido soportar mucho mejor a Conchita si entre su odio y él hubiera habido más espacio. Pero tal y como era ahora el despacho apenas si había sitio para las dos mesas. Ahí estaban, el uno contra el otro, condenados a verse; la mesa de Conchita pegada a la suya, la cara de Conchita justo enfrente. Con sólo extender un brazo podría tocarla. César se sintió incluso tentado a agitar los dedos por delante de los ojos en trance de Conchita. Sacudir airosamente las falanges como el mago que rescata a su ayudante de una hipnosis profunda. Hale hop, y la mujer rompería su molde de piedra y se convertiría en persona. Aunque no, sería mejor no arriesgarse; porque César sospechaba que Conchita ocultaba un talante de Gorgona y temía despertar su mirada letal y fulminante.

A César le habían achicado el despacho dos veces. De pronto llegaban un par de hombres fornidos y en media hora cambiaban las puertas y movían todas las mamparas, con la facilidad de quien monta y desmonta un gran mecano. La primera vez fue cuando dimitió de su cargo de director de arte: No te molestará que reduzcamos un poco tu despacho, le explicó Morton, de ahora en adelante apenas si lo vas a necesitar. Claro que no, a mí esas tonterías no me importan, respondió entonces él con orgullosa sinceridad. Así es que llegaron los hombretones y corrieron las paredes. Le quitaron uno de los armarios, parte de la ventana y un puñado de metros de moqueta, de modo que ya no tenía lugar para el sofá. Además clausuraron la puerta que daba al antedespacho de la secretaria, abriendo otra entrada, en cambio, que comunicaba este antedespacho con la pecera de Miguel. Que era su vecino de panel y quien más se estaba favoreciendo de los corrimientos de mamparas. A Miguel, recién ascendido, fueron a parar su armario, su media ventana y su suelo robado. Pero a César no le importaba nada de eso. Se sentía inmensamente feliz tras liberarse de las responsabilidades de su cargo. Le fastidiaban, sin embargo, los malévolos comentarios de la gente. Vaya, parece que te han quitado la secretaria. Hombre, por lo visto te están achicando la guarida. ¿Y qué ha sido del sofá que antes tenías? Comentarios que se hicieron más sarcásticos e impúdicos tras la segunda reestructuración, cuando se quedó sin ventana y sin el segundo armario y le dejaron el despacho reducido al microscópico chiscón que ahora tenía. Chico, César, quién te ha visto y quién te ve. ¿Han pasado por aquí los jíbaros? Muy acogedor, tu nuevo despacho; sólo que para estornudar tendrás que salir fuera. Incluso cuando no le importaba de verdad, incluso al principio, cuando el prescindir de secretaria fue para él un alivio y su dimisión un proyecto largamente acariciado, César se revolvía ante el escozor de los aguijonazos y se esforzaba en permanecer indiferente frente a sus sonrisas insultantes.

Era cierto que a menudo los castigos y las recompensas de la empresa se manifestaban así, en palmos de ventana y metros de moqueta. Cada vez que los hombretones entraban en la agencia la actividad laboral se detenía, y todos, entre sobrecogidos y fascinados, atendían al correr y descorrer de mamparas, a la ceremonia de enaltecimiento o de degradación. Como quien asiste a un desfile triunfal o a una ejecución pública. Maquiavélico juego éste, el del espacio intercambiable; porque todo empequeñecimiento de despacho solía corresponderse con un engrandecimiento en otro sitio, de modo que la ruina de éste suponía la consagración de aquél o viceversa, lo cual, amén de ejemplarizar la ceremonia, fomentaba eficazmente las inquinas personales. Porque era difícil perdonar al que te robaba la moqueta.

Con Matías, por ejemplo, fue aún peor: le sacaron de su despacho y le metieron en lo que en la agencia era popularmente conocido como la nevera o el cementerio de elefantes, un cubículo rectangular y amplio que ya albergaba a otras tres personas y una considerable cantidad de resquemor y tristeza. Y había que ver a Matías cruzando la planta camino de su nuevo destino, escoltado por un silencio horrible y abrazado como un náufrago a una papelera llena de cajas de clips, pisapapeles de propaganda, bolígrafos sin capuchón, agendas de años diversos, pegamentos, tijeras, grapadoras, carpetas, fotos de su hija, parches para callos del Doctor Scholl, cartuchos de recambio para la pluma, correspondencia atrasada, sobres de alkaseltzer, betún para zapatos y todo ese cúmulo de inimaginable porquería que van criando los cajones de una mesa de despacho tras muchos años de haber estado sentado frente a ella.

Mira que mandarle el book a él, a César, como si él pudiera hacer algo; el chico éste, el tal Francisco Ríos, estaba fatal informado. César había dejado el puesto de director de arte hacía cuatro años. ¡Y lo dejó por propia voluntad, porque él lo quiso! Pero la socarronería de los demás le levantaba ampollas. Eso, el que él hubiera abandonado el cargo por decisión personal, no parecía impresionar a nadie. Era como si más allá del Poder tan sólo existieran el llanto y el rechinar de dientes; y ay de aquel que se lanzara a los infiernos por propia voluntad, porque entonces sería considerado más torpe, más loco o más cobarde.

Estaban todos muy raros hoy, muy raros. Había más corrillos que los habituales, una tensión distinta en el ambiente. Quesada entró en el contiguo despacho de Miguel y se sentó en el sofá. En el que antaño fue sofá de César. Los veía a través del cristal, Quesada y Miguel hablando animada y conspiradoramente. Un momento: ¿le estaban mirando? César no se atrevía a contemplarlos directamente a través de la mampara. ¿Le estaban mirando? ¿Quesada y Miguel le miraban y hablaban algo sobre él? Empezaron a sudarle las palmas de las manos. Pasó una hoja del book, y otra, y llegó al final, y tuvo que volver a abrir el álbum por el principio, mientras atisbaba a los vecinos con el rabillo del ojo. ¿Estaban de verdad hablando de él? Los cubículos estaban bien aislados y no conseguía entender sus palabras. La excitación le levantó de la silla como un muñeco de resorte, y una vez en pie se vio obligado a buscar una finalidad a su movimiento para no ponerse en evidencia. Decidió ir al retrete. La cabeza le dolía tanto que le resultaba asombroso el no haber muerto de ello.

En los servicios se tomó otros dos dolalgiales con un buche de agua del lavabo. Además de un nolotil que le ofreció Pepe, que también padecía de jaquecas. Dicen que hoy es el día, ya veremos, comentó Pepe mientras se sacudía morosa y meticulosamente. ¿El día de qué?, preguntó César. Oh, claro, era una tía estupenda, disimuló Pepe al ver entrar a Miguel; ya me contarás qué tal te va con ella, añadió saliendo apresuradamente del retrete. Qué pasa, hombre, ¿tienes un ligue nuevo?, dijo Miguel con la confraternidad del cazador. Y César: No, sí. Tú sí que vives bien, insistía el otro. Sí, no, farfulló él, y le inquietó no saber si el tú sí que vives bien encerraba un doble sentido, una intención aviesa.

Lo primero que hizo al salir de los servicios fue buscar a Pepe. Estaba frente a su tablero, rodeado por los otros dibujantes. Cuando le vio llegar empezó a mover las cejas y a hacer gestos horribles con los ojos: Vaya, César, decía abalanzándose sobre él, ¿tienes dinero suelto?, agarrándole de un brazo sin dejar de bizquear, invítame a un café en la máquina, arrastrándole imperiosamente hacia el pasillo. Es que no me fío de estos tíos, susurró Pepe cuando estuvieron lo suficientemente lejos de todo el mundo, son unos espías de Quesada. Pepe llevaba años castigado pegando letraset: no era de extrañar que hubiera adquirido el desesperante hábito de no contemplar jamás a sus interlocutores, sino que barría incesantemente los alrededores con una mirada alerta y vigilante, como si sus ojos fueran los reflectores de una peculiar prisión ocupada por un único preso. Pepe no sabía a ciencia cierta el porqué de su condena, del mismo modo que César desconocía con exactitud la causa del odio que le profesaba Quesada, porque la empresa impartía su justicia desde el más total de los secretos. Y así, casi nunca se sabía si algo se había hecho mal o bien, sino tan sólo si una persona se encontraba en gracia o en desgracia, estados mortificantes o beatíficos que los empleados debían adivinar a través de pequeños signos revelados, de indicios tales como una alentadora sonrisa de Morton durante el brainstorming que Miguel se detuviera a contarte un chiste en el pasillo o que Quesada se interesara por la salud de tu hijo pequeño, buenísima señal aun en el caso de que no tuvieras hijos. O, por el contrario, los síntomas funestos: un desdeñoso comentario a tu trabajo soltado en público por alguno de los esbirros de Quesada, un retraso inexplicable e inexplicado en conseguir audiencia con Morton, o el que uno de tus más encarnizados enemigos viniera a palmearte ostentosamente las espaldas y a llamarte maestro en mitad de la agencia. Estas señales no eran sino los barruntos de lo que después vendría: promociones fulgurantes o indefinidas condenas a pegar letraset. De modo que todo el mundo, cuando advertía los indicios de un cambio de estado, intentaba analizar, comprender y adivinar el porqué del mismo; qué había hecho bien Fulano, qué había hecho mal Mengano, para imitar o evitar las causas de tal mudanza. Y a menudo los mismos interesados tenían que devanarse la cabeza intentando comprender qué les pasaba, por qué se habían convertido de la noche a la mañana en apestados. Lo cual, el caer en súbita desgracia, constituía el principal temor de los empleados de la agencia, la Gran Amenaza, la versión laboral del acabóse. Ello hacía que todos anduvieran olfateando el aire como perdigueros en tensión, a la caza de algún aroma de desgracia, sopesando y aquilatando cada gesto y cada monosílabo de los jefes por ver de descifrar el sentido oculto de las cosas; y ello hacía también que en la agencia imperaran los usos sociales más conservadores, esto es, reír las gracias de los mandos, censurar las costumbres de los censurados y opinar siempre lo mismo que opinaban los jerarcas. Por ejemplo, ahora todo el mundo practicaba el squash, porque un día Morton había manifestado que era un deporte muy sano y relajante; y, tras una etapa de apogeo, nadie jugaba ya al mus, porque Quesada había dicho que se trataba de un pasatiempo pueblerino y muy vulgar.

Pensando en todo esto, César apenas si atendía al susurrante monólogo de Pepe. Hoy van a hacer públicos los cambios, los nuevos nombramientos y los ascensos, le había explicado Pepe, para engolfarse después en su retahíla de antiguos agravios. Y César le dejaba hablar mientras contemplaba a sus compañeros al otro lado de las mamparas de cristal, más nerviosos hoy que nunca, claro, más tensos hoy que antes, claro, más inseguros, más inquietos, más ávidos, más amedrentados, claro, claro, claro, claro, ahí estaban todos ellos susurrando entre sí por las esquinas, mirando subrepticiamente por encima de sus hombros, haciendo extraños gestos con los ojos, bizqueando como bizqueaba Pepe, ¡paranoicos! Todos paranoicos, claro, porque el mensaje de la empresa era siempre ambiguo y fomentaba la hostilidad y la paranoia. Al menos una vez al año, la Golden Line anunciaba drásticos cambios en la empresa: ascensos, descensos, promociones, nombramientos y despidos. La noticia recorría vertiginosamente la agencia en un boca a boca extraoficial, y durante algunas semanas el personal se esforzaba más que nunca en hacer méritos. Semejantes conmociones, había leído César en un libro norteamericano sobre dirección de empresas, galvanizaban a los trabajadores, dinamizaban la mecánica laboral y aumentaban la productividad; no había nada peor para una firma, advertía el manual, que el hecho de que los empleados se sintieran seguros en sus puestos. Y Pepe, a todo esto, empeñado en volver a contar a César la flagrante injusticia de su caso. Mientras hablaba, Pepe le sujetaba por las solapas con unos dedos manchados de tinta y nicotina; y César estaba empezando a hartarse de él. No era muy inteligente, Pepe; o no estaba muy cuerdo. La verdad, era un tipo francamente inaguantable; puede que Morton tuviera toda la razón al mantenerle pegando letraset durante años. ¿O quizá Pepe no era antes así y se había ido embruteciendo en el castigo? Pero era tan torpe, tan egoísta, tan maniático. ¿No merecía él, César, un trato más afable? A fin de cuentas, ¿no pertenecía él, César, al olimpo de ejecutivos de la Casa, no era una de las estrellas de la agencia, no había ocupado uno de los más altos cargos directivos? ¿Y no resultaba en verdad admirable que él, César, siguiera tratando a Pepe amablemente, desayunando, tomando el aperitivo e incluso conspirando con él como si Pepe no fuera uno de los notorios apestados de la agencia? ¿No era éste un comportamiento magnánimo y merecedor de gratitudes? Pues bien, Pepe, en su egocentrismo, no parecía darse cuenta de la generosidad de César; y no sólo no le agradecía la deferencia, sino que, por el contrario, alardeaba de un orgullo desdeñoso y displicente. ¡Orgullo en un apestado! Inconcebible. De modo que cuando Pepe empezó a ironizar sobre lo mucho que ganaba César y lo bien que vivía, éste se despidió abruptamente y lo dejó plantado en el pasillo. Sí, seguramente la empresa tenía razón y Pepe no mereciera otro destino.

Conchita, por ejemplo. Oh, oh, al entrar en su despacho César la había sorprendido hojeando subrepticiamente una revista femenina. Pero, claro, cuando le vio llegar cerró el ejemplar y asumió de nuevo su posición de esfinge. Que ha llamado Francisco Ríos. ¿Y quién es ése? El chico del book, explicaba Conchita con la mirada empotrada en el marco de la puerta. Hoy van a hacer públicos los cambios en la Casa, comentó César en voz alta sin saber muy bien por qué. A mí ya no me afecta nada de eso, respondió ella amargamente, y un suspiro que parecía un temblor de tierra agitó su poderoso pecho. Fue una fisura que se cerró enseguida. Le he dicho que telefonee más tarde. ¿A quién? A Francisco Ríos, el del book.

Conchita, por ejemplo. Una buena secretaria. Y veterana. Incluso demasiado veterana. Porque estaba llena de manías, desde luego. ¿No era ridículo que una persona se empeñara en contemplar la pared durante horas? ¿No resultaba comprensible que una empresa moderna no confiara en semejante ser? Apliquemos la sensatez, se dijo César; la agencia no era un nido de intrigas florentinas, como su imaginación temía en los peores momentos. Por ejemplo: nada más natural que el hecho de que Morton le saludara esa mañana soltando un holacésarquétal. Era una frase coloquial, amistosa, intrascendente; porque ésa era la clave, la intrascendencia del asunto, el que para Morton el trayecto en ascensor no era sino eso, un breve trayecto en ascensor. Mientras que él, César, estaba llenando de misterios lo evidente y deduciendo cataclismos de la nada. Qué obsesión, qué inquietud, qué imaginación tan enfermiza: la realidad era mucho más simple que el laberinto que inventaba su miedo. Resultaba ridículo, por no decir patético, el buscar secretas intenciones. Y, sobre todo, ¿quién era Morton para que él, César, un hombre adulto, una persona hecha y derecha, se preocupara tanto de su opinión sobre él? ¿Qué era ese tal Morton para cernirse de modo tan amenazador sobre su vida? ¿Qué puñetas pintaba el susodicho Morton en la apreciación que César tenía del mundo y de sí mismo? ¡Nada! Morton no era nadie, no era nada, un simple jefe de una simple agencia de una simple etapa en la existencia de César. César había nacido, había crecido, se había despellejado las rodillas de pequeño, había llorado en ocasiones por algún mal de amor o un mal de orgullo, había reído, había temblado de miedo, había soñado, había conocido el sabor de la muerte al perder a los suyos, se había sentido deshacer en el disparo de un orgasmo, había sudado o tiritado, había aprendido la añoranza, había querido, había odiado, había experimentado el dolor físico, había bebido un agua deliciosamente fresca tras pasar mucha sed. La vida era inmensa, honda y ancha, y en ella Morton apenas si era una mota de polvo en el camino. César no iba a perder su tranquilidad de alma por tan poco.

Ahí estaban, Ahí estaban todos, saliendo en animada conversación del despacho de Morton. Todos los mandos, todos los directivos. Menos él. Claro que él, César, había dimitido de su cargo; no había razón alguna para que le convocaran a una reunión cuya finalidad consistía en comunicar los cambios a los jefes para que éstos, a su vez, los trasladaran a sus subordinados. Él, César, ya no tenía subordinados y por ende carecía de información. En un mundo en el que saber era poder y no saber era el destierro. Un destierro de despacho liliputiense y secretaria furibunda. Ahí estaban todos, en fin, saliendo de la reunión suprema; y por la agencia se extendía un silencio que parecía un siseo, una avidez amedrentante.

¿Molesto?, preguntó Matías inútilmente después de colarse en el despacho. Conchita y Matías se saludaron mutuamente con emocionadas sonrisas de martirio. ¿Molesto?, repitió sentándose en un pico de la mesa, porque no había otro lugar donde instalarse; su nariz era un incendio de enrojecidas venas, una tela de araña ensangrentada. No molestas, respondió César maldiciendo in perfore su suerte, qué quiere de mí esta ruina humana, por qué viene ahora a fastidiarme. Porque somos los dos únicos directivos que no hemos acudido hoy al despacho de Morton, se contestó a sí mismo de inmediato. ¿No te han convocado a la reunión?, estaba preguntando Matías precisamente. Claro que no, respondió César muy airado. A mí tampoco, dijo el otro en voz baja. Y César de nuevo, furioso y escocido: Pero lo mío es distinto, porque yo dimití voluntariamente de mi cargo. Matías parpadeó y Conchita soltó una descarga de odio puro; César lo sintió llegar, un intenso vaivén de odio arañando su columna vertebral. Se estremeció, sabiéndose culpable. Quiero decir que lo mío no tiene importancia, pero que en tu caso, con todo lo que has hecho por la empresa durante años, es verdaderamente escandaloso, añadió César intentando arreglarlo. Pero Matías había cambiado ya de tema: Ayer le dije a Quesada que estaba dejando de beber y me contestó que tendríamos que tomar unas copas para celebrarlo, ¿tú qué crees que quiso insinuar con eso? Bueno, farfulló César, pues no sé, sería una broma, te diría lo primero que se le pasó por la cabeza, pretendería resultar chistoso. Pero Matías insistía con angustia: No, mira, es que él dijo que tendríamos que tomar unas copas para celebrarlo, ¿te parece que no se creyó que había dejado la bebida? Oh, Dios, se dijo César, qué cosa tan patética. Entonces Conchita se levantó, cogió del brazo a Matías, lo arrastró hacia la puerta, invíteme a un café, andando, venga. ¿Y tú, Conchita, por qué crees que respondió eso?, aún le oyó decir César mientras la secretaria le empujaba pasillo adelante. No, no era culpa de Conchita, ni de Matías, ni de Pepe. Era culpa del sistema, pensó César. Sus peores sospechas eran ciertas.

Ahí estaban todos, al otro lado del cristal, con el destino dibujado en la cara. Los agraciados por la fortuna de un ascenso se pavoneaban arriba y abajo por la sala, encendían cigarrillos, se palmeaban mutuamente las espaldas, hablaban desenfadadamente con los jefes y se apresuraban a quedar para el almuerzo con sus nuevos compañeros de categoría, desertando de la mesa de sus antiguos colegas y de ahora en adelante subalternos. Mientras que los heridos por la indiferencia o el castigo permanecían cabizbajos en sus mesas, las espaldas apesadumbradas, la mirada huidiza, la boca masticando protestas no dichas. Ahora, en los primeros momentos, se apreciaban bien todas las gradaciones y matices, la euforia de una matrícula de honor, la satisfacción de un notable, la decepción de un aprobado pelado, la depresión de un suspenso, la desesperación total del cero. Los escolares aplicados ascendían a la gloria empresarial y los escolares perezosos se hundían en el infierno de los pillos. Sonó el teléfono, lo cogió: era Paula, con la voz entrecortada por la ira. ¡Que lo han vuelto a hacer! ¿El qué? ¡El ascender a dos recién llegados, a dos inútiles, el dejarme a mí en la cola! ¡Pero yo no lo aguanto más, de ésta no paso…! César murmuró unas cuantas palabras de consuelo, intentó mostrarse solidario. Pero en realidad se sentía muy lejos del conflicto, expulsado del campo de batalla. Frotó un lápiz contra el teléfono, estrujó ruidosamente un papel ante el auricular y asumió un tono de perfecta inocencia: ¿Qué dices? ¿Qué dices, Paula? ¡Hay interferencias, no te oigo! Cuando colgó aún se escuchaban, exasperados, los gritos de Paula. En ese momento César no se sentía con ánimos para aguantar sus quejas. Hola, César, qué tal, había dicho Morton; y su tono no era irritado, ni somnoliento, ni indiferente. Era mucho peor: era una voz compadecida. Morton sabía que César carecía de futuro; había dejado de confiar en él. Él, César, le había decepcionado; y su decepción le entristecía, del mismo modo que un padre se entristece al ver cómo se pierde su hijo preferido. El corazón de César se lanzó a un galope furioso dentro del pecho; y César mismo se hubiera puesto a relinchar de la vergüenza y angustia que sentía. Si le hubiera podido explicar, si le hubiera podido contar, si le hubiera podido decir. Cuando fue nombrado director de arte, por ejemplo. Cuando Morton nombró a César director de arte, el subdirector del departamento, que aspiraba al cargo, decidió operarse de una antigua desviación de tabique nasal y dejar solo a César durante tres semanas para que se estrellase. El tercero de a bordo, por su parte, que era un hombre de Quesada, consideró oportuno enfermar de una gripe lentísima. Y Quesada mismo trasladó a la secretaria del departamento e hizo todo lo posible por retrasar las peticiones de personal, sustitutos, presupuestos, adquisición de material y etcétera. El resultado fue que César se pasó un mes contestando llamadas de teléfono de gentes que le preguntaban cosas que él no sabía, escribiendo sus propias cartas a dos dedos sobre asuntos urgentes de los que nadie le había informado, tomando decisiones fundamentales y en apariencia inaplazables sobre campañas publicitarias que desconocía por completo y sintiéndose, en suma, al borde del suicidio. Un día rechazó el original de un dibujante que luego resultó ser hijo de Smith, de modo que tuvo que llamarle y disculparse. Y otro día se encerró en el retrete para disimular un agudo ataque de pánico. Si Morton supiera todo lo que César había soportado.

Cuando dejó el cargo, por ejemplo. Cuando dejó el cargo y Quesada empezó a quitarle cuentas y a dejarle sin campañas, hasta el punto de que César hubo de telefonear a algunos de sus clientes más antiguos y pedirles que por favor le reclamaran. Si hubiera podido explicarle a Morton todo esto, quizá no le despreciaría ahora tanto. Pero esas cosas no se podían contar, no era lícito acudir al maestro para quejarse de Juanito, que te había tirado del pelo; de Pepito, que te había robado el chocolate; de Paquito, que había copiado de tu examen. Eso, el ser flojo de lengua y de redaños, no era un comportamiento honroso, no era una actitud viril. Por eso Morton no sabía.

Menuda la armaste con el perro, había dicho Morton, y la frase poseía ese tono de íntima exasperación con que la esposa reconviene al marido cuando cree que sus patochadas le han puesto también a ella en evidencia. Porque Morton le había apoyado siempre, oh, sí, sí, siempre. Y ahora él, César, le había fallado de ese modo, dejándole en una posición en cierta medida desairada. Era evidente que Morton estaba al tanto de todas las críticas que se habían formulado contra César, quizá su nombre incluso había salido ya en varias reuniones, quizá Quesada y los demás habían exigido a Morton la cabeza de César. Y Morton, decepcionado, se habría dejado al fin convencer por unos y por otros y habría dejado de ampararlo. Por eso no se atrevía a mirarle a los ojos en el ascensor: por la turbación que se siente ante un ser que antaño fue querido y que hoy nos ha desencantado. Y por eso había dicho: Qué sueño tengo, e incluso había fingido bostezar; por una delicadeza final, por compasión postrera, para que él, César, pudiera tomar el cansancio de Morton como justificación de su silencio, cuando lo cierto era que Morton callaba porque él le había defraudado. Morton callaba porque le había visto al fin como en el fondo era y se había arrepentido de apreciarlo.

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